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PROCESO DE DISCERNIMIENTO

PUEBLO DE DIOS, CAMINO DE ESPERANZA


–MARCO TEOLOGICO PASTORAL–

Objetivo
Ofrecer criterios evangélicos y pastorales para
realizar un diálogo y discernimiento participativo y comunitario
desde la realidad que viven nuestras comunidades a raíz de la situación actual de la
Iglesia en Chile.

INTRODUCCIÓN

La peregrinación del Pueblo de Dios en Chile se vive en un momento socio–


cultural y eclesial que impacta el corazón de su misión y lo interpela para asumir una
decidida y permanente conversión pastoral y misionera. Tal motivación que ya venía de
antes puede encontrarse en el Documento de Aparecida (DA 365-372) y de la
exhortación apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium (EG 25) y que fueron
asumidos por las Orientaciones Pastorales de la Conferencia Episcopal de Chile
(OO.PP. 2014-2020 “Una Iglesia que escucha, anuncia y sirve”).

Por otra parte, diversas instancias diocesanas y nacionales se convocaron el


año 2018 para reflexionar y encontrar pistas que permitan explicitar los criterios
evangélicos para discernir el querer de Dios en medio de la crisis desencadenada por
las graves situaciones de abusos sexuales en la Iglesia y el contexto socio cultural
actual.

Las líneas siguientes quieren ser un aporte al indispensable proceso de


renovación que la Iglesia requiere hoy, tarea de todos, y al discernimiento evangélico y
pastoral. Esta propuesta se inicia con una mirada al contexto social (I.1), a la cultura
(I.2), luego aborda la actual crisis de la Iglesia (I.3), profundiza en la categoría de
“Pueblo de Dios” (II), para concluir con una propuesta de camino de discernimiento (III).

I.1 CONTEXTOS SOCIAL, CULTURAL Y ECLESIAL

1. Contexto social

El Pueblo de Dios es parte de una sociedad que hoy se comprende integrada


por múltiples actores socio–políticos cuya organización puede ser descrita de acuerdo
a diversos criterios y en la que cada uno realiza sus aportes y es sujeto de derechos.

El surgimiento de diversos actores y perspectivas, como la condición sexual e


identidad de género, el rol de la mujer dentro de la sociedad y al interior de la Iglesia,

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las culturas ancestrales, las propuestas religiosas y de sentido, el cuidado del medio
ambiente, la migración, la desigualdad económica, el cuidado de los adultos mayores,
entre otros, exigen atención y espacio en la sociedad. Intensa es la demanda por un
trato equitativo para todos, en especial en lo referido a las relaciones varón – mujer. En
efecto, uno de los cambios actitudinales más relevantes tiene que ver con los roles de
género. La mujer ha ingresado con fuerza al mundo laboral y ofrece su particular aporte
en todos los ámbitos donde se deciden los cambios substanciales que transforman la
convivencia entre los seres humanos, la sociedad y las naciones (cfr. OO.PP. 2014-
2020, 11a).

Contribuyen a esto los avances científicos y tecnológicos, especialmente


aquellos referidos al ámbito de la salud, la producción de bienes materiales y de
servicios y a las tecnologías de información y comunicación, que llevan a nuevas
formas de relacionarnos a nivel familiar, eclesial y social.

Cada vez más la sociedad, y los creyentes en ella, se comprende como un todo
complejo y plural en el que legítimamente cada persona busca hacer presente sus
demandas de equidad, justicia y dignidad, contribuyendo de este modo a la creación de
la sociedad y la nación, en definitiva, a la generación de culturas (cfr. OO.PP., 11b).

Las personas experimentan hoy una pluralidad de ofertas de sentido de la vida y


nuevas expresiones de religiosidad en un contexto en el que sobresale la preocupación
por el bienestar material, la búsqueda y dominio de las sensaciones junto con diversas
escalas de valores, y en vista de una realización intramundana. Aquello ha derivado en
dificultades para la comunicación interpersonal, la confianza y los proyectos a largo
plazo. Las personas valoran también, de modo nuevo, su tiempo, sus espacios y las
relaciones sociales que se crean (cfr. OO.PP., 11c).

Aún cuando se acentúan estos cambios, nuestra sociedad sigue valorando


altamente a la familia, más allá de su composición, condiciones económicas o
habitacionales en que se desarrolla. Lo importante de esta constatación es la calidad
de las relaciones que puedan darse junto con la capacidad de acogida, contención y
resiliencia que otorga a sus miembros. Este debe ser el espacio en el que cada uno se
sienta tratado genuinamente en su dignidad y así cuente siempre con apoyo en medio
de un entorno que para algunos puede volverse impersonal e individualista donde, por
lo mismo, cada uno debe resolver su vida (cfr. OO.PP., 11d).

Es valorable, por tanto, el respeto de nuestra sociedad por la dignidad de la vida


y el cuidado de la creación con la que muchos se sienten unidos en un todo. Así
también es sostenido el crecimiento en la responsabilidad ética frente al cuidado del
agua, del aire y de los animales. Somos responsables del mundo y de todos sus
habitantes, porque es “nuestra casa común” (cfr. OO.PP., 11e).

En este sentido, también debido al crecimiento económico del país, una de las
mayores demandas sociales –fruto de un hondo malestar– es el reclamo por mayor
justicia, ya que las brechas de desigualdad manifiestan la existencia de pobrezas
antiguas, de exclusiones, de focos de miseria y, con ello, de faltas de oportunidades

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para todos. Emerge, pues, un sentido clamor por una mayor preocupación por los
marginados de la sociedad y por los nuevos rostros de la pobreza, por reforzar el
mayor respeto a la dignidad de cada persona y por la defensa del bien común (cfr.
OO.PP., 11b).

Se exige a las personas e instituciones, particularmente a aquellas promotoras


de normas y sentido, coherencia, transparencia, equidad e inclusión, así como propiciar
medios para el desarrollo personal y familiar. Se trata, por tanto, de un legítimo deseo
de salvaguardar espacios de libertad y ofrecer análogas oportunidades. La Iglesia, por
tanto, es desafiada a estar siempre atenta para discernir los signos de los tiempos.

2. Contexto cultural

La cultura –o la “subjetividad social”–, entendida desde la psicología social y la


antropología cultural, se describe como el modo específico que tiene un grupo humano
de relacionarse entre los individuos, habitar su entorno y otorgarle significado. Esta
“subjetividad social” está compuesta por las percepciones, aspiraciones, memorias,
saberes y sentimientos que impulsan a los grupos humanos en una dirección específica,
dando orientación a sus miembros para expresar su identidad corporativa y actuar en
su entorno.

Las culturas actuales tienen en cuenta otra escala de valores distintos a los
tradicionales y que históricamente han proporcionado sentido a lo que cada persona y
grupos vivían. Hoy son muchas las propuestas de sentido. Se requiere, por tanto,
respetar y valorar las diferencias, dado que conviven en el país diversas culturas con
nuevas formas de relacionarse y con nuevas formas de trabajo, ambos influenciados
por el creciente desarrollo técnico y científico (cfr. OO.PP., 11c). Por tanto, no es
posible hablar de “una sola” cultura ni asumir que todos piensan, sienten y actúan como
uno.

