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SIRENS

Nia Belles
Argumento

Estrella perdió a su madre siendo muy joven.


Salieron a nadar la víspera de su décimo cumpleaños y solo una de
ellas regresó.
Estrella apareció sola, varada en la arena, en una barca repleta de
lavanda —la flor favorita de su madre— y sin ningún recuerdo de ese
día.
Al amanecer, la arrancaron de su hogar y de su tierra, mandándola a
vivir con sus tíos a América.
Ahora ha cumplido dieciocho años y nada puede detenerla de hacer
realidad su sueño, «regresar a la bella y verde Irlanda que la vio
crecer».
Aunque ella no sabe que nada es lo que parece.
Lo que está por descubrir puede cambiar su vida para siempre.
Prólogo
Enis y mi padre

—¡Feliz cumpleaños, Estrella!


Mi tía Margaret me plantificó un pastel de chocolate, que parecía
para doce personas, en todos los morros. Me gustaría saber para qué
tanto si solo éramos nosotros tres y el espantoso pajarraco que se
empeñaba en despertarme todas las mañanas antes de hora.
—¡Vamos! ¡Pide un deseo! —eso era fácil, solo tenía uno.
Los últimos ocho años de mi vida los había pasado esperando
ese día, el día en que cumpliera dieciocho y nadie pudiera decirme ya
más lo que tenía que hacer o a dónde podía o no ir. Mi deseo no había
variado en ocho años, año tras año había sido el mismo, regresar a mi
hogar, la verde y maravillosa Irlanda. Y ahora ya nada ni nadie podían
impedírmelo.
Mi padre vivió casi toda su vida en Kansas, yo no me
consideraba estadounidense a pesar de llevar ocho años en América.
Yo era irlandesa, como Enis, mi madre. Nací y viví en Irlanda, viví más
feliz que ninguna otra niña en el mundo, hasta la víspera de mi décimo
cumpleaños.
Soplé las velas y mis tíos aplaudieron escandalosamente
ocultando el déficit de invitados. Nunca invitaba a nadie a mis
cumpleaños y, si no fuera por mi tía, ni siquiera lo celebraría; de todas
formas tampoco acumulaba verdaderos amigos a los que invitar o más
familiares.
Mi progenitor había fallecido dos años antes, y mi madre…
habían pasado ocho años y seguía sin poder recordarla sin que se me
encogiera el corazón. Intentaba memorizarla todos los días un ratito
antes de dormirme porque no conservaba ningún retrato suyo y temía
olvidar su rostro de porcelana, con aquellos brillantes ojos azules y su
frondosa melena dorada. Ni había heredado sus ojos —los míos eran
más verdosos que azules—, ni su cabello; mi cabellera era larga y
frondosa, eso sí, pero mi pelo pigmentaba más negro que el tizne de
nuestra chimenea.
El día de mi cumpleaños era el día que más la recordaba, el día
que los pocos recuerdos que me quedaban golpeaban con más fuerza
para hundirme en la miseria.
No recuerdo lo que pasó o cómo pasó, según mi psicólogo
bloqueé aquel suceso para que no me hiciera daño; a veces me
preguntaba si recordar no sería menos doloroso que esta inopia
permanentemente.
Recuerdo que esa tarde, la víspera de mi décimo cumpleaños,
salí a nadar con ella y su mejor amiga, Alanis. Alanis tenía cuatro
hijos, uno de ellos era o fue también mi mejor amiga. No conservo en
mi mente casi nada de aquel día pero sé a ciencia cierta que fue el
peor de mi vida porque ese día perdí a mi madre.
Aquella tarde mi padre fue a casa de su amiga Rachel, había
quedado con su marido para ver un partido de soccer; como a mi
madre no le interesaba nada que se pudiera ver por televisión, salimos
a nadar como cualquier otro día.
Su equipo ganó y se alargaron celebrándolo. Cuando mi padre
volvió, nadie lo recibió.
Me encontró la madrugada de mi cumpleaños varada a orillas
del mar dentro de una barca, arrullada por una manta de flores de
lavanda, las favoritas de su mujer. De ella, ni rastro; de qué hacía yo
sola en aquella balsa, ni idea.
Ante aquellos sucesos, mi padre no tuvo mejor ocurrencia que
meterme en un avión y mandarme con su hermana y su marido hasta
que consiguiera dar con su mujer.
Once meses después comprendió que mi madre no iba a
aparecer; en lugar de venir a por mí y regresarme a nuestro hogar, se
vino él o lo que de él quedaba. Pese a su estado, no perdoné que me
tuviera en tan poca consideración cuando decidió tornar para
quedarse, y quemar todo lo que pudiese recordarle su década en
Irlanda, eso incluía cualquier recuerdo de mi madre, mi ropa y todas
las pertenencias que abandoné al venirme precipitadamente a
América. Si así pretendía borrarla de su memoria, sé que no lo
consiguió.
El sentimiento hacia mi padre siempre ha sido muy distinto a la
adoración que sentía por mi madre, creo que a él le pasaba algo
similar conmigo. No creo que existiera algo que no pudiese perdonarle
a ella, en cambio, a él… Aun ahora, que lleva dos años bajo tierra, no
puedo perdonar lo poco que pensó en mí en aquellos días. Fue terrible
aterrizar en Kansas de la noche a la mañana sin equipaje, sin padre y
sin madre y saber que todo lo que pudiera conectarme a ella había
ardido en un fuego sin sentido.
Mis tíos, a pesar de su avanzada edad, siempre se han ocupado
de mí. Y siguieron ocupándose cuando una versión rota y devastada
de mi progenitor, cuyos únicos amigos eran una bata marrón y una
botella de coñac, volvió de Irlanda. Y también lo hicieron después de
que este muriese.
Poco más de dos años atrás sufrió un primer infarto. Lejos de
intentar recuperarse, al salir del hospital desapareció del mapa durante
quince días; aún no sabemos en qué agujero se amagó. Regresó más
ebrio que nunca pregonando que era el peor padre del mundo y que lo
único que ambicionaba era la muerte.
Sus deseos se hicieron realidad unas semanas después, cuando
lo encontré inerte encima de su escritorio envuelto en un hediondo
halo a alcohol y vómito.
Margaret mantuvo hasta el final la esperanza que yo nunca tuve,
la esperanza de que su hermano se sobrepusiera, que encontrara otra
mujer, que recuperara un poco la esencia de lo que había sido. No
había nada que recuperar, mi padre desapareció con mi madre, solo
que su cuerpo se enteró más tarde.
Antes de conocer a Enis había sido un escritor de fama y
fortuna, eso y su atractivo físico hicieron de él todo un vividor. Ya de
muy joven disfrutaba más del placer de la escritura y la compañía
femenina que de vender libros en la librería que él y mi tía heredaron
de sus padres. Pasó toda su juventud y parte de su madurez
escribiendo y promocionando libros por todo el globo terráqueo; según
mi tío había estado con más mujeres que páginas contaban todos sus
libros.
Rebasando el medio siglo de buena vida, empezó a buscar un
lugar tranquilo donde escribir sus últimos éxitos y envejecer más
saludablemente. Encontró el sitio idóneo: una preciosa cala que
pertenecía a un diminuto y pintoresco pueblo llamado Sirens, ubicado
en la costa del sureste irlandés, allí plantó nuestra casa, aislada del
resto del mundo.
En el núcleo de Sirens vivían Rachel y su marido, dos futuros
grandes amigos. Poco después también conoció a su vecina más
cercana: Alanis.
Alanis convivía con su familia y su amiga Enis. Enis no cumpliría
más de veinte años por aquel entonces; para la dicha de mi padre, las
dos jóvenes resultaron ser grandes fans de su extensa obra.
Uno de los mejores recuerdos que retengo de él son sus
historias, inventaba cuentos y leyendas solo para mis oídos. Mi
favorita era cómo se enamoró de Enis, no tanto por su contenido como
por la forma en que mi padre relataba cualquier cosa que tuviera que
ver con ella. Me gustaba la forma en que acariciaba su nombre cuando
lo pronunciaba o cómo revivir el mínimo recuerdo con ella lo
rejuvenecía y hacía brillar sus ojos tras las monturas de sus gafas;
cuando hablaba de Enis, una sonrisa coreaba su historia:
«…El día que encontré a mamá en la puerta de casa, supe que
ninguna otra mujer volvería a despertar anhelo en mí. Aquellos ojos
contenedores de todo el azul del mar, la cascada interminable que
formaba su dorada cabellera sumado a la perfección de su rostro y
figura, multiplicado por la madura inteligencia que se desligaba de la
joven al conversar, más propia de alguien mucho mayor, me
enamoraron en menos que dura una cordial conversación. Pero sobre
todo me enamoré del corazón de Enis, ella destilaba bondad y amor
por cada poro de su piel, amaba cada pedacito de la tierra y a cada
ser viviente que la habitaba, amaba la vida y todo lo que de ella se
desprendía…»
A mí también me amaba, eso es lo que más claramente
recuerdo. Su amor, sus besos, sus caricias, recordaba todas las veces
en que ella se acercaba, me abrazaba y entonaba mi canción. Lo
hacía cuando me caía, cuando me sentía mal por algo, lo hacía cada
vez que venía después de mi padre a darme las buenas noches y
continuaba hasta que me quedaba dormida. Mi madre atesoraba la
voz más hermosa que jamás he escuchado, el bálsamo que tanto he
necesitado todos estos años. Como iba diciendo, mi padre me
relataba…
«…Cómo Enis llamó a su puerta, cómo le pidió un autógrafo con
la mejor de todas sus sonrisas, cómo supo que jamás habría otra
mujer y, por último, cómo no dejaría que jamás se marchara…»
Para qué nos vamos a engañar, le ponía mucho cuento. Como
buen escritor que era, solo le faltaba incluirle un dragón y una espada,
y ya tenía la princesa para su fábula.
Decir que a mí no me encantaba oír aquella historia una y otra
vez sería faltar descaradamente a la verdad; si en algo era bueno era
en eso, lástima que aquello no perdurara más allá de mis diez años.
Después de que ella se evaporase no publicó más libros ni me contó
más historias, por más que insistí, no volvió a decir una sola palabra
sobre Enis, ni una.
Ella era la mejor madre del mundo, era perfecta, perfecta en
todos los sentidos, un perfecto ángel de la guarda que yo siempre
tenía al alcance de mi mano. Yo crecía feliz entre ellos, en aquella
casita de cuentos de hadas. Corría por la playa, escuchaba las
historias de mi padre, disfrutaba los gorgoritos de ella. Hacia eso cada
día, cantaba, cantaba y bailaba, y puedo asegurar que lo hacía porque
era tan feliz como yo. Jugaba conmigo, bordaba, pintaba y nos quería,
nos amaba por encima de todo, todo era perfecto o así lo plasmaba mi
memoria.
Ahora que lo pienso, mi madre casi tenía mi edad y él, por muy
de buen ver que estuviera, acarreaba una treintena de años más que
ella. ¡Lo mismo da! El resumen es que diferencia de edad aparte, se
enamoraron en un plis y me tuvieron a mí en un plas y ahí acabaron
los días de vividor de mi progenitor para convertirse en un marido
entregado y un padre que, aunque no era perfecto, se esforzaba en
serlo, al menos por aquella época.
—¿Vas a abrir tu regalo ya o vas a seguir en la Luna hasta los
diecinueve? —la paciencia y mi tía Margaret son dos conceptos
enfrentados.
Murmuré que solo pensaba en mi deseo, ella conocía mi deseo.
Evité mirarla para no encontrarme con la sombra gris que de seguro
acaparaba su expresión en ese instante.
—¿Sigues queriendo volver a Irlanda?
—No sigo queriendo. ¡Me voy a ir a Irlanda! Lo prometisteis.
Después de la graduación.
Miré suplicante a mi tío, que siempre había sido el más
comprensivo de la ecuación, llevaba meses preparándolos para mi
marcha, años de hecho. Por cada cumpleaños, mi deseo era el
mismo: «volver a mi casa» y a mis tíos se les habían agotado las
escusas para impedirme regresar.
—¡Venga! Dejadlo ya y abre tu regalo.
—¡No! Quiero oírselo decir. ¡Mira! ¿Sabes qué? Me da igual, voy
a hacer lo que yo quiera, me iré con o sin vuestra bendición —crucé
los brazos resuelta e indignada.
—¡Quieres abrir los regalos! ¿Cuántos cumples? ¿Doce? —la
paciencia de mi tía otra vez.
Frente a mí esperaban dos paquetes. Uno, del tamaño de una
caja de zapatos y otro, gigantesco. Mis tíos se empeñaban en tirar la
casa por la ventana en mis cumpleaños y en Navidades para que no
notara la falta de más allegados. Era innecesario, pero imposible de
hacérselo entender, al menos este año solo eran dos paquetes,
aunque el tamaño de uno de ellos me tenía intrigada.
Desenvolví el más grande primero, apareció una enorme caja de
cartón precintada, mis tíos me ayudaron a abrirla y cuando el interior
se dejó ver, me caí de culo. ¡Un completo juego de maletas! Nunca
había necesitado maletas porque nunca había salido de Kansas, más
concretamente de Dodge City, pero ahora iba a necesitarlas.
No pude reprimir las lágrimas, me eché encima del uno y
después del otro, sin compasión y sin palabras. Ahí estaba su
bendición en forma de equipaje; a pesar de que no deseaban verme
marchar, querían contribuir a mi felicidad. Quién necesita más familia,
si sus tíos son dos abuelitos bondadosos, generosos y adorables
hasta el extremo.
—Deberías abrir el otro paquete ya.
Aún secaba mis lágrimas, no sabía qué más podía encontrarme.
Levanté la caja entre advertencias de fragilidad, la puse sobre la
mesa, algo se movía en su interior, algo vivo. Mientras no fuese otro
molesto pajarraco o un gato, no necesitaba verlo para saber que me
gustaría.
—¡Un conejito! —un precioso belier blanco, de orejas, patas y
rabo canela.
—Hemos pensado que si sigues tan empeñada en irte a Irlanda,
al menos necesitarás a alguien que te eche un ojo —ya me lo estaba
echando y había sido amor a primera vista.
Mi cumpleaños cayó en domingo, todos los domingos por la
tarde nos sentábamos en el sofá a ver una película. Mi tía y yo
amábamos el cine y aquel ritual nos encantaba, y a mi tío le encantaba
amenizarnos las películas con su particular banda sonora a base de
ronquidos y gruñidos desde su sillón. Siempre que lo despertábamos
para que no muriese ahogado en su propia saliva, decía que él no
roncaba, que estaba muy despejado.
Mi tío ya había ocupado su puesto ensayando sus primeros
cabezazos, mi tía estaba afuera meciéndose en el porche con la
mirada extraviada. Inquieta, rodaba un mechón de su melena
blanquecina entre los dedos. Lucía el pelo ondulado como yo y, a
diferencia de las mujeres de su edad, nunca lo cortaba; yo también
llevaría el pelo largo siempre, como ella. Salí a buscarla.
—Venga. ¿No vamos a ver una película? Tengo una de cada
Hepburn.
Ni siquiera me miró y eso que las Hepburn eran nuestras
favoritas. No entendía qué hacía allí afuera toda pensativa. Estábamos
a principios de marzo y nunca se sentaba en esa mecedora antes de
finales de mayo, decía que era malo para su reuma.
Me senté a su lado y acaricié su mano arrugada. Ella reaccionó
con una pregunta amarga:
—¿Por qué quieres volver a Irlanda? No me vengas con eso de
tomarte un año sabático, ni con todas las historias que llevas
contándonos desde que murió tu padre para que te dejemos ir. Dime
la verdad, la esencia. ¿Por qué?
Observé a mi tía con pena, no podía imaginar lo que significaba
que me marchara, yo era como una hija para ella; ¡demonios!, ella era
como una segunda madre para mí. Pero necesitaba ir, necesitaba
volver más que nada, era algo que no sabía explicar. Me senté a su
lado, carraspeé e intenté contestar con la máxima sinceridad:
—No sé. Me falta algo. No sé qué. Necesito ir —lo estaba
haciendo fatal—. Puede que si regreso… tal vez… a lo mejor… tal
vez, recuerde algo.
—¿Crees que eso es un motivo? Ya lo hemos hablado, si tu
cerebro no quiere enseñarte qué paso es porque…
—…puede que fuera algo que no podía soportar cuando tenía
diez años, pero tengo dieciocho, soy más fuerte, ahora…
Mi voz perdió fuelle al tiempo que el gesto de mi tía se
endurecía.
—Crees que vas a llegar allí y vas a recordar ese día. ¿Ese es el
motivo por el que quieres regresar? ¿Recordar a tu madre
ahogándose?
Alcé la vista hacia las nubes que pasaban parsimoniosas
esperando que ellas dieran con las palabras exactas, con las palabras
que nos darían paz a ambas; seguía sin saber cómo explicarme.
—Tía, echo de menos todo aquello, lo echo de menos tanto, con
tanta intensidad… No hay nada que quiera más en el mundo, es mi
mayor deseo.
Quería decirle que necesitaba ver la cala donde había crecido,
estar en aquella casa, tocarla, sentirla, verla con mis ojos de nuevo.
Irlanda, más específicamente Sirens, el sitio a donde yo pertenecía.
Ese lugar, esa casa era lo único que me quedaba de mi madre.
Echaba de menos a mi dulce mamá, la echaba en falta agria y
dolorosamente. Pero no me atrevía a decirlo en voz alta porque temía
llorar y sabía que mi tía no podía verme llorar. En lugar de eso le dije
otra verdad, le dije que la echaría mucho de menos a ella en un intento
por reconfortarla y conseguir que se sintiera menos abandonada; vi
asomar las lagrimillas en sus ojos y compuse mi mejor tono optimista:
—Pero vendré a veros, vendré mucho, nos escribiremos y
mandaré fotos. Y vosotros me mandareis a mí y, quién sabe, igual
llego allí y decido volver… —ahí me detuve, me había excedido con el
optimismo.
Mi tía permanecía inmutable a mis mejores promesas.
—Estrella, hay algo que tengo que contarte.
Lo que mi tía tenía que contarme arruinó completamente mi
cumpleaños y puso mi mundo patas arriba.

Mi padre le confesó un secreto a su hermana el día que esta me


vio por primera vez. Un secreto que yo podría haber conocido muchos
años atrás y que mi progenitor, por cobardía, dejadez o vete tú a
saber, había olvidado mencionarme.
Enis, mi querida mamá, nunca fue mi madre natural, yo era fruto
de un escarceo de mi padre con una italiana poco antes de mudarse a
Irlanda.
Este ignoraba haber plantado semilla alguna en los tres meses
que permaneció en tierra italiana. Pero poco después de que se
instalara en Sirens, recibió una llamada de mi abuelo biológico por
parte materna explicándole que su hija, una joven hemofílica de pelo
negro como el tizne de una chimenea, había muerto al dar a luz.
Debido a la escasa salud del anciano, este no podía hacerse cargo de
mí y reclamaba al escritor que ejerciese su paternidad.
Mi padre no creyó una palabra y, pensando que se trataba de un
oportunista, le mandó a tomar viento fresco; aun si lo dicho fuese
verdad, él no estaba interesado en tener hijos, nunca le habían
gustado demasiado los niños. Además, recién estrenaba su relación
con Enis y no quería que nada disipase la nube en la que se
encontraba en ese momento. Pero ocultarle aquella información a Enis
resultó tarea imposible, ya que mi padre era incapaz de mirarla a la
cara escondiéndole algo.
Enis padecía desde hacía años el hecho de que nunca podría
concebir un hijo por culpa de una dolencia en su pubertad, y que le
ofrecieran así, sin más, una cigüeña entera, era de verdad un regalo
caído del cielo. No le importó que el anciano pudiese mentir, lo único
que contemplaba era una bendición sobre su cabeza: podría ser
madre y con eso le bastaba.
Él no tuvo nada que hacer o decir y acabaron marchando hacia
la Toscana cargados de trastos para bebés. Que mi biomadre muriera
al alumbrarme consiguió que Enis se sobrepusiera a su infertilidad,
haciendo realidad lo que en privado era su mayor deseo. Mi abuelo
tampoco sobrevivió mucho tiempo a la muerte de su hija, así que por
segunda vez me quedaba sin familia materna ni paterna, exceptuando
a mis tíos.
Aquel secreto llevaba dos años encorvando las espaldas de
Margaret, que había esperado en vano que mi padre no muriese sin
antes revelármelo. Comprobé su padecimiento en cada una de sus
palabras y no quise acrecentar su pena, me retiré muy digna a mi
cuarto y allí, a escondidas y en soledad, derramé todas mis lágrimas.
Cuando vino a darme las buenas noches y a preguntar si
necesitaba algo, le dije que no debía preocuparse y la convencí,
ayudada de la poca luz en mi habitación, de que me encontraba bien.
Mi tío no fue tan fácil de convencer, se sentó en mi cama
amenazando con no marchar hasta sacarme una fructífera
conversación; siempre me había resultado más fácil hablar con él:
—Mi madre… mi madre… ella no es…
No pude, solo llamar a Enis «madre» y saber que aquello no era
cierto, que aquella mujer a la que yo adoraba no me había llevado en
su vientre, me hacía estallar en llanto. No hubiese pasado nada si
hubiese sido mi padre el adoptante, pero albergar genes de Enis,
aunque a simple vista no se apreciaran, siempre me había hecho
sentir especial. No dudaba que fuera mi madre, me había criado con
todo su amor y cariño, pero yo quería mas, quería ser parte real, parte
física de ella.
Lejos de consolarme, mi tío me sermoneó por no valorar mis
propias virtudes y de alguna manera su sermón dio más consuelo que
un abrazo. Él solo había visto a Enis un par de veces, la conocía más
por mis palabras que por sí mismo.
—Siempre hablas de lo maravillosa que era tu madre, pero ¿tú
te has mirado? Eres una joven preciosa capaz de conseguir que la
gente te quiera con una sola sonrisa. Nunca te has peleado con nadie
o has hecho algo que me disgustase.
Desfilaron por mi mente todas las riñas con mi tía: «No dejes
esto aquí, o allá, para ya con la música, come bien, el ordenador te
dejara ciega, tu habitación parece un estercolero…».
»Has heredado el carisma de tu padre y el buen corazón de tu
madre, siempre tienes una sonrisa, siempre pareces feliz aunque por
dentro llores, siempre te preocupas de que nosotros no nos
preocupemos por ti —me aboqué a sus brazos conteniendo las
lágrimas; él apoyó su cabeza sobre la mía—. Algún día tendrás que
dejar que la gente se acerque más a ti, así te podrán decir que eres
tan maravillosa como lo fue tu madre. Estaría orgullosa de verte ahora.
Yo lo estoy.

La detestable ave de mis tíos me despertó —como era


habitual— una hora antes del despertar humano.
Dediqué los primeros minutos del día a contemplar mis dos
regalos de cumpleaños: Rabzilla babeaba plácidamente en mi
almohada ajeno a los bramidos del turbador pajarraco y mis maletas
reposaban a los pies de mi cama.
Los recuerdos del día anterior fueron llegando en fila uno tras
otro, pero ya no me sentía tan mal. Por unos segundos cuestioné si no
debía cambiar mi rumbo e ir a Italia a investigar mis orígenes, solo
fueron unos segundos. Rápidamente llegué a la conclusión de que mis
orígenes seguían en Irlanda, en Italia solo quedaba el eco de una
parte de mi genética que tal vez algún día fuese a indagar; las noticias
recientes no habían hecho disminuir ni un ápice mi empeño por
regresar a mi hogar.
Echando una ojeada a mi cuarto, comprobé que mi nueva
mascota había pasado la noche reconociendo cada rincón de mi
habitación y, para no perderse, había ido dejando un reguero de
caquitas allá por donde había pasado. Me pregunté si habría dejado
alguna baldosa por inspeccionar, además temí que se hubiese tragado
al alien de Sigourney Weaver por lo corrosiva que resulto ser su orina.
Como si supiese que estaba dando una mala impresión, Rabzilla
abrió los ojos y me mostró que era capaz de arrancarme una tierna
exclamación con cualquier cosa que hiciese no relacionada con sus
necesidades. Acariciarse el hocico, ponerse sobre dos patitas,
bostezar, rozarse contra mis piernas, limpiarse las orejas…, todo lo
que hacía era capaz de enternecer hasta a un Norman Bates en un
mal día. Un buen mecanismo de confusión para hacerte olvidar que
para él, el mundo era un enorme váter.
Recogí un poco el desastre y fuimos a por los restos de mi tarta.
Cualquier otro día del año mis tíos me hubiesen montado un pitote
impresionante por no desayunar bien, pero el día de mi cumpleaños
así como el siguiente usaba mi carta blanca.
Margaret me estuvo observando preocupada hasta que entendió
que el apetito con el que devoraba el pastel era una buena señal.
A mediodía llamaron al timbre.La visita era una considerable caja
con más precinto que cartón acompañada de un repartidor fugaz.
Mi tío encontró una nota escrita con rotulador permanente
pegada en uno de los laterales:
«Feliz cumpleaños, Estrella. Tu siempre amigo».
Mi escueto amigo olvidó firmar con su nombre. Leer en el remite
que el presente provenía de Irlanda hizo que me abalanzara sobre él
como si el mundo tocara fin. Mi tía corrió por un cuchillo para evitar
que mis dedos acabaran en muñones.
Reconocí al instante el baúl que antaño había decorado la
habitación de mis padres, yo misma había ayudado a pintarlo a mano.
Contemplé unos minutos mi regalo sin atreverme a levantar la tapa.
—¿Vas abrirlo tú o lo abro yo? —mi tía, en su línea.
Coloqué las manos sobre el arcón impidiéndole robar mi
momento, saboreaba el preámbulo, sabía que estaba lleno porque mi
tío me había ayudado a transportarlo hasta el salón y los objetos en su
interior golpeaban unos contra otros. Me gruñían tanto las tripas que
creí tener que ir al baño.
Nunca hubiese acertado su contenido; si fuese un pastel lo
hubiese llamado sorpresas de Irlanda con pedacitos de Enis. Ahí
estaban sus pinceles, su inseparable sombrero de paja aplastado e
inservible, un mapache de peluche que me habían regalado de niña,
mi espejo con forma de estrella, una mantita verde que usaba de muy
pequeña y a la que siempre tuve mucho apego. Un caleidoscopio que
heredé de mi antigua amiga con el que había pasado horas tirada en
la cama sin hacer otra cosa que girarlo y girarlo. Una colección de
botellas de licor en miniatura, algunos cuadernos de dibujo que pinté a
diferentes edades con mi madre, varios vestidos suyos. Mis libros de
Los Cinco y algunos cuentos que leíamos por las noches, mi joyero
rosa de la Bella y la Bestia, dos muñecas, un cubo de Rubik con el que
se entretenía mi padre. Y en el fondo lo mejor; un paquete envuelto de
regalo que mis tíos me permitieron abrir en la privacidad de mi
dormitorio. Últimamente mis regalos me hacían llorar, pero eran
buenas lágrimas, lágrimas de alegría.
No sabría decir de qué eran las lágrimas al abrir mi último
paquete, un increíble cóctel de emociones que me quitaba el aliento,
eso fue lo que pasó cuando vi la imagen de mi madre en un
portarretratos. Contaba ocho años visualizándola en mi mente cada
día, pero contemplarla con mis propios ojos sabía muy diferente, más
joven, más hermosa, más maravillosa aún de lo que la recordaba. Ahí
no acababa todo, junto al marco esperaba otro paquete envuelto en
papel desgastado y cinta adhesiva medio despegada por el paso del
tiempo. Lo que en un principio pareció un libro derivó en un diario
adornado con diminutas conchas y caracolas que formaban una
estrella de mar; por la composición, supe que era obra de mi madre.
La contribución de mi padre fueron unas hermosas palabras en sus
primeras páginas alentándome a hacer productivo uso de él antes de
la firma: «De tus papás, que te quieren muchísimo». Tardé un buen
rato en verme capaz de enseñar el resto de mis regalos a mis tíos. Mi
tía sostuvo la fotografía largo tiempo suspirándole encima lo hermosa
que sin duda era.
Pasé la tarde y parte de la noche recluida en mi habitación
rodeada de mis tesoros. Ojeé los cuadernos que pinté de niña, me
enfadé con los vestidos de mi madre por haber olvidado su fragancia.
Olisqueé las botellitas de licor arrugando la nariz, ahora recordaba que
fueron un regalo de Enis a mi padre —si ella hubiese vaticinado su
final…
Jugueteé con mi antiguo caleidoscopio tumbada en el suelo
memorando la que creí mi mejor amiga, la misma que nunca contestó
mis cartas después de emigrar de Sirens. Uno de los vestidos
confeccionado en gasa verdeazulada y corte romano evocaba a mi
madre una noche que se disponía a salir a solas con mi padre. Yo me
quedaba en casa de Alanis con mi amiga Sales, mi padre le decía que
parecía una diosa, a mí me pareció más un hada de mágicos poderes.
Contemplé su fotografía tanto rato que acabó doliéndome la
cabeza. Aquellas maravillas hicieron olvidar todo lo que tuviese que
ver con secretas adopciones, al final caí frita en la cama enrollada en
mi mantita y abrazada al regalo que jamás llegaron a darme: MI
DIARIO.
Irlanda, Dulce Irlanda

