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La mala víctima – Revista Anfibia

Melina Romero

La mala víctima
Por Ileana Arduino

Melina Romero fue presentada, como muchos otros jóvenes pobres, por sus
carencias: ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una "buena adolescente".
Confirmada su muerte, hoy no es una buena víctima. Para Ileana Arduino,
abogada con experiencia en políticas de género, el caso Melina es la
consecuencia de modos de relación dominante: vivimos en sociedades que
enseñan a las niñas a no ser violadas en lugar de enseñar a los varones a no
ser violadores.

Una niña de 17 años aparece embolsada en plástico negro, sumergida en aguas


podridas del conurbano bonaerense, abonando así al rito ya reiterado de cuerpos de
mujeres tratados como basura. Como un acto reflejo, la misoginia motorizada por la
maquinaria comunicacional hegemónica abusa de su extendida empatía, apunta y
dispara, sin rodeos hacia ella (s).
Asistimos por estos días al discurso que se concentró en la víctima con oscilaciones
más o menos explícitas hacia otra mujer, su madre. La condición policial del padre, que
atendiendo el lugar de los hechos y la tradición de crímenes mafiosos que atraviesa a
la institución que integra podría habilitar las más diversas especulaciones, fue puesto
en la escena mediática al solo efecto de reforzar cuán desobediente, cuán desafiante
ha sido esa niña y sus opciones de vida.

Ese empecinamiento en culpar a la víctima resurge con un vigor intacto y excede la


irresponsabilidad individual o corporativa de quienes lo han expresado. Desde que se
ha reconocido a la dimensión simbólica y la expresión mediática como formas de
violencia de género, hubo conquistas y avances, pero casos como el de Melina marcan
cuán difícil es el camino para la remoción de los dominios del patriarcado. La
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reinstalación de estos discursos que culpan a la víctima es una oportunidad para insistir
respecto de algunas otras cuestiones que suelen quedar opacadas por la violencia del
hecho ocurrido y neutralizadas por la provocación discursiva.
El mecanismo busca reforzar la idea de que aquellas chicas que asuman lo que en los
varones es visto como atributo sean responsabilizadas por ello, por pasar sus días
buscando, parafraseando a Lydia Lunch, satisfacción, o peor aún, su satisfacción. No
importa si esas son las circunstancias del caso de Melina, pero en todo caso la
oportunidad, y lo poco que se sabe acerca de dónde fue vista, fueron desprolijamente
amalgamados en una serie de lugares tan comunes como sexistas. A pocos días de
sus desaparición, Melina empezó a ocupar la escena bajo una serie de expresiones
negativas, muy en línea con esa operación ideológica que reduce la biografía de los y
las jóvenes pobres a ser definidos por la carencia, los “Ni Ni”. Ella ni estudiaba, ni
trabajaba, ni era una buena niña, por lo tanto no es hoy una buena víctima.

En este punto, basta con tomarse unos minutos para evocar la forma en que Ángeles
Rawson, del barrio de Palermo era presentada públicamente para constatar que entre
nosotros también es posible encontrar aquella forma diferenciada de tratamiento
categorizada con la noción de “víctima blanca” en los Estados Unidos, lo que constituye
casi una redundancia. Todo lo que en el perfil público de Ángeles u otras “buenas
víctimas” aparece definido como pérdida de oportunidad, como vidas inexplicablemente
truncadas, “arrebatadas” se suele decir, en casos como el de Melina, aparecen
definidos como carencias, se las presenta como causas, y a ellas como responsables.
Esta distinción y el modo en que se refuerzan las diferencias políticamente construidas
y discursivamente reforzadas podría apoyarse, con ayuda de Judith Butler, en las
nociones de precariedad de la vida y la existencia diferenciada según seamos o no
dignos, o dignas, de duelo. Así, en el texto introductorio de “Marcos de la guerra. Las
vidas lloradas”, Butler enseña que la precariedad es constitutiva de toda vida mientras
que la precaridad es ya una condición política inducida que diferencialmente expone a
las personas. Podríamos aventurar que entre ambas vidas, Angeles y Melina, hay
una precariedad compartida en términos de género, que converge con la precariedad
diferencial de Melina. Desde la presentación discursiva dominante, algunas pérdidas de
vida nos son presentadas como dignas de llanto, mientras muchas otras aparecen
condenadas a soportar una exposición diferencial a la violencia y la muerte, y por lo