El principal desafío para la experiencia y transmisión de la fe no sólo es


preocuparse por anunciar el Evangelio a cada persona, sino también evangelizar las
culturas (EG, 133).

El “cambio” es la nota distintiva de las culturas de hoy en nuestra “sociedad


líquida” (Bauman,Z. (2007). Tiempos líquidos.), y se manifiesta en diversos niveles y
con distinta intensidad, llevando a sus protagonistas a nuevos sistemas:

- de representación, es decir, de la forma en que se incorporan las realidades


diversas con las que se entra en contacto;
- de valores para sostener la identidad y cohesión del grupo;
- de expresión, de lenguajes, gestos corporales, de símbolos colectivos, y
- de acción, de formas de actuar en respuesta a los desafíos desde los valores
que el grupo sostiene y los proyectos de futuro.

Gracias a una mirada abierta a la totalidad de la experiencia humana, se


descubre que “lo religioso” –entendido como conciencia de ser creatura y anhelo

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profundo de felicidad y eternidad que viene de Alguien distinto al ser humano–
fundamenta los valores, por lo que “lo religioso” se pone en íntima relación con el
reconocimiento y la promoción de la persona como legítimo “otro” a quien somos
invitados a aceptar y respetar, y con quien estamos llamados a ser felices y a
trascender. Así, el sustrato religioso que reside en los valores, determina y señala el
tipo de conducta que los miembros del grupo hemos de asumir en virtud de “nuestra
cultura”.

Los valores, fundados en “lo religioso”, serán entonces el núcleo que determina
“la cultura”, y de una cultura al servicio de la persona y su crecimiento como tal.
Evangelizar las culturas es anunciar los valores del Reino que, interiorizados, se
expresan en una determinada representación, lenguaje y conducta.

El aporte más relevante de la fe es contribuir a explicitar el sentido de la vida de


los seres humanos, de modo que, desarrollando su proceso, alcancen una creciente
madurez. Ambos, madurez y sentido de la vida, articulan las relaciones, necesidades y
tareas en los diversos grupos humanos. Por eso se nos invita a discernir “las semillas
del Verbo” en cuanto destellos de madurez y sentido, que se desarrollan de tal forma
que están llamados a tener cabida en el Reino de Dios.

3. Contexto eclesial

Nos preocupa e importa el contexto eclesial de la Iglesia en Chile al punto que lo


calificamos como “crisis” y, para muchos, una nunca antes vista.

Desde una mirada de fe, la crisis tiene que ver, sobre todo, con la incapacidad
de responder tanto personal como institucionalmente al “sígueme” de Jesús, dejándolo
todo y entregándonos a Él. Sin duda, las razones son múltiples y su raíz muestra
nuestra grave incapacidad de ser discípulos misioneros en el mundo de hoy. Es que
cuando se endurece el corazón, se desarma la conciencia cristiana y las estructuras
caducan con facilidad; surge como cizaña la mala administración; las relaciones
inmaduras se expresan en una falta de escucha, empatía y comprensión; el
distanciamiento con la sociedad y las culturas actuales, la falta de pasión
evangelizadora, y los inaceptables abusos de poder, conciencia y sexual en contra de
niños, jóvenes y adultos vulnerables.

El círculo se hace vicioso, pues la falta de sintonía con Jesucristo y su Evangelio


impide el discernimiento cristiano de la crisis y éste no se practica precisamente por el
desapego a la persona y mensaje de Jesús. Este desapego lleva, como resultado, la
pérdida progresiva del seguimiento evangélico en todos los ámbitos, aunque en forma y
por motivos diversos.

Hacer un análisis profundo de las causas y sus consecuencias en vista a renovar


la Iglesia, es una tarea que nos corresponde a todos. El presente documento es
precisamente una invitación al discernimiento para que todos, en diálogo comunitario,
nos aboquemos a describir la crisis y diagnosticar sus consecuencias, a descubrir sus
causas y a proyectar la renovación de una Iglesia pobre y humilde, capaz de

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comprender que su única riqueza es ser comunidad de discípulos del Nazareno para
servicio del mundo, particularmente de las personas desposeídas, empobrecidas y
vulnerables.

Podríamos describir en tres momentos lo que –hasta ahora– hemos venido


transitando.

El primer momento lo comenzamos a vivir con la visita apostólica del papa


Francisco a Chile (15 al 18 de enero de 2018) y la posterior convocatoria del Pontífice a
los obispos de la Conferencia Episcopal al Vaticano (15 al 17 de mayo). La realidad de
la crisis de nuestra Iglesia en Chile, transparentada con crudeza en el contexto de
estos acontecimientos, se impuso con fuerza devastadora, al punto que nos
embargaron sentimientos de desbordamiento, perplejidad, incertidumbre, rabia, gran
vergüenza y mínima capacidad de reaccionar. El diagnóstico se hizo lento y a las
primeras respuestas, más bien de justificación, siguieron algunas otras más reactivas
que propositivas. Luego de las primeras impresiones, los obispos y otros actores de la
Iglesia han pedido sincero perdón por lo sucedido. Con todo, se inició un camino de
diálogo franco en las diócesis con agentes pastorales laicos y consagrados; y a nivel
nacional, a través de diversos encuentros que reunieron a laicos, religiosas, diáconos y
sacerdotes, entre estos últimos los vicarios de pastoral y los obispos. Pero debíamos
seguir caminando. Pedir perdón y recibirlo con el propósito de cambiar es apenas un
paso en la sanación de las heridas. Somos llamados a buscar la verdad y tenemos el
deber de colaborar con la justicia y generar herramientas de acompañamiento y
reparación del daño causado.

El segundo momento que acompañó al anterior, comenzó con el fruto de la


Asamblea Plenaria extraordinaria de la Conferencia Episcopal celebrada a fines de julio
y comienzos de agosto de 2018. Los obispos, en su mensaje final del 3 de agosto del
2018, asumían frente a la realidad de los abusos “decisiones y compromisos”, los que
se comenzaron a implementar en desde el momento de su anuncio. Entre éstos, se
destacan el compromiso de colaborar con la justicia del Estado, fortalecer el Consejo
nacional de prevención y crear un Departamento de Prevención encargado de ejecutar
las orientaciones del Consejo. Los obispos se han comprometido a reunirse con las
víctimas y a realizar una mirada autocrítica respecto de los aspectos estructurales que
pudieron permitir la ocurrencia de los abusos en la Iglesia.

El tercer momento que tiene en cuenta los dos anteriores, se inició en la


Asamblea Plenaria de noviembre de 2018. En esa oportunidad, junto con el esfuerzo
para “llevar adelante con diligencia los procesos canónicos por abusos de menores, en
colaborar con la justicia y en ofrecer una acogida fraterna a las víctimas y sus familias”
(Obispo Santiago Silva, Presidente de la CECh: Navegar junto al Señor, esperanza que
no defrauda. Editorial en www.iglesia.cl, 29 de noviembre de 2018), la mirada la
ponemos también en identificar y abordar los aspectos de fondo que permitieron los
abusos. Se trata de la renovación de la Iglesia en cuanto organización humana con sus
estructuras y sus modos de relación. El presente documento responde a este momento,
y no se trata de un plan pastoral, sino de una invitación y de un marco sugerido
para realizar un discernimiento profundo, comunitario y extensivo de nuestra

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realidad eclesial. El resultado de este discernimiento, a realizar en todas las diócesis
del país, será preparatorio para la III Asamblea Nacional que se realizará en el primer
semestre del año 2020. Así, al tiempo de diálogo y discernimiento, continuará el tiempo
de decisiones y compromisos y, luego, el de implementación y seguimiento.

