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Juan Camilo Urueña Martínez


La novela y el ensayo
Metaficción, differánce y repetición en La sombra del caminante de “Ena Lucía
Portela”

En una entrevista (2006) concedida por Ena Lucía Portela a La Habana elegante, a la
pregunta de Jorge Camacho por los motivos que la impulsan a escribir sobre la
violencia en Cuba, la escritora contesta que la violencia no es asunto de naciones, sino
que, al contrario, se trata de un tema de orden mundial que afecta a todos los seres
humanos. Pese a esta evidencia, dice la autora, los relatos cristianos, musulmanes y
budistas contribuyeron a que en Occidente la violencia se identificara con el mal o, en
otras palabras, con la contracara de la civilización1. Esta valoración negativa de la
violencia está afincada, de acuerdo con Portela, en la posición que ocupa la bondad
dentro de los ya mencionados marcos religiosos. “Necesitamos creernos buenos” a
sabiendas, incluso, de que esta necesidad, formulada a modo de imperativo categórico,
anula violentamente cualquier brote de irracionalidad o locura que no se ajuste al
relato civilizado de la modernidad.
El punto de vista de Portela acerca de la violencia se enriquece y matiza si
tenemos en cuenta otra de sus entrevistas (2010) concedidas a este mismo medio,
dirigida por Saylín Álvarez Oquendo. La entrevistadora pregunta a la escritora por su
proyecto actual: una novela que llevaría por título La última pasajera y que, de
acuerdo con algunos fragmentos ya publicados en varias revistas, parecería girar en
torno al tema político de la Cuba contemporánea. Ana Lucía responde de la siguiente
manera:

La última… es fundamentalmente, o más bien lo será cuando esté concluida, una


novela noir, donde alguien investiga una serie de asesinatos espeluznantes que
acontecen en las noches del Vedado, aquí en La Habana, entre febrero y noviembre de
2007, y que, al menos en principio, nada tienen que ver con la política. Te digo «al

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Término que tiene su origen en territorio europeo y que ha sido ampliamente estudiado
dentro de disciplinas como la sociología y la literatura a causa del valor que adquirió, desde
finales del siglo XVII, en la construcción identitaria de naciones como Francia y Alemania.
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menos en principio» porque está claro que todo lo que pasa bajo un régimen totalitario
siempre tiene que ver con la política en algún sentido.

Estas últimas palabras, sumadas a las que expusimos en las líneas anteriores acerca de
la violencia, bien pueden aplicarse a La sombra del caminante (2001) pese a que
difícilmente podamos acercarnos a esta novela desde un único punto de vista. En
efecto, la narrativa de Portela ha generado una cantidad importante de textos críticos
y académicos de la más diversa naturaleza. Lecturas comparadas con la teoría
postestructuralista son, sin embargo, las más frecuentes. Sobre este punto, pese a la
incomodidad que este tipo de lecturas produce en la autora, hay que decir que no
dejan de ser importantes, imprescindibles incluso, algunos conceptos teóricos que
provienen de la reflexión de Roland Barthes, Gilles Deleuze y Jacques Derridá a la hora
de abordar una obra como La sombra del caminante.
Sin embargo, también hay que decir que la incomodidad de Portela frente a las
lecturas que subordinan o reducen su narrativa a la teoría literaria puede hallar una
explicación en la compleja estructura metatextual de sus creaciones, sin mencionar la
exuberancia de registros verbales y técnicas narrativas que contribuyen a la
construcción indiscutible de un espacio-tiempo sui generis donde lo descentrado,
limítrofe, caótico, diferido y desproporcionado son, paradójicamente, principios
ordenadores del discurso. Nuestro objetivo, por lo tanto, será aproximarnos a La
sombra del caminante desde algunos conceptos clave del relato postestructuralista
tales como texto-lectura, differánce y repetición, pero siempre reconociendo que los
metacomentarios de la autora cubana constituyen el primer nivel crítico que el lector
debe explorar como parte del juego narrativo que propone la autora. Lo anterior con
el fin de mostrar el modo en que La sombra del caminante desmantela, elude y
ridiculiza aquellos valores que están en la base del relato moderno: razón, verdad y
confianza en la bondad.

