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NUNCA MÁS AL

NEOLIBERALISMO
Así como la Argentina dijo Nunca Más al terrorismo de Estado, el genocidio por
goteo que causa el neoliberalismo deberá tener también su Nunca Más
POR CARLOS RAIMUNDI

Decía en una nota anterior que no debemos conceder al macrismo


que instale una agenda de temas secundarios. Pero si el imperativo
es construir una mayoría potente, nuestro deber es dar el debate
sobre los temas que, más allá de nuestra voluntad, una parte del
electorado considera necesario discutir. Reconocer que quedaron
cosas por hacer, afrontar el tema corrupción, abordar la
inseguridad desde una agenda democrática, dilucidar si
verdaderamente son los inmigrantes quienes quitan el trabajo a
los argentinos e indicar la orientación general de nuestra
propuesta. Y a partir de allí convocar a una nueva esperanza.

Desdramatizar el concepto autocrítica


Así como lo haremos con la corrupción, debemos des-dramatizar
el tabú de la autocrítica. Ni en lo personal ni en lo político siento
como un problema admitir mis errores, porque son propios de la
condición humana. Y si lo son a nivel de la vida individual de cada
uno de nosotros, cómo no reconocer que los gobiernos también
pueden equivocarse. La cuestión central es ubicar la autocrítica en
su verdadera dimensión. Y así, si comparamos nuestros errores
con la magnitud de nuestros aciertos y de los estragos causados
por el macrismo, toda la autocrítica que seguramente debamos
hacernos pierde centralidad.Prefiero abordar lo que no hicimos
bien como asignaturas pendientes en el proceso histórico de
profundización del proyecto.

Afrontar el tema corrupción


Otro de los puntos sobre los que el poder trabajó en el plano
cultural o simbólico es en asociar al último gobierno popular de la
Argentina —así como a otros gobiernos populares de la región—
con la corrupción, el despilfarro y la barbarie. Este es un ardid que
las oligarquías vienen utilizando a lo largo de nuestra historia
respecto de los líderes populares; lo hicieron con San Martín, con
nuestros caudillos federales, con Yrigoyen, con Perón y con Evita.
No le tocó a Alfonsín porque no les hizo falta. Salvo el episodio que
se recuerda como el de “los pollos de Mazzorín”, el éxito del golpe
de mercado que terminó anticipadamente con la gestión de aquel
Presidente fue suficiente para borrarlo de la historia como opción
de poder real, y por lo tanto no necesitaron echar mano a
denuncias de corrupción respecto de su persona. Pero cuando un
gobierno popular construye un sujeto social, una consciencia y un
proyecto político autónomo que trascienden en el tiempo, las
denuncias sobre él serán más intensas, voraces y sostenidas.
Incluso trascenderán el plano nacional para convertirse en
internacionales, como ocurrió con la primavera árabe en Medio
Oriente, con el pertinaz descrédito de la revolución bolivariana y
con la absurda pero publicitada denuncia internacional del fiscal
Nisman contra Cristina Fernández de Kirchner.

Desde el campo popular no debemos eludir el tema de la


corrupción. Lo que no podemos aceptar es que el poder la ubique
en el centro de la agenda política, porque eso obtura el debate
central entre el modelo de exclusión y el modelo de desarrollo con
inclusión social. Pero, indudablemente, cuando un tema ha
ganado tanto la consideración pública, no puede ser obviado por
nosotros.

La corrupción individual es un tema estrictamente judicial. Lo que


debe ocuparnos es cómo financiar las acciones propias de la
militancia política, habida cuenta de la descomunal desproporción
respecto de los fondos con que cuenta el poder a través de sus
propios aparatos financieros tanto internos como externos. En
este sentido, la distribución de la riqueza —además de su
propósito de justicia social— es la herramienta para erradicar
definitivamente el financiamiento irregular de la política. Primero,
porque al dotar de más recursos al Estado, oxigena las partidas
para financiar la política. Y segundo, porque a medida que el
pueblo siente que las políticas públicas le dan mejores
herramientas para progresar, concederá más legitimidad al
financiamiento público de la política. Si esta no le da respuestas,
es comprensible que el pueblo diga “no quiero sostener con mis
impuestos una actividad inútil como la política”. Pero si ve
resultados concretos a su favor, entonces aceptará que el Estado,
docencia de por medio, otorgue a la actividad política las partidas
que necesite como contrapeso del poder de las grandes
corporaciones. En definitiva, tenemos que tener fuertes
argumentos para enfrentar el debate sobre la corrupción, cuando
es utilizada como instrumento de propaganda del poder real para
desprestigiar los proyectos populares.

