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Trabajo práctico: Ciencia ficción

Actividades

1. Leer y subrayar lo importante.

2. Colocar subtítulo a cada párrafo

3. Leer "El peatón" de Ray Bradbury, y "La zona de influencia" de Pablo de Santis

4. Explicar en cada caso las características y los temas del género que ha podido observar. Marcar
en el texto una cita que sirva de ejemplo.

5. Pensar (y escribir) una situación ficticia en la que intervenga alguno de los de los elementos la
ciencia ficción.

¿Qué es la ciencia ficción?

La ciencia ficción es un subgénero de la literatura de ficción, cultivado a partir del siglo XX en diversos
soportes impresos y con distinto público y margen de aceptación, cuyo principio radica en la creación de
relatos especulativos en torno al impacto de la ciencia y la tecnología en la vida del ser humano

Tradicionalmente se piensa la ciencia ficción como un género que sueña con los mundos futuros y con
capacidades tecnológicas venideras, consideración que hace al género depender enormemente de una
capacidad adivinatoria, como la que se atribuye a Julio Verne, escritor que predijo los viajes en globo y
en submarino en sus novelas de aventuras

Sin embargo, la propuesta de la ciencia ficción es mucho más compleja. El abanico de temas que suele
interesarle va desde futuros distópicos y sociedades futuras, hasta mundos paralelos, robots, viajes
interestelares o en el tiempo, realidades virtuales, culturas alienígenas o dilemas físicos de la realidad
conocida. Cualquier tema que plantee un relato ficcional sostenido en la extrapolación (exageración,
suposición, teorización) del discurso de la ciencia y la tecnología puede pertenecer a este género
narrativo.

Los autores de ciencia ficción han cultivado profusamente el género del cuento y de la novela, si bien es
posible hallar obras inscritas en este género en los medios del cine, la animación, el cómic y los
videojuegos. Esto se debe a la enorme popularidad que el género ha adquirido desde mediados del siglo
XX hasta principios del XXI, convirtiéndose así en uno de los imaginarios populares más en boga y más
explotados comercial y artísticamente.

Origen de la ciencia ficción


Si bien existen obras literarias muy anteriores a la creación del género pero que bien podrían
considerarse sus antecesores, como Frankenstein de Mary Shelley, las obras de Julio Verne, e incluso los
mitos del Golem judío y algunos relatos de La Biblia, se estima como inicio de la ciencia ficción a los
inicios del siglo XX.

En particular las décadas entre 1920 y 1930, en las cuales la gran depresión económica impulsó la
necesidad en las generaciones jóvenes del consumo de relatos escapistas, fantásticos, que les
permitieran adentrarse en otras realidades paralelas y escapar a la propia. Así nacen las primeras
revistas de historietas que popularizan el género, como Amazing Stories de Hugo Gernsback.

Este origen explica el aura de desprecio y marginación con que se pensará el género en adelante,
asociándolo con literaturas escapistas y populares de baja ralea. Sin embargo, en los años siguientes
autores del calibre literario de Isaac Asimov, Robert Heinlein y Arthur C. Clarke cultivarán la novela y el
relato de ciencia ficción con gran mérito artístico.

Otros autores que confirmaron el lugar de este género especulativo en la literatura universal fueron
Phillip K. Dick, Ray Bradbury, Stanislav Lem, e incluso Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.

Características de la ciencia ficción

En líneas generales podemos identificar la ciencia ficción como un género caracterizado por:

 Aunque hay poesías de ciencia ficción, es un género que tuvo mayor expresión en la narración
en prosa que puede ir desde cuentos breves a extensas novelas.

 El discurso científico y tecnológico es utilizado como excusa y medio para reflexionar respecto a
la realidad, el tiempo, la vida, la muerte y otros asuntos trascendentales de la humanidad.

 Suele tener cierto margen de predicción tecnológica debido a que este género indaga en los
sueños y fantasías de la humanidad que la ciencia se empeña en hacer realidad.

Ejemplos de ciencia ficción

Algunos ejemplos de obras literarias de ciencia ficción son:

 Yo, robot de Isaac Asimov;

 Cita con Rama de Arthur C. Clarke;

 Crónicas marcianas de Ray Bradbury;

 Soy leyenda de Robert Matheson;


 La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares;

 Neuromancer de William Gibson.

Elementos de la ciencia ficción

Si bien cada autor del género aborda con libertad sus preocupaciones e intereses, es posible trazar
algunos de los motivos recurrentes del género en una serie de conflictos:

 La inventiva humana. El desarrollo de tecnologías novedosas que ponen en riesgo la estabilidad


de la vida como la conocemos, o que impactan de manera catastrófica o injusta o moralmente
retadora en la manera en que las sociedades se organizan, como la biotecnología, los viajes en
el tiempo, etc.

 La aventura espacial. La exploración del universo y las consecuencias positivas, negativas y


sorprendentes que ello conlleva, como el contacto con culturas extraterrestres, la formación de
gobiernos galácticos, el encuentro con los orígenes del universo, el encuentro con Dios.

