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IMAGEN, REPRESENTACIÓN Y NEOFASCISMO.

Introducción

Uno de los aspectos más interesantes del pensamiento bergsoniano, en lo que hace a su
conceptualización de la imagen, que implica también al afecto y la intuición, radica en
sus posibilidades de aplicabilidad para pensar la política de hoy. Es que, en su
utilización del término “imagen”, Bergson brinda un sentido más amplio y preciso de
aquel que es habitual en nuestra contemporaneidad. Bergson es sagaz al decir que “el
conjunto de las imágenes no nos da la imagen”. Es porque la imagen siempre puede ser
pensada desde otro lugar que no es el meramente visible y cuantificable. El conjunto
cuantitativo de las imágenes- representación no es capaz, nunca, de alcanzar esa otra
cualidad que solo se da en y por la imagen. Vivimos en una época donde la sumatoria
de las imágenes nos desborda por completo. Nunca, en la historia de la humanidad se
asistió a tal proliferación de representaciones. Sin embrago, estamos muy lejos de vivir
en una cultura de la imagen. Por el contrario, vivimos cada vez más en una cultura del
tópico, en una cultura de la opinión común cristalizada por el lenguaje y la
representación cliché. Pareciera que una filosofía crítica de la imagen dista mucho
todavía por advenir. ¿Cómo ir desde la imagen subjetiva más profunda a las
articulaciones políticas imaginarias que determinan en gran medida nuestro existir
social? Asistimos cada día a la potencia de todas las formas reactivas conservadoras y a
la entronización del fascismo como psico- mecánica del pensamiento. Porque el
fascismo no es otra cosa más que eso, una mecánica del pensamiento, pero que como
tal, posee una historia determinada y determinante. Todo esto plantea interrogantes
precisos en tanto y en cuanto presentimos que existe una relación intrínseca entre el uso
que hacen estos movimientos radicales de las nuevas tecnologías de la imagen en la
conformación de nuevas configuraciones de instancias fantasmáticas a nivel social que,
lógicamente, inciden a nivel personal. Pero, ¿cuáles son y, cómo se plantean dichas
relaciones?, y mejor aún: ¿Cómo definir al fascismo en su relación orgánica con la
imagen? Veremos, veremos… Podremos, ¿podremos?

La pregunta por la imagen

Partamos, en principio, de plantear algunas definiciones operativas


según el clásico texto clásico de C.K. Ogden y I.A. Richards, “El significado del
significado”, es decir, una definición que sirve para relacionar ideas y que no busca
definir ninguna esencia, para ver luego ver cómo las articulamos con el orden de lo
político. La imagen, en el sentido de Bergson, es lo opuesto a la representación, tal
como se la entiende habitualmente. Aquí tendríamos que tributar una diferenciación
entre el “simulacrum” aportado por Lucrecio y la palabra “Representación” con la que
se lo traduce habitualmente. El simulacro es la noción utilizada por Lucrecio para
oponerse a la Imagen justa de Platón. Esta Imagen (así, con I mayúscula) justa y
Verdadera, es lo opuesto a la Representación, pura ilusión, lo falso, lo carente de
potencia. Mientras que Platón llama a alejarse de los “falsos pretendientes”, de los
simulacros que no poseen potencia alguna en tanto y en cuanto son lo opuesto a la
verdad, es la potencia del simulacro justamente lo que se rescata en Lucrecio,
subvirtiendo todo platonismo. Lucrecio, y antes, por supuesto Epicuro y los estoicos,
emprendieron la dura tarea de producir una inversión del platonismo que estamos muy
lejos de haber concluido y que el pensamiento contemporáneo, con Nietzsche, Bergson
y Heidegger a la cabeza, supieron prolongar. En ese sentido, el del simulacro, la imagen
tiene un efecto devastador sobre la Imagen, sobre la Imagen justa. El simulacro
inaugura la necesaria mentira para la vida. Implica directamente otro estatuto de lo
mental que ya no confía en la idea objetiva, clara y distinta. Restaura la potencia al
simulacro, restaurar la plena potencia de lo falso, he allí la labor del cine y del arte en
general. Lo cual implica restaurar la potencia de la vida.

Nietzsche, adelantando los siglos XX y XXI, señalaba el hecho de


que: “Tenemos necesidad de la mentira para triunfar sobre esta realidad, sobre esta
“verdad”, es decir, para vivir…Que la mentira sea necesaria para vivir forma también
parte de ese carácter terrible y dudoso de la existencia.” (Conf.: F. Nietzsche:
“Voluntad de poder”). La verdad del platonismo, es decir, de la Iglesia Católica, del
Estado Moderno, del nihilismo contemporáneo, debe ser subvertida encontrando en lo
“falso”, en el simulacro, poda una potencia de creación de sentido, una real “voluntad
de poder” que arrebata a la Imagen justa su lugar de Poder / Verdad. Se trata de extraer
intensidades y potencias más allá de la lógica, de la razón y del orden discursivo
ilustrado para volver a obtener una forma indisimulada de poder afectivo.

Pero, por otro lado, en el sentido más convencional del término, la


palabra Representación todavía sigue evocando la idea de re- presentar, de volver a
presentar algo. Con lo cual, se instaura todo un universo simbólico productor de sentido
a partir de la materialidad del signo y del dispositivo utilizado para re- presentarlo. La
representación necesita de una materialidad externa al sujeto. Se instaura en un espacio
que es extrínseco a él, a su subjetividad, y desde allí opera su neurosis. Por lo pronto,
para nuestros fines, bástenos acordar operacionalmente que la imagen es una polaridad
opuesta a la representación. Una intensidad imaginativa que no cesa, que no puede, ser
abarcada, ni doblegada en forma alguna por cualquier representación, esto es, por la
forzada puesta en sentido de la imagen.

