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Hermosa a ojos del Señor es la muerte de los justos», dice el salmo. Si' ' 1 1
alguien se pregunta por qué al Señor le resultan más preciosas las muertes de los justos
que sus vidas, la respuesta es la siguiente: al Señor le complacen los justos porque llevan
una vida recta, pero sólo a sus muertes tiene la certidumbre de que nunca se han
desviado del camino recto.
Quienes quiera que hayan sido los justos en el transcurso de mi vida, por el
momento puedo estar seguro de dos, aunque el mundo es consciente de ellos sólo
después de que hayan sido martirizados. Y como prueba de lo que dice el salmo, su
muerte, libremente elegida, reveló la absoluta rectitud de sus vidas. Una de estas
personas fue un sacerdote franciscano, el padre Maximilian Kolbe. El otro fue un médico y
educador judío, el doctor Janusz Korczak. Ambos murieron voluntariamente en los
campos de concentración alemanes durante la segunda guerra mundial. El padre Kolbe
se presentó voluntario para morir de hambre en lugar de otro prisionero, permitiéndole
vivir y regresar junto a su esposa y sus hijos, familia que el padre no tenía. Así pues, el
padre Maximilian Kolbe fue asesinado, lo dejaron morir de hambre. Pero el prisionero a
quien salvó sobrevivió para contar la historia, al igual que otros prisioneros que fueron
testigos de la muerte de Kolbe, y algunos de los guardias de las SS a quienes impresionó
mucho el valor con el que afrontó su terrible destino.
Los nazis ordenaron que el 6 de agosto de 1942, los doscientos niños del orfanato
judío del gueto de Varsovia fueran llevados a una estación de tren, para embarcar en
vagones de mercancías. Korczak, como el resto de los adultos del gueto, sabían que los
vagones conducirían a los niños a la muerte en la cámara de gas de Treblinka. En un
fructífero esfuerzo por aliviar la angustia de los niños, Korczak les dijo que iban a ir de
excursión al campo. El día señalado, el mayor de los niños les guiaba, enarbolando la
bandera de la esperanza, un trébol dorado de cuatro hojas sobre un campo verde, el
emblema del orfanato. Como siempre, incluso en esta terrible situación, Korczak había
dispuesto que un niño, y no un adulto, guiase a los demás. Caminaba justo detrás del
guía, llevando de la mano a dos de los niños más pequeños. Tras ellos desfilaban los
demás, de cuatro en cuatro, en excelente formación, seguros de sí mismos, como les
había enseñado durante su estancia en el orfanato.
La impresión que producía a quienes observaban el desfile de los niños era de que
mantenían sus cabezas bien altas, como en silenciosa protesta o desafío a sus asesinos;
pero lo que estos observadores interpretaron era probablemente sólo la confianza en sí
mismos de los niños, que habían adquirido de su maestro. Cuando su procesión llegó al
lugar que les habían ordenado, los policías, hasta entonces ocupados en meter a golpes a
los judíos en los vagones y maldiciéndoles mientras lo hacían, de repente se quedaron
sorprendidos al ver a Korczak y a los niños y les saludaron. El oficial alemán de las SS
que mandaba a los guardias estaba tan asombrado de la dignidad de Korczak y los niños
que preguntó maravillado: «¿Quién es ese hombre extraordinario?». Incluso en la
estación, se produjeron los últimos intentos por salvar al doctor Korczak. Uno de los
guardias le dijo que se marchara -que en la estación sólo se había citado a los niños y no
a él- e intentó arrojar a Korczak del tren. Pero Korczak se negó, como antes, a separarse
de los niños y les acompañó a Treblinka.
Durante años, antes de que esto ocurriera, toda Polonia conocía al doctor Janusz
Korczak como «el viejo doctor», que era el nombre que empleaba cuando pronunciaba
sus charlas radiofónicas sobre niños y educación. Gracias a ello su nombre resultaba
familiar incluso a quienes no habían leído sus muchas novelas -por una de las cuales
recibió el más alto premio literario de Polonia-, ni visto sus obras teatrales, ni leído sus
numerosos artículos sobre niños, ni conocían su divulgada labor con los huérfanos. Por
ejemplo, en 1981, en un congreso sobre Janusz Korczak, el profesor de teología polaco
Tamowski recordaba que de joven admiraba las charlas radiofónicas del «viejo doctor» sin
saber que la persona que escuchaba era el conocido autor de uno de sus libros favoritos,
El reyMatías.
Como los conocía de verdad, no los idealizó. Igual que hay adultos buenos y
adultos malos, de todo tipo y especie, Korczak también sabía que existe toda clase de
niños. Trabajando con ellos de muchos modos en el curso de su vida y viviendo con ellos
en el orfanato, Korczak conoció a los niños por lo que son y siempre estuvo muy
convencido de su integridad. Sufría cuando los niños eran tratados de modo injusto, sin
concederles el crédito que merecían por su inteligencia y honestidad esencial.
Korczak era muy crítico con nuestro sistema educativo que, tanto entonces como
ahora, cargaba a los niños con información irrelevante e inconsecuente, cuando la
principal tarea de la educación debería ser ayudar y preparar a los niños a cambiar su
realidad presente en una futura mejor. Korczak estaba convencido de que las relaciones
de poder entre adultos y niños eran totalmente erróneas, que debían cambiar para que los
adultos se disuadieran de su derecho-concebido incluso como una obligación- a disponer
a su voluntad de la vida y del mundo de los niños, sin tener en cuenta los sentimientos de
éstos. En opinión de Korczak, sólo una educación que se tome muy en serio la visión de
las cosas del niño, puede mejorar el mundo. Su creencia más arraigada consistía en que
el niño, por una tendencia natural a establecer dentro de sí un equilibrio práctico, tiende a
mejorar cuanto puede, si se le presenta la suerte, la libertad y la ocasión de hacerlo.
Ofrecer a los niños estas oportunidades era el centro de todos sus esfuerzos.
Aquellos que como Korczak se dedican tenazmente a construir este mundo mejor
para los niños suelen estar motivados por una infancia desdichada. El sufrimiento les
causó tan duradera impresión que toda su vida trataron de cambiar las cosas para que
otros niños no tuvieran que sufrir semejante destino. El nombre real de Janusz Korczak
era Henryk Goldszmit, vastago de dos generaciones de judíos cultos que habían roto con
la tradición judaica para asimilarse a la cultura polaca. El abuelo de Korczak era un
apreciado y brillante médico, su padre, un famoso e igualmente brillante abogado. En el
aspecto externo, la vida anterior de Henryk transcurrió en una situación plácida, en el
hogar de alta burguesía adinerada de sus padres. No obstante, desde muy pronto se
familiarizó con las dificultades emocionales: su padre tenía ideas grandilocuentes y
fantasiosas sobre el mundo, y tenía gran dificultad para desenvolverse en la realidad. Por
ejemplo, retrasó el registro, del nacimiento de su único hijo, Henryk, y en consecuencia no
se sabe si Henryk nació el 22 de julio de 1878 o de 1879.
Cuando Henryk era un niño pequeño, aunque todo parecía ir bien, su familia vivía
en una atmósfera de alienación, psicológica, cultural y social, que debió de contribuir a la
inestabilidad mental de su padre. Aunque habían nacido judíos, los padres de Henryk se
alienaron abrazando la cultura polaca. Sin embargo, una vez integrados en esta cultura,
se distanciaron de la cultura de los judíos polacos, que en esa época era peculiar y vital.
Casi todos los judíos que vivían en Polonia en aquel tiempo hablaban y leían el yiddish;
las tradiciones y ritos judíos regían sus vidas. La religión guiaba todo aquello que hacían y
pensaban. Por el contrario, los padres de Henryck eran judíos no practicantes que sólo
hablaban polaco. Así que, a pesar de disfrutar de niño de muchas atenciones, supo desde
su nacimiento lo que significaba ser un marginado. Y toda su vida fue un marginado.
Cuando Henryk tenía sólo once años, su padre empezó a sufrir serios trastornos
mentales, que requirieron su intemamiento en una institución mental. Murió cuando
Henryk tenía dieciocho años. Con el deterioro del padre de Henryk, que era quien ganaba
el sustento familiar, la familia conoció dificultades económicas. A partir de entonces,
Henryk tuvo que contribuir al mantenimiento de la familia, hasta convertirse en el único
medio de subsistencia. En la escuela ganaba algún dinero dando clases a niños más
pequeños. Cuando estudiaba en la universidad empezó a mantener a su madre y a su
hermana por medio de la escritura. En esa época adoptó el seudónimo por el que el
mundo le conoce. Deseaba participar en un concurso literario y temía no tener ninguna
oportunidad de ganar si empleaba su nombre, de modo que Henryk presentó su obra con
un nombre de sonoridad polaca, Janusz Korczak, que sacó de una novela polaca que
estaba leyendo en aquel momento. Aunque no ganó el certamen literario, a partir de
entonces utilizó este seudónimo.
En aquella época, aun habiendo elegido la medicina como estudio, Korczak estaba
resuelto a dedicar su vida a mejorar la suerte de los niños. Se presentó a sí mismo a una
compañera universitaria diciéndole que era «el hijo de un loco que estaba resuelto a
convertirse en el Karl Marx de los niños». Así como Marx dedicó su vida a la revolución
que liberaría al proletariado, así Korczak consagraría la suya a la liberación de los niños,
que requería cambios revolucionarios en el modo en que los consideraban y trataban los
adultos, quienes anulaban a los niños aún más dolorosamente que, según Marx, se
anulaba al proletariado. Cuando le preguntaron qué implicaría dicha liberación de los
niños, Korczak respondió que uno de sus rasgos más importantes sería concederles el
derecho a gobernarse a sí mismos. Incluso en este primer período, estaba convencido de
que los niños eran capaces de gobernarse a sí mismos, al menos tan bien, o mucho
mejor, que sus padres y educadores. En sus años de universitario, Korczak pensaba que
el mejor modo de ayudar a los niños sería convertirse en pediatra y eso es lo que hizo.
En 1905, cuando estalló la guerra ruso-japonesa, Korczak fue llamado a filas como
médico militar, experiencia que encontró desconcertante, pero que le puso en contacto
directo con el sufrimiento de los pobres. En el curso de ocho años de lenta evolución
decidió abandonar la práctica de la medicina y dedicarse por entero a la ayuda de los
niños que sufrían. Una vez, explicó este cambio de rumbo de la siguiente manera: «Una
cucharada de aceite de castor no cura la pobreza ni la orfandad». Quería decir que ni
siquiera el mejor tratamiento médico puede borrar el mal que la extrema miseria causa en
los niños. Así que, en 1912, cuando acababa de cumplir treinta años, Korczak se convirtió
en el director del orfanato judío de Varsovia, dejando a los niños del hospital con los que
había vivido y trabajado hasta el momento. A partir de entonces y hasta su muerte, vivió y
trabajó en el orfanato, con la única interrupción de su servicio en el ejército ruso como
médico durante la primera guerra mundial.
Otros, como el eminente Neill de Summerhill, las pusieron en práctica más de una
década después de que el doctor Korczak las aplicara a diario. En parte, las creencias de
Neill se fundaban en la práctica y en las experiencias de Korczak. Ni siquiera Neill,
probablemente el reformista más radical de la vida de los niños después de Korczak, llegó
tan lejos como éste en su insistencia en el autogobierno de los niños. Korczak ayudó a
sus niños a crear su propio tribunal y se sometió a sus juicios. Korczak sabía bien que, a
pesar de su extraordinaria devoción por los niños, él mismo era el producto de una
educación defectuosa y por tanto no estaba libre de imperfecciones; hasta cierto punto, su
carácter había sido malogrado por el modelo de educación, como nos ocurrió a todos. Así
que, para Korczak, el tribunal era una institución, de la sociedad de niños que había
creado en el orfanato, más importante aún que el parlamento, el periódico y el resto de
sus empresas independientes.
Korczak relata que en un período de seis meses fue acusado al menos cinco
veces ante el tribunal de los niños. Una vez, arrastrado por sus emociones, abofeteó a un
niño que le había provocado gravemente. Admitió raudo su culpa y que la gravedad de la
provocación no era excusa para abofetear al niño. Otra de sus faltas fue echar del
dormitorio a un niño alborotador para que los demás pudieran conciliar el sueño. Su culpa
fue actuar según su propio criterio, mientras que hubiera debido someter al juicio del resto
de los niños si deseaban dormir a costa de echar de la habitación al niño transgresor. En
otra ocasión fue juzgado y declarado culpable por el tribunal de niños porque durante un
juicio había ofendido a uno de los jueces. Y otra vez acusó a una niña de hurto, en lugar
de permitir que el tribunal de niños decidiera si era culpable.
Debemos a uno de los niños jueces que halló a Korczak culpable de su quinta
infracción un animado relato de los procedimientos judiciales. Jugando, Korczak había
subido a una niña pequeña a un árbol y cuando le entró miedo se burló de ella. Fue
declarado culpable de acuerdo a la regla número cien del tribunal de los niños. La
decisión del juez fue: «Sin excusa, defensa o perdón del acusado, el tribunal le encuentra
culpable». En cuanto se oyó el veredicto, la niña que le había acusado se echó llorando a
sus brazos y lo abrazó tiernamente. Con tales disposiciones podríamos pensar que la vida
en el orfanato era caótica y anárquica. Sin embargo, distaba mucho de eso, como
demuestran la autorregulación y el tribunal de los niños. Korczak sabía muy bien que el
autocontrol era el ingrediente más necesario para una vida feliz. Afirmaba que cuando
todo está permitido, no se desarrolla una fuerza de voluntad; pero la fuerza de voluntad es
muy necesaria para que el niño afronte con éxito las adversidades de la vida.
