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https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2017/05/04/agamben-concepto-exigencia/

“Sobre el concepto de exigencia”, segundo ensayo del libro: ¿Qué es la filosofía? (2016).

Una y otra vez la filosofía se encuentra ante la tarea de una definición


rigurosa del concepto de exigencia. Esta definición es tanto más urgente
por cuanto puede decirse, sin ningún juego de palabras, que la filosofía
exige esta definición y que su posibilidad coincide íntegramente con esta
exigencia.
Si no hubiera exigencia, sino sólo necesidad, no podría haber filosofía.
No lo que nos obliga, sino lo que nos exige; no el deber-ser ni la simple
realidad factual, sino la exigencia: tal es el elemento de la filosofía. Pero
también la posibilidad y la contingencia, por efecto de la exigencia, se
transforman y modifican. Así pues, una definición de la exigencia implica
como tarea preliminar una redefinición de las categorías de la modalidad.

Leibniz pensó la exigencia como un atributo de la posibilidad: omne


possibile exigit existiturire, «todo posible exige existir». Lo que lo posible
exige es devenir real, la potencia —o esencia— exige la existencia. Por
esto Leibniz define la existencia como una exigencia de la esencia: «Si
existentia esset aliud quiddam quam essentiae exigentia, sequeretur ipsam
habere quandam essentiam, seu aliquid novum superadditum rebus, de quo
rursus quaeri potest, an haec essentia existat, et cur ista potius quam alia».
(«Si la existencia fuera algo más que una exigencia de la esencia, de esto
se seguiría que también ella tendría alguna esencia, es decir, algo que se
agregaría a las cosas; y entonces podría nuevamente preguntarse si esta
esencia a su vez existe, y por qué ésta en vez de otra»). En el mismo
sentido, Tomás escribía irónicamente que «como no podemos decir que la
carrera corre, así tampoco podemos decir que la existencia exista».
La existencia no es un quid, algo más con respecto a la esencia o a la
posibilidad, es tan sólo una exigencia contenida en la esencia. Pero ¿cómo
comprender esta exigencia? En un fragmento de 1689, Leibniz llama a esta
exigencia existiturientia (término formado sobre el futuro infinitivo
de existere) y es a través de ella como él buscó hacer comprensible el
principio de razón. La razón por la cual algo existe en vez de nada
«consiste en el predomino de las razones de existir (ad existendum) sobre
aquellas de no existir, es decir, si es lícito decirlo con una palabra, en la
exigencia de existir de la esencia (in existiturientia essentiae)». La raíz
última de esta exigencia es Dios («de la exigencia de existir de las esencias
—existituritionis essentiarum— es necesario que haya una raíz a parte
rei y esta raíz no puede ser sino el ente necesario, fondo —fundus— de las
esencias y fuente —fons— de las existencias, es decir, Dios… Jamás, si
no es en Dios y a través de Dios, las esencias podrían encontrar una vía
para la existencia — ad existendum»).

Un paradigma de la exigencia es la memoria. Benjamin escribió una vez


que, en el recuerdo, nosotros hacemos la experiencia de que aquello que
parece absolutamente cumplido —el pasado— volverá a estar de golpe
incumplido. También la memoria, en cuanto que restituye incompletitud
al pasado y de alguna manera lo vuelve así todavía posible para nosotros,
es algo como una exigencia. La posición leibniziana del problema de la
exigencia queda aquí invertida: no es lo posible lo que exige existir, sino
lo real, lo ya sido lo que exige su posibilidad. Y ¿qué es el pensamiento si
no la capacidad de restituir posibilidad a la realidad, de desmentir la falsa
pretensión de la opinión de fundarse sólo sobre los hechos? Pensar
significa en primer lugar percibir la exigencia de aquello que es real de
volver a ser posible, rendir justicia no solamente a las cosas, sino también
a sus lágrimas.
En el mismo sentido Benjamin escribió que la vida del príncipe Mishkin
exige permanecer inolvidable. Esto no significa que algo que ha sido
olvidado exija ahora volver a la memoria: la exigencia concierne a lo
inolvidable como tal, aun cuando todos lo habrían olvidado para siempre.
Lo inolvidable es, en este sentido, la forma misma de la exigencia. Y ésta
no es la pretensión de un sujeto, es un estado del mundo, un atributo de la
sustancia — es decir, en las palabras de Spinoza, algo que la mente concibe
de sí como constituyente de su esencia.