Estos momentos han sido acompañados por varias reflexiones, particularmente


por las que el Papa Francisco ha dirigido a la Iglesia en Chile. Nos referimos a la “Carta
a los Señores Obispos de Chile tras el informe de S.E. Mons. Charles J. Scicluna” (8 de
abril de 2018), al texto que el Pontífice entregó a los obispos para su reflexión en el
Vaticano y cuyo contenido se conoció públicamente, y muy especialmente a la “Carta al
pueblo de Dios que peregrina en Chile” (31 de mayo de 2018). Finalmente, el Papa
decidió abordar la grave temática de los abusos en un documento dirigido a toda la
Iglesia universal, “Carta del Santo Padre Francisco al pueblo de Dios” (20 de agosto de
2018).

Resulta imprescindible asumir en toda su profundidad las enseñanzas del


Concilio Vaticano II y del Documento de Aparecida, los que nos ayudan a plantear “el
lugar” desde donde queremos realizar nuestro discernimiento, para renovar la Iglesia,
entendida como “Pueblo de Dios”.

II. IGLESIA, “PUEBLO DE DIOS”

Existe una amplia reflexión acerca de la Iglesia como “Pueblo de Dios”. A la


presentación desde la Sagrada Escritura, siguen algunas dimensiones esenciales de la
Iglesia en cuanto Pueblo de Dios señaladas en el Concilio Vaticano II y asumidas por el
Documento de Aparecida y, finalmente, las enseñanzas del Papa Francisco sobre la
Iglesia como “Pueblo de Dios”.

El siguiente capítulo del presente documento se ocupará de las consecuencias


que esta categoría aporta al diálogo y al discernimiento en vista de nuestro propósito: la
renovación de la Iglesia.

1. Iglesia, Pueblo de Dios, en la Sagrada Escritura

La tradición judeo–cristiana tiene una larga historia en la que ha ido madurando


la conciencia de ser Pueblo de Dios, pueblo elegido y santificado por Él.

Ya en el Antiguo Testamento comienza a constituirse como tal desde su


experiencia histórica de ser salvado por Dios (Éx 2,23-25), pasando de la esclavitud en
Egipto a la libertad como nación convocada por Dios en una tierra donada por Dios. La
condición de posibilidad para ser pueblo libre y autónomo, es decir, pueblo consagrado
a Dios, fue la alianza hecha en el Sinaí entre Dios y su pueblo por mediación de Moisés.
Dios se comprometió a ser el Dios salvador que acompaña a su pueblo en su historia.
El pueblo se comprometió a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con
todas sus fuerzas (Dt 6,5), cumpliendo el Decálogo grabado en las tablas de la Ley y
custodiadas en el Arca de la alianza que permanecía en el templo de Jerusalén, signo
de la presencia de Dios y de su gloria en medio de su pueblo.

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El paso del Mar Rojo constituyó el hecho histórico y simbólico del camino a la
libertad ofrecida por Dios. El ingreso a la tierra prometida se transformó en la evidencia
de que Dios es siempre fiel a sus promesas y que su santidad está dispuesta a
compartirla con los que han hecho alianza con Él. Así, no es sólo el Dios de la creación,
sino también de la historia. Todo lo que ocurrió posteriormente en la tierra prometida,
las circunstancias históricas de Israel y sus relaciones socio–políticas con sus vecinos,
las diversas instituciones de gobierno, la conducta y misión de reyes, profetas y
sacerdotes, fueron releídas y sancionadas desde la fidelidad o infidelidad del pueblo
“de Dios” a la alianza pactada “con Dios”.

A lo largo de los siglos, las tragedias de este pueblo fueron muchas, porque
muchas fueron sus infidelidades. De aquí surge, entonces, la expectativa de que Dios
enviará un nuevo Moisés: “Yo les suscitaré en medio de sus hermanos un profeta como
tú; pondré mis palabras en su boca y Él les dirá todo lo que Yo les mande” (Dt 18,18).
Para que la misión de este “profeta como tú” (como Moisés) no resulte inútil, Dios
promete transformar el corazón de piedra de su pueblo en uno de carne: “Les daré un
corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y
les daré un corazón de carne” (Ez 36,25-28). El enviado será un “Mesías” o un “Cristo”,
es decir, un Ungido con el Espíritu del Señor para conducir a su pueblo a un nuevo y
definitivo estado de vinculación fiel con Dios.

El Nuevo Testamento recoge la tradición histórica del Antiguo Testamento. En


continuidad con su enseñanza presenta a Jesús de Nazaret como el elegido de Dios.
En complementación impensada con ella, revela que quien es Ungido con el Espíritu
Santo es el mismo Hijo de Dios (Mc 1,11). Jesús de Nazaret nace en un sencillo
pesebre en Belén como humilde miembro de la tribu de Judá, de la dinastía del rey
David. Su presencia, sus palabras y obras dan a conocer un nuevo rostro de Dios como
Padre amoroso, dispuesto a compartir su misma vida divina, porque su intención es
hacerse un pueblo de hijos (Mt 6,9-13).

Y este es el “nuevo Pueblo de Dios”, proyectado por el Padre, convocado en


virtud de la sangre y la resurrección del Hijo de Dios y sostenido por la fuerza del
Espíritu. Este Pueblo rebasa los límites étnicos del antiguo pueblo de Israel y está
dotado también para rebasar la respuesta siempre condicionada por la debilidad
humana del antiguo pueblo de Dios.

El bautismo, inserción en la misma Vida de la Trinidad, corresponde al paso del


Mar Rojo. Gracias al bautismo se recibe el don de la fe y la pertenencia por gracia a
este Pueblo. Jesús, el Mesías esperado, se revela como rey (Jn 18,37), pero en
realidad su reinado, que no es de este mundo (Jn 18,36), es más bien como Hijo que al
modo de un rey humano. Por eso sus seguidores configuran un Pueblo de hijos de Dios
y de hermanos unos de otros, don de Cristo al Padre. El Hijo, con su muerte en cruz,
entendida como sacrificio expiatorio (Heb 5,7-10), es el nuevo Cordero de la nueva
alianza de Dios con su nuevo Pueblo (Heb 8,6-13). Sólo Jesucristo, por su entrega por
nosotros, es quien quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Jesús es don del Padre
como sacerdote, víctima y altar, para que esta alianza fuese perfecta. La nueva Ley no

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es sólo el cumplimiento de un elenco de normas, sino una ley que nunca pasa y todo lo
renueva: la ley del amor, que cualifica todo acto o comportamiento humano y que
encuentra en las bienaventuranzas un modo concreto para vivirla (Mt 5,1-12). Este
Pueblo, ungido por Dios, se transforma en un auténtico templo del Espíritu Santo,
donado en el día de Pentecostés, en donde reside la santidad de Dios que se expande
a toda la humanidad (Hch 2,1-4).