Lunes, 28 de julio
Al fin divisé mi hogar.
Después de ocho años, cuatro meses, dos semanas, cinco días,
nueve interminables horas de avión, más de media hora extasiada con
el alucinante paisaje y otra media peleándome con el taxista que era
incapaz de ubicar Sirens en el mapa y al fin, al fin atisbé mi casa.
Habíamos dado más vueltas que una convención de norias, al
menos me había beneficiado de un profundo reconocimiento del bello
y verde paisaje que envolvía mi pueblo. Cuando ya creía que nunca
llegaría a mi destino, avizoré mar en el horizonte. Después de todo
ese tiempo conformándome con verlo nada más que en la caja de la
televisión emití una exclamación con tanto ímpetu que nos salimos de
la carretera y tuve que ponerle al taxista los ojitos que Rabzilla me
había enseñado para que no me dejara tirada en la cuneta.
Mi primera relación con un irlandés estaba resultando tan tensa
que ahora que había divisado mar opté por terminar el viaje en silencio
sepulcral. El ambiente estaba tan cargadito que una pizca más de
tensión y temía que el coche explotara y saliera a presión contra uno
de los maravillosos y verdes troncos que se agolpaban a los lados de
la carretera.
Pasamos de largo Sirens, el pueblo era mucho más encandilador
de lo que recordaba. De cualquier casita podría asomar Blancanieves
con un coro de pajaritos y ni siquiera nos sorprenderíamos. Después
de admirar semejante panorama, a ver quién no comprendía que no
quisiese sobrevivir en ningún otro lugar del mundo.
Tras mi empacho del viejo oeste, contemplar aquel municipio
salido del mejor best seller de fantasía me hacía sentir orgullosa de
mis orígenes, tanto si realmente lo eran como si no.
Lo mejor estaba por llegar. A los pocos minutos, trotando con el
monovolumen por un pequeño sendero sin asfaltar limitado por la
misma playa a izquierda y un coqueto bosquecillo infestado de flores
salvajes a derecha, divisábamos mi casa. ¡Mi casa! Mi casa
inconfundible, con sus paredes calinas y ventanas en madera añil.
Se me formó un nudo, puede que dos, en la garganta, que ni un
suspiro tiranosáurico fue capaz de deshacer, notaba sendos
incómodos cosquilleos en mis lagrimales, me alegré de haber decidido
dejar de hostigar al conductor, ahora mismo era incapaz de hablar o
discutir.
El taxista llevaba la refrigeración nivel Polo Norte, probablemente
intentando refrescar su humor; bajé la ventanilla buscando aire puro,
aire irlandés. ¡Oh, dulce aroma de los dioses!
Observando acercarse mi casita, me sentí feliz al comprobar que
mis recuerdos no habían sido corrompidos por las ansias de regreso.
Mi casa era tan hermosa como la recordaba, yo también podría meter
un gnomo a vivir allí y nadie se sorprendiera.
Al aproximarnos más, descubrí a alguien esperándonos junto a
la rústica valla que rodeaba la casa, no tardé mucho en descifrar quién
era aquella pelirroja de labios frambuesa que, por los saltos que daba,
los años debían haberse abstenido de pasarle factura.
Rachel apenas había cambiado, seguía siendo la misma mujer
cariñosa, pizpireta y conversadora que años atrás me dejaba
toquetear todos los cachivaches de su tienda, al tiempo que ella
despachaba todo su poder comercial a cualquiera que osara traspasar
el umbral de su negocio.
Habíamos contactado apenas tres meses atrás, mi tía consiguió
su teléfono de entre la basura de mi padre. Nunca imaginé que se
alegrara tanto de saber de mí, de haberlo sabido, hubiese llamado
mucho antes. Pude palpar su entusiasmo a través del hilo telefónico al
detallarle el plan de retorno a mis raíces.
Mi regreso estaba previsto para finales de agosto, después de
pasar las vacaciones de verano con mis tíos. Pero me había graduado
a mediados de junio y desde entonces les había hecho la vida más
que imposible con mis nervios y mis ansias de regreso. A principios de
julio conseguí que aceptaran dejarme marchar para el mes vacacional
por excelencia, con la condición de que pasaría todas las Navidades
con ellos.
A Rachel la avisé con una sola semana de antelación, pero esta
me había asegurado que no habría ningún problema, todo estaba
dispuesto. Le pedí que me tuviera en cuenta si se enteraba de algún
trabajo por la zona, ya que era una condición inapelable para mi vuelta
y de momento mis pesquisas por Internet habían sido un fiasco. Dicho
y hecho, resultó que su dependienta estaba embarazada y ya temía
que su espina dorsal se partiera en dos, así que iba a necesitar a
alguien para ya; todo marchaba sobre ruedas.
Me estrujó un rato y soltó los típicos tópicos en mi vida: «Cómo
has crecido», «eres igualita que tu padre»… últimamente me
fastidiaban más que nunca aquellas frases. Rachel me ofreció echar
un vistazo a la casa por mi cuenta mientras el sufrido taxista
descargaba todo el equipaje en la puerta, me entregó las llaves que yo
acepté con la más amplia y expectante sonrisa, di media vuelta y
caminé hacia la puertecilla de la valla con mis piernas de plastilina.
Rachel no había permitido que el pequeño jardín posterior se
deteriorara por el paso de los años, aunque tampoco lo había
retocado. Seguía manteniendo la misma estructura que antaño pese al
reciente repaso que se le había pegado, ya que a simple vista no se
apreciaban flores o ramas secas por ninguna parte, todo lucía
espléndido y cuidado.
El jardincito se componía de una pequeña diversidad de plantas
y flores silvestres acompañadas de otras típicas de las playas; aun sin
guardar ningún orden específico, lucían como un diminuto edén.
La planta más abundante era la lavanda, la flor preferida de mi
madre. En algún momento mi querida mamá debió plantarlas por la
parte exterior e interior de la valla volteando la casa entera. De hecho,
ellas constituían la valla si no se prestaba atención. Seguí las flores
malva alrededor de toda la casa, a ambos lados de esta quedaba un
pequeño pasillo que no dejaría pasar a más de una persona por vez, y
siempre y cuando las matas no se extendieran demasiado. A través
del pasillo accedí al jardín delantero donde se instalaba la puerta
principal de la casa.
Observé el suelo con mis pies semihundidos en arena, ¡arena de
playa! Casi la mitad delantera de la casa reposaba sobre esta. Un
soplo de aire marítimo revolvió mis cabellos, aspiré el aroma de mi
cala enfrentando la inmensidad del mar a tan poca distancia de mí. El
agua en grandes, grandes cantidades, si había una razón de fuerza
para no volver a aquel lugar, sin duda era mi molesta fobia. Mi tía no
se explicaba que quisiera ir allí cuando padecía hidrofobia, la había
padecido desde el incidente con mi madre y hasta una piscina para
bebés me daba vértigo, pero bueno, yo estaba segura de poder con
ello, después de todo, aquella era una cala chiquitita.
Podía otear todo el océano asomarse tímidamente tras las dos
puntas de tierra y roca que bordeaban mi cala, pero eso no era
problema. Margaret no sabía hasta dónde llegaba mi capacidad de
superación, en ese momento era capaz de todo, hasta de darme un
baño en agua salada —bueno, más o menos—.
Quedé allí parada por unos instantes impregnándome de aquella
atmósfera que tanto había echado de menos. Cerré los ojos queriendo
aspirar todas las fragancias que acompañaron mi niñez: sal, lavanda,
madera, humedad, oxígeno irlandés, esencia a bosque y playa en una
mezcla divina.
Calculé que el jardín delantero era tan solo unos pies más
amplio que el trasero y con el mismo orden de plantas: lavanda
recorriendo la valla y macetas y pequeños matorrales de plantas aquí
y allá, en este caso abundaban las plantas playeras. Rodeé la casa
por la parte izquierda con idéntico pasillo al derecho.
Me dispuse a entrar por la puerta de atrás, no sin antes echar
una ojeada hacia donde el taxista discutía con Rachel. Pobre, seguro
la advertía de lo insoportable que iba a resultar la nueva habitante de
Sirens.
Los ignoré. Subí mis tres escalones en piedra gastada que
llevaban a «mi» puerta de atrás de «mi» casa. Justo al lado se
encontraba una ventana grande, «mi» ventana, y debajo de esta, una
pila para lavar ropa, «mi» pila para lavar «mi» ropa «mi-mi-mi», qué
bien sonaba.
—Mi-mi-mi —repetí en voz baja rodando la llave y empujando la
puerta hacia dentro.
Me recibió un intenso pero agradable aroma a incienso. Rachel
había tenido el detalle de encenderlo antes de que llegáramos,
también había pintado la casa para mí, se podía olfatear a recién
pintado bajo la densa capa de incienso.
Nada más entrar, a mi izquierda se encontraba el baño. El
alicatado era verde pálido, un poco gastado y pasado de moda,
aunque perfectamente limpio y desinfectado. Dudaba que cupieran
más de dos personas en aquel cuartito, pero esto no le impedía tener
de todo: el bidé, váter y lavabo convivían arrebujados con una bañera
que en mis recuerdos había sido mucho más grande. Rachel había
colgado una cortina translúcida adornada con peces payaso y un
espejo ovalado sobre la pila, ambos le daban un aire juvenil.
Salí del baño para entretenerme observando la pintura drapeada
que cubría la pared desnuda de enfrente. Sabía que detrás de ella
estaba la cocina y que solo necesitaba girar la cabeza hacia mi
izquierda para descubrir la sala de estar que hacía a su vez de
comedor. Había empleado tantas horas ejercitando memoria e
imaginación sobre aquel espacio que ahora disfrutaba el preludio
como un anciano al desenvolver un regalo en su ochenta cumpleaños.
Si alguien me espiara, seguro que pensaría que era una chalada
girando lentamente sobre mis pies y alzando la cabeza con los ojos
cerrados en dirección a mi antigua sala de estar.
Abrí los ojos y parpadeé varias veces hasta asegurarme de no
ver visiones; los muebles que mi padre había quemado en una
hoguera siete años atrás habían resucitado para venirse a vivir a mi
comedor. Miré a derecha e izquierda contrariada. La mesa redonda
con tres sillas donde solíamos comer, la vieja librería de pared a
pared, hora vacía otrora atestada de libros, se exhibía desolada junto
a un sofá y sillón de compra reciente. La mesa de centro donde mi
progenitor solía reposar las pezuñas, el viejo escritorio que mi padre
había heredado del suyo y a la derecha, una gran cómoda con puertas
que mi madre usaba para guardar sus útiles de pintura y distintas
manualidades a las que era muy aficionada. Encima del escritorio
quedaba la única ventana de la estancia y a su lado, delante de la
cómoda, la puerta acristalada que daba al jardín delantero.
Volteándome sobre mis talones descubrí la cocina al aire que
formaba el fondo del salón con todas sus puertas pintadas a manos de
la mágica brocha de mi madre, capaz de convertir unas puertas de
cocina viejas y aburridas en las delicias a todo color de Blancanieves y
los siete leprechauns. Eché una ojeada cautelosa a través de la
ventana que reposaba encima de la pila de lavar los platos, la misma
que daba al jardín posterior donde Rachel seguía atascada en una
discusión acalorada; estaba siendo un día duro para el taxista.
Sobre mi cabeza, la pequeña buhardilla que fue mi habitación en
otro tiempo. Se subía por una escalera de mano que mi padre había
construido con escalones anchos para evitar accidentes. Ahora estaba
vacía, después de todo, mi padre sí debió alimentar un fuego con
«casi» todos los enseres de la casa.
Cuando bajaba a enfrentarme con la estancia que más anhelaba
ver, el dormitorio principal, apareció Rachel con la cara aún roja y el
ceño fruncido.
—¡Pero qué poca vergüenza! ¡Se ha ido! ¡Ha dejado todo el
equipaje por ahí tirado y se ha ido! Tendremos que meterlo todo
nosotras solas.
—No te preocupes, tengo todo el tiempo del mundo, lo iré
metiendo todo en la casa poco a poco yo sola.
Rachel cambió de enfurruñada a indignadísima, por nada del
mundo iba a hacer nada yo sola. Empezó una retahíla en la que me
explicaba que éramos como familia, que disponía de ella para lo que
necesitara, si necesitaba una amiga, ahí estaba ella, si necesitaba
compañía, información o ayuda de cualquier tipo, solo debía realizar
una llamada y se personificaría ante mí. Estaba dispuesta hasta a
arroparme por las noches si hacía falta. No supe si sentir
agradecimiento o escalofríos, me pasó por la cabeza que mi tía tal vez
le había pedido a Rachel que fuese mi perro guardián, pero eso no
podía ser, mi tía sabía que por algo así renunciaría al parentesco con
ella.
Al terminar la presentación de todos los servicios que podía
ofrecer, le regalé un abrumado gracias y Rachel empezó a reír
desconcertándome.
—Soy una avasalladora, ¿verdad? Ahora ya sabes mi mayor
defecto: hablo rápido y sin parar, deberías verte la cara —compuso
una cálida sonrisa y suspiró—. Solo quiero que sepas que me tienes
aquí para lo que necesites, lo que sea.
Apretó mi mano y me pregunté cómo había pasado tanto tiempo
sin echar de menos a Rachel, supongo que eran muchas cosas para
echar de menos.
—¿Ya has visto la casa?
—Me falta el dormitorio.
Rachel corrió las puertas que daban del salón a «mi» futura
habitación, ahora la única de la casita. Quedé pegada al suelo bajo el
marco de la puerta. ¡Mi antigua cama!
Mis padres compraron una camita cuando cumplí cuatro años,
pero yo me negaba a dormir en ella y me iba de excursión a la suya.
Mi padre, intentando comprender qué tenía de malo mi lecho,
preguntaba y yo le contestaba que el suyo era más bonito que el mío
con todas aquellas florecillas que mi madre pintó en su cabecera. Así
que cuando cumplí seis años me regalaron una cama idéntica a la
suya, mi madre pintó mariposas aparte de flores; sobra decir que no
se deshicieron de mis expediciones nocturnas.
Y esa era la cama que ahora contemplaba con su mesita a
juego. El resto, el armario de tres puertas y la cómoda, eran los de mis
padres. Faltaba una pieza, el baúl que descansaba al otro lado de la
valla esperando reunirse con sus antiguos colegas.
Me apoyé como pude en el asidero de la puerta, no lo entendía.
¿Por qué me dijo que lo había quemado todo? ¿Por qué me hería
diciendo que aquí no quedaba nada para mí? Rachel contestó las
preguntas que había formulado solo para mí.
—Él no quería volver aquí por nada del mundo, la pérdida de tu
madre era más de lo que podía soportar, pensaba que si tú creías que
aquí no había nada ni nadie a lo que aferrarte, no lo obligarías a
regresar.
La sorpresa y agradecimiento inicial desaparecía dando paso al
enfado. ¿Cómo pudo ser tan egoísta?
—No te enfades con él. Estrella, dejó todo esto para ti, me
mandó dinero para poner a punto la casa, para comprar los sofás, las
cortinas, lámparas nuevas. Me pidió que si algún día regresabas, me
encargara de que la casa estuviese preciosa y preparada para ti —
ahora me esforzaba por no llorar y mantener mi enfado. Ella levantó
los hombros—. Él nunca dudó que regresarías.
Rachel acarició mi pelo y apretó mi hombro disipando los restos
del enojo; nunca había sido mi fuerte estar molesta mucho tiempo, mis
enfados eran nubarrones que venían y pasaban de largo con frecuente
facilidad.
Además, resulta que la casa nunca se alquiló; yo le había pedido
a mi padre volver en alguna que otra ocasión pero él siempre repetía
que estaba alquilada y luego intentaba sobrepasar su último pico en
borracheras, razón por la cual mis reclamaciones no fueron algo muy
habitual.
Rachel me tomó de la mano para enseñarme el menaje de
cocina. La mayoría era nuevo, ya imaginaba lo bien que se estrellaría
contra las paredes el antiguo.
La nevera enfriaba leche, huevos, mermelada y algo de carne.
En la despensa, galletas, café, azúcar, sal, aceite y pan de molde y,
por último, un verdulero con patatas, tomates y manzanas. Sobre el
banco reposaba un pack de seis botellas de agua mineral, el agua del
grifo era salada.
—No sabía qué comprarte, no sé qué comeréis en Kansas,
tienes para apañarte un par de días, he pensado que podría
acompañarte y hacemos una compra en condiciones con lo que tú
quieras.
Rehusé la compra, llevaba ocho años de represión alimentaria a
base de comida saludable y no quería que Rachel se escandalizara
con los menús que me esperaban, ya iría por mi cuenta.
Trasladamos el equipaje costosamente dentro de la casa, me
gustaría saber cómo demonios lo hubiese hecho yo sola. El pesado
baúl fue el penúltimo en ingresar seguido de Rabzilla, que pasó el
resto del día inspeccionando minuciosamente cada rincón de su nuevo
hogar y volviéndolo a investigar. Pregunté a Rachel por el baúl y su
contenido, pero no sabía nada al respecto. Se quedó cerca de una
hora más intentando que aceptara su ayuda para deshacer el equipaje
y reclamando el visto bueno a las cortinas, al color de las paredes y a
los avíos de supervivencia. Yo estaba más que contenta con todo, no
me esperaba encontrar la casa tan a punto, mucho menos volver a ver
los muebles que habían contemplado mi niñez.
Tomamos una tisana que ella mismo preparó con algunas
hierbas del jardín. Al terminarla, eran tan evidentes mis ansias de
soledad que Rachel empezó a despedirse con una sonrisa empática y
mi promesa de que a la mañana siguiente acudiría a una cita con ella
en la que me enseñaría el pueblo y su tienda.
La observé marchar agradecida por todas sus atenciones hasta
verla desaparecer, entonces giré hacia mi casa y una explosión de
adrenalina salpicó todo mi ser.
¡No daba crédito! ¡Lo había conseguido! Contemplé la casa
rellenando mis pulmones de oxígeno salado, expiré de golpe y eché a
correr hacia la parte delantera de «MI» CASA.
Quería hacer la entrada a mi autogobierno con todos los honores
por la puerta principal, no tenía que aparentar ser una adulta
responsable, nadie me evaluaba, yo sola, al fin.
Nada podía borrar la mueca de felicidad en mi cara, estaba tan
emocionada que mis pies se levantaban del suelo en pequeños
brincos. Fui directa a conectar los altavoces de mi ordenador, los puse
a sonar a todo volumen sin importarme que pudiesen reventar. Me
arranqué el vestido que me asfixiaba e interpreté mi propio Old Time
Rock N’ Roll en ropa interior por toda la casa haciendo huir
despavorido a mi pobre belier. Pensé si sería demasiado pintarme
media cara de azul y gritar «¡LIBERTAD!» Salté por todos los puntos
que me lo permitían, de hecho estuve a punto de cargarme el sofá
nuevo. No dejaba de gritar una triunfante y repetitiva afirmación a
brazos en alza, ahora mismo era la envidia de Tom Cruise. ¿Dónde
había metido mis gafas de sol?
Martes, 29 de julio

