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BRUNO BETTELHEIM

Sobre los judíos y los campos de concentración


1. Janusz Korczak: un cuento para nuestro tiempo

Hermosa a ojos del Señor es la muerte de los justos», dice el salmo. Si' ' 1 1
alguien se pregunta por qué al Señor le resultan más preciosas las muertes de los justos
que sus vidas, la respuesta es la siguiente: al Señor le complacen los justos porque llevan
una vida recta, pero sólo a sus muertes tiene la certidumbre de que nunca se han
desviado del camino recto.

Un antiguo mito judío, de al menos mil quinientos años de antigüedad, asegura


que en la tierra deben vivir al mismo tiempo treinta y seis personas justas. La mera
existencia de estos justos justifica la continuación de la humanidad a los ojos del Señor;
de no ser así, Dios daría la espalda a la tierra y todos pereceríamos. En tanto en cuanto
esos justos caminen sobre la tierra, nadie debe saber quiénes son, resultan desconocidos
a los otros hombres. A nosotros nos parecen personas comentes, sólo a su muerte
descubrimos su identidad. Entonces se distinguen algunos y la posteridad reconoce su
virtud y les admira, admira sus vidas y sus hazañas.

Quienes quiera que hayan sido los justos en el transcurso de mi vida, por el
momento puedo estar seguro de dos, aunque el mundo es consciente de ellos sólo
después de que hayan sido martirizados. Y como prueba de lo que dice el salmo, su
muerte, libremente elegida, reveló la absoluta rectitud de sus vidas. Una de estas
personas fue un sacerdote franciscano, el padre Maximilian Kolbe. El otro fue un médico y
educador judío, el doctor Janusz Korczak. Ambos murieron voluntariamente en los
campos de concentración alemanes durante la segunda guerra mundial. El padre Kolbe
se presentó voluntario para morir de hambre en lugar de otro prisionero, permitiéndole
vivir y regresar junto a su esposa y sus hijos, familia que el padre no tenía. Así pues, el
padre Maximilian Kolbe fue asesinado, lo dejaron morir de hambre. Pero el prisionero a
quien salvó sobrevivió para contar la historia, al igual que otros prisioneros que fueron
testigos de la muerte de Kolbe, y algunos de los guardias de las SS a quienes impresionó
mucho el valor con el que afrontó su terrible destino.

El segundo de estos dos hombres justos, el doctor Janusz Korczak, rehusó


firmemente varias ofertas para salvarse del exterminio de los campos de la muerte. Se
negó a abandonar in extremis a los niños huérfanos a cuyo bienestar había dedicado la
vida, para que aun a su muerte conservaran la fe en la bondad humana: la del hombre
que había salvado sus cuerpos y alimentado sus mentes, que les había rescatado de la
absoluta miseria y restaurado su creencia en ellos mismos y en el mundo, que había sido
su maestro en los asuntos prácticos y en los espirituales. Korczak se sacrificó para
conservar la confianza de los niños, cuando le hubiera resultado fácil salvarse.

Muchos admiradores y amigos polacos le instaban constantemente a hacerlo,


pues en la época de su muerte era una eminente figura de la vida cultural polaca. Gentes
de buena voluntad le ofrecieron falsos documentos de identidad que le permitirían vivir
libremente, ellos arreglarían la manera de escapar del gueto de Varsovia y vivir sano y
salvo en el exterior. Los niños ya mayores a quienes él había salvado en el pasado le
imploraban que les permitiera salvarlo, pues él había sido su salvador. Pero como
superior y director espiritual del orfanato judío de Varsovia durante treinta años, Korczak
estaba resuelto a no abandonar a ninguno de los niños que habían depositado su
confianza en él. A todos los que le imploraban que se salvase les decía: «Uno no
abandona a un niño enfermo en mitad de la noche» y «Uno no abandona a los niños en
un momento así».

Poco después, algunos de sus anteriores discípulos lo rescataron, comprando su


libertad. A partir de entonces, intentaron fervientemente y repetidas veces convencer a
Korczak de que abandonara el gueto y se salvara, facilitándole rutas de escape seguras,
documentos falsos, lugares donde vivir. Pero Korczak rehusó con obstinación abandonar
a sus niños, aunque sabía cuál sería su fin. Trabajó sin cesar por el bienestar de sus
alumnos, utilizando su influencia y antiguos contactos para pedir alimentos, medicinas y
otros artículos de primera necesidad, con sorprendente éxito. Incluso los contrabandistas
conocían y admiraban a Korczak y a su obra, y le ayudaban a él y a sus niños lo mejor
que podían.

Los nazis ordenaron que el 6 de agosto de 1942, los doscientos niños del orfanato
judío del gueto de Varsovia fueran llevados a una estación de tren, para embarcar en
vagones de mercancías. Korczak, como el resto de los adultos del gueto, sabían que los
vagones conducirían a los niños a la muerte en la cámara de gas de Treblinka. En un
fructífero esfuerzo por aliviar la angustia de los niños, Korczak les dijo que iban a ir de
excursión al campo. El día señalado, el mayor de los niños les guiaba, enarbolando la
bandera de la esperanza, un trébol dorado de cuatro hojas sobre un campo verde, el
emblema del orfanato. Como siempre, incluso en esta terrible situación, Korczak había
dispuesto que un niño, y no un adulto, guiase a los demás. Caminaba justo detrás del
guía, llevando de la mano a dos de los niños más pequeños. Tras ellos desfilaban los
demás, de cuatro en cuatro, en excelente formación, seguros de sí mismos, como les
había enseñado durante su estancia en el orfanato.

La impresión que producía a quienes observaban el desfile de los niños era de que
mantenían sus cabezas bien altas, como en silenciosa protesta o desafío a sus asesinos;
pero lo que estos observadores interpretaron era probablemente sólo la confianza en sí
mismos de los niños, que habían adquirido de su maestro. Cuando su procesión llegó al
lugar que les habían ordenado, los policías, hasta entonces ocupados en meter a golpes a
los judíos en los vagones y maldiciéndoles mientras lo hacían, de repente se quedaron
sorprendidos al ver a Korczak y a los niños y les saludaron. El oficial alemán de las SS
que mandaba a los guardias estaba tan asombrado de la dignidad de Korczak y los niños
que preguntó maravillado: «¿Quién es ese hombre extraordinario?». Incluso en la
estación, se produjeron los últimos intentos por salvar al doctor Korczak. Uno de los
guardias le dijo que se marchara -que en la estación sólo se había citado a los niños y no
a él- e intentó arrojar a Korczak del tren. Pero Korczak se negó, como antes, a separarse
de los niños y les acompañó a Treblinka.

Durante años, antes de que esto ocurriera, toda Polonia conocía al doctor Janusz
Korczak como «el viejo doctor», que era el nombre que empleaba cuando pronunciaba
sus charlas radiofónicas sobre niños y educación. Gracias a ello su nombre resultaba
familiar incluso a quienes no habían leído sus muchas novelas -por una de las cuales
recibió el más alto premio literario de Polonia-, ni visto sus obras teatrales, ni leído sus
numerosos artículos sobre niños, ni conocían su divulgada labor con los huérfanos. Por
ejemplo, en 1981, en un congreso sobre Janusz Korczak, el profesor de teología polaco
Tamowski recordaba que de joven admiraba las charlas radiofónicas del «viejo doctor» sin
saber que la persona que escuchaba era el conocido autor de uno de sus libros favoritos,
El reyMatías.

Las charlas radiofónicas de Korczak eran sensacionales para el joven Tarnowski,


como lo fueron para casi todos sus demás oyentes, porque por primera vez en su vida le
demostraban que un adulto podía entrar con facilidad y naturalidad en el mundo de los
niños. Korczak no sólo comprendía el punto de vista de los niños, sino que lo respetaba y
apreciaba profundamente, mientras que el resto de los adultos eran incapaces de hacer
justicia al mundo de los niños. Lo mejor que Korczak enseñaba, citando el título de uno de
sus libros más importantes, era «cómo se debe amar a un niño». Korczak amaba
intensamente a los niños; les dedicó todos los momentos de su vida. Los estudió y los
comprendió con más detenimiento que la mayoría.

Como los conocía de verdad, no los idealizó. Igual que hay adultos buenos y
adultos malos, de todo tipo y especie, Korczak también sabía que existe toda clase de
niños. Trabajando con ellos de muchos modos en el curso de su vida y viviendo con ellos
en el orfanato, Korczak conoció a los niños por lo que son y siempre estuvo muy
convencido de su integridad. Sufría cuando los niños eran tratados de modo injusto, sin
concederles el crédito que merecían por su inteligencia y honestidad esencial.

Korczak era muy crítico con nuestro sistema educativo que, tanto entonces como
ahora, cargaba a los niños con información irrelevante e inconsecuente, cuando la
principal tarea de la educación debería ser ayudar y preparar a los niños a cambiar su
realidad presente en una futura mejor. Korczak estaba convencido de que las relaciones
de poder entre adultos y niños eran totalmente erróneas, que debían cambiar para que los
adultos se disuadieran de su derecho-concebido incluso como una obligación- a disponer
a su voluntad de la vida y del mundo de los niños, sin tener en cuenta los sentimientos de
éstos. En opinión de Korczak, sólo una educación que se tome muy en serio la visión de
las cosas del niño, puede mejorar el mundo. Su creencia más arraigada consistía en que
el niño, por una tendencia natural a establecer dentro de sí un equilibrio práctico, tiende a
mejorar cuanto puede, si se le presenta la suerte, la libertad y la ocasión de hacerlo.
Ofrecer a los niños estas oportunidades era el centro de todos sus esfuerzos.

Aquellos que como Korczak se dedican tenazmente a construir este mundo mejor
para los niños suelen estar motivados por una infancia desdichada. El sufrimiento les
causó tan duradera impresión que toda su vida trataron de cambiar las cosas para que
otros niños no tuvieran que sufrir semejante destino. El nombre real de Janusz Korczak
era Henryk Goldszmit, vastago de dos generaciones de judíos cultos que habían roto con
la tradición judaica para asimilarse a la cultura polaca. El abuelo de Korczak era un
apreciado y brillante médico, su padre, un famoso e igualmente brillante abogado. En el
aspecto externo, la vida anterior de Henryk transcurrió en una situación plácida, en el
hogar de alta burguesía adinerada de sus padres. No obstante, desde muy pronto se
familiarizó con las dificultades emocionales: su padre tenía ideas grandilocuentes y
fantasiosas sobre el mundo, y tenía gran dificultad para desenvolverse en la realidad. Por
ejemplo, retrasó el registro, del nacimiento de su único hijo, Henryk, y en consecuencia no
se sabe si Henryk nació el 22 de julio de 1878 o de 1879.
Cuando Henryk era un niño pequeño, aunque todo parecía ir bien, su familia vivía
en una atmósfera de alienación, psicológica, cultural y social, que debió de contribuir a la
inestabilidad mental de su padre. Aunque habían nacido judíos, los padres de Henryk se
alienaron abrazando la cultura polaca. Sin embargo, una vez integrados en esta cultura,
se distanciaron de la cultura de los judíos polacos, que en esa época era peculiar y vital.
Casi todos los judíos que vivían en Polonia en aquel tiempo hablaban y leían el yiddish;
las tradiciones y ritos judíos regían sus vidas. La religión guiaba todo aquello que hacían y
pensaban. Por el contrario, los padres de Henryck eran judíos no practicantes que sólo
hablaban polaco. Así que, a pesar de disfrutar de niño de muchas atenciones, supo desde
su nacimiento lo que significaba ser un marginado. Y toda su vida fue un marginado.

Cuando Henryk tenía sólo once años, su padre empezó a sufrir serios trastornos
mentales, que requirieron su intemamiento en una institución mental. Murió cuando
Henryk tenía dieciocho años. Con el deterioro del padre de Henryk, que era quien ganaba
el sustento familiar, la familia conoció dificultades económicas. A partir de entonces,
Henryk tuvo que contribuir al mantenimiento de la familia, hasta convertirse en el único
medio de subsistencia. En la escuela ganaba algún dinero dando clases a niños más
pequeños. Cuando estudiaba en la universidad empezó a mantener a su madre y a su
hermana por medio de la escritura. En esa época adoptó el seudónimo por el que el
mundo le conoce. Deseaba participar en un concurso literario y temía no tener ninguna
oportunidad de ganar si empleaba su nombre, de modo que Henryk presentó su obra con
un nombre de sonoridad polaca, Janusz Korczak, que sacó de una novela polaca que
estaba leyendo en aquel momento. Aunque no ganó el certamen literario, a partir de
entonces utilizó este seudónimo.

En aquella época, aun habiendo elegido la medicina como estudio, Korczak estaba
resuelto a dedicar su vida a mejorar la suerte de los niños. Se presentó a sí mismo a una
compañera universitaria diciéndole que era «el hijo de un loco que estaba resuelto a
convertirse en el Karl Marx de los niños». Así como Marx dedicó su vida a la revolución
que liberaría al proletariado, así Korczak consagraría la suya a la liberación de los niños,
que requería cambios revolucionarios en el modo en que los consideraban y trataban los
adultos, quienes anulaban a los niños aún más dolorosamente que, según Marx, se
anulaba al proletariado. Cuando le preguntaron qué implicaría dicha liberación de los
niños, Korczak respondió que uno de sus rasgos más importantes sería concederles el
derecho a gobernarse a sí mismos. Incluso en este primer período, estaba convencido de
que los niños eran capaces de gobernarse a sí mismos, al menos tan bien, o mucho
mejor, que sus padres y educadores. En sus años de universitario, Korczak pensaba que
el mejor modo de ayudar a los niños sería convertirse en pediatra y eso es lo que hizo.

Desde muy pronto, Korczak estaba seguro de que no se casaría, porque no


deseaba engendrar hijos. Cuando la compañera universitaria a quien reveló estos planes
le preguntó sorprendida por qué, si estaba dispuesto a dedicar su vida a los niños, no
quería tener sus propios hijos, Korczak le respondió que no tendría unos pocos sino
cientos de niños a quienes cuidar. Por lo que nosotros sabemos, nunca dijo en concreto
que no deseara casarse ni tener hijos, pero parece probable que temiera haber heredado
la tendencia de su padre a la locura y le aterrorizara transmitirla, o tener un hijo que
sufriera las dificultades que él había experimentado a causa de la inestabilidad mental de
su padre.

Como estudiante de pediatría, Korczak trabajó en los suburbios de Varsovia. Tenía


la esperanza de que, combinando la asistencia médica a las enfermedades de los niños
con la ayuda espiritual, podría realizar cambios fundamentales en sus condiciones de
vida. Escribió su primera novela, Los niños de la calle, publicada en 1901, lleno de rabia
ante la degradación a la que las vidas de estos niños se veían sometidas. En 1905, tras
recibir el título de medicina, Korczak empezó a trabajar y a vivir en un hospital para niños,
a estar cerca de ellos en todo momento. Mientras tanto, seguía publicando obras sobre
diversos temas, algunos de ellos literarios, otros educativos, médicos y sociopolíticos.
Publicó otra novela, basada en buena parte en sus experiencias vitales, titulada El niño
del salón. En ella trató temas que habían ocupado su mente ya en quinto curso, cuando
consideraba que era necesario abolir el dinero y las riquezas, para que no hubieran más
niños sucios, abandonados y hambrientos (con quienes, en quinto, no le permitían tener
contacto alguno). No debían existir niños que vivieran en elegantes estudios, aislados de
los otros menos afortunados, ni tampoco debía haber niños en los suburbios.

En 1905, cuando estalló la guerra ruso-japonesa, Korczak fue llamado a filas como
médico militar, experiencia que encontró desconcertante, pero que le puso en contacto
directo con el sufrimiento de los pobres. En el curso de ocho años de lenta evolución
decidió abandonar la práctica de la medicina y dedicarse por entero a la ayuda de los
niños que sufrían. Una vez, explicó este cambio de rumbo de la siguiente manera: «Una
cucharada de aceite de castor no cura la pobreza ni la orfandad». Quería decir que ni
siquiera el mejor tratamiento médico puede borrar el mal que la extrema miseria causa en
los niños. Así que, en 1912, cuando acababa de cumplir treinta años, Korczak se convirtió
en el director del orfanato judío de Varsovia, dejando a los niños del hospital con los que
había vivido y trabajado hasta el momento. A partir de entonces y hasta su muerte, vivió y
trabajó en el orfanato, con la única interrupción de su servicio en el ejército ruso como
médico durante la primera guerra mundial.

Pero incluso en el campo de batalla, disponiendo de poco tiempo para sí mismo, el


interés principal de Korczak eran los niños. En lugar de descansar de sus arduas tareas
como médico de primera línea, cuando tenía ocasión, por la noche, en lugar de dormir,
escribía el que probablemente será su libro más importante, Cómo hay que amar a un
niño. Al finalizar la primera guerra mundial, se convirtió en codirector de un orfanato
católico que él llamó Nuestro Hogar, y que albergaba tanto a niños católicos como judíos.
La mayoría de las obras de Korczak sobre niños tratan de cómo debemos relacionamos
con ellos, comprenderlos, tratarlos y educarlos, y lo que es aún más importante, cómo
respetarlos y amarlos. Sus obras son de naturaleza aforística, pues creía que cualquier
tratamiento sistemático de estos temas tendía a ser demasiado abstracto y, por tanto, no
hacía justicia a las múltiples expresiones de vitalidad de un niño. Repetidas veces y en
distintos ejemplos, Korczak afirmó que la razón por la cual la mayoría de los expertos no
conocen a los niños es porque los estudian en el laboratorio o en abstracto, en lugar de
proceder clínicamente y observarlos en la vida cotidiana día tras día. Uno de sus ideales
respecto al estudio de los seres vivos era el entomólogo Jean Henri Fabre, quien toda su
vida observó y estudió insectos sin dañar a ninguno de ellos, y mucho menos matándolos,
mientras que sus colegas acababan matando el objeto de su estudio.

El método de enseñanza de Korczak en el Instituto de Pedagogía de Varsovia,


donde ejerció la docencia durante muchos años, queda ilustrado por su afición a invitar a
sus estudiantes a observar las evoluciones del corazón de un niño a través de la pantalla
de un aparato de rayos X. El niño permanecía de pie frente a la pantalla en una sala
oscura y por naturaleza sentía aprehensión ante la oscuridad, los ruidos desconocidos y
la maquinaria extraña. Hablando con mucha ternura, para no incrementar el temor del
niño, y profundamente conmovido por lo que veía en la pantalla, Korczak exhortaba a sus
estudiantes a echar un vistazo y no olvidar jamás lo que veían: «Con qué ímpetu late el
corazón de un niño asustado y aún más cuando su corazón reacciona ante el enojo de un
adulto, por no hablar de cuando teme un castigo».
Muchas de las ideas del doctor Korczak son ahoras ideas trilladas, pero a
principios de siglo eran radicalmente nuevas. Una y otra vez hacía hincapié en la
importancia del respeto al niño y a sus ideas, incluso cuando no se estaba de acuerdo con
él. Insistió en el error de basar las medidas educativas en nuestras nociones de lo que el
niño necesitará saber en el futuro, porque la verdadera educación debe ocuparse de lo
que el niño es en el presente, no en lo que desearíamos que fuera en el futuro. Hoy no
somos conscientes de nuestra deuda con el doctor Korczak respecto a estas y muchas
otras ideas «modernas» sobre los niños. Muy pocos educadores coetáneos, como Dewey,
compartían algunas de estas ideas. Pero mientras que los educadores como Dewey sólo
conceptualizaban, Korczak ponía en práctica sus ideas al vivir con los niños según sus
propios principios, los cuales Ies ayudaba a descubrir y poner en práctica.

Otros, como el eminente Neill de Summerhill, las pusieron en práctica más de una
década después de que el doctor Korczak las aplicara a diario. En parte, las creencias de
Neill se fundaban en la práctica y en las experiencias de Korczak. Ni siquiera Neill,
probablemente el reformista más radical de la vida de los niños después de Korczak, llegó
tan lejos como éste en su insistencia en el autogobierno de los niños. Korczak ayudó a
sus niños a crear su propio tribunal y se sometió a sus juicios. Korczak sabía bien que, a
pesar de su extraordinaria devoción por los niños, él mismo era el producto de una
educación defectuosa y por tanto no estaba libre de imperfecciones; hasta cierto punto, su
carácter había sido malogrado por el modelo de educación, como nos ocurrió a todos. Así
que, para Korczak, el tribunal era una institución, de la sociedad de niños que había
creado en el orfanato, más importante aún que el parlamento, el periódico y el resto de
sus empresas independientes.

Korczak relata que en un período de seis meses fue acusado al menos cinco
veces ante el tribunal de los niños. Una vez, arrastrado por sus emociones, abofeteó a un
niño que le había provocado gravemente. Admitió raudo su culpa y que la gravedad de la
provocación no era excusa para abofetear al niño. Otra de sus faltas fue echar del
dormitorio a un niño alborotador para que los demás pudieran conciliar el sueño. Su culpa
fue actuar según su propio criterio, mientras que hubiera debido someter al juicio del resto
de los niños si deseaban dormir a costa de echar de la habitación al niño transgresor. En
otra ocasión fue juzgado y declarado culpable por el tribunal de niños porque durante un
juicio había ofendido a uno de los jueces. Y otra vez acusó a una niña de hurto, en lugar
de permitir que el tribunal de niños decidiera si era culpable.
Debemos a uno de los niños jueces que halló a Korczak culpable de su quinta
infracción un animado relato de los procedimientos judiciales. Jugando, Korczak había
subido a una niña pequeña a un árbol y cuando le entró miedo se burló de ella. Fue
declarado culpable de acuerdo a la regla número cien del tribunal de los niños. La
decisión del juez fue: «Sin excusa, defensa o perdón del acusado, el tribunal le encuentra
culpable». En cuanto se oyó el veredicto, la niña que le había acusado se echó llorando a
sus brazos y lo abrazó tiernamente. Con tales disposiciones podríamos pensar que la vida
en el orfanato era caótica y anárquica. Sin embargo, distaba mucho de eso, como
demuestran la autorregulación y el tribunal de los niños. Korczak sabía muy bien que el
autocontrol era el ingrediente más necesario para una vida feliz. Afirmaba que cuando
todo está permitido, no se desarrolla una fuerza de voluntad; pero la fuerza de voluntad es
muy necesaria para que el niño afronte con éxito las adversidades de la vida.

No sólo cuando era acusado el viejo doctor se sometía contento al juicio de los
niños, sino que lo buscaba siempre en todo lo que hacía. Por ejemplo, Korczak les leía
sus libros, les pedía críticas y se las tomaba muy en serio. Una y otra vez decía y escribía
que los niños eran sus mejores y más importantes maestros, que todo lo que sabía lo
había aprendido de ellos. La valentía personal y el sentimiento profundo con que Korczak
vivía sus ideas lo hacen extraordinario. La naturaleza de estos sentimientos la ilustra la
respuesta de Korczak a una pregunta sobre los principios que subyacían a sus acciones.
Respondió: «Beso a los niños con los ojos y con mis pensamientos, mientras me
pregunto: ¿quién eres tú, tú que eres para mí tan maravilloso secreto? ¿Cuáles son las
preguntas que no te atreves a formular? Los beso a través de mi ardiente deseo de
descubrir de qué manera puedo ayudarlos en sus problemas.