El texto-lectura

No puede negarse, por estar presente desde el inicio de la narración, el juego


atrevido con el lector que propone La sombra del caminante. Un juego que recuerda

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las palabras de Roland Barthes (1994) en esa apasionante y sugerente obra titulada El
susurro del lenguaje. En el apartado titulado “Escribir la lectura” Barthes nos pregunta:

¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a


lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran
afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado
nunca eso de leer levantando la cabeza? Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque
interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo
que intento escribir. (35)

En La sombra del caminante, los momentos de afluencia de ideas, de excitaciones


y asociaciones dejan de ser momentos para convertirse en una constante narrativa
que, apoderándose del texto y el lector, producen y re-producen la sensación de estar
inmersos en un remolino verbal del que, difícilmente, se puede escapar; un remolino
que nos roba la respiración, que nos obliga, como único acto de supervivencia, a
levantar la cabeza. Muestra de lo anterior es el pasaje del primer capítulo, dedicado a
parodiar y problematizar el modelo de “Hombre Nuevo” que el Che Guevara
propusiera en aquel famoso texto de 1965 titulado “El socialismo y el hombre en
Cuba”:

Ahora solo queda este campo mugriento y bastante obligatorio para los muchachos
que estudian en la Universidad, en nuestra gloriosa Colina, y que por inepcia... o por
azar o dejadez, alegría chapucera del “qué más da” o auténtico amor al tiroteo, se
ejercitan con pistolas de verdad... cuando se consiguen las municiones de verdad que
requieren las pistolas de verdad para realizar su propio ser, aunque sólo sea
desguazando ojos de cartón y para realizar el ser momentáneo de los muchachos que
necesitan aprobar de cualquier manera... una asignatura que se llama Educación
Física, mens sana in corpore sano, con el fin de progresar en sus respectivas paideiai
para graduarse, enmarcar y encristalar el título cual pieza de museo, colgarlo en la
sala de la casa junto a la foto del añito, de los quince añitos o de la boda con una cake
de plástico... para que todos los envidiosos palurdos pelagatos pelafustanes del
barrio, gentecilla de bajísima estofa, tengan noticia de la licenciatura aunque hayan
pasado de moda la toga y el birrete, para llegar a ser un día de estos, ciudadanos
prósperos, felices y muy patrióticos, ejemplos concluidos y concluyentes de ese
indescriptible adjetivo que se denomina el Hombre Nuevo. Uf. (Portela 12-13)

¡Uf!, respira el narrador y respira el lector, quien levanta la cabeza para sobreponerse
del chorro verbal que ha desbaratado, con su afluencia, los relatos de la utopía

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revolucionaria2, y que ha puesto en evidencia, además, la participación de la


institución educativa dentro de unos propósitos que, por la forma como son
presentados, resultan ridículos, cómicos.
Esta actitud burlona de Portela frente al modelo del Hombre Nuevo se explica
con suficiencia en el artículo de Ivonne Sánchez, titulado “La sombra del Hombre
Nuevo en Enna Lucía Portela”. Según Sánchez, pasadas tres décadas del triunfo
revolucionario, con la caída del muro de Berlín y la disolución del bloque soviético, el
fracaso y la frustración del proyecto revolucionario se hacía cada vez más evidente.
Para aquellos cubanos nacidos en la década de los setenta, por ejemplo, el choque de
valores que debieron afrontar hacia finales del siglo XX adoptaba la forma del
desencanto:

Las nuevas coordenadas de los HN, y de su figura en la literatura hodierna, podemos


encontrarlas en la coexistencia de diversos modelos socioculturales dentro de la isla:
un “comunismo de cuartel”, un socialismo democrático de los ochenta, un
“capitalismo de Estado” o “socialismo de mercado” y un capitalismo neoliberal
(Navarro, “Introducción al ciclo” 5), que han provocado lo que Fornet llama “un
desencanto llamado posmodernidad”. La posmodernidad entendida, a decir de
Zygmunt Bauman, como una “modernidad sin ilusiones” (41), como “una etapa
autocrítica, autodenigrante, y en muchos sentidos autodesmanteladora” (Ética
posmoderna 8) de la era moderna. (Sánchez 3)

En efecto, las ilusiones del proyecto moderno ligadas a la confianza en la razón


de los sujetos y en su capacidad para alcanzar la verdad y el bien, se ven seriamente
afectadas en La sombra del caminante debido, precisamente, a que razón, verdad y
bien son presentados como rémoras del progreso individual antes que como
instrumentos apropiados para su consecución. El caminante ― ¿o deberíamos decir el
delincuente, asesino, culpable, condenado, marginado, mudo, afásico, sin voz?, que en
ocasiones toma la figura de Gabriela Mayo y en otras las de Lorenzo Lafita, La Persona
que Busca (¿el lector?), Emilio U, ¿etc.? ― se nos muestra en huida permanente de la
razón, la verdad y el bien. Huye, pues, de la narración, de la geometría, goodbye future,

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El vocabulario bélico, que aparece desde el inicio de la narración en forma del campo de tiro y que se
despliega luego a modo de explosión verbal, con pistolas, artefactos y llamas, recuerda ese metarchipiélago
que Benitez Rojo describía en La isla que se repite.

