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Los A.I.C. como condición favorable para la enseñanza y el aprendizaje.

La conformación de los Acuerdos Institucionales de Convivencia debe partir de la premisa de preservar el contenido pedagógico de la norma.
Esto implica recuperar el rol central que tienen las acciones de enseñanza en la escuela secundaria. Esta dimensión de la experiencia
educativa no puede ser fácilmente reemplazada. Pese a que el sistema educativo ya no concentra el monopolio de la cultura legitimada, los
alumnos demandan encontrar en la escuela uno de los sentidos más clásicos y fundantes de la institución: aprendizaje de conocimientos. La
figura del docente continúa representandoel lugar del saber, la persona encargada además de transmitirlo de manera clara. Las normativas
deben hacer hincapié en estas cuestiones. Temáticas que no serían demasiado novedosas o no deberían llamarnos la atención si no fuera
porque en los últimos años el discurso predominante sobre la escuela media plantea un diagnóstico de crisis: la educación está en crisis, la
autoridad se encuentra puesta en duda, el recuerdo nostálgico sobre los viejos y buenos tiempos donde no había falta de “respeto a la
autoridad”.
A partir de esto la relación adultos-jóvenes se estructura en términos morales y generalmente son los segundos los señalados como
responsables de lo malo que ocurre en las escuelas. En este punto cabe cuestionarnos acerca de los discursos hegemónicos referidos a la
“crisis” de la educación en un contexto de “crisis” del país y de “crisis” de la autoridad. Sabido es que la idea de crisis paraliza, genera
temores, dificulta tomar posiciones y promover cambios. En la Argentina post crisis del 2001, una de las mayores dificultades que atraviesan
los sujetos, y también las instituciones, es construir niveles de confianza y un paisaje común que se extienda al mediano y largo plazo. La
idea de crisis permanente permite tan sólo pensar en el corto plazo, acortándose el horizonte de expectativas en el cual los sujetos se
imaginan.
Es tiempo no solo de insistir en la descripción de diagnósticos, sino también de preguntarnos qué potencialidades emergen, de qué forma se
construyen las imágenes del futuro de las nuevas generaciones, cómo reconstruir o potenciar la consolidación de expectativas comunes en
la escuela secundaria. Entendemos que el conflicto es algo inevitable y necesario, de allí que sea prioritario un abordaje preventivo de la
conflictividad en los acuerdos logrados. Pero para ello es necesario previamente desnaturalizar algunos presupuestos con los que
afrontamos el día a día escolar.
En la escuela secundaria muchas veces el conflicto se presenta entre lo que los alumnos esperan de la escuela y lo que los docentes
esperan de sus alumnos, muestra de la diversidad social que cobra visibilidad en las aulas. El mismo no puede resolverse mientras los
adultos continuemos considerando que algunos alumnos no están capacitados para apropiarse de los saberes y que tampoco tiene mucho
sentido que lo hagan ya que no podrán obtener buenos trabajos en el mercado laboral.
La añoranza de una escuela secundaria orientada a formar a los mejores obtura la posibilidad de pensar a la institución escolar en un nuevo
contexto. Es claro que la escuela secundaria de hoy no esaquella idealizada, pero es posible pensar que tiene tantas dificultades y
potencialidades como la de otros tiempos. Esto implica reposicionar y otorgar centralidad a la interacción de los sujetos, entre sí y con los
objetos de conocimiento. El énfasis en ellos ha sido, en algunos casos, eclipsado por la insistencia y regulación de otras cuestiones,
desdibujando su lugar.
Durante muchos años la escuela se esforzó por regular los cuerpos de los alumnos, adaptándolos a las exigencias laborales que tendrían al
terminar o dejar el nivel secundario. De allí que se enfatizaba el control sobre sus formas de vestir, las poses, gestos. El uso del guardapolvo
o de un uniforme similar se vinculaba a la pretensión de igualdad, pero también a la búsqueda de la adecuación de la forma de ser joven a un
formato rígido.
A su vez, la escuela fue la institución encargada de la formación de una identidad de ciudadano argentino, por lo que se transformó en el
espacio de aprendizaje de los símbolos patrios y de las tradiciones y costumbres que formaban parte del ser nacional.
Ambas cuestiones merecen ser repensadas en la actualidad. Creemos desde ya necesario que la vestimenta de los jóvenes y adultos debe
adecuarse a criterios que impidan que alguien se sienta afectado por la forma de ser del otro y que el conocimiento de los símbolos patrios y
de la historia del país son temas que deben tratarse en la escuela. Sin embargo sostenemos que el énfasis en la vestimenta tiende a eclipsar
las posibilidades de expresión de los jóvenes y que la insistencia en el “respeto” a los símbolos patrios puede generar discriminaciones y
exclusiones de alumnos/as nacidos en otros países o hijos de inmigrantes. En ambos puntos es indispensable generar mecanismos en las
escuelas que eviten abusos de poder y la formación de una jerarquía de ciudadanos, desiguales entre sí, en base a su grado de respeto a
los símbolos nacionales. En este sentido el respeto debe ser reclamado tanto hacia los símbolos patrios como hacia los docentes y
compañeros, pero es un respeto más racional que pasional, desde el acompañamiento a los otros.
Por su parte, el énfasis en la vestimenta de los alumnos implica una serie de procesos de definición normativa e involucra cuestiones
morales que podrían tener menor presencia en las aulas, en tanto no son aspectos sustantivos al momento de pensar en la enseñanza y el
aprendizaje. Por un lado profundiza la construcción de miradas de extrañamiento sobre las formas de hablar y vestirse de los jóvenes,
fortaleciendo la consolidación de una distancia edificada en torno a valores culturales o morales que dificultanlas relaciones
intergeneracionales. Por otro lado implica una construcción de corte clasista acerca de lo que el decoro implica. Es por ello que el criterio a
sostener debe evitar discriminaciones de género que obliguen por ejemplo a las mujeres al uso de un determinado tipo de vestimenta que no
se exige a los varones y promover el respeto de la pluralidad de voces y de formas de ser joven como requisito indispensable para transitar
un camino que no entienda a la convivencia como búsqueda de orden, sino como espacio de estar con otros diferentes.
Carlos Cullen, retomando el análisis de Walter, menciona que “La pertenencia –y por lo mismo la identidad- es una esfera particular de la
justicia”. Para el autor la clave es la idea no de homogeneidad sino de igualdad compleja. Los principios que rigen la pertenencia garantizan
con más fuerza (porque en el nombre propio y en el de la comunidad local se compromete la personalidad entera) el pluralismo y la defensa
de la convivencia con la diferencia. Planteamos estas cuestiones con la convicción de que los Acuerdos Institucionales de Convivencia
deben reflejar una concepción amplia de la ciudadanía.
En su ya clásico trabajo Marshall (1998) plantea a la ciudadanía como condición otorgada a miembros plenos de una comunidad, iguales en
derechos y responsabilidades. Lo dicho nos recuerda la centralidad de los derechos civiles pero también remarca la necesidad de generar un
lazo de confianza, un sentimiento de pertenencia. Sabido es que la escuela cumplió en la Argentina un papel central hacia fines del siglo XIX