La imagen es ese resto de cualidad que escapa a toda palabra, a todo


discurso, a cualquier puesta en escena, a todo trazo, a toda materialidad. La
imaginación, aquello que Kant reclamaba como salto del método para posibilitar la
creación de lo nuevo, posee en su centro no en otra cosa que la imagen. Y la imagen, lo
sabemos intuitivamente, no puede agorase, mucho menos, en la enunciación. Por lo
tanto, en lo que aquí postulamos, incluso siguiendo tangencialmente a Heidegger, es una
verdadera metafísica de la imagen como opuesta a toda representación. Dicho de otra
manera, la imagen, en tanto facilitadora del arte, constituye una verdadera metafísica de
la vida. Pero la vida no se reduce a la mera existencia en tanto animal o vegetal. La vida
es aquello que escapa a todo juicio según la interesada asignación de valores ideales
siempre más altos, más elevados que la vida misma (Cf.: “Más allá del bien y del
mal”). Se trata del falso nihilismo que ha sustituido los valores de Dios, pecado y
redención por otros no menos peligrosos, como los de Patria, Estado o Mercado desde
los cuales se juzga constantemente el valor de la vida. La vida, en tanto imagen, es
siempre una nueva y diferente interpretación, por lo tanto, es la vida en tanto
multiplicidad. “La realidad, que es en sí misma un aparecer, es llevada por el arte al
aparecer más profundo y elevado en el comparecer de la transfiguración. Si lo
«metafísico» no significa otra cosa que la esencia de la realidad, y esta reside en al
parecer, comprendemos ahora la frase que cierra el capítulo sobre el arte en “La
voluntad de poder” (n. 853): “el arte como la tarea propia de la vida, el arte como
actividad metafísica de la vida…” [Cf. “La voluntad de poder como arte”, Libro IV de
“La voluntad de poder”]”, (Cf.: Martin Heidegger, “Nietzsche”).

Todo lo anterior no significa, para nada, que renunciamos a una


perspectiva materialista o incluso racionalista de la vida. Todo lo contrario. Demócrito,
Epicuro y el citado Lucrecio nos precedieron hace tiempo por el camino de ver a lo
metafísico como lo realmente material al tiempo que es también imagen. Siempre se
trata de verificar los límites de todo pensamiento: si el materialismo, o su hijo tonto, el
realismo, cubriera todo el espacio de la experiencia sensible, se tornaría tan o más
idealista que cualquier religión. En forma intuitiva, o no, esto lo sabían tanto Mussolini
como el Dr. Goebbels en su amor desmedido por una forma de realismo que no cesaba
de evocar valores morales espirituales intangibles. Su tema era la percepción.

Nuevamente Bergson viene en nuestra ayuda al situar al cuerpo como


centro de determinación frente al flujo constante de materia y memoria, de materia e
imagen. Por citar solo una de sus frases más conocidas: “Digáis que mi cuerpo es
materia, o digáis que es imagen, poco importa la palabra. Si es materia forma parte del
mundo material, y el mundo material, por consecuencia, existe alrededor de él y fuera
de él. Si es imagen, esta imagen no podrá ser más de lo que allí se hubiera puesto, y
puesto que es por hipótesis, la imagen de mi cuerpo solamente, sería absurdo querer
sacar de ella todo el universo. Mi cuerpo, objeto destinado a mover objetos, es, pues,
un centro de acción, no podría hacer nacer una representación.” (Cf.: H. Bergson,
“Materia y memoria”, cap. I). Ahí tenemos ya planteadas varias cuestiones
interesantes. Primero, asistimos a la superación bergsoniana del dualismo materialismo /
idealismo, cuerpo/ alma, objetivo / subjetivo, materia / espíritu.

En efecto, en contra de todo binomio, par o dualismo, en Bergson se


erige un continuum entre un elemento y otro, entre la materia y la imagen, entre la
materia y la memoria. Este puente que se traza no tiene a la represión (sexual) como su
circunstancia fundante. Por el contrario, se trata de un continente mayor, infinito,
cósmico, la memoria, el estrato sustancial del inconsciente bergsoniano. Pero él advierte
también que mi cuerpo no podría hacer nacer una “representación”, es decir, un
ordenamiento significante y un otorgamiento de sentido de todo el universo. Y esto es
muy interesante. La representación, entonces, implica un otorgamiento de mundo, de
universo al redor y para la imagen. El cine no sólo fue capaz de crear imágenes
indelebles, etéreas y eternas, sino que también, por la vía tensional de la representación,
las doto de un mundo, de una realidad semiótica: El montaje. El montaje es el modo en
que el cine devino narrativo imponiendo, según cada escuela, un modelo de
pensamiento. Sólo hay, en verdad, cuatro escuelas de montaje, es decir, cuatro escuelas
de pensamiento: la orgánico- activa del cine norteamericano, la dialéctica del cine
soviético de la década del veinte (opuesta al llamado realismo socialista soviético), la
escuela extensiva francesa y la escuela intensiva alemana. Las cuatro implican un
acordonamiento del movimiento al imponerle un concepto que le es previo. El montaje
ya es un tipo de psico- mecánica que compone una imagen de pensamiento que cubre
todo el orden del cosmos, es decir, de lo pensable. Es esta mecánica de la
representación, en tensión y alrededor de la imagen, la que nos ocupa aquí.

Por ejemplo, es en un universo planteado como sistema dualista de


oposiciones: Blanco y Negro, Bueno y Malo, Mal y Bien, etc., este tipo de relaciones
psicomecánicas dependen de un proceso de individuación previo de elementos opuestos.
Desde antes de Griffith, y después de él, hasta la actualidad, el montaje orgánico- activo
opera a partir de la sinergia que le brinda la oposición dualista de elementos
orgánicamente dispuestos. Pero esto no es simplemente un rasgo formal. Por el
contrario, constituye toda una elaboración y caracterización de lo mental que progresa,
se pone en movimiento, gracias a la estigmatización idiosincrática del pensamiento
concebido como sistema de oposiciones que pivotea fundamentalmente sobre la radical
oposición entre el orden de lo normal frente al orden sintomático. El síntoma, infinito,
polimorfo, es el signo que designa la prolongación del montaje psicológico- psiquiátrico
biologista de la escuela anglosajona. El DSM, en ese sentido, sería el compendio de la
aplicación de un montaje orgánico- activo en el orden del discurso- poder de la
psiquiatría, por ejemplo.

Así planteadas las cosas, resumamos: La imagen es el costado virtual,


oscuro de la representación actual. Representar algo implica poner al pensamiento en un
orden de legalidades predefinidas que se caracterizan, generalmente, por responder a un
centro de poder. O, en otras palabras, si bien la imagen no vive fuera de la
representación, aun así desborda toda representación. Todos los poderes, el poder, al
decir de Deleuze, tienen interés en ocultarnos algo de la imagen aplacándola en la
representación.

