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[A GAME OF LOVE]
Una cosa era enfrentarse al peligro en el campo de batalla y sentir que estaba uno
defendiendo a su propio país.
Y otra, muy diferente, el regresar y encontrarse con un hogar destrozado, con el
techo a punto de derrumbarse; los campos sin cultivar porque todos los hombres aptos
habían tenido que irse a la guerra.
Asimismo, enterarse de que muchos de los bancos del campo se encontraban
cerrando sus puertas.
En su totalidad los granjeros estaban en bancarrota porque no había mercado para
lo que ellos cultivaban.
“Era difícil que alguien corno él no se sintiera amargado”, pensó el conde.
Sobre todo cuando sabía, cómo hombres que se distinguieron en el servicio militar
eran dados de baja sin una pensión o una palabra de agradecimiento.
Terminó de beber su champaña y Sir Anthony le volvió a llenar la copa.
— ¿Qué vas a hacer, Garth? —preguntó inquieto.
—Me voy a poner de rodillas delante de Rustuss Groon —contestó el conde con voz
áspera.
Su amigo emitió una exclamación de horror.
— ¡Rustuss Groon no! ¿Acaso ya has ido a ver a ese zorro?, debes estar loco!
—Hace dos años, cuando nadie me quería prestar ni un centavo, él sí lo hizo.
—Entonces lo único que puedo decirte es que preferiría arrojarme al mar que
solicitarle un préstamo al usurero más despiadado que jamás existió en el West End.
El conde nada dijo y después de un momento Sir Anthony preguntó:
— ¿No te queda nada para vender?
—He vendido ya todo cuanto podía —respondió el conde—. El dinero se utilizó
para pagar las cuentas que se acumularon cuando mi madre estaba tan enferma. Lo
poco que hay en la casa está destinado para el hijo que no puedo darme el lujo de
engendrar.
— ¿Y qué me dices de tus tierras? Posees un número considerable de acres.
—Están llenas de malas hierbas y no han sido aradas. Y aunque lo estuvieran, no
puedo comprar semillas para sembrarlas.
Sir Anthony suspiró.
—En verdad lo siento mucho, Garth.
—Yo lo siento más —respondió el conde—, sobre todo por mis pensionados. ¡Ellos
tienen hambre Tony! ¿Te puedes imaginar lo que es ser consciente de que servidores,
leales a mi familia durante generaciones, están pasando hambre y que yo no puedo
ayudarlos?
La voz del conde adquirió un tono patético.
.Sir Anthony le llenó la copa una vez más y era obvio que no encontraba las
palabras adecuadas para confortarlo.
Ambos permanecieron en silencio durante un momento y de pronto Sir Anthony
preguntó:
— ¿En realidad piensas ir a ver a ese hombre?
—Tengo una cita a las cinco de la tarde.
— ¿Una cita?
—Le escribí preguntándole si podía entrevistarlo. Hubiera sido una pérdida de
dinero venir a Londres y no encontrarlo.
—El estará siempre que pueda dejar desnudo a algún infeliz que esté pasando por
una mala racha.
Sir Anthony habló en broma y el conde comentó:
—Me respondió indicándome que viniera a verlo hoy. He estado orando porque él
no haya decidido pedirme que le regrese lo que me prestó antes.
—Creo que no debes ser muy optimista —murmuró Sir Anthony—. Bradford tuvo
que marcharse al continente el año pasado y es muy poco probable que pueda
regresar.
El conde miró a su amigo sorprendido.
—Yo creía que él tenía bastante dinero.
—Lo tenía hasta que empezó a jugar y tuvo que pedirle dinero a Rustus Groon para
pagar sus deudas.
— ¿Quieres decir que se quedó en la ruina?
—Así es, a excepción de una casa ancestral que se le estaba cayendo encima y tierras
que están en un estado lamentable.
El conde contuvo la respiración pues comprendió que él navegaba en el mismo
barco.
Bebió de un golpe el resto de la copa y se puso de pie.
—Todavía no son las cinco —observó Sir Anthony.
—Lo sé —respondió el conde—, pero necesito estar muy claro de la mente para
tratar con Rustuss Groon, así que ya no deseo beber más.
—Si él se muestra más accesible de lo que esperas, regresa —sugirió Sir Anthony—,
e iremos a la ciudad. Hay algunas chicas muy atractivas o podremos ir a ver a Harriet
Wilson.
— ¡Dios mío! —exclamó el conde—. Casi me había olvidado de su existencia.
—Harriet no se sentiría halagada si te escuchara. Ahora trae a varios nobles detrás
de ella, incluyendo al Duque de Wellington. Su hermana Amy, quien es más lista que
ella, se casó con el Duque de Berwick.
RUSTUSS GROON
Prestamista
Dentro había un pasillo sin alfombrar y una escalera que conducía al piso superior.
A la izquierda se hallaba una oficina pequeña y sucia ocupada, casi en su totalidad,
por un enorme escritorio.
Las paredes eran oscuras y las cortinas, nombre muy generoso para aquellas garras,
estaban corridas.
La única luz provenía de dos velas colocadas a cada lado del escritorio sobre el cual
había un tintero hecho de un cráneo.
Un frasco que alguna vez contuvo mermelada guardaba varias plumas para
escribir.
Sentado tras el escritorio estaba un hombre de edad avanzada con los cabellos en
desorden y que le caían a ambos lados del rostro. Sus ojos se mantenían ocultos por
unos lentes oscuros. Quienes lo veían no podían adivinar sus expresiones, pero sabían
que él los estaba observando.
El parecía mirar hasta lo más profundo de quienes lo visitaban.
— ¡Ese hombre me asusta! —le había dicho un joven a Sir Anthony—. Hay algo
misterioso en él, y juraría que puede leer los pensamientos!
—No me sorprendería —repuso Sir Anthony—. Nunca he visitado a ese tipo,
gracias a Dios, pero todos quienes lo han visto opinan lo mismo, que es un adivino o
un brujo.
— ¡Deberían colgarlo! —exclamó el joven con furia.
— ¡Entonces irías con otro igual! —señaló Sir Anthony—. ¿Por qué no te guardas tu
dinero en la bolsa en lugar de arrojarlo a la basura?
Como no estaba recibiendo las condolencias que necesitaba escuchar, el joven se
alejó.
Sir Anthony pensó que, sin duda, ese joven debería tener razón acerca de Rustuss
Groon.
Este era despiadado y mucho más hábil que los demás prestamistas. Ahora Rustuss
Groon expresó con voz grave y sorprendentemente bien educada:
—Creo, Dawson, que hemos dejado que el marqués se enfríe los pies lo suficiente
como para que se vuelva más aprensivo.
Dawson, el hombre a quien Rustuss Groon hablara, se levantó de su escritorio en la
habitación contigua.
— ¿Tiene el informe acerca del marqués? —preguntó él.
—Sí, lo tengo delante de mí —respondió Rustuss Groon—. Gastó todo cuanto yo le
presté en amoríos y en vino. Mujeres procedentes de la más baja estofa y el vino que
ha consumido sería suficiente para llenar un lago.
—Si me lo pregunta —comentó Dawson—, él es un pecador sin redención posible.
—Estoy de acuerdo —respondió el señor Groon—, pero también es un marqués.
Dawson no respondió y por el momento su jefe parecía estar inmerso en sus
pensamientos.
En seguida dijo:
— ¡Hágalo pasar!
Dawson salió de la habitación y cruzó el pasillo hasta donde había otra más
pequeña.
Esta daba a un patio sucio en la parte trasera del edificio. El Marqués de Rowden
estaba esperando.
Con sus treinta y tres años de edad debería haber estado en su mejor momento.
Sin embargo, los años de excesos y las desveladas continuas en los centros
nocturnos, dejaron sus huellas.
Estaba excedido de peso y su cara abotagada y roja.
Las ojeras aparecían muy marcadas y los ojos sumidos en el rostro. Además tenía un
abdomen abultado.
Cuando Dawson apareció le costó algo de trabajo incorporarse.
— ¡Ya era hora! —espetó él—. Pensé que su jefe se había olvidado de mí.
—Lo está esperando, milord —dijo Dawson y se adelantó para abrir la puerta de la
oficina.
madre se casó con el difunto marqués. Por supuesto también incluye la Casa Dower
que está en condiciones aceptables comparada con Rowden Hall.
El marqués lanzó un grito estentóreo.
— ¿Cómo sabe usted eso? ¿Cómo sabe todas esas cosas sobre mí?
—He estado investigando —respondió el señor Groon—, y no tengo la menor
intención de sumar dinero bueno al malo.
Hizo una pausa y después continuó:
—Cuando le presté las treinta mil libras usted me aseguró que eran para reparar la
casa y poner a trabajar las tierras, empleando a hombres que eran dados de baja del
ejército y que necesitaban trabajo. Sin embargo, milord no ha hecho nada de eso.
El marqués inclinó la cabeza.
Entonces dijo:
—La vida en Londres es muy costosa y el dinero no fue suficiente.
—No hace falta darme detalles acerca de cómo lo gastó —observó el señor Groon—.
Un collar de rubíes regalado a una mujercita no es exactamente lo mismo que cultivar
las tierras o hacer trabajar la mina.
— ¿Cómo se atreve a meter las narices en mis asuntos? —espetó el marqués—. Lo
que yo hago con mi dinero es sólo de mi incumbencia.
—Es mí dinero —le recordó el señor Groon—, y por eso firmará su señoría este
papel, o se atendrá a las consecuencias.
Reinó un silencio prolongado.
Y, como si se diera cuenta de que estaba vencido, el marqués miró el papel.
Rustuss Groon lo había empujado, sobre la mesa, hacía él.
Sin hablar tomó una pluma. La mano le temblaba cuando la levantó para usarla
sobre el papel.
Y cuando firmó su nombre, exclamó:
— ¡Maldito sea!; Ojalá que se pudra en el infierno que es de donde no debió salir
nunca!
Rustuss Groon no pareció escucharlo.
Se limitó a tomar el documento.
Lo observó para asegurarse de que la firma estaba correcta.
Por fin, el marqués se dirigió hacia la puerta. Dawson la abrió.
Antes de atravesarla, el marqués se volvió para mirar a Rustuss Groon.
— ¡Es usted el diablo en persona, eso es lo que es! ¡Espero que se queme en su
propio fuego!
Se dirigió hacia la puerta exterior, la abrió y después de salir la cerró de un golpe.
Dawson cerró la puerta de la oficina y se acercó al escritorio de su jefe.
—Yo soy un hombre muy rico y tengo una sola hija que heredará cuanto poseo.
Hubo una pausa muy larga antes que continuara:
—Deseo verla casada con un hombre que no malgaste el dinero en cartas, vino y
mujeres. Por eso me he fijado en su señoría como un posible yerno.
El conde no podía creer lo que estaba escuchando.
Por su mente pasó el recuerdo de que su familia databa desde antes de la época de
la conquista normanda.