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del ojo con H y sin h que trabaja para el Hideputa… je je. Huye del límite, de la
clasificación, del encierro. Huye, pues, del crítico, vigilante, instructor. Huye, sin poder
hacerlo del todo, del poder. Al lado de la mira, de la diana, de la máquina, del Hojo que
fija, que detiene y paraliza lo que se le pone en frente. Al lado, pues, del aparato
colonizador, “yo soy un desgraciado miope y es por eso que no aparezco en esta
historia”. Yo, lector-escritor, que abandoné el papel de receptor pasivo, de sujeto por
y para el deseo del otro, me transformo ahora en un productor del texto; destapo la
tubería obstruida, reprimida, y puedo, por fin, escuchar, en El susurro del lenguaje, mi
propia voz. ¡Uf!

El caminante que no puede caminar hacia adelante

Para huir de la presencia, del Hojo vigilante, debo (poder) diferir, procrastinar, dejar
la resolución de la acción para más tarde, conservar el secreto, asegurar mi placer,
olvidarme de la idea de que el tiempo corre hacia adelante y preguntarme, además,
por qué derecha/Eisenhower/adelante e izquierda/Castro/atrás. Debo (poder) ser un
farsante, ladrón, enmascarado, estafador, rufián, mentiroso, malandro, o c i o s o, debo
(poder) perderme, errar, ser, en resumen, O turista aprendiz, etc, etc. No sin antes
recordar, a los trabajadores del Hideputa, que Jacques Derridá, en ese texto de 1967
titulado La diferencia / [Différance] se “expresaba” en los siguientes términos:

¿Cómo me las voy a arreglar para hablar de la a de la diferencia [différance]? Está


claro que esto no puede ser expuesto. Nunca se puede exponer más que lo que en un
momento determinado puede hacerse presente, manifiesto, lo que se puede mostrar,
presentarse como algo presente, un ente‐presente en su verdad, la verdad de un
presente o la presencia del presente. Ahora bien, si la diferencia [différance] es
[pongo el “es” bajo una tachadura] lo que hace posible la presentación del presente,
ella no se presenta nunca como tal. Nunca se hace presente, ella no se presenta nunca
como tal. Nunca se hace presente. A nadie. Reservándose y no exponiéndose, excede
en este punto preciso y de manera regulada el orden de la verdad, sin disimularse,
sin embargo, como cualquier cosa, como un ser misterioso, en lo oculto de un no‐
saber o en un agujero cuyos bordes son determinables [por ejemplo, en una
topología de la castración]. En toda exposición estaría expuesta a desaparecer como
desaparición, correría el riesgo de aparecer, de desaparecer. (5)

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¿Quién es pues, Gabriela Mayo y Lorenzo Lafita, sino La Persona que Busca y la
Persona que se Esconde, que se resiste a ser expuesta?, ¿quién sino yo, un desgraciado
miope, que no aparezco en esta historia? Un rodeo, una pelota de colores ¿infinitos?,
que rueda rencorosa por la playa, que se esconde entre los matorrales y la noche para
llevar a cabo su ejercicio masturbatorio de lectura. Un mirón-exhibicionista, un lector-
escritor, un tú, un yo, un ella, un él, un nosotros:
Entre ellos, proyectos de ciudadanos prósperos, felices y muy patrióticos, futuros
hombres nuevos por ahora igualiticos a sus congéneres de todas las épocas, se
encuentra Lorenzo Lafita. Y, en su mismo espacio, también se encuentra Gabriela
Mayo. No se trata de dos personas distintas, ni de una sola con doble personalidad, ni
de la metamorfosis de Orlando, ni del misterio de una Trinidad donde el Padre y el
Hijo se hubieran confabulado para expulsar a patadas al Espíritu Santo, ni de
ninguna otra cosa que hayas visto antes. Sólo están ahí, ambos. A veces se manifiesta
Lorenzo y a veces Gabriela, nunca los dos a un tiempo y ninguno sabe de la existencia
del otro. Por uno de esos caprichos de la vida que nadie consigue explicarse, la
distinción no procede. Y no procederá, como verás, a todo lo largo del relato. Así que
no te rompas la cabeza con las estalactitas y las estalagmitas de esta excepcional
criatura dúplex, nuestro héroe, quien ahora en este preciso momento, acaricia
ensimismado las aristas de una caja de madera con llave. (Portela 13-14)