Aquí tampoco nos queda otro camino que la persuasión, aunque


dentro de ella podemos recurrir al sentido común por distintos
accesos. Uno de ellos puede ser la ironía o el absurdo. Cómo, sino,
justificar el disparate de que un gobierno fue corrupto y se robó
todo, pero al mismo tiempo desendeudó al país, construyó
hospitales, escuelas y universidades, distribuyó computadoras,
lanzó satélites al espacio, retomó el control de los hidrocarburos,
financió políticas públicas universales. Mientras el gobierno que lo
sucede, formado por personalidades presuntamente inmaculadas
e incorruptibles —que a raíz de esto cuenta con todo el dinero que
el anterior se había robado, más el endeudamiento más
extraordinario entre los países emergentes y la ayuda del FMI— no
tuvo otra política pública que el ajuste, la fuga de capitales, el
cierre de talleres y fábricas, el recorte de las partidas en salud,
educación, investigación y de todas las prestaciones sociales. Es
decir, el tema no resiste ningún otro análisis que no sea la brutal
intencionalidad del poder de instalar una idea falsa a través de su
colosal dispositivo mediático.
Anticiparnos a las operaciones mediáticas
Debemos neutralizar con antelación las fuertes operaciones
mediáticas pre-electorales. Antecedentes como las acusaciones al
padre de Daniel FIlmus, a Aníbal Fernández y a la propia ex
Presidenta, su familia y sus ministros, nos llevan a estar seguros
de que sin duda se repetirán. Parece que esta vez utilizarán una
serie de Netflix preparada por Jorge Lanata, para intoxicar el
proceso electoral. En lugar de esperar a que se concreten y luego
gritar a los cuatro vientos que se trata de una mentira, debemos
anticiparnos y señalar que esas mentiras llegarán
inexorablemente, para prevenir sobre el clima de desconcierto que
generan una vez instaladas. Es en ese sentido que, aunque
tardíamente, ha salido a la luz la falsedad de todos los argumentos
que intentaron convertir el suicidio del fiscal Alberto Nisman en
un crimen político perpetrado por la anterior gestión y dirigido
nada menos que por su propia Presidenta. Recientes posiciones de
los familiares directos del fiscal así como de un sector de la AMIA,
rubrican la falacia de las acusaciones. Ya no quedan dudas del
ridículo de haber adjudicado esa muerte ocurrida en la más
absoluta soledad, en un recinto cerrado y precintado, a la acción
de un comando iraní-venezolano-kirchnerista. Nuestra tarea es
desmontar el mecanismo por el cual se arriba a la verdad mucho
tiempo después de producidos los hechos, lo cual torna los efectos
políticos de la verdad en irrelevantes, porque la mentira ya obtuvo
los objetivos que buscaba.

La máxima expresión en términos de operación política sería


intentar detener a Cristina como se hizo con Lula en Brasil. Ello
traspondría todo límite imaginable de abuso de poder, y no debe
encontrar otra respuesta que la multitudinaria ocupación del
espacio público con la fuerza incontenible del pueblo argentino.
Pueblo que acumula una larga experiencia de insubordinación y
movilización desbordante, que en más de una oportunidad fue
capaz de cambiar el rumbo de la historia

La seguridad desde una perspectiva democrática


Otro de los recursos a los que apelará el poder en este año electoral
es a exacerbar el clima de inseguridad para justificar la centralidad
de la agenda represiva. Crear condiciones de inseguridad para que
una parte de la población priorice su reclamo de orden por encima
de sus derechos económicos y sociales. La seguridad urbana,
callejera, personal, no puede ser extraña a nuestra agenda política,
aunque abordada desde una concepción categóricamente opuesta
a como lo es por el poder. Pero tiene que estar presente.