Los abrazo mentalmente como el astrónomo intenta abrazar mentalmente la


estrella que existe, ha existido y existirá». Y los niños eran en realidad las estrellas que
intentaba alcanzar, mediante las que guiaba su vida. La filosofía de Korczak se expresa
en las palabras de despedida a un grupo de huérfanos que se «graduaban» del orfanato,
pues habían superado lo que éste podía ofrecerles. Les dijo: Os decimos adiós y os
deseamos éxito en vuestro largo viaje a un país lejano. Vuestro viaje sólo tiene un nombre
y un destino: vuestra vida. Hemos estado dándole vueltas a cómo deciros adiós, qué
consejo daros para el camino. Por desgracia las palabras son pobres y débiles vehículos
para expresamos. De modo que no podemos ofreceros nada para el camino.
No os damos ningún Dios, porque debéis buscarlo en vuestra alma, en una lucha
solitaria. No os damos ninguna patria, porque tenéis que encontrarla con los esfuerzos de
vuestro corazón, de vuestros pensamientos. No os damos amor por vuestros camaradas
porque no hay amor sin perdón, y el perdón es una tarea ardua, una penalidad que sólo la
persona puede decidir asumir. Sólo os damos una cosa: el deseo de una vida mejor que
no existe aún, pero que existirá algún día, una vida de verdad y justicia. Quizás el deseo
de que sea posible os guíe hasta Dios, hasta una patria real y hasta el amor. Buen viaje,
no lo olvidéis. Para ayudar a otros adultos y niños a superar su alienación, fatal para
ambos, Korczak escribió una novela, Cuando sea pequeño otra vez, en la que se
describía como adulto y como niño, como maestro y como discípulo, intentando hacer
comprender a cada uno los problemas del otro, las alegrías y frustraciones, comprender la
vida del otro. Pero este libro no sirvió a sus propósitos todo lo bien que él deseaba.

Así que Korczak lo intentó de nuevo y escribió su libro de más éxito, de más
difusión: El rey Matías, publicado en 1928. Fue el libro que el profesor Tarnowski, en la
evocación de su niñez, declaró que había cambiado su idea de los adultos, porque se dio
cuenta de que al menos el autor de esta novela comprendía totalmente a los niños,
comprendía su modo de sentir y de actuar. El rey Matías es la historia de un niño que a la
muerte de su padres se convierte en rey e inmediatamente intenta reformar su reino para
beneficio de niños y adultos por igual. Tanto en el original polaco como en la traducción
alemana, esta historia se ha convertido en un favorito de los niños; por fin, en 1986 fue
publicada en su país. El rey Matías no es otro que el propio Korczak recreado como niño,
que lucha valerosamente contra las injusticias del mundo, la mayoría de las cuales se
infligen a los niños. Todo se nos narra desde la perspectiva de ese muchacho sincero a
ultranza, quien, pese a que sigue siendo un niño, persevera en sus ideas con coraje y
determinación: reconstruir un mundo, muy parecido al nuestro, convertirlo en un mundo
bueno para los niños, y por ello crear un mundo mejor para los adultos. Korczak aparece
en la historia también en forma de adulto, como el viejo doctor que prevé los problemas
que atravesará el rey Matías y que siente gran pena por él. El viejo doctor trata de ayudar
pero fracasa en su intento; el mundo es sencillamente insensible a las necesidades de los
niños, no sabe lo que es bueno para ellos, no valora su sinceridad, su capacidad para
ocuparse de sus propios asuntos, ni sabe cómo construir un mundo mucho mejor para
todos.
La exquisita penetración en la psicología de los niños hace de esta obra una fábula
única, incluida la inmadurez de algunos de sus planes, que inevitablemente conducirán a
su destrucción. Es maravilloso cómo en esta historia, el mundo moderno y su gente
coexisten codo a codo con un mundo completamente imaginario, creado a partir de las
esperanzas, aspiraciones y fantasías de un muchachito audaz, muy inteligente,
imaginativo, sensible y honesto. El rey Matías es una rara obra maestra que nos revela la
visión que un muchacho tiene del mundo de los adultos y sus maniobras, y cómo cuando
se le da libertad para hacerlo, reacciona de modo espontáneo ante él. Al describir las
experiencias de Matías, la historia relata cómo un niño confía una y otra vez en los
adultos, sólo para que lo desilusionen profunda y dolorosamente. Demuestra la perfidia de
los adultos en su trato con los niños y también con los demás adultos, y cómo los niños
son mucho más directos y honestos con los adultos y entre sí.

Demuestra, además, cómo ciertos adultos de buena voluntad son incapaces de


comprender en verdad la esencia de los intereses, deseos y esperanzas más íntimos de
los niños. El relato ofrece una imagen real de cómo la seria e ingenua pero verdadera
sabiduría de los niños en la comprensión del mundo se entremezcla con la necesidad de
juego infantil, de amistad sincera con los adultos y con sus iguales, de una vida de
imaginación; pero sobre todo, una vida de libertad, dignidad y responsabilidad. El rey
Matías es una flor tardía en la venerable tradición del Bildungsroman, tan característico de
la mejor literatura de la Ilustración. Wilhelm Meister, de Goethe, Der Grüne Heinrich, de
Gottfried Keller, y Jeati Christophe, de Romain Rolland, son tres ejemplos del género, que
relatan la evolución emocional, moral y personal del héroe ante el impacto de los
caprichos, penalidades y tribulaciones de la existencia. Mientras que todas las demás
novelas de este tipo siguen el crecimiento interno del héroe hasta la madurez, El rey
Matías sólo habla del desarrollo personal durante la niñez. En eso, como en muchos otros
aspectos, la novela de Korczak es realmente única.

No es raro que Korczak haya escrito semejante novela, porque dedicó toda su vida
a la educación de los niños. El rey Matías, además de ser entretenida, descubre el modo
en que los niños ven a los adultos, qué desean de ellos y de la vida. La lista de reformas
que el parlamento de los niños del rey Matías desea promulgar es particularmente
reveladora. De entre estas reformas, una de ellas en particular me agrada, por razones
personales: el deseo de los niños de abolir que los adultos los besen. Hace muchos años,
sugerí esta idea, sin saber que Korczak había hecho lo mismo mucho antes, porque todos
los niños que conocía que se atrevían a expresar su opinión sobre este asunto coincidían
en su aborrecimiento a que les besaran indiscriminadamente. Mi sugerencia topó con las
más enérgicas objeciones. Esto, entre otras experiencias, me enseñó lo difícil que es para
los adultos aceptar que los niños experimentan las cosas de diferente manera, y lo pronto
que los adultos olvidan cómo se sentían cuando eran niños. La mayoría de los adultos
están convencidos de que lo que para ellos es una expresión de amor y afecto, debe serlo
también para los niños; no se dan cuenta de que los niños y los adultos experimentan el
mismo hecho de modo muy diverso.

Los niños disfrutan y necesitan del contacto corporal, no a la manera de la


sexualidad adulta, con besos, sino siendo aupado, abrazado y acunado, es decir, a través
de la implicación de todo el cuerpo en agradables experiencias cinestéticas, en lugar de
un contacto concentrado en un órgano del cuerpo concreto, como es la boca. A travos de
sus lecciones y sus escritos, Korczak nos dice cómo disfrutan los niños cuando los
adultos les demuestran afecto del modo que desean recibirlo: sobre todo, tomándolos en
serio, y después, tratándolos y jugando con ellos en el plano en que ellos se divierten.
Parte de la tradición de la Ilustración a la que pertenece El rey Matías consiste en la
noción rousseauniana del buen salvaje que, aunque primitivo de ideas, costumbres y
conducta, es en realidad más decente y moral que sus iguales europeos. Esta noción se
encuentra en El rey Matías junto con otra, la convicción de que los niños son más
decentes y morales que los adultos. En la novela es un rey negro quien está más
dispuesto a aplicar las reformas propuestas por Matías, intentando ser mejor persona y
facilitándole las cosas a su pueblo. Sólo los reyes negros son los verdaderos amigos de
Matías, prestos a dar la vida por él, mientras que los reyes blancos, a pesar de sus bellas
promesas, acaban traicionándolo escandalosamente.

La historia finaliza cuando la reforma planeada por Matías, minuciosa pero


demasiado infantil, se derrumba como resultado de la perversa traición del mundo de los
adultos y porque los niños, al ser niños, ejecutan sus planes demasiado despreocupada,
pueril y, en ocasiones, egoístamente. Cuanto más éxito tenía Korczak con los niños, más
se aislaba del mundo exterior. Cuanto más conocido era por el fervor con que luchaba por
la libertad de los niños para disponer de sus propias vidas, para desarrollarse del modo
que eligiesen, más se convertía en un ser marginal. He mencionado que sus padres
habían sido marginados con respecto a la cultura polaca dominante que habían abrazado,
porque eran judíos, y habían sido marginados con respecto a los judíos, porque se habían
integrado por completo en el mundo polaco. Además de esta alienación que Korczak
había heredado de sus padres, se vio alienado de la derecha polaca por reformista radical
y de la izquierda porque luchaba obstinadamente por la liberación de los niños, sin creer
que ésta se convertiría automáticamente en parte de la revolución socialista.

Para los diversos grupos literarios polacos, Korczak resultaba sospechoso a pesar
de sus grandes éxitos literarios, porque no se adhirió a ninguno de los diversos
movimientos literarios y no extraía su estímulo de ellos, sino de los niños. Los educadores
lo temían y lo rechazaban porque criticaba severamente sus métodos. Alienado de estos
círculos adultos, se aproximó al mundo de los niños, quienes como él estaban alienados
del mundo de los adultos. Sin embargo, trabajó toda su vida para romper la alienación de
los niños por parte de los adultos y viceversa. En 1939, en el momento de la invasión
alemana de Polonia, Korczak sabía que se acercaba el fin. Su creciente sentimiento de
desolación le dio ansias de dejar un testamento final. El diario que escribió durante los
últimos meses de su vida en el gueto, sobre todo durante los meses de mayo y agosto de
1942, representa, en sus propias palabras, «no tanto un esfuerzo de síntesis como un
sepulcro de esfuerzos, experimentos, errores. Quizás resulte útil a alguien, en algún
momento, dentro de cincuenta años ...». Fueron palabras proféticas, porque pronto hará
cincuenta años que el viejo doctor las escribió y ahora sus obras y sus hechos son más
conocidos, comprendidos y valorados de lo que jamás lo fueron.

En julio de 1942, menos de un mes antes del fin de Korczak, sus fieles seguidores
y amigos hicieron otro intento por salvarle. Su colaborador y amigo ario Igor Newerly le
proporcionó documentos falsos, que le habrían permitido dejar el gueto con él. Aunque los
ruegos de Newerly no lograron alterar la determinación de Korczak de no abandonar a
sus niños, para demostrale su aprecio Korczak le prometió que le enviaría el diario que
había escrito en sus años de gueto. Como siempre, Korczak cumplió su palabra y, pocos
días después de que los niños fueran conducidos a Treblinka, Newerly recibió el diario. Lo
depositó bajo unos ladrillos en una casa segura y después de la guerra fue a rescatarlo.
Se ha publicado con el título Diario del gueto, y junto con El rey Matías es el único de los
diversos libros de Korczak que ha aparecido en inglés.

En este diario, Korczak menciona la última obra que eligió para que los niños
representaran ante una audiencia del gueto, poco antes de que él y los niños fueran
asesinados. Aunque los judíos tenían prohibido representar obras de autores arios, la
obra elegida fue El cartero del rey. (Korczak, como siempre, no reparó en el riesgo de
castigo por desafiar las órdenes de las SS.) El personaje central de la obra es un
muchacho agonizante, cuyo fin le resulta soportable porque cree que el rey le visitará y
satisfará sus deseos más anhelados. Korczak debió de escoger esta obra porque sabía
cómo hacer soportable la muerte a los niños. Cuando, después de la actuación, le
preguntaron por qué había elegido esa obra, respondió que uno debía aprender a aceptar
con serenidad al ángel de la muerte. Korczak lo aprendió y enseñó a los niños a hacer lo
mismo. En las últimas páginas de su diario del gueto, escribió esta confesión: «No estoy
enfadado con nadie. No deseo a nadie ningún mal. Soy incapaz de desearlo. No se cómo
alguien puede hacerlo». Hasta el final, vivió de acuerdo con lo que los padres rabínicos
escribieron antaño. Cuando le preguntaron: «¿Qué debe hacer un hombre cuando todos
actúan de modo inhumano?», su respuesta fue: «Volverse más humano». Eso es lo que
hizo Korczak al final de su vida.

Después de la segunda guerra mundial, la vida y la obra de Janusz Korczak se


convirtieron en una leyenda, no sólo en Polonia. Ahora, los educadores europeos y de
muchos otros países de fuera de Europa conocen bien su vida y su obra. Su obra se
estudia en las universidades europeas y se le dedican congresos. Han erigido
monumentos en su honor. Se ha difundido una obra de teatro titulada Korczak y los niños.
Se han reeditado sus obras y traducido a diversos idiomas. Se le concedió, a título
postumo, el premio alemán de la paz. La UNESCO declaró el cien aniversario de su
nacimiento Año Korczak, 1978- 1979, y también Polonia y otros muchos países. El papa
Juan Pablo II dijo unavez que para el mundo actual, Janusz Korczak es un símbolo de la
verdadera religión y la verdadera moral. El memorial en Treblinka de los 840.000 judíos
asesinados consiste en unas grandes rocas que indican la zona donde murieron. Estas
rocas no llevan más inscripción que el nombre de la ciudad o del país de donde procedían
las víctimas. Sólo una roca lleva grabado el nombre de un hombre, dice así: «Janusz
Korczak (Henryk Goldszmit) y los Niños». Le hubiera gustado que hoy le recordasen de
este modo, como el más fiel amigo de los niños.
2. Esperanza en la humanidad

Me conmovió el libro Anne Frank Remembered, escrito por Miep Giese y Allison
Leslie Gold. Miep Giese, sobre quien Ana Frank escribió en su diario, «parece que nunca
estamos lejos del pensamiento de Miep», conoció a Ana Frank muy bien, la vio crecer y
llegó a amarla. De modo que nos puede contar muchas cosas de ella. Pero me conmovió
la historia de Miep porque habla de la gran humanidad de una persona común y corriente.
Ana Frank debe a Miep Giese la posibilidad de escribir su diario, pues fue ella quien, a
riesgo de su vida, proporcionó a la familia Frank -y a los demás que se ocultaban con
ellos- la comida que les mantenía vivos y el compañerismo humano que necesitaban para
soportar su desesperado aislamiento.

Miep nació en Viena en 1909. Debido a las severas privaciones que experimentó
durante la primera guerra mundial y los años de hambre que siguieron, fue una niña muy
enfermiza, casi desnutrida. Había muchos como ella y ciertos países neutrales intentaron
salvar a estos niños. Los trabajadores socialistas holandeses realizaron uno de estos
esfuerzos, alojando a los niños de los trabajadores socialistas vieneses en sus hogares.
En diciembre de 1920, Miep fue acogida por los Nieuwenhuises, una familia holandesa
trabajadora de medios muy modestos. Ya tenían cinco niños propios, pero, como ellos
decían, donde comen siete, comen ocho. El plan era alimentar a estos niños vieneses
durante tres meses y luego devolverlos a sus padres en Viena. Pero, al concluir los tres
meses, Miep estaba todavía tan enferma y débil que sus padres adoptivos se la quedaron
y, excepto una breve visita de sus padres, creció con los Nieuwenhuises como si se
tratase de su propia hija.

Podría pensarse que la experiencia de ser rescatada hizo que Miep se sintiera
obligada a rescatar a otros. Pero después de leer su relato, estoy convencido de que no
arriesgaba su. vida para rescatar a quienes se encontraban en la extrema * Tras haber
dedicado un ensayo a llamar la atención de mis lectores sobre Janusz Korczak, creo
adecuado hacer lo mismo con Miep Giese, al menos en la forma de un comentario sobre
su libro conmovedor. Apareció en Washington Post Book World en la forma que aquí se
reproduce, necesidad por obligación, sino por pura decencia humana. Hizo lo que creía
correcto, sin importarle su propia seguridad, debido a su propia personalidad.

Al inicio de su libro, Miep cuenta cómo se veía y aún se ve a sí misma: No soy una
heroína ... Más de veinte mil holandeses ayudaron a ocultarse a los judíos y a otros que
en aquellos días tenían necesidad de ocultarse. Por mi propia voluntad hice lo que pude
para ayudar. Mi marido también. No fue suficiente. No tengo nada de especial. Nunca he
deseado ninguna atención especial. Tan sólo estuve dispuesta a hacer lo que se me pidió
y lo que me parecía necesario en aquella época.

En 1933, cuando Miep tenía veinticuatro años, se empleó, más o menos por
casualidad, con el señor Frank, que acababa de escapar de Alemania tan deprisa que su
esposa y sus dos hijas aún no se habían reunido con él en Amsterdam. Cuando lo
hicieron, Miep y más tarde su futuro marido, Henk Giese, se hicieron amigos de los Frank,
y también del grupo de refugiados judeoalemanes. Sus vidas transcurrían con normalidad,
sin sobresaltos, hasta la ocupación alemana de Austria en 1938. En esa época, se ordenó
a Miep que se presentara en el consulado alemán, donde tenía que cambiar su pasaporte
austríaco por uno alemán. Poco después, en la casa de sus padres adoptivos, donde ella
vivía, recibió la visita de una muchacha alemana a quien el consulado alemán había dado
su nombre. La muchacha invitó a Miep a unirse a una asociación femenina nazi. Cuando
Miep se negó, la visitante insistió y le presionó para descubrir las razones de su negativa.

Como respuesta, Miep mencionó, entre otras razones, el modo en que trataban a
los judíos en Alemania. En ese momento no prestó atención a este incidente, que, tras la
ocupación de Holanda por el ejército alemán, tuvo para ella graves consecuencias. Se le
ordenó presentarse al consulado alemán y, debido a su negativa a incorporarse a la
asociación femenina nazi, invalidaron su pasaporte y le ordenaron regresar a Viena en el
plazo de tres meses. Desesperada, pidió ayuda a las autoridades holandesas, quienes le
dijeron que el único modo de permanecer en Holanda era casarse con un holandés. Ella y
Henk Giese habían planeado casarse en cuanto encontrasen un piso para vivir. Entonces
decidieron casarse de inmediato. Podían hacerlo, pero tenía que ser rápido, debido a las
dificultades de Miep para adquirir los documentos que necesitaba de Viena.

Poco después de la ocupación de Holanda, la persecución de los judíos, en


particular de los refugiados alemanes, se volvió insoportable y empezaron las
deportaciones a los campos. En 1942, el señor Frank decidió esconderse en la parte
trasera del edificio en donde estaba situada su oficina. Por aquel entonces había cedido
su negocio a cierto holandés gentil, pero seguía trabajando allí. Antes de iniciar los
preparativos para ocultarse con su familia, preguntó a Miep: «¿Estás dispuesta a aceptar
la responsabilidad de hacerte cargo de nosotros mientras estamos escondidos?». Ella
respondió: «Por supuesto». El señor Frank le advirtió: «Miep, el castigo es severo para los
que ayudan a los judíos, tal vez la cárcel...». Ella le interrumpió: «He dicho “por supuesto”.
Y lo he dicho en serio». Y así fue, no se respondieron ni se plantearon más preguntas.
Cuanto menos supiera uno, menos podía revelar en los interrogatorios.

Antes de que los preparativos estuvieran concluidos, los Frank se vieron obligados
a esconderse, porque a la hermana de Ana, Margot, le ordenaron que se presentara para
ser embarcada hacia Alemania para hacer trabajos forzados. Aunque cualquier contacto
entre gentiles y judíos se consideraba un crimen castigado con dureza, al saber la
situación, Miep y su marido fueron a casa de los Frank, y cogieron todas las prendas de
vestir y artículos de primera necesidad que pudieron meterse en los bolsillos y ocultar bajo
sus abrigos para llevarlos al escondite, pues no se podía hacer abiertamente ante el
riesgo de ser denunciados. Entonces los judíos debían llevar la estrella de David, lo cual
hacía arriesgado que un gentil caminara junto a un judío. Sin embargo, muy temprano a la
mañana siguiente, Miep acompañó a Margot al escondite. El señor Frank apareció a la
hora de trabajo acostumbrada y más tarde esa misma mañana acudieron la señora Frank
y Ana, con el pretexto de visitar al señor Frank. Todas esas precauciones eran necesarias
para evitar que la gente que vivía en el mismo edificio que los Frank sospecharan o
adivinaran dónde se escondían. Si no informaban de tal desaparición a las autoridades
alemanas, los que mantenían el secreto eran considerados criminales.

Al cabo de poco tiempo, el señor y la señora Daan se unieron a los Frank en su


escondite, junto con su hijo Peter, que más tarde jugaría un importante papel en la vida de
Ana. Cuando uno se escondía, se debía proceder con sumo cuidado, como ilustra el caso
del doctor Dussel, un dentista judeo alemán que pidió a Miep, en quien él sabía que podía
confiar, que le encontrara un escondite. Miep habló de él a los Frank y decidieron que
podían compartir con él su escondrijo. Miep no se atrevió a decirle dónde se escondería,
por temor a que, por error o mala suerte, se lo dijera a su esposa gentil y revelara a
alguien el secreto. Así que él y su esposa creyeron que Miep le había encontrado un lugar
seguro en el campo. Todo lo que Miep le dijo es que el lunes siguiente a las once de la
mañana diese un paseo frente a la oficina central de correos. Un hombre se le acercaría
como por casualidad y le diría: «Sígame».

Él debía hacerlo sin mediar palabra. No debía llevar nada para no levantar
sospechas. Tras decirle esto, Miep le deseó buen viaje. No dijeron nada más, pues sabían
que el peligro acechaba por doquier en el camino de un judío hacia su escondite. El
hombre con el que contactó era el señor Koophuis, a quien el señor Frank había cedido
su negocio. No conocía al doctor Dussel, ni el doctor Dussel había estado jamás en la
oficina del señor Frank. De modo que el doctor Dussel debía confiar su seguridad y su
vida a un completo extraño. Le sorprendió todavía más que no le condujese al campo,
sino a donde los Frank se escondían. Después, una vez a la semana Miep llevaba a la
señora Dussel una carta de su marido, y su esposa le daba a Miep cartas y paquetes para
él. Sabía que era mejor no hacer preguntas y creía que Miep intercambiaba estas cosas a
través de un contacto lejano. Sólo de este modo, si interrogaban a la señora Dussel sobre
su marido, no revelaría su paradero.

Era tan absolutamente necesario guardar secreto que Henk Giese sólo le dijo a su
esposa -a quien proporcionó cartillas de racionamiento falsas para que pudiera alimentar
a los que ocultaba- que se había unido a la resistencia, unos cuantos meses después de
hacerlo y se lo dijo porque ella debía saber cómo estar informada si lo apresaban o se
veía en la necesidad de esconderse. Para un judío, o para cualquier otra persona en
peligro, encontrar un lugar relativamente seguro era sólo el primero de una serie de
interminables y difíciles problemas que se planteaban a aquellos que los ocultaban. Un
problema diario era buscar el medio de alimentarlos, pues las pequeñas raciones de las
cartillas de racionamiento apenas alcanzaban para sus poseedores. O la resistencia
proporcionaba cartillas falsas, con los riesgos que implicaba el descubrimiento del fraude,
o se obtenía comida del mercado negro, que resultaba caro, complicado y también
peligroso. Cuando una persona oculta caía enferma generaba problemas particularmente
dramáticos, como ocurrió con un joven estudiante alemán a quien los Giese escondían en
su propia casa. No se podía llamar al médico, por grave que fuera la enfermedad, y ni
pensar en llevarlo a un hospital, porque no sólo el enfermo perdería la vida al ser
capturado por la policía, sino también la persona que lo llevase al hospital. Como Miep
explica:

En invierno de 1943, todos los judíos de Amsterdam se habían ido. La única


manera de ver un judío era flotando bocabajo en un canal. La gente que los había
ocultado los arrojaba allí, pues una de las peores situaciones que podía presentarse era
que alguien a quien ocultabas muriese. ¿Qué hacer con el cadáver? Era un terrible
dilema, como judío no podía ser enterrado adecuadamente. Pero todo lo que Miep, su
marido y sus ayudantes hicieron por sus amigos ocultos fue en vano. No está claro quién
traicionó a los Frank y a sus amigos, ni cómo la policía descubrió su escondrijo, pero el 4
de agosto de 1944 la policía nazi se llevó no sólo a los que se escondían sino al señor
Koophuis, que dirigía el negocio, y al señor Kraler, el segundo de a bordo, pues era
evidente que conocían el escondite. Miep evitó de milagro ser arrestada. Por el acento,
Miep reconoció que el policía jefe era vienés y le dijo que también ella lo era. Cuando vio
en su documento de identidad que Miep había nacido en Viena, se quedó perplejo.