El primer Conde de Inchester recibió el título por su comportamiento brillante
durante la batalla de Agincourt.
Sus descendientes fueron servidores de todos los monarcas en turno y tanto su
abuelo como su padre se distinguieron como militares. Su abuelo había sido uno de los
generales más apreciados por Marlborough y su padre comandó la Caballería
Doméstica. Sintió como si pudiera ver sus rostros mirándolo desde los retratos que
pendían de las paredes de Inch.
Junto a ellos estaban las bellas mujeres con las cuales se habían desposado y cuya
sangre era tan linajuda como la de los Chester.
Los retratos fueron pintados por los grandes artistas de sus épocas y él podía
recordar sus rostros con toda claridad.
Las condesas habían estado por encima de los horrores sórdidos de todas las
épocas.
Eran las madres de excelentes hijos.
Todos ellos hombres bien parecidos como sus padres y damas bellas como sus
madres.
Se casaban siempre dentro de la nobleza.
Una idea le golpeó de pronto: Si él introducía en la familia la sangre de la hija del
hombre que estaba frente a él, aquello pudiera cambiar las características de la familia,
mantenidas durante generaciones.
Los hombres se tornarían oscuros en lugar de rubios, su carácter se volvería astuto
en lugar de gentil, y desagradables en lugar de gratos.
“¿Cómo puedo hacerlo? ¿En el hombre de Dios, cómo puedo hacerlo?”, quiso
preguntar él.
No obstante, el autodominio que le habían enseñado desde que era un niño lo hizo
permanecer en silencio.
Sentía como si su cerebro diera vueltas y más vueltas.
Le era imposible tomar una decisión; imposible responder. “¿Cómo podría casarme
con su hija?”, intentó preguntar. Entonces, mientras se horrorizaba ante la idea, en
lugar de las caras de sus antepasados, en su mente surgieron las de los pensionados.
Era muy consciente de que éstos estaban muy delgados por la falta de alimentos y las
penurias.
Sabía que con sus ojos le rogaban que tuviera compasión de ellos. Y eran muchos.
Su padre había sido un hombre muy acaudalado.
Su casa era atendida al menos por treinta sirvientes.
Había jardineros, cuidadores de los animales, carpinteros, albañiles, herreros, y
otros que trabajaban en la casa grande. Recordaba que su padre le había dicho cuando
él era un niño:
—Cada viernes tenemos que pagar a cerca de mil personas. Cuando tú crezcas,
Garth, comprenderás que somos un estado dentro de otro. Esta es nuestra gente y ni tú
ni yo debemos abandonarla jamás.
Era por ellos que él había acudido a Rustuss Groon.
Además, porque muchos de ellos tenían hijos que ahora habían regresado a sus
casas después de combatir a los franceses.
Algunos quedaron en el olvido, en tumbas cavadas de prisa y con sólo una cruz de
madera para indicar el lugar donde yacía un soldado.
Ellos habían peleado para mantener libre a Inglaterra y ya no sufrirían.
¿Pero qué pasaría con sus hermanos, sus primos, sus amigos y sus contemporáneos?
¿Tendrían que morirse de hambre por la falta de fuentes de trabajo?
“¿Qué voy a hacer, Dios mío? ¿Qué voy a hacer?”, se preguntó el conde, con
desesperación.
Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, él se puso de pie y caminó hacia la
ventana.
Hizo a un lado el trapo sucio que servía de cortina y miró hacia afuera.
Ya anochecía y las sombras parecían siniestras. Un viejo pasó arrastrando los pies.
Era obvio que luchaba contra el viento para mantenerse en pie. Hacía un gran
esfuerzo para poner un pie delante del otro.
Su ropa estaba raída y llevaba una bufanda alrededor del cuello en un esfuerzo por
mantenerse caliente.
Para el conde aquel hombre representaba todo cuanto estaba ocurriendo en su aldea
y en su finca.
Los viejos sufrían sin ser culpables de nada.
¿Si podía salvarlos, cómo negarse a hacerlo?
Se dio la vuelta.
Rustuss Groon no se había movido.
Ni siquiera volvió la cabeza para seguirlo con la mirada. Simplemente esperaba.
El conde comprendió que no tenía alternativa.
—Muy bien —contestó por fin con voz dura—. ¡Me casaré con su hija!
Antes que sus padres la habitaran, había pertenecido a una familia por más de
doscientos años.
— ¿Cómo es que ellos la dejaron? —preguntó Benita cuando llegaron a la casa por
primera vez.
— ¡Bebidas, cartas y dados! —había respondido su padre de manera enigmática.
El tono de su voz le indicó a ella que no deseaba continuar con el tema.
Por lo tanto, le había repetido la pregunta a su madre cuando estuvieron a solas.
—Es una historia triste —le contestó su madre—. Las personas que vivían aquí
tenían un solo hijo. Eran los últimos descendientes de una familia muy distinguida.
Benita la escuchaba con atención y su madre continuó:
—Sin embargo, su único hijo frecuentaba a los jóvenes aristócratas que pasan el
tiempo en francachelas.
Benita hizo una exclamación.
— ¿Quieres decir que perdió la casa y la finca en el juego?
—Eso es exactamente lo que hizo —asintió su madre—, y creo que después perdió
la vida en un duelo absurdo con un hombre que era mucho mejor tirador que él.
Benita pensó que aquella historia era muy triste.
Más, a la vez, no podía evitar alegrarse de tener una casa tan maravillosa.
Había un jardín que descendía hasta el arroyo y su madre lo cuidaba con esmero.
Con la ayuda de muchos jardineros era tan bello como los jardines de Vauxhall,
pensaba Benita.
Por supuesto, nunca los había visitado, pero escuchaba comentarios acerca de su
belleza.
Allí tocaba una orquesta que acompañaba a cantantes del continente.
Muchos de los miembros del bello mundo cenaban allí, junto a una muchedumbre
de gente común que sólo deseaba observar.
“Quizá algún día yo pueda asistir a los jardines de Vauxhall”, pensó ella.
Al mismo tiempo estaba encantada con el bello césped, las azaleas y las lilas.
Estas hacían que su propio desayuno pareciera un paraíso en la primavera.
Adelante de ella divisó un carruaje que se dirigía de la puerta principal hacia las
caballerizas.
Benita tocó a su caballo con la fusta y esto hizo que el corcel se apresurara.
Un lacayo la esperaba junto a la puerta, pero ella bajó de la silla antes que él pudiera
ayudarla.
— ¡Papá, papá! —exclamó.
Tal como lo había esperado, escuchó que él le respondía desde la biblioteca.
— ¡Benita!
—Sé que así será, papá, pero no será lo mismo que... tenerte junto a mí y poder...
hablar y... reír... contigo.
El Mayor Grenfel cerró los ojos por un momento. Sus labios se apretaron como si no
pudiera soportar escuchar lo que Benita decía. Hizo un esfuerzo y observó:
—Como eres sensata e inteligente, comprenderás que consciente de eso, debo
asegurar tu futuro.
Benita se le acercó un poco más.
Ella nada dijo y el Mayor Grenfel continuó:
—Por mucho tiempo me ha preocupado qué hacer al respecto.
Hizo una pausa antes de proseguir diciendo:
—Sabes bien que yo no tengo familia. Los parientes de tu madre, con quienes he
perdido todo contacto, viven en el norte de Escocia.
— ¡Yo no deseo ir a Escocia, papá! —exclamó Benita de inmediato.
—Yo lo sé —aceptó su padre—, pero al mismo tiempo necesito dejarte con alguien
que cuide de ti.
Benita levantó la cabeza.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando miró a su padre con una expresión
interrogante.
— ¿Qué estás diciendo? Papá, yo no quiero vivir con desconocidos.
Su padre suspiró.
—Ahora me doy cuenta, mi amor, de que he sido muy egoísta al evitar que te
relacionaras con ciertas personas.
—Yo preferiría... estar contigo... papá —murmuró Benita.
—Eso es lo que yo quería —estuvo de acuerdo su padre— ¡sin embargo, fue un
error, un grave error.
La manera como él habló hizo que Benita señalara:
—No fue un error, papá. Fue lo correcto y yo he estado muy feliz a tu lado. ¿Por qué
involucrarnos con otras personas cuando podemos estar juntos?
Hubo un silencio antes de que su padre continuara hablando muy despacio:
—Ahora tienes que entender que yo debo encontrar alguien para que ocupe mi
lugar.
—No... no —protestó Benita.
Mientras lo hacía, pensó con desesperación en alguien a quien sugerir, pero su
padre continuó:
—Tú no sólo eres muy bella sino también eres una joven muy rica.
— ¿Muy rica? —preguntó Benita, acentuando las palabras.
—Si y eso es lo que llamará la atención de los caza fortunas —respondió su padre.
Pensó que ninguna agonía podría ser más dolorosa que la que él experimentaba en
aquel momento.
Entonces, haciendo un esfuerzo supremo dijo:
—Nunca me has fallado en el pasado y ahora necesito que trates de comprender mis
intenciones, hijita.
El hizo una pausa para contemplarla un momento antes de continuar:
—Créeme cuando te aseguro que eso deseo antes de morir.
Benita no respondió y él se dio cuenta de que ella estaba llorando.
—Yo pensaba que tú me querías —presionó él—, pero si esto es mucho pedir,
entonces tendré que dejar que todo siga su curso. ¡Pero te juro que me romperá el
corazón!
Mientras hablaba sabía que Benita no se iba a poder negar.
Después de lo que pareció ser un silencio prolongado, ella habló con una voz casi
inaudible:
— ¡Yo sí te quiero... papá! Te quiero más que a... cualquier otra cosa en el mundo y...
haré cuanto tú deseas.
El Mayor Grenfel aspiró profundo.
Libró una dura batalla y había ganado.
—Gracias, mi preciosa —dijo él—. Te casarás esta tarde.
Benita levantó la cabeza para mirarlo como si no pudiera creer lo que acababa de
escuchar.
Sus ojos y sus mejillas estaban humedecidos por las lágrimas.
Pero al mismo tiempo se veía tan bella que su padre se quedó mirándola.
Estaba pensando que si la veían en Londres, todos los jóvenes caerían a sus pies.
El sabía muy bien lo engañosos que podían ser.
Dejaban de mostrarse gentiles cuando corrían tras las monedas de oro para
arrojarlas sobre las mesas verdes de juego.
Nada les importaba como no fueran las cartas o sus descabelladas apuestas.
El conocía también sus argumentos por demás convincentes, que a las mujeres les
resultaba muy difícil rechazar.
¿Cómo era posible que Benita, tan inocente, pura y nada mundana pudiera
sobrevivir?
Sería como poner una paloma en medio de un nido de águilas. “Tengo que
salvarla”, pensó con desesperación.
La idea de que su hija quedara sola y desprotegida lo hizo sentir pánico.
Entonces la acercó un poco más.
— ¿Te explico mis planes? —preguntó él.
—Sí... papá.