Para resumir esto proponemos el siguiente cuadro:

IMAGEN REPRESENTACIÓN

Imaginario Ideología

Imagen Onírica Entrenamiento para la acción

Fantasma Iconografía

Alucinación Lógica

Potencia Instituyente Institución

Deseo Objeto

MEMORIA RECUERDO

VIRTUAL ACTUAL
De más está decir que los nombres planteados en el cuadro sólo
buscan servir como indicación hacia un posible acercamiento a la intuición de la
imagen, partiendo de unas claves mínimas, y que no tienen por sustento al lenguaje sino
a la imagen en sí misma. Tal vez, desde allí, pueda surgir la pregunta: ¿Cómo puedo
acercarme a un cierto conocimiento de la imagen?

Justamente, no será por el lado la inteligencia, necesariamente


cuantitativa y siempre desplegada desde el lado de la representación y de una acción
inmediata sobre la vida cotidiana, umbral que, según Bergson, debemos superar.
Tampoco lo será por el lado de la razón, organizada según el establecimiento, como
veremos, de relaciones mecánicas lógico- causales. La razón implica ya la ejecución
eficiente de la inteligencia para la obtención de los mejores resultados posibles según el
medio geográfico, político y social donde las personas se desenvuelvan. Dada una
cantidad limitada de variables disponibles o conscientes, la acción “inteligente”
supondrá el uso de la acción más adecuada para la resolución eficiente de los problemas
de la existencia cotidiana. Se trata de la Imagen- acción en todo su esplendor.

Los más inteligentes, en ese sentido, y en nuestra particular cultura,


son los que más progresan, los que ascienden en la escala social, los que pasan más
exámenes, etc. De más está decir, aunque resulte obvio y reiterativo, que el más
escondido nativo de la selva amazónica presenta una notable inteligencia, muy superior
a la de la mayoría de los seres “civilizados”, a la hora de emplear su inteligencia en un
medio en el que la mayoría de nosotros no podríamos subsistir ni una hora.

Pero por el lado de la ilustración, la cosa no parece ir mucho mejor,


por el contrario, al partir de la enunciación, vieja trampa moderna, quedamos reducidos
al orden del lenguaje y el discurso. O sea, de nuevo la representación y sus conjuntos.

Imagen y afecto

Por supuesto, este intento de acercamiento a la imagen no puede, ni


quiere, desconocer la extrema efectividad de todos los estructuralismos, semiologías y
todos los modos de postulación del lenguaje como única forma de conocimiento. Pero
aquí se trata de lo contrario, de despojarnos, al menos por un rato, de todo lenguaje, de
toda lengua, para acercarnos a lo pre- lingüístico y a lo pre- verbal, lugar donde
radicaría una experiencia subjetiva directa con la imagen, como una posibilidad latente
de construcción de otra forma de saber.

Incluso si no quisiéramos, al menos por ahora, emprender tamaña


empresa, aún nos queda el preguntarnos por la emergencia de una otra relación con la
imagen por el lado de sus efectos y afectos no representacionales. A pesar de todos los
corsés racionalistas y discursivos, la imagen muestra su eficacia en los efectos que
suscita al horadar el orden del discurso racionalista. Es ese vértigo de precipitación en el
abismo, esa extraña e imposible sensación de “trasmitir” sin comunicar, ese ahogo
cotidiano, la insoldable soledad de mi rostro frente al espejo cada mañana, lo fatídico de
esa afección que regresa, la memoria insondable del cosmos, todos esos ratos, esos
instantes, esos microsegundos, donde algo de lo insondable se hace presente. Es ese
soplo de quietud antes del amanecer, el negro en tus ojos en la madrugada… son los
millones de lugares por donde la imagen se presentifica en todo la magnificencia de la
multiplicidad de sus efectos y afectos. Pero es también aquello que azorados solemos
reconducir al complejo sentimiento de angustia. Una angustia se inscribe en nuestra
memoria como estado afectivo vivido o soñado, transitado o delirado, imposible de
representar. Allí se asiste, entonces, a un nuevo estatuto de lo “psicológico” si se
quiere, siempre que se tenga en cuenta que aquí queremos superar dicha terminología.

Es probable que, en otras culturas, en otras recónditas geografías, al


establecerse otra relación con la imagen, se establezca también otra relación con la
angustia. Pero nuestra historia occidental es la historia del racionalismo y de la
angustia.

Advirtamos, rápidamente, que en realidad no hay una historia del


racionalismo. Hay muchas, diversos canales y circunstancias por los que el racionalismo
precipita. Del racionalismo del que hablamos aquí es del racionalismo ilustrado, aquel
que “llegó para quedarse”, una vez que “el hombre ha aceptado el abandono de la
minoría de edad”, dirá Kant (Cf.: “¿Qué es la Ilustración”) donde, entre otras
innumerables cosas, emerge una teoría de la Ideología como aspecto formal de un
liberalismo que necesita operacionalizar sobre el mundo manteniendo la teoría de la
razón suficiente y del racionalismo, ahora modernizado por la nueva y reluciente pátina
del positivismo, para imponer una realidad como real existente. Realismo-
Racionalismo- Liberalismo configuran en la Modernidad tardía una tríada mágica que,
bajo la impronta del manto sagrado del lenguaje, todo lo subsume, todo lo absorbe, todo
lo explica.

La ideología no existió desde siempre. De hecho la palabra aparece,


no podía ser de otra manera, con la Ilustración y la Revolución Francesa. Será Antoine
Destutt de Tracy el padre de la palabra en cuestión. En sus “Elementos de ideología”,
aparecidos, en su primera parte, en 1801, de Tracy define a la ideología como “la
ciencia de las ideas”, y agrega: “La ideología es una parte de la zoología y es sobre
todo en el hombre donde esa parte es más importante y merece ser más profundizada.”
(Cf.: Enrique Eduardo Marí, “Neopositivismo e ideología”). Los escollos con los que se
encuentra Destutt no son otros que los que caracterizan al desenvolvimiento del
pensamiento en la Modernidad en general, por lo menos desde Descartes en adelante,
con su “Tratado del método” publicado en forma anónima en Holanda en 1637. Esta
cuestión, la de encontrar un método que me guíe en las ideas, que me salve de perderme
en el “delirio”, según la feliz postulación de David Hume, en su “Tratado sobre la
naturaleza humana” (1737) puede verificarse, efectivamente, a todo lo largo y ancho
de la Modernidad. Y siempre, una y otra vez, el mismo problema: ¿Qué hacer con el
sueño, con las fantasías, con el delirio incluso? Ningún empirista puede desconocer la
realidad de su existencia. Pero entonces, ¿por qué no se doblegan dichas
configuraciones de la imagen, de lo imaginario, de la mente o del espíritu a las reglas
precisas de ningún método? En “Empirismo y subjetividad”, su notable ensayo sobre
Hume, Gilles Deleuze da cuenta de los escollos con los que debe enfrentarse el
empirismo ante los bloques diversos de espacio- tiempo que hace emerger la imagen
mental en su potencia virtual.