Me levanté temprano, apenas había dormido con la expectación


que conllevaba empezar una nueva vida, no quería desperdiciar un
segundo en algo que no fuese saborearla disfrutándola al máximo.
Contemplé mi hogar por un rato sin poder creer que de verdad
había despertado y seguía allí.
Antes de desayunar, comprobé el correo electrónico. Mi primer
día en Irlanda y ya sumaba media docena de mensajes de mi tía. Los
tres primeros recriminaban la falta de contacto en todo el lunes, cada
uno más acalorado que el anterior, recalcando que había prometido
escribir en cuanto llegara. Los siguientes se componían de una lista de
preocupaciones sinfín que amenazaban con matarla si no disipaba las
nubes con urgencia.
Empecé con disculpas y seguí explicando que no, que el hijo de
Rachel, Daniel y no Damien como ella lo había llamado, no tendría
ningún inconveniente en recogerme los días de lluvia y que por esa
misma razón no había problema con que yo no tuviera permiso de
conducir o automóvil. En ese punto dediqué unos cuantos piropos a mi
bicicleta de paseo y me centré en mi fobia al agua que, como ella ya
sabía, excluía bañeras, fuentes y lluvia, concentrándose en todo
líquido utilizable para nadar o bucear, por lo que no importaba lo
lluviosa que le habían dicho que era Irlanda.
Proseguí con lo dispuesta —y no era mentira— que estaba
Rachel a echar una mano en todo lo que hiciese falta.
Les hablé de los muebles resucitados y mi nevera medio llena,
tampoco había que preocuparse de que estuviese aislada pues el
pueblo se localizaba a poco más de una milla y la casa de Alanis a
unas yardas detrás de la colina, no cabía aislamiento alguno. Además
bromeé con que estaba enseñando tácticas de perro guardián ninja a
Rabzilla.
Mantener con vida a mi tía había costado alrededor de una hora
y mi estómago protestaba con ahínco. Preparé cuatro tostadas con
mermelada y engullí algunas galletas, mi cerebro reclamaba azúcares.
Deseaba un vaso de leche pero no tenía cacao en polvo y el café me
sentaba mal de siempre.
Me obsequié con la mejor ducha de mi vida y monté mi bici que
había llegado en dos piezas para ocupar menos espacio. Cuando me
vi lista, partí a encontrarme con Rachel, no quería darle una mala
impresión siendo impuntual.
Mejor hubiese sido dejar mi bicicleta a la que tanto apreciaba en
casa e ir a pie, pues el angosto camino de tierra y hierbajos con un
sinfín de hoyos que amenazaban con descalabrarme a cada vuelta de
rueda no me concedió disfrutar un momento el precioso paisaje que
me arropaba.
Llegué pronto. Sin señales de Rachel, esperaba impaciente por
ver el pueblo. A simple vista se apreciaba que no ingresaría en los
grupos de gran densidad demográfica. Parecía estar contemplando un
hermoso óleo pintado a mediados de siglo con todas aquellas
viviendas construidas hacía tantos años en piedra y madera. Cada una
con parecida estructura, enmarcadas por un tupido y desnivelado
bosque al oeste y una sucesión de pequeñas praderas que
desembocaban a orillas del mar en su parte este, estirando un poco el
cuello conseguía adivinarse el discreto puerto pesquero.
Trepé al pequeño muro de piedras que delimitaba el camino de
entrada con cuidado de no pisar las florecillas que crecían a sus pies y
esperé tatuando en mis retinas el hermoso cuadro. Sí, sin duda, si en
vez de estar pintada cada casita de un color fuesen blancas, me
encontraría en otra época.
Unos veinte minutos más tarde apareció Rachel paseándose
alegremente con una pronunciada sonrisa que exhibía un potente
labial a juego con sus cabellos. Nada más llegó a mi altura, me brindó
un fuerte achuchón que la dejó enterrada entre mis brazos; su frente
apenas alcanzaba mi barbilla.
—No te imaginas lo contenta que estoy de que decidieras volver
—era tan cálida que resultaría imposible no quererla—. ¡Vamos! ¡No
puedo esperar para enseñarte el pueblo!
—Yo tampoco —emití una risita impaciente, ella enrolló mi brazo
con el suyo y nos pusimos a ello.
Me mostró las rústicas viviendas que componían Sirens, que con
su colorido acrecentaban la sensación de estar en las páginas de un
cuento infantil. Me cotilleó de cada uno de sus ocupantes intercalando
preguntas sobre mis tíos, y mi vida en la ciudad. Las pocas calles de
Sirens poseían adoquines en lugar de alquitrán, prescindiendo de
aceras, y aunque era bonito porque contribuía en el aspecto medieval
y pintoresco del pueblo, no era lo mejor para mi bicicleta.
El pueblecito había sido edificado hacía Dios sabe cuántos años
equilibradamente arriba y abajo de su calle principal; en esta se
repartían todos los negocios, incluida la tienda de Rachel. Una
panadería, una pescadería, un pub, una cafetería-pastelería, una
pequeña tienda alimentaria que Rachel me aconsejó no subestimara
pues disponía de todo pese a su apariencia y al final de la calle el
orgullo de Sirens, un restaurante japonés de alto nivel culinario.
Pasamos por delante de una farmacia-herboristería que me
sorprendió descubrir pertenecía a mi antigua amiga Sales y a su
hermana mayor. Estaba cerrada, abriría en cinco semanas. Rachel
esperó cauta a que le preguntara por mi amiga; al no hacerlo me
siguió explicando que al acabar la calle encontraría una plaza con el
ayuntamiento que hacía las veces de biblioteca, correos, sala de
actos, comisaria y centro de salud. Imaginé que para albergar todo
aquello debía de tratarse del edificio más grande del lugar.
Finalizamos el recorrido en la puerta de su tienda, aún me
quedaba la mitad de la calle y su plaza por husmear; de todas formas
no necesitaba un guía, en un pueblo tan menudo parecía imposible no
encontrar algo en el momento que decidiera buscarlo.
Su negocio era un místico bazar de souvenires y artículos
esotéricos imposible de analizar al detalle en una sola visita debido a
su abarrotada y variada selección de productos. Además hacía las
veces de papelería y librería, por lo que el trabajo sería idóneo para
mí; la tienda no era muy grande pero sí muy cuca. La dependienta ya
estaba muy embarazada y acababa el lunes, por lo tanto ese día me
incorporaba yo; me hubiese gustado disfrutar un poco más de las
vacaciones irlandesas pero no me importaba.
Las cuatro horas de trabajo empezaban a las tres y acababan a
las siete. Momento en el que Rachel aparecería para hacer caja y
cerrar la tienda. Casi todos los comercios permanecían abiertos a
mediodía, ventajas de vivir justo encima de ellos. Me estuvo
explicando los mil asuntos que debía atender por las tardes, motivo
por el cual no podía hacerse cargo de la tienda. De hecho, estaba toda
compungida porque no podía acompañarme al ayuntamiento, ya que
alguno de esos asuntos la reclamaba, tuve que repetirle varias veces
que se fuese tranquila para verla aliviada.
Me explicó sin respirar mi jornada laboral; libraría un fin de
semana sí y uno no. Uno despacharían Rachel y su marido y el otro su
hijo Daniel y yo. Los sábados que me tocara trabajar sería a jornada
completa. Me pagaría unos setecientos euros, más que suficiente. La
casita de la playa estaba pagada y yo tenía la libreta bastante
engordada pues había vendido el apartamento de mi padre en Dodge
City y heredado una discreta fortuna. Claro está que mis tíos se
encargaron de coger un más que generoso pellizco por si su sueño de
que acabara en la universidad se hacía realidad; el otro pellizco lo
pusieron a plazo fijo para evitar «derroches innecesarios»; esto último
era «innecesario», ya que yo gastaba bastante poco.
Después de un rato con mi guía entendí perfectamente el amor
que mi padre le dispensaba. Disfruté todas sus explicaciones, agitaba
mucho las manos y hablaba sin parar, no sabía si era por mi
optimismo palpitante o por lo agradable que Rachel resultaba. Pensé
que nosotras también íbamos a llevarnos muy bien, en realidad me
hubiese agradado su compañía un rato más.
Caminé sola por la calle de las tiendas, la única que se atrevía a
dejar pasar dos coches a la vez, la única con casas de dos plantas
que acogían a los dueños de los diversos establecimientos. Caminé
embobada con sus balcones de madera engalanados con flores, sus
farolas que parecían encenderse a gas, los rótulos forjados de sus
comercios, el poco o ningún tráfico, todo llamaba mi atención. ¡Me
crucé con cuatro o cinco personas que saludaron como si me
conocieran!
Y entonces lo vi, no lo podía creer, un pueblo tan insignificante
en cuestión de habitantes y allí estaba para mi uso y disfrute el único
vídeo club ambientado en el Medievo que habían disfrutado mis ojos.
Las chicas normales salen de tiendas, compran ropas, perfumes,
bolsos, maquillajes. Yo voy al vídeo club y no salgo hasta haber visto
todo lo que tienen y eso que por lo general ya sé qué voy a alquilar de
antemano; de seguir en Kansas, esta semana tocaba Nicole Kidman y
a por ello que fui.
A la izquierda de la entrada se hallaba el mostrador justo como
en la tienda de Rachel, desde allí una chica menuda me dio la
bienvenida con un «hola» casi imperceptible, sentada incómoda en un
taburete que dejaba a la vista demasiado de sí misma. A partir de ese
punto empecé mi indagación, la tienda estaba vacía a excepción del
otro dependiente; como diría de estar en Kansas, «todo un lujo para
mí sola».
Me sentí en mi salsa navegando de aquí para allá, lo primero en
reclamar mi atención fueron las dos estanterías de chucherías. Ahora
sí que me alegraba de no estar con Rachel. Escogí cuatro paquetes
de snacks pequeños y tres grandes: Kit-Kat, Twix, Conguitos y Toke y,
por supuesto, tres botes de palomitas con azúcar. Lo dejé todo sobre
la barra sin que la chica se inmutara y seguí mis pesquisas.
Mi primera vez allí requería tiempo extra, así que escudriñé
escrupulosamente hasta sentirme satisfecha. Había encontrado cuatro
películas de la Nicole, lo que me daba para una sesión cuádruple, algo
imposible con la supervisión de mis tíos pero ahora no estaban y
quería arriesgar a ver hasta dónde era capaz de llegar en un solo día.
El otro dependiente rebuscaba en ese momento en una pila de
películas antiguas:
—Perdona, ¿qué otras películas tenéis de Nicole Kidman?
En los seguros cuarenta minutos que llevaba allí no me había
fijado en él, solo lo había visto pasar de refilón un par de veces y
ahora que lo tenía erguido frente a mí como si hubiesen extraído toda
la belleza del universo y la hubiesen comprimido en un muchacho de
mi edad, no entendía cómo no me había fijado antes.
—¿Eres una fan?
¿Qué era eso que se hace con la nariz y si no mueres? Era la
primera vez que un chico me dejaba sin respiración, de hecho, los
chicos no solían impresionarme a primera vista, ni a segunda, ni a las
consecutivas vistas. Pero este poseía algo especial que se intuía más
allá de su beldad, alto, bien formado, nunca me habían gustado los
pelirrojos pero este era algo singular. Tenía pinta de ser un rubio
teñido a juzgar por sus raíces doradas, ojos azul claro, labios finos,
rosados, perfectos, ni una sola peca y su piel tampoco era pálida del
todo. Miré hacia la pila de películas indagando de qué peli de
superhéroes se habría escapado.
—¿Perdona? —pregunté olvidando su interrogación.
Acababa de quedar como una idiota, embobada ante su mera
existencia.
—Decía si eres fan de Nicole Kidman.
—No, solo es que me gusta coger a un actor… —qué tonta, me
temblaba la voz— …de vez en cuando y ver parte… o… ver —había
olvidado las palabras «revisar» y «filmografía»— …ver… todas sus
películas.
Le hizo gracia mi tartamudeo, respiró profundamente y me
observó con fingido interés.
—Ya veo, y ¿no preferirías a Tom Cruise?
—La verdad es que no me gusta Tom Cruise —eso lo dije del
tirón.
—Creía que a las chicas os gustaba —su modo de hablar
traslucía un ligero flirteo que alagaría hasta a la más estoica de las
mujeres—. Está preparando una de samuráis que realmente promete.
—Que no me guste él no quiere decir que no me gusten sus
películas, aunque tiene algunas que… —ya me sentía más relajada,
pelis y actores, ese era mi terreno, no necesitaba de mucha
concentración.
—Bueno —me miró fijamente y sonrió mordiéndose el labio
inferior. Si pretendía que cayera desmayada, estaba a punto de
conseguirlo—. Ven, vamos a ver lo que hay.
Hizo una seña con la cabeza y lo seguí hasta el mostrador.
—Vicky, mira a ver qué tienes de Nicole Kidman.
A la chica le subió la bilirrubina, la pobre no acertaba a teclear
las letras correctas en su ordenador; al parecer ese era el súper poder
del héroe en cuestión: hacernos parecer estúpidos al resto de los
mortales. Depositó la carátula de Un pez llamado Wanda sobre la
mesa.
—Yo me llevo esta.
Mierda. Mierda, mierda. ¡No era el dependiente! Ahora es
cuando la tierra se abre y me traga.
—Lo siento, no… ¿No eres el dependiente?
—No te preocupes, paso tanto tiempo aquí que podría serlo,
¿verdad, Vicky?
A la dependienta le llegaron las rojeces hasta las orejas pero
algo me decía que el interés de él se dirigía más a las películas que a
ella. La chica enumeró la filmografía de la actriz australiana disponible
en el vídeo club. Disponía de una semana para devolver cualquiera de
ellas excepto las más recientes, que eran más caras y para dos días.
—De acuerdo. A ver, me llevo…
Recité una lista de nueve cintas y el superhéroe de pelo naranja
silbó. La chica creyó que era el momento oportuno para avergonzarme
preguntando si quería una bolsa para todas mis porquerías que
desperdigó bajo nuestras narices, el chico sonreía de nuevo.
—¿Os parece bien si paso delante? Como no voy a dejar el
vídeo club sin existencias…
Sonreí tímidamente y me aparté cediéndole el turno. La chica
aturullada le cobró la película y él se despidió con un guiño que
provocó dos suspiros sincronizados, esperaba de verdad volver a
encontrármelo.
Me hice una ficha, recogí mis pelis y salí de allí medio aturdida.
No fue hasta casi llegar a casa que caí en que tenía que poner en
orden algunos papeles. ¡Había olvidado ir al ayuntamiento! ¡Y al súper!
Y no solo eso, acababa de comportarme como una imbécil. ¿Qué me
había pasado en el vídeo club? Aquel chico me había idiotizado, me
pregunté si no sería un despertar tardío de mis hormonas
adolescentes que ahora me la jugaban y me hacían pensar
gilipolleces. «Toda la belleza del universo», «un superhéroe», ¡por el
amor de Dios! Y encima ahora no tenía Nesquik.
Cogí energías engullendo dos paquetes de Cheetos, un Twix y
medio Toke que remojé con media botella de agua y terminé de
desempacar mis pertenencias.
Al acabar encendí velas e incienso que Rachel había dejado en
el armario de mi madre y me senté en el sillón por no sé cuánto tiempo
a admirar el resultado. Nunca habría pensando que pasar horas
contemplando muebles y paredes pudiese ser agradable, relajante y
entretenido a la vez.
Me eché en la cama observando mi dormitorio. En mi mesita
iluminaba una lámpara que mi madre decoró hace años junto al
teléfono. Mi baúl ahora vivía debajo de la ventana, me preguntaba
quién lo habría enviado si Rachel no había sido.
Miércoles, 30 de julio

La cuádruple sesión de películas se había quedado en sesión


doble, pero albergaba grandes expectativas para la noche del
miércoles.
Desayuné tostadas con aceite y sal y dos Kit-Kat, otra vez me
quedé con ganas de leche. Metí las dos películas que ya podía
devolver en mi bolso con la palpitante esperanza de reencontrarme
con el chico pelirrojo. Me puse mi vestido naranja, uno de mis favoritos
por lo cómodo que era, y me recreé en el espejo observando a la
nueva Estrella, mi vida empezando.

Al salir al patio trasero comprobé que el tiempo compartía mi


estado de ánimo, un día esplendido. Me arremangué la falda y cogí mi
bici para dirigirme a Sirens. Repasaba una lista mental que incluía
supermercado, ayuntamiento y, para qué negarlo, la perspectiva de
encontrarme con el superhéroe de nuevo.
La primera pista de que no iba a tener suerte me la dio la chica
del vídeo club saludando con un poderoso «hola» erguida en su trono.
La timidez del día anterior se había esfumado con el chico atractivo.
Razoné cómo iría perdiendo afabilidad a medida que fuera conociendo
mis escandalosos retrasos en la entrega de cintas. Esa era mi
verdadera y trágica historia con los vídeo clubs: empezábamos muy
bien y acabábamos peor que mal. Devolví mis películas decepcionada
y me fui al súper arrastrando pies y bici.
El dueño del supermercado no me quitaba ojo. Sin quererlo,
empecé a meter cosas en el carrito con los brazos despegados del
cuerpo para no suscitar más desconfianza. Cada vez que lo miraba
removía su bigote con desaprobación. Cogí el gel, champú y
desodorante que usaba habitualmente, detergente, un pack de seis de
leche, otro de agua, mi Nesquik, helados, batidos de cacao y vainilla,
pizzas congeladas y un poco más de comida preparada, pan de
molde, galletas dulces y saladas con chocolate y con crema, crema de
cacahuete, pastelitos, muffins y bollos. Mi compra no mejoró la actitud
del señor con bigote. Recogí mis bolsas como pude y él me escupió el
ticket.
La «simpatía» de aquel hombre me había despistado y mi
compra resultó demasiado copiosa para mi bici, colocarlo todo en la
cesta y manillares fue tarea experta.
Cuando llegué a la plaza, el Sol abrasaba y el día ya no parecía
tan espléndido, apenas conseguía seguir arrastrando mi bici, estaba
por regresar al supermercado y cambiarla por un carro que seguro
sería mucho más fácil de arramblar por los adoquines.
Atravesé la plaza del ayuntamiento sorteando una enorme fuente
circular que sostenía la escultura de una sirena tallada en piedra y así,
con claros signos de asfixia, llegué hasta la entrada del ayuntamiento.
Allí un policía entrado en años y en carnes, de calva declarada y
mostacho semejante al del «simpático» del supermercado hablaba con
gesto risueño a un muchacho rubio que se posicionaba de espaldas.
Me apoyé en una furgoneta azul aparcada a mi lado, no podía más. El
guardia alzó la vista lo justo para ver mi apuro y venir al rescate.
—Vaya, debes ser Estrella, Rachel me había dicho que vendrías,
justamente hablábamos de ti.
Claro, pueblo pequeño, chica nueva. No almacenaba suficiente
oxígeno para contestarle, así que asentí con la cabeza mientras el
hombre me sujetaba del brazo.
—¿Que no tienes coche? —preguntó afectado.
—Ni permiso —atiné a contestar con exhausta sonrisa.
El hombre me devolvió de inmediato la mueca apretando mi
brazo en un ademán cariñoso que me hizo adivinar que se trataba de
uno de esos tipos entrañables y afectuosos que solo se podían
encontrar en un pueblo pequeño como Sirens.
—Alguien tendrá que acompañarte a casa —dijo poniendo los
brazos en jarras.
Antes de que yo empezará a rechistar, ya gritaba el nombre del
chico rubio que aludido se posicionó junto a él evaluándome a través
de unas gafas ahumadas. Evel había dicho que se llamaba, era mucho
más alto que el policía, su pelo ocre y ondulado alcanzaba una boca
increíblemente atractiva que evocaba otro superhéroe; dos en dos
días, estaba de enhorabuena. Era tan guapo que dañaba la vista,
aunque no pareciera muy entusiasmado con mi presencia. Me
pregunté qué estarían hablando de mí. El policía echó una ojeada a mi
bici sin descolgar los brazos de su cintura.
—¡Santo cielo! ¿En serio piensas llegar hasta casa así?
Se llevó una mano a la boca restregando su bigote con gesto
pensativo y le hizo una seña al chico, que contestó con un
asentimiento.
—¡Santo cielo! —repitió—. ¡Disculpa! ¡Qué mal educado! Soy
Vincent y este es Evel. Evel, esta es Estrella, tu nueva vecina. Bueno,
ya os conocéis, ¿no?
Vincent estrujó mi mano con dos manos ásperas y calientes.
Evel saludó con un «encantado» desencantado; no hizo acción de
estrechar mi mano, así que contesté un solitario «igualmente» con aun
poco aliento. Quise preguntar de qué nos conocíamos pero Vincent
me arrastró al interior del ayuntamiento abandonando al chico junto al
furgón.
El viejo guarda fue muy hospitalario en todo momento, me
presentó a la única persona que se hallaba dentro del edificio, su
esposa, una mujer mayor con un moño que yo creía exclusivo de
bibliotecarias de pelis antiguas. El pueblo solo disponía de dos
municipales: el propio Vincent y Evel, al que no había identificado
como policía porque iba de paisano y, más que un guarda, exhibía el
aspecto de un saludable montador de olas con aquellos piratas y
camiseta sin mangas.
Vincent y su esposa fueron muy amables ofreciéndome ayuda
en todo aquello que precisara. La gente de la ciudad no hubiera sido
tan atenta ni por asomo, siempre iban estresados y enfurruñados,
queriéndose quitar las cosas de encima rapidito, pero aquí reinaba la
paz y la tranquilidad hasta en las personas. Entre los tres resolvimos
todo el papeleo en un suspiro.
Al abandonar el recinto descubrí mi bicicleta junto con todas las
bolsas de compra apiladas en la parte trasera de la furgoneta azul que
había servido de apoyo a mi llegada. El chico rubio, Evel, estaba
sentado en el asiento del conductor. Vincent me indicó que el joven
policía se aseguraría de que llegase a casa de una pieza. Tres días
por mi cuenta y ya necesitaba asistencia de la Garda; miré el equipaje
y me sentí más aliviada que afrentada.
De camino a casa, tras dos escuetos comentarios sobre el
tiempo, ninguno de los dos sabía qué más añadir y el silencio empezó
a tomar forma sólida. Aun así seguía prefiriendo que me llevaran en
coche a la idea de acarrear todo aquello por el maltrecho camino.
Lo miré de reojo unas cuantas veces, permanecía serio y
pensativo, imaginé que tanta concentración no iba destinada solo a la
conducción, soy buena descifrando las caras de la gente y él no
estaba muy contento con mi compañía; por suerte llegaríamos
enseguida. Mientras me preparaba alguna pregunta cordial, carraspeó
y cogió aire:
—¿No deberías ponerte pantalones para ir en bici?
Me permití un segundo para analizar el tono de la pregunta,
demasiado parecido al que hubiese empleado mi tía.
—No tengo pantalones —contesté simulando inocencia. Él
reprimió un gesto de incredulidad que yo ignoré.
—Ir en bici con faldas tan largas no es muy seguro —echó una
ojeada al cargamento y añadió—. Y creo que también deberías
empezar a pensar en manejar un vehículo algo más grande.
—Tengo mucha práctica con la bici. Y con las faldas —repliqué
al borde de la ofensa.
El chico rió caldeando el ambiente y recriminó mi falta de
práctica con bicis cargadas.
—¿No te has enredado nunca con la cadena? —estaba muy
seguro de que sí.
—Nunca —mentí con suficiencia.
Levantó una ceja aderezando el gesto con media sonrisa
incrédula y yo pasé a observar las cutículas de mis uñas.
Al alcanzar la valla de mi casa se detuvo y saltó del automóvil,
derecho a descargar la parte trasera. Bajé y lo seguí por el lado
opuesto, me posicioné junto al policía, dispuesta a ayudar. Él me
evaluó por un segundo para seguidamente darme la espalda mientras
preguntaba.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad?
—¿Debería acordarme?
No tenía idea de que podía conocerlo, depositó la bici en el suelo
como si fuese de corcho.
—Supongo que eras muy pequeña —dijo para sí—. Jugabas con
mis hermanas pequeñas cuando erais niñas, tu madre las recogía y os
ibais a la playa. Supongo que yo sí lo recuerdo porque era más mayor.
Arrastró la bici hasta la puerta de mi casa dejándome
boquiabierta. No lo podía creer. ¡El hermano de mi ex mejor amiga!
Debí adivinarlo cuando Vincent dijo que nos conocíamos. ¿Quién más
podía ser? Y para ser fiel a la verdad, me había parecido identificar un
toque familiar en él —y yo comparándolo con el superhéroe del vídeo
club.

Me llevé la mano a la boca. ¿Cómo no lo había reconocido?


Estaba prácticamente igual, más hecho, más hombre, pero igual al fin
y al cabo.
Recordaba verlo de vez en cuando paseándose con su
espeluznante novia gótica. La chica ponía los pelos de punta nada
más verla y claramente no soportaba mi estampa, ni la mía, ni la de
nadie. Intenté recordar algún diálogo con él, pero no, creo que nunca
hablamos. Por lo general desaparecía cuando mi madre y yo
aparecíamos, no sé si por timidez o desagrado.
Cuando finalicé el paseo por mis recuerdos, Evel venía de
aparcar mi bici.
—Eres el hermano de Sales, ahora recuerdo.
Me respondió cogiendo todas las bolsas de una vez, yo le seguí
de manos vacías.
—Sales se alegrará de que la recuerdes, tiene muchas ganas de
verte, está muy contenta de que hayas vuelto, lleva semanas
entusiasmada.
¿Ganas de verme? ¿Semanas? ¿Cómo se había enterado de
que iba a volver? Llevaba ocho años ignorándome deliberadamente y
ahora tenía ¿ganas de verme? No pude contenerme.
—¿Sabes? Yo sí la recuerdo, de hecho la he recordado siempre.
En cambio ella… No entiendo muy bien por qué nunca me contestó
ninguna carta. La verdad, no parece que se haya acordado mucho de
mí.
Puede que el tono de mi voz sonara un poco amargo e insolente,
pero cuando él se encaró conmigo me miraba como si hubiese soltado
la peor de las blasfemias.
—¿Que no te contestó tus cartas? Me parece que no tienes ni
idea.
—¿De qué no tengo ni idea? —pregunté airada.
Él vaciló un instante.
—Sales —hizo una pausa, respiró hondo y prosiguió—, Sales…
—titubeó una vez más—, Sales te creía muerta.
No daba crédito, le hice repetir la última frase porque no estaba
segura de haberle entendido bien.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué pensó algo así?
—Es lo que todo el pueblo pensó —parecía un poco ofendido de
mi ignorancia, a mí todo me sonaba irreal—; desaparecisteis el mismo
día tú, tu madre y la mía. ¿Puedes imaginar cómo fue para Sales?
Apenas le escuchaba, en ese momento nos encontrábamos en
distintas dimensiones y en la mía, un enorme agujero negro trataba de
engullirme.
—Perdona. ¿Cómo dices? —sacudí la cabeza confusa—. ¿Tu
madre? ¿Qué le pasó a tu madre?
Percibí que tras las oscuras lentes me miraba como si yo fuese
un marciano.
—Mi madre desapareció con la tuya y en teoría contigo.
No supe interpretar lo último, ¿me reprochaba estar viva? Sentí
los ojos escocidos. Evel seguía hablando desde su dimensión,
explicaba algo, pero yo no escuchaba nada. Estaba avergonzada por
la poca fe que había depositado en mi amiga y hecha polvo porque
nunca me enteré de la desaparición de Alanis y ella había sido mi
familia. ¿Cómo pude pensar que Sales no me buscaría? Y de haber
estado Alanis con vida, seguro me hubiesen encontrado. Mareada, me
fui hundiendo en la tierra del camino.
—¿Estás bien? Te has puesto un poco… verde.
No me extrañaba, con dos Kit-Kat y unas tostadas peleando por
escalar mi esófago. Respiré hondo arruinándoles el ascenso. Advertí
una mano sujetando mi brazo. Miré a Evel. Se había deshecho de las
gafas de Sol y su mirada verde electrizante me atrapó durante el lapso
que tardé en recuperarme y prescindir de su ayuda.
Quise decirle que sentía lo de su madre pero no tuve fuerzas. En
lugar de eso pregunté dónde estaba Sales. Explicó que ella y Cris, la
hermana mayor, habían abierto a principio de año una herboristería y
ahora estaban en Galway, en una feria de dietética y farmacéutica. De
ahí volarían a Derry, en la otra punta del país, a un curso sobre
plantas medicinales o algo así. Lo que al cambio venía a decir que
hasta que no pasaran dos semanas no podía contactar con ella.
Estuve tentada de pedirle un teléfono pero después de ocho años y
encontrándome en Irlanda prefería que en nuestro primer
acercamiento nos pudiésemos ver la cara.
Evel me observaba esperando que añadiese algo, no sabía qué
decir, seguía consternada.
—Lo siento, no sabía nada de —balbuceé— todo esto.
Me concentré en la rueda delantera de la bici evitando las
ráfagas verdes de sus ojos.
—Lo siento mucho, de verdad —añadí refiriéndome a su madre.
Me observó un segundo más, se colocó las gafas y luego se
dirigió al vehículo permitiéndome mirarlo de nuevo. Antes de subir se
volvió hacia mí.
—Yo también lo siento —no supe a qué de todo se refería.
Lo detuve un instante más antes de que arrancara el coche:
—¿Cuándo supisteis que yo no…? Que sí estaba vi… —aquello
era absurdo.
—¿Que estabas viva? —asentí.
El hermano de Sales respondió que hacía poco y se fue sin más.
Entré en casa zombi. ¡Por supuesto que iba zombi! ¿Acaso no
era una muerta vuelta a la vida? ¿Pero qué diablos era todo eso de
que todos me creían muerta? No sabía qué pensar, no sabía ni qué
creer. ¿Evel me estaba diciendo la verdad? Por supuesto que sí,
¿quién inventaría algo tan macabro? Ni siquiera alguien con una novia
vampira. Me senté en el sofá apretándome las sienes en un intento por
encontrar el sentido de algo, apilaba tantas preguntas y ni una sola
respuesta con lógica.
Necesitaba alguien con respuestas y lo necesitaba ¡ya! Marqué
el numero de Rachel, que descolgó antes del segundo tono con un
exclamativo: «Hola, cariño».
—Ra… —aclaré mi garganta—, Rachel, necesito hablar contigo.
Preguntó preocupada si me encontraba bien, a lo que contesté
que «no» con una petición por acercarme a su casa. Rachel estaba de
recados pero prometió acercarse a la mía de inmediato.
Acudió sofocada tropezándose con las bolsas que había dejado
olvidadas a la puerta de casa. Lo que tardó en llegar, yo lo había
dedicado a despellejar mis manos con insistentes frotamientos. Rachel
se apresuró a sentarse junto a mí con la mirada espantada.
—¿Qué pasa, Estrella? ¿Qué pasa? ¿Ha pasado algo malo? —
preguntaba sin espacios y sin respirar.
La calmé practicando mi tono más sereno y expliqué que
necesitaba hacerle algunas preguntas. Ella se relajó —creo— y forzó
una postura interesada y cooperativa.
No sabía cómo enfocarme, debí pensar cómo empezaría mi
interrogatorio mientras ella se acercaba a mi casa, pero estaba
ocupada buscando explicaciones por mí misma. Al final la cosa salió
brusca y directa.
—¿Por qué todos creían que estaba muerta?
Rachel no se esperaba eso el tercer día de verme. La pregunta
la echó para atrás, por un momento pensé que buscaba evadirme pero
luego se recompuso. Observó a Rabzilla, que intentaba escalar por
mis piernas y por último me miró directamente a los ojos.
—Hace dos años tu padre vino a Irlanda. ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza antes de recordar los quince días que
desapareció poco antes de su muerte.
—Bueno, cuando regresó vino a verme —prosiguió.
Rachel se examinaba las manos nerviosa, interpreté que le
apenaba recordar a mi padre.
—Pasó unos días aquí y me contó que estabas viva. Yo no lo
sabía —se apresuró a aclarar—. Nadie lo sabía, me hizo jurar que no
se lo diría a nadie.
—Rachel, esto no tiene sentido. ¿Por qué creíais que estaba
muerta? ¿Lo dijo él?
—No dijo que estuvieras muerta, pero tampoco que
sobrevivieras. Es lo que todos imaginamos. Después del accidente no
volvió a hablar con nadie, ni siquiera conmigo, pasaba los días ebrio y
encerrado aquí. Los equipos de rescate os buscaron por tierra y mar
sin descanso, ¡a las tres! —repitió «a las tres» enfatizando con ojos
desbocados—. Él les dio una foto tuya y de tu madre para la
búsqueda; se desmoronaba cada vez que le preguntaban por
vosotras. No sé por qué no dijo la verdad, no lo sé, estaba muy mal y
no aceptaba apoyo de nadie —Rachel se masajeaba la frente, yo era
incapaz de especular con la mente saturada—. Hablamos por teléfono
algunas veces cuando se fue a América, muy pocas, pero nunca te
nombró. Nadie sospechó nada, todos creímos que os habíais ahogado
y que el silencio de tu padre se debía a que estaba tan devastado
como el padre de Sales, que se suicidó unos meses más tarde.
Tragué saliva como pude, me sentía las manos frías y la cara
ardiente. Sales. No podía dejar de pensar en ella, había perdido a su
madre, a su mejor amiga y resulta que también a su padre.
—¿Por qué no le dijiste a Sales que estaba viva?
—Había pasado mucho tiempo y se lo juré, Estrella. Se lo juré a
tu padre, no espero que me entiendas. No puedes imaginar lo
desesperado que parecía y con qué fuerza me pidió guardarle el
secreto, no podía traicionarlo, era mi amigo —Rachel estaba a punto
de llorar—. Me dijo que ibas a regresar, que lo harías pronto y que
vendrías con preguntas y que yo debía ayudarte —regresó a su
diatriba rápida—. Le dije que era él quien debía explicarte todas las
cosas, le dije que ya eras mayor. Le pregunté qué ocurría, a qué se
debía tanta intriga. Me contó lo de la barca, las flores y lo de tu pérdida
de memoria e insistió una y otra vez en que te cuidara, que fuera
sincera, que te ayudara, pero en ningún momento me aclaró por qué
no dijo que vivías. Me hizo jurar que no se lo contaría a nadie hasta
que tú misma vinieras, me pidió que preparara la casa —señaló a su
alrededor y dejó de retener las lágrimas—. Creo… creo que él sabía
que iba a morir… y…
Se cubrió la cara con las manos, si llego a saber que la haría
llorar no la llamo. Tenía un drama montado en mi comedor y no era
capaz de hacer nada. Lo peor era que me sentía culpable porque a
pesar de que hablamos de mi difunto padre, a mí no me asomaba la
pena. La única pena que sentía en esos momentos era para Rachel,
que ahora se disculpaba sorbiéndose la nariz.
Puse a Rabzilla sobre mi regazo antes de que empezara a
rascar hueso y empecé a acariciarle compulsivamente hasta hacerlo
huir.
»Me contó sobre ti, me dijo que estabas bien, hasta me dijo
dónde estabas. Creí que se había vuelto loco pero me enseñó una foto
tuya soplando una tarta de trece velas, el mundo se me cayó a los pies
cuando la vi —si no fuese por la gravedad del asunto, la coreografía
de brazos con la que Rachel acompañaba cada una de sus frases me
despistaría—. Cuando dijiste que ibas a regresar se lo conté a Daniel y
él a Sales. Creo que la muerte de tu madre lo trastornó, por eso no se
esforzó en decir que vivías, todo le daba igual por entonces y luego,
luego imagino que no querría ser detenido por ocultar algo así.
Aunque compartía la creencia de que a mi padre cualquier cosa
que no se midiera en graduación etílica le tenía sin cuidado, aquella
suposición no acababa de convencerme.
—Tiene que haber algo más, Rachel, mi padre era un borracho y
es verdad que no superó la muerte de mi madre, pero después de
tanto tiempo, ¿qué más daba si confesaba? No creo que lo hubieran
detenido, además, vivía en América. ¿Dijo algo más? —me miraba
cansada y dubitativa—. Rachel, por favor, ¿dijo-algo-más? —insistí.
—Él… él… dijo que te mandó a Kansas para protegerte, no dijo
nada más.
—¿Para protegerme? ¿Protegerme de qué?
—No lo sé, se le fue la cabeza —dijo aspirando mucosidades—,
aún no lo entiendo, Estrella, tal vez de que sufrieras más, de que lo
vieras así, no lo sé, la verdad.
Su respuesta no me dejó más tranquila.
No vi ninguna película, pasé la tarde mirando a un punto fijo de
la pared intentando encontrarle el sentido a todo aquello, pero todo
seguía sin sentido. Mi padre hizo creer a todo el mundo que me
ahogué en la playa con mi madre. Evitó a toda costa que volviera y sin
embargo era consciente de que tarde o temprano regresaría
desenmascarando su patraña. Dejó a Rachel como encargada para
disipar dudas, el problema es que ella misma no entendió su manera
de actuar.
Lo hizo para protegerme. ¿De qué? ¿De mis recuerdos? ¿De un
posible padre en la cárcel por esconder a la superviviente de un
supuesto naufragio? ¿Cómo iba a protegerme aquella locura? ¿Cómo
se había atrevido a hacer creer a mi mejor amiga que yo ya no existía?
¿Cómo se había atrevido a decirme que Sales ya no quería saber
nada de mí, que por eso no me escribía? ¿Qué había hecho con las
cartas que le di para que se las mandara? ¿Quemarlas, como todo?
¿Tanto costaba decirme que Alanis también desapareció?
Deseaba poder regresarlo a la vida para matarlo con mis propias
manos, me había pasado la vida pensando que todos a los que había
querido me ignoraban deliberadamente y resulta que todo se debía a
la locura de mi padre.
Jueves, 31 de julio