—Ante todo, pretendo que tú estés con un hombre que te proteja de la avaricia, de
la hipocresía y de las mentiras de los hombres como los que te acabo de describir.
— ¿Y si cuando lo conozca, no me gusta el hombre que has escogido para mí?
—Te gustará —respondió su padre—, pero ambos tendrán que poner de su parte
para alcanzar, con el tiempo, el amor divino que tu madre y yo nos profesamos.
Seguro de que Benita lo estaba escuchando, continuó:
—Es el amor que buscan todos los hombres y sobre el cual tú has leído en los libros.
Hizo una pausa antes de decir con mucha suavidad:
—Es el amor de Romeo y Julieta, el amor que tú has percibido en la música y en el
viento bajo los árboles.
Benita murmuró y él continuó diciendo:
—Es el amor que tu madre expresaba en el jardín, un amor que cada vez que veo las
flores me hace sentir que la estoy besando una vez más.
El temblor de su voz era muy conmovedor y Benita exclamó:
—Eso es... lo que yo... quería... encontrar.
—Y eso es lo que deberás buscar, mi preciosa hijita —la animó su padre—, y mi
intuición me dice que lo encontrarás, aunque quizá no sea de inmediato.
—Sin embargo, tengo que... casarme con ese hombre que has escogido... para mí...
—murmuró Benita.
—Es imposible esperar —aseguró su padre— ¡por lo tanto, la boda se efectuará hoy
por la tarde.
Benita se incorporó.
— ¿Esta misma tarde?
—Sí, así será.
Mientras hablaba, Rustuss Groon sintió un dolor que lo torturaba. Se llevó la mano
al corazón.
Sus ojos se cerraron y Benita vio cómo la sangre desaparecía de su rostro.
— ¡Papá, papá! —gritó ella.
—Mis... gotas —murmuró él.
Benita buscó en el bolsillo de su chaqueta y encontró un pequeño frasco.
Entonces se apresuró al otro lado de la habitación en busca de la bandeja de las
bebidas. Sabía exactamente cuántas gotas poner en el vaso de agua.
Y corrió de regreso junto a su padre.
Este seguía con los ojos cerrados y estaba recostado contra los cojines.
Con horror notó que se encontraba demasiado débil para poder sostener el vaso.
Le levantó la cabeza y le llevó el vaso a los labios.
Entonces, de alguna manera, estuvo segura de que su madre estaba con ellos.
Se hallaba cerca de su padre como siempre lo había estado. Lo había amado tanto
que a menudo Benita se preguntaba si quedaba lugar para ella.
“Papá es lo que importa”, se dijo.
No fue sino hasta un poco más tarde cuando preguntó:
— ¿A dónde tendrá lugar... mi boda?
Hubo una pausa y Benita insistió:
— ¿Me vas a llevar a una iglesia, no es así, papá?
—Como creo que sería demasiado para mí y la ceremonia se echaría a perder si yo
me pongo mal, he hecho arreglos para que sea Dawson quien te lleve en mi
representación.
Benita pensó que cada vez las cosas se volvían más aterradoras. ¿Cómo iba a casarse
sin tener a su padre cerca de ella? ¿Cómo iba a conocer al escogido por su padre ya
frente al altar? Entonces se dijo que aquella era la decisión de su padre y que él nunca
la había aconsejado equivocadamente en el pasado. ¿Por qué lo iba a hacer ahora?
Más al mismo tiempo preguntó:
— ¿Cuando esté casada... me marcharé con... mi esposo?
—Por supuesto que te irás a su casa —explicó su padre—. En realidad está a sólo
una hora y media del lugar donde vas a casarte.
Benita se apretó los dedos hasta que le dolieron por la dura presión.
Quería preguntar cómo podría irse con aquel desconocido. Miró a su padre.
Comprendía que, aunque ya se sentía mejor, aún tenía dolores y estaba muy débil.
“No debo contrariarlo”, decidió.
Pero al mismo tiempo deseaba gritar una docena de objeciones a lo que estaba
planeado.
Hacer todo lo posible por aplazar la boda.
Al menos hasta que supiera más de lo que sabía ahora.
No obstante, una vez más, pensó en su padre y no en ella.
Sin que ningún médico se lo dijera, Benita era consciente de que la vida de él pendía
de un hilo.
Recordó a su madre cuando le decía una y otra vez lo mucho que tenía que cuidarlo.
—No se trata sólo de sus heridas —le había dicho su madre—, sino también de su
corazón que resultó afectado por todo lo que ha sufrido y por la misma guerra.
Había suspirado profundamente, diciendo:
—Nadie pudo haber sido tan feliz como lo éramos nosotros antes que él fuera a
reunirse con su regimiento. ¡Ahora yo tengo que pagar las consecuencias!
Cuando su padre regresó a la casa en una camilla, Benita se dio cuenta de que en ese
entonces a ella y su madre eran más felices de lo que habían sido antes.
Aun cuando se sentía muy inquieta por él, su mamá era muy feliz, porque su
esposo estaba con ella una vez más y podía verlo y tocarlo.
Benita recordaba cómo cuando su padre estaba ausente, su madre se pasaba la
mitad de la noche rezando de rodillas.
Les pedía a los santos del cielo que lo trajeran sano a casa. Leía todos los informes
que llegaban a Inglaterra acerca de las bajas en Portugal.
Benita estaba segura de que había sido su amor la fuerza que le había regresado la
salud a su padre.
Había sido el amor y no los médicos lo que había sanado sus heridas.
El amor lo levantó de la cama mucho antes de lo esperado y el amor, también, lo
impulsó a utilizar su brillante inteligencia. Esta le dijo cómo podían vivir de una
manera mucho más cómoda de como lo hicieron hasta entonces.
Sufrieron épocas de tal pobreza que Benita recordaba haberse ido con hambre a la
cama.
No había molestado a su madre, pero cuando todos estaban dormidos, ella había
bajado hasta la cocina.
Allí buscaba una corteza de pan o la cáscara de una manzana para aliviar su apetito.
Pero cuando su padre se fue a Londres todo cambió.
Había regresado con un aire de determinación que le indicó a ella que iba a triunfar
en lo que se proponía.
Sin embargo, ignoraba de qué se trataba.
Durante varios meses, él iba a Londres diariamente y regresaba ya tarde por la
noche.
De pronto, todo comenzó a cambiar.
Primero hubo buena comida, sirvientes y caballos nuevos. Después se mudaron a la
casona que su madre siempre había dicho que era la casa de sus sueños.
Todo resultó maravilloso.
Sólo la muerte súbita de su madre, durante un invierno helado, trajo una nube
oscura sobre sus vidas.
Esta tardó mucho en desaparecer.
Aunque él no se lo decía, Benita tenía la idea de que se volvían cada vez más ricos.
Ella no carecía de nada.
Tenía maestros particulares, institutrices, profesor de música, todos ellos de primera
línea.
Cuando cumplió los dieciocho años ya no los necesitó más.
Y, para su deleite, su padre comenzó a pasar más tiempo con ella. Entonces
comprendió que era porque él ya no necesitaba trabajar tanto.
Tenían todo el dinero que pudieran necesitar.
Los caballos que poseían eran de los mejores que había. Sus roperos estaban
repletos de vestidos.
Benita pensaba que su ropa hubiera hecho justicia a las damas que visitaban la casa
Carlton o el Palacio de Buckingham.
— ¡Todo es maravilloso! —se había dicho aquella mañana cuando salió a montar.
Súbitamente cayó aquella bomba, ocasionando una verdadera explosión.
Era algo tan tremendo que no la dejaba pensar con claridad. Su padre se encontraba
sentado, mirando al fuego.
La joven comprendió que él estaba haciendo un esfuerzo por no preocuparse.
Su padre estaba convencido que todo cuanto planeara era lo mejor para ella...
Benita se arrodilló junto a él.
Lo miró y después dijo:
— ¡Te quiero mucho... papá! Haré exactamente lo que tú... deseas. Pero al mismo
tiempo... necesito tu ayuda y tu guía.
Su mano descansaba sobre la rodilla de su padre y éste se la cubrió con la suya.
—Donde quiera que me encuentre y espero que Dios me permita entrar al cielo —
expresó él—, yo siempre velaré y estaré cerca de ti cuando me necesites.
—Siempre te voy a necesitar, papá.
Los dedos del mayor apretaron los de Benita, pero guardó silencio. Entonces, con
voz casi inaudible y temblorosa, ella preguntó:
— ¿Cómo se llama... el hombre con quien... voy a casarme?
—El es el Conde de Inchester —respondió su padre.
Entró en el Club White donde fue saludado con respeto por el portero.
Con alivio vio que Sir Anthony aún se encontraba allí
Este hizo una exclamación de gusto cuando vio llegar al conde.
— ¿Regresaste, Garth? ¡Esperaba que lo hicieras! ¿Qué ha ocurrido?
—Permíteme recuperar el aliento —dijo el conde cuando se sentó.
Sir Anthony lo miró y exclamó:
— ¡Te negó el dinero!
El conde sacudió la cabeza.
—No, estuvo de acuerdo.
— ¿Entonces, por qué te ves tan deprimido? —preguntó su amigo.
De pronto, el conde decidió que no le iba a comentar a nadie lo que había aceptado
hacer.
Le sería muy difícil explicar que no lo hacía del todo por su bienestar, sino para
salvar a quienes dependían de él.
Suponía que casi todos los que estaban en aquella habitación lo iban a tildar de loco.
Se estaría casando no sólo con alguien que no igualaba su clase social, sino, por
añadidura, con la hija de un hombre a quien ellos odiaban.
Despreciaban a Rustuss Groon aunque al mismo tiempo se veían obligados a
depender de él.
Habiendo decidido guardar el secreto, el conde dijo:
—Groon ha aceptado mis demandas.
— ¡Pues demos gracias a Dios por eso! —comentó Sir Anthony—.Me alegro de que
hayas regresado para celebrarlo.
Mientras hablaba le hizo señas a un camarero para que les llevara otra botella de
champaña.
—Yo pagaré por esta —ofreció el conde.
—De ninguna manera —respondió Sir Anthony—. Lo que te ha prestado Groon lo
tendrás que pagar después con mucho trabajo.
El conde no respondió. Estaba pensando que no iba a pagar en efectivo sino con
años de vergüenza y humillación.
Tendría una esposa que le daría vergüenza presentarles a sus amigos. Una mujer
que tendría que mantener oculta para no tener que explicar quién era su padre.
Con sólo mencionar el apellido Groon, todos sabrían exactamente lo que había
ocurrido.
Podía imaginarse muy bien el desprecio conque hablarían de él en los clubes.
Podía escuchar los comentarios hirientes acerca de su esposa, así como de los hijos
que pudiera tener.
Después del baño se vistió con una corbata alta y un frac propiedad de Sir Anthony.
Además se puso unos pantalones ajustados que habían sido implantados por el
Príncipe Regente.