No sólo cuando era acusado el viejo doctor se sometía contento al juicio de los
niños, sino que lo buscaba siempre en todo lo que hacía. Por ejemplo, Korczak les leía
sus libros, les pedía críticas y se las tomaba muy en serio. Una y otra vez decía y escribía
que los niños eran sus mejores y más importantes maestros, que todo lo que sabía lo
había aprendido de ellos. La valentía personal y el sentimiento profundo con que Korczak
vivía sus ideas lo hacen extraordinario. La naturaleza de estos sentimientos la ilustra la
respuesta de Korczak a una pregunta sobre los principios que subyacían a sus acciones.
Respondió: «Beso a los niños con los ojos y con mis pensamientos, mientras me
pregunto: ¿quién eres tú, tú que eres para mí tan maravilloso secreto? ¿Cuáles son las
preguntas que no te atreves a formular? Los beso a través de mi ardiente deseo de
descubrir de qué manera puedo ayudarlos en sus problemas.
Así que Korczak lo intentó de nuevo y escribió su libro de más éxito, de más
difusión: El rey Matías, publicado en 1928. Fue el libro que el profesor Tarnowski, en la
evocación de su niñez, declaró que había cambiado su idea de los adultos, porque se dio
cuenta de que al menos el autor de esta novela comprendía totalmente a los niños,
comprendía su modo de sentir y de actuar. El rey Matías es la historia de un niño que a la
muerte de su padres se convierte en rey e inmediatamente intenta reformar su reino para
beneficio de niños y adultos por igual. Tanto en el original polaco como en la traducción
alemana, esta historia se ha convertido en un favorito de los niños; por fin, en 1986 fue
publicada en su país. El rey Matías no es otro que el propio Korczak recreado como niño,
que lucha valerosamente contra las injusticias del mundo, la mayoría de las cuales se
infligen a los niños. Todo se nos narra desde la perspectiva de ese muchacho sincero a
ultranza, quien, pese a que sigue siendo un niño, persevera en sus ideas con coraje y
determinación: reconstruir un mundo, muy parecido al nuestro, convertirlo en un mundo
bueno para los niños, y por ello crear un mundo mejor para los adultos. Korczak aparece
en la historia también en forma de adulto, como el viejo doctor que prevé los problemas
que atravesará el rey Matías y que siente gran pena por él. El viejo doctor trata de ayudar
pero fracasa en su intento; el mundo es sencillamente insensible a las necesidades de los
niños, no sabe lo que es bueno para ellos, no valora su sinceridad, su capacidad para
ocuparse de sus propios asuntos, ni sabe cómo construir un mundo mucho mejor para
todos.
La exquisita penetración en la psicología de los niños hace de esta obra una fábula
única, incluida la inmadurez de algunos de sus planes, que inevitablemente conducirán a
su destrucción. Es maravilloso cómo en esta historia, el mundo moderno y su gente
coexisten codo a codo con un mundo completamente imaginario, creado a partir de las
esperanzas, aspiraciones y fantasías de un muchachito audaz, muy inteligente,
imaginativo, sensible y honesto. El rey Matías es una rara obra maestra que nos revela la
visión que un muchacho tiene del mundo de los adultos y sus maniobras, y cómo cuando
se le da libertad para hacerlo, reacciona de modo espontáneo ante él. Al describir las
experiencias de Matías, la historia relata cómo un niño confía una y otra vez en los
adultos, sólo para que lo desilusionen profunda y dolorosamente. Demuestra la perfidia de
los adultos en su trato con los niños y también con los demás adultos, y cómo los niños
son mucho más directos y honestos con los adultos y entre sí.
No es raro que Korczak haya escrito semejante novela, porque dedicó toda su vida
a la educación de los niños. El rey Matías, además de ser entretenida, descubre el modo
en que los niños ven a los adultos, qué desean de ellos y de la vida. La lista de reformas
que el parlamento de los niños del rey Matías desea promulgar es particularmente
reveladora. De entre estas reformas, una de ellas en particular me agrada, por razones
personales: el deseo de los niños de abolir que los adultos los besen. Hace muchos años,
sugerí esta idea, sin saber que Korczak había hecho lo mismo mucho antes, porque todos
los niños que conocía que se atrevían a expresar su opinión sobre este asunto coincidían
en su aborrecimiento a que les besaran indiscriminadamente. Mi sugerencia topó con las
más enérgicas objeciones. Esto, entre otras experiencias, me enseñó lo difícil que es para
los adultos aceptar que los niños experimentan las cosas de diferente manera, y lo pronto
que los adultos olvidan cómo se sentían cuando eran niños. La mayoría de los adultos
están convencidos de que lo que para ellos es una expresión de amor y afecto, debe serlo
también para los niños; no se dan cuenta de que los niños y los adultos experimentan el
mismo hecho de modo muy diverso.
Para los diversos grupos literarios polacos, Korczak resultaba sospechoso a pesar
de sus grandes éxitos literarios, porque no se adhirió a ninguno de los diversos
movimientos literarios y no extraía su estímulo de ellos, sino de los niños. Los educadores
lo temían y lo rechazaban porque criticaba severamente sus métodos. Alienado de estos
círculos adultos, se aproximó al mundo de los niños, quienes como él estaban alienados
del mundo de los adultos. Sin embargo, trabajó toda su vida para romper la alienación de
los niños por parte de los adultos y viceversa. En 1939, en el momento de la invasión
alemana de Polonia, Korczak sabía que se acercaba el fin. Su creciente sentimiento de
desolación le dio ansias de dejar un testamento final. El diario que escribió durante los
últimos meses de su vida en el gueto, sobre todo durante los meses de mayo y agosto de
1942, representa, en sus propias palabras, «no tanto un esfuerzo de síntesis como un
sepulcro de esfuerzos, experimentos, errores. Quizás resulte útil a alguien, en algún
momento, dentro de cincuenta años ...». Fueron palabras proféticas, porque pronto hará
cincuenta años que el viejo doctor las escribió y ahora sus obras y sus hechos son más
conocidos, comprendidos y valorados de lo que jamás lo fueron.
En julio de 1942, menos de un mes antes del fin de Korczak, sus fieles seguidores
y amigos hicieron otro intento por salvarle. Su colaborador y amigo ario Igor Newerly le
proporcionó documentos falsos, que le habrían permitido dejar el gueto con él. Aunque los
ruegos de Newerly no lograron alterar la determinación de Korczak de no abandonar a
sus niños, para demostrale su aprecio Korczak le prometió que le enviaría el diario que
había escrito en sus años de gueto. Como siempre, Korczak cumplió su palabra y, pocos
días después de que los niños fueran conducidos a Treblinka, Newerly recibió el diario. Lo
depositó bajo unos ladrillos en una casa segura y después de la guerra fue a rescatarlo.
Se ha publicado con el título Diario del gueto, y junto con El rey Matías es el único de los
diversos libros de Korczak que ha aparecido en inglés.
En este diario, Korczak menciona la última obra que eligió para que los niños
representaran ante una audiencia del gueto, poco antes de que él y los niños fueran
asesinados. Aunque los judíos tenían prohibido representar obras de autores arios, la
obra elegida fue El cartero del rey. (Korczak, como siempre, no reparó en el riesgo de
castigo por desafiar las órdenes de las SS.) El personaje central de la obra es un
muchacho agonizante, cuyo fin le resulta soportable porque cree que el rey le visitará y
satisfará sus deseos más anhelados. Korczak debió de escoger esta obra porque sabía
cómo hacer soportable la muerte a los niños. Cuando, después de la actuación, le
preguntaron por qué había elegido esa obra, respondió que uno debía aprender a aceptar
con serenidad al ángel de la muerte. Korczak lo aprendió y enseñó a los niños a hacer lo
mismo. En las últimas páginas de su diario del gueto, escribió esta confesión: «No estoy
enfadado con nadie. No deseo a nadie ningún mal. Soy incapaz de desearlo. No se cómo
alguien puede hacerlo». Hasta el final, vivió de acuerdo con lo que los padres rabínicos
escribieron antaño. Cuando le preguntaron: «¿Qué debe hacer un hombre cuando todos
actúan de modo inhumano?», su respuesta fue: «Volverse más humano». Eso es lo que
hizo Korczak al final de su vida.
Me conmovió el libro Anne Frank Remembered, escrito por Miep Giese y Allison
Leslie Gold. Miep Giese, sobre quien Ana Frank escribió en su diario, «parece que nunca
estamos lejos del pensamiento de Miep», conoció a Ana Frank muy bien, la vio crecer y
llegó a amarla. De modo que nos puede contar muchas cosas de ella. Pero me conmovió
la historia de Miep porque habla de la gran humanidad de una persona común y corriente.
Ana Frank debe a Miep Giese la posibilidad de escribir su diario, pues fue ella quien, a
riesgo de su vida, proporcionó a la familia Frank -y a los demás que se ocultaban con
ellos- la comida que les mantenía vivos y el compañerismo humano que necesitaban para
soportar su desesperado aislamiento.
Miep nació en Viena en 1909. Debido a las severas privaciones que experimentó
durante la primera guerra mundial y los años de hambre que siguieron, fue una niña muy
enfermiza, casi desnutrida. Había muchos como ella y ciertos países neutrales intentaron
salvar a estos niños. Los trabajadores socialistas holandeses realizaron uno de estos
esfuerzos, alojando a los niños de los trabajadores socialistas vieneses en sus hogares.
En diciembre de 1920, Miep fue acogida por los Nieuwenhuises, una familia holandesa
trabajadora de medios muy modestos. Ya tenían cinco niños propios, pero, como ellos
decían, donde comen siete, comen ocho. El plan era alimentar a estos niños vieneses
durante tres meses y luego devolverlos a sus padres en Viena. Pero, al concluir los tres
meses, Miep estaba todavía tan enferma y débil que sus padres adoptivos se la quedaron
y, excepto una breve visita de sus padres, creció con los Nieuwenhuises como si se
tratase de su propia hija.
Podría pensarse que la experiencia de ser rescatada hizo que Miep se sintiera
obligada a rescatar a otros. Pero después de leer su relato, estoy convencido de que no
arriesgaba su. vida para rescatar a quienes se encontraban en la extrema * Tras haber
dedicado un ensayo a llamar la atención de mis lectores sobre Janusz Korczak, creo
adecuado hacer lo mismo con Miep Giese, al menos en la forma de un comentario sobre
su libro conmovedor. Apareció en Washington Post Book World en la forma que aquí se
reproduce, necesidad por obligación, sino por pura decencia humana. Hizo lo que creía
correcto, sin importarle su propia seguridad, debido a su propia personalidad.
Al inicio de su libro, Miep cuenta cómo se veía y aún se ve a sí misma: No soy una
heroína ... Más de veinte mil holandeses ayudaron a ocultarse a los judíos y a otros que
en aquellos días tenían necesidad de ocultarse. Por mi propia voluntad hice lo que pude
para ayudar. Mi marido también. No fue suficiente. No tengo nada de especial. Nunca he
deseado ninguna atención especial. Tan sólo estuve dispuesta a hacer lo que se me pidió
y lo que me parecía necesario en aquella época.
En 1933, cuando Miep tenía veinticuatro años, se empleó, más o menos por
casualidad, con el señor Frank, que acababa de escapar de Alemania tan deprisa que su
esposa y sus dos hijas aún no se habían reunido con él en Amsterdam. Cuando lo
hicieron, Miep y más tarde su futuro marido, Henk Giese, se hicieron amigos de los Frank,
y también del grupo de refugiados judeoalemanes. Sus vidas transcurrían con normalidad,
sin sobresaltos, hasta la ocupación alemana de Austria en 1938. En esa época, se ordenó
a Miep que se presentara en el consulado alemán, donde tenía que cambiar su pasaporte
austríaco por uno alemán. Poco después, en la casa de sus padres adoptivos, donde ella
vivía, recibió la visita de una muchacha alemana a quien el consulado alemán había dado
su nombre. La muchacha invitó a Miep a unirse a una asociación femenina nazi. Cuando
Miep se negó, la visitante insistió y le presionó para descubrir las razones de su negativa.
Como respuesta, Miep mencionó, entre otras razones, el modo en que trataban a
los judíos en Alemania. En ese momento no prestó atención a este incidente, que, tras la
ocupación de Holanda por el ejército alemán, tuvo para ella graves consecuencias. Se le
ordenó presentarse al consulado alemán y, debido a su negativa a incorporarse a la
asociación femenina nazi, invalidaron su pasaporte y le ordenaron regresar a Viena en el
plazo de tres meses. Desesperada, pidió ayuda a las autoridades holandesas, quienes le
dijeron que el único modo de permanecer en Holanda era casarse con un holandés. Ella y
Henk Giese habían planeado casarse en cuanto encontrasen un piso para vivir. Entonces
decidieron casarse de inmediato. Podían hacerlo, pero tenía que ser rápido, debido a las
dificultades de Miep para adquirir los documentos que necesitaba de Viena.
Antes de que los preparativos estuvieran concluidos, los Frank se vieron obligados
a esconderse, porque a la hermana de Ana, Margot, le ordenaron que se presentara para
ser embarcada hacia Alemania para hacer trabajos forzados. Aunque cualquier contacto
entre gentiles y judíos se consideraba un crimen castigado con dureza, al saber la
situación, Miep y su marido fueron a casa de los Frank, y cogieron todas las prendas de
vestir y artículos de primera necesidad que pudieron meterse en los bolsillos y ocultar bajo
sus abrigos para llevarlos al escondite, pues no se podía hacer abiertamente ante el
riesgo de ser denunciados. Entonces los judíos debían llevar la estrella de David, lo cual
hacía arriesgado que un gentil caminara junto a un judío. Sin embargo, muy temprano a la
mañana siguiente, Miep acompañó a Margot al escondite. El señor Frank apareció a la
hora de trabajo acostumbrada y más tarde esa misma mañana acudieron la señora Frank
y Ana, con el pretexto de visitar al señor Frank. Todas esas precauciones eran necesarias
para evitar que la gente que vivía en el mismo edificio que los Frank sospecharan o
adivinaran dónde se escondían. Si no informaban de tal desaparición a las autoridades
alemanas, los que mantenían el secreto eran considerados criminales.