Lo primero que vi al despertar fue mi baúl bajo la ventana. Había


dormido con la cabeza a los pies de la cama para que me alcanzara
mejor el aire. Repasando el despropósito que había resultado el día
anterior, recordé que Rachel dijo que nadie sabía que estaba viva
hasta que la llamé para avisar de que volvía hace tres meses. Mi
cumpleaños había sido en marzo, lo que significaba que si Rachel no
me había enviado el baúl existía alguien más que supo que mi muerte
era un embuste y dónde encontrarme para entregarme el presente.
Desayuné en la cama entretenida girando una y otra vez el
caleidoscopio que Sales me cedió de pequeña. Mi psicólogo mantenía
que no era capaz de hacer amigos nuevos por el miedo a la pérdida.
¿Tendría razón? Él basaba todas mis desgracias en lo sucedido a mi
madre y sus derivaciones. Resulta que si yo tenía algún problema con
las pérdidas, mi padre era buen responsable de ello. ¿Qué hubiese
pasado si Sales y yo no hubiésemos abandonado nuestra amistad?
¿Si yo hubiese vuelto alguna vez o ella hubiese venido a visitarme, si
hubiese tenido a alguien en mi misma situación con quien hablar y
compartir mi desgracia? Mi psicólogo no contaba. Era un hombre
mayor que me caía bien pero al que nunca permití realizar su trabajo,
siempre repetía.
—Sigmund Freud ya lo decía: «El irlandés es el único pueblo en
el mundo para el que todas mis teorías de psicoanálisis no sirven de
nada».
Así se consolaba el hombre porque nunca consiguió que me
abriera a él, creo que tampoco llegué a abrirme con mis tíos o con
alguien más. Nunca me esforcé en superar mi fobia, pero lo iba a
hacer, lo conseguiría.
Me vestí y salí a tomar un poco el aire. Tenía dos opciones: la
playa o el caminito, no me sentí con fuerzas para la playa.
Mis pies me transportaron como alma en pena alrededor de la
colina hasta la casa de Sales. La vivienda estaba igual, un dúplex de
madera bordeado por una valla, también tenían lavanda plantada por
todas partes. No sabía si el camino no me había dado otra opción más
que toparme con ella o si yo conscientemente la había señalado como
destino. Acaricié la valla como si fuera un preciado tesoro. Me adentré
en el jardín inconsciente, contemplé el porche con un viejo balancín
que evocó tardes intercambiando confidencias. Casi había olvidado lo
a gusto que se sentía alguien a su lado, Sales siempre estaba riendo,
siempre de broma. ¿Cómo estaría ahora?
—¡Hola, Estrella!
Tuve que parpadear varias veces para llegar a la conclusión de
que era imposible que aquella niña fuera Sales. Primero, porque mi
amiga no podía tener doce años aún, dos más que yo, o sea, veinte
ahora y segundo, porque según fui enfocando la vista, aquella niña
lucía el pelo más claro y la cara más redonda, lo que la hacía parecer
dulce y encantadora, adjetivos que nunca usaría con mi amiga. Sales
era dicharachera, desenvuelta y con carácter.
—¡Eh! ¿Has visto un fantasma?
—¿Cómo sabes quién soy?
—Pues porque estás igual, solo que… —me repasó de arriba
abajo abriendo los brazos sin abandonar la sonrisa— ¡Más grande!
—¿Eila?
Nombrarla le dio permiso para abocárseme encima, no sabía
cómo podía recordarme, ¿qué tendría? ¿Tres, cuatro años la última
vez que me vio?
—Sales está un poco enfadada contigo, ella pensaba que
vendrías a principios de septiembre y lo tenía todo súper, súper
organizado —puso los ojos en blanco burlándose de la organización
de su hermana—, súper organizado para no tener nada que hacer
cuando vinieras y ahora la has pillado en medio de la feria, no sabes
las ganas que tiene de verte.
Reí aguantando las lágrimas, la niña no se podía imaginar hasta
dónde me llegaban sus palabras. Sabía que no estaría enfadada de
verdad, solo imaginármela blasfemando porque le había estropeado el
plan me hacía sonreír y me daban ganas de volver a abrazar a Eila,
pero no lo hice porque entonces sí lloraría.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece —aún no los aparentaba—. ¿Por qué estabas triste?
¿Cuánto de mi yo deprimido habría visto? ¿Qué le contestaba?
¿Que mi padre era un demente?
—No lo sé.
—Pues no lo estés. ¿Has visto esto?
Me giró sobre los pies enfocándome a la playa. Su casa se erigía
a la derecha del camino y un poco a la izquierda podía ver una de las
hileras de rocas que cerraban mi cala. Su panorámica era del océano
entero sin barreras, no entendía mi propio miedo a algo tan magnífico;
un grupo de gaviotas nos sobrevolaron.
—No se puede estar triste en el mar. ¿Has visto qué día hace
hoy? No se puede estar triste en un día así. ¿No crees, Estrella?
Aprecié su jovialidad y optimismo haciéndolos míos, estaba de
acuerdo, mi padre ya había estropeado bastantes cosas, no iba a
permitirle estropear esto también, iba a enterrar sus desvaríos en su
misma tumba y a vivir, que es a lo que había venido. Sonreí a Eila y le
di la razón. Al darle la espalda al mar reparé en la camioneta azul, me
alegraba mucho reencontrar a Eila pero no me apetecía toparme con
su hermano otra vez.
—Tengo que irme.
Insistió en que me quedara un poco más, incluso me invitó a
comer con ella y su hermano, adueñándose de mi mano. Se quejó de
que estaban demasiado solos en la casa ahora que sus hermanas
estaban fuera, pero me excusé con que tenía mi comida al fuego,
mentira por supuesto. Cuando ya la tenía medio convencida, la puerta
de la casa se abrió. Su hermano me miró como si no captara quién
era, o más como si no me ubicara en su puerta.
—Hola —dijo al fin.
Le contesté anunciando que ya me iba. Me despedí de Eila lo
más rápido posible y me largué por donde había venido, pude oírla
recriminar al joven oficial que me había espantado.
Sábado, 2 de agosto

Hice caso a Eila y no me preocupé más con majaderías


externas, limitándome a disfrutar mi deseo cumplido. No había
asomado el hocico por la puerta ni de casualidad. No es que no
quisiera inspeccionar todo el territorio inexplorado que esperaba,
tendría tiempo de sobra para ello más tarde. Simplemente quería
saborear mi independencia, cada segundo en mi casa, donde solo yo
decidía lo que debía hacer, a qué hora debía comer, acostarme o
levantarme, recoger mis trastos o no.
La casa presentaba un aspecto bastante resacoso con los restos
de la celebración de mi júbilo escampados por allá donde miraras. Aún
no había probado a fregar los platos desde el martes, entretenida
correteando con Rabzilla por la casa, leyendo, viendo películas,
pasando todas las horas que me daba la gana frente al ordenador,
rellenando mi librería de libros o artículos de decoración como la
colección de botellitas de mi padre. Escuchando The Corrs a diez mil
vatios de potencia —aún me pitaban los oídos—; mi padre me los
tenía prohibidos, mis tíos me los permitían pero los diez mil vatios les
parecían excesivos. ¡Qué van a ser excesivos!
Y de lo mejor, ¡comiendo con los pies encima de la mesa! Y todo
sin nadie cerca ahogándose en gritos de espanto. El dulce de mi dieta
estaba a punto de dejarme ciega como a los perros, eso tendría que
remediarlo más adelante, o no, además, ¡podía comer en el sofá! Eso
era una nueva y grata experiencia. Mirando la sala de estar, me hinché
de orgullo. Nadie en tan poco tiempo y sin ayuda sería capaz de armar
tal cataclismo. Había estado tan ocupada que los momentos de
calentarme la cabeza con las palabras de Rachel habían sido muy
breves, limitándose a los lapsos después de que me llamara cada día
para preocuparse por mi estado de ánimo.
Abrí la nevara buscando una nueva vianda que me aportara la
suficiente energía para llevar aquel desastre al siguiente nivel. Me
había quedado sin leche, así que decidí arreglarme para ir a visitar a
mi amigo del supermercado. Salir de casa iba a ser bueno pues ya
estaba empezando a notar los primeros brotes claustrofóbicos y eso
sin contar que aún no me había enfrentado a esa parte con agua que
conformaba la delantera de mi hogar. Bueno, me dije que no había
prisa alguna.
Me dispuse a asearme para salir a por mi bebida favorita
rebuscando en el armario de mi dormitorio. Mi habitación se
encontraba en perfectas condiciones, exceptuando la cama desecha,
algunas prendas de ropa y unas pocas migas; no había querido
enmarranarlo de momento. Más que nada porque cuanto más
ensuciara, más tendría que limpiar al pasar la racha de bestia
enjaulada, y al paso que iba necesitaría una fumigadora. Escogí una
camiseta de tirantes blanca y una falda azul no demasiado larga, nadie
quería que se me enganchara en el plato de la bici y me comiera la
mitad de las piedras del camino.
Repentinamente escuché un sonido. Allí mismo. Dentro de mi
casa. Quedé muy quieta, como si alguien acabara de pillar todas las
normas que me había tirado tres días infringiendo. Me faltó poner las
manos en alto y mentir que era inocente. Cuando el timbre de la
entrada volvió a sonar entendí que mi casa venía con llamador
incorporado. Lo primero que pasó por mi mente fue Rachel, la noche
anterior le había dicho por teléfono que no era necesario que se
preocupara más, que ya llevaba años acostumbrada a los desvaríos
de mi padre; no pareció muy convencida.
Quedé desconcertada en el umbral de la puerta. Esa no era
Rachel, no sabía qué hacía allí plantada aquella chica. ¿Qué podría
querer? No dijo nada, solo se quedó allí en medio, plantada como un
pino. Era joven, de mi edad probablemente, cuatro o cinco dedos más
alta que yo, el pelo le caía en una cascada de ondas ambarinas hasta
el final de su cintura, usaba unas enormes gafas de Sol y una pamela
de paja con un lazo amarillo. Pronunció mi nombre como si ella misma
no creyera su palabra. Pestañeé dos veces esperando algo más, se
llevó las manos a la cabeza y se deshizo de la pamela y las lentes.
Tardé un solo segundo en identificar las dos esmeraldas chispeantes
que adornaban su cara, tan parecidas a las que el miércoles me
habían fascinado en el rostro de su hermano. Casi al unísono nos
abalanzamos la una sobre la otra fundiéndonos en un abrazo que
ambas llevábamos deseando una eternidad. Nos apretamos con
fuerza, siempre la había echado de menos, muchísimo, pero no supe
cuánto hasta ese momento. Apenas nos separamos, Sales empezó a
hablar atropelladamente.
—¿Te lo dijo mi hermano, verdad? Te dijo que te creía muerta,
por eso no te escribí, por eso no te busqué.
Podría haberle respondido cualquier cosa pero solo sonreí feliz y
afirmé emocionada con la cabeza. ¡Sales! No podía creer que la
tuviese delante.
—Te escribí… —¿cómo lo hacia ella para hablar tanto con las
pestañas a remojo?— …te escribí muchas veces pero…
Me cogió las manos con cariño pero con firmeza y me dijo que
daba igual, que todo daba absolutamente igual porque lo único que
importaba era que al fin estábamos juntas.
—Pero te escribí… yo… —repetí de nuevo, Sales me apretó
más fuerte las manos.
—Estrella —cortó en tono imperante.
No sé qué me esperaba que dijera, el caso es que se puso a dar
entusiasmados saltitos canturreando: «Estás aquí, estás aquí».
—Sí —suspiré riendo y engullendo el obstáculo en mi
garganta—, ya estoy aquí.
Y nos entretuvimos unos instantes fingiendo tener diez y doce
años, armando todo un jolgorio cogidas de las manos.
Superado el impacto de vernos de nuevo, pasamos a
inspeccionar los cambios que el tiempo y la vida habían erosionado en
nuestra piel. Sales había cambiado mucho. Fue una niña preciosa
pero ahora mismo era la chica más hermosa que había visto,
exceptuando mi propia madre. Claro que eran bellezas diferentes, la
de Enis era más cándida, como la de Eila. Sales poseía algo salvaje
en ella, algo libre, un poco alocado quizá. Recordaba lo viva que fue
mi amiga, pura espontaneidad.
Cuando acabamos de familiarizarnos con los cambios físicos
que habíamos sufrido, Sales se permitió echar un vistazo alrededor,
no escatimó en exclamaciones que, más que avergonzarme, henchían
mi ego.
—Está claro que has celebrado un fiestón y no me has invitado.
—Ha sido una fiesta íntima de tres días, solo yo y Rabzilla —le
informé presuntuosa señalando al belier que se lamía sus partes en
una esquina.
—Ese debe ser el propietario de todas estas bolitas, ¿no? Sales
ponía cara de asco señalando los conguitos de Rabzilla.
—Sí —afirmé resignada—, caga más que come. ¡Pero le estoy
enseñando y vamos progresando!

La invité a sentarse donde pudiera, pero en lugar de ello dio una


vuelta completa sobre sí misma recorriendo con la mirada la estancia
antes de dar una fuerte inhalación. Temí por su pituitaria amarilla.
—Cuánto tiempo sin entrar aquí.
Alzó la cara hasta las vigas del techo esforzándose por devolver
las aguas a los lagrimales. Nos volvimos a abrazar, de verdad, cuánto
nos habíamos echado de menos.
Aparté cochinadas del sofá y una vez acomodadas, empezamos
a hablar sin soltarnos las manos temiendo que la otra se disipara
como un sueño. Nos sonreíamos y comentamos que de verdad
parecía un sueño hecho realidad. Imaginé que para ella, que me creyó
muerta tanto tiempo, más que para mí.
Sales me recriminó haberle destrozado su elaborado plan para
disponer de todo el tiempo del mundo a mi lado. Si hubiese vuelto
cuando estaba planeado, la hubiese encontrado libre. En cambio
ahora empezaba un curso intensivo de siete días con su hermana en
Derry, había vuelto solo para un día porque no podía esperar a verme.
Se marchaba esa misma noche para estar allí el domingo, era un
curso muy caro y si se perdía un día más, su hermana la asesinaría.
Luego regresarían por una semana de descanso y toda la familia
partiría hacia España, donde tenían pactado pasar quince días. Sales
no me dio tiempo a sentirme chafada porque antes de terminar ya me
estaba invitando a viajar con ellos al Mediterráneo, a lo que dije
primero que sí y luego que no, recordando que a partir del lunes
trabajaba para Rachel y no podía pedirle quince días de vacaciones el
primer día, sin contar que sería dejarla estacada del todo. Sales no se
amilanó por eso, estaba segura de encontrar una solución para poder
llevarme de equipaje. Rachel y ella eran buenas amigas y me
sorprendió con que era posible que pronto estuviesen emparentadas.
Nunca había tenido mucha relación con Daniel. El hijo de Rachel
de pequeño siempre fue muy tímido, entre eso, que me llevaba cuatro
años y que yo siempre iba por ahí trotando con Sales, nunca llegamos
a relacionarnos mucho. Sales y él se habían acercado últimamente y
una sencilla amistad había dado paso a los mejores amigos del mundo
y a posteriori a necesitar de algo más. Aún no se habían dado un
primer beso ni había nada formal entre ellos, pero Sales lo
pronosticaba inminente. Me agradó verla tan feliz, hasta puede que
enamorada.
Me tocó el turno para hablar de asuntos del corazón sin nada
que aportar. Acabé charlando sobre mis tíos. Después de relatar la
lista de restricciones que sufría en Kansas, Sales no se extrañó de que
mi sala de estar pareciese la calle mayor de un pueblo el día después
de su fiesta local.
No me envidiaba el vivir sola, a ella le parecía triste, quería vivir
con sus hermanos todo el tiempo que pudiera; hablaba con tanto
cariño de ellos que casi tuve ganas de ir a por mis tíos.
Habló vagamente de su negocio porque recordó que en una
semana serían fiestas en Sirens. Su fiesta de disfraces era famosa y
monotemática, como espetó Sales con desagrado, todo el mundo se
disfrazaba de sirenas menos los más arriesgados, que optaban por
algo relacionado con el mar. A su entender no me lo podía perder, ella
ya estaba harta de los mismos disfraces cada año pero para mí sería
novedoso, como lo era para todo el que venía de fuera a verlo por
primera vez. A mi amiga le pareció el momento idóneo para
presentarme a la pandilla con la que se reunía a menudo, me habló
más en particular de su primo de mi misma edad; su pronóstico: que
nos llevaríamos de maravilla nada más vernos.
La fiesta de disfraces sería el próximo sábado, lo que venía de
perlas porque Sales ya habría vuelto de Derry y podríamos celebrar mi
resurrección por todo lo alto.
Resumimos los ocho últimos años de nuestra vida sin resaltar
nada especialmente, evadimos las tristezas y nos centramos en las
alegrías, estaba claro que la mayor alegría de Sales estaba resultando
Daniel. Anocheció avisando de que el tiempo se acababa.
Intercambiamos direcciones de correo electrónico y teléfonos.
Charlamos un rato más alargando la despedida, ninguna de las
dos tenía ganas de que Sales se fuera, pero quería visitar a Daniel
antes de irse y ya se le estaba haciendo muy tarde.
—No sabes cómo me alegro de que estés aquí.
Eso fue lo último que dijo al irse sacudiendo su melena leonina
por mi jardín. Si no me hubiesen dado por muerta, Sales me hubiese
escrito todos los días, lo sabía y no entendía cómo pude creer algo
diferente.

De verdad estaba disfrutando mi soledad pero la realidad es que


había pasado los últimos años en la compañía de mis tíos y también
los echaba mucho de menos. Los llamé escuchando sus voces por
vez primera en una semana. Me hicieron un millón de preguntas. Les
hablé sobre Rachel y todo lo relacionado con mi nuevo trabajo, mi
casa, el insolente hombre del supermercado, los progresos de Rabzilla
con sus necesidades, mi ruta por Sirens, Eila y mi reencontrada
amiga…
Omití todo lo referente a mi muerte a sabiendas de que ellos no
conocerían nada al respecto. Se sorprendieron de la cantidad de
cosas que tenía para contar en una sola semana, rieron con mi
hazaña de la compra; por supuesto, no les informé del contenido de
esta ni de que precisé ayuda policial para regresar a casa.
Finalicé el programa de novedades diciéndoles que el próximo
sábado iba a conocer a la pandilla de Sales, dando pie a que me
avasallaran con un montón de consejos acerca de ser responsable.
—…y no vayas sola de noche por ahí, los maleantes acuden a
los pueblos pequeños donde la gente es más confiada.
Los tranquilicé diciéndoles que Sales se encargaría de llevarme
y devolverme a casa sana y salva y que, como era un pueblo
pequeño, solían volver pronto a casa. Esto lo inventé sobre la marcha,
claro, pero coló, que era lo que importaba. Prometí llamar pronto y se
despidieron con un alud de besos y más recomendaciones.
Fiesta de disfraces