Comenzó a sentirse como un hombre distinto.
—Mi última noche de libertad —se dijo ante el espejo.
Y mientras lo hacía, juró una vez más que cuando regresara al campo nadie iba a
ver a su esposa.
Eso significaba que él también tendría que apartarse de sus amigos.
Cuando entró en el salón se encontró a Sir Anthony vestido tan elegantemente como
él.
Y se obligó a sonreír.
—Es como en los viejos tiempos, Tony, cuando salíamos juntos a ver qué
encontrábamos.
—La respuesta es muy fácil —expresó Sir Anthony—, mas eso sólo depende de ti.
—Estoy en tus manos.
—Entonces se trata de algo muy diferente —rió su amigo.
Primero fueron a la taberna Thatched House donde la comida tenía fama de ser
extraordinaria.
—Tan buena como la que prepara el cocinero del Príncipe Regente en la Casa
Carlton —aseguró Sir Anthony.
Mientras comían, el conde pensó que sólo un chef francés era capaz de preparar lo
que ellos estaban consumiendo.
Les ofrecieron varios vinos diferentes.
No sin gran esfuerzo, el conde rechazó varios. Después, en lugar de oporto pidió
una copita de brandy.
Posteriormente, ambos se dirigieron a “La Casa Blanca”, que el conde ya había
visitado en el pasado.
Con cinismo pensó que no había cambiado.
Excepto que muchos de los clientes estaban más viejos y la voz de madame se había
vuelto más chillona.
Al centro del salón se encontraban las mesas de juego. Los mismos gritos del
croupier.
Las mismas voces que gritaban emocionadas cuando alguien ganaba.
Los mismos quejidos de desesperación cuando alguien perdía. Paradas junto a
quienes jugaban estaban las prostitutas más cotizadas de Londres.
Todas ellas eran conocidas por varios nombres: Cyprians, monjas, palomas
manchadas, aspasias, vestales...
—El libra las barreras a la manera de los salteadores y le grita a los vigilantes y por
la mañana regresa a su casa en la calle Ciarges cubierto de polvo y medio muerto.
El conde pensó que aquello debería ser un paliativo para algún papel extenuante
que estuviera representando.
Se preguntó si llegaría un día en que él tendría necesidad de hacer algo similar.
Sería un escape de su repulsiva esposa y de la dependencia a su dinero.
—Te estás poniendo triste otra vez —observó Sir Anthony—. ¿A dónde más quieres
ir?
—A ninguna parte —respondió el conde—. Regresemos a casa y vámonos a dormir.
—Sólo son las tres de la mañana —señaló Sir Anthony—. ¿Por qué no vamos a
White y jugamos unas manos de cartas, o si lo prefieres podemos ir a Wattier's.
—No prefiero ninguno de los dos —respondió con sequedad el conde.
El había dejado las treinta monedas de oro que Rustuss Groon le entregara,
encerradas en un cajón del departamento.
No quería gastar nada de ese dinero en Londres.
Cada centavo iba a ser utilizado para ayudar a sus pensionados. Ellos representaban
para él una preocupación muy grande y después vendrían cientos de problemas más.
No le daba pena que Sir Anthony pagara aquella noche pues éste era muy rico.
Sabía que su oferta de ayudarlo había sido sincera.
Quinientas libras no lo hubieran afectado en forma alguna.
El conde sabía muy bien la manera como algunos jóvenes se aprovechaban de sus
amigos ricos.
El había jurado que eso era algo que él nunca haría.
Los dos amigos regresaron al departamento en la calle Half Moon y el conde dijo:
—Gracias, Tony. Pasé gratos momentos esta noche y es algo que siempre recordaré.
— ¡Por Dios, Garth, eres joven y sano! No te entierres en el campo.
Hizo una pausa y después continuó:
—En el mundo hay otras cosas además de tu casa, tus cosechas y esos aburridos
pensionados que tanto te preocupan.
—Estoy seguro de que así es —estuvo de acuerdo el conde— ¡sin embargo, yo soy
responsable de ellos.
—Cualquier hombre obsesionado resulta una pesadilla —indicó Sir Anthony.
El conde rió.
—Entonces eso es lo que yo he sido por mucho tiempo.
Sir Anthony puso la mano sobre el hombro de su amigo.
— ¡Sabes que hablo en broma, Garth! No hay nadie tan divertido e interesante, y a
la vez tan dedicado como lo eres tú.
Miró el reloj y recordó que sólo le restaban unas pocas horas de libertad.
—No tienes por qué apresurarte a regresar al campo —le estaba diciendo Sir
Anthony—, así que comeremos juntos antes que te marches.
El valet entró en la habitación antes que el conde pudiera responder.
—Hay dos sastres de Weston que desean verlo, rnilord.
— ¡De Weston! —exclamó el conde.
Mientras hablaba recordó que Weston era el sastre favorito del Príncipe Regente.
Por lo tanto, todos los caballeros elegantes de St. James se vestían con él.
— ¿Ellos preguntaron por su señoría? —indagó Sir Anthony—. El abrigo que yo
ordené ya debe estar listo.
—Preguntaron por el Conde de Inchester —respondió el valet.
—Entonces será mejor que los hagas pasar —dijo el conde.
Dos hombres con sendas cajas entraron en la habitación.
Se inclinaron ante Sir Anthony y el conde.
— ¿De qué se trata todo esto? —preguntó Sir Anthony.
—Tenemos instrucciones de entregar esta ropa al Conde de Inchester —respondió
uno de los hombres.
—Yo soy el conde —dijo Garth.
El sastre se inclinó aún más y dijo:
—Esta ropa fue ordenada hace una semana con la indicación de que debería estar
lista hoy a mediodía.
El conde lo miró con incredulidad.
—Ya está pagada, milord, pero seria muy conveniente que su señoría se la probara
para poder hacerle cualquier modificación necesaria.
Los ojos del conde se oscurecieron.
Era increíble, pero él sabía que no se equivocaba. Una semana antes, Rustuss Groon
ya había decidido que él se iba a casar con su hija.
Las cajas de seguro contenían la ropa apropiada para la boda. Sintió que la ira se
acrecentaba dentro de él.
¿Cómo se había atrevido el usurero a dar por hecho que él iba a aceptar su oferta,
aun antes de hacerle la proposición?
Al instante comprendió que sería un error mostrar su enojo delante de Sir Anthony.
Sin lugar a dudas, los sastres hablarían.
Se levantó de la cama.
Cuando se vistió no quedó duda de que la ropa era de un gusto impecable.
Era exactamente de su talla y le quedaba sin una arruga.
— ¿Quién te puede haber regalado ropa como esta? —preguntó Sir Anthony.
Después de una excelente comida en White, el conde se levantó de la mesa.
Sir Anthony y él estaban acompañados por varios de sus amigos.
— ¿Cómo estás, Inchester? —le habían preguntado éstos—. Nos da gusto volver a
verte.
Por supuesto, se habían percatado de la ropa que llevaba puesta. Uno de ellos le
había dicho:
— ¡Estás muy elegante! ¿Vas a ir a la Casa Carlton
— ¡Por qué piensas eso? —preguntó el conde.
—Pensé que a “Prinny” pudiera molestarle ver a alguien de buena figura llevar el
mismo tipo de ropa que él usa.
El que hablaba rió antes de continuar:
—Tiene un gusto excelente en lo que a antigüedades se refiere, pero aprovecha
demasiado las creaciones de sus cocineros.
Todos rieron y Sir. Anthony comentó en broma:
No había firma.
“Tengo que estar agradecido”, se dijo él.
Entonces recordó la razón para tal generosidad.
Era una mujer a quien él tendría que agradecerle la ropa que llevaba y el vehículo
en el cual viajaba.
También por cada centavo que gastara.
¿Y si ella también era una avara como se decía que era su padre? ¿Y si él tuviera que
arrodillarse ante ella para mendigarle lo que gastara en cosas que ella no autorizara?
Por ley las propiedades de la esposa pertenecían también a su consorte.
Pero podía imaginarse la agonía de esa posible dependencia y que le reclamaran
cada penique que gastara.
— ¿Cómo podré soportarlo? —se preguntó.
El carruaje ya había salido de Londres y los caballos aceleraban el paso.
Consideró que lo llevaban con velocidad, con demasiada velocidad hacia un
infierno en la tierra.
Terror de lo que iba a encontrar cuando ella se acercara a él del brazo de su padre.
Salió al pasillo y esperó.
El sacerdote también se puso de pie y aguardó frente al altar. Era un hombre de edad con
cabello blanco y rostro de santo.
Sin embargo, el conde estaba mirando a las dos figuras que entraron por la puerta oeste.
De inmediato se dio cuenta de que el hombre no era Rustuss Groon. Sin embargo, lo
reconoció como el empleado que había estado con él cada vez que lo visitara.
Ahora su aspecto era muy diferente a como lo había sido en esas ocasiones.
Estaba muy bien vestido como lo estaba él y aunque era mayor, caminaba muy erguido,
como si hubiera sido militar.
Y cuando sus ojos quisieron mirar a la novia se dio cuenta de que no podía hacerlo.
El se dio la vuelta y sólo sintió su presencia cuando Benita llegó a su lado.
El conde miró directamente al sacerdote.
La ceremonia comenzó sin ningún preámbulo.
El sacerdote habló con una sinceridad que hizo imposible no sentir la santidad de lo que
estaba teniendo lugar.
La voz del sacerdote preguntó:
— ¿Quién entrega a esta dama para que se case con este caballero?
El Capitán Dawson respondió con voz tranquila.
—Yo.
Entonces el sacerdote se volvió hacia el conde.
Cuando éste dio su respuesta su voz sonó dura y casi agresiva. Estaba luchando por
dominarse.
En contraste, la voz de Benita casi era inaudible.
Fue entonces cuando el conde se dio cuenta de que no había traído un anillo.
Su interno evitaba pensar en aquella ceremonia, por lo que no se había acordado de traer
las sortijas.
Para alivio suyo, el Capitán Dawson sacó un anillo de su bolsillo y se lo entregó.
Cuando el conde se lo puso en el dedo, Benita se dio cuenta de que se trataba del anillo de
su madre.
Comprendió que su padre lo había enviado a propósito, como un símbolo del amor que él
deseaba que ella tuviera.
Le quedaba a la perfección.
Ahora Benita sintió que su madre estaba junto a ella. Podía ver su rostro con toda claridad.
“Ayúdame, mamá... ayúdame!”, gritó con la voz del corazón.
Como si fuera una respuesta, recordó que el anillo que ahora llevaba nunca se había
apartado de la mano de su madre hasta su muerte.
Se preguntó quién sería el responsable de aquella excelente idea. El se había alejado desde
el día anterior para ir a Londres.
En la casa se encontraban solamente Hawkins, su ordenanza y una pareja que había estado
allí desde los tiempos de su padre. Ambos eran muy ancianos, pero él no les había podido
encontrar una cabaña para que se retiraran.