 Fenómenos naturales imprevistos. La utilización de la ciencia y la tecnología como aliadas del


hombre en la lucha por preservar su hogar o por huir de la extinción a manos de fuerzas
naturales impredecibles e indetenibles.

 La inteligencia artificial. La robótica y la exploración de la inteligencia artificial, con todas las


interrogantes éticas y morales que conlleva, cuando no el enfrentamiento entre el ser humano
creador y su creación.

La zona de influencia, de Pablo de Santis

Tardé cuatro horas en llegar a la casa del doctor Sáenz. Después de salir de la autopista tomé un camino
lateral en la dirección equivocada y anduve varias horas perdido. Había trabajado con él dos años atrás,
cuando aparecieron los primeros casos de la enfermedad. Ahora el mismo doctor Sáenz, que había
recorrido el país para conocer los casos y completar la más completa descripción del mal, estaba
enfermo.En aquella época todavía no se sabía cómo se producía el contagio.

La casa mostraba esos ligeros signos de deterioro, que aislados son insignificantes, pero reunidos
conducen a la ruina. A pesar de haberlo tratado casi diariamente, no sabía nada de su vida. Sáenz era
uno de esos científicos que dejan en claro, apenas uno los conoce, que su verdadera identidad está
puesta en el trabajo, y que todo lo demás es sólo una apariencia que es mejor ignorar.
Había olvidado cargar combustible y el tanque estaba casi vacío cuando me detuve frente a la casa. En
una de las ventanas del segundo piso se asomó una muchacha. Aún antes de haberla mirado
detenidamente supe que era hermosa; tenía esa clase de aura que se impone inclusive a la lejanía y la
distracción. Lllevaba un anticuado vestido azul.

No me abrió la puerta la muchacha, como hubiera deseado, sino la esposa del médico. Recordé haberla
visto en un congreso, pero ella no se acordaba de mí. Como algunos periodistas se habían acercado a la
casa, mostró reservas para hacerme pasar y sólo aceptó cuando le hablé del trabajo que habíamos
hecho en común con su marido.

Me hizo sentar en un sillón y me sirvió un café en un pocillo que tenía una rajadura. Pensé que quería
examinarme antes de permitirme ver al enfermo, pero en realidad sólo tenía necesidad de hablar.
Conversamos de conocidos comunes y de las ventajas de vivir en la zona, todavía libre de edificaciones.
Cuanto más tratábamos de ignorar la enfermedad, más invadía la conversación, y aún los comentarios
triviales parecían metáforas del mal. Le pregunté cómo estaba su marido, si había mejorías.

-Ninguna. Con cada cosa que aparece, él se debilita más y más.

-¿Son objetos reconocibles?

-Casi siempre, sí. Algunos parecen a medio terminar.

-¿Inanimados?

La mujer vaciló. Quería responder otra cosa, pero dijo:

-Sí, siempre. ¿Otro café?

Fuimos a un cuarto apartado de la casa. La mujer golpeó antes de entrar y dijo mi nombre. Se oyó una
voz débil. Aún así la voz sonó investida del poder.

Sáenz estaba consumido. Los brazos, con las venas marcadas, mostraban señales de pinchazos inútiles.
Tenía los ojos clavados en el cielorraso. Al principio no distinguí nada: parecía hiedra o telaraña.
Después vi los objetos envueltos en los hilos repulsivos: una tijera, una fotografía de gente sin rostro,
una rosa que crecía hacia abajo. Había muchas otras cosas sin terminar. En general los objetos eran más
chicos que los originales. También invadían la alfombra. Caminé con cuidado para no pisarlos.

-¿Es una visita social o profesional?

-Hace tiempo que no sé cuál es la diferencia. ¿Le hicieron un pronóstico?

-Puedo sobrevivir tres meses. La nueva droga que estábamos probando fracasó.

Reduce la formación de objetos pero no mejora al paciente. Provoca extrañas malformaciones. Las cosas
se materializan gastadas, rotas.
Miré a mi alrededor. Había cosas en el piso, junto a la cama, pero no mucho más allá. Cubrían un radio
de tres metros. Hasta poco tiempo atrás no se conocían casos de más de dos. El mal agrandaba su zona
de influencia.

-¿Reconoce los objetos? -pregunté.

-Algunos. Otros no. La enfermedad saca sus modelos de rincones remotos, de cosas que vimos al pasar.
Estoy cansado, doctor.

-¿Y la voluntad?

-No funciona. Intenté, pero no pude modelar nada. Si me dejan elegir, materializo la hoja de una
guillotina y con un último esfuerzo, la hago caer.

Le costaba reír.

-Algo me consuela: me toca morir en una época en la que somos una curiosidad, una aberración, pero
no un peligro. Pero pronto la zona de influencia crecerá. Modificaremos áreas más vastas. La
enfermedad sólo tiene dominio sobre lo inanimado, pero no está lejos el día en que actúe sobre los
otros. Usted mismo, ahí sentado, tratando de disimular la piedad, podría sufrir una transformación.
Entonces tendrán que deshacerse de los contagiados. Al primer síntoma, una ejecución.