Aunque la amenazó y la maldijo llamándola traidora que merecía un terrible


castigo, finalmente no la arrestó, como favor a una paisana vienesa. Separaron al señor
Koophius y al señor Kraler, pues eran holandeses gentiles, de los Frank y sus amigos, a
quienes enviaron a un campo de concentración. Los dos empresarios fueron
encarcelados; después de un tiempo el primero fue liberado, mientras que el segundo se
las arregló para escapar. Cerraron inmediatamente el anexo donde habían estado
escondidos los judíos y prohibieron la entrada a todo el mundo, pues toda posesión judía
se convirtió en nazi y era cargada en vagones. Pero antes de que esto ocurriera, Miep,
que tenía una segunda llave del anexo, se arriesgó una vez más entrando en él.
Buscando entre la devastación, encontró el diario de Ana encuadernado en tela y los
viejos libros de cuentas que Miep le había dado para que los usara cuando se le
terminara. Miep recogió todos los escritos de Ana que pudo hallar, se los llevó y los ocultó
en su despacho.

Miep sabía lo importante que el diario había sido para Ana y el secreto que
mantenía sobre él. Por interesada que estuviera en su contenido, creyó que no debía
interferir en los pensamientos privados que Ana se había esforzado en ocultar. Así que
Miep no leyó los diarios entonces, sino que los conservó intactos, con la esperanza de
que algún día pudiera devolvérselos a Ana. Por desgracia no fue posible. Cuando la
guerra acabó, sólo regresó el señor Frank. Privado de su familia, vivió siete años con
Miep y su marido como parte de su familia. Luego emigró a Suiza donde vivía aún su
anciana madre. El respeto de Miep por la privacidad de Ana preservó el diario para la
posteridad. Cuando se supo que Ana había muerto, y después de que el señor Frank
autorizase la publicación dé ciertos extractos del diario, por fin pudo persuadir a Miep de
que leyese los diarios enteros. Hasta entonces se había obstinado en no hacerlo, porque
no quería inmiscuirse en lo que Ana deseaba que fueran sus pensamientos privados. Pero
cuando Miep leyó los diarios, se percató de que si los hubiera leído antes, durante la
ocupación, los habría destruido.

Me sorprendí mucho de lo que supuso esconder algo de lo que no sabía nada en


absoluto. En seguida agradecí no haber leído el diario después del arresto, durante los
últimos nueve meses de ocupación, mientras descansaban a mi lado cada día en el cajón
derecho dé mi escritorio. De haber leído el diario, lo habría quemado porque habría sido
demasiado peligroso para la gente sobre la que Ana había escrito. Fue la decencia
humana de una persona sencilla y corriente lo que hizo posible que Ana sobreviviera en
su escondite lo suficiente como para escribir su diario. La valentía de Miep le hizo ignorar
el riesgo que corrían ella y su esposo, y su deseo de proteger la vida privada de Ana
conservó el diario. Sin Miep, el diario no habría existido. Su valor, su humanidad y su
decencia nos dan esperanzas en la humanidad.
3. Niños del holocausto

Es terrible el silencio de los niños que se ven obligados a soportar lo insoportable.


Es una muda agonía, pues necesitan, con todas sus fuerzas, enterrar en las
profundidades de su alma uña herida, una angustia que nunca les abandona, una pena
tan cruel que desafía toda expresión. Y persiste a lo largo de toda la vida, no sólo
mientras duran los acontecimientos destructivos, el tiempo inmediatamente posterior y la
infancia, en la que atravesamos los difíciles momentos de traducir a palabras el
resentimiento, las graves preocupaciones y los temores. Duele tanto la herida y es tan
omnipresente, tan inmensa, que parece imposible hablar de ella, incluso cuando ha
transcurrido toda una vida desde que fue infligida. Para aquellos que continúan
sufriéndola, no fue algo que ocurrió en el pasado; al cabo de los años la herida está tan
presente y real como el día en que ocurrió. A pesar de cualquier apariencia externa de lo
contrario, en el presente estas víctimas de pasados hechos no pueden llevar una vida
normal.

De los 75.721 judíos que fueron deportados desde Francia entre 1942 y 1945,
apenas el 3 por 100 regresaron. Un número desgraciadamente exiguo de niños judíos
sobrevivieron a la ocupación alemana de Francia, al adoptarlos familias francesas u
ocultarse de otras maneras. Claudine Vegh fue una de ellos, una pareja francesa sin hijos
de la zona no ocupada simuló que se trataba de su propia hija. Claudine describe ciertos
aspectos de esta experiencia en su libro, constituido básicamente por conversaciones con
otros diecisiete hombres y mujeres que, como ella, sobrevivieron gracias a ser
bruscamente separados de sus padres. Primero explica la gestación del libro: durante una
ceremonia de Bar Mitzvá experimentó tal turbación que, como resultado, abandonó la
investigación que había emprendido y planeaba presentar para obtener la titulación de
psiquiatra. En su lugar decidió que debía descorrer la cortina que durante más de treinta y
cinco años había ocultado su pasado y el de otros niños judíos que, como ella, habían
sobrevivido a las deportaciones realizadas durante los años de Hitler en Francia. Intentó
descubrir qué habían significado para ellos tales experiencias y por qué, y gracias a qué
milagro, seguían con vida.

Claudine Vegh inicia su conmovedor relato -su propia historia y otras similares- con
lo ocurrido durante una ceremonia que, en circunstancias normales, habría sido de júbilo:
el Bar Mitzvá de un amigo de su hija. Pero en lugar de demostrar el orgullo, la felicidad
que cabría esperar de una madre que asiste a la ceremonia religiosa que celebra la
entrada de su hijo en la madurez, la madre de este muchacho se reconcentró en sí
misma, ocultó el rostro y empezó a llorar en el momento cumbre de la ceremonia. A otra
madre que asistía le sorprendió tal aflicción en una ocasión feliz y se lo comentó a
Claudine Vegh. Eso hizo recordar a la señora Vegh sus sensaciones cuando, un año
antes, su propio hijo había tenido su Bar Mitzvá. También había experimentado gran
angustia.

Con todo esto cayó en la cuenta de que los momentos que normalmente
proporcionan gran felicidad en la vida no son tales para quienes han sufrido una dolorosa
mutilación emocional en su niñez. Para ellos, los momentos importantes de sus vidas
adquieren significados y dimensiones muy diferentes. Debido a sus sufrimientos pasados,
en tales momentos su pena se hace más aguda. Estos momentos especiales reactivan
los terribles traumas sufridos en la infancia, los reviven en la mente a plena potencia.
Aquellos acontecimientos que en circunstancias normales serían felices, hacen que estos
heridos sientan más dolorosamente aún la irreparable pérdida que sufrieron en su niñez y
recuerden agriamente que han perdido para siempre la posibilidad de llevar una vida
normal.Charles, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, comenta: «No sé lo que
significa estar alegre, no sé lo que significa, ni lo he sabido nunca». Lazare lo expresa con
más concisión: «El momento de la felicidad es el que se experimenta como el más
terrible». Louise, que intentaba mantenerse serena y tranquila, sabía en lo más profundo
de su ser que en realidad su vida era «un eterno equilibrio entre la indignación y las
lágrimas».

Hacen falta veinte años o más para comprender que la tragedia particular sufrida
en la infancia ha transformado tu vida. Saúl Friedlander, en su libro When Memory
Comes, escribe: «Sólo en un período tardío de mi vida, a los treinta años, comprendí
hasta qué punto el pasado modificaba mi idea de las cosas, transformaba mis
experiencias esenciales como si las viera a través de un prisma especial del que era
imposible librarme». En el instante en que Claudine Vegh se dio cuenta de que
experimentaba el Bar Mitzvá a través de ese prisma, evocando emociones enteramente
diferentes a las de quienes ella consideraba normales, tomó la decisión de abandonar la
tesis psiquiátrica, que ya tenía bastante avanzada. En su lugar, decidió embarcarse en
una investigación muy distinta y mucho más significativa: desvelar la naturaleza de ese
prisma particular a través del cual se presentaba la vida para ella.
Su decisión tenía mucho sentido para una persona que se preparaba para ser
psiquiatra. Para poder ayudar a los demás en sus dificultades para afrontar la vida, el
psiquiatra debe comprender qué ha convertido a cada paciente en la persona que es. Y lo
que es más importante, los psiquiatras deben saber cómo se han convertido en lo que son
y en qué aspectos experimentan las cosas de diferente manera que aquellos a quienes
pretenden tratar. Es una buena razón para explorar no sólo la propia historia, sino también
la de otros que han sufrido como uno. Pero los resultados de la investigación de Claudine
Vegh son de mayor importancia que una tesis de psiquiatría normal. Mediante las
conversaciones que entabló con quienes de niños habían sufrido como ella, Claudine
Vegh exploró una de las grandes tragedias de nuestro tiempo y las consecuencias
permanentes que acarreó a sus víctimas. Sintió la necesidad de ponderar cómo se las
habían arreglado estas víctimas para sobrevivir, al menos en algún aspecto, y es probable
que también le motivara la esperanza de que su investigación la ayudaría a liberarse de la
terrible carga de su pasado. Puede que sintiera, quizás de manera inconsciente, que si
quienes habían sufrido como ella podían compartir su carga, tal vez ella pudiera hacer lo
mismo, una vez comprendiera de qué se trataba.

Como lectores le estamos agradecidos por el coraje con el que emprendió una
tarea difícil y dolorosa. Sus investigaciones arrojan luz sobre aflicciones que exigen
reconocimiento, que deben comprenderse en su magnitud y con la compasión debida, si
queremos vivir en paz con nosotros mismos. Estemos cerca de tales cosas o lejos,
también vivimos en un mundo de redadas, deportaciones, campos de concentración y
exterminio. Formamos parte de este mundo de niños sufrientes, por lejos que nos
hayamos trasladado en este momento. Lo que sucedió allí, el destino de las víctimas, ha
dejado su huella en todos nosotros y en el mundo en el que vivimos.

¿Por qué las jóvenes víctimas eran incapaces de hablar sobre lo que les ocurrió?
¿Por qué, incluso después de veinte o treinta años, les resulta tan difícil hablar de lo que
les ocurrió en la niñez? Y ¿por qué es tan importante hablar de ello, para ellos y para
nosotros? Creo que estas preguntas están en íntima relación: porque aquello de lo que
uno no puede o no desea hablar es justo aquello que uno no puede olvidar, no puede
conciliar, y es precisamente lo que debemos intentar, por duro y doloroso que sea. Si no
curamos estas viejas heridas, continuarán empozoñándose de generación en generación.
Como Raphael dijo: «El mundo debe saber que estas deportaciones [de sus padres y de
ellos mismos] nos han marcado hasta la tercera generación. Es horrible».
Si hubiera alguna duda sobre si estos viejos horrores siguen marcando a la
siguiente generación, el libro de Helen Epstein Children ofthe Holocaust, la disipa. Sus
padres fueron supervivientes de los campos de exterminio. La experiencia de sus padres
y la incapacidad de hablar de ello dañaron seriamente su vida, a pesar de haber nacido y
haberse educado en la seguridad de los Estados Unidos. A diferencia de los entrevistados
por Claudine Vegh, nunca fue arrancada de sus padres, nunca tuvo que esconderse y
negar lo que era y sus circunstancias para salvar su vida, como hicieron aquellos cuyas
historias componen el libro de Vegh. Al contrario, los padres de Helen Epstein se
esforzaron arduamente para evitar que su hija conociera y sufriera por su pasado. Sin
embargo, a pesar de sus esfuerzos, la hija sufría por la carga de sus padres, al sentir
cuánto habían sufrido sin ni siquiera hablarle de ello. De adulta, Helen Epstein deseó
descubrir si su destino era único o si lo compartía con otros niños cuyos padres
atravesaron por las mismas circunstancias. Los buscó y los indujo a hablar, de modo
parecido a Claudine Vegh. Al igual que Helen Epstein, aquellos a quienes entrevistaba se
habían criado en un ambiente de seguridad física. No obstante, descubrió que a todos,
como a ella, les oprimían las experiencias de sus padres.

Por diferentes que fueran sus historias, todos habían sufrido por la incapacidad de
sus padres de hablar de sus penalidades y de las consecuencias de estas penalidades.
Helen Epstein emplea una conmovedora imagen para describir su sufrimiento: la de forjar
una caja de hierro que ocultó en lo profundo de su ser, una caja que le hacía la vida más
ardua y dolorosa. «Durante años -escribe Helen- mi pena descansaba en una caja de
hierro, enterrada tan dentro de mí que nunca estuve segura de lo que era. Sabía que
contenía cosas más secretas que el sexo y más peligrosas que cualquier sombra o
fantasma. Los fantasmas tienen forma y nombre.

La incapacidad para nombrar y describir nos oprime tan ferozmente que nos obliga
a enterrar lo opresivo muy hondo en nuestro interior y ya no podemos alcanzarlo. Aunque
parezcan tener una existencia independiente que corroe nuestra vida, las cosas
reprimidas tan profundamente destruyen el derecho a disfrutar, incluso destruyen la
sensación de que uno tiene derecho a vivir. Jean, uno de los entrevistados por Claudine
Vegh, se pregunta: «¿Por qué no puedo sacarle provecho a la vida». Expresa el temor a
que su «caja de hierro» encierre sentimientos de violencia, consecuencia de lo que se le
hizo. Dice: «Ya sabes, temo la violencia que a veces siento en mí. Parece como si se
revolviera contra la propia vida. Y lo que es más extraño, siento que no tengo derecho a
vivir».

Los padres de Saúl Friedlander lo confiaron, tratándose de su único hijo, a una


señora católica francesa. Para salvarlo, tuvo que bautizarlo y para mayor seguridad lo
educó en una escuela jesuíta. Se sentía tan católico que intentó hacerse sacerdote
jesuíta. Pero cuando estaba a punto de entrar en el seminario, le revelaron su
circunstancia y el hecho de que sus padres hubieran muerto en Auschwitz. A partir de ese
momento su vida se convirtió en una difícil batalla contra su destino, como ardientemente
describe en su libro When Memory Comes} Con el tiempo, encontró su camino hacia el
judaismo. Aunque ahora está felizmente casado, tiene hijos y está bien establecido como
profesor de historia en la Universidad de Tel Aviv y en la Universidad de California en Los
Ángeles, continúa sufriendo de su herida interna, que describe de modo muy similar al de
Helen Epstein: «Ahora conservo muy dentro de mí, ciertos fragmentos discordantes,
incompatibles, de mi existencia... como aquellos fragmentos de metralla que a veces
llevan en el cuerpo los supervivientes de las grandes batallas».

También escribe: «Me costó mucho tiempo encontrar el camino de regreso a mi


pasado. No podía rastrear en la memoria los acontecimientos, porque cuando intentaba
hablar de ellos, o coger una pluma para describirlos, de inmediato me sentía
extrañamente paralizado». ¿Cuál es la causa de la parálisis? ¿Por qué aquellos a quienes
Claudine Vegh entrevistó, y ella misma, erigieron un muro de silencio tan pronto como
experimentaron la pérdida de sus padres? Es esta reluctancia, o mejor dicho esta
incapacidad, a hablar de ello la que describe dramáticamente Claudine Vegh. Mientras la
señora que la rescató instaba a sus padres a separarse de su hija y a esconderse para
salvarse, y ellos dudaban en dejar a su única hija, Claudine les dijo: «Rápido, marchaos,
yo me quedaré aquí». Es probable que fuera el dolor de no haberse despedido de ellos de
mejor modo, y el hecho de no volver a ver a su padre, lo que dio título al libro: Je ne lui ai
pas dit au revoir, «No le he dicho adiós».

Creo que la urgencia de Claudine a que sus padres la dejaran rápido se debió sólo
en pequeña parte al miedo por la seguridad de éstos. Es más probable que la niña no
hubiese aceptado quedarse con sus nuevos padres de haberle dado tiempo a meditar la
idea de que nunca volvería a ver a sus verdaderos padres. De haber creído que los
perdería para siempre, habría intentado a toda costa quedarse con ellos. De modo que
apresuró su partida para acortar una separación que de otro modo la habría destruido por
completo. De haberse dado tiempo a explicar sus propios sentimientos, el tiempo a
decirles adiós, no habría podido separarse de ellos. Al urgirles a marcharse, evitaba tener
tiempo de pensar y sentir. Sólo podía separarse de ellos imaginando que sería una
separación estrictamente temporal.

Tras la liberación, cuando la madre de Claudine regresó con ella y le dijo que su
padre había muerto, su reacción fue igual de instantánea y decisiva. Tan pronto vio a su
madre, sin derramar ni una sola lágrima, le dijo: «Lo sé. Al menos me queda uno de
vosotros. No hablemos nunca de ello». Y durante veinte años fue incapaz de hablar de
ello, ni siquiera de pronunciar la palabra «padre», ni se permitió ninguna referencia a este
aspecto de su infancia. Su respuesta no fue única. Al contrario, parece ser la reacción
típica de los niños que perdieron a sus padres en el holocausto. Era un mundo extraño,
dice ella, el mundo de los niños que habían perdido a sus padres. Aquellos a quienes ella
conoció, incluso de niña, después de la liberación en un campamento para tales niños en
Francia, nunca hablaban de sus padres, ni de sus familias, su pasado, sus hogares. «No
hablar nunca de estos asuntos era una regla que nadie había impuesto. Hablar de su
infelicidad, sus penas, derramar lágrimas, les resultaba totalmente inaceptable, y también
a mí.» ¿Por qué reprimieron totalmente sus sentimientos? ¿Por qué negaban la evidencia
y la importancia de tales hechos, hechos que constituían el aspecto más significativo de
sus vidas?

Lo que les hicieron en la infancia a aquellos que finalmente, gracias a los


esfuerzos de Claudine Vegh, pudieron poner en palabras su experiencia, les había
destruido, arruinado su vida de tal forma que eran incapaces de hablar de ello, ni siquiera
con los más íntimos. Como uno de ellos dice: «Nunca he hablado de ello, ni siquiera con
mi esposa, y menos aún con mi madre». Existen bastantes razones por las cuales no
pueden hablar, no desean hablar, de ello. No es que rehuyan pensar en lo que ocurrió,
porque ni por un instante han sido capaces de olvidarlo; toda la vida les ha obsesionado.
Una razón por la que los entrevistados por Claudine Vegh eran tan reticentes a hablar es
que estaban convencidos de que las palabras no se adecuaban a expresar lo que les
había sucedido; ninguna palabra les daría la paz. Otra razón más profunda es que se
percataron, o al menos creyeron, que los demás deseaban que se conciliaran con lo que
les había ocurrido, y ellos sabían que es imposible.

Los oyentes creen que comprenden las torturas que la víctima ha sufrido, pero la
víctima sabe que, en el mejor de los casos, entienden sólo los hechos, pero en realidad
no comprenden la naturaleza de sus sufrimientos. ¿Qué bien les haría, pues, hablar de
ello? Por eso pudieron abrirse sólo a una persona como Claudine Vegh, que había sufrido
como ellos. Pero incluso a ella, al principio, le hablaban sólo con mucha reticencia. Para
estas víctimas el enorme sentimiento de pérdida es tan demoledor que amenaza con
engullirlos, destruir los muros que han levantado para que no les entierre su pena. Tienen
que construir tales muros para ser capaces de afrontar la ardua tarea de crear una vida,
una vez la devastación ha concluido. Se requiere gran esfuerzo y el resultado es bastante
precario; por tanto, no desean ver amenazado su equilibrio.

Para poder construirse un modus vivendi, las víctimas ocultan sus verdaderos
sentimientos tan profundamente, en las capas más internas de su ser, que ni ellos mismos
pueden encontrarlos. Lo hacen para poder seguir viviendo, para sacar buenas notas en la
escuela, superar exámenes, prepararse para una profesión y más tarde casarse, tener
niños, intentar cumplir las obligaciones de la vida familiar. Así pues, el sentimiento se
reprime tanto, que todo lo que saben es que la vida les resulta extraordinariamente difícil y
vacía en el sentido más estricto. Colette, una de las entrevistadas por Vegh, sentía tanto
ese vacío interior que intentaba escapar por todos los medios, como preguntándose qué
sentido tenía para ella ser judía cuando conducía a tanto sufrimiento, sobre todo dado que
su marido no era judío y sus cuatro hijos habían crecido sin ninguna religión. Colette
decía: «Tengo la impresión de que he luchado tanto toda mi vida, y ahora he olvidado el
sentido de esta lucha. Existe un gran vacío a mi alrededor, un vacío que, a pesar de mis
esfuerzos, soy incapaz de llenar». Y lo resume diciendo: «Sí, es realmente muy difícil vivir.
Es extraordinariamente difícil».

Todos aquellos a quienes Claudine Vegh pudo convencer para que hablaran de
sus sentimientos pasados y presentes sabían que hablar sobre el pasado despertaría
sentimientos demasiado penosos de soportar. Por eso temían las entrevistas. Sonia, una
de ellas, le dijo que le daba pánico pensar en lo que podía decir. Ella también temía el
vacío que volvería a experimentar. Decía: «Tengo la impresión de un vacío en mi infancia,
un vacío que me conturba intensamente». Paulette, otra superviviente, empezó la
conversación diciendo: «Ya sabes, aunque he aceptado esta conversación, estoy muy
angustiada, me produce una gran ansiedad».

Esto ocurría unos treinta y cinco años después de los acontecimientos que les
horrorizaba recordar. Cabía esperar que después de todos estos años, durante los cuales
habían llevado lo que parecían vidas normales, durante los cuales habían alcanzado la
madurez, se habían hecho un lugar en la sociedad, creado un hogar, tenido hijos, las
viejas heridas habrían cicatrizado. Pero, para ellos, no se trataba de viejas heridas largo
tiempo cicatrizadas. Al contrario, dichas heridas nunca sanaron, y en cuanto uno las toca
empiezan a sangrar de nuevo profusamente. En otras ocasiones, como resultado de otros
acontecimientos catastróficos -terremotos, inundaciones, hambres- los niños han perdido
a sus padres. Estos niños también sufren cruelmente, pero no son incapaces de expresar
sus sentimientos, de hablar de sus padres y de su terrible pérdida. En resumen, estos
niños se pueden lamentar, pueden llorar abiertamente. Al hacerlo, pueden reconciliarse
poco a poco con su destino. En consecuencia, no llegan a pensar que la muerte de sus
padres les ha privado del derecho a la vida.

La tragedia de aquellos de quienes Claudine Vegh habla es que su destino les


impide afligirse por sus padres, lamentarse por ellos, porque sus viejas heridas no sanan.
Al principio, estos niños esperaban que sus padres regresaran, y conservaron la
esperanza todo lo que les fue posible. Sonia explica que ni ella ni su hermano formularon
una sola pregunta sobre sus padres, ni sobre el porqué habían cambiado de colegio. Para
mantener la esperanza preferían no formular preguntas, ni siquiera veladamente. Ella y su
hermano nunca hablaron de ello entre sí, ni con ninguna otra persona, según Sonia
«porque siempre esperaron y conservaron la esperanza».