Para ellos, el conde continuaba siendo “el joven Garth”.
No podía imaginarse a ninguna de esas tres personas encendiendo todas aquellas velas.
¿Pero quién más podía haberlo hecho?
Debió ser por órdenes de Rustuss Groon.
“Me pregunto qué otra cosa me estará reservando”, pensó con tristeza.
Resentía aquella intromisión en su vida privada por parte del hombre que lo había
presionado a casarse con su hija.
Entonces se dijo que cualquier sorpresa no era en afán de complacerlo a él sino a su hija.
Aquella mujer silenciosa que estaba junto a él con un velo sobre el rostro.
“Debo mirarla”, se dijo el conde. “¡Tengo que mirarla!” Pensó que el momento adecuado
sería cuando la ayudara a descender del vehículo.
Detuvo los caballos delante de la puerta principal y, al hacerlo, se dio cuenta de que una
alfombra roja cubría los escalones.
Para entonces el lacayo que venía con ellos ya había corrido para sujetar la cabeza de los
animales.
Para sorpresa suya, dos lacayos que llevaban su librea estaban ayudando a la novia a
descender.
Cuando él se bajó, Benita ya había llegado a la puerta. El conde la siguió.
Cuando llegó, se encontró con un hombre de mediana edad y cabello canoso que llevaba la
ropa de un mayordomo.
Este le hizo una reverencia.
— ¡Bienvenido a casa, milord! Permítame ofrecerle las más cálidas felicitaciones en mi
nombre y en el del resto de la servidumbre.
El conde lo miró perplejo.
— ¿Quién es usted? —le preguntó.
—Soy Bolton, su mayordomo, milord, y espero obtener la aprobación de su señoría. Fui
mayordomo del Duque de Cumbria hasta la muerte de su excelencia.
El conde contuvo el aliento. El sabía que el Duque de Cumbria había sido uno de los
hombres más ricos de Inglaterra.
Toda la servidumbre que hubiera trabajado a su servicio tenía que ser en extremo
competente.
Bolton continuó diciendo:
—Hay champaña en el salón, milord, y hemos hecho cuanto es posible para que su señoría
se encuentre lo más cómodo posible.
Un poco confundido, el conde se volvió para buscar a su esposa.
Advirtió que, mientras él hablaba, ella había seguido a un lacayo. Este la había conducido
al segundo piso.
Al final de la escalera él pudo ver a una mujer vestida de negro. Aunque le pareciera
increíble, se dio cuenta de que se trataba de su ama de llaves.
Lo único que pudo hacer fue echar una última mirada a aquella figura envuelta en pieles
que desapareció por el pasillo.
Bolton le estaba abriendo la puerta del salón.
Como hipnotizado, el conde atravesó el vestíbulo y entró en aquella habitación que, otrora,
fuera la favorita de su madre y que él no había utilizado desde su regreso de Francia.
No podía soportar ver en las paredes las huellas que dejaron los espejos con marcos
dorados que él había descolgado.
También necesitó vender varias pinturas que no estaban registradas y, por lo tanto, podían
ir a las subastas.
Para sorpresa suya, los candelabros estaban encendidos y muchas flores aparecían en
enormes jarrones.
Un fuego ardía sobre una parrilla recién limpiada y pulida. Bolton se acercó a una mesa
que estaba en una de las esquinas. El conde vio una cubeta de plata para enfriar vinos que
contenía una botella de champaña. La cubeta estaba grabada con su escudo de armas.
Como si fuera un sueño, el conde aceptó una copa que Bolton le entregó sobre una bandeja
de plata.
También había algunos emparedados de paté y él tomó uno.
—Espero que su señoría comprenda que por el momento sólo contamos con un equipo
básico de servidumbre —le estaba explicando Bolton—, mas ya he hecho algunas
investigaciones en la aldea.
Hizo una pausa y después continuó:
—Me he enterado de que hay un buen número de mujeres jóvenes que desean trabajar en
la casa, así como muchos hombres que buscan empleo.
—Soy consciente de eso —logró decir el conde.
—Ya he contratado a dos de los mejores jóvenes —continuó Bolton—, y con el permiso de
su señoría, me gustaría tener a dos más en el vestíbulo.
El conde bebió un trago de champaña porque sintió que lo necesitaba.
—El chef —continuó diciendo Bolton—, trajo consigo a un asistente, milord, pero es
temporal, así que si contratamos a dos pinches, en la cocina podremos tomar un tercero tan
pronto como haya lugar para él.
El conde comprendió que Bolton esperaba una respuesta. Con una voz que no parecía ser
la suya asintió:
—Sí, sí, por supuesto. Estoy seguro de que usted está haciendo lo mejor que le es posible
dentro de lo que, por el momento, son circunstancias muy desfavorables.
—Me informaron, milord —comentó Bolton—, que todo aquí se vino abajo mientras su
señoría luchaba heroicamente en España. Permítame decirle que todos los empleados se
sienten muy orgullosos de trabajar para el señor conde.
—Gracias —dijo éste sintiéndose un tanto perturbado. Bolton miró el reloj.
—Si le parece bien a milord, la cena será servida dentro de una hora. El valet de su señoría,
el señor Hawkins, ha cooperado mucho con nosotros.
Bolton hizo una reverencia y se alejó con paso muy digno.
El conde sintió que le costaba trabajo respirar y más aún, pensar. ¿Todo aquello estaría
sucediendo de verdad o sería una ilusión? Se sirvió otra copa de champaña y deseó que Sir
Anthony estuviera allí, con él.
Entonces recordó que aún no había visto ni hablado con su esposa.
Sintió como si una mano helada le hubiera tocado el corazón.
Una cosa era sentirse entretenido por lo que Rustuss Groon había arreglado y otra muy
diferente era recordar que aún no conocía a su esposa.
Estaba pensando en ella cuando subió a su habitación.
Esta era la que ocuparan los Condes de Inchester desde que la casa había sido construida.
Era una habitación imponente que albergaba una enorme cama de cuatro postes, con
cortinas de terciopelo escarlata.
El escudo de armas de los Inchester aparecía bordado en la cabecera.
El terciopelo estaba desteñido y el forro roto.
Aun así la habitación tenía una cierta majestuosidad y para el conde representaba un
recuerdo de la historia de sus antepasados. Antes de llegar a la puerta no pudo evitar pensar
en la mujer que ocupaba la habitación contigua.
Esta había pertenecido a su madre.
Al pasar junto a ella pudo escuchar voces.
Esto lo hizo acelerar el paso, como si trataran de alcanzarlo. En su habitación encontró a
Hawkins.
Le dio tanto gusto ver un rostro conocido que le extendió la mano.
— ¡Felicidades, milord! —exclamó el valet—. Que la bendición del cielo caiga sobre su
señoría, pues se lo merece.
En seguida comentó con su habitual tono de voz:
—Todo está quedando muy bien, milord, de eso no cabe duda.
— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el conde.
—Sí, por supuesto —asintió él—. Si milady está dormida, no debemos despertarla por
ningún motivo. Ha sido un largo día y estoy seguro de que está muy cansada.
Bolton se inclinó y salió de la habitación.
Pocos minutos más tarde regresó para anunciar con voz solemne:
— ¡La cena está servida, milord!
Si el conde se había sorprendido al llegar a Inch Hall, también lo había hecho Benita.
Como se sentía avergonzada de su rostro con huellas de lágrimas se había apresurado a
subir a su habitación.
Sentía que tenía que estar a solas antes de hablar con su esposo. El ama de llaves la recibió
al final de la escalera y le dijo:
— ¡Bienvenida milady! Si quiere seguirme, le mostraré a su señoría la habitación donde va
a dormir.
La mujer se adelantó y abrió una puerta.
Benita entró y entonces lanzó un grito que pareció rebotar por las paredes.
— ¡Nanny! —exclamó ella—. ¡Nanny! No tenía idea de que ibas a estar aquí.
Corrió al otro lado de la habitación y abrazó a la anciana que estaba parada junto al
tocador.
Cuando Benita cumplió los dieciocho años, su nana, quien había estado con ella desde que
era un bebé, tenía casi setenta.
No se alejó de la casa donde había sido muy feliz, pero sí delegó sus deberes en una
doncella joven a la cual supervisaba para estar segura de que Benita estuviera bien atendida.
El Mayor Grenfel le había pedido que se fuera a Inch Hall en el vehículo del equipaje.
Nanny comprendió que lo hacía para que Benita se sintiera menos sola y perdida sin él.
—Por supuesto que iré, señor —aseguró ella—. No dejaré que mi bebé se sienta sola entre
tantas caras desconocidas.
—Pensé que así lo haría, Nanny —respondió el Mayor Grenfel—, y quiero que usted esté
con ella cuando le den la noticia de mi muerte.
—No hable usted así —le llamó la atención la nana.
Entonces, al ver la expresión en el rostro de su amo se detuvo.
—Lo siento mucho, mi señor, de veras lo siento. Usted sabe cuánto lo respeto y estimo por
lo bondadoso que ha sido con todos.
—Lo único que importa es la señorita Benita —dijo el Mayor Grenfel sin alterarse—. Tiene
que hacerla comprender que no debe llorar y que, por ningún motivo, deberá vestirse de
negro.
Permaneció en silencio por un momento y después agregó:
—Hágala comprender que yo estoy vivo y en compañía de su madre. Yo estaré pensando
en ella y queriéndola como lo he hecho cada momento desde que nació.
—Lo sé —dijo la nana—. Ninguna hija pudo tener un padre más devoto.
—Lo único que puedo decirle, Nanny, es que estoy muy agradecido de que usted aún esté
con nosotros.
Cuando Benita la abrazó, la nana se dio cuenta de que la joven tenía miedo.
Tan pronto como el ama de llaves cerró la puerta y las dejó solas, la nana ofreció:
—Ven querida, y deja que te quite esa ropa para que puedas descansar.
Benita dejó caer su capa de pieles cuando corrió a través de la habitación.
Ahora Nanny comenzó a quitarle la tiara y el velo.
Al ver el rostro de Benita contuvo una exclamación y se fue a la puerta.
Habló con alguien afuera y regresó.
Le estaba poniendo el camisón de dormir a Benita cuando llamaron a la puerta.
Nanny abrió la puerta y regresó con una bandeja sobre la cual había una jarra con una
bebida humeante.
—Ahora métete en la cama —indicó ella—. Te voy a dar un poco de chocolate, como
cuando eras niña.
—No comí mucho... ahora... —murmuró Benita.
Nanny llevó el chocolate al lavamanos.
—Le he puesto un poco de miel —comentó—. Ahora bébelo y procura descansar.
—Tendré que... bajar para la... cena —exclamó Benita muy asustada.
—Sí, por supuesto —convinó la nana—. Pero hay tiempo para todo, así que cierra los ojos.
Cuando despiertes tengo muchas cosas que decirte.
Benita pensó que era como volver a estar en el cuarto de los niños.