La Iglesia o el nuevo Pueblo de Dios se organiza desde la misión encomendada


por Jesús a Pedro y a los otros apóstoles: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los
pueblos: bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Sepan que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,19-20). Luego del acontecimiento de
Pentecostés, esta pequeña comunidad apostólica se transforma en una comunidad
misionera, anunciando el kerigma y la salvación universal ofrecida por Cristo al mundo
conocido. Ante el creciente número de seguidores del Señor en distintas partes del
Imperio Romano y la mayor complejidad de relaciones y desafíos que esta comunidad
debía atender, además de las funciones desempeñadas por los apóstoles, surgen
carismas y ministerios al servicio de la vida de la Iglesia en cuanto ésta está al servicio
de la humanidad (Hch 6,1-6; 1 Cor 12,1-11).

2. Iglesia, Pueblo de Dios, en el Vaticano II y en Aparecida

Con el transcurso de los años, muchos intentos se han realizado para describir
la naturaleza y misión de esta gran comunidad de creyentes que es la Iglesia. Una
manera de describirla es con la categoría de “Pueblo de Dios”. Para efectos de este
documento, resaltaremos sólo aquellas notas o rasgos fundamentales del Pueblo de
Dios que nos ayuden para un diálogo sereno y un discernimiento en el Espíritu
respecto de la actual crisis de la porción del Pueblo de Dios que vive su fe en el Chile
de hoy.

La primera nota es que la Iglesia, en cuanto Pueblo de Dios, es “sacramento


universal de salvación” porque es icono de la Trinidad. La Iglesia es el lugar de la
presencia y acción sacramental de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si antes se decía
que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, hoy se entiende que fuera de su estructura
visible se encuentran “elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la
Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica” (Lumen gentium, 8). El hecho de que
la plenitud del misterio salvador de Cristo resida en la Iglesia, no significa que fuera de
ella no se encuentren destellos de salvación, lo que los padres llamaban “semillas del
Verbo”. Nos corresponde descubrirlas y encaminarlas a la plenitud de la redención que
radica en Jesucristo y en la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo. Por esto, la Iglesia no
es un camino más de salvación entre tantas religiones, por lo que “cualquier religión no
da lo mismo” (Dominus Iesus, 16; 20-22).

Una segunda nota esencial de la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios es ser


“misterio de comunión y vida, misericordia y servicio para anunciar el Reino de Dios” en
cuanto Cuerpo de Jesucristo, su Cabeza. La Iglesia hace realidad por sus ministerios y
carismas la obra salvadora de Jesucristo. La Iglesia como Pueblo de Dios es en sí

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mismo misterio de comunión y vida al servicio del Reino de Dios y de la humanidad. El
Pueblo de Dios redimido tiene la potestad y capacidad de ofrecer las mediaciones de
encuentros con el Señor (Palabra, sacramentos, enseñanza…) que generan el
discipulado misionero (DA, 246-257). “De” la Iglesia, por tanto, nos nutrimos del Dios
salvador y sus frutos, y “desde” la Iglesia anunciamos la salvación a todos los pueblos.
No podemos, por tanto, prescindir del Pueblo de Dios en el que vivimos nuestra
vocación de discípulos misioneros. Evangelizar es también ofrecer comunidades
eclesiales que alimenten nuestra vocación fundamental.

La tercera nota de la Iglesia es que es un Pueblo que cuenta con “dones


jerárquicos y dones carismáticos”, obra del Espíritu, para cumplir su misión que es
estar al servicio del Reino de Dios y de la humanidad. Tal como Jesús, “el hombre para
los demás”, la Iglesia está puesta en el mundo para servir al mundo. “Confirmar,
renovar y revitalizar la novedad del Evangelio” en la historia es su servicio propio (DA,
11). Conocer a Jesús es el mejor regalo que hemos recibido, por lo que “darlo a
conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA, 29). Todo discípulo del
Señor en el Pueblo de Dios es sujeto de carismas, dones del Espíritu, que le permiten
hacer posible la acción de la Iglesia a través de dimensiones pastorales: a) el kerigma o
el anuncio del Reino de Dios mediante la Palabra; b) la liturgia o el servicio del Reino
de Dios mediante la celebración de la fe y del culto; c) la koinonía o el servicio del
Reino de Dios animando la comunión de los discípulos misioneros, y d) la diaconía o el
servicio del Reino de Dios por la entrega a todos, particularmente a los pobres y
desfavorecidos (Benedicto XVI: “Discurso inaugural” en Aparecida, 5; DA, 150; 162;
184; 209). Anunciar a Jesús para que sea conocido es revelar y acompañar el proyecto
salvador de “humanidad nueva” o “creatura nueva” que genera el encuentro con Cristo.
El Pueblo de Dios al servicio del mundo, sobre todo en medio de diversas
concepciones de la persona, ha de ser escuela de humanidad.

La cuarta y última nota o rasgo de la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios es la


certeza de “la idéntica vocación” de todos sus miembros, hombres y mujeres, niños y
adultos, consagrados y laicos: la vocación a la santidad en la condición filial, don
bautismal, por la vinculación a Jesucristo, el Santo y Justo (Hch 3,14). En esta vocación
fundamental se sustenta la igual dignidad de todos en la Iglesia, dignidad que no
depende de la función que se cumpla en la Iglesia por más importante que sea. La
vocación a la santidad en la condición filial es distinta a la vocación específica, a los
dones jerárquicos y carismáticos con que el Espíritu dota al Pueblo de Dios para su
edificación y servicio a la sociedad. Estos dones no cambian el llamado y el regalo
inmerecido de “ser de Cristo” (“cristianos”), porque –como dones eclesiales– su
finalidad no es el provecho individual, haciendo superior o mejor a quien lo posee, sino
animar y fortalecer la vocación fundamental y la dignidad substancial de los discípulos
misioneros y servir a todos. Lo mismo quienes han recibido el sacerdocio ministerial por
el sacramento del Orden, han sido constituidos en servidores cualificados del
sacerdocio común de los fieles (LG, 10; DA, 193).

El Concilio Vaticano II marcó el rumbo del Pueblo de Dios al “descentrarlo” de sí


mismo y al entenderlo como sacramento universal de salvación (Lumen gentium) al
servicio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo con sus gozos y esperanzas, sus

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tristezas y angustias (Gaudium et spes), para anunciarles al Dios que por su Palabra
hecha carne sale a su encuentro para conversar con ellos y acompañar sus vidas (Dei
Verbum) y para ofrecerles –mediante signos sacramentales– la obra de la redención
(Sacrosanctum Concilium). Pablo VI, cuando clausuró el Concilio (7 de diciembre de
1965), definió la Iglesia como “sirvienta de la humanidad”, pues “la antigua historia del
samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo
ha penetrado todo… También nosotros –y más que nadie– somos promotores del
hombre”. Actualizando esta misma conciencia, los Obispos en Aparecida escribieron:
“La Iglesia está al servicio de todos los seres humanos, hijos e hijas de Dios” (DA, 32).