La exigencia es por tanto, como la justicia, una categoría de la ontología


y no de la moral. Tampoco es una categoría lógica, en cuanto que ella no
implica su objeto, como la naturaleza del triángulo implica que la suma de
sus ángulos sea igual a dos ángulos rectos. Se dirá, por tanto, que una cosa
no exige otra más, aun cuando, si la primera es, la otra será, sin, no
obstante, que la primera la implique lógicamente o la contenga en su
concepto y sin que obligue por esto a la otra a existir sobre el plano de los
hechos.
A esta definición tendría que seguir una revisión de las categorías
ontológicas que los filósofos se abstienen de emprender. Leibniz atribuye
la exigencia a la esencia (o posibilidad) y hace de la existencia el objeto
de la exigencia. Su pensamiento permanece, por tanto, todavía tributario
del dispositivo ontológico, que divide en el ser esencia y existencia,
potencia y acto y ve en Dios su punto de indiferencia, el principio
«existentificante» (existentificans), en el cual la esencia se hace existente.
Pero ¿qué es una posibilidad que contiene una exigencia? Y ¿cómo pensar
la existencia, si ella no es otra cosa que una exigencia? Y ¿si la exigencia
fuera más original que la propia distinción entre esencia y existencia,
posible y real? Si el ser mismo fuera pensado como una exigencia, no
siendo las categorías de la modalidad (posibilidad, contingencia,
necesidad) más que sus especificaciones inadecuadas, ¿qué habría que
revocar definitivamente en su cuestionamiento?

Por el hecho de que la exigencia no es una categoría moral, sucede que


de ella no puede provenir ningún imperativo, que, por tanto, ella no tiene
nada que ver con un deber-ser. Pero, con esto, la moral moderna, que se
declara extraña a la felicidad y ama presentase en la forma categórica de
un mandato u orden, está condenada sin reservas.

Pablo define la fe (πίστις) como la exigencia (ὑπόστασις) de las cosas


esperadas. La fe proporciona, por tanto, una realidad y una sustancia a
aquello que no existe. En este sentido, la fe se asemeja a una exigencia, a
condición, no obstante, de precisar que no se trata de la anticipación de
una cosa por venir (como para el devoto) o que deba ser realizada (como
para el militante político): la cosa esperada está ya completamente
presente en cuanto exigencia. Por esto la fe no puede ser una propiedad
del creyente, sino una exigencia que no le pertenece y lo alcanza desde el
exterior, desde las cosas esperadas.

Cuando Spinoza define la esencia como conatus, él piensa algo como


una exigencia. Por esto en la proposición 7 de la IIIa parte de la Ética:
«Conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nihil est
praeter ipsius rei actualis essentia», el término conatus no debe ser
traducido, como a menudo sucede, por «esfuerzo», sino por «exigencia»:
«La exigencia, a través de la cual cada cosa exige perseverar en su ser, no
es nada más que su esencia actual». Que el ser exija (o desee: el escolio
precisa que el deseo —cupiditas— es uno de los nombres del conatus)
significa que él no se agota en la realidad factual, sino que contiene una
exigencia que va más allá de ésta. El ser no es simplemente, sino que exige
ser. Lo cual significa, una vez más, que el deseo no pertenece al sujeto,
sino al ser. Así como quien ha soñado una cosa, en realidad ya la ha tenido,
del mismo modo el deseo lleva consigo su satisfacción.