Allí estaba Nanny, así que nada podría ya atemorizarla. Parecía que habían transcurrido
cien años desde el momento en que su padre le dijo que tenía que casarse.
En realidad estaba exhausta.
Se quedó dormida más pronto de lo que Nanny esperaba. Durmió tan profundamente
como su nana lo deseaba.
Aunque no se lo había dicho, Nanny había puesto unas hierbas en el chocolate además de
la miel.
A la anciana le parecía un error el hecho de que Benita hubiera sido llevada al altar de
aquella manera.
Se hizo cargo de las pésimas condiciones en las que se encontraba Inch Hall.
Sabía exactamente por qué el conde aceptó casarse con la niña a la que ella tanto quería.
—Si lo que él busca es dinero —se dijo—, entonces ya lo consiguió en abundancia. Pero no
permitiré que moleste a mi niña, ni por todo el té de China!
Si el conde se hubiera enterado de que había sido la nana quien impidió que Benita
bajara a cenar, le habría estado agradecido.
Para él aquello significó salir de una pesadilla.
La cena en sí había sido soberbia, servida con los cubiertos de plata recién pulidos.
También había un arreglo de flores blancas para celebrar su boda. Pensó que era la mejor
cena que jamás había disfrutado en su casa.
Los vinos eran igualmente excelentes y él sabía muy bien que no podían haber venido de
su propia cava.
Regresó al salón para sentarse frente al fuego y leer el periódico. Bolton se lo había traído
antes de decir:
—Espero que todo haya estado a satisfacción de su señoría. Mañana trabajaremos en el
estudio de milord y pasado en la biblioteca.
—Gracias —dijo el conde sintiendo que no había nada más que decir.
—Considero que debo informarle a su señoría que mañana llegarán los obreros para
comenzar las reparaciones en la casa.
El conde se sorprendió.
—Otra brigada llegará a la aldea para reparar las cabañas de los pensionados.
El conde miró al mayordomo como si no lo hubiera escuchado bien.
—Estoy seguro de que su señoría querrá ver al supervisor después del desayuno —
continuó diciendo Bolton—. El me ha dicho que estará esperando a su señoría a las nueve.
Bolton salió de la habitación.
Cuando se hubo marchado, el conde lanzó una exclamación mitad sorpresa y mitad
triunfo.
¡No podía creerlo!
Todo aquello era insólito.
No obstante, tenía que admitir que era lo que él siempre había anhelado. Por lo que había
luchado durante los últimos años, sólo para fracasar.
Ahora Rustuss Groon había movido una varita mágica y todo estaba ocurriendo...
¡realmente estaba ocurriendo!
Pensó que casi no iba a poder esperar a que pasara la noche. Quería ver el rostro de los
pensionados cuando les dijera que sus cabañas serían reparadas y cuando les comunicara que
sus pensiones iban a ser triplicadas.
Entonces recordó que aquella era su noche de bodas.
Su noche de bodas y ni siquiera había hablado con su esposa! No había escuchado aún su
voz excepto en un susurro, en la ceremonia nupcial cuando ella había prometido obedecerlo.
¿Sería posible que así lo hiciera cuando ella tenía tanto que darle a él y él nada que darle a
ella?
Aquello lo hizo calmarse.
Como estaba cansado por las aventuras de la noche anterior, decidió irse a la cama.
Llegó al piso superior y se acercó a la habitación donde Benita dormía.
Una vez más recordó que aquella era su noche de bodas. Era obvio que él era un novio por
demás renuente.
“Al menos debo darle las buenas noches”, decidió. “Si ella está despierta va a pensar que
es una descortesía de mi parte si no lo hago”.
Haciendo un esfuerzo se detuvo frente a la habitación de Benita y se quedó mirando la
puerta.
Si no tenía nada personal que darle a su esposa, por lo menos podía mostrarse cortés y
agradable.
Llamó con suavidad.
No escuchó respuesta y dio vuelta a la manija.
La puerta estaba cerrada con llave.
llegaran la noche anterior después que ellos se bajaron. No se equivocó y al pasar por un arco
se encontró con un patio empedrado.
A un costado había una hilera de establos.
El techo estaba lleno de agujeros y las puertas necesitaban ser reparadas.
Cuando se acercó a uno de ellos, apareció un palafrenero que ella reconoció. Se trataba de
Benny, quien cuidaba de los caballos de su padre y en especial a Swallow.
—Buenos días, señorita Be... quiero decir, milady. Vine ayer con Swallow.
— ¿Con Swallow? —exclamó Benita—. ¿Quieres decir que está aquí? ¡Oh, Benny, eso es
maravilloso!
Benny comenzó a decir algo pero Benita no lo escuchó. Corrió hacia los establos donde
estaba Swallow.
— ¡Estás aquí, estás aquí, Swallow! —exclamó regocijada—. ¡Estoy muy contenta de verte!
Le abrazó el cuello y lo acarició.
Benny se dispuso a ensillarlo.
Mientras le amarraba las cinchas, él comentó:
—Aquí hay algunos caballos muy buenos, señorita, este... quiero decir, milady, pero las
caballerizas están en pésimas condiciones.
—Estoy segura de que tú te encargarás de que Swallow esté cómodo —dijo Benita.
Benny llevó el caballo hasta la plataforma de montar y ella se sentó sobre la silla.
De inmediato, se alejó sintiendo que lo único importante era tener a Swallow junto a ella.
Cualquier cosa desagradable podía esperar hasta que regresara de su paseo.
Atravesó campos que no habían sido arados, pero que eran perfectos para galopar.
Más adelante encontró algunas cercas.
A Swallow le encantaba saltar. Las salvó una tras otra con casi medio metro de más.
— ¡Eso estuvo muy bien, Swallow! —exclamó Benita—. Eres un buen chico.
Y se inclinó para acariciarle el cuello.
Cuando se incorporó vio con sorpresa que alguien trotaba hacia ella.
Se trataba de un hombre y a Benita le pareció que podría ser el conde, pero no estaba
segura.
En ningún momento lo miró durante la ceremonia ni cuando recorrieron juntos la senda.
Pero cuando iban en el carruaje hacia Inch Hall, lo miró furtivamente un par de veces.
Para entonces ya estaba oscureciendo y sólo pudo ver un atisbo de su perfil.
Cuando él hombre se acercó, ella contuvo la respiración. El conde se quitó el sombrero.
—Buenos días —saludó él—. He estado admirando la manera como su caballo saltó esas
cercas como si fuera un pájaro.
Benita rió.
—Se llama Swallow, así que su cumplido es muy apropiado.
—Contaré hasta diez —aceptó el conde—. Hay dos cercas más después de esa.
Benita tocó su caballo con la fusta.
El conde comenzó a contar y ella logró poner una buena distancia entre los dos. En seguida
soltó su caballo y éste hizo exactamente lo que se esperaba de él.
Benita ya había saltado la primera cerca antes que él la alcanzara.
Durante un segundo estuvieron a la par, pero Halcón se adelantó de inmediato.
El conde detuvo su caballo y esperó a que Benita lo alcanzara.
La joven tenía rizos sobre la frente y un color brillante en las mejillas.
Estaba tan exquisita que a él le resultaba difícil creer que fuera real.
Jamás había encontrado a alguien durante sus paseos matutinos.
Ciertamente es una diosa del Olimpo.
— ¡Usted ganó! —exclamó Benita cuando llegó junto a él—. ¡Pero su caballo tiene las patas
mucho más largas!
Adelante de ellos se extendía un bosque.
Benita se percató de que después de aquella cabalgata casi en redondo estaban otra vez
muy cerca de la casa.
Como si leyera sus pensamientos el conde sugirió:
—Tal vez usted debe regresar al lugar de donde vino. Lo que temo es que si es de la luna o
del Monte Olimpo, yo no voy a poder acompañarla.
Benita rió.
—No, es de un lugar mucho más cercano.
El conde dudó.
— ¿Le gustaría desayunar conmigo? Mi casa no está distante y estoy seguro de que tantos
saltos le deben de haber abierto el apetito.
—Tiene usted razón. Tengo hambre —dijo ella—, y acepto su invitación con beneplácito.
Mientras hablaba, recordó que no había cenado la noche anterior.
Y a la hora de la comida se encontró demasiado molesta por la noticia que su padre le
acababa de dar como para probar bocado. Pudo darse cuenta de que el conde había dudado
antes de invitarla a desayunar.
Infirió que era porque se había acordado de “su esposa”.
El conde había pensado que el contraste entre aquella y esta mujer exquisita pudiera
resultar incómodo.
Entonces recordó que ella había estado demasiado cansada como para cenar con él la
noche anterior. Por lo tanto, no se levantaría temprano aquella mañana, y en ese caso no
habría ningún problema.
Se negaba a aceptar que no deseaba perder tan pronto aquella aparición que de pronto
había adornado sus tierras áridas.
Benita corrió por el pasillo hasta llegar a su propia habitación.
Allí encontró a Nanny, tal como lo esperaba.
—Supuse que había ido a montar —dijo la nana.
— ¡Pronto, pronto! —exclamó Benita—. ¡Quiero cambiarme! Luego te explicaré por qué.
Nanny le desabotonó la blusa y sacó del ropero uno de los muy bonitos vestidos que
habían venido de Londres.
Benita se sentó delante del tocador.
Con mucha habilidad la anciana le recogió los cabellos en un moño en la parte posterior de
la cabeza.
—Necesita cepillarse —sugirió Nanny.
—Podemos hacerlo más tarde —respondió Benita—. Debo regresar abajo cuanto antes.
Habló con tal urgencia que Nanny no le hizo más preguntas. Cuando se puso la última
horquilla en el cabello, Benita se puso de pie.
—Más tarde te explicaré todo —prometió la muchacha cuando salió corriendo de la
habitación.
Abajo se encontró con Bolton.
—Buenos días, milady —saludó él.
— ¿En dónde se encuentra milord? —preguntó Benita.
—Su señoría se encuentra en el salón, milady.
—Por favor, vea que nadie nos moleste hasta que yo lo llame —ordenó Benita.
No se detuvo para ver si había una expresión de sorpresa en el rostro impávido de Bolton.
Corrió hacia la puerta del salón y entró.
El conde se encontraba parado delante de la chimenea contemplando el fuego.
El se volvió cuando la sintió entrar.
Entonces una expresión de sorpresa apareció en su rostro cuando vio cómo estaba vestida.
Ella se le acercó lentamente, observándolo mientras lo hacía. Cuando llegó junto a él le
hizo una pequeña reverencia.
El conde se dio cuenta de que Benita contuvo un grito de horror al ver el desolado
escenario.
El conde sintió una sensación de vergüenza y de humillación. Finalmente avanzaron hasta
el centro de la aldea.
Los trabajadores ya habían comenzado a quitar el techo de una de las cabañas.
Los carpinteros cambiaban una ventana en mal estado.
Una puerta nueva descansaba contra una cerca en espera de ser colocada en su lugar.