Pero entonces, ¿Qué trae de nuevo la “Ciencia de la ideas” de de


Tracy? El Dr. Marí se nos adelanta, como siempre, al afirmar: “El camino no fue
pensado, pero estaba inscripto en la lógica del desenvolvimiento del liberalismo”. La
ciencia de las ideas de Destutt es ya un intento, fracasado en su intencionalidad final,
por imponer una razón lógica, una verdad sustancial y única, en el desarrollo del
liberalismo como unidad de pensamiento. La ideología, en ese acotado sentido, debiera
haber sido la ciencia que garantizara una realidad única y consustancial al liberalismo
como representación única del mundo y sus relaciones. Cuestión esta que, veremos, ha
de retornar, con renovadas fuerzas y armas, con el fascismo y el neoliberalismo.

Pero ya Marx, en su “Sobre la ideología alemana”, advertía sobre un


factor que el despojado realismo ilustrado de Destuut no consideraba: lo imaginario.

Imagen, imaginario y fascismo.

Si en Bergson, el “conocimiento desde el adentro”, el conocimiento


intuitivo, es el que permite escapar a toda representación. Pero esto no se puede
entender como la propuesta de un plan global, como una propuesta política en sí misma.
La intuición no puede entenderse como regulada o conferida en ningún enunciado
posible y, por tanto, según nuestra idea particular de lo político y de aquello que hace a
la política. La intuición avanza precisamente por aquellos lugares donde se detiene la
política, por los tópicos representacionales.

El fascismo opera directamente en forma inversa. Fenómeno de


entreguerras, posee una historia anterior casi tan larga como larga es la historia del
racionalismo en Occidente. Es la resultante lógica perfecta del mayor despliegue de la
Razón en el siglo XX. En contra de Hannah Arendt, y a favor de Jacques Derrida,
hemos de sostener la idea de que el fascismo, y sobre todo en el caso del
Nacionalsocialismo, no se constituyó a partir del “irracional alemán”. Tal como ya
apuntáramos hace algunos años (Cf.: “Premonición, síntoma y angustia”, seminario
para el Goethe Institut de Buenos Aires, 2005), el fascismo es la etapa superior del
racionalismo y, por ende, del liberalismo y la ideología por él desarrollada como forma
de composición del universo. En realidad, siguiendo a Karl Dietrich Bracher, allí
apuntábamos que el problema de los antecedentes del fascismo deben rastrearse en el
plano imaginario de Europa primero y, luego, en el de lo específicamente alemán. El
fascismo, como el genocidio, es un invento europeo de exportación.

Hacia fines de la década del veinte y comienzos de los años treinta,


acontece la fundación de cerca de sesenta partidos políticos en toda Europa
declaradamente fascista. Es decir, son partidos seguidores y sostenedores del concepto
de “fascio” italiano en todas sus múltiples acepciones. Y el Partido Nacional Socialista
de los Trabajadores de Alemania no era el peor. Tal vez los más fanáticos serían, a mi
entender, el Ustasa y el Zbor de Yugoeslavia, como lamentablemente se demostraría
décadas después con el resurgimiento de dichas siglas en la guerra serbio- croata de los
noventa, luego que la cohesión forzada de la Unión Soviética los mantuviera latentes
durante décadas. La Alemania de aquella época, sin embargo, poseía una clara ventaja
con respecto al resto de los países y partido fascistas: su enorme desarrollo económico-
industrial.

Lo cual nos coloca ante otro problema, el de distinguir el fascismos


del liberalismo y la derecha conservadora. “A nuestro entender, no hay un cuerpo
conceptual y político que permita diferenciar con total claridad al fascismo de la
derecha conservadora y radical”, apuntábamos en el citado seminario.

Desde el punto de vista meramente discursivo, sin embargo, todos los


fascismos tenían en común su rechazo y repudio a la Revolución Francesa (recordemos
que, aunque parezca contradictorio, en Francia había, en 1930, al menos cuatro partidos
fascistas fuertes: el Faisceau, el Francistes, el PPF y el RNP que también ahondaban
en esta postura). Por añadidura, resulta obvio comentarlo, y por extensión, también se
repudiaba a la revolución bolchevique. Pero el principal blanco era la Revolución
Francesa. De hecho, si esto necesitara ejemplificarse bastaría con citar la famosa frase
del Dr. Goebbels pronunciada durante una alocución radial en 1933: “En consecuencia,
el año de 1789 será borrado de la historia”. Una vez triunfado definitivamente el
nacionalsocialismo, en el pensamiento del Ministro de Propaganda del tercer Reich, se
acabaría definitivamente con el “infra- hombre” que había surgido como consecuencia
de la Revolución Francesa.

El otro factor en común de todos los fascismos europeos era el


llamamiento concreto a la acción por sobre el pensamiento o la oposición directa a
cualquier tipo de reflexión abstracta, no concreta. El hacer antes que el pensar, la acción
por sobre la reflexión, la obediencia por sobre la propia voluntad y subjetividad, la
representación por sobre imagen: el conductismo tal vez llevado a su máxima potencia.
Pero también se trataba, y se trata, de erigir una representación extremadamente
seductora por la cual todas las respuestas se adelantan a la incertidumbre angustiante y a
la imagen imprecisa, y por ende, potencialmente subversiva, al ser enemiga de toda
organicidad. Se buscaba atraer a la juventud por la vía del ensalzamiento de la acción
directa remitiendo al carácter revolucionario perseguido e injustamente rechazado.
Fascinación por presentarse como mártires con el que se auto- representan los fascismos
de todas partes.