Él debía hacerlo sin mediar palabra. No debía llevar nada para no levantar
sospechas. Tras decirle esto, Miep le deseó buen viaje. No dijeron nada más, pues sabían
que el peligro acechaba por doquier en el camino de un judío hacia su escondite. El
hombre con el que contactó era el señor Koophuis, a quien el señor Frank había cedido
su negocio. No conocía al doctor Dussel, ni el doctor Dussel había estado jamás en la
oficina del señor Frank. De modo que el doctor Dussel debía confiar su seguridad y su
vida a un completo extraño. Le sorprendió todavía más que no le condujese al campo,
sino a donde los Frank se escondían. Después, una vez a la semana Miep llevaba a la
señora Dussel una carta de su marido, y su esposa le daba a Miep cartas y paquetes para
él. Sabía que era mejor no hacer preguntas y creía que Miep intercambiaba estas cosas a
través de un contacto lejano. Sólo de este modo, si interrogaban a la señora Dussel sobre
su marido, no revelaría su paradero.
Era tan absolutamente necesario guardar secreto que Henk Giese sólo le dijo a su
esposa -a quien proporcionó cartillas de racionamiento falsas para que pudiera alimentar
a los que ocultaba- que se había unido a la resistencia, unos cuantos meses después de
hacerlo y se lo dijo porque ella debía saber cómo estar informada si lo apresaban o se
veía en la necesidad de esconderse. Para un judío, o para cualquier otra persona en
peligro, encontrar un lugar relativamente seguro era sólo el primero de una serie de
interminables y difíciles problemas que se planteaban a aquellos que los ocultaban. Un
problema diario era buscar el medio de alimentarlos, pues las pequeñas raciones de las
cartillas de racionamiento apenas alcanzaban para sus poseedores. O la resistencia
proporcionaba cartillas falsas, con los riesgos que implicaba el descubrimiento del fraude,
o se obtenía comida del mercado negro, que resultaba caro, complicado y también
peligroso. Cuando una persona oculta caía enferma generaba problemas particularmente
dramáticos, como ocurrió con un joven estudiante alemán a quien los Giese escondían en
su propia casa. No se podía llamar al médico, por grave que fuera la enfermedad, y ni
pensar en llevarlo a un hospital, porque no sólo el enfermo perdería la vida al ser
capturado por la policía, sino también la persona que lo llevase al hospital. Como Miep
explica:
Miep sabía lo importante que el diario había sido para Ana y el secreto que
mantenía sobre él. Por interesada que estuviera en su contenido, creyó que no debía
interferir en los pensamientos privados que Ana se había esforzado en ocultar. Así que
Miep no leyó los diarios entonces, sino que los conservó intactos, con la esperanza de
que algún día pudiera devolvérselos a Ana. Por desgracia no fue posible. Cuando la
guerra acabó, sólo regresó el señor Frank. Privado de su familia, vivió siete años con
Miep y su marido como parte de su familia. Luego emigró a Suiza donde vivía aún su
anciana madre. El respeto de Miep por la privacidad de Ana preservó el diario para la
posteridad. Cuando se supo que Ana había muerto, y después de que el señor Frank
autorizase la publicación dé ciertos extractos del diario, por fin pudo persuadir a Miep de
que leyese los diarios enteros. Hasta entonces se había obstinado en no hacerlo, porque
no quería inmiscuirse en lo que Ana deseaba que fueran sus pensamientos privados. Pero
cuando Miep leyó los diarios, se percató de que si los hubiera leído antes, durante la
ocupación, los habría destruido.
De los 75.721 judíos que fueron deportados desde Francia entre 1942 y 1945,
apenas el 3 por 100 regresaron. Un número desgraciadamente exiguo de niños judíos
sobrevivieron a la ocupación alemana de Francia, al adoptarlos familias francesas u
ocultarse de otras maneras. Claudine Vegh fue una de ellos, una pareja francesa sin hijos
de la zona no ocupada simuló que se trataba de su propia hija. Claudine describe ciertos
aspectos de esta experiencia en su libro, constituido básicamente por conversaciones con
otros diecisiete hombres y mujeres que, como ella, sobrevivieron gracias a ser
bruscamente separados de sus padres. Primero explica la gestación del libro: durante una
ceremonia de Bar Mitzvá experimentó tal turbación que, como resultado, abandonó la
investigación que había emprendido y planeaba presentar para obtener la titulación de
psiquiatra. En su lugar decidió que debía descorrer la cortina que durante más de treinta y
cinco años había ocultado su pasado y el de otros niños judíos que, como ella, habían
sobrevivido a las deportaciones realizadas durante los años de Hitler en Francia. Intentó
descubrir qué habían significado para ellos tales experiencias y por qué, y gracias a qué
milagro, seguían con vida.
Claudine Vegh inicia su conmovedor relato -su propia historia y otras similares- con
lo ocurrido durante una ceremonia que, en circunstancias normales, habría sido de júbilo:
el Bar Mitzvá de un amigo de su hija. Pero en lugar de demostrar el orgullo, la felicidad
que cabría esperar de una madre que asiste a la ceremonia religiosa que celebra la
entrada de su hijo en la madurez, la madre de este muchacho se reconcentró en sí
misma, ocultó el rostro y empezó a llorar en el momento cumbre de la ceremonia. A otra
madre que asistía le sorprendió tal aflicción en una ocasión feliz y se lo comentó a
Claudine Vegh. Eso hizo recordar a la señora Vegh sus sensaciones cuando, un año
antes, su propio hijo había tenido su Bar Mitzvá. También había experimentado gran
angustia.
Con todo esto cayó en la cuenta de que los momentos que normalmente
proporcionan gran felicidad en la vida no son tales para quienes han sufrido una dolorosa
mutilación emocional en su niñez. Para ellos, los momentos importantes de sus vidas
adquieren significados y dimensiones muy diferentes. Debido a sus sufrimientos pasados,
en tales momentos su pena se hace más aguda. Estos momentos especiales reactivan
los terribles traumas sufridos en la infancia, los reviven en la mente a plena potencia.
Aquellos acontecimientos que en circunstancias normales serían felices, hacen que estos
heridos sientan más dolorosamente aún la irreparable pérdida que sufrieron en su niñez y
recuerden agriamente que han perdido para siempre la posibilidad de llevar una vida
normal.Charles, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, comenta: «No sé lo que
significa estar alegre, no sé lo que significa, ni lo he sabido nunca». Lazare lo expresa con
más concisión: «El momento de la felicidad es el que se experimenta como el más
terrible». Louise, que intentaba mantenerse serena y tranquila, sabía en lo más profundo
de su ser que en realidad su vida era «un eterno equilibrio entre la indignación y las
lágrimas».
Hacen falta veinte años o más para comprender que la tragedia particular sufrida
en la infancia ha transformado tu vida. Saúl Friedlander, en su libro When Memory
Comes, escribe: «Sólo en un período tardío de mi vida, a los treinta años, comprendí
hasta qué punto el pasado modificaba mi idea de las cosas, transformaba mis
experiencias esenciales como si las viera a través de un prisma especial del que era
imposible librarme». En el instante en que Claudine Vegh se dio cuenta de que
experimentaba el Bar Mitzvá a través de ese prisma, evocando emociones enteramente
diferentes a las de quienes ella consideraba normales, tomó la decisión de abandonar la
tesis psiquiátrica, que ya tenía bastante avanzada. En su lugar, decidió embarcarse en
una investigación muy distinta y mucho más significativa: desvelar la naturaleza de ese
prisma particular a través del cual se presentaba la vida para ella.
Su decisión tenía mucho sentido para una persona que se preparaba para ser
psiquiatra. Para poder ayudar a los demás en sus dificultades para afrontar la vida, el
psiquiatra debe comprender qué ha convertido a cada paciente en la persona que es. Y lo
que es más importante, los psiquiatras deben saber cómo se han convertido en lo que son
y en qué aspectos experimentan las cosas de diferente manera que aquellos a quienes
pretenden tratar. Es una buena razón para explorar no sólo la propia historia, sino también
la de otros que han sufrido como uno. Pero los resultados de la investigación de Claudine
Vegh son de mayor importancia que una tesis de psiquiatría normal. Mediante las
conversaciones que entabló con quienes de niños habían sufrido como ella, Claudine
Vegh exploró una de las grandes tragedias de nuestro tiempo y las consecuencias
permanentes que acarreó a sus víctimas. Sintió la necesidad de ponderar cómo se las
habían arreglado estas víctimas para sobrevivir, al menos en algún aspecto, y es probable
que también le motivara la esperanza de que su investigación la ayudaría a liberarse de la
terrible carga de su pasado. Puede que sintiera, quizás de manera inconsciente, que si
quienes habían sufrido como ella podían compartir su carga, tal vez ella pudiera hacer lo
mismo, una vez comprendiera de qué se trataba.
Como lectores le estamos agradecidos por el coraje con el que emprendió una
tarea difícil y dolorosa. Sus investigaciones arrojan luz sobre aflicciones que exigen
reconocimiento, que deben comprenderse en su magnitud y con la compasión debida, si
queremos vivir en paz con nosotros mismos. Estemos cerca de tales cosas o lejos,
también vivimos en un mundo de redadas, deportaciones, campos de concentración y
exterminio. Formamos parte de este mundo de niños sufrientes, por lejos que nos
hayamos trasladado en este momento. Lo que sucedió allí, el destino de las víctimas, ha
dejado su huella en todos nosotros y en el mundo en el que vivimos.
¿Por qué las jóvenes víctimas eran incapaces de hablar sobre lo que les ocurrió?
¿Por qué, incluso después de veinte o treinta años, les resulta tan difícil hablar de lo que
les ocurrió en la niñez? Y ¿por qué es tan importante hablar de ello, para ellos y para
nosotros? Creo que estas preguntas están en íntima relación: porque aquello de lo que
uno no puede o no desea hablar es justo aquello que uno no puede olvidar, no puede
conciliar, y es precisamente lo que debemos intentar, por duro y doloroso que sea. Si no
curamos estas viejas heridas, continuarán empozoñándose de generación en generación.
Como Raphael dijo: «El mundo debe saber que estas deportaciones [de sus padres y de
ellos mismos] nos han marcado hasta la tercera generación. Es horrible».
Si hubiera alguna duda sobre si estos viejos horrores siguen marcando a la
siguiente generación, el libro de Helen Epstein Children ofthe Holocaust, la disipa. Sus
padres fueron supervivientes de los campos de exterminio. La experiencia de sus padres
y la incapacidad de hablar de ello dañaron seriamente su vida, a pesar de haber nacido y
haberse educado en la seguridad de los Estados Unidos. A diferencia de los entrevistados
por Claudine Vegh, nunca fue arrancada de sus padres, nunca tuvo que esconderse y
negar lo que era y sus circunstancias para salvar su vida, como hicieron aquellos cuyas
historias componen el libro de Vegh. Al contrario, los padres de Helen Epstein se
esforzaron arduamente para evitar que su hija conociera y sufriera por su pasado. Sin
embargo, a pesar de sus esfuerzos, la hija sufría por la carga de sus padres, al sentir
cuánto habían sufrido sin ni siquiera hablarle de ello. De adulta, Helen Epstein deseó
descubrir si su destino era único o si lo compartía con otros niños cuyos padres
atravesaron por las mismas circunstancias. Los buscó y los indujo a hablar, de modo
parecido a Claudine Vegh. Al igual que Helen Epstein, aquellos a quienes entrevistaba se
habían criado en un ambiente de seguridad física. No obstante, descubrió que a todos,
como a ella, les oprimían las experiencias de sus padres.
Por diferentes que fueran sus historias, todos habían sufrido por la incapacidad de
sus padres de hablar de sus penalidades y de las consecuencias de estas penalidades.
Helen Epstein emplea una conmovedora imagen para describir su sufrimiento: la de forjar
una caja de hierro que ocultó en lo profundo de su ser, una caja que le hacía la vida más
ardua y dolorosa. «Durante años -escribe Helen- mi pena descansaba en una caja de
hierro, enterrada tan dentro de mí que nunca estuve segura de lo que era. Sabía que
contenía cosas más secretas que el sexo y más peligrosas que cualquier sombra o
fantasma. Los fantasmas tienen forma y nombre.
La incapacidad para nombrar y describir nos oprime tan ferozmente que nos obliga
a enterrar lo opresivo muy hondo en nuestro interior y ya no podemos alcanzarlo. Aunque
parezcan tener una existencia independiente que corroe nuestra vida, las cosas
reprimidas tan profundamente destruyen el derecho a disfrutar, incluso destruyen la
sensación de que uno tiene derecho a vivir. Jean, uno de los entrevistados por Claudine
Vegh, se pregunta: «¿Por qué no puedo sacarle provecho a la vida». Expresa el temor a
que su «caja de hierro» encierre sentimientos de violencia, consecuencia de lo que se le
hizo. Dice: «Ya sabes, temo la violencia que a veces siento en mí. Parece como si se
revolviera contra la propia vida. Y lo que es más extraño, siento que no tengo derecho a
vivir».