Asimismo, Claudine Vegh, al igual que los demás, no hizo ninguna alusión a su
padre durante más de veinte años. Creo que la razón más poderosa de su silencio es que
inconscientemente nunca perdieron la esperanza de que en realidad su padre ausente no
estuviera perdido y regresase por algún milagro. André sugiere esta relación inconsciente
entre el hecho de no hablar de su padre y mantenerlo vivo en lo más profundo de su ser:
«Nunca hablaba de mi padre con nadie, porque él vive en mí, eso es todo, eso me basta».
Por el mismo motivo, Robert siguió creyendo durante años que sus padres regresarían,
en su insconsciente continuaba creyendo que aún vivía con ellos, tanto es así que dice:
«No sé lo que significa vivir», refiriéndose a vivir en el presente, y añade: «Vivo en el
pasado». Su vida real está sólo en el pasado, en un tiempo en el que sus padres todavía
estaban vivos.

Incluso en circunstancias normales, es difícil perder la esperanza del regreso de


un padre que de repente desaparece sin dejar rastro. Hasta que no encuentran una
prueba incontrovertible de su muerte, quienes aman a la persona desaparecida no
aceptan que ha muerto. Sobre todo en los niños, el deseo de creer que la persona perdida
está viva es tan fuerte que necesitan pruebas para aceptar el desgraciado acontecimiento.
Esto ocurre incluso en circunstancias normales, y las condiciones de existencia de estos
niños distaban mucho de ser normales. No obstante, si estos niños terriblemente heridos
no pueden admitir que sus padres han muerto, ni conciliar esta idea al cabo de muchos
años, no sólo se debe a que resulta lamentable abandonar la esperanza que uno ha
albergado durante tanto tiempo.

Existen razones más complejas. Después de semejante pérdida, para poder


enfrentarse de nuevo a la vida, uno debe llorar la pérdida. El duelo, como Freud ha
demostrado, es un proceso psicológico complejo, pero del todo necesario para superar la
depresión en la cual nos ha sumido la pérdida. El duelo requiere que durante algún tiempo
uno se concentre con sinceridad en la tarea, dedicándole todas las energías psíquicas
durante días o meses. La ceremonia del funeral ayuda y también las diversas costumbres
que hemos creado para afrontar la muerte de un ser querido. Entre los judíos está la
costumbre del shivah entre los irlandeses se vela el muerto y se realizan ceremonias
religiosas y misas por él. Las costumbres permiten al que está de luto aceptar la pérdida,
al menos hasta cierto punto, y regresar despacio a la vida, a pesar de la depresión
causada por la pérdida.

El trabajo del duelo se facilita cuando podemos preparamos en cierta medida para
la pérdida. Cuando un padre querido sufre un período de enfermedad antes de morir,
nuestra atención al enfermo durante este tiempo nos ayuda a prepararnos
emocionalmente a lo que ha de venir, nos ayuda a separamos. Incluso cuando no es
posible, normalmente, cuanto menos podemos despedimos del cadáver, participar en el
entierro y en los ritos funerarios. Todo ello nos ayuda a comprender, por poco que
estemos dispuestos a hacerlo, que esa persona ha muerto, que es un hecho que
debemos aceptar. A pesar de todos estos ritos es casi imposible aceptar la muerte de un
ser querido y regresar a la vida sin la ayuda de los demás. Necesitamos sobre todo la
ayuda y la colaboración de los íntimos, en general de los miembros de nuestra familia.
Necesitamos su presencia física y su participación directa en nuestro duelo. Su presencia
y el consuelo que nos ofrecen nos permite creer que no todo se ha perdido, que queda
gente que desea ayudamos a seguir viviendo. No es al muerto a quien se le presentan los
respetos, sino al superviviente. Por eso, desde los tiempo más remotos, los ritos
funerarios se cuentan entre los más elaborados de todos los ritos religiosos.

.
En primer lugar, esperaban a que sus padres regresaran. Y puesto que unos pocos
regresaron, ¿por qué no podían sus padres estar entre ellos? Cuando cabía la posibilidad,
por pequeña que fuera, de que uno o ambos padres pudieran estar aún con vida, a los
niños les resultaba imposible pensar o hablar de ellos como si hubieran muerto. No hablar
de ellos era el único medio por el que podían impedir que los demás lo hicieran, y el único
medio por el que los niños podían conservar sus esperanzas. Pero, al no poder hablar de
sus padres, no poder mencionar lo que para ellos era más importante, nada de lo que
pudieran hablar poseía verdadera importancia. Puesto que debían negar la realidad de la
desaparición de sus padres, nada de lo que podían hablar les parecía real. Para que
sintamos algo como real, la realidad necesita ser validada por los demás. Por eso, en el
duelo es tan importante que hablemos de la persona que ha muerto. Les brinda a los
demás la oportunidad de convencernos de que en verdad la persona ha muerto. Cuando
no hablamos de la muerte de una persona amada, su muerte sigue siendo hasta cierto
punto irreal y entonces no podemos lamentamos.

Además, estos niños nunca recibieron una prueba tangible y física de lamuerte de
sus padres: no hubo cadáver que enterrar, ni tumba que visitar. No hubo ritos que
señalaran el principio del trabajo del duelo, para organizarlo a la manera tradicional.
Incluso dada la participación en todos los ritos normales que ayudan a los vivos a
separarse de los muertos, el luto debe durar mucho tiempo antes de que pueda ser
concluido, sin duda durante muchos meses, y en menor modo durante años y a veces
durante toda una vida. En algunas culturas uno viste de luto un mes, en otras un año, y
sirven como signo de todo el que está de luto. Según la costumbre judía, la losa sepulcral
sólo se coloca en el aniversario de la muerte o del funeral, y señala la conclusión del
período oficial de luto. Los hijos del holocausto no saben la fecha de la muerte de sus
padres, por tanto, no saben cuándo empezar el período de luto, ni cuándo concluirlo.

Sin estas fechas claras de principio y final del duelo, éste parece no tener fin y
existe la posibilidad real de que se prolongue dolorosamente durante toda la vida de la
persona. Saúl Friedlander comenta que cuando la gente nos deja, su presencia echa el
ancla y sobrevive en la memoria de los que se quedan, en sus recuerdos y sus
conversaciones diarias, en los álbumes de fotografías que uno enseña a sus hijos. De vez
en cuando ponemos flores en su tumba y allí está su nombre, grabado en una lápida.
Pero a estos niños les robaron la oportunidad de entrar en el perído de luto, que habría
delimitado no sólo el principio sino también un final concreto.
Jean, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, confirma este dilema. Debido a
la ausencia de signos tangibles que testificaran la vida y la muerte de sus padres, le
resultaba imposible olvidarlos y llevar una vida normal. Decía: «A menudo me pregunto
por qué soy incapaz de disfrutar de la vida. Si pudiera olvidar el pasado por completo, es
posible que pudiera vivir como el resto de la gente, feliz de lo que tengo, y no pensaría
todo el tiempo en lo que he perdido. No tengo fotografías de mis padres, no tengo una
última carta de ellos, ninguna tumba reúne mis pensamientos a su alrededor. Todo lo que
tengo es una nota: Desaparecidos... Auschwitz 1943. Es terriblemente duro». La ausencia
de pruebas tangibles no permiten un duelo normal, que evitaría un eterno lamento.

Algunos comentarios de Sonia aclaran que es imposible abandonar la esperanza y


librarse de su consecuencia, que consiste en estar siempre sobre ascuas, hasta el día en
que uno recibe una prueba real. Sonia cuenta cómo por fin supo que sus padres habían
muerto, gracias a un libro de Karsfeld, publicado en 1978. Allí encontró bajo la fecha del
29 de abril de 1944, los nombres de sus padres. Fue una terrible conmoción hallar esta
prueba, a pesar de que habían transcurrido treinta y cinco años del acontecimiento. Todos
esos años conservó la esperanza, no lo pudo evitar, porque sin duelo no podemos creer
en realidad que el ser querido ha muerto y sin evidencia de la muerte no puede haber
duelo. Sólo después de leer la prueba de la muerte de sus padres pudo iniciar su duelo.

Por influyentes que sean los factores que impedían a estos niños el duelo por sus
padres, se desvanecen en la insignificancia si los comparamos a las condiciones
psicológicas de los niños tras ser separados de sus padres. Para poder sobrevivir, estos
niños no se permitieron el duelo, caer en la depresión que forma parte de él. Necesitaban
toda su energía mental para hallar los medios de afrontar, de adaptarse a una nueva
forma de vida, de aprender a vivir con gente a la que no conocían, en condiciones
totalmente nuevas y extrañas. No había nada familiar alrededor que les pudiera dar el
amoroso apoyo que habrían necesitado para asimilar lo que les había sucedido.

Claudine Rozengard, que era como se llamaba Claudine Vegh en ese momento,
tuvo la suerte de ser adoptada por unos padres que la amaban tanto como si fuera su
propia hija. Pudieron ofrecerle unas condiciones de vida muy favorables, sus
circunstancias fueron excepcionalmente raras y afortunadas. A pesar de todo, Claudine
sufría. Las historias de aquellos a quienes entrevistó demuestran las inimaginables
dificultades que estos niños tuvieron que superar, los reveses que debieron afrontar, sólo
para sobrevivir. La historia de un niño judío, que en esa época aún no había cumplido los
diez años, lo demuestra. Sus padres lo enviaron a un recado. A su regreso vio que su
casa estaba rodeada por la policía. Fue suficiente para imaginarse lo sucedido. Sin perder
tiempo huyó al campo y se escondió en un bosque cercano. Todo lo que tenía era la
dirección de una persona que vivía a unos cincuenta kilómetros. No se atrevía a subir a
un tren, por miedo a ser descubierto.

Durante el día se escondía en los bosques y sólo caminaba por la noche, evitando
las carreteras. Todo lo que tenía para alimentarse eran las provisiones que le habían
enviado a comprar; vivió de ellas los dos días y las dos noches que tardó en llegar a la
dirección. Pero esta persona no se atrevió a quedarse con él y lo despachó. Lo mismo le
ocurrió otras dos veces. Por último, un granjero le ocultó durante dos días y luego lo
ingresó en un hogar para niños deficientes. Allí estuvo a salvo durante un tiempo, hasta
que los niños deficientes empezaron a sospechar, pues nadie le visitaba, ni recibía cartas
y era distinto de ellos. Así que empezaron a hacer preguntas, que obligaron al director a
enviarlo a otra institución infantil, que, por fortuna, a los pocos meses de su llegada, fue
liberada por las tropas aliadas. Este chico sobrevivió a duras penas, pero sobrevivió.

Para poder hacerlo tuvo que reunir toda su energía mental y concentrarla en su
supervivencia. Si cedía a los sentimientos que le despertarían saber que habían
deportado y probablemente asesinado a su familia, no habría tenido fuerzas para seguir
adelante. Debía reprimir sus sentimientos para poder sobrevivir. Por eso es ahora el único
superviviente de lo que en otro tiempo fue una familia numerosa.

Ya he mencionado que el rasgo esencial de casi todos los ritos de duelo es el


consuelo que proporcionan la familia, los amigos y la comunidad, y que sólo este
consuelo permite a los que están de duelo recuperarse después de su pérdida. También
he mencionado que los niños que han perdido a sus padres por otras catástrofes, por real
que sea su sufrimiento, logran sobrevivir sin esta herida irreparable. Esto me conduce a
mi último interrogante: ¿por qué fue tan distinto para los niños judíos que perdieron a sus
padres en el holocausto nazi? Los niños que pierden a sus padres debido a otras
catástrofes sienten la reacción del mundo ante su desgracia, y responden a esta reacción
positiva. Saben que el resto del mundo les compadece, desea ayudarles y espera que su
destino no les destruya. Como todos parecen alegrarse de que se hayan salvado y todos
quieren ayudarles, esto les permite, una vez cesa la amenaza inmediata hacia sus vidas,
empezar el proceso de duelo, de acuerdo con su edad y su madurez.
Además, se llevan a cabo todos los esfuerzos posibles para encontrar los
cadáveres de sus padres y enterrarlos conforme a los ritos apropiados. Todo esto ayuda a
estos desafortunados niños a aceptar los hechos, a aceptar que son irreversibles, evita
que conciban falsas esperanzas y les ayuda en un proceso de duelo normal. En los
países ocupados por los nazis, la situación psicológica era exactamente la contraria.
Ciertamente, los nuevos padres de Claudine deseaban que sobreviviera e hicieron todo lo
posible para que así fuese. Todos los niños que sobrevivieron fueron ayudados por
determinadas personas. Quienes les ayudaron corrieron grandes riesgos. Pero estas
actitudes, que ofrecieron a estos niños la única oportunidad de sobrevivir, no alteran el
hecho de que la sociedad en general, el gobierno, los poderes que controlaban toda la
vida-los propios poderes cuya obligación debía haber sido proteger la vida de estos niños,
estaban resueltos a destruirlos. Primero les habían arrebatado a sus padres y luego los
habían asesinado. Estos niños no sufrieron su pérdida por un episodio desafortunado,
como el caso en que los padres mueren de enfermedad o en una catástrofe natural. Sus
padres fueron llevados al matadero porque eran judíos, y también los niños lo eran.

No hay modo de escapar a la raza en la que uno ha nacido y esto lo saben los
niños pequeños, al menos hasta cierto punto. Uno no puede llorar la pérdida de un padre
cuando sabe que también él mismo está destinado a ser asesinado. La desolación y la
negativa a sentir son las únicas reacciones psicológicas posibles. En el año que pasé en
Dachau y Buchenwald me encontré en una situación parecida. Uno se entristecía cuando
asesinaban a un camarada, pero no lloraba, porque uno mismo estaba a un pelo de la
muerte. De haber cedido a esta tristeza que es parte del duelo, el riesgo de no poder
reunir la fuerza necesaria para luchar por la supervivencia, de perder la resolución
necesaria, habría sido mucho mayor. En semejante situación, el duelo se convierte en un
obstáculo para la supervivencia.

Claudine Vegh habla de un sentimiento aplastante: el predominante peligro de


muerte. Ella lo menciona en un contexto diferente. Creo que este sentimiento tiene su
origen en lo que experimentó cuando se escondía, temblando de miedo a ser descubierta,
en lo que creía que los otros sentían cuando se ocultaban para escapar a los campos de
exterminio. Sabían que aunque se escondieran y gozaran de relativa seguridad durante
algún tiempo, uno no puede escapar a su propio nacimiento. Por eso, cuando a un
entrevistado le preguntó sobre sus orígenes, éste respondió que era «un
buchenwaldiano».
Al rechazar, al negar, sea lo que sea lo que uno niega, uno se aliena de lo negado.
Para aplicar la imagen de Helen Epstein, uno encierra estos sentimientos en una caja de
la que ha perdido la llave, la ha perdido a conciencia y para siempre. Pero, a pesar de sus
esfuerzos, uno no consigue librarse de esta caja. Sigue siendo algo extraño dentro de uno
mismo, y tiene poder sobre la vida de uno. Claudine Vegh concluye su libro diciendo
Nosotros, los niños judíos que vivimos en la época nazi, hemos rechazado esta
experiencia como algo que es «exterior a nosotros mismos». Pero no ha funcionado.No
podemos expulsar de nosotros lo que en realidad es la prueba más dura de nuestras
vidas. Si intentamos hacerlo, disociamos nuestra propia existencia. Debemos aceptar
estas experiencias como el aspecto más importante de nuestras vidas. Los relatos de este
libro demuestran que esto es exactamente lo que ha sucedido. Hasta el punto de que
hemos intentado reprimir estos recuerdos, hasta el punto de que han acabado por
dominar nuestras vidas.

Para quienes han participado en su creación, este libro se ha convertido en un


significativo paso adelante. Pone fin a los intentos de represión y negación, y es un
principio retardado del duelo por nuestros padres, para que, de algún modo, enterremos
los recuerdos y por fin los niños puedan llevar una vida normal. Este ensayo se ha
centrado en la ausencia del duelo, más que en los horrores sufridos por quienes aparecen
en este libro, en su heroico valor y la pesada caiga de sus recuerdos. Me he centrado en
el duelo, porque creo que es lo que ha dado significado e importancia a sus
conversaciones con Claudine Vegh. Como ella describe, lo han demostrado al revolver
una y otra vez dentro de sí, mientras hablaban del pasado y de la pérdida de sus padres.
Se apartaban cada vez más de ella, mientras se sumergían aún más en su pasado, salían
de la habitación, se metían en sus camas, llorando. Como ellos decían, la conversación
era «un monólogo interminable consigo mismos».

No obstante, terminaron contándolo todo en voz alta a una persona que los
escuchaba con compasión. Eso es exactamente lo que ocurre durante el duelo: uno habla
de lo que ha perdido y al hacerlo uno habla sobre todo de sí mismo, pero ante una
persona que está dispuesta a acarrear con parte de ese peso, que comprende, desea
ayudar. Eso es lo que confiere el valor, la fortaleza, para lamentarse, para estar en un
estado de duelo. Los entrevistados dieron los primeros pasos hacia el luto tanto tiempo
pospuesto, como revelaron a Claudine Vegh cuando al día siguiente de sus entrevistas,
se sentían mejor, se sentían aliviados. Quizás muchos otros, en la misma situación, se
sentirían mejor si pudieran empezar el luto por las terribles pérdidas que han sufrido.
4. Regreso a Dachau

Durante varios años, mucho antes de que mi experiencia lo convirtiera en un


asunto personal y primario, el problema de las sociedades totalitarias ha ocupado mi
mente. Un año (1938-1939) de encarcelamiento en los campos de concentración de
Dachau y Buchenwald me hizo ver el cometido central del campo de concentración (o de
la cárcel) como instrumento de control bajo el totalitarismo, y su función esencial en la
modificación de la personalidad del individuo en el tipo que tal sociedad requiere. En un
principio, lo que más me interesaba era la psicología y la sociología del campo de
concentración. El primer artículo que escribí sobre los campos de concentración fue una
monografía publicada durante la segunda guerra mundial, cuando la información sobre los
campos era aún escasa. Me topé con el escepticismo del público norteamericano. En el
artículo describía los modos en que el régimen del campo minaba la integridad del ser
humano y el cambio radical que sufre la personalidad.

Era un principio, pero faltaba escribir un estudio mucho más importante que tratase
del problema de resucitar, restaurar y reintegrar la personalidad del que sufre la
experiencia de los campos de concentración. Durante años, ese problema, la
rehabilitación de los individuos traumatizados o «destruidos», ha constituido mi vocación y
he escrito gran número de libros sobre el tema. Una de las razones por las que en 1955
acepté la invitación de pasar varios meses en la Universidad de Frankfurt era la certeza
de que trabajaría con un grupo de sociólogos que me ayudarían a comprender el proceso
de rehabilitación.

Originalmente mi plan de investigación era sencillo: entrevistaría a alemanes que


hubieran estado en campos de concentración, para intentar descubrir cómo habían
afrontado tales experiencias. Pero unas pocas semanas de cuidadosa observación me
convencieron de que había planteado el problema de un modo demasiado simple. Aunque
yo mismo había dicho por escrito que ninguna persona que hubiera pasado por un campo
de concentración nazi era inmune al efecto de estas instituciones sobre su personalidad,
no me daba cuenta de la abrumadora importancia que la experiencia nazi tuvo para la
población alemana.

Después de unas cuantas semanas de charlas con los alemanes sobre todos los
ámbitos de la existencia y después de observar el modo presente de vida -en las
universidades, en la calle o en los lugares de trabajo-, llegué a la conclusión inevitable de
que todo alemán había sido, de un modo u otro, interno de ese enorme campo de
concentración que fue el Tercer Reich. Todo alemán que hubiera vivido bajo el régimen
nazi, ya lo hubiera aceptado o luchado contra él, había pasado, en ciertosentido, por un
campo de concentración. Algunos, los verdaderos internos de los campos, lo habían
hecho como esclavos torturados; otros, la mayoría de los alemanes, como consignatarios,
por así decirlo.

Básicamente, bajo Hitler el ciudadano alemán sólo podía tomar dos posturas:
preservar su integridad interna luchando contra todos los aspectos del Estado nazi -lo cual
hizo una pequeña minoría-, o aceptarlo de un modo general y modelar su personalidad de
acuerdo con sus exigencias, lo cual hizo la mayoría. Esta diferencia entre la minoría y la
mayoría persiste aún en la Alemania de Adenauer y con toda probabilidad también en la
zona este. Existen quienes aún no pueden abandonar su lucha contra la sociedad del
campo de concentración, y quienes no pueden librarse de su consentimiento o
resignación.

Psicológicamente hablando, podría decirse que ambos grupos fueron seriamente


traumatizados. Pero, como la naturaleza de sus traumas es antitética, han reaccionado de
modo diferente. Aquellos que más o menos aceptaron la sociedad de los campos de
concentración niegan la naturaleza de los campos y sus horrores; en su caso es obvio
que se desata una amnesia defensiva. Cuando remite, semejante amnesia intenta
restablecerse mediante frenéticas negaciones, excusas y formaciones reactivas (quejas
sobre lo que los norteamericanos y los rusos hicieron a los alemanes, lo que los
norteamericanos hacen a los negros, etc.). Tal repertorio de mecanismos defensivos se
pone en movimiento cuando desde el exterior se amenaza la amnesia que un individuo
necesita para seguir funcionando.

Sin embargo, quienes combatieron contra el régimen nazi no están mejor dotados
para vivir con tranquilidad. Ellos no niegan, ni bloquean por medio de la amnesia, la
sociedad de los campos de concentración; al contrario, parecen revivir ese trauma de un
modo «desintegrado». Conocí a un hombre que deseaba vehementemente construir una
Alemania mejor. No se trataba de un individuo común, sino de un líder activo de la vida
intelectual alemana.

Después de un rato, nuestra conversación derivó hacia los campos de


concentración, tras lo cual sacó de su cartera el recorte de un periódico de hacía dos años
y me lo mostró, .Informaba de que el guía alemán había dicho a un visitante de Dachau
que en los campos no encerraron más que a criminales, que nunca se practicó la tortura y
que lo que decía la mayoría de la gente era todo mentira, jamás se envió a ningún
ciudadano decente a un campo de concentración. Como es natural, se quedó tan
impresionado de que semejantes mentiras hallaran tanta aceptación y se publicaran en un
periódico respetable, que no descartó esa prueba de la negaciónpalmaria de los hechos.
Me impresionó que ese hombre llevase el recorte en el bolsillo de su americana durante
dos años -en su corazón, por así decirlo-,lo cual me indicaba que él tampoco era capaz de
olvidar los campos de concentración, ni por un momento.

En ese viaje me dijeron que Dachau se conservaba como una especie de


conmemoración y me planteé la idea de volver a visitarlo. El recorte del periódico y el
modo dramático de atraer mi atención me convencieron de ello. Pasé la primavera y el
verano de 1938 en Dachau, antes de ser trasladado a Buchenwald. De algún modo,
deseaba que me condujese el guía que negaba el horror del campo; eso confirmaría mi
creencia de que los alemanes actuales prefieren negar toda la experiencia nazi. Pero,
como suele ocurrir, la realidad fue totalmente distinta.

En mi camino a Dachau me albergué en uno de los mejores hoteles de Munich, me


registré como ciudadano norteamericano y deliberadamente no hablé más que inglés.
Cuando pedí que me prepararan una visita al campo de concentración de Dachau, el
empleado, que hasta entonces había sido muy cortés y servicial, de repente atendió a otro
cliente. Al presionarle, me dijo que no sabía si se podía visitar Dachau, ni cómo hacerlo, y
que allí no quedaba nada de interés. A pesar de ello, insistí y volvió a darme la espalda,
esta vez indicándome que demostraba tener muy mal gusto. Después de esperar un rato,
dirigí a otro empleado la misma pregunta y obtuve una respuesta parecida.