En materia de políticas económicas, todo parecía encaminado a


favorecer a las nuevas altas burguesías industriales. La aristocracia europea no
necesitaba del fascismo para mantener su despotismo y brutalidad. Ni el racismo ni el
antisemitismo sirven tampoco para tratar de circunscribir al fascismo. El fascismo, más
bien, sólo trae de nuevo su ensalzamiento de la representación a través de símbolos,
íconos, estandartes, banderas, ritornelos musicales… y cinematográficos. El fascismo
parece ser la resultante de la representación de un campo comunitario orgánico
particular que aportara razón, racionalidad paranoica, al capitalismo colonialista ante el
avance vertiginoso del capitalismo imperialista.
El automatismo fascista

Cualquier representación es preferible a la angustia de la imagen, o


ante la angustia suscitada justamente por la falta de representación. La angustia, en
ligazón íntima con la imagen, es aquello de lo que no me puedo apartar puesto que mora
en mi centro mismo, en el centro de mi pecho. Desde el nacimiento del pensamiento
occidental la imagen, la “imago” en términos griegos, estuvo, y está, puesta en relación
directa con la muerte. De hecho, estrictamente, la palabra “imago” denominaba la
máscara mortuoria de yeso que se hacía sobre el rostro de los muertos. La máscara era
ya una forma de vencer, en lo imaginario fantasmático, a la inevitable muerte. Mientras
la palabra, el lenguaje, era el lugar de lo humano finito, la imagen era, y es, divina en
tanto y en cuanto remite a lo invisible, o a lo ultravisible. Es por ello que los dioses
griegos no poseen cara, pues se ocultan tras los infinitos rostros de la “imago”. Pero allí
hay otra conjunción estimable: la imagen y la representación parecen tener su punto de
anudamiento en el rostro. O, a la inversa, el rostro es esa construcción cotidiana,
imprecisa y cambiante, donde se juega la tensión indefinible entre la subjetividad de la
imagen (mental) y la representación material. Toda la historia del cine pude ser contara
a partir de la historia del Primer Plano, que es su invento exclusivo y excluyente. No
hay Primer Plano fuera del cine y el Primer Plano es, a su vez, la forma de expresión del
rostro en el cine. Decir Primer Plano y decir Rostro, es la misma cosa. El “rostro” es un
concepto que al cine le llevó años construir, diferenciándose de la cara como parte del
cuerpo (Cf.: Jacques Aumont, “El rostro en el cine”). Pero hay rostros intensivos y
rostros extensivos, rostros que abren hacia lo afectivo y rostros que atraen sobre sí toda
la intensidad circundante. El rostro de Chaplin frente al rostro de Hitler.

Se sabe que el rostro de Hitler fue construido. Para ello baste recordar
las famosas e interminables sesiones de fotos donde, a instancias del Dr. Goebbels, el
rostro de Hitler debió ser erigido tomando como modelo el bigotito de Chaplin. Chaplin
se lo reprocharía una y otra vez. El rostro como la encrucijada de caminos donde el
plano de significancia, la pantalla blanca de tu faz, se cruza con el plano de
subjetivación, la insondable subjetividad de tus ojos.

El fascismo sabe trabajar con la imagen para extraer de ella lo que la


imagen justamente no da: un centro, una cierta idea y sensación de unidad.
Representación, pitagorismo cierto, y efectivo sin lugar a dudas. Lo que el racionalismo
habilita, aún sin querer o sin poder conocer, es la manipulación espuria de la imagen. El
fascismo primero, y el neofascismo ahora, encuentran su eficacia en el extremar el
racionalismo, llevándolo a su propio límite, hasta extraer de él una representación que
se propone como una superación de todo aquello que la imagen, en tanto afección,
promueve como angustia des- organizante.

El fascismo, a diferencia de otros realismos, no niega la imagen, el


costado virtual, afectivo e insoluble de la representación. Por el contrario, azuza dicho
costado para potenciar la imposición de una racionalidad lógico- causal como efecto de
ella. En otras palabras, el fascismo es la máquina racionalista perfecta que sabe, como el
cine de terror, transformar la angustia en miedo al brindar un objeto preciso allí donde
mora la angustia de la imagen imprecisa y carente de objeto. El monstruo, el negro, el
judío, etc., cualquier cosa puede servir de objeto ante la falta de objeto. Necesito que me
digan a qué o a quién debo temer para apartarme de él. De esa persona puedo apartarme,
de la angustia representacional, no. Esa persona es mi enemiga mortal: hace presente mi
propia mortalidad. Por eso debo aplastarla, destruirla sin compasión, aniquilarla, hacerla
desaparecer. Toda institución, todo Estado, sólo se sostiene en la medida en que
construye a los enemigos de lo su propia organicidad. Ese tampoco es un único rasgo
diferencial del fascismo con respecto a la extrema derecha tradicional y al liberalismo
como ideología- fantasma. Así, el sentimiento y el afecto de la imagen terminan
vaciando toda su potencia en una representación orgánica, acotada y comunicable. La
“sensación de inseguridad”, por ejemplo, es aplacada brindándole un objeto concreto al
cual se responde con una relación causal también concreta: la represión

El fascismo, o, a esta altura, deberíamos decir mejor, el


neopositivismo, con su idea de progreso, y el neoliberalismo, con su idea de
racionalidad del mercado, subsisten y se renuevan continuamente desde el lugar del
sostenimiento de vínculos lógico- causales y sensorio- motores desde los cuales se
indica una dirección lineal única, directa, a seguir. Aunque dentro de estos vínculos
parece pervivir a la aporía y la contradicción, esto no parece hibridar o cuestionar la
continua transformación de la imagen en representación.

Por lo tanto impone una “imagen de pensamiento” (Cf. Gilles


Deleuze, “Imagen y repetición” capítulo tres) donde todo encuentra su respuesta aún
antes de haber sido formulada cualquier pregunta. “Muchos están interesados en decir
que todo el mundo sabe «esto», que todo el mundo reconoce esto, que nadie puede
negar esto. (Triunfan fácilmente, siempre que un interlocutor fastidioso no se levante
para responder que no quiere estar allí representado, que niegue y que no reconozca a
los que hablan en su nombre)” (G. Deleuze, op. Cit., pág. 203), pero para levantarse y
decir que no se quiere que hablen en su nombre uno tiene que tener un pensamiento
propio y diferente. Y esto es angustiante porque nos frente a la necesidad de transitar
por los propios fantasmas. Pero el racionalismo nos provee de otras herramientas muy
bien ilustradas: la reacción y la falacia ad hominen, muy en boga hoy en día. La falacia
“ad hominem” es un tipo de razonamiento equívoco que, en vez de proponer razones
lógicas para rebatir tal o cual argumento, dirige sus dardos contra la persona que expone
dicho argumento. Figura sencilla, falaz, pero melancólicamente efectiva. Pero las
falacias son lógicas, generadas por la misma lógica racionalista que ellas traicionan, ya
sea informal o formalmente. Por otra parte, la máquina liberal- fascista opera por
reacción. Es una fuerza reactiva que opera automáticamente estableciendo un vínculo
sensorio- motor, una acción determinada, frente a una representación o una imagen-
afección determinada. No le hace falta inventar la cosa, funciona simplemente por
oposición. Los dos mecanismos brindan una falsa representación del pensar. Todos
nacemos, vivimos y morimos condicionados por las imágenes de pensamiento de la
época que nos tocó transitar. Pensar, entonces, es poder atravesar las imágenes de
pensamiento cristalizadas, el espíritu de los tiempos, la ideología presupuesta.