Creo que la urgencia de Claudine a que sus padres la dejaran rápido se debió sólo
en pequeña parte al miedo por la seguridad de éstos. Es más probable que la niña no
hubiese aceptado quedarse con sus nuevos padres de haberle dado tiempo a meditar la
idea de que nunca volvería a ver a sus verdaderos padres. De haber creído que los
perdería para siempre, habría intentado a toda costa quedarse con ellos. De modo que
apresuró su partida para acortar una separación que de otro modo la habría destruido por
completo. De haberse dado tiempo a explicar sus propios sentimientos, el tiempo a
decirles adiós, no habría podido separarse de ellos. Al urgirles a marcharse, evitaba tener
tiempo de pensar y sentir. Sólo podía separarse de ellos imaginando que sería una
separación estrictamente temporal.
Tras la liberación, cuando la madre de Claudine regresó con ella y le dijo que su
padre había muerto, su reacción fue igual de instantánea y decisiva. Tan pronto vio a su
madre, sin derramar ni una sola lágrima, le dijo: «Lo sé. Al menos me queda uno de
vosotros. No hablemos nunca de ello». Y durante veinte años fue incapaz de hablar de
ello, ni siquiera de pronunciar la palabra «padre», ni se permitió ninguna referencia a este
aspecto de su infancia. Su respuesta no fue única. Al contrario, parece ser la reacción
típica de los niños que perdieron a sus padres en el holocausto. Era un mundo extraño,
dice ella, el mundo de los niños que habían perdido a sus padres. Aquellos a quienes ella
conoció, incluso de niña, después de la liberación en un campamento para tales niños en
Francia, nunca hablaban de sus padres, ni de sus familias, su pasado, sus hogares. «No
hablar nunca de estos asuntos era una regla que nadie había impuesto. Hablar de su
infelicidad, sus penas, derramar lágrimas, les resultaba totalmente inaceptable, y también
a mí.» ¿Por qué reprimieron totalmente sus sentimientos? ¿Por qué negaban la evidencia
y la importancia de tales hechos, hechos que constituían el aspecto más significativo de
sus vidas?
Los oyentes creen que comprenden las torturas que la víctima ha sufrido, pero la
víctima sabe que, en el mejor de los casos, entienden sólo los hechos, pero en realidad
no comprenden la naturaleza de sus sufrimientos. ¿Qué bien les haría, pues, hablar de
ello? Por eso pudieron abrirse sólo a una persona como Claudine Vegh, que había sufrido
como ellos. Pero incluso a ella, al principio, le hablaban sólo con mucha reticencia. Para
estas víctimas el enorme sentimiento de pérdida es tan demoledor que amenaza con
engullirlos, destruir los muros que han levantado para que no les entierre su pena. Tienen
que construir tales muros para ser capaces de afrontar la ardua tarea de crear una vida,
una vez la devastación ha concluido. Se requiere gran esfuerzo y el resultado es bastante
precario; por tanto, no desean ver amenazado su equilibrio.
Para poder construirse un modus vivendi, las víctimas ocultan sus verdaderos
sentimientos tan profundamente, en las capas más internas de su ser, que ni ellos mismos
pueden encontrarlos. Lo hacen para poder seguir viviendo, para sacar buenas notas en la
escuela, superar exámenes, prepararse para una profesión y más tarde casarse, tener
niños, intentar cumplir las obligaciones de la vida familiar. Así pues, el sentimiento se
reprime tanto, que todo lo que saben es que la vida les resulta extraordinariamente difícil y
vacía en el sentido más estricto. Colette, una de las entrevistadas por Vegh, sentía tanto
ese vacío interior que intentaba escapar por todos los medios, como preguntándose qué
sentido tenía para ella ser judía cuando conducía a tanto sufrimiento, sobre todo dado que
su marido no era judío y sus cuatro hijos habían crecido sin ninguna religión. Colette
decía: «Tengo la impresión de que he luchado tanto toda mi vida, y ahora he olvidado el
sentido de esta lucha. Existe un gran vacío a mi alrededor, un vacío que, a pesar de mis
esfuerzos, soy incapaz de llenar». Y lo resume diciendo: «Sí, es realmente muy difícil vivir.
Es extraordinariamente difícil».
Todos aquellos a quienes Claudine Vegh pudo convencer para que hablaran de
sus sentimientos pasados y presentes sabían que hablar sobre el pasado despertaría
sentimientos demasiado penosos de soportar. Por eso temían las entrevistas. Sonia, una
de ellas, le dijo que le daba pánico pensar en lo que podía decir. Ella también temía el
vacío que volvería a experimentar. Decía: «Tengo la impresión de un vacío en mi infancia,
un vacío que me conturba intensamente». Paulette, otra superviviente, empezó la
conversación diciendo: «Ya sabes, aunque he aceptado esta conversación, estoy muy
angustiada, me produce una gran ansiedad».
Esto ocurría unos treinta y cinco años después de los acontecimientos que les
horrorizaba recordar. Cabía esperar que después de todos estos años, durante los cuales
habían llevado lo que parecían vidas normales, durante los cuales habían alcanzado la
madurez, se habían hecho un lugar en la sociedad, creado un hogar, tenido hijos, las
viejas heridas habrían cicatrizado. Pero, para ellos, no se trataba de viejas heridas largo
tiempo cicatrizadas. Al contrario, dichas heridas nunca sanaron, y en cuanto uno las toca
empiezan a sangrar de nuevo profusamente. En otras ocasiones, como resultado de otros
acontecimientos catastróficos -terremotos, inundaciones, hambres- los niños han perdido
a sus padres. Estos niños también sufren cruelmente, pero no son incapaces de expresar
sus sentimientos, de hablar de sus padres y de su terrible pérdida. En resumen, estos
niños se pueden lamentar, pueden llorar abiertamente. Al hacerlo, pueden reconciliarse
poco a poco con su destino. En consecuencia, no llegan a pensar que la muerte de sus
padres les ha privado del derecho a la vida.
Asimismo, Claudine Vegh, al igual que los demás, no hizo ninguna alusión a su
padre durante más de veinte años. Creo que la razón más poderosa de su silencio es que
inconscientemente nunca perdieron la esperanza de que en realidad su padre ausente no
estuviera perdido y regresase por algún milagro. André sugiere esta relación inconsciente
entre el hecho de no hablar de su padre y mantenerlo vivo en lo más profundo de su ser:
«Nunca hablaba de mi padre con nadie, porque él vive en mí, eso es todo, eso me basta».
Por el mismo motivo, Robert siguió creyendo durante años que sus padres regresarían,
en su insconsciente continuaba creyendo que aún vivía con ellos, tanto es así que dice:
«No sé lo que significa vivir», refiriéndose a vivir en el presente, y añade: «Vivo en el
pasado». Su vida real está sólo en el pasado, en un tiempo en el que sus padres todavía
estaban vivos.
El trabajo del duelo se facilita cuando podemos preparamos en cierta medida para
la pérdida. Cuando un padre querido sufre un período de enfermedad antes de morir,
nuestra atención al enfermo durante este tiempo nos ayuda a prepararnos
emocionalmente a lo que ha de venir, nos ayuda a separamos. Incluso cuando no es
posible, normalmente, cuanto menos podemos despedimos del cadáver, participar en el
entierro y en los ritos funerarios. Todo ello nos ayuda a comprender, por poco que
estemos dispuestos a hacerlo, que esa persona ha muerto, que es un hecho que
debemos aceptar. A pesar de todos estos ritos es casi imposible aceptar la muerte de un
ser querido y regresar a la vida sin la ayuda de los demás. Necesitamos sobre todo la
ayuda y la colaboración de los íntimos, en general de los miembros de nuestra familia.
Necesitamos su presencia física y su participación directa en nuestro duelo. Su presencia
y el consuelo que nos ofrecen nos permite creer que no todo se ha perdido, que queda
gente que desea ayudamos a seguir viviendo. No es al muerto a quien se le presentan los
respetos, sino al superviviente. Por eso, desde los tiempo más remotos, los ritos
funerarios se cuentan entre los más elaborados de todos los ritos religiosos.
.
En primer lugar, esperaban a que sus padres regresaran. Y puesto que unos pocos
regresaron, ¿por qué no podían sus padres estar entre ellos? Cuando cabía la posibilidad,
por pequeña que fuera, de que uno o ambos padres pudieran estar aún con vida, a los
niños les resultaba imposible pensar o hablar de ellos como si hubieran muerto. No hablar
de ellos era el único medio por el que podían impedir que los demás lo hicieran, y el único
medio por el que los niños podían conservar sus esperanzas. Pero, al no poder hablar de
sus padres, no poder mencionar lo que para ellos era más importante, nada de lo que
pudieran hablar poseía verdadera importancia. Puesto que debían negar la realidad de la
desaparición de sus padres, nada de lo que podían hablar les parecía real. Para que
sintamos algo como real, la realidad necesita ser validada por los demás. Por eso, en el
duelo es tan importante que hablemos de la persona que ha muerto. Les brinda a los
demás la oportunidad de convencernos de que en verdad la persona ha muerto. Cuando
no hablamos de la muerte de una persona amada, su muerte sigue siendo hasta cierto
punto irreal y entonces no podemos lamentamos.
Además, estos niños nunca recibieron una prueba tangible y física de lamuerte de
sus padres: no hubo cadáver que enterrar, ni tumba que visitar. No hubo ritos que
señalaran el principio del trabajo del duelo, para organizarlo a la manera tradicional.
Incluso dada la participación en todos los ritos normales que ayudan a los vivos a
separarse de los muertos, el luto debe durar mucho tiempo antes de que pueda ser
concluido, sin duda durante muchos meses, y en menor modo durante años y a veces
durante toda una vida. En algunas culturas uno viste de luto un mes, en otras un año, y
sirven como signo de todo el que está de luto. Según la costumbre judía, la losa sepulcral
sólo se coloca en el aniversario de la muerte o del funeral, y señala la conclusión del
período oficial de luto. Los hijos del holocausto no saben la fecha de la muerte de sus
padres, por tanto, no saben cuándo empezar el período de luto, ni cuándo concluirlo.
Sin estas fechas claras de principio y final del duelo, éste parece no tener fin y
existe la posibilidad real de que se prolongue dolorosamente durante toda la vida de la
persona. Saúl Friedlander comenta que cuando la gente nos deja, su presencia echa el
ancla y sobrevive en la memoria de los que se quedan, en sus recuerdos y sus
conversaciones diarias, en los álbumes de fotografías que uno enseña a sus hijos. De vez
en cuando ponemos flores en su tumba y allí está su nombre, grabado en una lápida.
Pero a estos niños les robaron la oportunidad de entrar en el perído de luto, que habría
delimitado no sólo el principio sino también un final concreto.
Jean, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, confirma este dilema. Debido a
la ausencia de signos tangibles que testificaran la vida y la muerte de sus padres, le
resultaba imposible olvidarlos y llevar una vida normal. Decía: «A menudo me pregunto
por qué soy incapaz de disfrutar de la vida. Si pudiera olvidar el pasado por completo, es
posible que pudiera vivir como el resto de la gente, feliz de lo que tengo, y no pensaría
todo el tiempo en lo que he perdido. No tengo fotografías de mis padres, no tengo una
última carta de ellos, ninguna tumba reúne mis pensamientos a su alrededor. Todo lo que
tengo es una nota: Desaparecidos... Auschwitz 1943. Es terriblemente duro». La ausencia
de pruebas tangibles no permiten un duelo normal, que evitaría un eterno lamento.
Por influyentes que sean los factores que impedían a estos niños el duelo por sus
padres, se desvanecen en la insignificancia si los comparamos a las condiciones
psicológicas de los niños tras ser separados de sus padres. Para poder sobrevivir, estos
niños no se permitieron el duelo, caer en la depresión que forma parte de él. Necesitaban
toda su energía mental para hallar los medios de afrontar, de adaptarse a una nueva
forma de vida, de aprender a vivir con gente a la que no conocían, en condiciones
totalmente nuevas y extrañas. No había nada familiar alrededor que les pudiera dar el
amoroso apoyo que habrían necesitado para asimilar lo que les había sucedido.
Claudine Rozengard, que era como se llamaba Claudine Vegh en ese momento,
tuvo la suerte de ser adoptada por unos padres que la amaban tanto como si fuera su
propia hija. Pudieron ofrecerle unas condiciones de vida muy favorables, sus
circunstancias fueron excepcionalmente raras y afortunadas. A pesar de todo, Claudine
sufría. Las historias de aquellos a quienes entrevistó demuestran las inimaginables
dificultades que estos niños tuvieron que superar, los reveses que debieron afrontar, sólo
para sobrevivir. La historia de un niño judío, que en esa época aún no había cumplido los
diez años, lo demuestra. Sus padres lo enviaron a un recado. A su regreso vio que su
casa estaba rodeada por la policía. Fue suficiente para imaginarse lo sucedido. Sin perder
tiempo huyó al campo y se escondió en un bosque cercano. Todo lo que tenía era la
dirección de una persona que vivía a unos cincuenta kilómetros. No se atrevía a subir a
un tren, por miedo a ser descubierto.
Durante el día se escondía en los bosques y sólo caminaba por la noche, evitando
las carreteras. Todo lo que tenía para alimentarse eran las provisiones que le habían
enviado a comprar; vivió de ellas los dos días y las dos noches que tardó en llegar a la
dirección. Pero esta persona no se atrevió a quedarse con él y lo despachó. Lo mismo le
ocurrió otras dos veces. Por último, un granjero le ocultó durante dos días y luego lo
ingresó en un hogar para niños deficientes. Allí estuvo a salvo durante un tiempo, hasta
que los niños deficientes empezaron a sospechar, pues nadie le visitaba, ni recibía cartas
y era distinto de ellos. Así que empezaron a hacer preguntas, que obligaron al director a
enviarlo a otra institución infantil, que, por fortuna, a los pocos meses de su llegada, fue
liberada por las tropas aliadas. Este chico sobrevivió a duras penas, pero sobrevivió.
