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dirección
Juan Carlos Maldonado
Impreso en Argentina
Printed in Argentina
El p a ís d e l h u m o
Alción Editora
A H. A, Murena
El país deí hum o - 9
E n la m ontaña
U n a n u e v a c ie n c ia
G e o r g e t t e Y EL GENERAL
C o sa s d e l a v id a
E l h o m b r e e n l a a r a u c a r ia
Un secreto
E l c a s o d e l a s e ñ o r a d e R ic c i
E lla
Fa se s d e la L u n a
U n cam alote
D o m in g o A n t ú n e z
L a s t r e in t a y t r e s m u j e r e s d e l
E m p e r a d o r P ie d r a A z u l
Yo me glorío de su gloria.
Repito, para que el viento lleve:
Dos mil quinientas leguas de confederación.
Dos mil lanceros.
Cuatro caballos por lancero.
Así se cuenta la grandeza de un rey.
Yo camino, pesada de grandezas.
¿Por qué me montó una sola vez?
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El marqués murmuró: La calesa está atada. Madame,
sólo nos resta huir. Ella levantó el antifaz. Sus pupilas
celestes eran adiós. Deslizó entre sus manos una sortija
con un sello.
No puedo recordar cómo seguía...
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Me entregué al misterio.
¿Qué era?
Un camino de tiniebla
hacia una tierra que quizá no existe.
Soy fiel. Persevero.
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L a s RATAS
P e r p l e j id a d e s
¡P e r o e n l a i s l a !
U n césped
oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los pájaros,
porque encontraban buena comida. Y a los insectos por
que era una selva de refugios.
Atraía a los dueños de perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de olor, de
hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban las
correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si mujeres,
iban torciéndose los tacos de los zapatos. Los perros suel
tos y los perros atados se encontraban, gimiendo. Los
libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír gritar sus
nombres.
Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se
han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío cae
sobre el césped. El hollín resbala. Cada pasto guarda una
gota.
Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando, susurrando,
mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la
boca.
Un día, el intendente municipal recorrió todos los jar
dines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey
había anunciado su visita.
Llegaron ios jardineros.
Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a
oeste.
Y el pasto que moría cantó.
Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín que
baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los enamorados.
Las luces del semáforo. Los vendedores de helados. Los
insectos. Los perros atados y los perros desatados. Y los
dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de
café. Los niños crecidos y los que aprenden a caminar. El
rocío, el humo de los autos, la lluvia.
Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.
1 1 8 - Sara Gallardo
W h it e G l o r y
E se
D iv isa
El mundo es mi enemigo.
Cómo empecé: vendiendo los cubiertos de mis padres.
Hubiera vendido sus corazones aquel día.
Por desgracia, siempre se va de poco a mucho. Ojalá
fuera de mucho a más. Por eso borraré la insulsez de los
autos robados, las carreras por azoteas y comisas. No hay
tontería de novato que interese.
Ex estudiante de leyes, me divertí en lograr condenas
cortas. La cárcel a los hombres no hace mal, dice un
tango. Por cierto. Me deparó amistades.
Lo mejor fue después, y lo mejor es siempre inexpre
sable. Mis bandas, mis mujeres -la primera, la fiel, enlo
queció de soportar temores-, mi avión.
Cada peligro me nutre para siempre. Y me he nutrido.
Paso de fronteras, diamantes. En Brasil escaseó el
combustible, volé llevando tanques de nafta que rebalsa
ban sobre el piso. Volar sobre una bomba ¿sabe usted algo
de eso?
Enemigo mío, mundo.
Es la hora. La que busqué, la verdadera. Como un
ciclón, las ametralladoras, los vidrios y las caras estallan
do ante mí, un compañero muerto a cada lado, el mundo
es mi enemigo, yo gritando, acribillado, deshecho, entu
siasmado al fin, tranquilo.
130 - Sara Gallardo
NÉMESIS
R ojo
Pa l e r m o
A m ano
Eric G u n n a r d s e n
A Gui.
foto, tiró los pedazos bajo la mesa. Por lo demás -al arqui
tecto- reproducir todo, balaustrada por balaustrada, fuen
te por fuente, árbol por árbol.
También levantó la mirada ante la presencia de la
mujer del pastor. Tampoco la reconoció. En su idioma,
ella balbuceó, el cumpleaños de) rey, traía el armonio. Él
pareció no comprender. De pronto se echó hacia atrás,
soltó la carcajada.
La mujer entendió: había sido una burla. Pero sintió
felicidad porque él reía.
En el tren la señora se acostó. Para evitarle la presen
cia del camarero, la mujer del pastor recibía los platos.
Eric Gunnardsen se había sentado a los pies de su herma
na. Para que no los comprendiera, o tal vez por costum
bre, hablaban en italiano. Algo comprendía.
Ella había llegado esa mañana, sus baúles llenaban los
camarotes. La mujer del pastor había tenido que abrir uno
para cambiar las sábanas del tren, para extraer el almoha
dón cubierto de raso opalescente como los hombros que
descansaban sobre él. Eric Gunnardsen apoyaba la nuca
en la ventanilla.
Estudiante, la mujer del pastor vio en un museo unos
cubiertos de oro y nácar. Encontraba una analogía entre
esos cubiertos y Eric Gunnardsen a no ser por algo, como
la sensación que dan en la mano los anzuelos de pesca.
Una congoja.
¿Cómo están todos allí?, preguntaba él, sonrisa burlo
na. Ella describía una ceremonia. Bajo los pinos un altar,
guirnaldas de frutas en las puertas. Tan fea, la pobre
prima, bucles rojos, velo de tul. Emocionante, comentó él,
como la boda de ella. La mujer notó el rubor sobre el
almohadón de raso. No, balbuceó la señora, ella se había
casado en Copenhague.