Intentar atravesar esta trampa de la modernidad ilustrada, que hoy


resurge en todo su esplendor en enunciados y siglas ya vacías, con otros razonamientos
y enunciados también percibidos como vacíos, es como intentar responder a cualquier
discurso fanático- religioso desde su misma lógica. Empresa destinada
indefectiblemente al fracaso. Es como querer combatir monstruos informes con un
plumero, fantasmas con un diccionario.

El cine es una psicomecánica fascista

Ahora bien, si el fascismo es un fenómeno de entreguerras, hay que


consignar también que es en la misma entreguerra donde asistimos al desarrollo y
consolidación del cinematógrafo como vía regia narrativa y como espectáculo de masas.
En efecto, el cine, desde fines de la década del diez y comienzos de la del veinte,
parafraseando a Kant, ha aceptado el abandono de la minoría de edad” al consolidar su
propia Gran Forma Narrativa, para usar el concepto de Noël Bürch (Cf.: “El tragaluz
del infinito”).

La supuesta mayoría de edad de la imagen cinematográfica, como


vemos, no radica en el alcanzar toda su potencialidad perceptual y expresiva y, desde
allí, toda su intensidad afectiva. Por contrario, se trata de la plena domesticación de toda
su potencia por parte toda una mecánica de los planos, de los cortes y los raccords que
tienden a consolidar a la representación narrativa (valga la redundancia) como el único
modo de acceder a la imagen. El fascismo hace del cine su propia “imagen de
pensamiento”, simple, sencilla, pero terroríficamente efectiva. Vivimos en un mundo de
cine… en el siglo XX. Y el siglo XX es el siglo del cine. El siglo de los “life models”,
modelos de vida que en su accionar condicionaron y generaron psicomecánicas que
deben ser pensadas en su materialidad, en sus formas de establecimiento de relaciones
mecánicas, no en su producción de sentido.

Hoy vivimos en el mundo de la representación tópica adocenada, de


narrativas simples y poco inquietantes. Vivimos en el mundo que han construido para
nosotros las redes sociales, haciendo que cualquier relación directa con la imagen quede
anulada, adormecida, por la incomprensión de cualquier mecanismo no- narrativo
posible. La imagen “debe” contar historias, y es bien cierto que esto trae como
consecuencia una época cargada de una moral pesada, intransigente. Por suerte, siempre
hay grupos de resistencia, aunque cuenten poco al tratar de bridar una cartografía de
nuestra época. Es la realidad de la imagen, así como la realidad del “capitalismo real”.

En otras palabras, podrá verse como una mera casualidad que el


fascismo suja más o menos en la misma época en que el cine ya ha alcanzado la plena
autonomía “significante” en la narración de sus historias. Su supuesta, y muy discutible,
“madurez”. Pero en realidad, la consolidación de la Gran Forma Narrativa no es otra
cosa más que la entronización del racionalismo ilustrado como diagrama autómata, a
partir del cual, todo el orden de la realidad mental, imaginaria, pasa ahora a ser
interpretada, es decir, se le otorga significado y sentido, desde el orden de la mecánica
narrativa. Y es sobre todo con la imposición del régimen secuencial cinematográfico
donde la organicidad mental fascista puede ahora mostrar el máximo grado de cierre.

Lo cual no quiere decir que dicho régimen orgánico pueda plantearse,


nunca, como totalmente armónico y cerrado. Eso implicaría la tarea imposible del
agotamiento del orden de la imagen en orden de la representación. Pero lo cierto es que
resulta al menos sintomático que un régimen político tan determinado como el fascismo
surja en el mismo momento en que la suerte del cine, al menos en su aspecto masivo,
está echada hacia el costado de la narración. O tal vez no.

Tal vez sólo se trate de la consecuencia de un devenir concreto del


liberalismo económico en su relación con la imagen y la representación. La primera
proyección pública de los hermanos Lumiere, el 28 de diciembre de 1895, comenzó con
un filme cuidadosamente elegido: “La salida de los obreros de la fábrica”. Los
Lumiere pertenecían a esa nueva clase social que se autocomplacía con su suceso: la
burguesía industrial a la que el fascismo vendrá a proteger, desarrollar y consolidar. Por
las dudas: no se está diciendo que los Lumiere eran fascistas. Todo lo contrario. Lo que
estamos tratando de discernir es la mecánica representacional que se pone en
movimiento con el cine y cómo, en muchos aspectos, dicha psicomecánica encuentra
ecos en la mecánica del pensamiento fascista y nacionalsocialista.

El devenir concreto del liberalismo, con toda su “Ciencia de la


Ideología” ha de desembocar en el positivismo al que pertenecían de hecho y por
derecho los Lumiere. Es una época de cambio y entusiasmo desmesurado por la
máquina y, como bien señala Frederick Jameson, el cine será la última “máquina” del
capitalismo clásico. Luego vendrán otras formas del capitalismo y ya no será la imagen
analógica del mundo la que imperará. Será ahora la imagen electrónica la que, desde
fines del siglo pasado y por todo lo que ya va de este, convoca al poder, a todos los
poderes.

Pero, a comienzos del siglo XX, a pasos agigantados, el cine viene


conquistando sus propias y diferenciadas formas de expresión heredando la “Tradición
narrativa occidental”, según el notable libro de John L. Fell, como mecánica de
organización de sus propias representaciones. Dicha tradición se entronca muy bien, en
su lógica absolutamente propia y perceptualmente intransferible, con los pliegues y
despliegues de los fascismos en general.