La exigencia no coincide ni con la esfera de los hechos ni con la de los


ideales: ella es, más bien, materia, en el sentido en que Platón la define en
el Timeo como un tercer género del ser entre la idea y lo sensible, «que
ofrece un lugar (χώρα) y una sede a las cosas que vienen a ser». Por esto,
como de la χώρα, también de la exigencia puede decirse que la percibimos
«con una ausencia de sensación» (µετ’ αναισθησίας — no «sin sensación»,
sino «con una anestesia») y con un «discurso bastardo y apenas creíble»:
es decir, que ella tiene la evidencia de la sensación sin la sensación (como
—dice Platón— ocurre en los sueños) y la inteligibilidad del pensamiento,
pero sin ninguna posible definición. La materia es, en este sentido, la
exigencia que rompe la falsa alternativa entre lo sensible y lo inteligible,
lo lingüístico y lo no lingüístico: hay una materialidad del pensamiento y
de la lengua, así como hay una inteligibilidad en la sensación. Y es este
tercer indeterminado lo que Aristóteles llama ὕλη y los medievales silva,
«rostro incoloro de la sustancia» y «útero incansable de la generación», y
del cual Plotino dice que es como «una impronta de lo sin forma».
Hay que pensar la materia no como un sustrato, sino como una exigencia
de los cuerpos: ella es lo que un cuerpo exige y que nosotros percibimos
como su más íntima potencia. Se comprende así mejor el nexo que vincula
desde siempre la materia a la posibilidad (los platónicos de Chartres
definían por esto la ὕλη como la «posibilidad absoluta, que mantiene a
todas las cosas implicadas en sí mismas»): lo que lo posible exige no es
pasar al acto, sino materiarse, hacerse materia. Es en este sentido como
deben entenderse las tesis escandalosas de aquellos materialistas
medievales como Amalrico de Bena y David de Dinant que identificaban
Dios y la materia (yle mundi est ipse deus): Dios es el tener lugar de los
cuerpos, la exigencia que los signa y materia.

Como, según un teorema benjaminiano, el Reino mesiánico no puede


estar presente en la historia más que en formas ridículas e infames, así,
sobre el plano de los hechos, la exigencia se manifiesta en los lugares más
insignificantes y según modalidades que, en las circunstancias presentes,
pueden parecer despreciables e incongruentes. Con respecto a la exigencia,
todo hecho es inadecuado, toda complacencia* insuficiente. Y no porque
ella exceda toda posible realización, sino simplemente porque ella no
puede nunca ser colocada sobre el plano de una realización. En la mente
de Dios —es decir, en el estado de la mente que corresponde a la exigencia
como estado del ser— las exigencias están ya complacidas desde toda la
eternidad. En cuanto que es proyectado en el tiempo, lo mesiánico se
presenta como otro mundo que exige existir en este mundo, pero no puede
hacerlo más que de modo paródico o aproximativo, como una distorsión,
no siempre edificante, del mundo. La parodia es, en este sentido, la única
expresión posible de la exigencia.

Por esto, la exigencia ha encontrado una expresión sublime en las


beatitudes evangélicas, en la tensión extrema que separa el Reino del
mundo. «Beatos** los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos. Beatos los mansos, porque poseerán la tierra. Beatos los que lloran,
porque serán consolados… Beatos los perseguidos, porque de ellos es el
reino de los cielos. Beatos ustedes cuando les maldigan y persigan…». Es
significativo que, en el caso privilegiado de los pobres y los perseguidos
—es decir, en las dos condiciones a los ojos del mundo más infames— el
verbo esté en presente: el reino de los cielos es aquí y ahora de aquellos
que se encuentran en la situación más alejada de él. La extrañeza de la
exigencia con respecto a toda realización factual en el futuro está aquí
afirmada de la forma más pura: y, sin embargo, justamente por esto, ella
encuentra ahora su verdadero nombre. Ella es —en su esencia— beatitud.

La exigencia es el estado de complicación extrema de un ser, que


implica en sí todas sus posibilidades. Lo cual significa que ella se mantiene
en una relación privilegiada con la idea, que, en la exigencia, las cosas son
contempladas sub quadam aeternitatis specie. Como cuando
contemplamos a la amada mientras duerme. Ella está ahí — pero como
suspendida de todos sus actos, enrevesada y recogida en sí misma. Como
la idea, es y, al mismo tiempo, no es. Está ante nuestra mirada, pero dado
que si necesitamos verdaderamente despertarla la perderemos. La idea —
la exigencia— es el sueño del acto, la dormición de la vida. Todas las
posibilidades están ahora recogidas en una única complicación, que la vida
abandonará después conforme las explica — y que ya en parte explicó.
Pero, de la mano del proceder de las explicaciones, cada vez más la idea
se adentra y complica en sí inexplicable. Ella es la exigencia que
permanece íntegra y sin libaciones en todas sus realizaciones, el sueño que
no conoce despertar.
*
Appagamento, lit. «apagamiento», en el sentido de un cese de los deseos.
**
Beati. En castellano, lo sabemos, estos pasajes (Mateo 5:3-11) prefieren el término
«bienaventurados»

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