Allí no sólo se encontraban trabajadores sino también un grupo de vecinas que observaban
el cambio que se iba a operar en la aldea.
El conde detuvo los caballos y antes que pudiera bajar del faetón los aldeanos lo rodearon.
— ¿Es cierto, milord? —preguntaron ellos—, que todas nuestras cabañas van a ser
reparadas? ¿Van a arreglar la mía? ¿Y la mía? ¿Y la mía?
Las voces se alzaron, emocionadas, y cuando logró hacerse oír, el conde afirmó:
—Todas sus cabañas van a ser reparadas y pintadas, por dentro y por fuera.
Hubo un grito jubiloso de aprobación y él continuó diciendo:
—Todos los que necesiten nuevos muebles y camas hagan una lista de sus necesidades y
yo me encargaré de que se las entreguen lo antes posible.
Ahora las voces subieron aún más de tono y el conde añadió:
—Tenía la intención de visitarlos a todos y a cada uno en sus cabañas, pero como la
mayoría se encuentra aquí, me es más fácil comunicarles lo mucho que siento que las cosas
hayan llegado hasta este punto. Sin embargo, ahora todo va a cambiar.
— ¿Cómo es eso? ¿Qué ha pasado, milord? —preguntó uno de los aldeanos.
El conde le extendió la mano a Benita, quien llegó junto a él desde el otro lado del faetón.
—Antes que nada me gustaría presentarles a mi esposa, la señora condesa. Ella está
ansiosa por conocerlos a todos.
Hubo una exclamación de sorpresa ante tales palabras. Benita estrechó la mano a cada uno
de los pensionados. Las mujeres le hicieron una reverencia y los hombres se llevaron la mano
a la frente.
Mientras ella saludaba, más y más personas comenzaron a llegar. El conde calculó que
toda la aldea se encontraba presente, incluyendo al carnicero, al panadero y al tendero.
Les dio la mano a los tres hombres que habían manejado sus negocios desde que él era un
niño.
— ¿Qué significa esto, milord? —preguntó uno de ellos—. Me quedé estupefacto cuando vi
que estaban reparando las cabañas.
—También estoy reparando mi casa —comentó el conde—, y espero poder emplear a
muchos hombres en mis tierras.
Un grupo de hombres que acababan de llegar lanzaron una exclamación de júbilo.
Estos estaban desnutridos y sus ropas eran casi harapos. Algunos estaban descalzos a
pesar del frío.
Salió por la puerta cuando el conde les pidió a los hombres que entraran.
Mientras él le entregaba una corona a cada uno de ellos, Benita reunió a los niños a su
alrededor.
—Tengo dos centavos para cada uno de ustedes —dijo ella—, pero quiero que me
prometan que lo van a gastar en algo como un pan o una salchicha.
Se detuvo para mirarlos y después continuó:
—Eso deben comprarlo de inmediato en la panadería. Cuando regresen yo les daré otra
moneda para que puedan comprarle un dulce al señor Greary.
Hubo un grito de alegría y todos corrieron hacia la panadería. Esta se encontraba un poco
más adelante, sobre el camino. Benita esperó. El primero en regresar fue un pequeñito que
traía en las manos un pan con un pedazo de queso adentro.
—Ya lo compré —dijo él.
—Así es —contestó Benita—, y me parece muy bien. Ahora no tendrás hambre y estoy
segura de que esta noche tu mamá te tendrá algo muy sabroso para cenar.
Mientras hablaba, se preguntó qué cenarían.
Y cuando les hubo entregado a todos el tercer centavo, el conde se reunió con ella.
Los hombres a quienes él había entregado una corona se sentían muy agradecidos.
El estaba seguro de que la mayoría lo iba a gastar en comida y no en cerveza.
—Todos parecen estar muy hambrientos —le dijo Benita al conde en voz baja para que los
niños no pudieran escucharla.
—Lo sé —dijo él—, y por eso vamos ahora a visitar al carnicero que se encuentra más
adelante.
El ofreció a Benita su brazo y ambos caminaron seguidos de los chiquillos que comían
mientras andaban.
Ellos tenían miedo de que si se detenían a comprar un dulce con el señor Greary se iban a
perder de algo importante.
La carnicería estaba muy limpia pero el conde vio la poca carne de mala calidad que había
allí.
También se expendían un par de conejos y unos cuantos pollos sin desplumar.
—Me temo que no tengo mucho que mostrar a su señoría —se disculpó el carnicero.
—De eso es de lo que quiero hablarle —respondió el conde—. Estaba pensando que quizá
usted pueda conseguir una res joven, señor Savage.
Benita lo miró y el respondió:
—Por supuesto, milord, pero costará bastante.
El conde metió la mano en el bolsillo interior y sacó dos billetes.
—Esto deberá ser suficiente y quizá alcance también para comprar dos carneros.
— ¡Así es, milord!
— ¿Quiere conseguirlos lo más pronto posible? Cuando los tenga, distribuya la carne entre
los habitantes de la aldea.
Por el momento el carnicero pareció haber perdido el habla. Entonces exclamó:
— ¡Esa será la primera comida decente que muchos habrán tenido en mucho tiempo!
—Lo sé —admitió el conde—. Pero le prometo que no será la última.
Mientras regresaban a Inch Hall, Benita preguntó:
— ¿Cómo es posible que la gente puede vivir en cabañas cuyo techo gotea y tengan que
pasar frío durante el invierno?
—Eso es lo que la guerra ocasiona a los inocentes —respondió el conde.
—Están muy agradecidos porque usted se acordó de ellos.
—Siempre me he acordado de ellos —exclamó el conde—, mas no podía hacer nada, ¡nada!
Mientras hablaba, pensó que algún día iba a tener que explicarle a Benita las razones por
las cuales e se había casado con ella.
Como si ella lo intuyera, para sorpresa de él, exclamó:
—Pero ahora ya todo ha terminado y si tú das empleo a esos hombres lo antes posible,
nadie tendrá por qué volver a pasar hambre.
El conde estuvo a punto de afirmar: “Por lo menos no en mi finca”, pero lo pensó mejor y
dijo:
— ¡Por lo menos no en nuestra finca!
—Yo ayudaré a que todo sea así —aseguró Benita con una sonrisa.
—Te explicaré lo que vamos a hacer —dijo el conde—. En cuanto la casa esté presentable
una vez más, ofreceremos una fiesta para celebrar nuestro matrimonio.
Benita lo miró sorprendida.
— ¿Será posible?
—Invitaremos a los aldeanos, a los granjeros, a los propietarios y a nuestros vecinos. ¿Por
qué no?
Benita rió.
—Estoy segura de que será una fiesta espléndida.
—Esa es la manera como mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo celebraron sus matrimonios
—explicó el conde—. Asaremos un buey y tendremos muchos barriles de cerveza.
Benita rió antes de preguntar:
— ¿Podríamos tener fuegos artificiales? Papá me ha hablado acerca de los que tienen en los
Jardines de Vauhhall y yo siempre he deseado verlos.
— ¿Nunca los has visto? —preguntó el conde.
Benita negó con la cabeza.
—Entonces tendremos los mejores que sea posible —aseguró él. —Eso será emocionante y
yo sé que los niños estarán encantados.
Ya era la hora de la comida cuando llegaron a la casa.
Después de saborear una deliciosa comida ambos subieron al techo de la casa.
Encontraron a muchos trabajadores y vieron el estandarte del conde que se enarbolaba
cuando él estaba en su casa.
El banderín estaba deshecho.
—Necesitamos conseguir uno nuevo de inmediato —opinó Benita.
—Y conservaremos este para que nos recuerde que debemos ser cuidadosos con el dinero
—sugirió el conde—, en caso de que mengüe como sucedió cuando yo estaba en la guerra.
—Estoy segura de que no tienes que temer a eso —respondió Benita—. Papá es tan listo
que jamás hubiera perdido una fortuna en el juego como suelen hacerlo muchos jóvenes.
El conde se dijo en esos momentos que eran los jugadores y los bebedores quienes le
habían dado su fortuna a Rustuss Groon.
También era a través de este singular personaje como aquel dinero había llegado hasta él.
—Temo despertar y encontrarme con que todo ha desaparecido —dijo el conde—,
¡incluyéndote a ti! Yo me quedaría solo, mirando mi estandarte deshilachado.
Benita rió y puso su mano en la de él tal como ya lo había hecho antes.
—Aún estoy aquí —dijo ella—. Ahora vayamos a ver a los pintores para darnos cuenta de
qué tan bonitas van a dejar las habitaciones de tu casa.
— ¡Nuestra casa! —corrigió el conde—. Mas no te olvides de que primero tenemos que
encontrar los diseños originales de los que tú hablaste.
Los encontraron por la tarde, después de la hora del té, cuando los pintores ya habían
comenzado a decorar la biblioteca.
Fue Benita quien los descubrió en el fondo de un cajón.
— ¡Aquí están! —gritó ella muy emocionada.
Mientras los observaba, el conde pensó que ni Jasón se debió de sentir tan feliz cuando
encontró el Vellocino de Oro como se sentía él en aquel momento.
— ¡Ahora sí podremos lograr que la casa sea majestuosa! —dijo Benita—. La gente vendrá
de todas partes para admirarla.
—Y tú serás la condesa más bella de la dinastía de los Inchester —sonrió el conde.
La sinceridad de su voz hizo que ella lo mirara sorprendida. Entonces, cuando sus ojos se
encontraron con los de él, Benita se ruborizó y apartó la mirada.
— ¡Eres muy bella, Benita! —exclamó el conde.
Mientras hablaba, una vez más él anheló besarla.
Aunque parecía poco probable, por ser tan bonita, él tenía la certeza de que ella jamás
había sido besada.
Imaginó que sus labios iban a ofrecer sensaciones diferentes a los de todas las mujeres que
él había conocido.
Por supuesto, que siendo tan bien parecido, por su vida pasaron muchas mujeres.
Estas lo habían perseguido desde que él salió del colegio.
No obstante, jamás pensó seriamente en ninguna de las que sólo consideró como “sus
aventuras”.
Por la manera como se le aceleraba el corazón supo que besar a Benita iba a ser una de las
experiencias más dulces de su vida. Consideró que era demasiado pronto.
Tenía que actuar con mucho cuidado para no asustarla.
Benita estaba siguiendo el juego que él le había sugerido de fingir que se encontraron como
dos desconocidos y no como esposos. El conde se había percatado del aura de pureza que la
rodeaba. Eso la hacía diferente a cualquier otra mujer por hermosa que ésta fuera.
“Primero debo hacer que me ame”, se dijo él.
De inmediato se quedó sorprendido.
Aquello era lo último que él hubiera esperado lograr de la hija de Rustus Groon.
Ambos se encontraban en el comedor terminando de cenar a la luz de las velas.
El conde estaba vestido con uno de los impecables trajes de noche que le enviaron de
Weston y que lo hacían verse tan elegante como la ropa que le entregaron para la boda.