Estas aristas ya las había acariciado, sin embargo, hacia principios del siglo XVI, un
ángel caído de rasgos andróginos, en Melancolía I:

Melancolía I, Alberto Durero, 1514

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El ángel, que aparece rodeado de los más exquisitos instrumentos y que lleva al cinto
un juego de llaves, mira con desasosiego un poliedro misterioso en el que se refleja un
rostro no menos desconcertante. Al fondo, precediendo una escalera de la que
ignoramos su origen y destino, un tablero de 4x4 en el que se distribuyen los números
del 1 al 16, de modo que la suma de filas y columnas deriva siempre en el mismo
resultado: 34. Medida, exactitud, repetición, matemática que frunce el ceño frente a las
caras ocultas del poliedro: melancolía.
No queda entonces más alternativa que acogerse a las recomendaciones del
ausente, de un Emilo U que se invoca constantemente sin nunca llegar a manifestarse:

«Sus oyentes habrían de renunciar a la expectativa de asir alguna reconstrucción de


los sucesos más o menos realista en sentido tradicional. Deberían conformarse con
mitos, fantasmagorías, hilachas, embriones, materiales muertos y protohistorias
disecadas» Y más adelante: «sin una anécdota bien trenzada (…) frases que se siguen
y se neutralizan sin hacer caso de la lógica, de eso que llamamos lógica por seguir la
tradición. Emergen, pues, ya en ruinas, estas historias siempre por construir.
Fragmentos apenas susceptibles de ser encadenados siquiera en el más azaroso de
los montajes. Textos esquizofrénicos y desprendidos de la imposibilidad, el desorden,
una oscura sensación de fracaso y también de impostura algo carnavalesca, triste y
jovial.» (157)

Consideraciones “Finales”
La paranoia del cierre, el miedo a lo concluido, la reaparición inevitable de la
castración, el presentimiento de la asfixia. Si pensamos de nuevo en Roland Barthes y
en su tarea titánica de escribir la lectura de Sarrasine, una tarea que también asume
Ena Lucía Portela, no ya con Sarrasine, sino con esa novela de un tal Emilio U titulada
La sombra del caminante, “tendremos” que aceptar que la lectura es “ sería el gesto del
cuerpo (pues, por supuesto, se lee con el cuerpo) que, con un solo movimiento, establece su
orden y también lo pervierte: sería un suplemento interior de perversión” (Barthes 42).
Pero si esta conclusión no llegase a satisfacer por completo el ojo de Hojo, podríamos
apuntar, exclusivamente para él, unas más coherentes y persuasivas:
1). Podríamos decir, por ejemplo, que Ana Lucía Portela, haciendo un uso magistral
de las estrategias metaficcionales, borra el límite entre un texto crítico y un texto literario,
entre ensayo y novela.
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2). Con base en lo “expuesto” en las líneas anteriores, podríamos afirmar, además,
que la indeterminación de Gabriela Mayo/Lorenzo Lafita no puede separarse de modo
alguno de la huida que ambos emprenden tras haber cometido el doble asesinato, aquel que
deja patas arriba a la instructora de tiro. Es decir, la indeterminación narrativa se relaciona
estrechamente con el crimen y el castigo.
3). Por último, retomaríamos el concepto de la differánce para mencionar que esta,
como Gabriela Mayo y Lorenzo Lafita, es semejante a la travesía misma que emprende el
lector en el proceso de reconstrucción textual, con la esperanza de encontrar no una pared,
sino un espejo.

Bibliografía
• Barthes, Roland. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura.
Ediciones Paidos, 1994.
• Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite: el Caribe y la perspectiva
posmoderna. Hanover: Ediciones del Norte, 1989.
• Guevara, Ernesto Che. El socialismo y el Hombre Nuevo. México D.F.: Siglo
XIX, 2007.
• Derridá, Jacques. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 2013.
• Portela, Ena Lucía. La sombra del caminante. Bokeh, 2016.
• Entrevista titulada «No me hagas preguntas capciosas», realizada por Saylín
Álvarez Oquendo para la publicación La Habana Elegante.
• Entrevista titulada «¿Quién le teme a Ena Lucía Portela?», realizada por Jorge
Camacho para publicación La Habana Elegante.
• Sánchez, Ivonne. “La sombra del Hombre Nuevo en Ena Lucía Portela” en
http://www.iiligeorgetown2010.com/2/pdf/Sanchez-Becerril.pdf

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