Para poder hacerlo tuvo que reunir toda su energía mental y concentrarla en su
supervivencia. Si cedía a los sentimientos que le despertarían saber que habían
deportado y probablemente asesinado a su familia, no habría tenido fuerzas para seguir
adelante. Debía reprimir sus sentimientos para poder sobrevivir. Por eso es ahora el único
superviviente de lo que en otro tiempo fue una familia numerosa.
No hay modo de escapar a la raza en la que uno ha nacido y esto lo saben los
niños pequeños, al menos hasta cierto punto. Uno no puede llorar la pérdida de un padre
cuando sabe que también él mismo está destinado a ser asesinado. La desolación y la
negativa a sentir son las únicas reacciones psicológicas posibles. En el año que pasé en
Dachau y Buchenwald me encontré en una situación parecida. Uno se entristecía cuando
asesinaban a un camarada, pero no lloraba, porque uno mismo estaba a un pelo de la
muerte. De haber cedido a esta tristeza que es parte del duelo, el riesgo de no poder
reunir la fuerza necesaria para luchar por la supervivencia, de perder la resolución
necesaria, habría sido mucho mayor. En semejante situación, el duelo se convierte en un
obstáculo para la supervivencia.
No obstante, terminaron contándolo todo en voz alta a una persona que los
escuchaba con compasión. Eso es exactamente lo que ocurre durante el duelo: uno habla
de lo que ha perdido y al hacerlo uno habla sobre todo de sí mismo, pero ante una
persona que está dispuesta a acarrear con parte de ese peso, que comprende, desea
ayudar. Eso es lo que confiere el valor, la fortaleza, para lamentarse, para estar en un
estado de duelo. Los entrevistados dieron los primeros pasos hacia el luto tanto tiempo
pospuesto, como revelaron a Claudine Vegh cuando al día siguiente de sus entrevistas,
se sentían mejor, se sentían aliviados. Quizás muchos otros, en la misma situación, se
sentirían mejor si pudieran empezar el luto por las terribles pérdidas que han sufrido.
4. Regreso a Dachau
Era un principio, pero faltaba escribir un estudio mucho más importante que tratase
del problema de resucitar, restaurar y reintegrar la personalidad del que sufre la
experiencia de los campos de concentración. Durante años, ese problema, la
rehabilitación de los individuos traumatizados o «destruidos», ha constituido mi vocación y
he escrito gran número de libros sobre el tema. Una de las razones por las que en 1955
acepté la invitación de pasar varios meses en la Universidad de Frankfurt era la certeza
de que trabajaría con un grupo de sociólogos que me ayudarían a comprender el proceso
de rehabilitación.
Después de unas cuantas semanas de charlas con los alemanes sobre todos los
ámbitos de la existencia y después de observar el modo presente de vida -en las
universidades, en la calle o en los lugares de trabajo-, llegué a la conclusión inevitable de
que todo alemán había sido, de un modo u otro, interno de ese enorme campo de
concentración que fue el Tercer Reich. Todo alemán que hubiera vivido bajo el régimen
nazi, ya lo hubiera aceptado o luchado contra él, había pasado, en ciertosentido, por un
campo de concentración. Algunos, los verdaderos internos de los campos, lo habían
hecho como esclavos torturados; otros, la mayoría de los alemanes, como consignatarios,
por así decirlo.
Básicamente, bajo Hitler el ciudadano alemán sólo podía tomar dos posturas:
preservar su integridad interna luchando contra todos los aspectos del Estado nazi -lo cual
hizo una pequeña minoría-, o aceptarlo de un modo general y modelar su personalidad de
acuerdo con sus exigencias, lo cual hizo la mayoría. Esta diferencia entre la minoría y la
mayoría persiste aún en la Alemania de Adenauer y con toda probabilidad también en la
zona este. Existen quienes aún no pueden abandonar su lucha contra la sociedad del
campo de concentración, y quienes no pueden librarse de su consentimiento o
resignación.
Sin embargo, quienes combatieron contra el régimen nazi no están mejor dotados
para vivir con tranquilidad. Ellos no niegan, ni bloquean por medio de la amnesia, la
sociedad de los campos de concentración; al contrario, parecen revivir ese trauma de un
modo «desintegrado». Conocí a un hombre que deseaba vehementemente construir una
Alemania mejor. No se trataba de un individuo común, sino de un líder activo de la vida
intelectual alemana.
Por último, ante mi insistencia, me dijeron que no sabían cómo llegar al campo,
pues quedaba un poco lejos de la estación de tren, y un coche de alquiler hasta Munich
me resultaría muy caro. Respondí que tomaría el tren e intentaría coger un taxi en la
estación de Dachau. Me comunicaron que eso sí era posible, pero no estaban seguros de
si allí encontraría un taxi. Les dije que me arriesgaría. ¿No es un lugar memorable,
aunque siniestro, interesante para visitar? Qbtuve un silencio glacial por respuesta.
Pregunté el horario de trenes y me dijeron que pasaban muchos trenes hacia Dachau.
¿Cuándo salía el próximo? Me mostraron un gran horario que indicaba todos los trenes
que partían de Munich en todas direcciones. Estaba sobre el mostrador, de cara a los
empleados, de modo que tuve que darle la vuelta.
Hasta entonces no me sentía con fuerzas para visitar Dachau, pero esos
empleados del hotel despertaron poco a poco en mí una rabia remota, primero por su
negación implícita de la importancia del campo y después por la actitud de desaprobación
que manifestaron hacia alguien que demostraba interés. Una vez a bordo del tren de
Munich a Dachau, reviví algunos de los sentimientos que había experimentado en el
campo. Sentí el brusco contraste entre ese fácil y cómodo viaje de media hora y mi viaje
de diecisiete años atrás, con toda la brutalidad que suponía el asesinato de buenos
amigos y la mutilación de otros. Cuando caminaba desde la pacífica estación de Dachau
hasta uno de los taxis allí apostados, me preparé para una experiencia emocional.
Había planeado el viaje a tenor del recorte del periódico y motivado en parte por él.
Decidí hacer el papel de austríaco escéptico. En mi mejor dialecto vienés pregunté al
taxista a qué distancia estaba el campo, si había algo que ver allí y cuánto tiempo
tardaríamos en visitarlo. Su amabilidad y su disposición para hacer negocios con un
turista me desarmó, me alentó a visitar el lugar y se ofreció a indicarme los lugares de
interés, diciendo que los conocía muy bien. Entonces, como por casualidad, mencioné
que había oído muchas historias contradictorias y, puesto que disponía de tiempo, sentí el
impulso de descubrir la verdad sobre el campo de Dachau. Añadí que la gente exageraba
y dramatizaba las cosas, y me respondió que no era posible exagerar los horrores de
Dachau.
Antes de la guerra, los hombres de las SS del campo de Dachau llenaban las
tabernas de la ciudad y monopolizaban las chicas solteras. Lo que era peor, interfirieron
en uno de los mayores placeres de la juventud de este hombre, queconsistía en sentarse
en la taberna con sus amigos y quejarse de todo lo que le molestaba. La presencia
constante de los hombres de las SS impedía que hablasencon libertad. El taxista se
acaloraba aún más cuando me describía cómo el bribón de Hitler había situado el campo
en las inmediaciones de su bonita ciudad natal, dándole mala fama ante el mundo.
Cuando este hombre viajaba, preferíano decir dónde vivía, pues invariablemente conducía
a una incómoda discusión.
De este pequeño incidente se desprende que un hombre como ese, que había
experimentado en primera fila la proximidad del campo de concentración de Dachau,
jamás lo podía ver bajo un aspecto favorable. Ni, a diferencia de la mayoría de los
alemanes actuales, podía quitárselo de la cabeza, al vivir tan cerca de ese lugar. No podía
considerar el campo como una experiencia aislada, una pesadilla que era posible expulsar
de la memoria; para él, era una realidad con la que se había visto obligado a convivir a
través de los años. Aunque en un principio el campo de Dachau no le hizo volverse contra
el régimen nazi, que, según él, había hecho mucho por la buena gente como él, nunca
pudo aceptar el campo.
Al mismo tiempo, como ese régimen le causó sufrimientos que comparaba a los de
los prisioneros de Dachau, no necesitaba sentirse culpable, ni negarlo. Su contacto
constante con la realidad del campo, de tal modo que su horror le había afectado no
rápida sino lentamente, le evitó un trauma de naturaleza pesadillesca que habría
ensombrecido su vida, o habría exigido su negación. A su manera sencilla, había
penetrado en la realidad y el significado de Dachau, y su actitud era, por tanto, un hecho
consumado.
Mientras el taxista me mostraba los alrededores de Dachau, me sentía muy
cómodo en mi papel de ingenuo visitante. Me señaló lo que pudo, con calma, sin omitir ni
ocultar nada de lo que se suponía que sabía. Me habló de la torre sobre la puerta de la
entrada al campo. Me la señaló desde lejos, lamentando el hecho de no poder acercarse
más porque, como podía ver, ahora formaba parte de una instalación del ejército
norteamericano y era una zona restringida. De haberme dirigido al oficial en jefe, es
probable que hubiera obtenido permiso para entrar, pero no tenía ningún sentido. No
intentaba volver a visitar lugares o edificios concretos, no deseaba impresiones fuertes. Y
el hecho de que la horrible torre fuese parte de una instalación del ejército norteamericano
la despojaba de todo su horror. Lo que nosotros, los prisioneros, no nos atrevíamos a
esperar, y apenas nos atrevíamos a soñar -que las barras y estrellas ondeasen en la
torre-, se había convertido en una realidad. Por tanto, ¿qué sentido tenía mirar un
conjunto de piedras juntas?
Atravesamos lo que antaño había sido la calle principal del campo, que contenía
doble fila de barracones. Nos acercamos despacio a aquel en el que yo había vivido. Por
un momento sentí la tentación de pedirle al conductor que se detuviera y me dejara salir,
pero los niños jugaban ante él y creí mejor no turbar su juego con lo que ahora era una
vacua curiosidad. El campo alberga ahora a refugiados de Alemania del Este y la
administración ha intentado mejorar el aspecto del lugar. Las ventanas -a través de las
cuales giraban los focos de luz que resplandecían toda la noche en los ojos de los
prisioneros, hombres que intentaban conciliar el sueño o aprovechar un momento de
descanso hasta la tortura y la amenaza de muerte del día siguiente- estaban dulcificadas
por cortinas, gracias a los esfuerzos de los hombres y las mujeres que habitaban tras
ellas. Era como cualquier otro campo de deportados, desolador, pero, como mínimo, sus
habitantes tenían la esperanza de salir de allí.
Quizás lo que me oprimía era la pequeñez de todo. Aquella cajita que había sido la
cámara de la muerte no pudo haber albergado a muchos prisioneros a la vez. Sólo
existían dos entradas al homo crematorio, cada una admitía sólo un cuerpo al mismo
tiempo. Las dos fosas, una señalada con una cruz de madera y la otra con una estrella
judía, acogían las cenizas de miles de seres humanos que habían sido arrojados allí, cada
una no más grande que una tumba individual. Las coronas de flores marchitas, con sus
inscripciones medio borradas, acrecentaban la ilusión de que todo pertenecía a un pasado
remoto.
No sé cómo deben sentirse los demás cuando lo que antaño fue una parte terrible
de sus vidas se convierte en un monumento para que lo visiten los turistas. En cuanto a
mí, no es el modo correcto de volver a experimentar el pasado. Mi reacción fue similar a la
de los niños. Toda mi vida he evitado las fosas comunes porque no tienen ningún sentido
para mí. La tumba del soldado desconocido me afecta, la fosa común de Verdún, no.
Mientras estaba allí de pie en Dachau, el campo de concentración estaba más lejos y más
olvidado que cuando pensaba en él desde la lejana Chicago. La conmemoración masiva
de las decenas de miles de víctimas de Dachau consagraba la lejanía de la crónica de sus
muertes y de sus vidas. Me causó más emoción cuando, unos días más tarde, unos
parientes de Viena me indicaron el lugar donde, para escapar de la Gestapo, una persona
había saltado desde una ventana y otra se había ahorcado. Se trataba de hechos
humanos individuales y su pérdida me producía una sensación de proximidad.
Al salir de Dachau, volvimos a pasar por los barracones, y eché una última ojeada
al campo y a su horrible puerta, que ahora cruzaban unos jeeps. Una gran instalación del
ejército de los Estados Unidos, un gran campo de refugiados y unos pocos edificios
pequeños como memorial del pasado, no podía aceptarlo. Por razones personales habría
preferido que dejaran el campo tal como estaba cuando fue liberado. Entonces es
probable que hubiera podido recobrar mejor mis recuerdos, Dachau habría vuelto a la vida
al fluir mis viejos sentimientos de ira, degradación y desesperanza. Pero la historia (y el
crematorio) habían sido relegados a una pequeña zona, situada, simbólicamente, en la
esquina más distante del campo, lejos del bullicio presente.
Los internos de Dachau habían sido las víctimas desvalidas del régimen de Hitler,
mientras que los alemanes, o casi la mitad de ellos, lo habían adoptado por su propia
voluntad. ¿No tenía derecho a esperar inconscientemente que dedicaran un Dachau
inalterado a un monumento a la vileza de los torturadores que lo crearon y lo dirigieron, en
vez de a un monumento conmemorativo de sus víctimas?