Por último, ante mi insistencia, me dijeron que no sabían cómo llegar al campo,
pues quedaba un poco lejos de la estación de tren, y un coche de alquiler hasta Munich
me resultaría muy caro. Respondí que tomaría el tren e intentaría coger un taxi en la
estación de Dachau. Me comunicaron que eso sí era posible, pero no estaban seguros de
si allí encontraría un taxi. Les dije que me arriesgaría. ¿No es un lugar memorable,
aunque siniestro, interesante para visitar? Qbtuve un silencio glacial por respuesta.
Pregunté el horario de trenes y me dijeron que pasaban muchos trenes hacia Dachau.
¿Cuándo salía el próximo? Me mostraron un gran horario que indicaba todos los trenes
que partían de Munich en todas direcciones. Estaba sobre el mostrador, de cara a los
empleados, de modo que tuve que darle la vuelta.

Hasta entonces no me sentía con fuerzas para visitar Dachau, pero esos
empleados del hotel despertaron poco a poco en mí una rabia remota, primero por su
negación implícita de la importancia del campo y después por la actitud de desaprobación
que manifestaron hacia alguien que demostraba interés. Una vez a bordo del tren de
Munich a Dachau, reviví algunos de los sentimientos que había experimentado en el
campo. Sentí el brusco contraste entre ese fácil y cómodo viaje de media hora y mi viaje
de diecisiete años atrás, con toda la brutalidad que suponía el asesinato de buenos
amigos y la mutilación de otros. Cuando caminaba desde la pacífica estación de Dachau
hasta uno de los taxis allí apostados, me preparé para una experiencia emocional.

Había planeado el viaje a tenor del recorte del periódico y motivado en parte por él.
Decidí hacer el papel de austríaco escéptico. En mi mejor dialecto vienés pregunté al
taxista a qué distancia estaba el campo, si había algo que ver allí y cuánto tiempo
tardaríamos en visitarlo. Su amabilidad y su disposición para hacer negocios con un
turista me desarmó, me alentó a visitar el lugar y se ofreció a indicarme los lugares de
interés, diciendo que los conocía muy bien. Entonces, como por casualidad, mencioné
que había oído muchas historias contradictorias y, puesto que disponía de tiempo, sentí el
impulso de descubrir la verdad sobre el campo de Dachau. Añadí que la gente exageraba
y dramatizaba las cosas, y me respondió que no era posible exagerar los horrores de
Dachau.

Empezó a contarme incidentes, de algunos de los cuales curiosamente yo había


sido testigo. Me habló de las dificultades que había tenido con los hombres de las SS que
guardaban el campo y las mayores dificultades que experimentaron los campesinos de los
alrededores. Me describió la matanza de prisioneros en 1938 y 1939, y la actitud
increíblemente desalmada de los hombres de las SS, exactamente lo que yo había
presenciado tantas veces. Empezaba a preguntarme cómo ese hombre podía aceptar la
verdad de los campos de concentración con tanta ecuanimidad, cuando él me dio la
respuesta o, cuanto menos, me proporcionó una pista. De repente interrumpió la historia
de Dachau para recordar los cuatro años que pasó en un campo de prisioneros de guerra
en Siberia; el temor que sintió por su vida entre los guardias rusos, el frío, la suciedad y el
hambre. Era como si una historia sobre un campo de prisioneros condujera de modo
natural a la otra.
Esa era la respuesta. Ese alemán había sufrido bajo Hitler tanto como los que
estuvieron en campos de concentración hitlerianos. De modo que se sentía libre de culpa.
Como residente del pueblo de Dachau, no sólo conocía la existencia del campo, sino que
había temido su presencia más que la mayoría de los alemanes. Es cierto que se alegró
de los éxitos militares alemanes mientras duraron, y aprobó la mayor igualdad en la
distribución de provisiones (sobre todo comida) bajo los nazis, que en los años
inmediatamente posteriores a 1945, cuando unos tenían mucho mientras otros se morían
de hambre. Sin embargo, odiaba a Hitler, sobre todo por razones muy personales.

Antes de la guerra, los hombres de las SS del campo de Dachau llenaban las
tabernas de la ciudad y monopolizaban las chicas solteras. Lo que era peor, interfirieron
en uno de los mayores placeres de la juventud de este hombre, queconsistía en sentarse
en la taberna con sus amigos y quejarse de todo lo que le molestaba. La presencia
constante de los hombres de las SS impedía que hablasencon libertad. El taxista se
acaloraba aún más cuando me describía cómo el bribón de Hitler había situado el campo
en las inmediaciones de su bonita ciudad natal, dándole mala fama ante el mundo.
Cuando este hombre viajaba, preferíano decir dónde vivía, pues invariablemente conducía
a una incómoda discusión.

De este pequeño incidente se desprende que un hombre como ese, que había
experimentado en primera fila la proximidad del campo de concentración de Dachau,
jamás lo podía ver bajo un aspecto favorable. Ni, a diferencia de la mayoría de los
alemanes actuales, podía quitárselo de la cabeza, al vivir tan cerca de ese lugar. No podía
considerar el campo como una experiencia aislada, una pesadilla que era posible expulsar
de la memoria; para él, era una realidad con la que se había visto obligado a convivir a
través de los años. Aunque en un principio el campo de Dachau no le hizo volverse contra
el régimen nazi, que, según él, había hecho mucho por la buena gente como él, nunca
pudo aceptar el campo.

Al mismo tiempo, como ese régimen le causó sufrimientos que comparaba a los de
los prisioneros de Dachau, no necesitaba sentirse culpable, ni negarlo. Su contacto
constante con la realidad del campo, de tal modo que su horror le había afectado no
rápida sino lentamente, le evitó un trauma de naturaleza pesadillesca que habría
ensombrecido su vida, o habría exigido su negación. A su manera sencilla, había
penetrado en la realidad y el significado de Dachau, y su actitud era, por tanto, un hecho
consumado.
Mientras el taxista me mostraba los alrededores de Dachau, me sentía muy
cómodo en mi papel de ingenuo visitante. Me señaló lo que pudo, con calma, sin omitir ni
ocultar nada de lo que se suponía que sabía. Me habló de la torre sobre la puerta de la
entrada al campo. Me la señaló desde lejos, lamentando el hecho de no poder acercarse
más porque, como podía ver, ahora formaba parte de una instalación del ejército
norteamericano y era una zona restringida. De haberme dirigido al oficial en jefe, es
probable que hubiera obtenido permiso para entrar, pero no tenía ningún sentido. No
intentaba volver a visitar lugares o edificios concretos, no deseaba impresiones fuertes. Y
el hecho de que la horrible torre fuese parte de una instalación del ejército norteamericano
la despojaba de todo su horror. Lo que nosotros, los prisioneros, no nos atrevíamos a
esperar, y apenas nos atrevíamos a soñar -que las barras y estrellas ondeasen en la
torre-, se había convertido en una realidad. Por tanto, ¿qué sentido tenía mirar un
conjunto de piedras juntas?

Conducíamos alrededor de la empalizada, la valla electrificada, las torres de


vigilancia, el foso que solía estar lleno de agua. Pero los troncos de lo que en otro tiempo
había sido una formidable empalizada estaban derribados, podridos y carcomidos, el feroz
alambre colgaba roto, el lecho del foso se había secado, sus orillas se desmoronaban
lentamente y se cubrían de hierba, maleza y flores silvestres. Era el mismo lugar y sin
embargo no lo era. Sólo mediante un acto deliberado de memoria logré recrear el pasado,
que a cada paso contradecían el aspecto de las torres, las paredes de la empalizada, el
foso cubierto de hierba, que le daban un aspecto de antiguas ruinas, y sobre todo la
presencia de soldados y armamento norteamericanos.

Atravesamos lo que antaño había sido la calle principal del campo, que contenía
doble fila de barracones. Nos acercamos despacio a aquel en el que yo había vivido. Por
un momento sentí la tentación de pedirle al conductor que se detuviera y me dejara salir,
pero los niños jugaban ante él y creí mejor no turbar su juego con lo que ahora era una
vacua curiosidad. El campo alberga ahora a refugiados de Alemania del Este y la
administración ha intentado mejorar el aspecto del lugar. Las ventanas -a través de las
cuales giraban los focos de luz que resplandecían toda la noche en los ojos de los
prisioneros, hombres que intentaban conciliar el sueño o aprovechar un momento de
descanso hasta la tortura y la amenaza de muerte del día siguiente- estaban dulcificadas
por cortinas, gracias a los esfuerzos de los hombres y las mujeres que habitaban tras
ellas. Era como cualquier otro campo de deportados, desolador, pero, como mínimo, sus
habitantes tenían la esperanza de salir de allí.

No era Dachau. Era como si el campo de concentración nunca hubiera existido. No


era ni un monumento para recordar un terrible pasado, ni un monumento que prometiera
un futuro mejor. Simplemente representaba la utilización práctica de las ventajas que
ofrecía, del mismo modo que las tropas norteamericanas utilizaban los excelentes medios
que en otro tiempo construyeron a fuerza de látigo los prisioneros para las tropas de las
SS. No creo que este modo de borrar el pasado fuera deliberado. La ocupación militar, y
de hecho toda la historia de la posguerra alemana, se ha prestado a la aniquilación del
pasado nazi, o mejor dicho, los intensos deseos de los propios alemanes, combinados
con la historia, lo han conseguido. En aquellas inmediaciones y en aquel momento, daba
la impresión de que sólo el taxista y yo recordábamos el pasado de Dachau, por razones
muy diferentes y quizás con sentimientos muy distintos.

¿Qué había del monumento conmemorativo? Circulábamos hacia un cercado


conspicuamente señalado, donde dos soldados norteamericanos de guardia nos
saludaban con la mano de una manera cordial. Había un pequeño espacio en el que
estaban aparcados tres coches, que ostentaban matrículas de las fuerzas de ocupación
norteamericanas. La omnipresencia de los símbolos del ejército de los Estados Unidos,
aunque confortante, en cierto modo constituía el reverso de mi experiencia personal del
espíritu del lugar. La reacción de los empleados del hotel de Munich ante mis
inquisiciones me había despertado una vieja angustia; los emigrados que vivían en el
campo y la presencia de los militares norteamericanos volvió a calmarme. No tiene
sentido pegar a un perro muerto, aunque en vida hubiera golpeado, mutilado y asesinado.

El monumento conmemorativo ocupaba sólo una pequeña zona, e incluía la


antigua sala de ejecución, las horcas, la cámara de gas, el crematorio y dos o tres (el
taxista no estaba seguro) fosas comunes. En el centro de todo esto se levantaba la
estatua de un prisionero del campo de concentración con el uniforme típico. Su rostro y su
figura reflejaban el sufrimiento físico y mental. Era real como la vida misma, pero al mismo
tiempo era una idealización. No era una gran obra de arte, pero al menos era decente y
bienintencionada. Quizás estamos aún demasiado cerca de lo sucedido en los campos
como para expresarlo de una manera más simbólica y por tanto de una forma
estéticamente válida.
En esa agradable arboleda, entre bien conservados lechos de flores, sólo la
estatua del prisionero y mi esfuerzo consciente transmitieron a mi mente que el
monumento conmemorativo estaba allí para conmemorar. Por supuesto, vi carteles
explicando para qué se había empleado cada lugar de horror. Costaba imaginar, al mirar
la preservación de todo, que decenas de miles de personas habían sufrido durante tantos
años tan increíble degradación y dolor, que habían muerto violentamente. Es cierto que,
de algún modo, la pulcritud y la celeridad con la que se efectuaron las transacciones
burocráticas de vidas humanas, constituían uno de los horrores supremos del lugar. Pero
tampoco eso se adivinaba ante el presente orden e higiene.

Quizás lo que me oprimía era la pequeñez de todo. Aquella cajita que había sido la
cámara de la muerte no pudo haber albergado a muchos prisioneros a la vez. Sólo
existían dos entradas al homo crematorio, cada una admitía sólo un cuerpo al mismo
tiempo. Las dos fosas, una señalada con una cruz de madera y la otra con una estrella
judía, acogían las cenizas de miles de seres humanos que habían sido arrojados allí, cada
una no más grande que una tumba individual. Las coronas de flores marchitas, con sus
inscripciones medio borradas, acrecentaban la ilusión de que todo pertenecía a un pasado
remoto.

Las paredes de la cámara de la muerte y el crematorio estaban cubiertas de


graffiti, con los nombres y comentarios de los visitantes -tan típico de los monumentos
históricos-, pero ni siquiera estos emblemas de los turistas suscitaron en mí más que una
moderada aversión. Después de todo, la mayoría de los visitantes eran judíos y
norteamericanos. ¿Por qué enojarme con aquellos que habían deteriorado las paredes del
monumento conmemorativo, si sentían sincera compasión por los que sufrieron allí? El
hecho de escribir sus nombres y la fecha de su visita expresaba su consciencia de que se
encontraban en un lugar histórico, tan distante de sus vidas presentes que, lejos de
sobrecogerse por la naturaleza del lugar, intentaban establecer una relación con él
dejando signos de su presencia en las paredes.

Algunas inscripciones contenían comentarios de indignación, pero parecían fuera


de lugar o infantiles, debido al abismo entre lo que querían expresar y lo que realmente
decían. Si mi experiencia en el campo se hubiera limitado a un solo hecho aislado, quizás
hubiera podido volver a captar la antigua sensación que me provocaba el lugar. Pero lo
que hacía a Dachau memorable eran las innumerables experiencias: el día en que cientos
de camaradas y yo nos quedamos ciegos de repente, a causa de un edema temporal en
los párpados, el asesinato de un amigo, el suicidio de otro que deliberadamente corrió
hacia un alambre electrificado y, sobretodo, los continuos y constantes pequeños
sufrimientos, degradaciones y la frenética y desesperada forma de mantenerse uno
mismo ante todo eso.

Un pequeño grupo paseaba al mismo tiempo que nosotros: un mayor


norteamericano, un capitán y dos o tres señoras. Seguramente habían llegado en los
coches que habíamos visto en el aparcamiento. El mayor parecía triste e irritado al
inspeccionar la cámara de gas y el crematorio, pero los otros permanecían indiferentes,
incluso un poco aburridos, si es que interpreté bien sus rostros. Además, un profesor
guiaba a un grupo de escolares alemanes, niños y niñas de unos diez u once años, unos
veinticinco en total. No parecían ni interesados ni impresionados. El profesor les dijo algo
sobre el número de personas que allí habían muerto. Los niños se burlaron, sin mirar
apenas el pequeño edificio ni las inscripciones. Me dio la impresión de que disfrutaban al
escapar de las aulas, pero que el lugar no significaba nada para ellos, a pesar de las
explicaciones objetivas del profesor, que no eran más que un insípido recital de los
hechos. También él parecía carecer de interés y después de una rápida inspección se fue
con sus pupilos.

No sé cómo deben sentirse los demás cuando lo que antaño fue una parte terrible
de sus vidas se convierte en un monumento para que lo visiten los turistas. En cuanto a
mí, no es el modo correcto de volver a experimentar el pasado. Mi reacción fue similar a la
de los niños. Toda mi vida he evitado las fosas comunes porque no tienen ningún sentido
para mí. La tumba del soldado desconocido me afecta, la fosa común de Verdún, no.
Mientras estaba allí de pie en Dachau, el campo de concentración estaba más lejos y más
olvidado que cuando pensaba en él desde la lejana Chicago. La conmemoración masiva
de las decenas de miles de víctimas de Dachau consagraba la lejanía de la crónica de sus
muertes y de sus vidas. Me causó más emoción cuando, unos días más tarde, unos
parientes de Viena me indicaron el lugar donde, para escapar de la Gestapo, una persona
había saltado desde una ventana y otra se había ahorcado. Se trataba de hechos
humanos individuales y su pérdida me producía una sensación de proximidad.

Circulando de regreso a la estación, el taxista dejó aflorar su corazón y por tanto


redujo Dachau una vez más a la experiencia humana que era para él. ¿Por qué tuvieron
que situar el campo en Dachau, su ciudad natal, en vez de en cualquier otro lugar? Se
debió a un viejo granjero y a sus inútiles hijos, que no sabían cultivar la tierra. El
emplazamiento del campo fue en otro tiempo una gran granja, luego la vendieron al
gobierno que, antes de la primera guerra mundial, construyó una fábrica de municiones o
armas. Cuando los nazis subieron al poder, la emplearon como campo de concentración
porque ya existían los barracones, una empalizada y una valla de alambre de espino. Fue
sólo por razones de utilidad, como ahora resultaba útil a las autoridades norteamericanas
emplear parte del campo y al gobierno de Bonn usar el resto para albergar expatriados.

Al salir de Dachau, volvimos a pasar por los barracones, y eché una última ojeada
al campo y a su horrible puerta, que ahora cruzaban unos jeeps. Una gran instalación del
ejército de los Estados Unidos, un gran campo de refugiados y unos pocos edificios
pequeños como memorial del pasado, no podía aceptarlo. Por razones personales habría
preferido que dejaran el campo tal como estaba cuando fue liberado. Entonces es
probable que hubiera podido recobrar mejor mis recuerdos, Dachau habría vuelto a la vida
al fluir mis viejos sentimientos de ira, degradación y desesperanza. Pero la historia (y el
crematorio) habían sido relegados a una pequeña zona, situada, simbólicamente, en la
esquina más distante del campo, lejos del bullicio presente.

Mientras esperaba en la estación del tren, escuchaba a los refugiados alemanes


que bebían cerveza y hablaban de que lo habían perdido todo. En el camino de regreso a
Munich vi a través de la ventana del tren las zonas bombardeadas. Cuando estaba en la
estación de Munich y contemplé la total destrucción a mi alrededor, me di cuenta de que,
de modo inconsciente, deseaba que los alemanes dedicaran para siempre el viejo Dachau
como monumento a mis sufrimientos y al de mis compañeros judíos y antifascistas, pero
no quería que dedicaran ningún monumento a su propio sufrimiento, que era casi por
igual un resultado del nazismo.

Los internos de Dachau habían sido las víctimas desvalidas del régimen de Hitler,
mientras que los alemanes, o casi la mitad de ellos, lo habían adoptado por su propia
voluntad. ¿No tenía derecho a esperar inconscientemente que dedicaran un Dachau
inalterado a un monumento a la vileza de los torturadores que lo crearon y lo dirigieron, en
vez de a un monumento conmemorativo de sus víctimas?

Aprendí una lección: uno no puede dedicar monumentos a la depravación de un


sistema cuidando minuciosamente las tumbas de sus víctimas. Después de todo, son los
mártires cristianos quienes simbolizan su fe y su credo religioso, no es la crueldad de sus
torturadores, que es sólo accidental, o al menos eso nos parece, lo que en realidad
cuenta. Me di cuenta de que había acudido a Dachau con el espíritu equivocado. Para mí,
Dachau era un símbolo de la crueldad que asola a los seres humanos y los convierte en
cifras para ser procesados en una cámara de gas, en lugar de un símbolo de la
humanidad sufriente. Uno no puede simplemente observar la estatua de piedra o bronce
de un prisionero del campo de concentración, cuando él mismo ha sido un prisionero. El
superviviente no puede mirar las tumbas de sus compañeros de sufrimiento y decir:
¡Contemplo la grandeza de mi sufrimiento y la admiro! Sólo viviendo y actuando se puede
hacer algo por el propio sufrimiento y el de los demás.

Entonces me percaté de que el estado de Dachau estaba más cerca de la


realidad, de la realidad del presente, de lo que estaría si lo hubieran conservado tal como
estaba cuando su liberación, como, según me han dicho, es el caso de Buchenwald.
Conservar el lugar intacto lo aparta de la corriente de la historia, hace de él un
monumento que ya no es de este tiempo ni de este lugar. En realidad, la presencia de
estos refugiados conmemora, mejor que el monumento, los sufrimientos de los seres
humanos a manos de sus congéneres. La extrema tristeza de Dachau pertenece al
pasado, pero la tristeza en general sobrevive; todavía se saca a la gente de sus hogares
mediante el miedo y el terror.

Las víctimas de ese momento eran los alemanes, pero no encontré ningún tipode
justicia histórica en el hecho. Si uno cree, como yo, que nuestra primera obligación es
ocupamos de los vivos, se comprende que también para los alemanes los horrores del
régimen de los campos de concentración se desvanezcan ante la miseria de los
refugiados que lo ocupan. Eso fue lo que aprendí de mi visita a Dachau: que era mejor
conservarlo en mi mente. Otros supervivientes de los campos, que, como yo, han
abandonado Alemania harían lo mismo, porque no es necesario que nuestras vidas
continúen centrándose en Dachau. Nos hemos separado radicalmente del país del que
una vez fue una institución primordial. Podría conservar el viejo Dachau intacto como
experiencia emocional. Podría digerir su impacto trabajándolo emocional y
psicológicamente, y persistiría la huella de un Dachau que conservaría su vieja realidad
física intacta, porque ya no estaba unido a la realidad física de Alemania.

Para mí, Dachau se había convertido en un problema de naturaleza humana y una


experiencia personal, pero no era un lugar particular en el país donde habitaba. Sin
embargo, los alemanes, habían tenido que convivir más íntimamente que yo con el
recuerdo de sus campos de concentración. Durante la guerra y mucho tiempo después,
habían vivido con él cada día. No podían librarse del sufrimiento fruto del nazismo
atravesando el océano e iniciando una nueva vida. Si querían ser algo más que meros
supervivientes del nazismo y de la derrota, los alemanes tenían que considerar a Dachau
como lugar y como crimen. De conservar Dachau intacto como un monumento a la
vergüenza del nazismo y al inmenso sufrimiento que provocó, por la misma regla de tres
hubieran tenido que conservar sus ciudades en ruinas como un monumento a sus
sufrimientos.

Así que, probablemente los alemanes hicieron lo correcto cuando dedicaron sólo
una pequeña parte de Dachau al recuerdo de las víctimas y emplearon la mayor parte
para un campamento de refugiados y permitieron que los norteamericanos utilizaran el
resto como instalación militar. He escrito «permitieron», como si tuvieran la posibilidad de
elegir. Recordé haber visto circular vehículos con matrículas que decían «U.S. Forces in
Germany» [Tropas de los Estados Unidos en Alemania]. En Alemania occidental se ven
por doquier estas matrículas, lo que me llevó a plantearme: Supón que ocurriera lo
inimaginable y los japoneses hubieran invadido los Estados Unidos ¿Cómo se
encontrarían y afrontarían y trabajarían los norteamericanos durante diez años de vida
con símbolos de su derrota por todas partes y sus vencedores circulando por la calle?
¿Construirían un monumento conmemorativo de algo que les recordara su derrota?

No lo sé. Pero ahora sé que el único modo de sobrevivir a semejante pasado no es


dejarlo intacto y encapsulado, sino confinándolo a un lugar pequeño, como se había
hecho con el memorial de Dachau. Por triste que sea para mí y para todos los amigos y
parientes de los millones de seres asesinados por los nazis, no podemos esperar que los
alemanes actuales tengan una actitud muy diferente hacia sus víctimas que la que tienen
hacia sus ciudades devastadas. Pues ellos son más realistas sobre las ruinas de sus
casas que yo, y debo aceptar su realismo con respecto a Dachau. Como si se tratase de
una venganza, la actual Alemania da la espalda a la destrucción del pasado y se dedica a
la construcción del presente y del futuro. Sí, lo hacen por convicción y venganza, como si
necesitaran tapar, olvidar y destruir el pasado, incluido Dachau. Es obvia la frenética
actividad. ¿Conducirá a un futuro mejor? Es difícil decirlo, dependerá de su actitud y
nuestra actitud hacia su pasado.
5. Liberarse de la mentalidad de gueto

No hay luz sin sombra, y por eso, junto con las grandes contribuciones a la cultura
humana que los judíos han realizado a lo largo de su dilatada historia, se presentan
también ciertas zonas oscuras. Creo necesario que los judíos reflexionemos sobre todos
los elementos de nuestra herencia y, aunque este ensayo está dirigido por un judío a sus
compañeros judíos, los temas planteados son de interés común, debido a las terribles
implicaciones del holocausto para toda la humanidad.