Lunes, 4 de agosto

El fin de semana me había dejado extenuada, ensuciar también


puede agotar. Había continuado dedicando todo mi tiempo a mis cinco
pasiones: comer porquerías, leer, escuchar música, ver pelis y
corretear por toda la casa detrás o delante de Rabzilla. Me hacía
mucha gracia cómo se picaba, le encantaba jugar. Ya casi hacía sus
cositas en una caja y aunque no fuese así, la casa había sufrido tal
holocausto que ni Sales encontraría ahora sus caquitas por debajo del
caos reinante.
Me levanté a las siete de la mañana, empezaba a trabajar y
quería establecer algún tipo de rutina saludable. Tomé un desayuno
más o menos correcto, sin snacks, chocolatinas o helados, y dediqué
las siguientes tres horas a dejar mi casa como la había encontrado el
primer día. Al terminar ansiaba una ducha más que nada y pensé que
era el momento de dejar de auto convencerme de posponer mi
encuentro con el mar, ponerse el bañador e ir a probar suerte.
Antes de traspasar la valla de mi jardín, ya supe que no iba a
conseguir nada, los temblores al abrir la puerta así me lo hicieron
saber.
Combinaba miedo y ansiedad por un temor tonto. ¿Y si al pisar
la playa empezaba a recordar? Mi psicólogo dijo que podría ocurrir,
que podría pasar que de repente recordara, no sabía si de verdad
estaba preparada para recordar. Me armé de valor, ya tenía dieciocho
años. Me erguí en el límite de la valla, abrí la portezuela y salí a la
arena.
No pasó nada, a excepción de un escarabajo pelotero
pitorreándose de mí. Soplaba una brisa moderada que columpiaba el
mar de aquí para allá provocando un suave oleaje. Cada vez que una
ola se acercaba, mi cuerpo reaccionaba con un involuntario retroceso,
conseguí llegar hasta la mitad justa de la playa. Si no prestaba
demasiada atención a las idas y venidas del agua, experimentaba una
cálida sensación de bienestar.
Acabé tumbada en la arena queriendo disfrutar el roce del viento
y el calor del Sol esforzándome en no concentrarme demasiado en lo
que a la mayoría de la gente le parece relajante: el embate de las olas
contra las rocas que abrazaban mi cala. Desde la seguridad de mi
casa era relajante, allí no.
No conseguí aguantar demasiado tirada en la arena, tenía la
sensación de que las pequeñas dunas se movían acechantes. Me metí
en casa con el rabo entre las piernas, me di una ducha, comí y me fui
a la tienda.
Rachel no me había llamado más y estaba ilusionada por verla
de nuevo. También me hacía ilusión empezar mi nuevo empleo, había
trabajado antes en la librería de mis tíos pero este era mi primer
empleo real.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás?
Rachel me esperaba en la puerta de la tienda y aunque vestía su
sonrisa escarlata, se adivinaba su preocupación en la pregunta.
—Muy bien, en serio, no te preocupes más.
Revisé la fachada empedrada del bazar y le sonreí.
—Me encanta estar aquí, Rachel.
Me acompañó adentro, desapareciendo por una puerta al fondo
de la tienda explicando que los lunes desempacaríamos el pedido,
pero hoy ya se había encargado ella para así disponer de más tiempo
para explicarme los entresijos del arte de despachar.
Mientras la esperaba, me recreé haciendo una batida visual del
pequeño comercio, los tabiques estaban saturados de arriba abajo con
todo tipo de cuadros y decoraciones de pared. En el techo se
exponían de la misma manera lámparas, faroles árabes y de papel,
móviles étnicos, cestas con plantas artificiales, aviones y globos
aerostáticos decorativos, cualquier cosa que pudieras colgar del techo,
ahí estaba.
La tienda poseía un amplio recibidor presidido por un enorme
arcón lleno de artilugios místicos e inciensos, a su izquierda se
acomodaba el mostrador de roble viejuno custodiado por tres hileras
de pequeños estantes abarrotados. Al adentrarte, una fila de
estanterías partía la tienda en dos pasillos.
Más tarde Rachel me explicó el orden en que debían estar
colocados todos los trastos, se hacía evidente que había estado
rellenando cada estantería, si es que cabía la posibilidad.
Me dejó echar un vistazo libremente mientras ella arreglaba unas
notas en el mostrador, en la otra parte se encontraba el escaparate
organizado con excelente gusto. En las estanterías se exhibían velas,
candelabros, marcos para fotos, un espacio dedicado a bisutería con
colgantes de diversas formas, plata, cristal, materias naturales; me
gustaron unos especialmente con sirenas talladas en cristal de varios
colores. No eran las únicas sirenas de la tienda, un buen apartado
estaba dedicado a ellas y a los duendes, justo al lado de una
estantería con libros que parecían usados sobre hadas, brujas,
naturaleza, autoayuda, fauna y flora o cuentos y leyendas infantiles.
¡Era el paraíso! Podría colocarme la tienda entera dentro de casa.
Sobre una de las paredes se construía un enorme perchero
repleto de vestidos hippies y de fibras naturales. En una parte estaban
los vestidos de vivos colores y en la otra los blancos y marfiles. Al
fondo se encontraba un probador estrecho al lado de la puerta del
almacén. El almacén estaba tan completo como la tienda, además del
orden de los objetos, me enseñó cómo debía reemplazar las
existencias conforme fueran escaseando. Hablaba tan
atropelladamente que me tenía que concentrar al máximo para no
perderme en sus explicaciones. Acabé cogiendo una libreta y tomando
notas porque no había otra forma de recordar las mil instrucciones que
debía seguir. En algún momento debí empezar a poner cara de «no sé
si podré con todo esto», porque paró de instruirme para exclamar.
—¡Madre mía! Perdóname, es imposible explicarlo todo en un
día. Fréname si voy demasiado deprisa. No te preocupes, estaré
contigo toda esta semana y la que viene y te iré explicando las cosas
sobre la marcha. El sábado que trabajes, Daniel estará contigo para
ayudarte porque hacen falta al menos dos personas.
—¿Y el que no? —sonrió provocando las finas arrugas de sus
ojos.
—Ya te lo dije, estaremos mi marido y yo, el fin de semana
nunca sale a pescar.
Su marido era pescador con barco propio, por si no lo había
mencionado.
—No te preocupes, no es un trabajo muy agotador excepto los
sábados, que viene gente de fuera y los lunes, que organizamos el
pedido. Después de estas dos semanas estarás sola y una vez lo
tengas todo claro, si no entra nadie puedes leer o entretenerte con lo
que quieras, puedes usar mi ordenador, siéntete como en casa, eres
de la familia.
Me sentía abrumada ante tanta amabilidad, instrucciones y
atenciones. Me cogió por los hombros y me estrechó. Lo mejor es que
yo ya me sentía como en casa, estaba ansiosa por empezar y quería
hacerlo todo lo mejor posible. No tanto por ser buena en mi primer
empleo de verdad como por tenerla contenta a ella.
Le agradecí que no nombrara a mi padre en toda la tarde, solo
un «si necesitas hablar de lo que sea, estoy aquí para ti».
Regresé a casa agotada y con la cabeza a punto de estallar
intentando no olvidar todas las directrices, no imaginaba que fuese tan
complicado manejar una tienda. Iba tan concentrada repasando la
tarde que llegué a casa en piloto automático y solo al bajarme de la
bici descubrí el maravilloso paisaje que me envolvía. Eran poco más
de las siete y el crepúsculo se exhibía majestuoso, el astro rey
empezaba a decir adiós sobre las montañas y proyectaba reflejos
anaranjados sobre el océano.
Hacía calor y un viento suave arremolinaba mis cabellos en mi
espalda, cerré los ojos instintivamente y aspiré. El cansancio dejó de
tener importancia, cuando despegué los párpados pude contemplar mi
particular espectáculo, me di cuenta que de igual manera que mi padre
no debía impedirme disfrutar aquello, ninguna fobia tenía derecho
tampoco. Lo superaría sin necesitar loquero alguno, mi tío siempre
había mantenido que era una pérdida de tiempo y dinero y que podría
nadar en cuanto me lo propusiera de verdad. Si él podía tener fe en
mí, yo no sería menos. Vencer mi temor iba a ser a partir de ahora una
prioridad, en ese mismo momento resolví salir todas las mañanas a
tomar un poco el Sol y familiarizarme con el monstruo azul; pronto o
tarde tendría que vencer mi pánico irracional al agua. Envalentonada,
me prometí constancia para conseguirlo sin ayuda alguna.
Martes, 5 de agosto

Sales telefoneó justo antes de dirigirme a devolver las películas


que me quedaban y a ver hasta dónde alcanzaba mi ventura con el
chico pelirrojo. Me alegró muchísimo oír su voz de nuevo, charlamos
un poco sobre su aburrido seminario y un mucho sobre las ganas que
teníamos de que llegara el sábado. Lamenté que fuese demasiado
pronto para pedirme una tarde libre, de todas formas Daniel pasaría el
sábado conmigo y después también tendría que empalmar con la
fiesta de disfraces. Estaba excitada ante la perspectiva de conocer
gente nueva irlandesa, gente que mi amiga quería.
En el vídeo club me llevé una decepción para la que ya iba
preparada. Por mucho que alargué mi visita, el superhéroe pelirrojo no
hizo acto de presencia y la única persona con la que intercambié
frases fue con la dependienta, que resultó ser amiga de la hermana
pequeña de Sales. Eila le había dado instrucciones de que fuese
simpática y atenta conmigo. El chico que esperaba ver estaría
atascado rescatando algún repelente gatito de un árbol, así que lo
sustituí por James Dean y Paul Newman, que se acomodaron en la
cesta de mi manillar satisfaciendo con creces mis expectativas.
No voy a comentar mis visitas al supermercado, aquel hombre
debió caerse de cabeza al nacer destrozando la zona que se ocupaba
de la cordialidad.
Jueves, 7 de agosto

La semana siguió su curso sin novedades. Por las mañanas me


levantaba, organizaba la casa y luego me iba a la playa. Cada día
pasaba más tiempo allí, lo que repercutía en mi piel, que por mucho
protector que me echara, se empeñaba en chamuscarse y hacerme
parecer un lagarto cubriéndome de pielecitas secas hombros y
espalda. Así y todo, se estaban convirtiendo en las mejores horas del
día.
Iba mentalizándome de probar el agua pero aún faltaba un poco,
un poco siendo optimista. Luego reafirmaba mi dieta supercalórica y
partía a trabajar. Me gustaba mi trabajo, la hora de salir llegaba mucho
antes de lo que esperaba, Rachel me lo hacía entretenido y llevadero.
Todos los días me traía algún trasto para casa que a final de mes
descontaríamos de mi sueldo. A mis tíos les había comprado un
marco, había colocado una foto de los tres, lo envolví de regalo y
envié ilusionada por correo desde el ayuntamiento sin cruzarme con
ningún policía.
Sales había establecido la rutina de llamarme cada noche
después de la cena. Nuestras conversaciones se constituían en su
mayor parte por la ansiada comida juntas que habíamos concretado
para el viernes y la presentación oficial de sus amistades el próximo
sábado. Todos sus hermanos estarían allí, Daniel y sus amigos, las
amigas de Eila y el primo guapo que estaba impaciente por que
conociera. Este tenía una hermana que ahora era pareja de Evel, pero
la chica no asistiría porque estaba convaleciente. Yo por mi parte le
iba relatando mis progresos en la tienda. Estuve tentada de hablarle
del chico del vídeo club, en un pueblo tan pequeño era probable que
se conocieran, pero decidí que era mejor no pensarlo más hasta que
abracé la posibilidad de vérmelo disfrazado de Aquaman en la fiesta
de disfraces.
Me acostaba bastante tarde por las noches, no queriendo
desperdiciar un momento. No iba a ninguna parte, todos los días me
quedaba en casa, era lo que me apetecía. Pensaba que al estar sola,
solo me apetecería salir e ir de aquí para allá pero lo único que
deseaba era estar en mi casa y aprender de memoria cada rincón. A
veces me encontraba sentada en una silla observando el salón y la
cocina desde la entrada, imaginaba cómo quedaría tal bártulo y luego
lo colocaba y estaba otro rato interminable observando el resultado.
Incluso fui haciendo fotos por cada rincón intentando que Rabzilla
saliera en todas para que nadie se burlara si descubría aquella
enfermedad mía.
No dudaba que en el futuro saldría más, en septiembre, cuando
me decidiera a sacarme el carnet de conducir. De todas formas, el
viernes iba a salir con Sales a comer por ahí, y el sábado tenía planes,
eso completaba el cupo de salidas para mi segunda semana.
Viernes, 8 de agosto

Esa mañana no había realizado mi rutinaria visita a la playa, lo


mío con el agua no progresaba, la próxima semana tendría que
esforzarme mucho más. Me había esmerado en la limpieza hogareña,
no quería que mi amiga pensase que era una puerca de continuo,
además me resultaba divertido fingir ser una cenicienta. Tenía que
aprovechar, seguro que de aquí unos años iba a dejar de apetecerme
realizar tareas domésticas. ¡Venga ya! De sobra sabía que eso iba a
suceder mucho, pero mucho antes.
Cuando terminé, me asomé a mi baño limpio y aromatizado y
decidí que había llegado el momento de dejar de lado las duchas y
darse un baño. Un baño de espuma con velas. El agua salada del grifo
contribuía a una mejor relajación, reflexionaba sobre mis miedos y
sobre si de verdad iba a ser capaz de vencerlos algún día. Observé mi
pie debajo del grifo, era agradable, en cambio en la playa no había
conseguido siquiera llegar a rozar la arena mojada. Si tenía miedo al
agua, ¿por qué podía estar hundida en aquella bañera? Tal vez el
término hidrofobia no era adecuado, mi temor abarcaba únicamente al
agua en grandes cantidades, al agua que fluye libre y de la que no
puedo ejercer ningún control. Me concentré en el susurro de las olas
más allá del linde de mi casa, me dio un escalofrío y me sumergí hasta
la nariz, irónico.
A las doce en punto Sales pasó a por mí azorada por culpa de
un asunto que la había retrasado. A las tres yo debía estar en la
tienda, lo que auguraba un almuerzo demasiado corto para mi gusto.
La admiré desde la puerta reparando en unas flores púrpura que
adornaban su melena, era el mismo tocado que mi madre solía lucir y
el que también me colocaba a mí cuando era niña. Sales adivinó por
dónde vagaban mis recuerdos.
—Tu madre nos hacía el pelo igual cuando éramos pequeñas, le
encantaba peinarnos.
Memoraba aquel dato con una delicada añoranza provocando la
mía, la añoranza que hacía tiempo no había sentido, incluso estando
en ese lugar que disponía todos los requisitos para atraerla. Podía
cerrar los ojos y recordar el tacto de sus manos acariciándome el
cabello, como si ahora mismo se encontrara tras de mí. El cuidado con
el que elaboraba aquellos tocados florales y cómo decoraba nuestras
cabelleras con ellos, su aroma, su delicadeza. Sales me sacó de mi
ensoñación acariciándome el brazo, en su rostro se traslucía la
empatía.
—¡Vámonos!
No tenía ninguna intención de hundirse en la melancolía y su voz
ya era tan viva como siempre. Esto me despertó alejando cualquier
sentimiento amargo y saludando a la alegría que ya llevaba un tiempo
siendo mi compañera.
—¡Vamos!
A partir de ahí todo fueron risas, bromas y contento compartido,
fuimos a comer al pub en la calle principal; la comida no era mala pero
tampoco buena.
Durante el almuerzo charlamos básicamente del sábado. Sales
recitó un informe sobre cada uno de los chicos y chicas que iba a
conocer en la noche, dedicando especial atención a su Daniel, al que
ya me parecía conocer pues las dos personas con las que me había
relacionado, Rachel y Sales, no dejaban de hablar de él.
Mi amiga le había hablado a todo el mundo de mí y estaba tan
convencida de que a todos les caería bien que temí no cumplir sus
expectativas. Le ilusionaba que sus hermanos me vieran de nuevo, en
realidad a su hermano y a Eila ya los había visto, me quedaba Cris, la
mayor, y su novio Oscar, que vivía con los cuatro hermanos. Me
quedó claro que el policía era su favorito por el tono preferente cada
vez que lo mentaba.
Las tres horas desaparecieron de un soplido y Sales me
acompañó a la tienda. Llegamos justo, faltaban cinco minutos para las
tres. Al estacionar el coche vi que la puerta ya estaba abierta y un
chico muy moreno, muy delgado y muy alto, salió a saludarnos.
Comprendí que sería Daniel. Se acercó hasta el coche y se apoyó en
mi ventanilla.
—Estrella imagino, soy Dani.
Adelantó una mano para saludarme y guiñó un ojo a Sales a
través de sus lentes. Esta correspondió sacándole la lengua como si
hiciera un rato y no una semana que no se veían. Lo que me dio a
entender cuál era el asunto que había retrasado a Sales en la
mañana. Dani me abrió la puerta quejándose de que su madre no lo
dejaba disfrutar el perfecto descanso de la universidad. Se había ido
de compras exigiéndole que me ayudara en la tienda, él aceptando
con disposición, no había conseguido que su madre le diera la tarde
siguiente libre. Bufó convirtiendo el gesto en expectación.
—Bueno, Sales, como no está la sargenta, ¿te quedas con
nosotros?
Las dos afirmamos a la vez riendo los tres.
Daniel y yo nos fuimos turnando para atender a los clientes
mientras el otro se quedaba charlando y bromeando con Sales. No
hizo falta observar mucho para entender que Daniel correspondía con
creces el sentimiento de mi amiga. Al final de la tarde la clientela
empezó a animarse, Dani y yo tuvimos que ponernos codo con codo
abandonando a la rubia que se entretenía sola probándose toda la
bisutería. Las inminentes fiestas habían atraído gente y ya decoraban
las calles para el día siguiente.
Al cerrar estábamos bastante cansados, las dos últimas horas
habían sido agotadoras.
—Bueno, ¿qué tal un té? —sugería Sales dando saltitos sobre
los adoquines.
Ambos aceptamos sin pensar dirigiéndonos a la única cafetería
del pueblo. Hacía mucho que no lo pasaba tan bien. Seguimos
charlando, si es que a eso se le puede decir charlar. Era tal la alegría
de tener a mi amiga cerca que con la excitación hablábamos la una
sobre la otra agarrando nuestros brazos para ganar el turno de
palabra. Dani nos miraba complacido y relajado sin interrumpir
nuestras guerras.
El tiempo voló y Daniel propuso ir a cenar. Para entonces yo ya
no podía más y al día siguiente debía trabajar todo el día, además me
parecía que iban a cenar realmente a gusto sin mí acaparando toda la
atención de mi amiga. Nos montamos los tres apretaditos en la
furgoneta del hermano de Sales y me acercaron a casa. Como
imaginé, ellos siguieron adelante con la cena.
Se marcharon casi antes de que hiciera pie entre bromas sobre
mi poco aguante. Al acercarme a la valla reconocí toda mi basura
hurgada y escampada por el suelo. Miré hacia el bosque lúgubre
buscando al causante de la pillería, lo que provocó que me urgiera
entrar corriendo a casa.
Sábado, 9 de agosto