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tanto, a ser sustraídas de la solidaridad empática a través de una hiperdiferenciación


entre ellas y nosotros.
Se configuran así escenarios en los que, sin identificación afectiva debido a la ausencia
de una “buena víctima”, se presentan límites para la reacción política. Esta reacción,
señala Butler, está asociada al duelo frente a la injusticia o la pérdida insoportable y, en
tanto tal, podría conducir a las transformaciones.
Aquí existe un amplísimo abanico de interpretaciones y lecturas posibles acerca de la
captura televisiva de los casos. Sólo por plantear una pregunta elemental: ¿qué
factores movilizan o paralizan una reacción social más amplia o condena a los casos a
licuarse en el olvido?

Retomando la cuestión desde una perspectiva de género, cuando vemos la intensidad


del reproche que le dirigen a Melina y el recorte que sin azar hacen para perfilarla, es
casi imposible no evocar el comienzo implacable de “Paradoxia. Diario de una
depredadora” donde Lydia Lunch decía: “Los hombres – un hombre, mi padre- me
trastornaron de tal manera que llegué a ser como ellos. Todo lo que adoraba en los
hombres, ellos lo despreciaban en mí: indolencia, arrogancia, terquedad, desafecto y
crueldad. De naturaleza fría y calculadora, era inmune a todo lo que no fuera mi propio
interés. Nunca fui capaz de admitir las repercusiones de mi comportamiento”.

Ese padre, esos hombres, el patriarcado capitalista o el capitalismo patriarcal en fin,


están ahí, operando social y culturalmente la construcción de las niñas como objeto de
consumo privilegiado. Y convocándolas explícitamente a construirse bajo la premisa
que impone una precoz hipersexualización de las identidades para luego reducirlas a la
cosificación más extrema.

Al mismo tiempo, aunque jerarquizados, los varones son, tal como enseña Rita Segato
en “Las estructuras elementales de la violencia”, presionados por la moral tradicional y
el régimen de estatus a reconducirse todos los días, por la maña o por la fuerza, a su
posición de dominación. Ambas trayectorias, por razones distintas, son degradantes.

Cuando resultan exterminadas por el dispositivo sancionador machista, si no logran


superar el estándar de la víctima acorde con las expectativas, serán doblemente
lapidadas, primero por sus victimarios, luego por el discurso dominante que, tras
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machacar con que la clave del éxito está en la disposición (para los demás) de sus
cuerpos, en la misma operación las condena por eso.

Este último golpe de domesticación es parte indispensable de esa violencia


expresiva y como tal está dirigida a las que escuchan: para que aprendan a ser
buenas chicas y vean cuál es el lugar correcto, por dónde circular y por donde no; y si
aún las cosas van mal, al menos serán confirmadas como buenas víctimas. Incluso si
mueren, podrán ser víctimas perfectas. Claro que si son blancas, ese es un camino
menos escabroso.