Como psicoanalista, creo que lo oculto, lo negado y reprimido continúa


perturbando nuestra vida consciente hasta que lo sacamos a la luz del día y le echamos
una buena ojeada, para libramos de ello de una vez para siempre. De otro modo,
seguimos acarreándolo como una secreta vergüenza. De todos es sabido que la historia
judía es una extraña mezcla de universalismo y provincianismo, grandes movimientos
hacia la libertad espiritual e intolerancia a ultranza.

Los judíos aparecen por primera vez en la historia como agentes de la mayor
consecución del hombre en los primeros días de la humanidad, como descubridores del
monoteísmo y adalides de un vida sometida a la Ley. Pero desde muy temprano la historia
judía también hace referencia a estrecheces mentales y en ocasiones a un nacionalismo
agresivo. Más tarde, entre los judíos por primera vez el hombre se levanta contra un Dios
arbitrario, la historia de Job es un ejemplo. En la actualidad, la obra de Archibald
MacLeish JB ha replanteado bellamente este tema. Pero, casi al mismo tiempo en que
Job afirmaba la humanidad del hombre incluso contra el propio Dios, encontramos
intransigencia religiosa, por ejemplo entre los fariseos. No es mi intención difamar al
importantísimo movimiento religioso que lleva su nombre, sino explicar aquí esa actitud de
estrechez mental a la que solemos referimos cuando hablamos de fariseísmo. Muchos
siglos más tarde nos encontramos con que Spinoza, el gran héroe cultural, es coetáneo
de la persecución de Uriel Acosta a manos del judaísmo oficial.

Por mucho que los judíos pretendamos olvidarlo, en la historia judaica existen
estas dos tendencias contradictorias. Los judíos estamos tan acostumbrados a
enorgullecemos de nuestras grandes contribuciones a la liberación del espíritu, que
tendemos a restar importancia al hecho de que no todo es amable y luminoso en su
historia. Como creo que, para nuestro propio provecho, los judíos debemos libramos de
cualquier resto de provincianismo intolerante que con frecuencia se encuentra en nuestro
legado, reflexionaré sobre este rasgo cultural.

No cabe duda de que debido a Hitler, lo que sucedió bajo su mandato y después
de él, la imagen que los judíos teníamos de nosotros mismos ha cambiado radicalmente.
Existe una preocupación por lo que será el futuro de los judíos y lo que debería ser su
función en el mundo. Con la creación del Estado de Israel, otra cuestión se ha añadido a
las antiguas: el problema de las posturas políticas nacionales e internacionales de los
judíos. La mayoría de los judíos americanos han rechazado un sionismo de miras
estrechas o una posición nacionalista. Pero, si no son sionistas se les presenta un
problema inevitable en la educación de sus hijos: ¿qué significa con exactitud ser judío?

Cuando era un niño en la Viena antisemita, la petición pascual de «el año que
viene en Jerusalén» tenía para mí un hondo significado sentimental. No porque sintiera
inclinaciones nacionalistas -sufrí demasiado a causa de un nacionalismo pangermánico y
su antisemitismo concomitante, como para encontrar atractivo cualquier nacionalismo-,
sino porque la plegaria constituía un símbolo del final de la persecución de los judíos. Más
que nada en el mundo, lo que me ligaba al judaismo eran los sólidos lazos que sentía
hacia todos los perseguidos. Pero en Norteamérica no se persigue a los judíos. ¿Qué les
mantendrá, pues, unidos en el futuro? La cuestión es si una religión, una tradición común,
una historia común o un concepto tan vago como la etnia, podrá unir a los judíos
norteamericanos en los tiempos venideros. La mayoría de ellos creen que seguirán
existiendo como grupo singular. Desean que así sea porque están convencidos de que
tienen una contribución única a hacer. Pero, por desgracia, aparte de esto, no existe
consenso sobre por qué ha ser así, ni en qué consiste esta singularidad.

Los judíos no son el único grupo que se enfrenta a la dificultad de conservar una
identidad étnica en Norteamérica. Hace poco tiempo, un grupo japonés norteamericano
me pidió que les hablase sobre los problemas con los que se topaban en la educación de
sus hijos, quienes hacían frente a la dicotomía entre su bagaje japonés y sus fidelidades
norteamericanas. Al pedirme consejo, uno de los líderes japoneses-norteamericanos
resumió el problema de la siguiente manera: a medida que el grupo issei (japoneses
emigrados a los Estados Unidos) envejece, se acentúan sus dificultades con su propia
imagen, la contradicción entre ésta y la de sus hijos, sobre todo ante lo que consideran
limitaciones culturales de la sociedad contemporánea.
Cada vez más, la primera generación de japoneses nacidos en Norteamérica, los
nisei, entra en conflicto a la hora de mantener una identificación consistente de ellos
mismos como norteamericanos de antecedentes japoneses, y esa confusión se la han
transmitido a sus hijos, los sansei. Frases como «Debemos conservar lo mejor de nuestra
formación japonesa» y el temor a que la generación más joven pierda la identidad
japonesa («Deben aprender a sentirse orgullosos de su herencia japonesa») reflejan las
preocupaciones de muchos padres nisei de hoy. Al igual que los nisei, los hijos de judíos
nacidos en Norteamérica sienten que deben hacer un esfuerzo para conservar lo mejor de
su herencia judía y enseñar a sus hijos a estar orgullosos de la misma. Así pues, se trata
de un problema para cualquier grupo emigrante que tenga motivos para enorgullecerse de
su tradición singular. En el grupo judío es la tradición ilustrada,* la compasión por los
demás, la responsabilidad, la labor cívica y social, etc.

¿Cómo se cumple esta tradición en la comunidad judía norteamericana actual? Es


probable que el estudio más interesante y completo de las actitudes de la comunidad
judeonorteamericana con respecto a estas cuestiones sea el estudio Rivertown del
American Jewish Committee. Descubrió que, al contrario de lo que se creía, no era una
filosofía religiosa común, sino un rito común el que mantenía unida a la población judía.
En muchos otros aspectos, las diferencias entre la mayoría de los judíos norteamericanos
y el mundo gentil que les rodea, en un nivel socioeconómico similar, son mínimas. Pero
estas pequeñas diferencias aumentan en importancia, se consolidan, se magnifican, por
medio de serios esfuerzos de autoidentificación. Parece que el congregacionalismo, el
deseo de reunirse y vivir junto con los que son como uno, más que la religión, une a los
judíos norteamericanos.

Aunque todos los que respondieron a las preguntas de este estudio estaban
convencidos de que los judíos debían continuar siendo un grupo distinto, hubo poco
consenso sobre las razones. Debido a esa autoidentificación, en general, se daba un
sentimiento de superioridad, aunque matizado por rasgos de humildad. Existía, por tanto,
un sentimiento de que los judíos eran los mejores, sobre todo porque se consideraban
más filantrópicos que los demás, más interesados en el bienestar de los seres humanos y
más dispuestos a sacrificarse por ellos.

¿Qué consideraban esos judíos «esencial» para ser buenos judíos? La condición
que les pareció más determinante fue: «Llevar una vida ética y moral» (un 93 por 100 de
los entrevistados lo consideraron necesario). Las otras cuatro características «esenciales»
más elegidas fueron: Aceptar ser un judío y no intentar ocultarlo 85 % Apoyar todas las
causas humanitarias 67 % Promover mejoras cívicas y progresos en la comunidad 67 %
Ganar el respeto de los vecinos cristianos 59 %

No sé cómo debe sentirse uno con respecto a esta lista, pero a medida que la
estudiaba sentía que en el proceso está implícita una redefinición del judaismo, o quizás,
para ser más exactos, una redefinición del criterio por el cual debe medirse la calidad del
judaismo de un individuo. Aunque la religión judía siempre ha reforzado la vida ética, al
mismo tiempo ha reforzado la atención a un complejísimo código de observancia personal
del rito. Ambas están íntimamente relacionadas; de hecho, se trataba de que mediante la
observación del rito, el individuo era guiado hacia la vida ética. Tal énfasis en la
observancia del ritual no está incluido en la lista antes mencionada. El hecho de aceptar el
judaismo sin tratar de ocultarlo no posee una orientación grupal, sino ritualista. Sin
embargo, sugiere una orientación, igualmente poderosa, hacia la psicología popular, la
importancia de un estado mental sano, en el que se dé el debido respeto por uno mismo.

Según las afirmaciones anteriores, parece ser que para los judíos
norteamericanos, ser un buen judío equivale a ser una buena persona. El rito judío, el
estudio de la Torá y la obediencia a sus leyes, es sustituido por una moralidad
generalizada; la cualidad primordial del buen judío es una conducta ética, un
humanitarismo general y un aguzado espíritu cívico. Refuerza esta idea el hecho de que
sólo el 24 por 100 de los entrevistados considere importante para un buen judío que
asista a los servicios religiosos, ni siquiera en las fiestas señaladas.

Por tanto, la adhesión a unos preceptos morales y éticos generales se considera


más esencial para ser un buen judío que la adhesión a los preceptos particulares del
judaismo. Es una idea que los entrevistados resumen diciendo: «Ser una buena persona
hace de ti un buen judío». En las generaciones anteriores la respuesta más típica habría
sido: «Ser un buen judío hace de ti una buena persona». Mientras que para los judíos
modernos ser un buen judío significa seguir una vida ética de ilustración y liberalismo, si
uno se remonta hacia atrás en la historia y observa las tradiciones judaicas se da cuenta
de que la ilustración no caracterizaba, ni muchísimo menos, las vidas de los antepasados
de los guetos de Europa.

Por el contrario, se trataba de una religiosidad de miras estrechas en muchos


aspectos, tal como, me temo, el movimiento sionista representa un nacionalismo honesto
pero algo estrecho de miras. Así pues, históricamente hablando, aquellas cualidades y
valores que los judíos norteamericanos más desean conservar y desarrollar en el
judaismo, no forman parte de la antigua herencia judía. Sino que más bien son, en gran
medida, consecuencias del período de ilustración, o de asimilación. Por ejemplo existe
una contradicción palmaria entre la demanda de equidad social e igualitarismo en los
judíos y la extendida práctica del aislamiento social dentro de la vida comunal judía. A
pesar de la insistencia de los judíos en que no se deben poner barreras a la vivienda y
que todos los hombres deben vivir con los demás en igualdad, un examen de las
preferencias residenciales entre los judíos revela ambigüedades más sutiles y flagrantes.

Parece ser que los deseos judíos con respecto a la vivienda son completamente
contradictorios. Sin duda desean residir en comunidades libres de segregación. No
obstante, se sienten cómodos sólo cuando viven en íntima relación con los demás judíos.
Esto implica una comunidad de mayoría judía. En esencia, fundamentalmente desean
cambiar las tomas con los gentiles: dado que durante mucho tiempo han vivido como
minoría entre los gentiles, ahora desean que sean los gentiles quienes vivan entre ellos
en minoría. Ante semejantes tendencias hacia la reclusión en un tipo de aislamiento étnico
o religioso norteamericano moderno, no podemos despreciar a la ligera la idea de que aún
no hemos abandonado las tradiciones del gueto; después de todo, a los judíos no siempre
se les impuso las juderías medievales, sino que a menudo las preferían para conservar su
identidad.

La cuestión de si aún persisten reminiscencias de las actitudes de gueto y, de ser


así, cuáles serían, constituye el tema del resto de este ensayo. Muchos judíos
norteamericanos se han liberado de dichas actitudes, pero lo preocupante es que sólo se
cumple en un grupo concreto y no en toda la comunidad judía. Muchos de los autores que
han escrito sobre el holocausto emplean la historia judía para explicar el fracaso de los
judíos del gueto para asimilar lo ocurrido en el siglo XX. El historiador Raúl Hilberg
escribió en The Destruction of the European jews Se ha hablado y escrito mucho sobre el
Judenraete, los informadores, la policía judía, los capos, en resumen, de todas aquellas
personas que, deliberadamente y como política, cooperaron con los alemanes. Pero estos
colaboradores no nos interesan tanto como las masas de judíos que reaccionaron ante
cualquier orden alemana, cumpliéndola por sistema. Para comprender el significado
administrativo de este cumplimiento, debemos considerar que el proceso de destrucción
se componía de dos tipos de medidas alemanas: las que se perpetraban sobre los
judíos...tales como] el fusilamiento o la gasificación, y las que requerían a los judíos a
hacer algo, por ejemplo, los decretos u órdenes que exigían que registraran su
propiedad... se presentaran en un lugar indicado para realizar trabajos, ser deportados o
fusilados, presentaran listas de personas... transfirieran propiedades ... excavaran sus
propias tumbas, etc. El éxito de estas últimas medidas dependía de la reacción de los
judíos. Sólo cuando nos percatamos de que buena parte del proceso de destrucción
dependía del cumplimiento de tales medidas, podemos apreciarel papel de los judíos en
su propia destrucción.

Por tanto, si contemplamos el modelo de reacción de los judíos en general,


observamos que, a grandes rasgos, es un intento de evitar la acción, cuando no del
cumplimiento automático de las órdenes. ¿Por qué fue así? ¿Por qué los judíos actuaron
de este modo?

Hilberg considera que se debe a su «experiencia de doscientos años de


antigüedad» y explica que «en el lapso de unos siglos, los judíos habían aprendido que,
para sobrevivir, debían evitar la resistencia... Los judíos nunca habían sido realmente
aniquilados. Después de sobrevivir a los daños y perjuicios, los supervivientes siempre
habían proclamado, como afirmación de su estrategia, la divisa triunfante: “El pueblo judío
vive”. Esta experiencia estaba tan arraigada en la consciencia judía que tenía la fuerza de
una ley».

Pero, aunque Israel vive, los judíos del gueto -con su religión y cultura únicas que
habían sobrevivido inalteradas desde la Edad Media- fueron exterminados por Hitler, junto
con los gitanos y gran número de personas diversas. Sólo aquellos que habían roto con
los guetos resistieron, como los jóvenes del Hashomer Hatzair [‘El Joven Vigilante’] y de
los Poale Zion [‘Obreros de Sión’], la Bund y los comunistas, que juntos formaron un
movimiento de resistencia armada. Y éstos, como dijo su delegado, subsistieron en
Polonia por casualidad. Como dijo un sionista capturado en Vilnius: «Nuestra vida está
volcada hacia Israel, nuestro exilio es un simple accidente. En este momento el judaismo
europeo sufre una catástrofe, pero rompimos con ella el día en que nos unimos al
movimiento».

En el siglo xrx, o quizás incluso antes, pero sobre todo a partir de ese siglo, los
guetos orientales habían devenido un anacronismo. Después de la primera guerra
mundial, Buber recopiló historias del hasidismo, tal como los antropólogos recopilan las
historias de ciertos pueblos primitivos antes de que sea demasiado tarde, bien porque
están pereciendo o bien porque sus usos peculiares se están occidentalizando. Mucho
antes de que Chagall se hiciera famoso por sus cuadros de escenas románticas del gueto
o El violinista en el tejado se convirtiera en una comedia musical de atractivo nostálgico,
Sholom Aleichem, Isaac Bashevis Singer y muchos otros habían descrito con añoranza la
pintoresca y lejana vida en el gueto. En cada caso se trataba de un modo de vida con el
que el artista había roto y ya no podía adoptar, por muy tiernamente que lo describiera.

Antes de pintar estas conmovedoras escenas de gueto, Chagall se había


integrado, primero en Munich y luego en París. Su odisea es la típica de un espíritu
independiente nacido en el gueto. judío-socialista fundado en Vilnius en 1897 bajo la
Rusia zarista, abogaba por la abolición de la discriminación contra los judíos y la
reconstitución de Rusia a partir de líneas federales. Permaneció activa en Polonia entre la
primera y la segunda guerras mundiales. Durante unas tres generaciones, en el mundo
moderno, quienes ya no estaban dispuestos a soportar condiciones por debajo de un
mínimo de dignidad dejaron el gueto. Al igual que todos aquellos que deseaban formar
parte de ese nuevo mundo moderno, y luchar por su libertad y la de otros. Tanto en Rusia
como en Occidente, muchos se unieron o incluso se convirtieron en líderes de los
movimientos y partidos socialistas y comunistas, y por supuesto del sionismo.

Como escapar del mundo circundante era extraordinariamente difícil, quienes


estaban descontentos de las costumbres del gueto permanecían no obstante fijos allí.
Éstos forzaron ciertas reformas para superar el desafío de los nuevos tiempos, pero la
última de estas reformas internas había sido la del movimiento hasídico hacia 1750. A
partir de entonces, precisamente el hecho de que la sociedad circundante se abriera a los
judíos, estatificó buena parte del judaísmo oriental en una postura de gueto. Desde ese
momento se anclaron en sus tradiciones anticuadas y poco operativas. La doctrina
religiosa reguló hasta el más mínimo aspecto de la vida cotidiana y era difícil realizar la
más mínima transformación.

No sólo la vida religiosa de los judíos del gueto no evolucionó; la apariencia


externa en general, incluso en materia de vestido, educación y lenguaje, siguieron siendo
casi medievales. Una triple tiranía obligó a muchos a abandonar: la mentalidad de los
pogromos del mundo gentil, la discriminación gubernamental (política, económica y social)
y la tiranía endógena de una tradición religiosa asfixiante.
Es difícil estimar la repercusión en un pueblo del hecho de que durante tres
generaciones abandonaran el grupo los miembros más activos -los dedicados a luchar por
la libertad- y sólo se quedaron aquellos que carecían del coraje o la imaginación
necesarios para concebir una nueva forma de vida. Por ejemplo, la elite judía que destaca
en la vida cultural norteamericana, estuvo perdida durante un siglo para las comunidades
judías de Europa oriental. Fue un judío vienés totalmente integrado, Herzl, quien, tras
abogar por la total integración, incluso por el bautismo, inició un movimiento por una patria
donde pudiera nacer una moderna nación judía. Israel vive gracias a que, mucho antes
del holocausto, los elementos activos del antiguo judaismo habían roto con la cultura
medieval para crear una nación nueva, completamente distinta.

La religión del gueto no tenía cabida en ella, salvaguardada por una minoría
anacrónica, que padecía de nostalgia y sentimentalismo. El judío israelí no tiene en
común con los judíos del gueto más que el nombre. Nada ilustra mejor la diferencia de
mentalidad entre el judaismo oriental y el occidental que el hecho de que bajo Hitler unos
350.000 judíos huyeron de Alemania, Austria y Checoslovaquia, decenas de miles
huyeron de Bélgica y París y la mayoría de los judíos de la Rusia comunista huyeron o
fueron evacuados cuando la invasión alemana, pero, por el contrario, en Polonia, aunque
existía una ruta de evasión no vigilada a través de los pantanos del Pripet, sólo unos
cientos de judíos se concedieron a sí mismos esta oportunidad. En el gueto principal, los
judíos contemplaban la huida con una sensación de futilidad. Habían perdido hacía tiempo
el liderazgo activo que una población explotada necesita para sostener cualquier
resistencia o revuelta.

La mentalidad de gueto se explica precisamente por la ausencia de este elemento


activo y los muchos cientos de años de «sumisión», y no por cierta herencia racial de los
judíos. En cierto modo, los nazis, que al principio se extrañaron de la condescendencia de
los judíos en su propia destrucción, más tarde sacaron partido de este hecho. El 2 de abril
de 1942, en el transcurso de una cena, Hitler señaló: «No se debe tener piedad de un
pueblo que está predestinado a perecer». Puede ocurrir, y ha ocurrido, que un pueblo se
extinga. Pero el destino de un pueblo jamás consiste en ser asesinado, sean incas, indios
o judíos. Sin embargo, sobrevivir exige una clara comprensión de lo que está sucediendo
y una resistencia bien planeada antes de que sea demasiado tarde, antes de que se
llegue al punto desde el cual es imposible el retomo.
En la historia de la humanidad y en la del mundo occidental abundan las
persecuciones por motivos religiosos o políticos. En otros siglos también se exterminó a
grandes cantidades de personas. La propia Alemania fue despoblada durante la guerra de
los Treinta Años, en la que murieron millones de civiles. Y si no hubiera sido frenado por
dos bombas atómicas, quizás Japón habría exterminado a muchos millones de personas,
igual que en los campos alemanes. La guerra es terrible y la inhumanidad del hombre
para con el hombre lo es todavía más.

La importancia de los relatos de los campos de exterminio reside no en su historia


demasiado familiar, sino en algo más raro y horripilante. Reside en una nueva dimensión
del hombre: un aspecto que todos desearíamos olvidar, pero que sólo podemos olvidar
por nuestra cuenta y riesgo. Por extraño que parezca, el rasgo distintivo de los campos de
exterminio no es que los alemanes exterminaran a millones de personas, lo cual
posiblemente hayamos aceptado en nuestra imagen del hombre, aunque durante siglos
no había ocurrido a tal escala y tal vez nunca con tanta crueldad. Lo nuevo, distintivo y
aterrador era que millones de persona caminaban por su propio pie hacia su muerte. Eso
es lo increíble y lo que intentamos comprender.

Por raro que parezca, fue un austríaco quien forjó las herramientas necesarias
para tal comprensión, y los actos de otro austríaco nos provocaron la ineludible necesidad
de comprender. Algunos años antes de que Hitler enviara a millones de personas a la
cámara de gas, Freud insistió en que la vida humana es una larga batalla contra lo que él
denominaba la pulsión de muerte y en la que debemos aprender a refrenar estas
tendencias destructivas, pues de otro modo nos conducen a la destrucción. El siglo xx
acabó con antiguas barreras que en otro tiempo evitaron que se desmandaran las
tendencias destructivas, tanto dentro de nosotros mismos como en la sociedad. Se
cuestionaron el Estado, la familia, la Iglesia, la sociedad y se los consideró deficientes. De
modo que se debilitó su poder para reprimir o canalizar nuestras tendencias destructivas.

La reclasificación de todos los valores que Nietzsche (el profeta de Hitler, aunque
Hitler, al igual que otros, lo malinterpretó por completo) predijo que el hombre occidental
necesitaría para sobrevivir en la moderna era de la máquina, aún no se había producido.
Así, los viejos medios de control de la pulsión de muerte habían perdido buena parte de
su influencia y aún no se había llegado a la nueva y más elevada moral que debía
reemplazarlos. En este interregno entre la vieja y la nueva organización social -entre la
obsoleta organización interna del hombre y la nueva estructura aún no adquirida- poco
quedó para refrenar las tendencias destructivas del hombre. En esta era, sólo la
capacidad personal del hombre para controlar su propia pulsión de muerte podía
protegerle cuando las fuerzas destructivas de los demás, como en el Estado de Hitler,
campaban por sus respetos.

El fracaso en el dominio de la propia pulsión de muerte podía adoptar diversas


formas. La forma que adoptó en aquellos prisioneros de los campos de exterminio que
caminaban hacia la cámara de gas empezó por su adhesión a la política de «hacer vida
normal». A quienes intentaban facilitar a sus ejecutores lo que en otro tiempo habían sido
sus capacidades civiles, como los médicos, se les permitió meramente continuar, si no
con sus negocios, al menos con su vida normal. Por medio de lo cual abrieron la puerta a
su propia muerte. Del todo distinta fue la reacción de quienes interrumpieron su vida
normal y no se unieron a las SS ni en la experimentación ni en el exterminio.