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en la conformación de una identidad común configurada en derredor de la formación de ciudadanos. Esta visión de la ciudadanía tendía a
emparentarla a la nacionalidad, tal como ocurrió en distintos lugares del mundo.
Sin embargo en los últimos años diversos autores resaltan la necesidad de desligarla de la pertenencia a determinada nación. En algunos
casos la insistencia en el respeto a los símbolos patrios en la escuela media exacerba las desigualdades cuando no provoca maneras de
relacionarse con los otros en la cotidianeidad escolar basadas en desconfianzas y miradas despectivas donde el resentimiento asume un
carácter político rechazando las diferencias. Efectivamente, la escuela media pareciera preservar una manera de pensar la nacionalidad que
muestra mayores visos de continuidad con la pretensión de configurar una identidad nacional propia de los inicios de la conformación del
sistema educativo.
En los últimos años la incorporación en el currículum de la diversidad cultural y criterios sobre la nodiscriminación, convive con un formato
escolar más clásico que resalta la insistencia en el aprendizaje de los símbolos patrios y con la importancia asignada desde las normativas
generales a estas cuestiones. Asumimos, pues, como propia la perspectiva que en un estado democrático son ciudadanos aquellos y
aquellas que comparten la vida en común, cualquiera sea su nacionalidad. Se trata en todo caso del desafío, planteado por Grumet (1997),
de pensar maneras de usar la puesta teatral que ocurre en la escuela en estos casos para proveer una experiencia de comunión que
establece conexiones entre las personas sin borrar o arrasar su especificidad ni el respeto por nuestra diversidad.
En tanto la ciudadanía puede ser vista como “el conjunto de prácticas (jurídicas, políticas, económicas y culturales) que definen a una
persona como miembro competente de una sociedad” (Kessler:1996), queremos potenciar las posibilidades de su ejercicio en la
cotidianeidad escolar, para lo cual es imprescindible poder articular con criterio la enseñanza de los hechos históricos y los símbolos del país
con una concepción donde la ciudadanía es entendida como condición lograda por quienes comparten la vida en común, más allá de su
origen social, nacionalidad o género.
Los A.I.C., en tanto reguladores de las relaciones interpersonales en contextos escolares, demandan entonces de un análisis que promueva
pensar la vida cotidiana en las escuelas de modo situado, es decir a sujetos relacionados entre sí en un contexto determinado, en el que se
desarrollan prácticas de enseñanza y de aprendizaje. Los primeros abordajes de los acuerdos en cualquier institución escolar es posible que
estén atravesados por miradas ya instituidas e históricas, vinculadas a los conceptos tradicionales de orden y disciplina, que dejan además a
los alumnos sin posibilidad de protagonismo en las definiciones. Se corre el riesgo entonces de conformar sólo reglamentos de disciplina,
destinados a definir pautas comportamentales exclusivamente para los alumnos y cuya transgresión puede derivar en la interrupción de su
trayectoria escolar. Asimismo, los adultos quedan por fuera del alcance de estos reglamentos, generándose hacia el interior de las
instituciones circuitos diferenciados, que excluyen a los adultos de cualquier regulación o posibilidad de interpelación para el desempeño de
sus funciones. En todo caso corresponde pensar que la diferencia entre jóvenes y adultos debe manifestarse en las obligaciones de los
adultos con respecto a los jóvenes,atendiendo al lugar de cuidado y amparo que los primeros tienen por sobre los segundos; pero no al
servicio de sistemas de privilegios que nada tienen que ver con el ejercicio de la autoridad, en ámbitos democráticos y pluralistas en los que
además se lleva a cabo una política de estado.
Hacer un proyecto colectivo implica necesariamente fijarse una legalidad, establecer acuerdos de convivencia y repertorios de acciones que
pongan en práctica la decisión de la mayoría y respeten a las minorías; pero implica también responsabilizarse de que todos sean incluidos
en el proyecto en un clima y un marco democráticos.

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