Las víctimas de ese momento eran los alemanes, pero no encontré ningún tipode
justicia histórica en el hecho. Si uno cree, como yo, que nuestra primera obligación es
ocupamos de los vivos, se comprende que también para los alemanes los horrores del
régimen de los campos de concentración se desvanezcan ante la miseria de los
refugiados que lo ocupan. Eso fue lo que aprendí de mi visita a Dachau: que era mejor
conservarlo en mi mente. Otros supervivientes de los campos, que, como yo, han
abandonado Alemania harían lo mismo, porque no es necesario que nuestras vidas
continúen centrándose en Dachau. Nos hemos separado radicalmente del país del que
una vez fue una institución primordial. Podría conservar el viejo Dachau intacto como
experiencia emocional. Podría digerir su impacto trabajándolo emocional y
psicológicamente, y persistiría la huella de un Dachau que conservaría su vieja realidad
física intacta, porque ya no estaba unido a la realidad física de Alemania.
Así que, probablemente los alemanes hicieron lo correcto cuando dedicaron sólo
una pequeña parte de Dachau al recuerdo de las víctimas y emplearon la mayor parte
para un campamento de refugiados y permitieron que los norteamericanos utilizaran el
resto como instalación militar. He escrito «permitieron», como si tuvieran la posibilidad de
elegir. Recordé haber visto circular vehículos con matrículas que decían «U.S. Forces in
Germany» [Tropas de los Estados Unidos en Alemania]. En Alemania occidental se ven
por doquier estas matrículas, lo que me llevó a plantearme: Supón que ocurriera lo
inimaginable y los japoneses hubieran invadido los Estados Unidos ¿Cómo se
encontrarían y afrontarían y trabajarían los norteamericanos durante diez años de vida
con símbolos de su derrota por todas partes y sus vencedores circulando por la calle?
¿Construirían un monumento conmemorativo de algo que les recordara su derrota?
No hay luz sin sombra, y por eso, junto con las grandes contribuciones a la cultura
humana que los judíos han realizado a lo largo de su dilatada historia, se presentan
también ciertas zonas oscuras. Creo necesario que los judíos reflexionemos sobre todos
los elementos de nuestra herencia y, aunque este ensayo está dirigido por un judío a sus
compañeros judíos, los temas planteados son de interés común, debido a las terribles
implicaciones del holocausto para toda la humanidad.
Los judíos aparecen por primera vez en la historia como agentes de la mayor
consecución del hombre en los primeros días de la humanidad, como descubridores del
monoteísmo y adalides de un vida sometida a la Ley. Pero desde muy temprano la historia
judía también hace referencia a estrecheces mentales y en ocasiones a un nacionalismo
agresivo. Más tarde, entre los judíos por primera vez el hombre se levanta contra un Dios
arbitrario, la historia de Job es un ejemplo. En la actualidad, la obra de Archibald
MacLeish JB ha replanteado bellamente este tema. Pero, casi al mismo tiempo en que
Job afirmaba la humanidad del hombre incluso contra el propio Dios, encontramos
intransigencia religiosa, por ejemplo entre los fariseos. No es mi intención difamar al
importantísimo movimiento religioso que lleva su nombre, sino explicar aquí esa actitud de
estrechez mental a la que solemos referimos cuando hablamos de fariseísmo. Muchos
siglos más tarde nos encontramos con que Spinoza, el gran héroe cultural, es coetáneo
de la persecución de Uriel Acosta a manos del judaísmo oficial.
Por mucho que los judíos pretendamos olvidarlo, en la historia judaica existen
estas dos tendencias contradictorias. Los judíos estamos tan acostumbrados a
enorgullecemos de nuestras grandes contribuciones a la liberación del espíritu, que
tendemos a restar importancia al hecho de que no todo es amable y luminoso en su
historia. Como creo que, para nuestro propio provecho, los judíos debemos libramos de
cualquier resto de provincianismo intolerante que con frecuencia se encuentra en nuestro
legado, reflexionaré sobre este rasgo cultural.
No cabe duda de que debido a Hitler, lo que sucedió bajo su mandato y después
de él, la imagen que los judíos teníamos de nosotros mismos ha cambiado radicalmente.
Existe una preocupación por lo que será el futuro de los judíos y lo que debería ser su
función en el mundo. Con la creación del Estado de Israel, otra cuestión se ha añadido a
las antiguas: el problema de las posturas políticas nacionales e internacionales de los
judíos. La mayoría de los judíos americanos han rechazado un sionismo de miras
estrechas o una posición nacionalista. Pero, si no son sionistas se les presenta un
problema inevitable en la educación de sus hijos: ¿qué significa con exactitud ser judío?
Cuando era un niño en la Viena antisemita, la petición pascual de «el año que
viene en Jerusalén» tenía para mí un hondo significado sentimental. No porque sintiera
inclinaciones nacionalistas -sufrí demasiado a causa de un nacionalismo pangermánico y
su antisemitismo concomitante, como para encontrar atractivo cualquier nacionalismo-,
sino porque la plegaria constituía un símbolo del final de la persecución de los judíos. Más
que nada en el mundo, lo que me ligaba al judaismo eran los sólidos lazos que sentía
hacia todos los perseguidos. Pero en Norteamérica no se persigue a los judíos. ¿Qué les
mantendrá, pues, unidos en el futuro? La cuestión es si una religión, una tradición común,
una historia común o un concepto tan vago como la etnia, podrá unir a los judíos
norteamericanos en los tiempos venideros. La mayoría de ellos creen que seguirán
existiendo como grupo singular. Desean que así sea porque están convencidos de que
tienen una contribución única a hacer. Pero, por desgracia, aparte de esto, no existe
consenso sobre por qué ha ser así, ni en qué consiste esta singularidad.
Los judíos no son el único grupo que se enfrenta a la dificultad de conservar una
identidad étnica en Norteamérica. Hace poco tiempo, un grupo japonés norteamericano
me pidió que les hablase sobre los problemas con los que se topaban en la educación de
sus hijos, quienes hacían frente a la dicotomía entre su bagaje japonés y sus fidelidades
norteamericanas. Al pedirme consejo, uno de los líderes japoneses-norteamericanos
resumió el problema de la siguiente manera: a medida que el grupo issei (japoneses
emigrados a los Estados Unidos) envejece, se acentúan sus dificultades con su propia
imagen, la contradicción entre ésta y la de sus hijos, sobre todo ante lo que consideran
limitaciones culturales de la sociedad contemporánea.
Cada vez más, la primera generación de japoneses nacidos en Norteamérica, los
nisei, entra en conflicto a la hora de mantener una identificación consistente de ellos
mismos como norteamericanos de antecedentes japoneses, y esa confusión se la han
transmitido a sus hijos, los sansei. Frases como «Debemos conservar lo mejor de nuestra
formación japonesa» y el temor a que la generación más joven pierda la identidad
japonesa («Deben aprender a sentirse orgullosos de su herencia japonesa») reflejan las
preocupaciones de muchos padres nisei de hoy. Al igual que los nisei, los hijos de judíos
nacidos en Norteamérica sienten que deben hacer un esfuerzo para conservar lo mejor de
su herencia judía y enseñar a sus hijos a estar orgullosos de la misma. Así pues, se trata
de un problema para cualquier grupo emigrante que tenga motivos para enorgullecerse de
su tradición singular. En el grupo judío es la tradición ilustrada,* la compasión por los
demás, la responsabilidad, la labor cívica y social, etc.
Aunque todos los que respondieron a las preguntas de este estudio estaban
convencidos de que los judíos debían continuar siendo un grupo distinto, hubo poco
consenso sobre las razones. Debido a esa autoidentificación, en general, se daba un
sentimiento de superioridad, aunque matizado por rasgos de humildad. Existía, por tanto,
un sentimiento de que los judíos eran los mejores, sobre todo porque se consideraban
más filantrópicos que los demás, más interesados en el bienestar de los seres humanos y
más dispuestos a sacrificarse por ellos.
¿Qué consideraban esos judíos «esencial» para ser buenos judíos? La condición
que les pareció más determinante fue: «Llevar una vida ética y moral» (un 93 por 100 de
los entrevistados lo consideraron necesario). Las otras cuatro características «esenciales»
más elegidas fueron: Aceptar ser un judío y no intentar ocultarlo 85 % Apoyar todas las
causas humanitarias 67 % Promover mejoras cívicas y progresos en la comunidad 67 %
Ganar el respeto de los vecinos cristianos 59 %
No sé cómo debe sentirse uno con respecto a esta lista, pero a medida que la
estudiaba sentía que en el proceso está implícita una redefinición del judaismo, o quizás,
para ser más exactos, una redefinición del criterio por el cual debe medirse la calidad del
judaismo de un individuo. Aunque la religión judía siempre ha reforzado la vida ética, al
mismo tiempo ha reforzado la atención a un complejísimo código de observancia personal
del rito. Ambas están íntimamente relacionadas; de hecho, se trataba de que mediante la
observación del rito, el individuo era guiado hacia la vida ética. Tal énfasis en la
observancia del ritual no está incluido en la lista antes mencionada. El hecho de aceptar el
judaismo sin tratar de ocultarlo no posee una orientación grupal, sino ritualista. Sin
embargo, sugiere una orientación, igualmente poderosa, hacia la psicología popular, la
importancia de un estado mental sano, en el que se dé el debido respeto por uno mismo.
Según las afirmaciones anteriores, parece ser que para los judíos
norteamericanos, ser un buen judío equivale a ser una buena persona. El rito judío, el
estudio de la Torá y la obediencia a sus leyes, es sustituido por una moralidad
generalizada; la cualidad primordial del buen judío es una conducta ética, un
humanitarismo general y un aguzado espíritu cívico. Refuerza esta idea el hecho de que
sólo el 24 por 100 de los entrevistados considere importante para un buen judío que
asista a los servicios religiosos, ni siquiera en las fiestas señaladas.
Parece ser que los deseos judíos con respecto a la vivienda son completamente
contradictorios. Sin duda desean residir en comunidades libres de segregación. No
obstante, se sienten cómodos sólo cuando viven en íntima relación con los demás judíos.
Esto implica una comunidad de mayoría judía. En esencia, fundamentalmente desean
cambiar las tomas con los gentiles: dado que durante mucho tiempo han vivido como
minoría entre los gentiles, ahora desean que sean los gentiles quienes vivan entre ellos
en minoría. Ante semejantes tendencias hacia la reclusión en un tipo de aislamiento étnico
o religioso norteamericano moderno, no podemos despreciar a la ligera la idea de que aún
no hemos abandonado las tradiciones del gueto; después de todo, a los judíos no siempre
se les impuso las juderías medievales, sino que a menudo las preferían para conservar su
identidad.
Pero, aunque Israel vive, los judíos del gueto -con su religión y cultura únicas que
habían sobrevivido inalteradas desde la Edad Media- fueron exterminados por Hitler, junto
con los gitanos y gran número de personas diversas. Sólo aquellos que habían roto con
los guetos resistieron, como los jóvenes del Hashomer Hatzair [‘El Joven Vigilante’] y de
los Poale Zion [‘Obreros de Sión’], la Bund y los comunistas, que juntos formaron un
movimiento de resistencia armada. Y éstos, como dijo su delegado, subsistieron en
Polonia por casualidad. Como dijo un sionista capturado en Vilnius: «Nuestra vida está
volcada hacia Israel, nuestro exilio es un simple accidente. En este momento el judaismo
europeo sufre una catástrofe, pero rompimos con ella el día en que nos unimos al
movimiento».
En el siglo xrx, o quizás incluso antes, pero sobre todo a partir de ese siglo, los
guetos orientales habían devenido un anacronismo. Después de la primera guerra
mundial, Buber recopiló historias del hasidismo, tal como los antropólogos recopilan las
historias de ciertos pueblos primitivos antes de que sea demasiado tarde, bien porque
están pereciendo o bien porque sus usos peculiares se están occidentalizando. Mucho
antes de que Chagall se hiciera famoso por sus cuadros de escenas románticas del gueto
o El violinista en el tejado se convirtiera en una comedia musical de atractivo nostálgico,
Sholom Aleichem, Isaac Bashevis Singer y muchos otros habían descrito con añoranza la
pintoresca y lejana vida en el gueto. En cada caso se trataba de un modo de vida con el
que el artista había roto y ya no podía adoptar, por muy tiernamente que lo describiera.
La religión del gueto no tenía cabida en ella, salvaguardada por una minoría
anacrónica, que padecía de nostalgia y sentimentalismo. El judío israelí no tiene en
común con los judíos del gueto más que el nombre. Nada ilustra mejor la diferencia de
mentalidad entre el judaismo oriental y el occidental que el hecho de que bajo Hitler unos
350.000 judíos huyeron de Alemania, Austria y Checoslovaquia, decenas de miles
huyeron de Bélgica y París y la mayoría de los judíos de la Rusia comunista huyeron o
fueron evacuados cuando la invasión alemana, pero, por el contrario, en Polonia, aunque
existía una ruta de evasión no vigilada a través de los pantanos del Pripet, sólo unos
cientos de judíos se concedieron a sí mismos esta oportunidad. En el gueto principal, los
judíos contemplaban la huida con una sensación de futilidad. Habían perdido hacía tiempo
el liderazgo activo que una población explotada necesita para sostener cualquier
resistencia o revuelta.
Por raro que parezca, fue un austríaco quien forjó las herramientas necesarias
para tal comprensión, y los actos de otro austríaco nos provocaron la ineludible necesidad
de comprender. Algunos años antes de que Hitler enviara a millones de personas a la
cámara de gas, Freud insistió en que la vida humana es una larga batalla contra lo que él
denominaba la pulsión de muerte y en la que debemos aprender a refrenar estas
tendencias destructivas, pues de otro modo nos conducen a la destrucción. El siglo xx
acabó con antiguas barreras que en otro tiempo evitaron que se desmandaran las
tendencias destructivas, tanto dentro de nosotros mismos como en la sociedad. Se
cuestionaron el Estado, la familia, la Iglesia, la sociedad y se los consideró deficientes. De
modo que se debilitó su poder para reprimir o canalizar nuestras tendencias destructivas.