Algunos de los que narran esta experiencia se preguntan desesperadamente,


¿cómo fue posible que la gente negara la existencia de las cámaras de gas cuando todo
el día veían arder los crematorios y percibían el olor a carne quemada? ¿Por qué
prefirieron no creer en el exterminio para evitarse luchar por su propia vida? Por ejemplo,
Olga Lengyel, en Five Chimneys: The Story ofAuschwitz (Ziff Davis, Chicago, 1947),
explica que, a pesar de que ella y sus compañeros vivían justo a menos de cien metros de
los crematorios y las cámaras de gas y sabían para qué servían, después de meses
muchos prisioneros negaban saberlo. Los civiles alemanes también negaron las cámaras
de gas, pero su negación no tiene el mismo significado. Los civiles que afrontaban los
hechos y se rebelaron se exponían a la muerte. Los prisioneros de los campos de
concentración ya habían sido sentenciados.

Por tanto, la rebelión sólo podía salvar su vida, que perderían de cualquier modo, o
la vida de los demás. Cuando eligieron a muchos otros prisioneros junto con Lengyel para
ser enviados a la cámara de gas, no intentaron escapar, como ella hizo con éxito. Y lo que
es aún peor, la primera vez que lo intentó, algunos de sus compañeros llamaron a los
supervisores y les dijeron que Lengyel trataba de escapar. Lengyel no puede dar ninguna
explicación de esta conducta, excepto el resentimiento hacia aquellos que intentaban
salvar la propia vida del destino común, porque ellos carecían del valor necesario para
arriesgarse. Creo que lo hicieron porque habían perdido la voluntad de vivir y habían
permitido que sus tendencias de muerte les desbordasen. Como resultado, se
identificaban más con las SS, que se dedicaban a ejecutar las tendencias destructivas,
que con su compañeros prisioneros que aún se aferraban a la vida e intentaban escapar
de la muerte.

Pero esto era sólo el último paso en la lenta rendición de la propia vida, en la
negativa a desafiar la pulsión de muerte, que, en términos más científicos, se ha
denominado «principio de inercia». El primer paso se dio mucho antes de que nadie
ingresara en los campos de la muerte. La inercia condujo a millones de judíos a los
guetos que las SS crearon para ellos. La inercia hizo que cientos de miles de judíos se
sentaran en sus hogares a esperar a sus ejecutores, cuando fueron confinados en sus
casas. Aquellos que no permitieron que la inercia los venciera, consideraron la imposición
de dichas restricciones el aviso de que había llegado el momento de entrar en la
clandestinidad, unirse a los movimientos de resistencia, buscar documentos falsos, etc., si
es que no lo habían hecho antes. La mayoría de ellos sobrevivió.

De nuevo, para los no judíos la inercia no fue lo mismo. No suponía la muerte


segura, sino la opresión. La sumisión y la negación de los crímenes de la Gestapo fueron,
en su caso, esfuerzos desesperados por sobrevivir. Aunque muy reducido, quedaba un
margen para la existencia humana. Así pues, el mismo modelo de comportamiento que
colaboraba a la supervivencia en un caso, la impedía en el otro. Para los alemanes se
trataba de una conducta realista, para los judíos y para los prisioneros de los campos de
exterminio, de los cuales la mayoría eran judíos, se trataba de autoengaño. Cuando los
prisioneros empezaron a servir a sus ejecutores, a ayudarles a acelerar la muerte de su
propia especie, las cosas excedieron la simple inercia. Por aquel entonces, la pulsión de
muerte, que campaba a sus anchas, se había añadido a la inercia.

Lengyel menta al doctor Mengele, uno de los protagonistas de Auschwitz, en un


ejemplo típico de la actitud de «hacer vida normal», que permitió a algunos prisioneros, y
sobre todo a las SS, conservar el equilibrio interno a pesar de lo que estaban haciendo.
Lengyel describe cómo el doctor Mengele tomaba las precauciones necesarias durante el
parto, observaba con rigor todos los principios asépticos, cortaba el cordón umbilical con
gran cuidado, etc. Pero sólo media hora más tarde, enviaba a la madre y al recién nacido
al crematorio. Todo esto pertenecería al pasado, pero la propia actitud de «hacer vida
normal » obstaculiza los diversos esfuerzos por olvidar o incluso negar por completo dos
cosas: que hombres del siglo xx como nosotros enviaron a millones de personas a la
cámara de gas y que millones de hombres como nosotros caminaron hacia su propia
muerte sin ofrecer resistencia. En Buchenwald, hablé con los cientos de prisioneros judeo
alemanes que fueron conducidos allí en otoño de 1938. Les pregunté por qué no se
habían marchado de Alemania, dadas las condiciones extremadamente degradantes y
discriminatorias a las que les sometieron.

Su respuesta era: ¿Cómo íbamos a marchamos? Eso habría significado dejar sus
hogares, sus puestos de trabajo. Sus bienes terrenales habían tomado posesión de ellos,
de modo que les impedían moverse. En lugar de utilizarlos, los estaban dominando. La
actitud de «hacer vida normal» permitió a millones de judíos vivir en los guetos, donde no
sólo trabajaban para los nazis, sino que elegían por ellos a sus camaradas judíos para
enviarlos a la cámara de gas. La mayoría de los judíos polacos que no creyeron en la
política de «hacer vida normal» sobrevivieron a la segunda guerra mundial. A medida que
se acercaban los alemanes dejaron todo atrás y huyeron a Rusia, aun cuando la mayoría
desconfiaba del sistema soviético. Pero allí, aunque quizás considerados ciudadanos de
segundo orden, eran aceptados como seres humanos. Los que se quedaban y hacían
vida normal caminaron hacia su propia destrucción y perecieron.

Así pues, en el sentido más profundo, el camino a la cámara de gas era sólo la
última consecuencia de una filosofía que consistía en «hacer vida normal». Es cierto que
esta conducta suicida tenía otro significado. Suponía que se puede presionar a un hombre
hasta un punto, pero no más allá; más allá de cierto límite preferirá la muerte a una
existencia inhumana. Pero el primer paso hacia esa terrible elección era la inercia que le
precedió. He conocido a muchos judíos, y también a muchos gentiles, que sobrevivieron
en Alemania y en los países ocupados. Pero todos eran personas que cayeron en la
cuenta de que cuando el mundo se hace añicos, cuando reina la inhumanidad suprema, el
hombre no puede hacer vida normal. Entonces uno debe reevaluar de manera radical
todo lo que ha hecho, ha creído, ha defendido. En resumen, uno debe tomar partido a
partir de la nueva realidad, debe adoptar una postura firme y no retirarse a una mayor
reclusión.

Parece que es extenderse sobre lo obvio señalar que los judíos europeos podían
adivinar lo que les aguardaba, porque Hitler se lo decía una y otra vez. Pero las
abundantes críticas que he recibido en respuesta a mis artículos, afirmando que no
podían saberlo, hacen necesaria la revisión de ciertos hechos. Por ejemplo, Harry Golden,
en una amable crítica de mis escritos sobre el tema, dice que los judíos no lucharon por la
razón de que «nunca antes había sucedido una cosa así en toda la historia. Los antinazis,
los sacerdotes cristianos, los liberales, los hombres que hacían chistes sobre Hitler y los
ambiciosos que deseaban sacarle provecho a la situación comprendieron que no se
trataba de un juego de niños, sino de una cuestión de vida o muerte. En consecuencia,
estaban moralmente preparados para ofrecer resistencia. Los judíos nunca lo entendieron
del todo. No creyeron que los iban a matar por el mero hecho de ser judíos».

Esa es exactamente la cuestión. ¿Por qué los judíos no entendieron del todo
aquello que los sacerdotes cristianos comprendieron muy bien? ¿Por qué no podían creer
que, si no probables, eran posibles tales acontecimientos? La respuesta reside en un
modo de pensar que no tiene en cuenta la historia ajena al gueto. Quienes así pensaban
creían que aquello que nunca había ocurrido a los judíos, no les sucedería a ellos. Pero
una breve mirada a la historia demuestra que semejantes masacres raciales han tenido
lugar en muchas ocasiones y también en nuestra época. Para saberlo, y por tanto para
estar preparado, sólo se requería una cosa: tomar en serio el mundo exterior a los límites,
considerarlo digno de atención.

El juicio de Eichmann y los continuos juicios contra los criminales de guerra nazis
recientemente capturados, el asunto Kastner, toda una biblioteca de obras que van desde
el mérito artístico de The Last ofthe Just a la histeria de Perfidy, son signos de que la
actual generación de judíos no puede evitar preocuparse por el interrogante de cómo
pudieron morir seis millones de judíos. ¿Cómo fue posible que no nos apremiáramos a
detener la matanza? Estas preguntas continúan perturbándome, como a todos los judíos,
y también a algunos gentiles. Por nuestro propio bien, presente y futuro, los judíos
debemos buscar las respuestas; sin embargo, aunque las logremos, quienes lo vivimos
nunca conoceremos la paz de espíritu. Este ensayo representa otro intento por hallar una
respuesta, aunque no pretendo haberla encontrado.

Hace algún tiempo pregunté por escrito por qué existe tanta admiración por El
diario de Ana Frank. Recibí muchas respuestas, positivas y negativas, pero estuvieran o
no de acuerdo quienes me hicieron conocer sus reacciones, presentaban un rasgo
común: una profunda compasión por quienes ellos llamaban víctimas «inocentes» de la
agresión nazi. ¿Es necesario que diga que comparto su compasión y sus sentimientos de
indignación? Sin embargo, no coincido en el tema de la inocencia. «Inocencia» es una
palabra cuya connotación no podemos ignorar. La primera definición del diccionario
Webster es «libre de culpa o pecado». Pero no se trata de esto, pues ¿quién de nosotros
está totalmente libre de culpa o pecado? La segunda definición es «libre de la culpa de un
crimen particular». Eso se aproxima más; sin embargo los nazis no culparon a los judíos
de cometer crímenes en el sentido ordinario.

En cambio, identificaron a los judíos con una minoría indeseable, al igual que los
gitanos o los testigos de Jehová, cuya existencia no se adaptaba a los planes de la raza
superior. Me sorprendió aún más que, en muchas de las cartas que recibí, los judíos sólo
aplicaban el adjetivo «inocente» a las víctimas judías. Nadie se refería a los gitanos
inocentes o a los testigos de Jehová inocentes, aunque ellos, como los judíos, fueron
minorías internas, una de las cuales, los gitanos, fue exterminada in toto. Quizás lo haya
olvidado, pero, a pesar de la investigación, no puedo recordar referencias populares a los
inocentes noruegos, por ejemplo, a quien los nazis asesinaron en grandes cantidades. Se
debe a que los noruegos lucharon y el que lucha en defensa propia sabe lo que está
haciendo, por tanto ¿no se le aplica el término «inocente»?

Esto me llevó hasta la tercera definición de inocencia del Webster: «sin malicia,
cándido, inocuo, ignorante, simple, ingenuo, crédulo; por tanto, estúpidamente ignorante o
confiado, tonto». ¿Es en verdad este el sentimiento de los judíos hacia los judíos?, ¿son
cándidos e ingenuos como grupo? Si no es así, y puesto que los judíos no se consideran
libres de pecado o culpa, ¿por qué el uso insistente de ese adjetivo? Es cierto que las
víctimas judías estaban libres de culpa, en el sentido legal, pero nunca se planteó de este
modo, como ya he mencionado.

Así pues, ¿qué están afirmando los judíos de los judíos cuando constantemente
les aplican el adjetivo «inocente»? Creo que tratamos de afirmar, por implicación, que los
de fuera de Alemania que no se levantaron ni lucharon están libres de culpa, aunque en el
fondo sabemos que somos culpables de no actuar, culpables de no haber hecho todo lo
que podíamos, y debíamos haber hecho más. Por eso los judíos no hablan de gitanos o
polacos inocentes, no tenemos el mismo sentimiento de obligación hacia ellos, no
sentimos que deberíamos haber luchado para salvarlos de la destrucción. El argumento
tácito, y creo inconsciente, es el que sigue: si los judíos que vivieron directamente bajo los
nazis pudieron ser tan inocentes ante las amenazas de los nazis, si pudieron ignorar lo
que Hitler decía que iba a hacer (e hizo), entonces, nosotros, que estábamos mucho más
lejos, no somos culpables por haber mantenido la misma ignorancia «inocente».

Lo que me interesa es por qué los judíos, tanto de dentro como de fuera de
Alemania, creyeron que podían conservar la inocencia ante la profusión de asesinatos
masivos. Cuando millones de personas son sacrificadas, nadie, excepto un niño cándido,
sigue siendo inocente. Todos estamos contaminados. ¿Por qué ni ellos ni nosotros lo
supimos, ni lo quisimos saber? ¿Por qué ni nosotros ni ellos fuimos inocentes, pero
intentamos mantenemos en la ignorancia? Si las personas inteligentes y maduras
conservan una inocencia teñida de ignorancia sobre las cuestiones de la vida y la muerte,
el psicoanalista no puede simplemente ignorarlo. Y si la inocencia lo explicara todo,
estaríamos satisfechos y cesarían las preguntas. No nos preguntaríamos una y otra vez:
«¿Cómo pudo ocurrir?».

Después de discutir por escrito este problema y otros anexos, recibí una carta de
la viuda de un rabino liberal de una de las comunidades más antiguas de Alemania, que
ahora vive en Norteamérica con sus hijos. Escribía: «Me sentí tan emocionada y hasta
cierto punto aliviada, cuando leí lo que según usted había de malo en nosotros los judíos
alemanes. Perdí a mi marido, el rabino, como consecuencia de su estancia en un campo
de concentración. No acertaba a comprender por qué los judíos ofrecieron tan poca
resistencia y recuerdo enrojecer de vergüenza por la pasividad de mis compañeros judíos
que aceptaban con tanta sumisión lo que los nazis les hacían. No puedo vivir en paz
conmigo misma, pensando cómo nosotros, los judíos, aceptamos sin resistencia lo que
hicieron los alemanes, y no hicimos lo suficiente para salvar a los que podíamos. También
yo podía haber hecho más para salvar a algunos de mis parientes».

Acusar de «traidores» a tal o cual grupo u organización, judíos o no judíos, no


resuelve el problema de su inocencia ni de la nuestra; su inocencia, que disimuía una
deliberada ignorancia, y nuestra ignorancia, que tampoco era inocente. Creo que esta
inocente ignorancia es parte de un fenómeno que, a falta de una palabra mejor,
denominaré mentalidad de gueto. Las ideas del gueto corresponden al judío del gueto,
quien, recordemos, es el judío en el exilio, disperso. El otro judío, el israelita, que vive en
Judea, posee una tradición distinta. No es sumiso, sino que lucha, como hace hoy Israel.

Entre los judíos existen diversos tipos de mentalidades y actitudes de gueto, y


cada una contiene buenos y malos aspectos. Apreciamos algunos de ellos: la solidez de
los lazos familiares, la calidez de la comprensión humana, la comunicación directa con
Dios, la humildad, la capacidad para aceptar las penalidades; todos esos y muchos más
son aspectos de la vida del gueto pertenecientes a la herencia judía, que deseamos
preservar en nuestras vidas. Pero no ponemos estas cualidades en tela de juicio, no nos
ponen en peligro y por tanto no nos interesa discutirlas aquí.
Nos incumbe cómo la herencia centenaria de vida judía en los guetos europeos
parece haber cegado a muchos judíos. Para justificar una existencia, dentro o fuera del
gueto, contraria a la dignidad humana, los judíos recurrieron a excusas psicológicas que
les permitieron soportar lo que en esencia era intolerable y vivir en condiciones
infrahumanas. Con el fin de sobrevivir se insensibilizaron a la degradación a la que les
sometía el opresor. Puesto que, en general, en el mundo del gueto el opresor retrasaba el
final y puesto que la sumisión del judío le destruía como ser humano autónomo, le
permitieron sobrevivir, incluso medrar materialmente. En resumen, para poder sobrevivir a
esa condición particular que significaba ser judío, los judíos se vetaron a sí mismos la
condición humana universal. Esa era la realidad de la existencia del gueto. La creencia en
que la situación era la misma con los nazis estaba transfiriendo la mentalidad de gueto al
mundo del siglo xx, donde ya no tenía validez.

De joven leía un libro, entonces muy popular, escrito por un compañero judío de
Viena, Los cuarenta días de Musa Dagh, de Franz Werfel. En él, describe cómo los turcos
eliminaron al pueblo armenio. Werfel, que se había librado de la mentalidad de gueto,
sabía que en nuestro tiempo era perfectamente posible el exterminio de todo un pueblo.
¿Es necesario que diga que, en consecuencia, fue capaz de ver lo que se avecinaba y
huir a tiempo? Todos nosotros pudimos leer como Stalin había exterminado millones de
personas de su propio pueblo porque no se adaptaban al nuevo orden de cosas. Millones
de kulaks fiieron asesinados directamente y a otros los dejaron morir de hambre, igual que
a los judíos en los campos de concentración.

Con esos ejemplos modernos de exterminio masivo de minorías internas, decenas


de miles de judíos no limitados por el modo de pensar del gueto creyeron a Hitler cuando
anunció repetidas veces que, después de la guerra, no quedaría ni un solo judío en
Europa y escaparon a tiempo. Muchos de quienes se aferraron a la mentalidad de gueto
perecieron. Semejante pensamiento no se ha desvanecido con Hitler ni con la abolición
de los guetos. Me topo con él una y otra vez. En general me enfrento a una incrédula
sorpresa cuando recuerdo a los judíos norteamericanos lo que deberían saber: que Hitler
destruyó a millones de rusos y polacos, y a toda la población gitana de Europa. Se trata
de la misma incredulidad que había hallado antes entre mis amigos judíos cuando les dije
que en Dachau y en Buchenwald en 1938 y 1939, la mayoría de mis compañeros
prisioneros no eran judíos, sino alemanes gentiles. Para esos judíos, mediatizados por la
mentalidad de gueto, sólo contaba lo ocurrido a los judíos, no eran conscientes de lo
ocurrido a los demás.

Al carecer de interés, no podían aprender de las experiencias de los demás.


Aquellos judíos que estaban interesados en aprender de ellas consiguieron salvarse. Creo
que es una trágica mentalidad de gueto que muchos judíos contemplen aún la mayor
tragedia en la historia del judaismo sólo desde la perspectiva de su propia historia y no
desde la historia mundial, a la que pertenece. La idea de que los judíos europeos no
sabían lo que se les venía encima carece de fundamento. Recuerdo como si fuera ahora y
estoy seguro de que cualquiera que haya vivido ese período recordará, tras la invasión de
Austria, la imagen de los judíos limpiando las calles, donde eran ridiculizados y se
burlaban de ellos. Pero no viene al caso recitar la misma vergonzosa letanía. Todos
conocemos bien los hechos y en aquella época los diarios austríacos y alemanes, así
como las últimas páginas de la prensa extranjera, nos informaba de ellos con regularidad.

Dentro de Alemania, en los periódicos abundaban las declaraciones, de todos los


matices, de que ya no había sitio para los judíos en el Reich alemán. Otros artículos
hablaban con euforia y orgullo de la cantidad de judíos que se habían visto obligados a
emigrar y de que el resto los seguiría pronto. Ignorar estas advertencias, seguir siendo
«inocente» ante las fauces de un desastre, era tentar a la muerte.

En realidad, antes del estallido de la guerra, un judío tenía más posibilidades de


salir de un campo de concentración que un alemán gentil. En 1938, cuando estuve en
Buchenwald y Dachau, de vez en cuando se difundían por el campo sentimientos
antisemitas, de resentimiento ante el hecho de que los prisioneros judíos sólo debían
demostrar que abandonarían Alemania de inmediato para ser liberados. En 1939, en
Buchenwald se decía que sólo había dos maneras de dejar el campo, como cadáver o
como judío. Los judíos alemanes (y también los de Polonia) se permitieron el lujo de
seguir siendo inocentes, evitaron comer del árbol de la ciencia e ignoraron la naturaleza
del enemigo. Lo hicieron porque temían que saber significara tener que pasar a la acción.

Mi tesis es que el propósito de cierto tipo de mentalidad de gueto era evitarla


acción. Era un tipo de anestesia de los sentidos y las emociones, para que uno no deba
doblegarse ante el mujic que le tira de las barbas y poder reír con el barón de sus
historias antisemitas, degradarse para que le permitan sobrevivir. Formaba parte de la
mentalidad de gueto cuando, después del boicot de los puestos de trabajo judíos, los
particulares y las organizaciones judías proclamaron, faltando a la verdad, que no les
habían molestado. Era mentalidad de gueto cuando los judíos alemanes objetaron que se
hiciera pública la verdad sobre sus malos tratos y cuando las organizaciones judías de
Alemania pusieron objeciones a la respuesta de los judíos norteamericanos de boicotear
los productos alemanes.

Les motivaba el desasosiego y un deseo de congraciarse servilmente. En eso


consiste precisamente la mentalidad de gueto: creer que uno puede congraciarse con un
enemigo mortal negando que sus golpes le atormentan, negando la propia degradación a
cambio de un momento de respiro, apoyar al enemigo que usará su fuerza para
destruimos. Todo esto forma parte de la filosofía del gueto. No es que los judíos alemanes
estuvieran demasiado bien integrados, como a veces se dice, y que este fuera su error. La
mayoría de los que en realidad estaban integrados -es decir, aquellos integrados no en
Alemania, sino en el mundo del que uno forma parte- huyeron de Alemania mucho antes
de las leyes de Nuremberg, muchos antes de que los nazis pensaran siquiera en enviar a
los judíos a campos de concentración, excepto si se trataba de enemigos políticos.

Es cierto que muchos judíos no podrían haber emigrado a países en los que no
eran deseados. Fui testigo de cómo los judíos rechazaron permisos para ir a las Filipinas,
porque preferían esperar el permiso para entrar en el contingente destinado a Estados
Unidos. Durante mucho tiempo todo el que quería ir, y estaba en condiciones de
costearse el pasaje, podía ir a Shanghai, y no resultaba difícil conseguir un visado
cubano. Existían muchos otros lugares, pero no eran apetecibles y muchos los
rechazaron porque no comprendieron la naturaleza de los nazis. De no haber sido
«inocentes», ningún lugar en la tierra les habría parecido poco apetecible comparado a
Buchenwald -y no digamos Auschwitz-, aunque la muerte en los campos pertenece a un
período posterior, en que saberlo ya no habría servido de nada.

Fue la dilación de los judíos ante la aniquilación de su dignidad como personas lo


que dio tiempo a los nazis a desarrollar una política de aniquilación física. Ahora pueden
trazarse los pasos de esta evolución. Documentos desenterrados para el juicio de
Nuremberg y de Eichmann demuestran de modo convincente cómo los judíos
conservaron su ignorancia cuando era fácil saber. En realidad a partir de 1937, estaba
claro que el gobierno nazi no repararía en métodos para eliminar a los judíos del Tercer
Reich. Ya en 1935, toda una rama de la Gestapo tenía el único propósito de obligar a
emigrar a los judíos. En 1937, Eichmann, en una conversación con el representante de
una organización judía, le dijo claramente que el gobierno estaba insatisfecho porque sólo
el 20 por 100 de los judíos alemanes había abandonado Alemania y que todos debían
marcharse. En ese momento, los altos oficiales nazis plantearon la cuestión de mantener
a los judíos como rehenes en caso de guerra. Se rechazó esta sugerencia porque era
mayor el deseo de que todos emigraran, no los querían ni como rehenes.