Recogí del piso un pequeño libro infantil. Los libros eran poco comunes. Había algunas palabras escritas
y unas pocas ilustraciones de mediados del siglo XX.

-¿Lo lleva para fotografiar? Tiene que hacerlo rápido. Apenas un objeto sale de la zona de influencia se
empieza a deshacer. Mientras esté en la casa las cosas mantienen su forma, después se convierten en
ceniza.

Me llevé el libro de la habitación. Iba a hacer la prueba de sacarlo de la casa pero lo dejé. Me sentía un
intruso. En el fondo del pasillo vi a la chica del vestido azul. Pensé que me abriría la puerta, pero se fue.
Era una actitud común en los parientes: cansados de la brusca aparición de los objetos, se dedicaban a
desaparecer de improviso. A la invasión le oponían la huída.

Durante los meses siguientes visité a Sáenz cada quince días. El quería que yo hiciera un seguimiento
exhaustivo de la enfermedad. El hecho de saber que en la casa estaba la muchacha, y no sólo el horrible
proceso de destrucción, aligeraba mis visitas. A veces la veía por la ventana; otras en el fondo de la sala,
frente a una taza de té que se enfriaba, siempre con su vestido azul. Alguna vez le hablé a Sáenz de su
hija, pero no le dio importancia: la enfermedad era su único tema.

En junio Sáenz entró en agonía y su esposa me llamó al hospital para pedirme que fuera rápido. Una
congestión en la autopista me demoró más de lo acostumbrado. Me pareció que todos esos autos eran
convocados por mis deseos secretos de llegar tarde y no tener que enfrentarme al moribundo. Pensé en
la chica del vestido azul, para aligerar ese viaje que una vez más -como en todos los casos que había
conocido- me llevaba hacia la derrota.
Cuando llegué, el médico ya había muerto. Su esposa dudaba un poco del carácter definitivo de la
muerte, no por dolor ni por sorpresa, sino porque la enfermedad la había acostumbrado a tal punto a la
extrañeza, que la resurrección le hubiera parecido un milagro trivial. Me hizo pasar al cuarto del fondo.
No quedaba ningún objeto, se habían convertido en cenizas que ahora se extendían sobre la cama y el
cuerpo. Con la muerte del dios, las cosas creadas se apagaban. Sólo la mano derecha había quedado
fuera de la capa gris, crispada en un gesto que parecía una orden.

Abrí las ventanas. La casa ya estaba libre de la enfermedad y de la barrera que había impuesto entre
nosotros: ahora podía buscar a la chica del vestido azul. Pensaba consolarla: consolarla de su dolor y de
su alivio. Le pregunté a la viuda por su hija, y respondió que nunca habían tenido hijos. Recorrí en vano
cuartos y pasillos, hasta encontrar, en un rincón del comedor, la taza rota, el té derramado y la ceniza.

El peatón, de Ray Bradbury

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera
de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los
silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo
de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero
realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y
una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de
ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de
luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse
en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían
unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que
sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear
de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír
el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el
paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto.
Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como
un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve
invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas
otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al
pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
_Hola, los de adentro _les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras_ ¿Qué hay esta noche en el
canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería
de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el
campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una
llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda,
sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

_¿Qué pasa ahora? _les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera_ Las ocho y media. ¿Hora de
una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un
comediante que se cae del escenario?

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y
siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya
bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros,
nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se
sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos
corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora
estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un
coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca.
Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

_Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

_¡Arriba las manos!

_Pero... _dijo Mead.

_¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes
sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas
policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había
necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

_¿Su nombre? _dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
_Leonard Mead _dijo.

_¡Más alto!

_¡Leonard Mead!

_¿Ocupación o profesión?

_Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

_Sin profesión _dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

_Sí, puede ser así _dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas,
pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente
estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba
realmente.

_Sin profesión _dijo la voz de fonógrafo, siseando_ ¿Qué estaba haciendo afuera?

_Caminando _dijo Leonard Mead.

_¡Caminando!

_Sólo caminando _dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

_¿Caminando, sólo caminando, caminando?

_Sí, señor.

_¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

_Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

_¡Su dirección!

_Calle Saint James, once, sur.

_¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

_Sí.

_¿Y tiene usted televisor?

_No.

_¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

_¿Es usted casado, señor Mead?

_No.

_No es casado _dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

_Nadie me quiere _dijo Leonard Mead con una sonrisa.

_¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

_¿Sólo caminando, señor Mead?

_Sí.

_Pero no ha dicho para qué.

_Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

_¿Ha hecho esto a menudo?

_Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

_Bueno, señor Mead _dijo el coche.

_¿Eso es todo? _preguntó Mead cortésmente.

_Sí _dijo la voz_ Acérquese. _Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió
de par en par_ Entre.

_Un minuto. ¡No he hecho nada!

_Entre.

_¡Protesto!

_Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla
delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en
el coche.

_Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en
miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada
blando.

_Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... _dijo la voz de hierro_ Pero...

_¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese
informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

_Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas,
lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras.
Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida
en la fría oscuridad.

_Mi casa _dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las
aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de
la helada noche de noviembre.

FIN

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