Sonó un claxon. Las diez menos cuarto, ya estaba cenada y


acicalada, tal y como Sales me había indicado. Salí al jardín bajando
con cuidado los peldaños de la entrada trasera, calzaba unos
afiladísimos tacones rojo pasión a juego con mi vestido. Había perdido
bastante tiempo buscando qué ponerme y estaba contenta de mi
elección. El vestido que mis tíos me regalaron en Navidades era
ajustado en el pecho y más suelto de ahí hasta un poco antes de la
rodilla, iba atado al cuello. Los vestidos de pelandrusca típicos de
sábado noche no me apasionaban y este era sexy a la par que
elegante, idóneo para la ocasión y nada de pelandrusca.
Me había puesto gel estratégicamente, de forma que mi cabello
no abultara tanto y mis hondas se mantuviesen más definidas, del
toque final se encargaba un lápiz de ojos negro que resaltaba mis iris
claros; prescindí del labial para no acentuar mis labios demasiado
grandes de por sí.
Iba tan centrada en no matarme por los escalones que no me di
cuenta de que Sales había venido a mi encuentro.
—Vaya, vaya. ¡Te has esmerado! —silbó escaneándome—,
pareces mayor, te pareces a…
—Por favor, no digas lo de que me parezco a mi padre cuando
acabo de maquillarme. ¿Qué te has hecho en el pelo?
Volvía a lucir un tocado con lavanda, pero no era lo único
morado que llevaba, su pelo contenía franjas malva combinadas con
un minivestido de un tejido que simulaba papel arrugado, el conjunto le
otorgaba una belleza extraordinaria.
—¿No te acuerdas? Te lo dije, todo el mundo llevará pelucas o
disfraces de sirena. Te he traído una peluca —canturreó.
Y ahí, frente mis morros, oscilaba una encrespada y larguísima,
pero larguísima peluca rubio anaranjado que así de pronto me dio
repelús provocando la risa de mi contraria.
—Venga, póntela, estarás guapísima.
Sales insistió un poco más, pero yo no estaba por la labor de
desbaratar el tiempo empleado en que mi melena luciera perfecta, en
pos de un montón de espigas anaranjadas sobre mi cabeza. Conseguí
que desistiera aceptando varias burlas referentes a mi coquetería. El
horrendo postizo quedó olvidado en mi recibidor a merced de Rabzilla.
Nos esperaba un Audi azul oscuro aparcado junto a la valla,
hasta donde yo sabía no le pertenecía a ella. Sales me agarró la mano
y tiró con entusiasmo provocando que me balanceara sobre la tierra
blanda que conformaba la superficie de mi patio trasero. Vi el suelo
demasiado cerca y concentré todos mis esfuerzos en mantener el
equilibrio, percibiendo solo de lejos el sonido del portazo de un coche.
Al despegar mis ojos de los pies, me encontré con que un chico
pelirrojo de raíces rubias y amplia sonrisa se había aparecido frente a
mí provocando que toda la sangre de mi cuerpo se fuera de excursión
a mi cabeza con el consiguiente mareo.
—Estrellita, este es Ulien —hizo una pausa y continuó
orgullosa—, mi primo —otra pausa—. Ulien, mi mejor amiga Estrella.
Por variar, quedé como una lela con la boca abierta y sin que
ninguna palabra asomara, y es que tan pronto lo vi, lo reconocí. ¡Era
mi superhéroe! Plantado delante de mí, cien veces más apuesto que la
primera vez, con su color de pelo característico hecho deshecho y una
camisa de botones que realzaba sus ojos vestidos de océano
mañanero. Cerré la boca previendo los temidos temblores nerviosos
que estaban a punto de acaecerse.
Él en cambio me miraba con una sonrisa tranquila y encantadora
esperando caballerosamente unos segundos a que yo pronunciara mis
mudas palabras.
—Nos conocimos en el vídeo club —aclaró. Ulien hacía
esfuerzos por no reír—. ¿Cómo te va con Nicole Kidman?
Gracias a Dios, conseguí restablecer las conexiones entre las
neuronas de mi desbaratado cerebro para poder contestar. «Vistas»,
fue lo único que conseguí decir.
—Bueno —Ulien alargó su mano hacia mí—, encantado de
conocerte oficialmente, Estrella, Sales no habla de otra cosa.
Sales interrumpió el encuentro de nuestras manos, sorprendida y
decepcionada por el hecho de que ya nos conociéramos. Entre Ulien y
yo explicamos nuestro primer encuentro haciéndola reír y exclamar
que soy un desastre en la parte en que confundí a su primo con el
dependiente. La chica del vídeo club, Vicki, también se nos uniría esta
noche.
Ulien se interesó amable por mis tíos y yo correspondí
preocupándome por la salud de su hermana. Cuando vine a darme
cuenta, el ambiente estaba relajado pero animado; después de todo
no era tan difícil hablar con el chico pelirrojo. Subimos al coche al
encuentro de Daniel, que nos esperaba en su casa a las diez y cuarto.
El corto trayecto estuvo amenizado por el sentido de humor de
Sales, que no cesaba de decir sandeces que nos inducían a la risa.
Aproveché cada segundo que Ulien andaba ocupado en la conducción
en acostumbrarme a su belleza, para que esta no volviese a robarme
el habla.
La calle principal estaba engalanada con luces y banderitas, los
encargados de la decoración habían estado trabajando toda la
mañana, algunos de ellos habían entrado a curiosear la tienda en sus
descansos. En esos momentos la calle albergaba más vida de la que
yo había visto desde mi llegada, vida marina, con toda esa gente
disfrazada de sirena, pulpos, peces de todas las especies, estrellas de
mar…, pero sobre todo sirenas.
Daniel, que vivía encima del bazar, aún no estaba listo; por el
camino Sales y su primo habían hecho apuestas en referencia a su
puntualidad. Ulien fue el encargado de hacer sonar el timbre y Sales
no tuvo el detalle de esperar que se alegase lo suficiente para
abordarme.
—Bueno, ¿qué te parece? —me recliné complacida en el
asiento.
—Es muy guapo —suspiré.
—Es el más guapo.
—Claro, es tu primo.
Y claro que era el más guapo, el más guapo que habían
disfrutado mis ojos.
—¡Y va a venirse a España!
Me miró triunfante, claramente pensaba que había ganado la
batalla que me llevaría hacia el Mediterráneo y se volvió satisfecha a
revolver los CD’s de Ulien, dejándome espacio para analizar la
impresión que su primo me causaba. Decididamente, esta no tenía
precedente, alguna vez un chico me había gustado, incluso había
llegado a darle un primer beso, dos en rara ocasión. Pero que un chico
me agradara siempre era fruto de una amistad anterior que después
del primer y ocasional segundo beso terminaba catastróficamente
cuando yo decidía poner fin a una relación que aún andaba en
pañales. Por lo general el chico quedaba dolido y resentido y yo
deprimida por la frecuente pérdida de posibles amistades.
Entre que no me llevaba demasiado bien con mi propio sexo y
que siempre acababa fastidiando al contrario, sin mencionar el
probable miedo al abandono, mi único amigo en los últimos ocho años
había sido el estúpido pajarraco de mis tíos. Pero lo de Ulien no tenía
nada que ver, sentía un cosquilleo en el estómago con solo mirarle o
pensar en él, había pasado dos semanas con la ilusión de volverlo a
ver y ahora estaba dentro de su coche.
Los chicos se acercaron, Daniel saludó a Sales y se dirigió a mí.
—Ha sido un día terrible.
Se refería al trabajo. Tras él, Sales y Ulien discutían quién había
ganado la apuesta; Sales le increpaba no sé qué de hacer trampas.
—Y que lo digas, solo la ducha me ha reanimado un poco.
Había sido el día de más afluencia de clientes desde que estaba
allí. Sales se había pasado para hacernos la visita y se había
marchado sin que pudiésemos hablar.
Dani me pidió que subiera delante para poder charlar con mi
amiga, así que abrí la puerta y me senté al lado de la causa de mis
dolores estomacales. Nos sonreímos y él hizo el gesto de ajustarse
una gorra imaginaria exclamando.
—Próxima parada: Richard —reí, qué remedio.
Los pelos de Richard eran una calamidad. Tenía el pelo casi tan
oscuro como el mío y debía haberlo intentado teñir de rojo
consiguiendo parecer un mapache a manchas rojas, manchas que se
habían alojado hasta en la piel de detrás de sus orejas y en algunas
zonas de su cuello. Richard era el mejor amigo de Daniel, algo
evidente viéndolos juntos. Al verme, dejó caer la parte inferior de su
boca en un exagerado y voluntario gesto de sorpresa; de verdad
esperaba no haberme visto así unos minutos antes frente a Ulien.
—¡Pedazo chica! —lo dijo con tanta gracia que se hizo con mi
simpatía en un segundo—. Señorita —dijo besando mi mano con falsa
galantería—, es un placer —e hizo una floreada reverencia.
Hasta la casa de Vicki, Richard le tomó el turno a Sales para
contar despropósitos de sus compañeros de instituto, entre los que
averigüé se encontraba Ulien. Richard provocaba las risas de todos
los ocupantes del coche sin esfuerzo, con él y Sales en el grupo ya
podía hacerme ilusiones de no aburrirme esa noche.
Vicki fue la sexta ocupante del Audi, pensaban que nadie nos
multaría en fiestas por exceso de tripulación, además el hermano de
Sales era uno de los oficiales al cargo. Vicki, como yo, había
prescindido de tintes o pelucas y llevaba su media melena castaña al
viento. Debido a sus reducidas dimensiones, nadie protestó cuando se
introdujo de más en el vehículo azul.
Atravesamos toda la calle principal por segunda vez, a cada
momento estaba más concurrida, ir en coche no había sido la mejor
opción, todas las calles aparecían atestadas. Ulien consiguió aparcar
en un callejón empinado y caminamos hacia la plaza.
La plaza sufría la mayor concentración de sirenas, cientos de
melenas de colores formaban olas creando un espectáculo digno de
verse. Rodeando la plaza habían montado unos puestos de descanso
con mesas bajas redondas y sillones de ratán oscuro protegidos por
techos de paja y madera. Ese iba a ser el lugar de encuentro de
fumetas y parejitas más entrada la noche. La orquesta no había
empezado a tocar aún, el escenario se situaba justo delante del
ayuntamiento. La fuente de la sirena estaba acordonada por si alguien
se sentía tentado de remojarse en ella.
Nos dirigimos a la zona más iluminada, que fue donde nos
encontramos al resto del grupo, conté cuatro chicas y dos chicos.
Supe que se trataba de ellos cuando Sales y Richard empezaron a
lanzar exclamaciones y los seis mandaron sonrisas a nuestro
encuentro. Era un grupo de chicos jóvenes, de hecho tres de las
chicas eran casi niñas, entre ellas destacaban las hermanas de Sales.
Eila se había colocado mechas nacaradas en su cabello rubio platino,
Cris había decidido no insultar el suyo poniéndose ningún postizo. La
hermana mayor compartía la belleza de las pequeñas, con una beldad
más fina, más serena y elegante, iba acompañada por un chico alto y
corpulento muy atractivo con el pelo perfectamente teñido de azul. De
no ser por eso me recordaría a Superman, no sé qué tienen los
hombres en Irlanda que todos parecen sacados de un cómic. La
hermana benjamina de Sales vino corriendo hasta nosotras y se
enganchó a mi cuello.
—Hola, Estrella, no has venido a verme. ¿Ya conoces a mi
amiga Vicki, ¿verdad? Ven y te presentaré a Molly, es esa de allá y el
otro chico es su novio, es primo de Daniel, ¿sabes? Y mi otra amiga. A
mi hermana mayor y a Oscar ya los conoces. Evel debe de estar por
ahí intentando mantener el orden y… —y respiró y Sales se apresuró
a robarle el turno.
—Eila, no atosigues —reprendió con cariño—. Estrella, ¿has
visto qué guapa esta mi hermanita?
Sonreí y corroboré su afirmación añadiendo «y mayor».
Eila jaló mi mano arrastrándome con el resto, entre ella y mi
amiga presentaron a todo el mundo. Estaba un poco nerviosa, conocer
gente nueva me aturullaba. Todos coincidían en que Sales les había
dado la paliza tanto o más sobre mí, como ella a mí sobre ellos. Los
primeros en presentarse fueron James, el primo pequeño de Daniel,
que rondaría mi edad, y su jovencísima novia, Molly, la otra amiga de
Eila. A continuación conocí a la última de sus amigas, Laura, que
aparentaba ser aún más joven que la propia Eila. Existía una pareja
más y otra chica que ahora mismo estaban por ahí reconociendo el
terreno, eran amigos de Daniel y Richard; Sales casi no los conocía.
Solo quedaban Cris y su novio Oscar, ambos me observaban con un
cariño y una ternura propios de unos recién estrenados padres, lo cual
me hacía sentir un poco incómoda.
—¿Te acordabas de nosotros o qué?
Deseaba decirles que sí, pero la verdad, solo me venían
imágenes borrosas y poco concretas a la mente. Cris era la mayor de
los hermanos y Oscar su novio de siempre, él era español, como mi
nombre. Llevaban juntos toda la vida y vivían junto los otros tres
hermanos. Oscar se había instalado poco después de la muerte de
Alanis, estos por supuesto, eran datos aportados por WikiSales.
Oscar, emocionado, no apartaba sus ojos de mí, podía palpar las
ganas contenidas de abrazarme, se conformó con apretar mi mano
entre las suyas, usaba guantes blancos como acompañamiento a su
pelo azul.
—¿En serio no nos recuerdas?
Su interrogante estaba tamizado por una tristeza que me hacía
sentir muy culpable.
—No puedo creer que no recuerdes las horas que pasábamos
jugando en la playa Sales, tú y yo… —sonrió borrando aquella
repentina tristeza—. Siempre os hacía de canguro —miró a Eila, que
lo escuchaba con adoración y añadió—. ¡A las tres! A ti también.
Acarició la punta de la nariz de su cuñadita y ese gesto fue el
que despertó los recuerdos apergaminados en el fondo de mi
memoria. Me había esforzado tanto en no olvidar a mi madre y mi
hogar que había descuidado el recuerdo de una de las personas más
importantes de mi infancia. Pero ese gesto tan típico de él evocó
tardes de playa construyendo castillos de princesas, carreras de
caballos en las que Sales y él solían ser los caballos y Eila y yo los
jinetes. Guerras de cojines, saltos en la cama de los padres de Sales
cuando estos no estaban. ¡Por el amor de Dios! ¡Las primeras veces
que fui a un cine me llevaron Cris y Oscar! Y desde entonces que amo
el séptimo arte. Aún seguía llegando la avalancha de recuerdos
cuando me encontré enroscada a su musculoso cuello.
—Debo tener la cabeza atrofiada, toda mi infancia es un borrón
—me disculpe—, ¿cómo podría olvidarme de ti?
Era tan natural abrazarlo, tan natural como lo había sido
siempre, solo que ahora Oscar parecía menos gigante. Cuando lo
solté, me encaramé a Cris en un segundo saludo como era debido,
tuve ganas de golpearme contra una pared, pero Cris me calmó con
otro abrazo.
Tanta sensiblería debió espantar a la mayor parte del grupo, que
optó por brindarnos privacidad y no los encontramos hasta más tarde.
Justo acabando de ponernos al día y rememorar los momentos
estelares de los viejos tiempos, como cuando Sales intentó darle un
mordisco a una cucaracha tras perder una apuesta conmigo y Oscar
nos encontró en el jardín con Sales vomitando como un aspersor.
Me presentaron al resto y fuimos a colocarnos delante de la
plataforma donde la gente ya se volvía loca con las canciones de la
orquesta. Vicki y Richard habían optado por asaltar la barra de uno de
los chiringuitos colocados a ambos lados del escenario y no quisimos
interrumpirles.
Básicamente estuve intentando hablar por encima de la música
con Sales y Daniel mientras le echaba miraditas a Ulien y recibía
sonrisas cariñosas de las hermanas de mi amiga.
Poco a poco fuimos animándonos a bailar, ya que charlar
resultaba imposible. Aún crucé cuatro palabras con James, el primo de
Daniel. Cubría su pelo malva con una gorra, no me dio una buena
impresión, más que por lo que dijo por la forma lasciva que tenía de
examinarme. Su novia en cambio era una chica muy simpática con
una peluca verde demasiado grande para su cabeza, y que a todas
parecía no merecer un chico que fuera por ahí mirando con ojos
babosos a otras. Sales me había pasado el informe de todos y en él
constaba que el chaval no era trigo limpio. Pero el único currículo que
realmente me interesaba era el del chico pelirrojo que ahora mismo no
sabía dónde se había metido.
La música cesó de golpe y un hombre con el pelo y la barba
multicolor exclamó.
—¡Que cada tritón busque a su sirena para bailar!
Averiguando que sería un tritón, una pareja empezó a cantar
Endless Love y por arte de magia la plaza se llenó de parejitas
acarameladas. Sales y Daniel, Molly y el primo de Dani, Eila con su
amiga. Hasta vi un Bob Esponja bailando con Patricio. Oscar y Cris
fueron los que más llamaron mi atención, parecían flotar sumergidos el
uno con la otra como si mantuviesen una muda conversación con sus
miradas imantadas.
El dúo del escenario no lo hacía mal, pero no eran Diana Ross y
Lionel Richie. Ulien apareció de la nada preguntando si quería bailar.
Sin esperar contestación, me llevó hacia un extremo de la plaza cerca
de los puestos de descanso. Con lo que perdí de vista a todos a
excepción de la parejita aficionada al chiringuito que reía y gesticulaba
sin parar. Con lo tímida que me había parecido Vicki la primera vez
que la vi, debían ser las gracias y virtudes del alcohol.
No conseguía bailar con maña, ya que de forma egocéntrica
pensaba que todos nos miraban y no poseía ninguna habilidad con
mis flamantes tacones. Menos sobre suelos de piedra irregular. A
Ulien no parecía importarle mi poco garbo.
—Entonces, ¿cómo es que has vuelto a Irlanda? —directo al
grano, vaya, podríamos haber empezado por otro lado.
—Creo que esa sería una respuesta muy extensa.
—Seguro que puedes resumirlo, además dicen que esta canción
es eterna.
Me agarró de la cintura y me dio una vuelta guiñando un ojo.
Las respuestas desembocaron en más preguntas y acabé
contándole toda mi vida a un chico que acababa de conocer. Desde mi
estancia con mis tíos en Kansas hasta el descubrimiento de que
estaba muerta en Irlanda, pasando por mi madre biológica italiana.
Excluí mi fobia al agua considerando que relatarlo no sería demasiado
atractivo. Lo interesante del asunto es que jamás me había dado por
contarle mi vida a nadie. Mi psicólogo tenía que sacármelo todo con
sacacorchos y ahora estaba soltando una prosa de narices. La
explicación llegó cuando Ulien dijo que estudiaría Psicología. Lo alabé
asegurando que iba a ser un buen profesional, inspiraba confianza y
sabía escuchar sin interrumpir, algo a lo que yo no estaba
acostumbrada por mi tía en Kansas y por Rachel y Sales aquí.
Conversando, olvidé dónde estaba o qué hacía. Cuando volví a
ser consciente estábamos sentados en uno de los reservados con una
lamparita de alcohol iluminándonos el rostro y todo el gentío más allá
de nosotros. Ulien parecía afectado y sin palabras por la historia de mi
vida, esperaba no estar resultando demasiado penosa. Se mantuvo en
silencio después de mi punto final y la poca distancia que nos
separaba empezó a cobrar protagonismo. Ulien también se dio cuenta
levantándose de golpe y sobresaltándome con su pregunta.
—¿Tienes sed?
La verdad es que sí tenía. Volvió a tomar mi mano para guiarme
hasta la barra a través de la multitud, pero no pudimos concluir nuestro
trayecto ya que una espectacular morena nos interceptó, exigiendo
una conversación a solas con mi acompañante. Ulien me indagó
demandando permiso para ausentarse un momento y se disculpó
después de mi aprobación. Que me tuviese tan en cuenta me halagó y
no llegué a preocuparme por su ausencia pues me dijo que nos
veríamos en la barra en un momento.
De camino al chiringuito me sentí un querubín bailando la danza
de la alegría de nube a nube, era la chica más afortunada de toda la
plaza. Lástima que al llegar a la barra los lengüetazos de Vicki y
Richard me hicieran pisar suelo. Pedí un zumo de melocotón y me
dieron una botella de plástico. La chica, antes tímida ahora toda una
loba, agarró a Richard por el cuello y se puso a escarbar en su
esófago haciendo que mi tiempo esperando a Ulien empezara a pasar
mucho más lento e incómodo de lo que querría.
—Qué light —era Evel observando mi zumo que casi derramé
por la camisa de su uniforme tras el sobresalto—. No quería asustarte
—dijo con sorna.
—No me has asustado —contesté airosa.
Al quitarse la gorra comprobé que se había cortado el pelo, lo
que además de resaltar lo guapo que era, lo hacía mucho más
atractivo; si no supiera que era un guarda, hubiese pensado que iba a
hacer un striptease en el escenario, no se supone que los policías
luzcan así.
—¿Acabas de llegar? —pregunté por cortesía.
Lo pensó un momento y contestó con un aburrido: «Ya llevo un
rato aquí». Como no añadía nada más y Vicki proseguía la
escandalosa inspección bucal de su compañero, decidí empezar una
conversación, al fin y al cabo era el hermano preferido de mi amiga.
—¿Te has cortado el pelo? —fue lo único que se me ocurrió.
—Sí.
Y se volvió a callar. ¡Por el amor de Dios! Deseaba que Richard
se deshiciera de la ventosa y me echara un cable o mejor, que
apareciera mi pelirrojo y desaparecer de allí.
—¿No bebes alcohol?
¡Menos mal! Igual es que era de esos que les cuesta empezar a
dialogar.
—No, no bebo alcohol nunca —respondí en tono amable.
—¿Nunca? —se asombró.
—Nunca —dije tajante.
Ya estaba acostumbrada a que no me creyera nadie.
—Ni bebidas con gas —añadí.
—Vaya, debes de ser un caso aparte, y eso por…
—Pues porque no me gustan.
—Eres un caso aparte —sentenció.
Él también practicaba el tono amable, reparé en que sostenía
una botella idéntica a la mía.
—¿Y tú? No puedes beber alcohol, ¿no?
—Estoy de servicio.
Iba a investigar más sobre la vida policial pero Richard se
desincrustó de Vicki y decidió unirse a la conversación.
—Me gustan más las fiestas de Sales.
Se dirigía a Evel con las comisuras de los labios enrojecidas.
Vicki oscilaba detrás de él, no podía imaginar una fiesta en la que
Richard se lo pasara mejor que en esta. Miré a Evel interrogante y
Richard respondió por él.
—Sales dice que los disfraces de Sirens son aburridos, todos los
años lo mismo, un puñado de sirenas.
Richard movía sus brazos alrededor señalando a la gente
disfrazada, se apoyó en Evel para no irse de narices y prosiguió.
—Así que…, así que…
—Así que mi hermana celebra la fiesta en nuestra casa todos los
años y cada uno se disfraza de lo que le viene en gana. Menos este
año, que lo ha cancelado porque tú venías y no quería que te
perdieras…
—…la famosa fiesta de disfraces de Sirens —completó Ulien,
que acababa de llegar con su prima pequeña.
Saludó a su primo con un gesto de cabeza que Evel no contestó.
Elia recriminó a su hermano que no había ido a verlas, este dirigió una
mirada agriada hacia Sales y Daniel antes de que Eila se lo llevara.
Richard había reanudado el intercambio salivar con la chica.
Ulien puso los ojos en blanco al verlos y me arrastró a nuestra
ubicación anterior que nadie nos había birlado.
—En realidad nuestra ya tradicional fiesta de disfraces no se ha
cancelado. La celebraremos en mi casa de aquí a un mes y ya de
paso celebraremos el cumpleaños de mi hermana.
—¿Cuántos cumplirá? —era mayor que él pero desconocía
cuanto.
—Veinte. Espero que vengas —declaró con una sonrisa.
—No conozco a tu hermana.
Aseguró que la conocería pronto y como dato curioso añadió que
desde hacia un par de años Evel era su cuñado además de su primo,
cosa que yo gracias a Sales por supuesto ya sabía. Siguió hablando
de disfraces y cumpleaños, a su hermana le hacía mucha ilusión la
celebración. Quise saber qué enfermedad padecía pero no saqué
nada en claro porque Ulien redirigió el tema quejándose de las pocas
fiestas que celebraba Sirens. De vez en cuando emergía un claro
entre la multitud y divisaba a Sales, que no parecía echar en falta mi
compañía.
—Parece que tu acompañante está muy solicitado.
Evel coincidió conmigo en la barra por segunda vez. Otra vez por
el mismo motivo, en esta ocasión era una rubia la que tomó prestado a
Ulien. Los veíamos desde donde estábamos, la chica coqueteaba con
descaro y él contestaba con monotonía a sus insinuaciones.
—¡Estrella! ¡Corre! Acompáñala al servicio.
Vicki estaba amarilla, trasladé su brazo del cuello de Richard al
mío y me dirigí a los aseos a toda prisa impregnándome de ese olor a
borracho tan familiar. Evel y Richard nos seguían, Ulien se nos unió
ayudándome hasta la puerta del baño. Richard se escurrió por el muro
de la entrada quedando sentado y abandonado en el suelo.
Apoyé la espalda contra la pared de los servicios femeninos.
¿Qué sentido tenía salir con tus amigos, para acabar poniéndote en
ridículo y abrazada a un váter? Era como salir de fiesta con diarrea, en
el mejor de los casos mañana no recordara nada y entonces tampoco
tendrá ningún sentido haber salido. Me tapé la nariz para no acabar
intimando con la otra taza. Comprobé el reloj, las tres ya.
Sobre mi cabeza, una pequeña ventana emitía voces familiares.
Me acerqué un poco más para cotillear tensándome al escuchar mi
nombre.
—Se supone que tiene que irse lo antes posible. ¿Qué demonios
haces tirándole el anzuelo? —reconocí a Evel muy molesto.
—Relájate, ¿quieres?
—Ulien, relájate tú. ¿Qué pretendes? Entre tú y mi hermana vais
a conseguir que no se marche de aquí en la vida.
—Joder, Evel, acaba de llegar, déjala respirar un poco.
—No es seguro para ella y lo sabes. ¡Y tampoco para…!
La pared retumbó como si hubiese sido golpeada.
—Evel, te repito que te relajes, nosotros lo hacemos seguro,
¿no?
Agudicé el oído, pero si decían algo no lo escuché. No pude
seguir espiando porque Vicki balbuceaba que necesitaba pañuelos.
Rebusqué en su bolso con rapidez y le tendí un paquete de Kleenex.
Regresé a la escucha cazando la mitad de la conversación. Evel
hablaba crispado.
—Si su padre se hubiese quedado en América, que es donde
tenía que estar, nunca hubiésemos tenido ningún problema. Él estaría
vivo, Enis también y todo el mundo feliz y contento.
—Evel, su padre no tiene la culpa de nada.
El tono de Ulien era mucho más relajado y conciliador.
—Su padre era un vividor que se vino a vivir al peor lugar…
¡Mierda!
Se oyó el golpetazo de una papelera desparramándose por el
suelo. No lo entendía muy bien. ¿Le echaba la culpa a mi padre de
todas «nuestras» desgracias? Mi padre no era santo de mi devoción,
menos últimamente, pero que un extraño se metiera con él de esa
forma me mosqueaba. Me forcé a seguir escuchando sin salir a dar
bofetones.
—…no lo sé, murió hace dos años.
Parecía más calmado, por lo oído, el tema era el mismo: mi
padre.
—Su madre era la mujer más bonita que he visto en mi vida, él
realmente tuvo suerte, qué quieres que te diga.
—¿Suerte? Ulien, haz el favor de no decir gilipolleces. ¿Estás
hablando en serio? No puedo creer que hables en serio. Primero, no
era su madre de verdad.
¿Cómo sabía él eso? Yo me acababa de enterar y este ya lo
sabía. ¿Se lo habría dicho Ulien? Empezaba a arrepentirme de haber
hablado tanto sobre mí con un desconocido. Evel continuaba.
—¡Segundo! Estaba muy por encima de las posibilidades de él,
como ya sabes —hizo una pausa y una mecha empezó a arder en mi
dirección—. Si ella no se hubiera quedado con ellos por pena,
seguramente podrías seguir admirándola —¡BOUM!
Había tocado lo intocable: mi madre. Abrí la puerta y me dirigí al
baño de hombres rodeada de invisibles llamaradas. Irónicamente él se
convirtió en una estatua de hielo al verme atravesar la puerta en plan
Harry el sucio. ¿Que mi madre se quedó con nosotros por pena?
¿Que mi madre se quedó conmigo por pena?
—¡Cómo te atreves a hablar así de mis padres! Al menos mi
padre cuidó de mí solo, no como el tuyo, que fue un cobarde y
prefirió… prefirió…
No tenía ninguna práctica en discusiones y en ese momento
estaba cejada, muy cejada.
—¡…prefirió matarse a aguantarte un minuto!
No podía creer lo que había salido de mi boca. Queriendo herirle
igual de profundo que él lo había hecho conmigo, rebasé todos los
límites habidos y por haber, pero ahora no era momento de recular, la
estatua se derretía en medio de las chispas verdes que brotaban de
sus ojos. Ulien a su lado no daba crédito.
—Tu padre era un pobre desgraciado —bramó—, y te mandó
bien lejos —titubeó un poco para coger fuerzas—. ¿Sabes por qué lo
hizo? ¿Por qué te mandó a la otra punta del mundo? Para poder
acabar tranquilamente con todas las reservas de whisky de Irlanda y
media Inglaterra. ¿A eso lo llamas cuidarte o quererte?
Envalentonado y con la furia apoderándose de su ser, continuó.
—¡Dejó creer a todo el mundo que estabas muerta! ¡PREMIO AL
PADRE DEL AÑO! ¿Así es como te quería tu padre?
—¡Capullo! —le espeté con todas mis fuerzas reteniendo las
lágrimas.
Lo odiaba, lo odiaba y quería golpearle.
Di la vuelta y me largué. Había sido corto pero más que
suficiente. A mis espaldas escuché otro golpe sordo pero no me giré
hasta que alguien tiró de mi brazo, era Ulien con rostro suplicante.
—Estrella, lo siento.
No era el que tenía que disculparse. ¿O sí?
—¿Le has dicho tú lo de mi madre biológica?
—¿Qué? —su sorpresa era real—. No, no le he dicho nada, ellos
ya lo sabían.
Ellos. ¿Eso incluía a Sales y sus hermanas? Mis reservas de
fuerzas para discutir estaban agotadas.
—Solo déjame un momento. ¿De acuerdo? —no le di otra
opción.
Salí a la plaza. Por uno de sus lados llegué a una callejuela
empinada y poco transitada. Me apoyé junto a una pequeña fuente y
aspiré y exhalé profunda y repetidamente, buscando la calma. El
espectáculo no iba a pasar de ahí. Rodeé la fuente varias veces
intentando despejar mi mente y enfriar mi ánimo.
Sentía rabia y pena al mismo tiempo, toda la rabia iba dirigida a
Evel, y la pena, no sé, un poco a mis padres, un poco de
autocompasión, otro poco a Sales. Imaginé lo triste que se pondría
con lo ilusionada que estaba si se enteraba de que su hermano y yo
teníamos diferencias irreconciliables.
Él quería que me largara de Sirens y había insultado a mis
padres. Había llegado a pensar que nos podríamos llevar bien, pero
no podía soportar lo imbécil que era, tampoco quería fastidiar a Sales.
Me mojé la cara y la nuca, me senté en el suelo y me convencí de que
lo mejor era no comentar el altercado y guardar las formas con su
hermano. Si él había conseguido evitarme toda mi niñez, yo podría
ignorarlo por el resto de mi vida, más le valía hacer lo mismo o se iba
a llevar un sopapo por muy hermano de Sales que fuera.
Cuando decidí que ya estaba suficientemente calmada para
mirar a mi amiga sin que se notase nada raro, Sales y Dani me
encontraron a mí.
—¿Qué ha pasado ahí?
Debí perder el color, tanto comerme la cabeza y el otro ya se
había ido de la lengua.
—Estrella, ¿estás bien? ¿Tú también has vomitado? ¿Cómo
está Vicki?
El tono jovial no indicaba catástrofes, se interesaba por la chica.
—Está echando la vida en el váter.
Quería regresar a mi casa, salir había sido una mala idea. Sales
me devolvía a la plaza con la muchedumbre que me apretaba y
agobiaba. Se preocupó por mí otra vez, le dije que estaba muy
cansada y aunque me lo estaba pasando bien, quería irme ya. Dani
me apoyó en eso, él también estaba cansado.
—Bueno, supongo que es tarde. La orquesta va a parar ya —lo
tenían mal, aquello seguía atestado de gente a la que no le gustaría lo
de acabar con la música—. Y creo que Vicki no aguantará mucho más.
Señalaba al frente. Ulien se acercaba con cara de circunstancia
cargando en brazos a la afectada. Detrás de él le seguían Richard
tambaleándose y el imbécil, este mandaba el verde veneno de sus
ojos a mi encuentro. Mientras los demás intentaban poner a Vicki en
una pose digna, le devolví el desprecio con la mirada resentida y
dolida, su expresión mutó afligida, ¿estaba arrepintiéndose acaso? No
lo creo, demasiado rápido. Agachó la mirada. Lo odiaba por todo lo
que había dicho y me odiaba a mí misma por haber explotado de esa
manera.
Sales me miraba interrogante sosteniendo a Vicki. Forcé una
sonrisa rezando por que nunca se enterara de lo que acababa de
pasar. Dani fue a avisar a Eila y al resto, que se lo pasaban en grande
en medio de la pista. Sales aprovechó para agarrarme del brazo en un
aparte.
—¿Qué te parece? ¿Verdad que es un sol?
Pensé que se refería a Ulien, pero el vistazo que le pegó a su
hermano me sacó del error. Era el peor momento para ese tipo de
preguntas, me parecía un «solberano» gilipollas pero solo Dios sabe
qué detuvo mi sinceridad y consiguió articular una afirmación creíble.
El susodicho se acercó y mi amiga continuó con su bocaza de par en
par.
—Evel, me alegro de que tú y Estrella podáis conoceros un poco
más al fin.
Su hermano apretaba la mandíbula, pero ella no parecía notar
nada extraño.
—¿Te acuerdas cuando éramos pequeñas y Estrella le tenía
miedo a tu amiga Kat?
Sales rió sola sus gracias, imaginé que se refería a la chica
siniestra que siempre iba con él, este le señaló que tenía trabajo y se
iba.
—¡Evel! Espera. ¡La cena del viernes! Casi lo olvido —giró hacia
mí atrapando mis manos—. Estrella, el viernes mi hermano celebra
una cena, ¿vendrás? ¿Vendrás?
Mi amiga daba saltitos emocionada y yo traté de no poner cara
de fruta podrida. De todas formas Sales miraba a Evel buscando su
aprobación dando por sentado que yo iría encantada.
—Claro, Estrella, vente.
¿Qué voy a decir? Puede que estuviera enfadada con él, pero
ver que si se tensaba un poco más se le saldría una hernia por la oreja
y que aun así intentaba quedar bien con su hermana, casi me dio
ganas de reír. Sales estaba cegata como un murciélago mirando el Sol
y no se percató de nada.
—Es el mejor hermano del mundo, ¿no te parece? —preguntó
balanceándose de su brazo.
Por un momento me pasó por la cabeza que Sales no estuviera
tan ciega y pretendiera castigarnos por no ser sinceros.
Al despedirnos le dije a mi amiga que estaba muy contenta de
haber visto de nuevo a sus hermanos y de conocer a sus amigos. Me
consolé pensando que no era del todo falso. Ella, Daniel y Eila se
fueron por su cuenta con Molly y James, a mí me asignaron regresar
con Ulien y la pareja de beodos.
Vicki fue la primera en apearse. No me despedí porque no se
hubiera enterado. Richard roncaba en el asiento trasero y delante yo
miraba por la ventanilla a sabiendas de que Ulien estaba pendiente de
mí. Revisaba lo sucedido, mi comentario había sido cruel e impropio
de mí y en realidad estaba más enfadada por lo que Evel había
ocasionado que surgiera de mi boca que por todo lo que él había
rebuznado. ¿Pero acaso no habría hecho él lo mismo si le tocasen lo
que más ama? Repasé toda la conversación línea por línea y había
algo que me preocupaba. En cuanto Richard estuvo desalojado del
coche, abordé a Ulien.
—¿A qué se refería tu primo con que no es seguro que esté
aquí?
Ulien aferró con fuerza el volante y cogió aire.
—Evel se preocupa mucho, no es nada.
—¿Crees que tengo doce años?
Me miró un momento y aminoró la marcha.
—Estrella, no tienes de qué preocuparte, cumple su tarea como
policía. Hay muchos animales salvajes en el bosque y vives sola, solo
se preocupa, ya está.
—¿Por eso quiere que me vaya, no? ¿Por qué se preocupa?
Ulien miraba al frente como si las respuestas se alojaran en
alguno de los hoyos más profundos del camino.
—Mira, tienes que comprenderlo, ¿vale? Habla como un
hermano mayor, su hermana lo pasó muy mal y no quiere verla sufrir
más y tú vives ahí sola, con el bosque al lado… Él no te conoce, ni
sabe qué vas a hacer, está preocupado, no es tan difícil de entender.
Me debatí entre seguir insistiendo o no. Ulien repitió que no me
preocupase pero ya estaba preocupada, porque tenía la certeza de
que no estaba siendo sincero del todo conmigo.
—Tienes que perdonárselo, para él fue muy duro perder a sus
padres, ver así a sus hermanas. Ha bebido un poco, tú le has soltado
una barbaridad y ha dicho cuatro tonterías, no se lo tengas en cuenta,
errar es humano y te aseguro que ya estará arrepentido.
Qué gracioso. ¿Desde cuándo el zumo de melocotón provoca
estupidez? Defraudada, no me molesté en advertirle que sabía que
estaba muy sobrio.
Al llegar a casa detuvo el coche y quitó las llaves del contacto.
Salió a abrirme la puerta y me abordó apenas me puse en pie.
—Siento mucho que te hayamos estropeado la fiesta.
Con la belleza apolínea de Ulien tan cerca, mi enfado dejó de
tener importancia. Bajé la mirada y contesté que no era su culpa y que
ya lo podíamos dejar pasar.
—Aun así, lo he pasado muy bien el resto de la noche. Me está
gustando conocerte.
La sonrisa se apoderó de mis labios como acto reflejo a su
alago.
—Yo también lo he pasado bien —el disgusto con su primo se
disipaba.
Ulien sonrió acercándose a mí. Con moverme unas pulgadas,
nuestros labios se encontrarían.
Unos gruñidos provenientes de la oscuridad estropearon el
momento erizándome la piel y provocando una angustia que no venía
a cuento. Miré alrededor pero no vi nada.
—¿Te has asustado? ¿Estás bien? —asentí sintiéndome
ridícula—. ¿Lo ves? El bosque está infestado de bichos grandes, será
mejor que no salgas sola de noche.
Nos miramos un segundo más comprendiendo que el momento
había pasado. La forma en que Ulien se despidió dándome un beso en
la mejilla cerca de los labios me dio a entender que podría haber
futuros momentos.
Y así, flotando, entré en casa y me acosté en la cama con el
pelirrojo rondando mi pensar.
Domingo, 10 de agosto