La Iglesia sólo “se descentra” si se centra en Jesucristo. Sólo así entenderá que
“el mundo de hoy, con sus problemas y expectativas, debe dictar de alguna manera el
programa operativo a realizar, el “orden del día” de las urgencias eclesiales” (Alberich,
E. (2003). Catequesis evangelizadora. 39). Una Iglesia vuelta al mundo porque vive
centrada en Cristo no puede ser sino una Iglesia decididamente misionera y servidora
de la renovación humana y religiosa de los hombres y mujeres de hoy. Porque es un
Pueblo de Dios en el mundo y de cara al mundo que cultiva algunas características
desde su identidad para mejor responder a la sensibilidad y a las culturas del hombre y
la mujer de hoy:

– respeta y promueve la legítima autonomía del ser humano, de la sociedad y la


ciencia;
– descubre las “semillas del Verbo” y anuncia los valores del Reino para llevar a
plenitud las aspiraciones y valores humanos y religiosos presentes en
sociedades y culturas: “Todo signo auténtico de verdad, bien y belleza en
la aventura humana viene de Dios y clama por Dios” (DA, 380; cfr.
Gadium et spes, 57d; DA, 4; 92; 529);
– suscita la promoción integral del ser humano, sobre todo de los pobres y
oprimidos, y su igual dignidad, “abriendo a todos “al crecimiento en la
verdadera evangelización, en el auténtico progreso” (Benedicto XVI:
“Discurso inaugural” en Aparecida, 1; cfr. DA, 359); es decir, proclamando
y defendiendo “la cultura de la vida” (DA, 464ss).
– convive con el pluralismo cultural y religioso, para cultivar el diálogo y la
colaboración, sin dualismos condenatorios, no sólo con las culturas, sino
también con otras confesiones cristianas y religiones (diálogo ecuménico
y diálogo interreligioso).

3. Iglesia, Pueblo de Dios, según las enseñanzas del papa Francisco

El papa Francisco, con un lenguaje existencial y pastoral y, por lo mismo,


cercano e interpelador, nos recuerda –siguiendo el Concilio Vaticano II y el Documento
de Aparecida (fue el cardenal a cargo de la comisión de redacción)– los elementos
esenciales de la Iglesia definida como “Pueblo de Dios”. Su enseñanza la tomamos
sobre todo de sus cartas al Pueblo de Dios que peregrina en Chile y de algunas de sus
catequesis en las audiencias generales.

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Para el Papa Francisco, “Pueblo de Dios” quiere decir ante todo que Dios no
pertenece en modo propio a pueblo alguno. Porque la iniciativa es de Él (“Dios nos amó
primero”: 1 Jn 4,19), Él es quien nos elige y nos llama a formar parte de su nuevo
Pueblo convocado por Jesucristo. Y esta invitación es para todos, sin distinción, porque
la misericordia de Dios “quiere que todos se salven” (1 Tim 2, 4). Jesús no pide a los
apóstoles ni a nosotros formar un grupo exclusivo, de élite. Nos “envía”, es decir, la
Iglesia es Pueblo de Dios enviado a invitar a otros a seguir a Cristo y a formar parte de
su Pueblo (Mt 28,19). Por esto Pablo afirma que en el pueblo de Dios “no hay distinción
entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos son uno en
Cristo Jesús” (Gál 3,28). Por esto mismo, enseña el Papa Francisco, “desearía decir
también a quien se siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o
indiferente, a quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a
formar parte de su Pueblo y lo hace con gran respeto y amor” (Francisco: Audiencia
General, 12 de junio de 2013).

Se forma parte del Pueblo de Dios no en virtud de un nacimiento físico ni por


condiciones éticas o espirituales, sino por un “nuevo nacimiento”. Jesús así se lo
enseña a Nicodemo: para entrar en el reino de Dios es necesario nacer de lo alto, del
agua y del Espíritu (Jn 3,3-5). El Maestro de Nazaret se refería al bautismo cristiano, al
sacramento que nos introduce en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu y nos regala
el don de la fe, don que hay que alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. De aquí,
según el Papa, una de las preguntas fundamentales para el discípulo misionero:
“¿Cómo hago crecer la fe que recibí en mi bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que
yo recibí y que el Pueblo de Dios posee?” (Francisco, Audiencia General, 12 de junio
de 2013).

En cuanto nuevo Pueblo de Dios convocado por la redención de Jesucristo, la


Iglesia tiene una nueva ley: “La ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo, según el
mandamiento nuevo que nos dejó el Señor” (Jn 13,34). Pero este amor no es un estéril
sentimentalismo o una expresión vaga, sino que consiste –a la vez– “en reconocer a
Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero
hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas
van juntas” (Francisco, Audiencia General, 12 de junio de 2013). Es un gran desafío
recorrer este camino para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del amor, propia del
Espíritu Santo que actúa en nosotros.

El Pueblo de Dios no fue congregado para crecer ni para hacerse poderoso en la


tierra, en medio de otras naciones y reinos. Su misión no se centra en sí mismo. Es
decir, no existe para servirse. Su Señor Jesús le encomendó la misión de llevar al
mundo la esperanza y la salvación de Dios, siendo signo o sacramento del amor de
Dios que invita a todos a vivir en amistad con Él. Las mejores imágenes que describen
la misión del Pueblo de Dios son “ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal
que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina” (Francisco,
Audiencia General, 12 de junio de 2013).

El Pueblo de Dios es “de Dios”. Por lo mismo, encuentra su razón última de ser
en la entrega absoluta y prioritaria para colaborar de modo que Dios reine como Padre

11
rico en vida y en misericordia. El reinado de Dios Padre, inaugurado por Jesucristo en
la tierra, debe ser ampliado hasta su realización plena, es decir, hasta cuando Cristo
venga por segunda vez y entregue su obra de redención ya finalizada al Padre celestial
(1 Cor 15,23-24). La finalidad del Pueblo de Dios es, por tanto, anunciar y acompañar
la comunión plena con el Señor o la familiaridad con Él, haciendo posible que todos
ingresen en su Reino. La finalidad es poner ante su Señor Jesús la misión
encomendada cumplida del todo, porque los llamados por Dios ya participan de su
misma vida divina, fuente de humanidad nueva, de alegría sin medida.

Así concluye el papa Francisco su catequesis sobre la Iglesia, Pueblo de Dios:


“Ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir
ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la
salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado
de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino.
Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada
uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del
Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia
debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos
salir por esas puertas y anunciar el Evangelio” (Francisco: Audiencia General, 12 de
junio de 2013).

III. DIALOGAR Y DISCERNIR DESDE LA IGLESIA, “PUEBLO DE DIOS”

El diálogo y el discernimiento para hacernos cargo de la actual crisis de la Iglesia


en Chile sólo serán fructíferos si aportamos desde nuestra pertenencia a un mismo
Pueblo de Dios. De modo contrario nos puede ocurrir lo de Babel: cada cual aporta
razones importantes, pero entre nosotros no nos entendemos, porque hablamos en
otros idiomas, con propósitos diversos, desde “veredas” opuestas, como si la Iglesia no
fuera una familia; aunque en dificultades, pero familia, al fin y al cabo.