Se apresuró a continuar:
El país del hum o - 141
L a ca sta del S ol
C r i s t ó b a l , e l g ig a n t e
C alle C angallo
U n bordador
C h a c a r it a
S e ñ o r a M ú s ic a
J. M . K a b i y ú F e c it I n Y t a p u á , 1 6 1 8
F lores bl a n c a s
Ta c h ib a n a
drillas que arreglan las vías, las zorras solían lanzar pullas
a los trenes puestos a morir. Como carecen de ventanillas,
de puertas, y para decirlo de una vez, de todo, no les
inmutaba ver arrancadas de los trenes las celosías que
podían bajarse sobre los vidrios y tamizaban la luz. El
polvo desplegaba ceremoniales tan preciosos en las esca
linatas de luz y sombra creadas por esas persianas en el
aire de los vagones, que un viaje de siete horas podía
pasar en un soplo para un viajero atento. No podía doler-
les tampoco a las zorras ver rotos los cristales de algunas
puertas que conservaban dibujos ahumados e iniciales
ferroviarias correspondientes a épocas en que el adorno se
consideraba uno de los placeres obligatorios de la vida.
Rápidas y desfachatadas y sin bienes que perder, se afa
naron en la difusión del motín, en la ubicación de ciertas
locomotoras, en llevar y traer noticias.
Por esos días, algunos vagones fiieron incendiados
cerca de Constitución. El objeto era aprovechar el hierro
y el acero. Ustedes los han visto. Una impresión criminal.
No pudo pasar en estaciones más alejadas, donde los pai
sanos empobrecidos por la falta de trenes ni pensaron en
sacar asientos o un espejo para sus ranchos.
No se sabe mucho de nada, pero sí que el lugar de la
asamblea fue una estación de la línea abandonada que va
a Magdalena.
Era un buen lugar. Por la soledad y como símbolo.
Allí sigue. Quien quiera, puede ir a mirar. Cardos,
viento, un galpón en las estaciones solitarias. Por la
manga donde las vacas se embestían alzando las cabezas
para subir a los vagones pasa el aire, o pasa una golondri
na si tiene ganas y es verano, o quizá los murciélagos feli
ces del atardecer. Me gustaría pasar a mí, si volara; no de
otro modo. En la boletería se mueve un cartel. Una puer
ta se abre, se cierra, hace latir el corazón, pero no es nada,
E l país del hum o - 177
A mor
Escribía un diario:
Cuándo rondaba el joven, cuándo pasaba en la zorra
con sus compañeros, cómo hacía para mirarlo sin que la
viera.
Guardaba el diario en el valijín, cerraba el valijín con
una llave que parecía de oro.
Un día anotó:
Rosa trajo un recién nacido, lo dejó en la balanza de
cargas mientras se ocupaba de los tarros. Sin pelo y rojo.
Una vergüenza. Un asco, y lo odio.
En los desiertos se sabe todo. Las rondas del joven por
la estación se habrán notado. Porque Rosa empezó a mirar
la ventana de la hija del jefe. Detrás de la persiana, la hija
del jefe la miraba.
Después vino la gran lluvia. Se sabe, no hubo tiempo
más triste.
Cuando empezó, nadie se preocupó. Pero a la hora de
abandonar las casas... La extensión verde se había vuelto
azul.
El jefe de estación tuvo que mudar la familia a la ciu
dad, pero, delante del tren, la hija se negó. Como dos
pajaritos que aletean ante una reja los padres repetían:
¿por qué? Porque iría en el tren del día siguiente. Acos
tumbrados a obedecerla, obedecieron.
Eila tenía un motivo. El joven había dejado de rondar
la estación. Si se quedaba sola, ¿no aparecería? Ya no
pensaba más que en él.
Pero no hubo tren del día siguiente.
La radio dijo que habían desbordado los ríos. La hija
del jefe de estación quedó sola en la estación.
C r is t o f e r o s
R e flejo so b r e e l a g u a
V a p o r e n el espejo
E n la Puna
Ju l ia n o S t a m p a
A. R. J.
A g n u s D ei
Ja r d í n d e l a s M e r c e d e s
U n s o l it a r io
A H.A.M.
En la montaña 9
Una nueva ciencia 21
Georgette y el general 27
Cosas de la vida 33
El hombre en la araucaria 53
Un secreto 55
El caso de la señora de Ricci 58
E n el desierto
Ella 65
Fases de la Luna 67
Un camalote 79
Domingo Antúnez 80
Las treinta y tres mujeres del Emperador Piedra Azul 82
En e l j a r d ín
Las ratas 99
Perplejidades 107
¡Pero en la isla! 108
Un césped 116
White Glory 118
La carrera de Chapadmalal 124
Ese 125
Puñales
Divisa 129
Némesis 130
Rojo 131
Palermo 132
A mano 134
Eric Gunnardsen 135
Dos ALAZANES Y CÍA.
T area s
Calle Cangallo
Un bordador
Chacarita
Señora Música
J. M, Kabiyú Fecit In Ytapuá, 1618
Flores blancas
Tachibana
T renes
D estierros
Cristoferos
Reflejo sobre el agua
Vapor en el espejo
En la Puna
Juliano Stampa
A. R. J.
Agnus Dei
Jardín de las Mercedes
Un solitario
El país del humo
de
Sara Gallardo
se
terminó de imprimir
en
octubre de 2003
Córdoba - Argentina