Aún debía ser temprano porque ningún rayo de Sol asomaba a


mi habitación, quise dormir más pero no pude. Había sufrido un mal
sueño tras otro, todos recreando la noche anterior; me gustaría saber
qué llevaba el zumo de melocotón que tomé, ¿psicotrópicos? Gente
con peinados y maquillajes extraños como en un videoclip de David
Bowie. Intentaba darle puñetazos a Evel pero mis puños actuaban a
cámara lenta y llegaban sin potencia hasta su cara dejándome con
toda mi rabia por descargar. Sales me pillaba en la faena de ponerle
un ojo morado a su hermano y se le hacía el corazón añicos. Fracasé
en el intento de juntar mis labios con los de Ulien de mil formas
diferentes. Cuando lo conseguí, al despegarme de él me encontraba
con el policía que llevaba gorra y el pelo morado, desesperaba por
poner distancia entre los dos sin lograrlo, amarrada al suelo por un
mar de aguas espesas y oscuras escalando mis tobillos. ¿Se le puede
pedir más a una pesadilla? Bien mirado, la realidad no pintaba tan mal.
Miré en mi mesita de noche, mi bolso reposaba encima y el
despertador anunciaba, no mejor aullaba, ¡las cuatro de la tarde!
Me levanté perezosa y escudriñé a través de la ventana; al
parecer anoche no me molesté en abrirla para que entrara el aire. La
abrí y una brisa helada acartonó mis brazos y rostro, el cielo yacía
encapotado, a pesar de ello todo estaba en calma, el mar apenas
ondulaba. El exterior presentaba un aspecto triste y gris. Cerré la
ventana y preparé desayuno para uno decidiendo no hacer nada. El
tiempo me había contagiado y estaba baja de moral, evadí el día y mis
pensamientos comiendo, leyendo y levantándome del sofá solo si era
estrictamente necesario.
Más tarde Sales telefoneó invitándome a tomar café con el
grupo. Rechacé la oferta aludiendo que estaba resacosa —Solo que la
resaca no me la había producido ninguna bebida, sino su hermano—.
A Sales le hizo gracia mi malestar y me dejó en paz, no sin antes
hacerme saber que Ulien estaría con ellos por si de repente me
encontraba mejor.
Oscureció sin que el día pareciese haber pasado, mi cabeza
estaba embotada y pensé que lo mejor era la cama. Dejé entreabierta
una de las hojas de la ventana, la casa había estado cerrada todo el
día. El fino hilo de aire fresco que se colaba aligeró el ambiente
mejorando mi cabeza.
Los truenos me despertaron en mitad de la noche, afuera llovía a
cantaros y la hoja de la ventana golpeaba sonoramente contra la
pared; me incorporé para cerrarla con las legañas pegadas. Froté mis
ojos y eché una ojeada, el mar se revolvía embravecido sobre sí
mismo y el cielo refulgía furioso una y otra vez, se había organizado
una buena.
Observé las matas de lavanda que soportaban los embates de la
tormenta a solo un metro de mí, el corazón se me detuvo por un
instante. Alguien o algo agazapado junto a la valla devolvía una
mirada amenazante. Retrocedí instintivamente cerrando la ventana de
golpe, me obligué a mirar por el cristal pero la visión había
desaparecido.
Recorrí toda la valla con las pupilas dilatadas, nada, me había
llevado un susto de muerte por nada. Llovía con ganas,
probablemente lo había imaginado. Me acosté dándole vueltas, tal vez
era algún animal empapado y asustado, a lo mejor Ulien decía la
verdad y el bosque estaba sembrado de alimañas.
El cielo tronaba sin descanso y la visión me había inquietado, no
conseguía reanudar el sueño. Mi tío siempre decía que pensara en
cosas bonitas, alegres, que me trajeran sentimientos de paz y
bienestar para tener dulces sueños. Cuando era pequeña y tenía
miedo o no podía dormir, se acostaba a mi lado y me ayudaba a
pensar en esas cosas bonitas y agradables.
Empecé un recopilatorio de mis mejores momentos
enfocándome en mis padres, no quería pensar en Sales ni en sus
familiares masculinos. Esperaba que ninguno se pasara por mis
sueños. No tardé mucho en darme cuenta que recordar a mi padre y a
mi madre tampoco había sido la mejor idea, empecé a angustiarme,
quería que estuvieran conmigo, que no me hubieran abandonado.
Deseaba preguntarle a mi padre de qué quería protegerme porque por
su culpa ahora me sentía desprotegida y sola en mi cama, me sentía
sola, sola, sola. No era la primera vez que me sentía sola pero es que
ahora estaba sola de verdad, mi independencia desteñía por
momentos, todo se tornaba ceniciento, quería compañía, necesitaba
su compañía, si al menos mi tío estuviera cerca…
Mis pensamientos declinaron a catástrofes naturales; si seguía
lloviendo así, el nivel del mar subiría. Las olas rugían sedientas de
sangre, no habían tenido bastante con llevarse a mi madre, querían
más, me querían a mí. Mi casita construida casi en medio de la playa
provocaría que el agua me arrastrara mar adentro sin escapatoria.
Me regañé a mí misma, estaba comportándome como un bebé,
ya estaba bien de tonterías, me sugestionaba yo solita y lo sabía. La
playa tenía un desnivel bastante pronunciado y mi casa estaba
edificada por encima del nivel de la arena. Imposible que el mar me
atrapara, sobre todo porque el mar ni estaba vivo, ni podía pensar o
raptar a nadie a conciencia. Autoconvenciéndome de que no había
nada que temer, me quedé dormida.
«Un plano de la cara enfadada y alarmada de mi madre. Un eco.
Oscuridad y soledad, mi cama se balanceaba con suavidad. Miré al
techo. Una Luna casi llena iluminaba mi habitación, las paredes
desaparecieron y en su lugar: agua. Mi cama estaba rodeada de agua
opaca que me aterrorizaba. No, no era el líquido lo que espantaba. Era
lo que en ella vivía. Enormes peces deformes, decenas de ellos.
Nadaban y gruñían junto a mí bamboleando mi lecho. Uno de ellos
asomó la cabeza desafiándome con unos enormes ojos pardos de
tintes amarillentos. Y lo supe. Supe que no volvería a ver a mi madre».
La cena de Evel
Lunes, 11 de agosto

Me despertó mi propia respiración alterada con el cuerpo


empapado y los dientes y puños apretados. Aún resbalaban lágrimas
por mis mejillas, lentamente me fui calmando.
Probé a abrir la ventana, el aire seguía siendo demasiado frío
para mantenerla abierta; al menos la tormenta había concluido, el cielo
permanecía cubierto y el paisaje no era de mi agrado. Tomé un bol de
cereales, aplastada en el sofá con los pies apoyados en la mesa; no
era hora de desayunar, pasaba el mediodía. Mañana me levantaría
pronto, levantarme tan tarde deprimía. Mi estado de ánimo no era
normal, pensé que debía alimentarme mejor, seguramente necesitaría
vitaminas. Creía no estar enferma pero tampoco me encontraba bien,
a lo mejor incubaba algún virus irlandés.
A las tres menos cuarto, sonaba el claxon de un Ford gris frente
mi puerta. Ya estaba lista. Por el mal tiempo, Daniel me recogería.
Atravesé con desgana el jardín, no era Dani, Rachel lo había
suplantado.
—Qué mala cara traes.
—He dormido mal. ¿Y Dani? ¿Cómo es que te has pasado tú?
—Hoy vienen los pedidos y Daniel está por ahí con Sales, te han
llamado varias veces. ¿De verdad estás bien?
Estaba preocupada por mí, se le notaba en los ojos, solo sabía
preocuparla.
—Me he levantado muy tarde y he tenido pesadillas y bueno —
señalé al cielo—, el tiempo no acompaña.
—Vaya, eres de esas que se deprimen con el mal tiempo.
Rachel aprovechó el rato que tardó en llegar el pedido para
llamar a Sales y Daniel comunicándoles que me encontraba más o
menos bien. Sales le dijo que pasaría a verme más tarde y Rachel
pasó a investigar sobre lo ocurrido el sábado. Intenté mostrar todo el
entusiasmo que pude al expresar lo impresionada que estaba por sus
fiestas y lo majos que eran todos. Hablé de la buena impresión que me
había causado su hijo, no hablé de su sobrino James o del hermano
de Sales. Ella se mostró satisfecha con mis nuevas amistades.
La camioneta con los pedidos acudió al poco. Rachel se encargó
de reponer estantes y yo de desembalar y organizar el almacén.
Todas las cajas contenían algo que quedaría perfecto en mi sala de
estar, pero me había autoconvencido de no gastar más dinero en la
decoración de mi ya abarrotada casa. Convicción que se fue al traste
cuando desempaqué unos móviles de estrellas talladas en cristal.
Rachel me explicó que se colgaban del techo cerca de las ventanas y
cuando les daba el Sol inundaban las habitaciones con destellos
multicolor. No tuve otra opción, los añadí a mi cuenta de débito; a este
paso, el día de cobrar, mi salario iba a estar en números negativos.
Sales se dejó caer sobre las cinco, lo primero que hizo fue
mofarse en mi oreja por mi supuesta resaca. No disponía de mucho
tiempo pues, según ella, su hermana Cris la tenía trabajando como
una esclava en poner la tienda a punto para abrir inmediatamente
regresaran de España. Debían limpiar a fondo y preparar una infinita
variedad de potingues terapéuticos.
No pude irme a las siete porque lloviznaba y debía esperar a que
Rachel hiciera caja y organizara las últimas cosas para el día siguiente
antes de llevarme a casa. Me dijo que escogiera un libro, que me lo
regalaba. Yo ya sabía cuál escoger, un libro grande que rezaba El
Gran Libro de los Seres Mágicos. Habían diseñado sus tapas como si
se tratara de un libro antiguo muy usado, le había echado una ojeada
la semana anterior y sabía que era de mi agrado. Rachel aplaudió mi
elección.
—¿Puedo dejarlo aquí para ojearlo en los ratos libres?
—Haz con él lo que quieras, ahora es tuyo.
Le di un beso y un abrazo.
—Rachel, eres la mejor jefa del mundo.
—Lo sé. Por cierto, creo que ya estás preparada, mañana
empiezas tú sola.
No me produjo ninguna alegría, me gustaba trabajar con ella,
pero bueno, su confianza era de apreciar y debía sentirme halagada.
Entré en casa más animada, la tarde con Rachel me había
despejado aunque no lo suficiente como para aceptar una nueva
invitación de Sales para tomar algo. Ni siquiera el aliciente pelirrojo me
persuadió. Sales empezó a preocuparse y se ofreció a pasar a verme.
La rehusé alegando que no me encontraba muy bien y necesitaba
descansar. Mencioné que tal vez necesitara algunas vitaminas, no
podía creer que dos semanas de mala alimentación me pasaran
factura tan pronto. El percance con Evel que no se me quitaba de la
cabeza tampoco ayudaba, me debatía continuamente sobre si debía
contárselo a mi amiga o dejarlo correr. Me tumbé en el sofá por unos
minutos arrullada con mi mantita verde, sucumbí al sueño sin darme
cuenta.
Una vez más me despertaron los truenos, en ese lugar se ve que
esperaban a la noche para armarla. El agua caía a mala leche, la
ventana tenía las cortinas descorridas y la luz de las dos lamparitas
reflejaba el interior del salón en los cristales sin evitar que distinguiera
algo en mi jardín: ¿una persona? Intenté enfocar la visión nublada por
el sueño, lo que fuese desapareció antes de que mi vista lo
encuadrara dejándome con el agrio dilema de si empezaba a sufrir
delirios o de verdad había visto cosas raras. Minutos después ya no
sabía si lo había visto, soñado o imaginado, tampoco disponía de
valentía suficiente para salir a husmear, así que corrí las cortinas a
contrarreloj y volví embalada al refugio del sofá con Rabzilla, mi
ineficaz perro guardián ninja.
De noche, con una enorme tormenta descargando su furia contra
mi tejado, el posible espejismo de un merodeador que podría querer
chuparme la sangre, y yo más sola que la una dando rienda suelta a
mis paranoias. ¿Cómo se suponía que me dormiría otra vez?
Estaba claro; la noche, la soledad, la tormenta y el sueño que ya
volvía haciendo mella, provocaban espejismos. Lo que había visto era
el efecto de las sombras y la lluvia, punto. Me hice un ovillo en el sofá,
abracé mi belier y me tapé con la manta hasta la nariz apretando la
espalda contra el respaldo lo más que pude. Contaba mis
inspiraciones y exhalaciones para no pensar en nada de nada y
relajarme, así fue.
Martes, 12 de agosto

La mañana me hizo ver las cosas distintas. Mientras recogía


todas las películas para devolverlas, razonaba sobre cuán diferente es
ver una peli de miedo una medianoche fría y lluviosa a verla a las dos
de la tarde de un día soleado después de una comida copiosa. Lo que
de noche ponía los pelos de punta, de día provocaba a la risa.
¿Merodeador chupasangre? ¿Me estaba volviendo majareta? Parecía
ridículo haberme asustado, reflexioné sobre el poder que tiene la
noche en las personas. De ver ahora un vampiro por la ventana saldría
a increparle que no pisara mis plantas o en el caso más extremo
llamaría a la policía en vez de hundirme hasta formar parte del sofá.
Necesitaba vitaminas y relacionarme con gente, mis encierros
voluntarios se volvían contra mí.
A las dos y media la solución a mis problemas estaba aparcada
en la puerta de casa. Dani y Sales me esperaban para llevarme a
trabajar, el cielo empezaba a gotear aunque el día estaba más claro.
Sales se había quedado tirada, su hermano siempre la llevaba a
trabajar o en este caso a limpiar, pero ese día se había ido antes a
cumplir con el deber para descontar horas del viernes. Dani iba a
llevarme a la tienda y luego acompañaría a Sales a la herboristería. Mi
amiga me había traído un frasco de vitaminas homeopáticas que metí
en mi bolsa de las películas para devolver; no quiso cobrárselas. Al día
siguiente realizaríamos la misma operación, tanto si llovía como si no,
ambos pasarían a por mí. Lo que ofrecía la compañía y las vitaminas
que necesitaba.
En dos horas no entró nadie a la tienda. Sin mucho que hacer,
me di una vuelta, arreglé los vestidos, organicé un par de estantes, leí
mi libro de seres mágicos, otra vuelta, leí más. Miraba por la luna del
escaparate: agua en el cielo, agua en los adoquines, agua por todas
partes y ni un alma. Mi primer día sola estaba resultando aburridísimo,
echaba de menos la cháchara de mi jefa y amiga. No imaginaba cómo
la tienda daría para mantener el negocio y alimentar tres bocas; el
marido de Rachel era pescador con bote propio y todo. ¿Cuánto
ganaría un pescador por muy capitán que fuera?
—¡Buenas tardes!
Mi primer cliente saludaba con un ánimo que desentonaba con el
clima.
—Buenas serán para ti.
Ulien se acercó al mostrador contemplándome divertido.
—Estás hecha un asco.
—Gracias, tú también estas muy estupendo hoy —ironicé.
—No, me refiero a que estás como decaída.
—Bueno, este es el aspecto que tengo cuando no duermo bien y
el día es —señalé el exterior—, ¿triste? ¿Gris? ¿Extremadamente
deprimente?
—Ya veo. Eres de las que se deprime con el tiempo —la misma
frase de Rachel—. Te vas a hartar de lluvia, deberías volverte al
desierto.
—¿Qué pasa? Ya intentas extraditarme. ¿Cuál es tu secreto
para ese buen humor?
—Solo bromeaba. Estoy de buen humor porque el viernes
tenemos una cena. ¿Recuerdas?
Claro que lo recordaba, Sales se había encargado de hacerme
memoria antes de despedirnos y, tonta de mí, aún no tenía una
excusa válida para ausentarme.
—¿Qué pasa? ¿Evel no te ha invitado?… o Sales —titubeó.
—Aún no he tenido tiempo de inventar alguna excusa creíble por
la que me será imposible asistir.
—¿Qué dices? Claro que vas a ir, si no, qué gracia tendrá…
—¿Qué gracia tendrá el qué?
—Pues ir a una cena si tú no estás.
Las campanillas de la puerta sonaron dando paso a una mujer
mayor y menuda que nos miró como si fuésemos sospechosos de un
crimen. Sin apenas saludar, se encaminó a la estantería de los
monederos.
—Bueno, y qué hay de España… Sales me ha pedido que venga
a convencerte.
Iba a tener unas palabritas con mi amiga.
—Entonces, ¿por eso has venido? A convencerme de que deje
tirada a mi jefa la segunda semana de trabajo. La gente suele venir a
comprar, no a persuadirme para que me despidan.
Se dio la vuelta y cogió un paquete de incienso al azar
colocándoselo debajo de la nariz y aspirando con fuerza.
—Por eso, y por esto —inhaló de la caja—, me encanta el olor a
sándalo —reí.
—Pues si te gusta el olor a sándalo deberías escoger el paquete
azul porque esto es jazmín.
Inhaló una vez más poniendo los ojos en blanco.
—¡Oh, Dios mío! ¡Jazmín!
Estaba de broma poniendo exageradas caras de placer que me
hacían reír.
—Ahora que estás de mejor humor, ¿qué te parecería ir conmigo
a la cena del viernes? Que sepas que le he dicho a mi primo que si tú
no vienes, yo no voy.
Sabía que seguía bromeando, pero Ulien había conseguido que
la cena de Evel pasara de ser un fastidio a una posible buena idea. La
mujer mayor me devolvió a la tierra con una voz áspera que
demandaba el precio de una cajita india de madera. El precio, que se
encontraba en la base, espantó a la anciana, que se fue sin cerrar
puerta. No pudimos reprimir unas risas a su salud. No entendía cómo
lo hacía, pero conseguía que me encontrara súper cómoda cerca de
él.
—Entonces, ¿paso a recogerte sobre las ocho? ¿Las ocho y
media?
—Debo haberme perdido algo porque no recuerdo haber dicho
que sí voy a ir.
Mi tercer cliente de la tarde, vestido de uniforme y enmarcado
por la puerta, carraspeó. Ulien dio un brinco atrás al descubrirlo.
—Evel, qué susto, tío.
—La puerta estaba abierta. ¿Qué haces?
Ulien se alejó un poco más de mí, habíamos ido acercándonos
poco a poco mientras hablábamos. Sacudió la caja de incienso delante
de las narices de Evel.
—¿Yo? Compras. ¿Y tú?
—Compras —respondió secamente.
Y yo, nada, ahí mirándolos a los dos y sintiéndome invisible. Evel
se enfiló al fondo de la tienda sin mirarme una sola vez y Ulien se giró
hacia mí rodando los ojos. Pregunté por lo bajo si tenían algún
problema, a lo que contestó que no era nada, habían discutido. Quise
investigar por qué, pero Ulien me eludió afirmando que ya estaba todo
arreglado y no tenía importancia. Me apoyé en el mostrador y me
acerqué a él hasta susurrar en broma.
—¿Es porque le has dicho que a lo mejor no vas a su cena?
Él se adelantó y puso las manos a los lados de su boca como si
fuera a contarme un secreto que nadie más debiese saber.
—No.
Se burlaba de mí, retrocedí con los brazos en cruz. Ulien ojeó su
reloj y me hizo saber que llegaba tarde a algún sitio, luego se acercó lo
suficiente para que empezaran a temblarme las manos. Susurró en mi
oído que pasaría a recogerme a las ocho y media del viernes. Miró
sobre su hombro y alzó la voz despidiéndose de su primo,
prometiendo con un guiño verle el viernes. No pude ver la contestación
de Evel pero debió de ser algo hosca porque Ulien volvió a rodar los
ojos y se marchó no sin antes dedicarme un gesto de complicidad.
Quería ponerme a saltar y gritar pero el espécimen al fondo de la
tienda lo impedía. Disfruté unos minutos el placer de saber que tenía
una cita con el chico más guapo que habían disfrutado mis ojos. ¡Qué
más daba quién organizara el evento!
Evel no parecía tener ninguna prisa por irse, me ignoraba
descaradamente sujetando una cesta de la tienda que rellenaba con
velas, faroles de tela plegables y otras cosas que desde donde estaba
no distinguía. Me escondí detrás de mi libro y me senté a hacer como
si leyera, él toqueteaba las mercancías prestándoles toda su atención.
Lo hacía bien, parecía que de verdad no era consciente de mi
presencia, no semejaba urdir un plan de ataque; tardé cinco minutos
más en no poder más. ¿Por qué tardaba tanto en irse? Me levanté del
taburete arrastrando las patas ruidosamente adrede y mirándole
persistente. Ni se inmutó, se había parado delante de la bisutería
admirando pensativo uno de los colgantes de cordón de cuero con
sirenas talladas en cristal verde. Me dirigí hacia él apreciando cómo se
tensaba al acercarme.
—¿Qué haces aquí?
—Corrígeme si me equivoco. Esto es una tienda, ¿no?
—¿Y qué? —a mí no se me daba tan bien como a él fingir no ser
desagradable.
—Pues he venido a hacer unas compras, voy a celebrar una
cena y necesitaré unas cosas. Ya lo sabes, te han invitado, ¿no?
Nos miramos el uno al otro sin más que decir. La sangre me
hervía recordando la escena del sábado.
—¿No vas a meterte con mis padres hoy?
El comentario afilado le impidió reprimir un guiño como si le
acabase de pisar un dedo del pie, pero se recompuso a la velocidad
del rayo.
—¿No crees que deberías intentar ser más amable? Soy un
cliente.
Señalé el letrero de reservado el derecho de admisión que
estaba por utilizar, reconociéndome que no pensaba ir a su cena por
muy apetecible que sonara pasar la noche con Ulien. Él sonrió.
—Me parece que Rachel no aprobará que me eches.
—¿Sabes qué creo? —me miraba con interés—. Creo que has
venido aquí a fastidiarme.
Suspiró cansado antes de contestar.
—No te he preguntado tus creencias, necesito velas y aquí
venden. No tengo intención de fastidiarte y siento si lo he hecho. No
he venido a verte ni a hablar contigo, si es eso lo que temes.
—Pues entonces, ¿por qué no te vas y vuelves en el turno de
Rachel? Es de diez a dos, por si te interesa.
—Conozco el turno de Rachel, pero me viene bien venir ahora —
contestó secamente—. ¿Ya te has quedado sin argumentos o hay algo
más que te indique que he venido a verte a ti?
Por la comisura de sus labios asomaba una risita triunfal mal
disimulada, me había desarmado con cuatro frases y ahora estaba
abochornada. Abrí la boca pero no salió nada, él pareció sentir mi
penosa situación. Le di la espalda regresando a mi taburete para
ocultar mi frustración tras los seres mágicos de mi libro. ¿Quién me
mandaba ir a decirle nada? ¿Tan poca paciencia tengo que no soy
capaz de esperar a que se vaya? Es que estaba enfadada y
defraudada. ¿Cómo podía resultar tan decepcionante un hermano de
Sales o de Eila o de Cris? Lo controlaba por el rabillo del ojo, iba de
aquí para allá como cualquier cliente normal, volvía a ignorarme.
Al fin se aproximó al mostrador con la cesta desbordada.
—¿Cuánto es? —preguntó extrayendo su compra. Actuaba
como si no nos conociéramos de nada y el sábado se lo hubiese
tragado el tiempo. No dejaba de repetirme que merecía las palabras
que le dediqué para no sentirme tan mal por ellas. ¿Qué estaba
pensando? Por muy insultante que fuera, nadie se merecía esas
palabras. Como una imbécil, en vez de pensar en sus agravios
recordaba los míos, arrepentida. Sacó una billetera. Su único propósito
era comprar las malditas velas. Coloqué su compra en bolsas de papel
presta sin mirarle, extendió un billete. Me evaluaba comedido,
resultaba ridículo continuar evitando su mirada, sería imbécil pero
tenía los ojos más verdes y brillantes que jamás había visto. Su mirada
penetrante me volvió insegura.
—Gracias por no contárselo a Sales. Siento lo que dije. De
verdad.
Esperó que yo contestara algo, pero con su disculpa reviví la
afrenta regresando mi enfado. Mi enfado por lo que él dijo, mi enfado
por lo que yo dije. Le devolví el cambio brusca y muda. Escondió su
mirada penetrante tras la visera de su gorra, apretó los labios y
desapareció por la puerta.

Me desplomé en el sofá abrazada a dos paquetes de Cheetos


esperando que empezara Con faldas y a lo loco. Había olvidado mi
bolsa de las películas en el coche de Dani. Cris me había regresado
mis vitaminas junto con un brebaje revitalizante que tampoco quiso
cobrarse. Sales y Eila habían cambiado a Paul Newman y James
Dean por cinco excelentes comedias. Sales dijo que eso me
reanimaría más que ninguna vitamina. Después de cerrar fui a tomar
un té con ellas. Mi amiga también se veía un poco apagada, eso no
evitó que me agobiara sin descanso para que fuera a España con ella
hasta que la esperancé con un «lo pensaré». Pasó a despotricar sobre
lo mucho que odiaba poner a punto la tienda.
Miércoles, 13 de agosto

Otro día lluvioso más corrió.