La reclasificación de todos los valores que Nietzsche (el profeta de Hitler, aunque
Hitler, al igual que otros, lo malinterpretó por completo) predijo que el hombre occidental
necesitaría para sobrevivir en la moderna era de la máquina, aún no se había producido.
Así, los viejos medios de control de la pulsión de muerte habían perdido buena parte de
su influencia y aún no se había llegado a la nueva y más elevada moral que debía
reemplazarlos. En este interregno entre la vieja y la nueva organización social -entre la
obsoleta organización interna del hombre y la nueva estructura aún no adquirida- poco
quedó para refrenar las tendencias destructivas del hombre. En esta era, sólo la
capacidad personal del hombre para controlar su propia pulsión de muerte podía
protegerle cuando las fuerzas destructivas de los demás, como en el Estado de Hitler,
campaban por sus respetos.
Por tanto, la rebelión sólo podía salvar su vida, que perderían de cualquier modo, o
la vida de los demás. Cuando eligieron a muchos otros prisioneros junto con Lengyel para
ser enviados a la cámara de gas, no intentaron escapar, como ella hizo con éxito. Y lo que
es aún peor, la primera vez que lo intentó, algunos de sus compañeros llamaron a los
supervisores y les dijeron que Lengyel trataba de escapar. Lengyel no puede dar ninguna
explicación de esta conducta, excepto el resentimiento hacia aquellos que intentaban
salvar la propia vida del destino común, porque ellos carecían del valor necesario para
arriesgarse. Creo que lo hicieron porque habían perdido la voluntad de vivir y habían
permitido que sus tendencias de muerte les desbordasen. Como resultado, se
identificaban más con las SS, que se dedicaban a ejecutar las tendencias destructivas,
que con su compañeros prisioneros que aún se aferraban a la vida e intentaban escapar
de la muerte.
Pero esto era sólo el último paso en la lenta rendición de la propia vida, en la
negativa a desafiar la pulsión de muerte, que, en términos más científicos, se ha
denominado «principio de inercia». El primer paso se dio mucho antes de que nadie
ingresara en los campos de la muerte. La inercia condujo a millones de judíos a los
guetos que las SS crearon para ellos. La inercia hizo que cientos de miles de judíos se
sentaran en sus hogares a esperar a sus ejecutores, cuando fueron confinados en sus
casas. Aquellos que no permitieron que la inercia los venciera, consideraron la imposición
de dichas restricciones el aviso de que había llegado el momento de entrar en la
clandestinidad, unirse a los movimientos de resistencia, buscar documentos falsos, etc., si
es que no lo habían hecho antes. La mayoría de ellos sobrevivió.
Su respuesta era: ¿Cómo íbamos a marchamos? Eso habría significado dejar sus
hogares, sus puestos de trabajo. Sus bienes terrenales habían tomado posesión de ellos,
de modo que les impedían moverse. En lugar de utilizarlos, los estaban dominando. La
actitud de «hacer vida normal» permitió a millones de judíos vivir en los guetos, donde no
sólo trabajaban para los nazis, sino que elegían por ellos a sus camaradas judíos para
enviarlos a la cámara de gas. La mayoría de los judíos polacos que no creyeron en la
política de «hacer vida normal» sobrevivieron a la segunda guerra mundial. A medida que
se acercaban los alemanes dejaron todo atrás y huyeron a Rusia, aun cuando la mayoría
desconfiaba del sistema soviético. Pero allí, aunque quizás considerados ciudadanos de
segundo orden, eran aceptados como seres humanos. Los que se quedaban y hacían
vida normal caminaron hacia su propia destrucción y perecieron.
Así pues, en el sentido más profundo, el camino a la cámara de gas era sólo la
última consecuencia de una filosofía que consistía en «hacer vida normal». Es cierto que
esta conducta suicida tenía otro significado. Suponía que se puede presionar a un hombre
hasta un punto, pero no más allá; más allá de cierto límite preferirá la muerte a una
existencia inhumana. Pero el primer paso hacia esa terrible elección era la inercia que le
precedió. He conocido a muchos judíos, y también a muchos gentiles, que sobrevivieron
en Alemania y en los países ocupados. Pero todos eran personas que cayeron en la
cuenta de que cuando el mundo se hace añicos, cuando reina la inhumanidad suprema, el
hombre no puede hacer vida normal. Entonces uno debe reevaluar de manera radical
todo lo que ha hecho, ha creído, ha defendido. En resumen, uno debe tomar partido a
partir de la nueva realidad, debe adoptar una postura firme y no retirarse a una mayor
reclusión.
Parece que es extenderse sobre lo obvio señalar que los judíos europeos podían
adivinar lo que les aguardaba, porque Hitler se lo decía una y otra vez. Pero las
abundantes críticas que he recibido en respuesta a mis artículos, afirmando que no
podían saberlo, hacen necesaria la revisión de ciertos hechos. Por ejemplo, Harry Golden,
en una amable crítica de mis escritos sobre el tema, dice que los judíos no lucharon por la
razón de que «nunca antes había sucedido una cosa así en toda la historia. Los antinazis,
los sacerdotes cristianos, los liberales, los hombres que hacían chistes sobre Hitler y los
ambiciosos que deseaban sacarle provecho a la situación comprendieron que no se
trataba de un juego de niños, sino de una cuestión de vida o muerte. En consecuencia,
estaban moralmente preparados para ofrecer resistencia. Los judíos nunca lo entendieron
del todo. No creyeron que los iban a matar por el mero hecho de ser judíos».
Esa es exactamente la cuestión. ¿Por qué los judíos no entendieron del todo
aquello que los sacerdotes cristianos comprendieron muy bien? ¿Por qué no podían creer
que, si no probables, eran posibles tales acontecimientos? La respuesta reside en un
modo de pensar que no tiene en cuenta la historia ajena al gueto. Quienes así pensaban
creían que aquello que nunca había ocurrido a los judíos, no les sucedería a ellos. Pero
una breve mirada a la historia demuestra que semejantes masacres raciales han tenido
lugar en muchas ocasiones y también en nuestra época. Para saberlo, y por tanto para
estar preparado, sólo se requería una cosa: tomar en serio el mundo exterior a los límites,
considerarlo digno de atención.
El juicio de Eichmann y los continuos juicios contra los criminales de guerra nazis
recientemente capturados, el asunto Kastner, toda una biblioteca de obras que van desde
el mérito artístico de The Last ofthe Just a la histeria de Perfidy, son signos de que la
actual generación de judíos no puede evitar preocuparse por el interrogante de cómo
pudieron morir seis millones de judíos. ¿Cómo fue posible que no nos apremiáramos a
detener la matanza? Estas preguntas continúan perturbándome, como a todos los judíos,
y también a algunos gentiles. Por nuestro propio bien, presente y futuro, los judíos
debemos buscar las respuestas; sin embargo, aunque las logremos, quienes lo vivimos
nunca conoceremos la paz de espíritu. Este ensayo representa otro intento por hallar una
respuesta, aunque no pretendo haberla encontrado.
Hace algún tiempo pregunté por escrito por qué existe tanta admiración por El
diario de Ana Frank. Recibí muchas respuestas, positivas y negativas, pero estuvieran o
no de acuerdo quienes me hicieron conocer sus reacciones, presentaban un rasgo
común: una profunda compasión por quienes ellos llamaban víctimas «inocentes» de la
agresión nazi. ¿Es necesario que diga que comparto su compasión y sus sentimientos de
indignación? Sin embargo, no coincido en el tema de la inocencia. «Inocencia» es una
palabra cuya connotación no podemos ignorar. La primera definición del diccionario
Webster es «libre de culpa o pecado». Pero no se trata de esto, pues ¿quién de nosotros
está totalmente libre de culpa o pecado? La segunda definición es «libre de la culpa de un
crimen particular». Eso se aproxima más; sin embargo los nazis no culparon a los judíos
de cometer crímenes en el sentido ordinario.
En cambio, identificaron a los judíos con una minoría indeseable, al igual que los
gitanos o los testigos de Jehová, cuya existencia no se adaptaba a los planes de la raza
superior. Me sorprendió aún más que, en muchas de las cartas que recibí, los judíos sólo
aplicaban el adjetivo «inocente» a las víctimas judías. Nadie se refería a los gitanos
inocentes o a los testigos de Jehová inocentes, aunque ellos, como los judíos, fueron
minorías internas, una de las cuales, los gitanos, fue exterminada in toto. Quizás lo haya
olvidado, pero, a pesar de la investigación, no puedo recordar referencias populares a los
inocentes noruegos, por ejemplo, a quien los nazis asesinaron en grandes cantidades. Se
debe a que los noruegos lucharon y el que lucha en defensa propia sabe lo que está
haciendo, por tanto ¿no se le aplica el término «inocente»?
Esto me llevó hasta la tercera definición de inocencia del Webster: «sin malicia,
cándido, inocuo, ignorante, simple, ingenuo, crédulo; por tanto, estúpidamente ignorante o
confiado, tonto». ¿Es en verdad este el sentimiento de los judíos hacia los judíos?, ¿son
cándidos e ingenuos como grupo? Si no es así, y puesto que los judíos no se consideran
libres de pecado o culpa, ¿por qué el uso insistente de ese adjetivo? Es cierto que las
víctimas judías estaban libres de culpa, en el sentido legal, pero nunca se planteó de este
modo, como ya he mencionado.
Así pues, ¿qué están afirmando los judíos de los judíos cuando constantemente
les aplican el adjetivo «inocente»? Creo que tratamos de afirmar, por implicación, que los
de fuera de Alemania que no se levantaron ni lucharon están libres de culpa, aunque en el
fondo sabemos que somos culpables de no actuar, culpables de no haber hecho todo lo
que podíamos, y debíamos haber hecho más. Por eso los judíos no hablan de gitanos o
polacos inocentes, no tenemos el mismo sentimiento de obligación hacia ellos, no
sentimos que deberíamos haber luchado para salvarlos de la destrucción. El argumento
tácito, y creo inconsciente, es el que sigue: si los judíos que vivieron directamente bajo los
nazis pudieron ser tan inocentes ante las amenazas de los nazis, si pudieron ignorar lo
que Hitler decía que iba a hacer (e hizo), entonces, nosotros, que estábamos mucho más
lejos, no somos culpables por haber mantenido la misma ignorancia «inocente».
Lo que me interesa es por qué los judíos, tanto de dentro como de fuera de
Alemania, creyeron que podían conservar la inocencia ante la profusión de asesinatos
masivos. Cuando millones de personas son sacrificadas, nadie, excepto un niño cándido,
sigue siendo inocente. Todos estamos contaminados. ¿Por qué ni ellos ni nosotros lo
supimos, ni lo quisimos saber? ¿Por qué ni nosotros ni ellos fuimos inocentes, pero
intentamos mantenemos en la ignorancia? Si las personas inteligentes y maduras
conservan una inocencia teñida de ignorancia sobre las cuestiones de la vida y la muerte,
el psicoanalista no puede simplemente ignorarlo. Y si la inocencia lo explicara todo,
estaríamos satisfechos y cesarían las preguntas. No nos preguntaríamos una y otra vez:
«¿Cómo pudo ocurrir?».
Después de discutir por escrito este problema y otros anexos, recibí una carta de
la viuda de un rabino liberal de una de las comunidades más antiguas de Alemania, que
ahora vive en Norteamérica con sus hijos. Escribía: «Me sentí tan emocionada y hasta
cierto punto aliviada, cuando leí lo que según usted había de malo en nosotros los judíos
alemanes. Perdí a mi marido, el rabino, como consecuencia de su estancia en un campo
de concentración. No acertaba a comprender por qué los judíos ofrecieron tan poca
resistencia y recuerdo enrojecer de vergüenza por la pasividad de mis compañeros judíos
que aceptaban con tanta sumisión lo que los nazis les hacían. No puedo vivir en paz
conmigo misma, pensando cómo nosotros, los judíos, aceptamos sin resistencia lo que
hicieron los alemanes, y no hicimos lo suficiente para salvar a los que podíamos. También
yo podía haber hecho más para salvar a algunos de mis parientes».
De joven leía un libro, entonces muy popular, escrito por un compañero judío de
Viena, Los cuarenta días de Musa Dagh, de Franz Werfel. En él, describe cómo los turcos
eliminaron al pueblo armenio. Werfel, que se había librado de la mentalidad de gueto,
sabía que en nuestro tiempo era perfectamente posible el exterminio de todo un pueblo.
¿Es necesario que diga que, en consecuencia, fue capaz de ver lo que se avecinaba y
huir a tiempo? Todos nosotros pudimos leer como Stalin había exterminado millones de
personas de su propio pueblo porque no se adaptaban al nuevo orden de cosas. Millones
de kulaks fiieron asesinados directamente y a otros los dejaron morir de hambre, igual que
a los judíos en los campos de concentración.
Es cierto que muchos judíos no podrían haber emigrado a países en los que no
eran deseados. Fui testigo de cómo los judíos rechazaron permisos para ir a las Filipinas,
porque preferían esperar el permiso para entrar en el contingente destinado a Estados
Unidos. Durante mucho tiempo todo el que quería ir, y estaba en condiciones de
costearse el pasaje, podía ir a Shanghai, y no resultaba difícil conseguir un visado
cubano. Existían muchos otros lugares, pero no eran apetecibles y muchos los
rechazaron porque no comprendieron la naturaleza de los nazis. De no haber sido
«inocentes», ningún lugar en la tierra les habría parecido poco apetecible comparado a
Buchenwald -y no digamos Auschwitz-, aunque la muerte en los campos pertenece a un
período posterior, en que saberlo ya no habría servido de nada.