Para nosotros, el agua potable, la escuela, el guardapolvo, el


mantel, el plato de comida, la calle iluminada, las oportunidades
para estudiar y trabajar, los horizontes de igualdad y
reconocimiento personal y colectivo, son políticas de seguridad
infinitamente más eficaces que las cárceles o la autorización a
portar armas por parte de civiles.

En su noción de seguridad, y apoyada en los sentimientos de


simplificación, inmediatez, temor y auto-preservación, tan
presentes en las sociedades contemporáneas, el poder coloca en
los jóvenes la mayor cuota de responsabilidad en la comisión de
delitos. Y especialmente en los jóvenes pobres.

Los niños nacen ontológicamente iguales, y es a partir de cómo se


afronta la primera nutrición, el vestido, el techo, las vacunas, el
amparo que recibe cada uno, como se van creando las condiciones
de desigualdad que los posiciona de manera diferente ante las
dificultades de la vida. Cuando, llegado el caso, un joven se
convierte en nuestro victimario en el instante en que comete un
asalto, es porque hubo todo un proceso anterior en que ese mismo
joven es la víctima de una sociedad que no le ofreció alternativas
para ser reconocido como persona. Los niños no son culpables ni
responsables de su condición, la política lo es. Los niveles de
inseguridad responden a causas políticas, no son hechos de la
naturaleza. Por lo tanto, esa misma política que los convirtió en
víctimas de un modelo injusto, no debe re-victimizarlos por vía de
una condena penal, sino reparando los daños estructurales que
como sociedad les hemos infringido. Tampoco aquí queda otro
camino que el instar a pensar.

Los inmigrantes le quitan el trabajo a los argentinos


Culpar a los humildes es otra de las muletillas del discurso del
poder. En los últimos 40 años, diversos ex ministros cargaron
sobre las espaldas de todo el pueblo argentino las deudas
contraídas por las principales corporaciones del país. El caso
reciente de Luis Caputo, por poner sólo un ejemplo, puede resultar
demostrativo. Él es un hombre del JP Morgan y del Deutsche
Bank, con dinero en paraísos fiscales, y presidió el Banco Central
entre junio y septiembre de 2018. Su pliego no llegó a ser
aprobado por el Senado, pero en ese corto lapso, no mejoraron las
reservas, el peso se devaluó casi un 40% y se disparó la fuga de
capitales. Sin embargo, si a algunos argentinos medios no les va
bien, dirigen su mirada acusadora hacia un líder social o un
muchacho de una barriada pobre antes que a este tipo de
funcionarios.
“Nuestros hermanos latinoamericanos son los responsables de que
los argentinos no tengamos trabajo”, otro caballito de batalla del
régimen para la etapa electoral.

Nada menos que un gobierno que abrió la economía para permitir


el libre ingreso de productos importados que destruyen nuestras
fábricas, que fugó capitales de modo de des-financiar nuestro
sistema productivo, que incrementó inescrupulosamente las
tarifas para restringir el consumo, que recorta el presupuesto de la
educación, es decir, que constituye al modelo mismo en causante
del desempleo estructural, no encuentra mejor argumento que
culpar de ello a nuestros hermanos latinoamericanos. Sin
embargo, a poco de recorrer nuestro entorno veremos infinidad de
cosas que faltan hacer y demandan un empleo, que darían trabajo
a argentinos, a latinoamericanos y a todos aquellos que lo
procuren. Una vez más, mentir y culpar al otro, los modos del
macrismo para no hacerse cargo de gobernar. Una vez más,
nuestra apelación a la persuasión.