El se preguntaba cómo era posible que Rustuss Groon hubiera podido averiguar sus
medidas.
“Ese hombre es definitivamente un mago”, se dijo él. Pero se limitó a sonreírle a Hawkins
cuando éste opinó:
—Esto es lo que yo llamo ropa decorosa para un caballero, milord. Lo que no puedo
entender es cómo las confeccionaron con tal rapidez para su señoría;
Con la misma voz fuerte y airada que ellos habían escuchado, el hombre exclamó:
— ¡Así que aquí estás, Inchester! ¡Menudo trabajo que me ha dado encontrarte!
El conde se puso de pie, pero Lord Shaptill ya había llegado junto a él.
—Casi no podía dar crédito a lo que veían mis ojos cuando te encontré en La Casa Blanca
—continuó diciendo el intruso, vestido con elegancia y divirtiéndose en grande—. Un mes
antes me habías estado contando una historia acerca de lo mal que estaba tu situación que no
tenías ni un céntimo.
—Permíteme explicar —intervino el conde.
—Mentiras, mentiras y más mentiras! —gritó Lord Shaptill.
El conde se dio cuenta de que el hombre había estado bebiendo.
Pretendió hablar una vez más pero Lord Shaptill espetó:
— ¿Y qué me encuentro ahora? Lacayos en el vestíbulo y tú comiendo y bebiendo con
servicio de plata en la mesa. ¿En dónde está tu miseria, maldita sea? ¿En dónde están las dos
mil libras que me debes y que me has debido por dos años.
—Lo sé —admitió el conde—. Iba a enviarte un cheque mañana.
Lord Shaptill rió con una sonrisa muy desagradable.
— ¿Y supones que te voy a creer? —preguntó él—. ¡Eres un tramposo! No creo ni una
palabra de lo que me dices.
Aspiró profundo antes de continuar:
— Conque muy pobre! ¡Luchando por no hundirte! Y aquí estás gastando tu dinero en una
mujer que de seguro te está vaciando la bolsa.
—Escúchame, ya te he tratado de explicar que...
— ¿Escucharte? —preguntó Lord Shaptill—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¡Ya he escuchado tus
lamentos durante bastante tiempo!
De pronto, pasó junto al conde para irse a parar frente a Benita. Esta lo había estado
escuchando anonadada.
— ¡Pagarme! —gritó él—. ¡Eso que te lo crea otro! Me llevaré lo que pueda mientras esté
aquí, comenzando con esta encantadora prostituta. Estoy seguro de que sus caricias valen
mucho más de lo que tú puedes pagar.
Extendió una mano hacia Benita y derramó una copa al hacerlo. La muchacha lanzó un
grito y se hizo hacia atrás para evitarlo. El conde agarró a Lord Shaptill por el brazo y lo
apartó de Benita.
— ¡Compórtate Shaptill —gritó él— y no ofendas a mi esposa!
— ¡Tu esposa! —exclamó Lord Shaptill en tono de burla—. ¡Esa es otra pamplina! Sin duda
es una cualquiera que recogiste en La Casa Blanca.
Habló escupiendo las palabras.
—Tú debes permanecer aquí —indicó él con firmeza—. No debes estar presente.
— ¡Por supuesto que... sí voy a estar presente! Por favor, ten mucho cuidado.
El conde estaba a punto de responderle, pero Lord Shaptill ya había llegado al césped
frente a la casa.
— ¿Vas a venir, Inchester —gritó él—, o te vas a comportar como un cobarde.
El conde apretó los labios para no responder.
Caminando con calma y en silencio se reunió con Lord Shaptill.
Ambos se colocaron frente a Bolton, con sus armas en la mano.
CAPITULO 7
Benita despertó y por un momento no pudo pensar en otra cosa que no
fuera la maravilla de los labios del conde,
Recordó todo lo que sucediera la noche anterior. Hawkins y Nanny se había
hecho cargo de todo.
Ambos ayudaron al conde a regresar a la casa para poder curarle la herida.
Nanny hizo que Benita saliera de la habitación.
Mientras lo desvestían, la joven permaneció en el pasillo.
A través de la puerta abierta, Benita pudo escuchar a Bolton que le daba
instrucciones al cochero de Lord Shaptill.
Lo habían metido en su coche y éste se alejó.
Bolton y los lacayos regresaron a la casa.
Ellos le comentaron al ama de llaves y a todos cuantos estaban presentes la
manera tan vergonzosa como se había comportado Lord Shaptill.
El había hecho trampa y podía haber matado al conde. “¡Pero él... está vivo!”
Benita quería gritar aquellas palabras.
Ahora el sol brillaba por detrás de las cortinas.
Cuando vio el reloj se sorprendió al ver lo avanzado de la hora y recordó que
Nanny le había dado al conde lo que ella llamaba una bebida tranquilizante, lo
había acompañado a su habitación y lo ayudó a desvestirse y a meterse en la cama.
— ¡Yo quiero ver a su señoría para darle las buenas noches! —había protestado
Benita.
—Su señoría está dormido y así debes estar tú dentro de unos minutos.
No tenía objeto discutir.
Nanny insistió en que ella también bebiera un poco de aquellas hierbas
calmantes.
Benita se había quedado dormida y descansó durante toda la noche sin soñar.
“Ahora lo veré”, pensó ella.
De pronto, sintió miedo de que la herida hubiera resultado más grave de lo que
ellos habían pensado.
Quizá perdió mucha sangre y se encontraría débil y enfermo. Se levantó de la
cama y se puso un bonito négligé de satén azul encima de su camisón de dormir.
Ella no podía pensar en otra cosa que no fuera en su esposo. Necesitaba
asegurarse de que él estaba vivo.
En seguida salió de su habitación al pasillo.
No hablaron acerca del duelo, sino sobre las mejoras que iban a hacer en la casa.
Comentaron, también, acerca de los pensionados y de cómo disfrutarían de su
banquete de carne.
Continuaban charlando, cuando Hawkins entró para anunciar:
—EI Capitán Dawson desea verlo, milord.
Benita se puso de pie.
—Será mejor que me vista —dijo ella un tanto confusa.
—Sí, por supuesto —asintió el conde—, por favor, regresa pronto. Hawkins y
Nanny me obligaron a prometerles que voy a permanecer en mi habitación todo el
día.
Benita le sonrió.
Ella se hubiera marchado por donde entró, si el conde no le hubiera sugerido:
—Utiliza la puerta interior, es más fácil.
Benita lo miró sorprendida.
Era la primera vez que se daba cuenta de que existía una puerta que
comunicaba sus habitaciones.
En ese momento escuchó al Capitán Dawson hablando con Hawkins.
Ella salió por aquella puerta y la cerró otra vez.
El capitán se acercó al conde y dijo:
—Siento mucho lo que ocurrió anoche, milord. Sin lugar a dudas fue algo
realmente bochornoso por parte de Shaptill.
—El tenía cierta razón —respondió el conde—. Yo le debo dos mil libras y pensó
que yo estaba gastando su dinero en llevar una vida licenciosa.
Miró al Capitán Dawson y éste dijo:
—El motivo por el cual he venido hoy es para explicarle sus asuntos financieros,
pero antes tengo otra cosa que comunicarle.
Tomó asiento delante del conde y le comentó en voz baja:
—El Mayor Grenfel murió ayer.
— ¿Murió? —exclamó el conde.
—Era lo que él estaba esperando y por lo que quería asegurarse de que su hija
quedara en buenas manos.
El conde no habló y el capitán continuó diciendo:
—No importa cómo lo llames, pienso hacer lo que te digo —respondió él—, ya
estoy aburrido de estar acostado en esta cama, solo.
Ella se acercó y él le dijo:
—Ven y acuéstate conmigo. Tengo muchas cosas de que hablarte.
— ¿Acostarme... contigo? —murmuró ella.
— ¿Por qué no? —respondió él—. Después de todo, estamos casados y ni
siquiera Nanny puede negar eso.
Benita rió, mostrándose indecisa y el conde dijo:
—Por favor, Benita, yo me estoy comportando muy bien y estoy haciendo
cuanto me ordenan, por eso merezco un premio de buena conducta.
Benita se volvió y salió corriendo por la puerta de intercomunicación.
El conde esperó unos momentos. Entonces se levantó y cerró con llave la puerta
que daba al pasillo.
El mantenía los ojos cerrados cuando Benita regresó, vestida con su bonita
négligé.
El no habló ni abrió los ojos, por lo que ella lo miró con incertidumbre durante
algunos segundos.
Entonces se dirigió hacia el otro lado de la cama. Con mucho cuidado, como
para no despertarlo, se quitó la négligé y se metió entre las sábanas.
Había una buena distancia entre ambos, pero como el conde no se movió, ella se
acomodó sobre un lado y lo miró con la cara recostada sobre la almohada.
El era muy guapo.
Qué horrible habría sido si Lord Shaptill lo hubiera herido tal como lo intentara.
Si bien el conde no hubiera muerto, quizá hubiese quedado lisiado y nunca más
podría montar.
Aquello hubiera sido una tragedia.
Entonces ella elevó una plegaria de gratitud por tenerlo allí. De pronto el conde
abrió los ojos.
Al hacerlo, se volvió de lado de manera que ambos quedaron frente a frente y
podían mirarse a los ojos.
— ¿Estás... despierto? —exclamó. Benita a modo de reproche.
— ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera si te estaba esperando?
El se acercó un poco más hacia su esposa y ésta dijo:
—Ten cuidado, mucho cuidado... con tu herida.
—No me interesa mi herida —dijo él—, me interesa una joven muy bonita a
quien conocí cuando salí a montar.
—Ese fue un encuentro muy afortunado —aseguró Benita.
Él se acercó aún más y dijo:
—Anoche te besé cuando me salvaste de la bala de ese cretino. ¿Fue esa la
primera vez que te han besado?
—La... única...
— ¿Y qué sentiste?
Hubo una breve pausa antes que Benita murmurara:
— ¡Fue... maravilloso!
—También para mí lo fue —afirmó el conde—, tanto que quiero estar seguro de
que no estaba equivocado cuando pensé que los dos éramos parte de la luz de la
luna y que nada más importaba.
—Eso mismo... sentí yo —exclamó Benita.
El conde se acercó aún más.
Entonces sus labios se posaron sobre los de ella.
Fue un beso muy delicado ya que los labios de Benita eran tan suaves como los
pétalos de una rosa.
También él tenía miedo de asustarla.
En ese instante no fue la luna lo que penetró en el cuerpo de Benita sino el sol,
cuyo calor atravesó sus pechos y le llegó a los labios.
De una manera ignorada para ella, su boca parecía arder bajo la presión de los
labios del conde.
El la besó de nuevo.
Después levantó la cabeza para mirarla y pensó que nunca había dado antes un
beso tan exquisito.
Comenzó a besarla de nuevo. A besarla de una manera más apasionada y
posesiva, pero Benita no sintió miedo.
FIN