Hasta la invasión de Austria en 1938, no se sistematizaron las medidas de terror


destinadas a inducir a los judíos a emigrar, pero esto cambió con la creación de una
oficina central para la emigración judía. Se perpetraron actos de terror individuales, muy
publicitados, y se tomaron medidas más severas para demostrar que los judíos debían
abandonar Alemania. Se privó de la nacionalidad alemana a unos cincuenta mil judíos,
con el pretexto de haber sido ciudadanos polacos y, en octubre de 1938, se los transportó
hasta la frontera polaca, donde las autoridades polacas se hicieron cargo de ellos.
Grynszpan pertenecía a una de las familias expulsadas y por este ultraje decidió asesinar
a un miembro de la embajada alemana en París, que resultó ser Vom Rath.

En represalia por el acto de Grynszpan, la destrucción de las sinagogas, hogares y


puestos de trabajo judíos fue sólo la última y más visible demostración de que el gobierno
alemán no cejaría en su empeño de eliminar a todos los judíos. Llevaron a cientos de
miles a campos de concentración y se les dejó bien claro que si emigraban, dejando atrás
sus pertenencias, los liberarían en el acto.

Disponemos del informe de una reunión entre Heydrich y Goering el 12 de


noviembre de 1938, en el que hacían patente que su propósito era simplemente obligar a
los judíos a emigrar. En esa reunión, Heydrich, con mucho orgullo, informaba que había
conseguido expulsar a cincuenta mil judíos austríacos y aún se podía obligar a emigrar a
más. La dificultad no era obligar a los judíos pobres a marcharse, sino hacer que los
judíos ricos financiaran el pasaje de los que carecían de dinero. Así pues, no fueron sólo
los judíos de los países extranjeros los que no hicieron lo suficiente. Era
extraordinariamente difícil conseguir que los judíos alemanes ayudaran a sus compañeros
judíos a emigrar.

En el Kultus Gemeinde vienés fui testigo de cómo los funcionarios suplicaban a los
judíos ricos y regateaban con ellos para que permitieran que parte del dinero que dejaban
atrás pudiera emplearse para financiar la emigración de los judíos pobres. Hubo un
enorme regateo y se perdieron grandes sumas de dinero porque no podían transferirse
fuera del país. Pero muchos de los ricos, o moderadamente ricos, sólo permitieron que un
pequeño porcentaje recayese sobre las organizaciones judías que buscaban dinero para
pagar los gastos de emigración de los judíos más pobres.

No se trataba de cruel egoísmo. Se trataba de ignorancia deliberada de lo que


podían transferir a los judíos que quedaban atrás y del hecho de que sus fortunas
personales, obtenidas con tanto esfuerzo, ahora se perderían. Así pues, obstinadamente
«inocentes» con respecto a sí mismos y con aquellos que no tuvieron más remedio que
quedarse, estos judíos fueron inhumanos, no por maldad, sino porque se permitieron a sí
mismos no saber.

He dedicado la mayor parte de mi vida a estudiar por qué ciertos hombres abrazan
la esclavitud de la enfermedad mental, en lugar de luchar por la libertad mental. También
me he dedicado a conciencia al problema de por qué millones de judíos no retrocedieron
ante la muerte, sino que evitaron luchar por sus vidas. Escribí un libro sobre el tema que
se titula The Informed Hearth, en parte para indicar que aunque mucha gente tenga buen
corazón, por desgracia puede tener un corazón mal informado.

Hace doscientos años, Hillel dijo sobre las consecuencias de la ignorancia: «El que
no aumenta su conocimiento, lo merma. El que no aprende merece la muerte». Pero no
sólo fue la falta de conocimiento lo que llevó a millones de personas a su fin, fue también
la renuencia a luchar por sus vidas y por las vidas de los que amaban. Esta renuencia a
luchar era consecuencia directa de la inocencia ignorante, propia de la mentalidad de
gueto. En el gueto, uno se sometía y esperaba que la tempestad amainara. Los judíos no
se molestaron en comprender que las cosas habían cambiado; por lo tanto, no podían
saber que esa tempestad era un orden totalmente nuevo.

Pero, si nosotros no luchamos, nadie lo hará en nuestro lugar. Aquellos judíos que,
bajo Hitler, no lucharon por ellos mismos, perecieron. La mayoría de quienes lucharon por
sus vidas sobrevivieron, a pesar de Hitler. Muchos judíos no lucharon y nadie luchó por
ellos. Porque, como Hillel preguntaba: «Si yo no me defiendo, ¿quién me defenderá?».

Si alguien tiene alguna duda, los supervivientes de Varsovia no lo dudan. Allí un


puñado de hombres, que no poseían mentalidad de gueto, intentaron desesperadamente,
y casi desde el principio, movilizar la resistencia. Se encontraron con la ciega negativa
interior y con la hostilidad o la indiferencia exterior. Es de lo más instructivo e
impresionante cómo la ayuda polaca desde el otro lado del muro se materializó casi en el
mismo instante en que se dieron las primeras muestras de resistencia, de autodefensa,
por parte de los famélicos judíos que quedaban en el interior del gueto.

Pero según el erudito informe de Raúl Hilberg, The Destruction of the European
Jews: «Comparadas a las bajas alemanas, la oposición judía se reduce a la
insignificancia. La batalla más importante se libró en el gueto de Varsovia», donde
murieron casi cuatrocientos mil judíos. En el momento del levantamiento sólo quedaban
unos setenta mil judíos en el gueto y su brazo armado era de quince mil. La suma total de
las fuerzas alemanas, más poderosas y mejor equipadas, era de unos dos mil a tres mil
hombres. El balance fue de «dieciséis muertos y ochenta y cinco heridos en el bando
alemán, incluyendo a los colaboradores. En Galitzia, la resistencia esporádica causó
bajas en las SS y en la policía. Ocho muertos y doce heridos. Dudo que los alemanes y
sus colaboradores perdieran más de unos pocos cientos de hombres, entre heridos y
muertos, en el transcurso del proceso destructivo». Es decir, murió menos de un centenar
de alemanes frente a más de cuatro millones de judíos. Esa es la proporción real de lo
ocurrido.

En refutación a mi tesis se ha argumentado que la pasividad ante la persecución


es en esencia una virtud judía. Por supuesto, podría responderles con historias de la
lucha por Palestina en los tiempos antiguos y de las batallas actuales de Israel. Otros
dicen, y es cierto, que en tiempos antiguos los judíos eran luchadores, pero que la moral
judía se ha refinado desde entonces. La nueva tradición judía es una tradición de
sufrimiento pasivo de la violencia, lo cual es moralmente superior a responder a la
violencia con la violencia y supone una moral más elevada someterse a la muerte antes
que matar.

Por desgracia para esta tesis, el comportamiento judío ofrece poca credibilidad
como guía explicativa de la conducta de millones de judíos europeos. A menudo, quienes
se sometieron con pasividad al exterminio por parte de los nazis, y dicen que lo hicieron
por convencimiento de que era mejor morir que matar, son los mismos que habían
luchado valerosamente y matado en los ejércitos imperiales del káiser o del zar hacía sólo
un par de décadas. Si millones de judíos no se resistieron a su exterminio porque
preferían sufrir antes que recurrir a la violencia, ¿dónde estaban los millones de judíos
que hubieran sido objetores de conciencia en la primera guerra mundial?
Creo que no es este rechazo a la violencia lo que explica la pasividad judía bajo
los nazis, sino su incapacidad para actuar como judío en su propia defensa, por cuenta
propia. Las mismas personas habían sido capaces de actuar violenta y agresivamente
cuando se lo ordenaba la autoridad de un Estado. Pero la sumisión a un Estado -asesinar
a otros cuando éste lo decreta y permitir que te asesinen cuando así lo requiere- es algo
muy distinto de la no violencia. El libro de Francois Steiner sobre la revuelta de Treblinka
plantea la contradicción básica entre estas reacciones judías, sin que ni siquiera se
reconozca como tal. No obstante, desde el primer momento, anula la tesis del relato. Por
un lado, Steiner admira e identifica a todos los judíos con aquellos que aceptaron la vida
en las condiciones del gueto, donde «los judíos nunca se defendieron, ni se rebelaron.
Los más piadosos consideraron [los pogromos] como un castigo divino, los demás como
un fenómeno natural, comparable a un granizo sobre los viñedos

Habían aprendido una cosa: el gentil es más fuerte, resistir sólo aumenta su ira
Este derecho al linchamiento era una especie de ley no escrita que nadie se atrevía a
desafiar, Al mismo tiempo, Steiner también admira a aquellos que, como su propio padre,
desafiaron la ley no escrita abandonando el gueto. Más tarde contrasta los dos tipos de
judíos: los que aceptaron las leyes del gueto y los que las rechazaron, ya por integración
o porque abrazaron el sionismo o el comunismo ruso. La diferente actuación de estos dos
tipos la ilustra en el espeluznante relato de cómo los judíos de Vilnius traicionaron al líder
de la resistencia, el comunista Wittenberg. Por temor a sus vidas, que en aquel momento
debían saber que no salvarían con la sumisión, estos judíos del gueto entregaron a
Wittenberg a la Gestapo como les ordenaron.

Steiner también cuenta la historia del primer grupo de miles de judíos que fueron
conducidos desde Vilnius al exterminio. Entre este grupo estaba un oficial judío del
ejército rojo que se había quedado tras la retirada rusa para organizar la lucha de
guerrillas, pero había sido capturado. Mientras él y los demás avanzaban hacia su muerte,
les dijo: «Ahora o nunca». Sabía que habían llegado al punto de imposible retomo y actuó
en consecuencia, abalanzándose sobre el guardia más cercano, cogiéndole el arma y
aleccionando a los demás a la revuelta. Pero todos los hombres humillaron la cabeza y
murmuraron el Sh’ma Yisroel: «Si Dios existe no puede ocurrir nada que él no haya
deseado». Y uno de los pocos guardias que guiaba la columna de prisioneros no halló
ninguna resistencia mientras abatió de un disparo al soldado del ejército rojo.
Sólo quienes habían roto desde hacía mucho tiempo con la vida y los usos del
gueto, como el oficial ruso, decidieron no someterse pasivamente a la «voluntad de Dios»,
sino luchar activamente por una nueva vida, tanto antes como después de la invasión
alemana. Al crecer con valores semejantes a los de ese oficial ruso, Steiner no tuvo más
remedio que adoptarlos, pues sus verdaderos héroes eran quienes luchaban y morían
luchando. En realidad, todos ellos, miembros activos de la resistencia de Vilnius y
rebeldes clave en Treblinka, habían roto con el gueto hacía tiempo. Kleinman, que
representó un papel importante en la revuelta como supervisor del comando de camuflaje,
y que derrotó a los alemanes en el primer encuentro armado posterior a la ruptura, «se
había educado en la severa escuela de los Hashomer Hatzair, uno de los más duros
movimientos sionistas juveniles».

Adolf Djielo, otro héroe de la revuelta, había sido «el capitán Bloch del ejército
checo». Adolf abandonó su hogar a los dieciséis años, sirvió en la legión extranjera
francesa y regresó a Lodz para instar a su familia a escapar a Rusia. Pero no pudo
convencer a su padre de que huyera, de modo que se quedó, organizó un movimiento de
resistencia y finalmente fue capturado. Meir Berliner, el único judío en esta historia que
mató a un hombre de las SS dentro del campo con una sola mano, abandonó Varsovia y a
su familia a los trece años, abriéndose paso hasta Argentina. Fue capturado en el gueto
de Varsovia, al que había regresado en busca de sus padres. Mató a un guardia de las SS
con un cuchillo ritual, después de ver como golpeaba a su padre y enviaba a su padre y a
su madre a la cámara de gas.

También fue un judío integrado, antiguo oficial de la reserva, quien, cuando le


pidieron que hiciera de director judío del campo, se negó, diciendo que prefería suicidarse
a convertirse en un esclavo de los nazis. Su negativa le costó la vida en el acto. Lo mismo
que Berliner y quienes resistieron individualmente. Pero esto también le ocurrió al resto de
los judíos atrapados por la máquina nazi. Una resistencia eficaz habría requerido que los
judíos se levantaran en masa, y en el acto, antes de la deportación.

Simone de Beauvoir, que escribió en la introducción que esta historia de una


revuelta ante el exterminio masivo es una historia de orgullo, recomendó encarecidamente
el libro de Steiner. Pero no puedo aceptar que sea un motivo suficíente de orgullo el que
ochocientos mil prisioneros caminaran pasivamente hacia su muerte en Treblinka; sólo los
últimos miles, y sólo cuando su muerte era inminente, intentaron por fin acabar con esa
carnicería humana.
Según David Ben-Gurión, una de las razones para deportar a Eichmann de
Argentina para juzgarlo en Israel era ofrecer a la generación nacida después del
holocausto nazi una mayor comprensión de sus víctimas y promover cierta identificación
con ellas. Dudo que tuviera ese resultado. En realidad, los niños israelíes se muestran
incrédulos cuando les hablan de la exterminación de millones de judíos a manos de Hitler.
Su respuesta era: «No pueden haber sido judíos. Un judío no se deja sacrificar, nunca
caminaría pasivamente hacia su muerte». Esta es la actitud de una generación cuyos
padres arriesgaron sus vidas para luchar por la vida y por la libertad, una nueva
generación que no sabe nada de la mentalidad de gueto.

No es una cuestión de falta de valor. En los ejércitos europeos y norteamericanos


los soldados judíos lucharon tan bien como cualquiera. En Israel lucharon mejor que
muchos. ¿Por qué, entonces, los judíos europeos no lucharon contra Hitler? Creo que se
trata de un motivo interno: porque su idea de sí mismos era una idea de gueto, se
consideraban a sí mismos una minoría impotente, rodeada por un enemigo todopoderoso.
Eran una minoría, y quizás también estaban rodeados por el enemigo. Pero no eran
impotentes ni inermes para resistir.

La razón por la que podían haber luchado y no lo hicieron reside en sus


sentimientos internos de resignación, en la cuidadosa erradicación, a través de los siglos,
de las tendencias a la rebelión, reside en el inveterado hábito de creer que quien se
doblega no se quiebra. Dan testimonio de ello los héroes del gueto de Varsovia, los pocos
cientos que, aunque tarde, lucharon y murieron luchando, pero también algunos de ellos
sobrevivieron y escaparon. Su heroísmo demuestra que resignarse y dejar de luchar no
tiene nada que ver con las expectativas de victoria. Lucharon cuando las probabilidades
de vencer y sobrevivir eran nulas, mientras que cientos de miles no se resistieron cuando
las posibilidades de vencer y sobrevivir eran mucho mayores.

Estos héroes que lucharon eran también judíos, pero se habían desprendido de un
gueto interior. Al igual que quienes abandonaron Europa en cuanto el hitlerismo amenazó
su dignidad como personas, dejaron atrás sus bienes materiales para salvar su vida y el
respeto por sí mismos. Era posible liberarse de la mentalidad de gueto. Por desgracia, la
mayoría se quedó y murió porque se aferró a una anticuada noción de la realidad.
Convencidos de que, al final, el opresor del gueto cedería, permitieron que les dominaran
preocupaciones secundarias. Ignoraron la posibilidad de morir y temían más arriesgarse a
ver un sol extranjero.
La dependencia y la devoción a la vida lujuriosa de Egipto fue la mentalidad de
gueto anterior a un primer éxodo, pero los judíos modernos no tenemos a ningún Moisés.
Sin profetas que nos tomen de la mano, debemos luchar cada uno a nuestro modo contra
cualquier tendencia interior a la mentalidad de gueto. De ahí mi insistencia y mi interés por
cualquier resquicio de ella que florezca entre nosotros. Es el mismo interés que llevó al
fiscal general de Israel, Gideon Hausner, a preguntar a los supervivientes de los campos
de la muerte una y otra vez, mientras declaraban en el juicio de Eichmann: ¿Por qué no
se rebeló? Como tantos otros días del juicio, el fiscal general se lo preguntó al doctor
Moshe Bejski, que describía cómo unos quince mil judíos fueron obligados a contemplar
el ahorcamiento de un muchacho de quince años por el crimen de cantar una melodía
rusa. El fiscal general preguntó: «¿Por qué unos quince mil hombres frente a diez, o en el
mejor de los casos cien, hombres de la policía, no se sublevaron? ¿Por qué no se
rebelaron?». El periódico dice que el testigo se quedó perplejo ante la pregunta y tuvo que
sentarse. Nosotros también estamos perplejos y tratamos de olvidar. Pero no podemos.

Ese mismo día interrogaron a otro testigo, Yaacov Gurfein. Había escapado de un
tren de judíos embarcados hacia las cámaras de gas. El juez Benjamin Halevi le preguntó
por qué no habían ofrecido resistencia y el testigo replicó que no existía voluntad de
resistir. «Pues, ¿por qué saltó por la ventana del tren?», preguntó el juez. Y Gurfein
respondió: «No habría saltado si mi madre no me hubiera empujado». La pregunta que
nos obsesiona es: ¿por qué estos judíos no saltaron por su propia voluntad?

Debo a Hanna Arendt un ejemplo final. Explica cómo varios miles de mujeres
judías se reunieron en un campamento francés antes de entregarse a los alemanes. Al
segundo día en el campo, que acababa de ser organizado, los miembros franceses de la
resistencia entraron al complejo, que aún no estaba vallado, y ofrecieron papeles falsos y
la oportunidad de huir a todas las que lo desearan. Aunque les habían descrito de un
modo muy gráfico lo que les aguardaba, la mayoría de las mujeres fueron incrédulas y no
demostraron interés por esta oportunidad de salvar la vida. Sólo unas pocas, menos del 5
por 100, aprovecharon la oferta, entre ellas Hanna Arendt. Todas ellas pudieron escapar y
la mayoría está aún con vida. El resto quería pensarlo con más detenimiento, no estaban
seguras de que escapar fuera lo mejor. Un día después fue demasiado tarde, vallaron el
campo. Las que dudaron pasar a la acción acabaron sus días en la cámara de gas.

Todos aquellos, judíos o gentiles, que no se atreven a defenderse cuando saben


que están en su derecho, que se someten al castigo no por lo que han hecho, sino por lo
que son, ya están muertos por decisión propia; sobrevivir o no físicamente depende de la
suerte. Si las circunstancias no son favorables, acaban en la cámara de gas. Simone Weil,
una mujer judía que conoció la persecución y el valor de la vida, explica cómo la total
sumisión ante la violencia brutal significa la muerte, aunque uno pueda seguir respirando
durante mucho tiempo. En un brillante ensayo, «La Ilíada o el poema de la fuerza», escrito
después de la caída de Francia en 1940, trató sobre lo que Homero sabía muy bien: La
fuerza que no mata, es decir, que aún no mata, [que] simplemente pende sobre la cabeza
de la criatura a la que puede matar en cualquier momento, convierte al hombre en una
piedra, convierte al ser humano en una cosa mientras aún está con vida. Un hombre está
de pie, inerme y desnudo mientras le apunta un arma. Esa persona se convierte en un
cadáver antes de que nadie ni nada le toque.

Si un extraño, completamente inválido, inerme, sin fuerza, se somete a la merced


de un guerrero, no está condenado a muerte por este acto, pero un momento de
impaciencia por parte del guerrero bastará para quitarle la vida... Solo entre todas las
cosas vivas, el suplicante que acabamos de describir ni tiembla ni se estremece. Ha
perdido el derecho a hacerlo. Así pues, cuando Príamo entra en la tienda de Aquiles y «se
detiene, coge las rodillas de Aquiles y besa sus manos», se ha reducido a una cosa de la
que se puede disponer en seguida. Aquiles lo sabe y «cogiendo del brazo al viejo, lo
aparta de su lado». Mientras agarraba las rodillas de Aquiles, Príamo era un objeto inerte,
sólo levantándolo y apartándolo de sus rodillas, Aquiles le devuelve la cualidad humana.

Es precisamente esta cuestión la que me hace ser crítico, no con la familia Frank,
ni con Ana Frank, sino con la recepción universalmente positiva que ha tenido su diario en
el mundo occidental. Me gustaría resaltar una vez más que no me quejo de los Frank, y
menos aún de la pobre Ana. Sino que critico con fervor la filosofía del gueto que parece
haber impregnado no sólo a la intelectualidad judía sino a grandes sectores del mundo
libre. Parece que descubramos grandeza humana en la sumisión pasiva a la espada, en
humillar la cabeza, que, como Weil dice de modo punzante, degrada al ser humano a una
mera cosa.

La familia Frank creó un gueto en el local anexo, la Hinter Haus, a donde fueron a
vivir. Era un gueto intelectual, sensible, pero gueto al fin. Creo que debemos comparar su
historia con la de otras familias judías que huyeron para ocultarse en Holanda. Estas
familias, desde el primer momento planearon rutas de huida para cuando la policía los
fuera a buscar. A diferencia de los Frank, no se fortificaron en habitaciones sin salida, no
deseaban que los atraparan. Se prepararon, algunos planearon y convinieron que si la
policía llegaba, el padre intentaría discutir con ellos o resistirse para dar tiempo a escapar
a su mujer y a sus hijos. A veces, cuando llegaba la policía, los padres los atacaban
físicamente, sabiendo que de este modo morirían pero salvarían a sus hijos. Al menos en
un caso conocemos una variante trágica. Ambos padres permanecieron pasivos,
convencidos de que «eso no puede pasarme a mí». Sólo la hija, una simple niña, tomó la
iniciativa de huir, aunque no había sido la intención original de los padres. Esta es la
historia de Marga Minco, que vivió para contarla en su libro BitterHerbs

La glorificación de los Frank es parte de la mentalidad de gueto, que niega una


realidad que les obligaría a pasar a la acción. Es un indicativo de lo difundida que está la
tendencia a negar la realidad, tanto entre los judíos como entre los gentiles, en el mundo
occidental, a pesar de que la historia de Ana demuestra cómo esta negación puede
acelerar nuestra propia destrucción. Si el gueto judío ha muerto y el judío israelí ha nacido
para la resistencia, el resto del mundo judío se encuentra a medio camino. Estos judíos
que no son ni del gueto ni israelíes están en medio, tienen su hogar en ninguna parte.
Ellos, como el autor, se sienten desgarrados por dentro. Fue una bendición que el sector
más vital del pueblo judío preparase el nacimiento de una nación nueva y distinta. Pero,
que Israel viva, no cambia el hecho de que el pueblo judío del gueto fuera exterminado
por Hitler.

Las víctimas infortunadas están muertas, nada de lo que hagamos cambiará la


vergüenza del siglo, de la que formamos parte. No ha sido mi intención juzgar ni a Ana
Frank, ni a los seis millones de judíos que perecieron. No deseo criticar ni disimular, sino
comprender y aprender. Pido que no despreciemos la lección que seis millones de
víctimas involuntariamente nos enseñan, a costa de sus vidas. La mentalidad de gueto no
es un crimen, es un error fatal.

Quizás ha llegado el momento en que, debido a su singular experiencia, los judíos


tengan algo que enseñar, algo de la mayor importancia. En muchos aspectos, el propio
mundo occidental parece abrazar una filosofía de gueto al no querer saber, no querer
comprender lo que está ocurriendo en el resto del mundo. Si no tenemos cuidado, el
mundo occidental blanco, que es una minoría de la humanidad, se amurallará en su
propio gueto, por medio de los llamados instrumentos de disuasión. Dentro de dicho cerco
protector -que también es un cerco constrictivo- muchos piensan cavar sus refugios.
Como los judíos que quedaban en los guetos orientales después de la llegada de los
nazis, sólo les interesa que el negocio funcione bien en nuestra gran shtetl, sin
importamos lo que sucede en el resto del mundo.

En la medida en que nosotros, los judíos, hemos logrado liberamos de cualquier


resquicio de mentalidad de gueto que aún albergábamos, tendríamos que enseñar al
mundo occidental que debe, debemos todos, ensanchar el sentimiento de comunidad más
allá de nuestro grupo, más allá de los telones de acero, no porque los hombres sean
básicamente buenos, sino porque la violencia es tan natural en el hombre como la
tendencia al orden.

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