El entramado de prácticas de sujeción basadas en el género fluctúa entre la


invisibilidad de la opresión autoadministrada con la que nos regulamos y esa violencia
expresiva que tiene sus vectores en muertes como la de Melina. La reacción
despiadada dirigida a responsabilizar a la niña ofrece una música reconocible a
quienes ancestralmente estamos inmersos en estructuras sociales en las que la
seguridad de lo “femenino”, la preservación del cuerpo de ellas, es una responsabilidad
que les es asignada en primer lugar. A diferencia de otros bienes como el de propiedad
-que el Estado defiende como bien jurídico incluso si nosotros como titulares nos
opusiéramos a que el robo de lo que nos pertenece sea investigado-, el cuidado del
cuerpo femenino es, según se nos enseña desde muy pequeñas, tarea primaria de las
mujeres. Ese cuidado está sostenido por un conjunto difuso de represiones, en
particular aquellas que son administradas por la vía de la autorregulación y la
autocensura basadas en estereotipos, conformándose así una primera malla de
dominación hegemónica. Cuando ese tejido no funciona o es desafiado por quienes
debieran portarlo, aparece como recurso privilegiado el reflejo de la responsabilizar a la
víctima.
La investigación judicial puede ser llevada de las narices por la performance de las
coberturas televisivas. Y así se complejizan las posibilidades de hallar una verdad que
se debe construir sobre la base de procedimientos que muchas veces no logran
conformar las ansias del rating. Antes que regular o mitigar a fuerza de avance y
eficacia las distorsiones comunicacionales, son los procesos judiciales los que acaban
marchando al ritmo del timing mediático.

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Para ocuparse de lo que ocurrió, habrá tiempo cuando la atención se desvíe hacia otro
lado, si es que la pérdida de un tiempo inicial que todos repiten como determinante
pero pocos respetan, puede ser recuperado.

Por lo pronto, además de contradecir pautas humanitarias básicas, la circunstancia de


que la familia se enterara del hallazgo del cuerpo de la niña por la televisión advierte
sobre una desconexión sustantiva entre los responsables de la investigación y las
víctimas directas del caso. Ojalá ello fuera un aprendizaje tras aquel macabro
despliegue de aparato que supuso el hallazgo del cuerpo de Candela. Además de
convocar al Gobernador y la televisación en cadena nacional en vivo del encuentro de
la madre con el cadáver de su hija, el caso Candela dejó claro que la escena del
hallazgo y su custodia no formaban parte de las previsiones elementales de los
responsables de la investigación, lo cual sólo resultaría excusable si el lugar no tenía
relevancia alguna.

Si es así y lo sabían anticipadamente, entonces las explicaciones que deberían dar


policías y fiscales involucrados debería ser sobre cuestiones más problemáticas,
algunas de las cuales aparecen puntillosamente indicadas en el informe que, sobre el
caso y sus irregularidades, llevó adelante el Senado provincial. El modo en que
aparece espectacularizado el caso en su tratamiento mediático, hacen inevitable la
comparación con lo sucedido con Candela. El destrato hacia el cuerpo en las
circunstancias del hallazgo es una continuidad de la violencia expresiva del crimen.
También conduce a esa evocación y sugiere reflexiones pendientes, la recurrencia de
esconder el cuerpo durante varios días y su aparición en una bolsa de basura, en algún
rincón del conurbano bonaerense. Claro que la edad de Candela, unos años más
pequeña que Melina, impidió que el tono dominante fuera el de su responsabilidad,
asignada completamente a su mamá. En Candela tampoco faltaron referencias a su
sexualidad, innecesarias y violatorias de su privacidad, que resultaron lo
suficientemente efectivas para ir esmerilando su condición de buena víctima.

Resulta indispensable contextualizar estas muertes violentas de mujeres y niñas no


como una excepcionalidad ni desconectadas de otras formas de violencia. No son
hechos monstruosos que irrumpen en una realidad que es sacudida por ellos, son
cosustanciales a los modos de relación dominantes, allí se gestan y están contenidos.
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Son expresiones extremas de configuraciones sociales y culturales en las que


concurren violencias de distinta intensidad, que se mantienen activas mediante
pedagogías orientadas a reforzar aquello que la militancia feminista denuncia a lo
ancho del mundo: vivimos en sociedades que enseñan a las niñas a no ser violadas en
lugar de enseñar a los varones a no ser violadores.

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