El poder real, la izquierda extrema y el progresismo


liberal
Sabemos que algunos de nuestros errores no sólo fueron marcados
por el macrismo, sino también por sectores que, en teoría,
sostienen posiciones en alguna medida afines a las nuestras. Aquí,
como en todo orden de la vida, es necesario distinguir entre lo
central y lo que no lo es. Y lo central para doblegar al
neoliberalismo —que suele devenir además en neofascismo— es
construir poder político real. La historia argentina
contemporánea nos muestra sólo dos grandes campos de
construcción de poder político real: la oligarquía y el peronismo.
No entendido este desde una perspectiva partidocrática, sino como
capital simbólico del pueblo, como memoria histórica de
transformación, como torrente arrollador en el proceso de ascenso
social de las mayorías. Y es así como, desde la noción de poder
real, quedan reducidas a una expresión muy menor tanto la teoría
como la experiencia histórica de la izquierda extrema y del
progresismo liberal. El haberse mantenido neutrales como lo
hicieron a lo largo de los años, en lugar de dar su apoyo crítico al
movimiento contra-hegemónico, terminó invariable y
objetivamente sirviendo a los intereses del modelo hegemónico.

La legitimidad de nuestra propuesta de


profundización
La propia desmesura de las políticas del régimen, su salvajismo, su
desproporción, su alevosía, son las que legitiman la profundidad
de nuestra propuesta.

Si no hubieran ido tan a fondo con el saqueo, le hubieran quitado


legitimidad a nuestra propuesta de administrar soberanamente
nuestras divisas e intervenir sobre el sistema financiero. Si no
hubiera sido tan brutal el abuso de los monopolios privados sobre
las tarifas de servicios, le hubieran restado legitimidad a nuestra
propuesta de recuperar el manejo estatal de los mismos. El Estado,
como institución que representa a la sociedad, es quien debe
garantizar que, a esta altura de la civilización, el agua, el gas y la
electricidad son derechos humanos esenciales y no meros bienes
de mercado al servicio de la ganancia empresaria. Si no hubieran
ido tan a fondo en la manipulación de los precios, le restarían
legitimidad a nuestra necesidad de intervenir en la cadena de
comercialización, tanto interna como externa. Si no hubiera sido
tan deshonroso el abuso de la mentira, le restarían fuerza a
nuestra propuesta de democratizar la propiedad de las empresas
de comunicación, sin restringir un ápice la libertad de expresión y
el derecho público a estar informados e informadas. Si el desquicio
ocasionado a nuestro sistema judicial hubiera sido menos
inescrupuloso, tendríamos menos margen para intervenir a fondo
sobre él.

Es tal la concentración de riqueza y el consecuente desamparo que


generan el neoliberalismo y su consecuencia natural, la salida
endogámica, xenófoba, neofascista, que un nuevo período de
gobiernos populares en la Argentina y la región deberá aplicar
políticas profundamente no-neoliberales. Y esto no se circunscribe
sólo al plano económico, sino que abarca el cultural y el
institucional. La democracia liberal, que tuvo origen conceptual en
la Ilustración y la Revolución Francesa y origen práctico en la
Constitución de los Estados Unidos, y que en su debido tiempo
sirvió para morigerar los abusos de las monarquías absolutas, se
convirtió en un sistema tan permeable a la influencia del capital
globalizado y por lo tanto tan deformador de la verdadera
voluntad de los pueblos, como aquel al que había venido a
remplazar. Por lo tanto, las consecuencias del neoliberalismo
económico y financiero no se pueden sortear desde el mismo
sistema institucional y de representación política liberal que es
quien lo ha consentido y autorizado. La democracia liberal no es
un sistema insuficiente, sino perverso. Porque crea la ilusión de
participación a través del voto –instituto del que no renegamos—
pero en la práctica adultera sustancialmente la voluntad popular.
Con la sola democracia liberal los pueblos votan, pero no deciden.
El poder real de decisión continúa en manos de los grandes
monopolios. Nuestra propuesta incluye la reformulación integral
de nuestras instituciones políticas.
En definitiva, así como la Argentina dijo Nunca Más al terrorismo
de Estado, el presente genocidio por goteo que causa el
neoliberalismo financiero deberá tener también su Nunca Más.
Porque se trata del mismo proyecto, aplicado con distintos
métodos. Lo que ayer se consiguió por vía de la tortura y la
desaparición, hoy se expresa en forma de persecución judicial,
proscripción política, monopolio cultural y adormecimiento
intelectual de la población. Y también merece su definitivo Nunca
Más.

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