El fascismo del siglo XX no es sin el cine. El cine le presenta la vía


regia para sus propuestas propagandísticas pero, lo que es aún mejor, le brinda
sobremanera la herramienta regia para la consolidación de su propio automatismo
mental. Ya no necesitamos apelar a una incierta psicología, todo está ahí. El cine, para
bien y para mal, es la mejor máquina inventada por el hombre para mostración, para
la visión precipitada de los mecanismos de pensamiento. Sólo el personaje de
Mussolini bastaría para tratar de entrever esto. En efecto, en notables documentales,
como “Pays barbare”, de Yervant Gianikian y Angela Ricci (2013), sobre la segunda
invasión italiana a Etiopía, donde se compila una enorme cantidad de material fílmico
de archivo, se ve cómo Benito Mussolini, plenamente consciente de que está siendo
filmado, posa glamorosamente para la cámara. Él sabe ahora que la imagen de
pensamiento de su época ha incorporado a la representación cinematográfica como uno
(por supuesto, no el único) de los factores decisivos para embeleso de las masas.
“Vincere” de Marco Bellocchio (2009), es tal vez un ejemplo más conocido, o más
visto, de esa transición que llevó a Mussolini a adoptar al cine como su principal arma
de convencimiento y adopción de una imagen de pensamiento como imagen propia,
como tópico psíquico, por parte de millones de personas. Antes que un vehículo
consciente de propaganda, el cine es un artilugio cerebral, una psico- mecánica que
traza diagramas de pensamiento.

Leamos directamente al Dr. Goebbels:

Febrero 12 de 1940 (Lunes)


“Frau (…) me visita por la tarde. Vemos “Blancanieves”, la película
norteamericana de Disney, magnífica realización artística. Un cuento de hadas para
adultos, pensado hasta el último detalle y hecho con gran amor por la humanidad y la
naturaleza. ¡Un placer artístico!”
Mayo 11 de 1941 (Domingo)
“Estamos casi al mismo nivel que los norteamericanos. Pero aún
tenemos que alcanzarlos. Haré todo lo que pueda”
Enero 12 de 1940 (Viernes)
“Reviso la película “Lilas Blancas” [de Arthur Rabenalt, 1940].
Desgraciadamente un fracaso de Rabenalt. Me deprime un poco la manera con que
nuestros directores empiezan con algunos éxitos y después se salen de los carriles y se
ponen intelectuales. Pero ya haré algo al respecto.”
Se trata sólo de algunos párrafos extraídos del diario de Joseph
Goebbels, Ministro de Propaganda del Tercer Reich y artífice de la creación de ese
personaje llamado Adolf Hitler. Goebbels escribía sus diarios para ser enterrados en
cápsulas de acero inoxidable que, luego de varios siglos, debían ser desenterrados para
que los niños en las escuelas los leyeran para que supieran como se construyó el Reich
destinado a vivir 1000 años y otros mil también. De hecho, tengamos en cuenta que la
Wehrmacht (literalmente “Fuerza de Defensa”), las fuerzas armadas unificadas de la
Alemania nazi, fue el primer ejército en contar, para cada batallón, con una “Kino
company”, una compañía directamente encargada de filmar los movimientos del
batallón. Y se sabe que Hitler llegó a decidir la realización o no de una batalla de
acuerdo a la disponibilidad de K- Compays capaces de filmarla. Hitler como el más
grande cineasta de todos los tiempos, aquel que con más extras pudo contar… hasta
ahora.

Tópicos, por todas partes tópicos

Como el tópico social y psíquico, la imagen de pensamiento no exige


que creamos realmente, ciegamente, en ella. Le basta con que no tengamos una imagen
de oposición. Sólo con ver “Pays barbare”, nos sirve, dentro del esquema que estamos
desarrollando, para comprobar, una vez más, el desplazamiento del discurso hacia la
manipulación de la imagen a partir de la implementación del mecanismo
cinematográfico como nueva, en aquel entonces, maquinaria de pensamiento. Entonces,
vemos que no se trata en realidad de tal o cual representación, sino del engarce, del
encadenamiento de las representaciones. La política como montaje universal. La
pintura, la música, el teatro y todas las expresiones artísticas se vieron influenciadas en
el siglo XX por el cine. Es una mecánica de pensamiento, un automatismo espiritual
(Espinosa) puesto en movimiento por el cine, no tanto en lo que a sus contenidos se
refiere, sus melodramas ya arcaicos, su sentimentalismo vacuo. Esta mecánica del
pensamiento cinematográfico (“Todos vivimos una epopeya cinematográfica sin
precedentes”, decía Goebbels) es la que constituye el símil perfecto que el fascismo y el
nazismo supieron poner en movimiento. El fascismo es una nueva psicología, o una
vieja psicología- ideología relacional siempre renovada. Es la cara explícita, evidente, y
tal vez por ello menos peligrosa, de un neoliberalismo que impone la realidad de
mercado, el objeto y el deseo producido por él, como fuentes constructoras de una
realidad que hoy parece tan inescrutable como patética.

Todas las otras psicologías individuales, cognitivas, psicoanalíticas,


sistémicas, etc., parecen apenas muñecos de peluche llevados por la corriente frente al
empuje de tamaña fuerza de relación y representación. Debemos hablar entonces de un
capitalismo cognitivo que impone su propia percepción, su propia psicomecánica del
inconsciente neoliberal, y aún en su versión más visible, el fascismo, como polaridad
consciente, encuentra su eficacia, digámoslo nuevamente, en el empleo del lenguaje
como aquello que hace emerger el deseo inconsciente. Deseo no como falta, aquí
hablamos del deseo como producción, registro y consumo. Entonces, en la
psicomecánica acelerada de hoy día, tenemos que dejar atrás no solo la idea de
Individuo, típica del cine clásico, o la del Sujeto, particular el cine transicional, para
volver a centrarnos en la idea de autómata- psíquico para tratar de pensar las nuevas
configuraciones del capitalismo actual teniendo en cuenta que “La mejor justificación
del capitalismo es la que ofrecía [Joseph Alois] Schumpeter al final de su vida, en
“Capitalismo, socialismo, democracia”, así como lo resumió Joan Robinson: es verdad
que el sistema es cruel, injusto, turbulento, pero es el proveedor de la mercancía, y
basta de protestas, ya que es esta mercancía la que ustedes quieren.” Resumía muy
certeramente Cornelius Catoriadis, en “La racionalidad del capitalismo” (Cf.:
“Figuras de lo pensable”), otra figura indispensable a la hora de sacarnos de encima las
psicologías del Individuo y el Sujeto, para entrar a pensar ahora en las mecánicas del
pensamiento que el cine explicita. Lo “que ustedes quieren” es, en otros términos, lo
que ustedes desean, ese punto desde el cual se edifican tanto el sujeto como el
individuo. La trampa del psicoanálisis radica en la erección de lo que Deleuze y
Guattarí llamaban “el gran teatro burgués freudiano”, donde el deseo permanece
atrapado como único y propio del sujeto, como su fantasma. Pero no hay fantasma que
no sea grupal, no hay deseo absolutamente propio y personal. El desear la mercancía no
se da sin el mecanismo mental que hace surgir el deseo por la mercancía misma.
Christian Metz decía que junto con el filme, la maquinaria de producción industrial del
cine, genera el deseo por el consumo de películas. El deseo como producción es la
resultante de la imposición de una mecánica productora de subjetividad. Una
maquinaria productora de máquinas deseantes.