“En sentido más amplio, el discernimiento indica el proceso en el que se toman


decisiones importantes; en un segundo sentido, más específico de la tradición cristiana,
corresponde a las dinámicas espirituales a través de las cuales una persona, un grupo
o una comunidad trata de reconocer y aceptar la voluntad de Dios en su situación
concreta” (XV Asamblea General Ordinaria (2018) Los jóvenes, la fe y el discernimiento
vocacional. núm.108).

Para cada persona, grupo o comunidad “es también un estilo de vida: «no solo
es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas
graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de lucha para
seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar dispuestos a reconocer los
tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para
no dejar pasar su invitación a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo
que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo
cotidiano» (EG 169). El discernimiento es un don y un riesgo, y esto puede asustar”

12
(XV Asamblea General Ordinaria (2018) Los jóvenes, la fe y el discernimiento
vocacional. núm.111).

La convicción que nos da el discernir viene de “la fe: el Espíritu de Dios actúa en
lo íntimo - en el “corazón”, dice la Biblia; en la “conciencia”, según la tradición teológica
– de cada persona, independientemente que profese explícitamente la fe cristiana, a
través de sentimientos y deseos, suscitados por lo que ocurre en la vida y que se
vinculan a ideas, imágenes y proyectos. Justamente de la atención a los dinamismos
interiores surgen los tres “pasos” del discernimiento” a saber: “reconocer, interpretar,
elegir” (XV Asamblea General Ordinaria (2018) Los jóvenes, la fe y el discernimiento
vocacional. núm.112).

Sus requisitos, los pasos metodológicos, los errores posibles, requieren


confrontarlo con lo único que es normativo: la Palabra de Dios, la enseñanza de la
Iglesia y el acompañamiento espiritual y claramente sobre la base de la realidad (XV
Asamblea General Ordinaria (2018) Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.
núm.115 y 118).

Dicho de otro modo, si en los “signos de los tiempos” se trata de una referencia a
Dios, a lo que Él es, estos se dan ahí donde los excluidos y no amados son amados en
justicia y dignidad. El criterio evangélico y humano es la pregunta: ¿da vida o no da
vida? Es en este tipo de discernimiento en el que hay que invertir (DA 371 y 238).

Se trata de un ejercicio pastoral (EG 33) de raíz evangélica (DA 50 y 154) que se
hace en la comunidad, donde es convocado el Pueblo de Dios.

Los siguientes criterios nos ayudarán al diálogo y al discernimiento. No son los


únicos y es posible que no sean los más importantes. Sin embargo, deducidos de la
categoría de Iglesia “Pueblo de Dios”, que cumple su misión en los contextos sociales y
culturales en parte descritos, nos ofrecen una base o “piso” con algunos elementos
comunes, nos permiten un “camino” por el cual transitar y no perdernos como le ocurrió
a los discípulos de Emaús, y nos ofrecen una “meta” común, que no es otra que la
renovación de la Iglesia en tiempos de crisis para un adecuado anuncio del reinado de
Dios.

1. Todos invitados a dialogar y discernir

La pertenencia al Pueblo de Dios en razón del sacramento del Bautismo, y no


del sacramento del Orden, nos otorga a todos una idéntica vocación, una igual dignidad
y una misma libertad para expresarnos, como hijas e hijos de Dios. Por el Bautismo, el
santo Pueblo de Dios está ungido con la gracia del Espíritu Santo. Con motivo de esta
unción y a la hora de reflexionar, pensar, evaluar, no sólo tenemos el derecho a
expresarnos, sino también el deber de hacerlo. Por esto también, tanto de la santidad
de la Iglesia como de sus pecados tenemos una responsabilidad compartida. En el
Pueblo de Dios, “no existen cristianos de primera, segunda o tercera categoría. Su

13
participación activa no es cuestión de concesiones de buena voluntad, sino que es
constitutiva de la naturaleza eclesial” (Francisco: Carta al pueblo de Dios que peregrina
en Chile, 31 de mayo de 2018, 1).

La verdad completa no pertenece a un grupo particular, sino al Espíritu de Dios.


Por tanto, no se trata de imponer un parecer o perspectiva individual a los demás, sino
de discernir juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia (Ap 2,7). Se requiere un gran
esfuerzo para “aprender a escuchar lo que el Espíritu quiere decirnos” (Francisco:
Carta al pueblo de Dios que peregrina en Chile, 3).

Las consecuencias de no escuchar ni discernir en comunidad, las describe el


Papa Francisco sin eufemismos: “Cada vez que como Iglesia, como pastores, como
consagrados, hemos olvidado esta certeza erramos el camino. Cada vez que
intentamos suplantar, acallar, ningunear, ignorar o reducir a pequeñas élites al Pueblo
de Dios en su totalidad y diferencias, construimos comunidades, planes pastorales,
acentuaciones teologías, espiritualidades, estructuras sin raíces, sin historia, sin rostros,
sin memoria, sin cuerpo, en definitiva, sin vidas. Desenraizarnos de la vida del pueblo
de Dios nos precipita a la desolación y perversión de la naturaleza eclesial; la lucha
contra una cultura del abuso, exige renovar esta certeza” (Francisco: Carta al pueblo de
Dios que peregrina en Chile, 1).

2. A la escucha de la Palabra de Dios

En la tradición bíblica “escuchar” es “obedecer”. Las grandes catástrofes de


Israel, como sus idolatrías, ocurrieron por no escuchar a su Dios ni obedecerlo (Hch
7,39-40). La historia se repite: por no escuchar al Hijo de Dios y no obedecerlo en
cuanto Palabra que manifiesta la voluntad de Dios (Hch 5,29), terminamos
encerrándonos en nosotros mismos y construyendo relatos humanos sin ideales de
trascendencia y santidad.

Por no escuchar a Dios surge en las comunidades (y en la misma sociedad) la


pérdida del sentido de la vida y se flexibilizan los significados, lo que el Documento de
Aparecida denuncia con fuerza: “La realidad ha traído aparejada una crisis de sentido”
(DA, 37). Se diluye, por tanto, el seguimiento del Señor y desaparecen los horizontes
“de sentido y de vida” (EG, 49).

Porque la Palabra es Cristo, ofrecer la Palabra es regalar a Cristo. La Palabra


contenida en la Sagrada Escritura nos permite el encuentro permanente con Él, y Cristo
nos abre a la dimensión comunitaria. La Palabra nos convoca en torno a Cristo y nos
saca de la soledad, regalándonos relaciones que humanizan y sostienen vidas
quebradas, gracias a la fuerza de Cristo, a su Verdad y Vida nueva.

De la Palabra de Dios interpretada y meditada, brotará la renovación de la


Iglesia y así obtendremos la sabiduría y la fuerza que requieren las decisiones
complejas y valientes que cambian vidas, caminos e instituciones.

3. Hacerse cargo de la realidad desde una Iglesia llagada

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No existe una Iglesia para santos ni otras para pecadores. Todo el Pueblo de
Dios, por ser Cuerpo de Cristo, está traspasado por su misterio pascual y, por lo mismo,
por signos de muerte propios de la cruz y signos de vida propios de la resurrección. La
Iglesia es, a la vez, llagada y resucitada. Por lo mismo, se requiere un Pueblo de Dios
que mire sus llagas, pero lo haga desde la resurrección, y que mire la vida, pero desde
sus llagas. De este modo se teje el camino de un Pueblo peregrino en esta historia que
vive espiritualmente insatisfecho, aunque esperanzado, hasta alcanzar la plenitud del
reinado de Dios.