En el Kultus Gemeinde vienés fui testigo de cómo los funcionarios suplicaban a los
judíos ricos y regateaban con ellos para que permitieran que parte del dinero que dejaban
atrás pudiera emplearse para financiar la emigración de los judíos pobres. Hubo un
enorme regateo y se perdieron grandes sumas de dinero porque no podían transferirse
fuera del país. Pero muchos de los ricos, o moderadamente ricos, sólo permitieron que un
pequeño porcentaje recayese sobre las organizaciones judías que buscaban dinero para
pagar los gastos de emigración de los judíos más pobres.
He dedicado la mayor parte de mi vida a estudiar por qué ciertos hombres abrazan
la esclavitud de la enfermedad mental, en lugar de luchar por la libertad mental. También
me he dedicado a conciencia al problema de por qué millones de judíos no retrocedieron
ante la muerte, sino que evitaron luchar por sus vidas. Escribí un libro sobre el tema que
se titula The Informed Hearth, en parte para indicar que aunque mucha gente tenga buen
corazón, por desgracia puede tener un corazón mal informado.
Hace doscientos años, Hillel dijo sobre las consecuencias de la ignorancia: «El que
no aumenta su conocimiento, lo merma. El que no aprende merece la muerte». Pero no
sólo fue la falta de conocimiento lo que llevó a millones de personas a su fin, fue también
la renuencia a luchar por sus vidas y por las vidas de los que amaban. Esta renuencia a
luchar era consecuencia directa de la inocencia ignorante, propia de la mentalidad de
gueto. En el gueto, uno se sometía y esperaba que la tempestad amainara. Los judíos no
se molestaron en comprender que las cosas habían cambiado; por lo tanto, no podían
saber que esa tempestad era un orden totalmente nuevo.
Pero, si nosotros no luchamos, nadie lo hará en nuestro lugar. Aquellos judíos que,
bajo Hitler, no lucharon por ellos mismos, perecieron. La mayoría de quienes lucharon por
sus vidas sobrevivieron, a pesar de Hitler. Muchos judíos no lucharon y nadie luchó por
ellos. Porque, como Hillel preguntaba: «Si yo no me defiendo, ¿quién me defenderá?».
Pero según el erudito informe de Raúl Hilberg, The Destruction of the European
Jews: «Comparadas a las bajas alemanas, la oposición judía se reduce a la
insignificancia. La batalla más importante se libró en el gueto de Varsovia», donde
murieron casi cuatrocientos mil judíos. En el momento del levantamiento sólo quedaban
unos setenta mil judíos en el gueto y su brazo armado era de quince mil. La suma total de
las fuerzas alemanas, más poderosas y mejor equipadas, era de unos dos mil a tres mil
hombres. El balance fue de «dieciséis muertos y ochenta y cinco heridos en el bando
alemán, incluyendo a los colaboradores. En Galitzia, la resistencia esporádica causó
bajas en las SS y en la policía. Ocho muertos y doce heridos. Dudo que los alemanes y
sus colaboradores perdieran más de unos pocos cientos de hombres, entre heridos y
muertos, en el transcurso del proceso destructivo». Es decir, murió menos de un centenar
de alemanes frente a más de cuatro millones de judíos. Esa es la proporción real de lo
ocurrido.
Por desgracia para esta tesis, el comportamiento judío ofrece poca credibilidad
como guía explicativa de la conducta de millones de judíos europeos. A menudo, quienes
se sometieron con pasividad al exterminio por parte de los nazis, y dicen que lo hicieron
por convencimiento de que era mejor morir que matar, son los mismos que habían
luchado valerosamente y matado en los ejércitos imperiales del káiser o del zar hacía sólo
un par de décadas. Si millones de judíos no se resistieron a su exterminio porque
preferían sufrir antes que recurrir a la violencia, ¿dónde estaban los millones de judíos
que hubieran sido objetores de conciencia en la primera guerra mundial?
Creo que no es este rechazo a la violencia lo que explica la pasividad judía bajo
los nazis, sino su incapacidad para actuar como judío en su propia defensa, por cuenta
propia. Las mismas personas habían sido capaces de actuar violenta y agresivamente
cuando se lo ordenaba la autoridad de un Estado. Pero la sumisión a un Estado -asesinar
a otros cuando éste lo decreta y permitir que te asesinen cuando así lo requiere- es algo
muy distinto de la no violencia. El libro de Francois Steiner sobre la revuelta de Treblinka
plantea la contradicción básica entre estas reacciones judías, sin que ni siquiera se
reconozca como tal. No obstante, desde el primer momento, anula la tesis del relato. Por
un lado, Steiner admira e identifica a todos los judíos con aquellos que aceptaron la vida
en las condiciones del gueto, donde «los judíos nunca se defendieron, ni se rebelaron.
Los más piadosos consideraron [los pogromos] como un castigo divino, los demás como
un fenómeno natural, comparable a un granizo sobre los viñedos
Habían aprendido una cosa: el gentil es más fuerte, resistir sólo aumenta su ira
Este derecho al linchamiento era una especie de ley no escrita que nadie se atrevía a
desafiar, Al mismo tiempo, Steiner también admira a aquellos que, como su propio padre,
desafiaron la ley no escrita abandonando el gueto. Más tarde contrasta los dos tipos de
judíos: los que aceptaron las leyes del gueto y los que las rechazaron, ya por integración
o porque abrazaron el sionismo o el comunismo ruso. La diferente actuación de estos dos
tipos la ilustra en el espeluznante relato de cómo los judíos de Vilnius traicionaron al líder
de la resistencia, el comunista Wittenberg. Por temor a sus vidas, que en aquel momento
debían saber que no salvarían con la sumisión, estos judíos del gueto entregaron a
Wittenberg a la Gestapo como les ordenaron.
Steiner también cuenta la historia del primer grupo de miles de judíos que fueron
conducidos desde Vilnius al exterminio. Entre este grupo estaba un oficial judío del
ejército rojo que se había quedado tras la retirada rusa para organizar la lucha de
guerrillas, pero había sido capturado. Mientras él y los demás avanzaban hacia su muerte,
les dijo: «Ahora o nunca». Sabía que habían llegado al punto de imposible retomo y actuó
en consecuencia, abalanzándose sobre el guardia más cercano, cogiéndole el arma y
aleccionando a los demás a la revuelta. Pero todos los hombres humillaron la cabeza y
murmuraron el Sh’ma Yisroel: «Si Dios existe no puede ocurrir nada que él no haya
deseado». Y uno de los pocos guardias que guiaba la columna de prisioneros no halló
ninguna resistencia mientras abatió de un disparo al soldado del ejército rojo.
Sólo quienes habían roto desde hacía mucho tiempo con la vida y los usos del
gueto, como el oficial ruso, decidieron no someterse pasivamente a la «voluntad de Dios»,
sino luchar activamente por una nueva vida, tanto antes como después de la invasión
alemana. Al crecer con valores semejantes a los de ese oficial ruso, Steiner no tuvo más
remedio que adoptarlos, pues sus verdaderos héroes eran quienes luchaban y morían
luchando. En realidad, todos ellos, miembros activos de la resistencia de Vilnius y
rebeldes clave en Treblinka, habían roto con el gueto hacía tiempo. Kleinman, que
representó un papel importante en la revuelta como supervisor del comando de camuflaje,
y que derrotó a los alemanes en el primer encuentro armado posterior a la ruptura, «se
había educado en la severa escuela de los Hashomer Hatzair, uno de los más duros
movimientos sionistas juveniles».
Adolf Djielo, otro héroe de la revuelta, había sido «el capitán Bloch del ejército
checo». Adolf abandonó su hogar a los dieciséis años, sirvió en la legión extranjera
francesa y regresó a Lodz para instar a su familia a escapar a Rusia. Pero no pudo
convencer a su padre de que huyera, de modo que se quedó, organizó un movimiento de
resistencia y finalmente fue capturado. Meir Berliner, el único judío en esta historia que
mató a un hombre de las SS dentro del campo con una sola mano, abandonó Varsovia y a
su familia a los trece años, abriéndose paso hasta Argentina. Fue capturado en el gueto
de Varsovia, al que había regresado en busca de sus padres. Mató a un guardia de las SS
con un cuchillo ritual, después de ver como golpeaba a su padre y enviaba a su padre y a
su madre a la cámara de gas.
Estos héroes que lucharon eran también judíos, pero se habían desprendido de un
gueto interior. Al igual que quienes abandonaron Europa en cuanto el hitlerismo amenazó
su dignidad como personas, dejaron atrás sus bienes materiales para salvar su vida y el
respeto por sí mismos. Era posible liberarse de la mentalidad de gueto. Por desgracia, la
mayoría se quedó y murió porque se aferró a una anticuada noción de la realidad.
Convencidos de que, al final, el opresor del gueto cedería, permitieron que les dominaran
preocupaciones secundarias. Ignoraron la posibilidad de morir y temían más arriesgarse a
ver un sol extranjero.
La dependencia y la devoción a la vida lujuriosa de Egipto fue la mentalidad de
gueto anterior a un primer éxodo, pero los judíos modernos no tenemos a ningún Moisés.
Sin profetas que nos tomen de la mano, debemos luchar cada uno a nuestro modo contra
cualquier tendencia interior a la mentalidad de gueto. De ahí mi insistencia y mi interés por
cualquier resquicio de ella que florezca entre nosotros. Es el mismo interés que llevó al
fiscal general de Israel, Gideon Hausner, a preguntar a los supervivientes de los campos
de la muerte una y otra vez, mientras declaraban en el juicio de Eichmann: ¿Por qué no
se rebeló? Como tantos otros días del juicio, el fiscal general se lo preguntó al doctor
Moshe Bejski, que describía cómo unos quince mil judíos fueron obligados a contemplar
el ahorcamiento de un muchacho de quince años por el crimen de cantar una melodía
rusa. El fiscal general preguntó: «¿Por qué unos quince mil hombres frente a diez, o en el
mejor de los casos cien, hombres de la policía, no se sublevaron? ¿Por qué no se
rebelaron?». El periódico dice que el testigo se quedó perplejo ante la pregunta y tuvo que
sentarse. Nosotros también estamos perplejos y tratamos de olvidar. Pero no podemos.
Ese mismo día interrogaron a otro testigo, Yaacov Gurfein. Había escapado de un
tren de judíos embarcados hacia las cámaras de gas. El juez Benjamin Halevi le preguntó
por qué no habían ofrecido resistencia y el testigo replicó que no existía voluntad de
resistir. «Pues, ¿por qué saltó por la ventana del tren?», preguntó el juez. Y Gurfein
respondió: «No habría saltado si mi madre no me hubiera empujado». La pregunta que
nos obsesiona es: ¿por qué estos judíos no saltaron por su propia voluntad?
Debo a Hanna Arendt un ejemplo final. Explica cómo varios miles de mujeres
judías se reunieron en un campamento francés antes de entregarse a los alemanes. Al
segundo día en el campo, que acababa de ser organizado, los miembros franceses de la
resistencia entraron al complejo, que aún no estaba vallado, y ofrecieron papeles falsos y
la oportunidad de huir a todas las que lo desearan. Aunque les habían descrito de un
modo muy gráfico lo que les aguardaba, la mayoría de las mujeres fueron incrédulas y no
demostraron interés por esta oportunidad de salvar la vida. Sólo unas pocas, menos del 5
por 100, aprovecharon la oferta, entre ellas Hanna Arendt. Todas ellas pudieron escapar y
la mayoría está aún con vida. El resto quería pensarlo con más detenimiento, no estaban
seguras de que escapar fuera lo mejor. Un día después fue demasiado tarde, vallaron el
campo. Las que dudaron pasar a la acción acabaron sus días en la cámara de gas.
Es precisamente esta cuestión la que me hace ser crítico, no con la familia Frank,
ni con Ana Frank, sino con la recepción universalmente positiva que ha tenido su diario en
el mundo occidental. Me gustaría resaltar una vez más que no me quejo de los Frank, y
menos aún de la pobre Ana. Sino que critico con fervor la filosofía del gueto que parece
haber impregnado no sólo a la intelectualidad judía sino a grandes sectores del mundo
libre. Parece que descubramos grandeza humana en la sumisión pasiva a la espada, en
humillar la cabeza, que, como Weil dice de modo punzante, degrada al ser humano a una
mera cosa.
La familia Frank creó un gueto en el local anexo, la Hinter Haus, a donde fueron a
vivir. Era un gueto intelectual, sensible, pero gueto al fin. Creo que debemos comparar su
historia con la de otras familias judías que huyeron para ocultarse en Holanda. Estas
familias, desde el primer momento planearon rutas de huida para cuando la policía los
fuera a buscar. A diferencia de los Frank, no se fortificaron en habitaciones sin salida, no
deseaban que los atraparan. Se prepararon, algunos planearon y convinieron que si la
policía llegaba, el padre intentaría discutir con ellos o resistirse para dar tiempo a escapar
a su mujer y a sus hijos. A veces, cuando llegaba la policía, los padres los atacaban
físicamente, sabiendo que de este modo morirían pero salvarían a sus hijos. Al menos en
un caso conocemos una variante trágica. Ambos padres permanecieron pasivos,
convencidos de que «eso no puede pasarme a mí». Sólo la hija, una simple niña, tomó la
iniciativa de huir, aunque no había sido la intención original de los padres. Esta es la
historia de Marga Minco, que vivió para contarla en su libro BitterHerbs