Es en ese sentido, en el sentido lo que Cornelius Castoriadis señalaba


como la “encrucijada” en que se encuentran “el imaginario y la imaginación” en la
actualidad, se expresa lo siguiente: “En los países ricos, la gente quiere la mercancía
porque esta educada para quererla desde la más tierna infancia (viste si quiere una
escuela maternal de hoy) y porque el régimen impide, de mil maneras, querer cualquier
otra cosa. En todos los países, ya que si el capitalismo no inventó ab ovo lo que se
llama efecto de demostración, lo llevó a un exponente cuyo grado era anteriormente
desconocido.” (Cf.: Op. Cit. Pág. 87). Pero, ayer y hoy, la trampa de la modernidad
ilustrada, es decir, la trampa de La racionalidad del capitalismo (Cf.: Castoriadis, op.
Cit.), no es otra que la de la producción de enunciados por los que todos debemos
transitar inexorablemente.

Saltar las trampas de dicha racionalidad enunciativa, cosa que ni las


nuevas formas del feminismo ni de las transexualidades parecen estar en condiciones de
hacer, implica poder constituir una otra psicología, un otro modelo de pensamiento que
pueda hacer emerger líneas de fuga comunitarias, divergentes, pequeñas, más en
relación con una imagen instituyente difusa pero afectiva, que con una representación
instituida (Cf.: René Loureau, “El inconsciente estatal”) concreta, contundente, clara y
precisa, y por ello mismo de tono fascista.

El mayor éxito del cine nazi fue “Die große Liebe” (El gran amor,
1942) de Rolf Hansen, un candoroso melodrama de amor que fue visto por más de siete
millones y medio de espectadores en plena guerra. De hecho, el 53% de las películas
producidas durante ese período fueron “Heimatfilms”, pequeñas comedias brillantes
que transcurren en alejados poblados aún intocados por la ciudad y la civilización, y que
remiten a la “patria del alma” (forma en que comúnmente suele traducirse el término
“Hiemat”). Ese es el verdadero cine subjetivista nazi, no el de Leni Riefensthal (“El
triunfo de la voluntad” y “Olimpiada”), quién no volverá a filmar luego que Goebbels
asuma el control total de la U.F.A. (“La señora Riefensthal hace películas para
convencer a los ya convencidos”, decía Goebbels), la mayor productora de cine alemán
y de toda Europa, en manos de la FOX estadounidense desde 1926. La misma FOX de
los Simpson y que proveyó los equipos móviles de filmación para apoyar la llegada al
poder de Hitler, a pesar de que su director y fundador, William Fox, era de origen judío,
pero “business are business”, entonces no importaba el discurso antisemita de los nazis.

Pero, ¿qué tipo de cine buscaba hacer Goebbels? Démosle la palabra:


“Nuestro cine aún está preso del intelectualismo judío. (…) Nuestra meta es el cine de
Hollywood, tenemos que alcanzarlo” escribía en sus “Diarios 1939- 1941”. El
intelectual es el gran enemigo del fascismo. La pregunta, el pensar son sus antagonistas,
no la Razón. La imagen no narrativa, abstracta de Oskar Fischinger, de Hans Richter y
tantos otros, es arrojada al fuego en la muestra del “Arte degenerado”. “Cuando
escucho la palabra «cultura» le quito el seguro a mi arma.”, repetía, risueño, el
ultranacionalista Heinrich Himmler. “Defendemos el derecho del pueblo a la auto-
representación”, decía una y otra vez Goebbels.

Y todo lo que el pueblo no “entienda”, todo lo que no sea orgánico y


narrativo, es sospechoso y subversivo. No hace falta invocar “Jud Süß” (El judío Suss,
de Veit Harlan, 1940) o “Ohm Krüger” (de Hans Steinhoff, 1941), donde Goebbels
tuvo injerencia directa en el guión y el montaje, para ver cómo las películas preferidas
por el Ministro de Propaganda nazi buscaban la profunda identificación afectiva del
espectador, o para recordar la mecánica psíquica del cine nazi. Es suficiente con remitir
a títulos como “Immensee - Ein deutsches Volkslied”, de posible traducción como
“Una canción del pueblo alemán”, de 1943, o cualquiera de las cientos de películas
edulcoradas, de narrativas construidas según la ética talidomida de Hollywood de la
posguerra para comprobar, una vez más, la eficiencia del fascismo en la evocación de la
ilusión de pertenecer a una comunidad originaria, cerrada, como arma seducción
representacional de las almas. O remitir a “Wunschkonzert” (Concierto a pedido, de
Felix Lützkendorf, 1940) donde la comunidad de civiles a la distancia se ve entrelazada
con los soldados en el frente gracias al ritornelo musical transmitido por radio. Todos
somos UN pueblo, todos somos UNA comunidad global.

Nuestras actuales redes comunitarias de Internet, la ilusión de


pertenencia a una comunidad de wasap, por ejemplo, muestran una mayor eficacia
identificatoria que el cine ya que forman parte no de un acto extraordinario, como
implica el “ir al cine”, sino de nuestra más simple cotidianeidad espacial y temporal. Se
sabe que Bolsonaro en Brasil, por ejemplo, y antes Trump en Estados Unidos,
obtuvieron un enorme respaldo a través del wasap. Cerca del 65% de los votantes en el
caso de Bolsonaro, y el 52% en el caso de Trump, decidieron su voto luego de recibir un
mensaje de voz a través de las comunidades de wasap. El wasap es voz, familiaridad
perceptual a partir del terciopelo de la transmisión supuestamente amiga en el teléfono.
Idea de pertenencia comunitaria que abarca un espectro de población mucho más amplia
que Facebook o Instagram. Escucho tu voz, te reconozco como mi amigo, mi igual,
escucho tus historias, tus narraciones, que espantan todos mis temores, todos mis
fantasmas. Tú sabes lo que debo hacer, te sigo, amigo, “todo el mundo reconoce esto”,
es evidente.

Podemos pensar a Goebbels como el probable primer abonado de


Netflix. ¿Y luego te sorprendes por el actual avance del fascismo en el mundo?
(Continuará)

Ricardo Parodi, 2018.-


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