Nuestras llagas están redimidas por la sangre del Cordero, esto es, por su
misterio pascual que vuelve a enfocarnos en la animación de la vitalidad discipular y
eclesial, respondiendo al Señor de la historia que vendrá al fin de los tiempos a
pedirnos cuenta de los dones que depositó en su Cuerpo redimido, dones de los que
somos responsables.

Sólo una Iglesia llagada “es capaz de comprender y conmoverse por las llagas
del mundo de hoy, hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y moverse para buscar
sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, no busca
encubrir y disimular su mal, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y
tiene un nombre: Jesucristo” (Francisco: Carta al pueblo de Dios que peregrina en Chile,
6). Una Iglesia llagada, con Cristo en el centro, es siempre empática.

Como miembros de esta Iglesia, tenemos que aprender de nuestros errores y


asumir con humildad el dolor que hemos causado, pero volviendo una y otra vez la
mirada hacia el Señor resucitado. De modo contrario, todo se vuelve tiniebla y, porque
se pierde la esperanza, se instala el desánimo que paraliza.

Para el diálogo y el discernimiento es vital la pregunta que el papa Francisco nos


plantea respecto a las llagas del Pueblo de Dios: “¿Cómo es la Iglesia que tú amas?
¿Amas a esta Iglesia herida que encuentra vida en las llagas de Jesús?” (Francisco: A
los sacerdotes, religiosos/as, consagrados/as y seminaristas, 16 de enero de 2018). El
amor a esta Iglesia que experimentamos herida es, sin duda, el principal motor para
renovarla. Esto nos exige, por tanto, desde la esperanza de la renovación, acoger e
incorporar plenamente a quienes cuyas vidas fueron maltrechas por nuestras acciones
que se alejaron del seguimiento del Señor, fuente de vida y sanación.

4. Dones jerárquicos y carismáticos al servicio de la renovación de la Iglesia

Una renovación eclesial que no involucre a todos será siempre superficial e


incompleta. En definitiva, no será una auténtica renovación. No se construye la Iglesia
sin los pastores ni prescindiendo de los dones jerárquicos. Tampoco sin los laicos ni
excluyendo los dones carismáticos que el Espíritu reparte para la edificación del Pueblo
de Dios y el servicio de la sociedad. El Pueblo de Dios es también el “Cuerpo de Cristo”,
cuya Cabeza es el mismo Señor.

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Las relaciones que se infantilizan no contribuyen al discernimiento adulto
fundado, como hemos dicho, en madurez y sentido. En una Iglesia que pone a Cristo
en el centro, los pastores se dejan cuestionar y ejercen la autoridad desde el servicio,
no como dueños del rebaño; y los laicos no se dejan clericalizar, mantienen su
autonomía y parresía evangelizadora en el mundo. La tarea que tenemos por delante
es ser Pueblo de Dios, cada vez más al servicio del Señor y del ser humano.

5. Al servicio de las víctimas de abusos, de los humillados

Nuestro empeño de renovación para la Iglesia tiene una causa evidente e


inmediata: el abuso de niños, jóvenes y adultos vulnerables por parte de consagrados y
agentes pastorales. Este muy grave delito deja en evidencia que en algún momento se
deslavó lo más propio del Pueblo de Dios: ponerse al servicio de débiles y marginados
de nuestra sociedad.

Las conferencias generales del Episcopado Latinoamericano han destacado


siempre los rostros y cuerpos de los humillados de nuestro continente. Y la lista es
extensa (DP, 31-39; DSD, 178, 179 § 4; DA 407-430). Estos rostros y cuerpos llagados
nos cuestionan e interpelan, porque reproducen los rasgos ensangrentados de Jesús
debido a nuestro propio egoísmo (DA 393). La Iglesia es la llamada a abrazar a todos
estos cuerpos crucificados, principalmente cuando ella misma, a través de algunos de
sus miembros, contribuyó a herirlos. Aún nos queda pendiente el hacer “más nítido en
Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual,
desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo
hombre y de todos los hombres” (DM, V 15).

Cuando el horizonte es la imitación de Jesús de Nazaret, el camino del servicio y


de la reparación hay que retomarlo cuanto antes y con intensidad. Así lo pide Francisco:
“la mejor palabra que podamos dar frente al dolor causado es el compromiso para la
conversión personal, comunitaria y social que aprenda a escuchar y cuidar
especialmente a los más vulnerables” (Francisco, Carta al pueblo de Dios que
peregrina en Chile, 4).

Como el mismo Jesús se identifica con los débiles, pobres y humillados (Mt
25,31-46), el servicio a ellos “es una dimensión constitutiva de nuestra fe”, por lo que la
opción por ellos está implícita en la fe cristológica. De aquí se deduce –por un lado–
que la adhesión a Jesús “nos hace amigos de los pobres, y solidarios con su destino” y
–por otro– que servir a ellos es servir al Señor crucificado que, en ellos y por ellos,
anhela adquirir los rasgos propios del Resucitado que humaniza y da dignidad (DA, 257,
392-393).

Por esto mismo, el rostro de los humillados es uno de los “lugares teológicos” de
encuentro con Jesucristo. Renovar la Iglesia es volver a prepararla para que encuentre
a Cristo en los débiles y se haga servidora toda ella, todos sus miembros y toda su
institucionalidad. Se dialoga y discierne, por tanto, para animar conversiones
personales y pastorales que nos lleven a una Iglesia pobre puesta a servir en todas las
periferias. Dicho de otro modo, no se puede concebir el anuncio de Cristo sin que sea

16
fuente de un “dinamismo de liberación integral, de humanización, de reconciliación y de
inserción social” (DA, 359).

6. Hacia una cultura de relaciones nuevas y maduras

La irrupción en la propia vida del misterio trinitario por el Bautismo crea nuevas
relaciones entre los miembros del Pueblo de Dios. Ingresar a la comunidad del
Resucitado exige modos novedosos de relación: de “hijos de Dios” (Rom 8,16), de
“hermanos” (1 Cor 1,11) y de hombres y mujeres “santos” (1 Cor 1,2).

Es, en realidad, una revolución del todo original que implica nuevas
disposiciones y conductas. Es decir, una vida resignificada a partir del encuentro con
Cristo y los valores del Reino. Varios de estos valores no dejaban de sorprender en
tiempos de las comunidades paulinas, pues anulaban comportamientos comunes de la
época como la venganza, la preocupación por el honor, el servilismo, la relación
fundada en el poder.

Por esto, cuando afirmamos que las relaciones inadecuadas en la Iglesia por los
errores de pastores y laicos han generado diversos tipos de graves abusos, no nos
estamos refiriendo a un aspecto secundario de la vida cristiana. Estamos hablando de
un aspecto medular: Cristo murió y resucitó para cambiar nuestras relaciones,
haciéndonos “hijos”, “hermanos” y “santos” al regalarnos la vida divina.

Muchas son las causas de los errores e infantilización de nuestras relaciones al


interior del Pueblo de Dios. Una es nuestra negación a anunciar y a vivir el Evangelio
como fuente de humanidad nueva. Cuando los ritos, las normas, los formalismos,
ocupan la atención de pastores y laicos, se olvida la centralidad que tiene la aceptación
de Cristo, el Hijo del Hombre, en la constitución del “hombre nuevo” o “creación nueva”
(Col 3,9-11).

Una cultura de relaciones marcada por la redención de Cristo exige la progresiva


madurez humana de pastores y laicos. Se trata de una exigencia que brota del mismo
Evangelio. Una cultura de relaciones maduras tiene que ser una cultura “que frente al
pecado genere una dinámica de arrepentimiento, misericordia y perdón, y frente al
delito, la denuncia, el juicio y la sanción” (Francisco: Carta al pueblo de Dios que
peregrina en Chile, 6). Para forjar esta cultura, entre otras actitudes, Francisco, citando
a Pablo VI, nos invita a aprender de la piedad popular donde se vive “un nuevo tipo de
relación, de escucha y de espiritualidad que exige mucho respeto y no se presta a
lecturas rápidas y simplistas, pues la piedad popular „refleja una sed de Dios que
solamente los pobres y los sencillos pueden conocer‟” (Francisco: Carta al pueblo de
Dios que peregrina en Chile, 5).

7. En discernimiento comunitario y pastoral

En este tiempo de renovación eclesial, juega un papel importante el que juntos,


desde las diversas comunidades, podamos descubrir lo que Dios nos pide en esta hora
de la historia.

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El Espíritu habla y actúa a través de los acontecimientos de la vida de cada uno,
pero los eventos en sí mismos son mudos o ambiguos, ya que se pueden dar
diferentes interpretaciones. Iluminar el significado en lo concerniente a una decisión
requiere un camino de discernimiento. Los tres verbos con los que esto se describe en
la Evangelii gaudium, 51 – reconocer, interpretar y elegir – pueden ayudarnos a
delinear un itinerario adecuado tanto para los individuos como para los grupos y las
comunidades, sabiendo que en la práctica los límites entre las diferentes fases no son
nunca tan claros.

Reconocer

Lo que estamos escuchando, leyendo, viviendo… cómo comunidad, Iglesia o


sociedad, produce en cada uno de nosotros diversos efectos: una variedad de
«deseos, sentimientos, emociones» (Amoris laetitia, 143). En este momento se busca
reconocer en verdad y autenticidad a lo que cada uno se siente movido, empujado o
atraído. Al mismo tiempo este momento “pide percibir el “sabor” que dejan, es decir, la
consonancia o disonancia entre lo que experimento y lo más profundo que hay en mí”.

En esta fase se hace fundamental la capacidad de escuchar al hermano y a uno


mismo sin miedo o prejucio. Estamos descubriendo lo que Dios está manifestando en
los diversos movimientos al interior de la comunidad, por ello la necesidad de ir
creando la mística de la escucha, donde acoger al hermano y lo que nos pasa se
convierta en una verdadera actitud contemplativa en la convicción de que es Dios
mismo quien nos está susurrando.

Interpretar

Lo que juntos hemos “reconocido”, juntos necesitamos “interpretarlo”. No basta


reconocer lo que se ha experimentado: hay que “interpretarlo”, o, en otras palabras,
comprender a qué el Espíritu está llamando a través de lo que suscita en cada uno y en
cada una de nuestras comunidades.

“Esta fase de interpretación es muy delicada: se requiere paciencia, vigilancia y


también un cierto aprendizaje. Hemos de ser capaces de darnos cuenta de los efectos
de los condicionamientos sociales y psicológicos. También exige poner en práctica las
propias facultades intelectuales, sin caer sin embargo en el peligro de construir teorías
abstractas sobre lo que sería bueno o bonito hacer: también en el discernimiento «la
realidad es superior a la idea» (Evangelii gaudium, 231). En la interpretación tampoco
se puede dejar de enfrentarse con la realidad y de tomar en consideración las
posibilidades que realmente se tienen a disposición”.

En diálogo con el Señor, los miembros de la comunidad buscan confrontarse


honestamente, a la luz de la Palabra de Dios buscando -con la disponibilidad de una
comunidad discipular- ponerse a la escucha del Maestro, que la desafía a poner los
dones y carismas al servicio del Reino de la vida.

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Elegir

El acto de decidir se convierte en ejercicio de auténtica libertad humana y de


responsabilidad personal, reconociendo las acciones que nos llevan a dar continuidad a lo
que Espíritu ya está realizando.

Un elemento importante en el discerimiento pastoral maduro, es que el mismo


sujeto que escoje las acciones es el mismo que discierne. Uno no discirne para otro, o
mejor dicho, en vez de otro. Ir avanzando a una comunidad madura es ir caminando
cada uno, cada comunidad, cada parroquia, cada diócesis para ir escogiendo sus
propias opciones en comunión con el resto de la comunidad eclesial al servicio del
Reino de la vida que el mismo Espíritu va animando.

CONCLUSIÓN

Los momentos de crisis son de revisión, se puede pretender mirar toda la acción
pastoral de la Iglesia en Chile y emprender múltiples caminos de renovación. Una tarea
así es muy amplia y difícil de abordar, se requiere un lúcido discernimiento.

Cuando nos encontramos a dialogar y discernir en estos tiempos de crisis, no lo


hacemos para recuperar el prestigio de la Iglesia. No es por cálculo estratégico ni para
repuntar en las encuestas que procuramos la conversión personal y pastoral.

Lo que está en juego es la voluntad de Dios para su Iglesia y el mundo de hoy y,


por lo mismo, nuestra capacidad de descubrir e interpretar, como Pueblo de Dios, “los
signos de los tiempos” y “las semillas del Verbo”.

El papa Francisco nos invita a soñar. ¿No estarán en juego los sueños de Jesús
de una Iglesia esencialmente trinitaria? ¿De una Iglesia que sea sacramento vivo y
actual de la misericordia del Padre, de la liberación de Jesucristo, y de la paz y el gozo
del Espíritu, particularmente para humillados y pobres?

Hablamos de una Iglesia que se reconoce llagada, y precisamente por ello


enviada a lavar los pies de pobres, desvalidos, víctimas y sobrevivientes de abusos,
invitando a todos a su misma mesa para participar del mismo banquete preparado por
el Cordero. Como el buen samaritano, queremos poner en obra las enseñanzas de
Jesucristo: que nuestras palabras estén refrendadas y respaldadas por nuestro actuar,
nuestro convivir y nuestro testimonio.

“Con Ustedes se podrán dar los pasos necesarios para una renovación y conversión
eclesial que sea sana y a largo plazo. Con Ustedes se podrá generar la transformaci6n
necesaria que tanto se necesita. Sin Ustedes no se puede hacer nada. Exhorto a todo

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el Santo Pueblo fiel de Dios que vive en Chile a no tener miedo de involucrarse y
caminar impulsado por el Espíritu en la búsqueda de una Iglesia cada día más sinodal,
profética y esperanzadora”
(Francisco, Carta al pueblo de Dios que peregrina en Chile, 7)

3 de enero de 2019.

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