Sales se escaqueó de la herboristería hasta que su hermana
mayor vino al bazar a increparle la poca vergüenza que tenía. No vi a
nadie más en todo el día, a excepción de mis escasos clientes, una
camarera y una pareja que tomaba café moca en la mesa continua a
la nuestra. Había aceptado a regañadientes acercarme a la cafetería
con Sales.
—Qué decaída estás. Creo que tengo la solución. ¿Qué te
parece si te vienes a cenar a mi casa?
La apatía podía conmigo, no me veía cenando en su casa y mis
excusas para no salir con ellos por las noches empezaban a oler mal.
—¿Qué te parece si yo te invito a cenar en la mía mañana?
Podrías quedarte a dormir si quieres.
—¡Sí! —saltó entusiasmada—. Yo me encargo de la cena, te
prepararé una cena suculenta. Suculentísima, ya verás. ¡Fiesta de
pijamas! ¡Choca esos cinco!
La alegría de Sales era contagiosa, como siempre.
Jueves, 14 de agosto

Acababa de ponerme el pijama cuando sonó el timbre. Me


asomé por la ventana de la cocina dando un respingo al distinguir el
coche patrulla a través de la cortina de lluvia. Comprendí enseguida
que sería Sales acudiendo a nuestra cita. Abrí la puerta para verla
chorreando con tres bolsas, una pequeña de la herboristería con más
frascos de energía y dos del exquisito restaurante japonés de Sirens.
Esa era su forma de prepararme una cena suculentísima.
Fue a cambiarse mientras yo sacaba la comilona de las bolsas y
la distribuía por la mesa ataviada para el festín. No había tenido el
gusto de probar ningún manjar japonés, el vaho que emanaba de las
bolsas me tenía la boca hecha agua.
En cuanto Sales salió del baño en camisón, nos lanzamos sobre
los platos como si lleváramos semanas sin alimentarnos. Ella se las
apañaba para atiborrarse de comida oriental explicando a la vez los
ingredientes y denominaciones de cada plato e interesándose después
por cómo iban mis cavilaciones sobre el viaje al Mediterráneo.
Cuando respondí con la boca llena que había decido no ir a
España, monotematizó la conversación argumentando un millón de
razones por las que debía replantearme mi decisión de no
acompañarlos. Yo me limitaba a engullir los mejores langostinos que
he probado. Por lo que se veía, Sales no recordaba lo cabezota que
puedo llegar a ser, ya podía argumentar, si yo tenía resuelto no ir, la
decisión era inamovible. Ya había decidido no dejar plantada a Rachel
y de todas formas la idea de coger un avión y pasar quince días por la
Península Ibérica no me atraía lo suficiente, ni siquiera con el señuelo
de que Ulien fuese.
Aún no llevaba un mes en Irlanda, lo que deseaba era estar
aquí, asentarme, tendríamos tiempo para todo más adelante. Me sentí
tentada de darle la vuelta a la tortilla e intentar que fuese ella la que se
quedara, pero no me pareció justo pedirle eso. Le cedí todo el sushi
que tragó extasiada ignorando mi cara de asco. ¡Pez crudo! Cuando
acabé con las gambas, mencioné que creía ver rosa, tenía miedo de
hablar por si asomaba algo por mi boca que no fuera aire o palabras.
Dejamos el postre para luego y rodamos hasta el sofá.
Cenadas y colocadas estratégicamente para poder charlar
digiriendo todo lo que habíamos zampado, Sales se dio por vencida,
había intentado convencerme de todas las formas posibles y ninguna
de sus artimañas había dado resultados favorables. Ni siquiera cuando
utilizó la mirada de cachorrito abandonado preguntando: «¿Que no
quieres pasar unas fantásticas mini vacaciones con tu mejor amiga?».
Despechada, me hizo jurar que le mandaría un correo electrónico cada
día detallándole lo aburrida y desaborida que era mi vida sin ella.
Rabzilla se acomodó entre las dos, apretándose contra mi
muslo, Sales me tendió el teléfono de su hermano, que se quedaba en
Irlanda porque su novia-prima no podía viajar y no quería dejarla sola.
Me pidió que lo llamara si necesitaba algo, lo cual tenía su gracia
pues, aunque un tropel entero de velociraptores me persiguiera, antes
me dejaba alcanzar que llamaba a su hermano. Acepté el papelito por
educación y lo guardé en una de las cajitas de mi mesa de centro.
Daniel también se quedaba y ya sabía cómo contactar con él, no
acababa de comprender que no fuese con ella estando de vacaciones,
pero tampoco quise preguntar.
—Entonces, del uno al diez. ¿Cuánto crees que echarás de
menos a Dani?
Sales contestó riendo como una niña pequeña. La inocente
pregunta desembocó en la historia entera de la futura parejita.

Sales y Daniel se conocían de toda la vida pero nunca habían


sido amigos. Sales contó que después de la tragedia hace ocho años,
se encerró mucho en sí misma y en un principio no soportaba la
compañía de nadie, ni siquiera la de sus hermanos. Al poco de morir
su padre, Evel se fue durante unos meses a vivir con su antigua
amiga-novia-vampira, a España nada menos. Cris y Oscar se
ocuparon de Eila y Sales, mi amiga empezaba entonces su
adolescencia, no pudiendo estar más rebelde y solitaria.
Con el tiempo fue dejando que su familia se volviera a acercar a
ella, empezando por su hermana pequeña y acabando por la mayor.
Sales siempre había sido vivaracha, bromista y muy sociable, pero
todo lo que había pasado menguó su chispa y, aunque sí se
relacionaba con la gente y se esforzaba por ser feliz, todas las
relaciones que mantenía con otras personas no dejaban de tener
escasa profundidad —no sé a quién me recuerda—. Sales utilizaba su
peculiar sentido del humor para relatarme su pasado riéndose de ella
misma, pero no me engañaba, debía haberlo pasado realmente mal.
Las Navidades del año anterior Cris tuvo la idea definitiva:
abrirían una tienda juntas, una farmacia-herboristería aprovechando el
doctorado en farmacéutica de la mayor y los múltiples conocimientos
de Sales en el campo de las plantas medicinales. Esa fue la pasión
que Alanis había transmitido a sus hijas mayores. Cris también
entendía mucho de fabricar mejunjes curativos y Eila ya empezaba a
interesarse. La farmacia no pudo ser mejor idea, para el final del
invierno ya la estaban inaugurando y el negocio atrajo a Daniel, que
cursaba su penúltimo año en farmacéutica. Cris lo tomó bajo su ala y
Sales y él empezaron a congeniar. Dani tenía novia y estaba muy
enamorado, el problema surgió cuando la pareja empezó a juntarse
más asiduamente con la familia de mi amiga y la novia de Daniel
empezó a hacerle ojitos a Evel. Como perdió el interés en Dani y Evel
no mostró ninguno hacia ella, había aceptado una beca para Alemania
y marchó con la cabeza gacha.
El bueno de Daniel había quedado hecho polvo. Sales se
encargó de ir recogiendo los pedacitos hasta recomponer a su amigo.
El problema es que con todo el tiempo que llevaban pasando juntos,
Sales había acabado sintiendo que una amistad ya no bastaba. Dani
era la primera persona a la que Sales se abría de verdad fuera de su
círculo familiar desde los traumáticos sucesos. Planeaba declararse a
la vuelta de España, yo no me explicaba cómo Dani no había dado ya
el primer paso.

La cena ya estaba baja en nuestros estómagos para cuando


Sales concluyó su relato. Me levanté a por helados y cuando volví la
encontré con dos cepillos de pelo en la mano y una bolsa de plantas
moradas en la otra.
—¿No querrás fumarte la lavanda?
No, Sales no quería experimentar cosas raras. Pretendía
enseñarme a trenzar la planta y fabricar broches y ganchos con ella.
Usando uno cada día, la recordaría y sería como estar juntas.
Lo que Sales tardaba en componer en un minuto a mí me llevó
media hora, pero al final le cogí el truco. Mi amiga me sentó en el
suelo y trenzó mi pelo con flores de las sienes a la nuca, dejando gran
parte de mi melena suelta. Cuando terminó, cogí mi espejo de estrella
y me creí una princesa del Medievo. Intenté lo mismo con su cabellera
con mucha menos fortuna. Forzamos a Rabzilla a ponerse guapo pero
nos mando a freír espárragos y ya no lo vimos más en toda la noche.
Charlamos de una infinidad de cosas, le expresé mi alegría
porque ahora se sintiera tan feliz. Aguanté que me diera la paliza con
el evento de su hermano, daba por sentado que iría y no encontraba la
forma de escaquearme. Al final me rendí, iría a la dichosa cena.
De un acontecimiento pasó a otro, la consolaba que aunque no
fuera a España con ella, pronto celebraríamos el cumpleaños de su
prima, podría conocer a la novia de su hermano y pasarlo en grande
porque Ulien tenía grandes planes para ese día. Prosiguió relatando
sus expectativas para con Daniel, me chocó descubrir que su hermano
policía no estaba muy a favor de la relación. Otro punto que añadir a
las razones por las que no quería saber nada de él.
Tanto hablar de amor nos condujo a mí, le conté mi penosa
relación con los hombres y ella se burló diciendo que desde que había
aterrizado en Irlanda mi suerte había cambiado. Hablamos de Ulien
inevitablemente. Confesé que me había gustado desde el primer día
en el vídeo club. Mi amiga se mostró exageradamente feliz por un
noviazgo que no había empezado y que yo misma no tenía claro
empezar en caso de que Ulien estuviese por la labor.
Antes de acostarnos, ilusas de que dormiríamos algo, me pidió
ayuda para preparar la cena de su hermano al día siguiente. Debí
decirle que sí por su efusivo abrazo.
Viernes, 15 de agosto

Nos incorporó de golpe el sonido del timbre. Yo aún trataba de


discernir en qué planeta estábamos cuando Sales me acabó de
despertar con un grito.
—¡LAS ONCE! ¡He quedado con Cris a las nueve! ¿Por qué no
ha sonado tu estúpido despertador?
No lo sé, supongo que porque en ningún momento lo pusimos en
hora, pensé.
Sales llegó al baño antes de que yo tocara suelo para seguirla,
arrastrando los pies hasta la entrada trasera.
—¡Buenos días! —y ese es el buen temple de un policía de
paisano por la mañana.
Le hice señas de mala gana para que entrara, indicándole que
nos habíamos dormido por si no había quedado claro. Evel se quedó
plantado en el recibidor al lado de la puerta del aseo. Su hermana
salió del baño enloquecida porque su ropa aún estaba mojada y no
tenía qué ponerse. Evel la ayudó a «calmarse» diciéndole que Cris
llevaba dos horas esperándola y estaba hecha una furia. Le lancé mi
vestido naranja y desapareció de nuevo dedicándole una mirada
asesina al policía, al que ofrecí sentarse en el sillón a esperarla. Me
tomó la palabra e hizo una discreta inspección visual de mi casa
deteniéndose en la fotografía de mi madre sobre el escritorio y
después en la montaña de restos de gamba que aún reposaba sobre
la mesa a la otra punta.
—Ha salido el sol, podremos celebrar la cena en el jardín. Por
cierto, bonita casa—alabó como si nada.
Escudriñé por la ventana de la cocina, no me había dado cuenta,
al fin el mal tiempo había cesado, lo que me recordó que llevaba
varios días sin quitar el polvo.
Me entretuve rellenando un sándwich doble con crema de
cacahuete y registrando la despensa en busca de algún batido. Como
eso me llevó poco tiempo, empecé a recoger la mesa para eludir lo
más posible a mi indeseado invitado. Continué abriendo las ventanas
para ventilar un poco el olor a langostino, me tomé mi tiempo; ahora
corro la cortina, ahora abro una hoja de la ventana, luego la otra,
coloco bien las cortinas. Evel permanecía inmerso en su mundo
interior en mi sillón. ¿Sales estaba tardando mucho, no?
Cuando por fin mi amiga salió del baño, su hermano aplaudió su
vestimenta intentando una reconciliación, lo que me hizo gracia porque
era el mismo vestido naranja que criticó el día que me acompañó a
casa, —claro que como ella no manejaba bicis—. Le entregué a Sales
el sándwich y el batido para que medio desayunara por el camino y se
largaron con la advertencia de mi amiga de no retrasarme a la noche.
Despidiéndola en la puerta, comprobé el cielo, no amenazaban
nubes y lucía de un azul intenso y maravilloso. Entré en casa y limpié
a fondo, ya que la invasión de luz hacía evidentes los días sin
adecentar. Me preguntaba si Evel habría pensado que era una
marrana, me tenía sin cuidado. La guinda final la puse al acercar una
silla a la ventana y colgar mi móvil de estrellas. No había tenido ganas
de colgarlo antes porque aún no había entrado el Sol desde que lo
adquirí y no hubiese podido admirar el efecto espectacular que
producían los rayos solares atravesando el cristal de las estrellas.
Pequeños arcoíris bailaban por todo mi salón. A Rabzilla le encantó mi
nueva adquisición, él también parecía feliz con el cambio
meteorológico.
Salí a la playa aspirando un aire más puro que nunca gracias a
la lluvia. Ni siquiera me molesté en ponerme el bañador, ese tampoco
iba a ser el día que entrara al agua. La brisa aún era un poco fría y la
arena estaba húmeda, pero me daba igual, el Sol calentaba mi cara, y
eso lo llevaba deseando toda la semana.
Antes de irme a trabajar, llamé a Ulien para explicarle que no
pasara a por mí porque iría a casa de Sales pronto para ayudarla.
Perdí un buen rato pensando qué más le comentaría, para que se
pusiera el contestador y tan solo pudiera dejar el escueto mensaje de
que nos veríamos en la cena.
Fui más amable que en toda la semana con mi exigua clientela,
estaba contenta otra vez, saber que iba a ver a Ulien, Sales, el Sol y
tal vez las vitaminas, me habían devuelto a mi estado de ánimo
habitual.
A las siete llegó Rachel para hacer caja y cerrar la tienda. Pasé
por casa, me cambié como el rayo y salí escopeteada a casa de mi
amiga.
Como había hecho dos semanas antes, me detuve junto a la
valla para contemplar el sitio donde había pasado tantos ratos en mi
niñez. Su jardín, siendo más del doble que el mío, podía albergar dos
imponentes arboles entre los que ya habían colocado una alargada
mesa desnuda y un montón de sillas apiladas; no había más señas de
que allí se fuese a celebrar nada.
Oscar salió a recibirme seguido de Eila, a la que atrapé entre mis
brazos. Sales y Cris estaban por llegar pero no tardarían mucho.
Oscar preguntó si recordaba la casa, a lo que tuve que responder
«que vagamente». Fuimos hasta la cocina, todo lo que se pudiera
comer ya estaba listo. Eila sacaba platos de la nevera e iba
repartiéndolos con cuidado por la encimera. En la mesa de la cocina
se abarrotaban guirnaldas, farolillos, platos, vasos y cubiertos de
plástico con un largo etcétera. Reconocí las bolsas de mi tienda con
todo el material que el anfitrión había comprado dos días atrás.
Sales había anunciado que seriamos más o menos los mismos
que salimos el sábado pasado, pero por la cantidad de comida que iba
apareciendo, temí que medio Sirens estuviese invitado. Me ofrecí a
ayudar, pero Oscar se decantó por hacerme una visita guiada.
La cocina quedaba a la izquierda del recibidor con una puerta
exterior desde donde podía ver la mesa y los arboles del jardín. A la
derecha estaba el salón amplio y acogedor con una enorme librería
que en vez de libros albergaba una infinidad de películas, no quise
acercarme mucho, sabedora del poder que tantos films podrían ejercer
sobre mí. Me enseñó dónde quedaba el aseo de la primera planta, por
si lo necesitaba, y subimos a la segunda.
Oscar iba refrescándome la memoria con historietas, como la de
una de las veces que Sales y yo casi nos partimos la crisma
deslizándonos por la barandilla de las escaleras, algo que, por
descontado, no nos amilanó para seguir intentando alcanzar la
sensación de una montaña rusa dentro de casa.
La primera habitación la compartían las hermanas pequeñas; la
segunda, la de matrimonio que ahora se habían agenciado Cris y
Oscar. A continuación, la de Evel, a la que apenas me asomé y,
cerrando el recorrido, un baño completo. No quise alargar demasiado
la inspección y empecé a bajar los escalones seguida de Oscar.
—¿Quién es?
Me había detenido a mitad escalera, toda la pared estaba
cubierta por retratos. Reconocí a mi madre entre todas las caras
agarrada cariñosamente a un chico que a simple vista parecía Evel,
pero que ya deteniéndote a observar, le fallaban los ojos y el mentón.
No podía distinguir el color de sus ojos porque la foto estaba en sepia,
pero aun así, no eran los singulares ojos de Evel.
—Es Evel, el hermano mellizo de Alanis —mastiqué la
información poco a poco, sobre todo cuando añadió—: fue el primer
novio de tu madre, murió muy joven.
Evel, no el Evel que yo conocía, sino su tío muerto que además
fue novio de mi madre. No sabía de ningún novio de Enis antes de mi
padre.
—Nunca habló de él.
Oscar ladeó la cabeza y apretó los labios.
—Era triste para ella. Evel y ella fueron uña y carne, se criaron
juntos.
Oscar señaló otra fotografía con una mano enguantada, en esta
se veían a Alanis, su mellizo con sus mismos ojos y barbilla y un
tercero que adiviné quién era sin ayuda, el padre de Ulien. Oscar
indicó que era el mayor de los tres hermanos, les sacaba casi una
cabeza a los otros dos y, aunque la foto también era en sepia, podía
adivinarse su pelo azafranado en contraste con el rubio oscuro de los
mellizos. Karlden no solo era más alto, sino también más grande y
rudo, su hijo había salido mucho más fino que él en todos los sentidos
aunque el parecido era irrefutable.
—¿Por qué hay tantas fotos en blanco y negro?
Oscar se encogió de hombros.
—A Alanis le gustaba experimentar con su cámara.
Bajar las escaleras de aquella casa era como recorrer un museo
del recuerdo. Entre las docenas de marcos de todo tipo, encontré otra
foto más de mi madre con Alanis y conmigo. Estábamos en la playa,
no era de color sepia, el marco destacaba sobre los otros y parecía
colocada estratégicamente en el centro; «en memoria de las tres
ahogadas», pensé.
Fui oteando casi todas las fotografías, Oscar señalaba aquellas
en las que yo aparecía. Me fijé que usaba guantes de nuevo y que su
pelo seguía teñido de azul.
—Aún no te has quitado el disfraz.
Le sonreí señalando sus guantes y su cabello, él dudó un
momento mirándose las manos antes de contestar.
—Me las quemé de niño, llevo guantes siempre. No pongas esa
cara, ya no duele.
—Lo siento, no lo sabía.
Oscar acarició mi nariz con la mano enguantada.
—Esa cabecita tuya… —se miró en el reflejo de uno de los
cristales que protegían los retratos—. Creo que mi pelo se va a quedar
así.
La ruta turística finalizó y nos pusimos con la decoración del
jardín. Yo aguantaba una escalera y Oscar iba enganchando
guirnaldas y encendiendo farolitos por todas partes mientras me
explicaba que la variedad de plantas del jardín era cosa de Cris y
Sales, que pasaban la vida experimentando e inventando nuevos
mejunjes curativos o embellecedores con ellas. En la parte de atrás de
la casa tenían organizado un invernadero precioso del que Eila y yo
robamos algunas rosas para decorar la mesa.
Para cuando Sales, Daniel, Cris y Ulien llegaron, ya lo teníamos
casi todo preparado. Las hermanas mayores habían ido retrasadas
todo el día por culpa del despiste mañanero de Sales, ya tenían la
tienda a punto para abrir en cuanto regresaran de viaje. Ulien traía un
paquete bajo el brazo envuelto en papel de periódico.
—¿Dónde colocamos los regalos?
—¿Regalos? —pregunté extrañada.
—Sí, es lo que se trae a los cumpleaños, ¿no? —contestó con
una sonrisa pícara y un doble levantamiento de cejas que decía:
¡Sorpresa, te la hemos dado con queso!
—¿De quién es…?
No cerré la interrogación. ¿De quién iba a ser? No supe qué
decir, la verdad, de haber sabido que era el aniversario de Evel, me
hubiese quedado en casa. Soy estúpida, tanta parafernalia debía
haberme alertado. Me preguntaba si sería demasiado tarde para una
retirada discreta. Ulien me observaba adivinando mis intenciones.
—Ahora ya no te puedes escapar —rió.
Al parecer era gracioso verme atrapada en una celebración que
no me apetecía en absoluto celebrar. Nos encargaron a él y a mí
recibir a los invitados e ir emplazando los regalos en el extremo de la
mesa. Trataba de no pensar que estaba ayudando a organizar el
cumpleaños de alguien que había insultado a toda mi familia. Ulien
estaba muy satisfecho de su regalo:
—Es un carburador y un faro.
Por lo visto, a pesar del envoltorio chabacano, era un buen
regalo, si no, ¿a qué tanta excitación?
—Lo siento, sé que es algo para el coche pero no me preguntes
más —Ulien sonrió mi ignorancia.
—Chicas y mecánica siempre como agua y aceite. Y no es para
el coche, es para que arregle su moto, una Custom del sesenta y
nueve.
—Si sigues hablándome en chino, tendré que ir a por un
diccionario.
La mesa estuvo lista con una multitud de platos fríos adornados
con tal gracia que cualquier renombrado chef sentiría orgullo. Los
invitados llegaron en dos grupos: el primo de Daniel, su novia, Vicki y
Richard por una parte, y la otra pareja y la última de las amigas de Eila
por otro lado. Me preguntaba cuáles de ellos eran en realidad los
amigos de Evel, salí de dudas cuando el protagonista se personó.
Paseaba sola por el jardín, que tampoco era tan grande. Todos
habían ido a ver los nuevos arreglos del invernadero menos Oscar y
Ulien, que en la cocina mantenían una apasionante conversación
sobre coches y motos de la que huí emigrando al jardín.
Vincent aparcó el coche patrulla para que Evel se apease y me
saludó delatando mi posición, obligándome así a abortar una retirada
hacia la cocina y dejándome a cargo de recibir al homenajeado en su
propia casa.
—Venga, Vincent, quédate, habrá comida de sobra.
Evel parecía repetir una invitación anterior. El viejo policía
agradecía la oferta pero era una cena para gente joven y él solo quería
acabar el turno de Evel e irse a casa con su bibliotecaria a dormir.
Estrechó la mano de su compañero y amigo felicitándole el año de
más. Evel se adelantó abrazándolo y Vincent levantó la mano amable
para despedirse de mí. El hermano de Sales cambió el gesto al pasar
los ojos del policía a mí.
Miró alrededor antes de dirigirse a la insignificante Estrella. Los
chicos habían dispuesto las velas que vino a comprar el martes por
toda la mesa, las repisas de ventanas y barandilla del porche. Junto
con los farolitos que bailaban entre guirnaldas vegetales, el jardín
ofrecía un aspecto de ensueño.
—¿Qué te parecen las velas? Quedan bien, ¿no?
Supe que mi opinión le importaba un bledo por la forma de
formular las preguntas con el único objetivo de molestarme y por eso
mismo no le contesté.
—Al menos me habrás traído algún regalo…
Se burlaba de mí, no sabría decir exactamente en qué lo notaba,
pero se burlaba de mí. El primer instinto fue contestar alguna grosería
pero debía esforzarme en ser amable, Sales no sabía nada y deseaba
que permaneciera en la inopia.
—No dijiste que fuera tu cumpleaños.
—Sales dijo que era mi cena —como si eso lo justificara—. No te
preocupes si no me has traído nada…
—Probablemente no lo hubiera traído de todas formas. Nunca
pensé que pudiera ser tan complicado ser amable.
Evel abrió los ojos divertido como si hubiese recibido la patada
de un hámster, miró al suelo cogiendo aire, se acomodó la mochila
sobre los hombros y me clavó las pupilas haciéndome retroceder.
—No me gustan los cumpleaños, todo esto es cosa de mis
hermanas, ellas lo organizan todo, me obligan a asistir y lo llaman mi
fiesta. ¿Ya han venido los demás? —asentí intimidada—. Pues
entonces ya te habrás dado cuenta de que también invitan a quien a
ellas les place.
Evel me guiñó un ojo con sarcasmo y se enfiló a la cocina sin
darme opción a replica. Me exasperaba de tal manera que estaba
decidida a evitarlo la noche entera.
Me mandaron a por las ensaladas en el momento de pillar sitio
alrededor de la mesa. Cuando regresé, comprobé que Ulien y Sales
me habían guardado un hueco entre ellos, lo que me hizo sentir
especial y tonta a la vez. La suerte me llegaba hasta ahí, enfrente se
sentaba James, el chico de mirada lasciva pariente de Dani. Y este
tenía a su inocente novia a izquierda y a Evel a derecha. Las cuatro
amigas de Eila estaban sentadas juntas, no le quitaban ojo a Ulien
cuchicheando en voz baja; me sorprendió comprobar que Eila era la
que más lo admiraba. Ulien o no se enteraba o se hacía el sueco muy
bien. A la izquierda de Evel se sentaban Oscar y Cris con Sales y
Daniel enfrente. La mesa quedaba presidida por los regalos del
cumpleañero a una punta y la tarta y los postres a la otra. La señal de
salida la dio un brindis de Cris a favor de su hermano.
Empezamos el festín, sonaba música de fondo y los farolillos se
balanceaban sobre nuestras cabezas dando matices de color a la
mesa. Nunca había probado comida vegetariana, creí que sería
asqueroso, pero todo lo encontré riquísimo, tal vez porque no eran
vegetarianos al cien por cien. Excluían la carne, pero no el pescado
como el salmón ahumado y los rollitos de cangrejo, que estaban
insuperables. Las tres hermanas se habían esforzado en prepararle
una bonita celebración a su único hermano y este se esforzaba por
mostrarse agradecido. Podía empatizar con el fastidio de alguien a
quien no le gustan los cumpleaños y se ve obligado a celebrar el suyo.
James no era capaz de hacer comentarios de buen gusto y de
sus gracias solo reían su novia y las amigas de esta. Me miraba con
insistencia haciéndome sentir incómoda. Ulien debió darse cuenta y
empezó a distraerme. Primero lamentando lo poco que nos habíamos
visto en toda la semana y después contándome sobre el cumpleaños
de disfraces que se acercaba y lo emocionada que estaba su hermana
al respecto, cosa que ya empezaba acostumbrarme a oír. Le pregunté
si no le sabía mal irse de vacaciones con su hermana enferma, a lo
que contestó que era algo pasajero, según él ya estaba mucho mejor.
De esa manera, cuando Ulien no me estaba hablando, lo hacía
Sales, ayudando a que la velada fuera más amena y más o menos
olvidara a los dos chicos que tenía sentados enfrente.
Los invitados, acostumbrados a cenar a horas mucho más
tempranas, traían hambre, lo que aceleró la duración de la cena; aún
quedaban sobras aquí y allá pero, a excepción de James, nadie podía
más. Recogimos la mesa entre todos y sacamos las tazas para café e
infusiones. Todos corearon el «Cumpleaños feliz» al poner la tarta de
veinticinco velas delante de Evel. Todos menos yo, que hacía como si
cantara en un acto de rebeldía. ¡Veinticinco años! Parecía mucho más
joven. Desempacó los regalos, no presté mucha atención a excepción
del momento dedicado al único regalo envuelto en papel de periódico.
Ulien había acertado, a Evel se le iluminó la cara:
—¡Para cuando volváis, la tengo preparada! —se refería a su
moto.
—Y me la dejarás… —completó Ulien.
—Ni en sueños, primo.
—Devuélveme mi regalo —bromeó el pelirrojo.

—¿Café o infusión?
Evel se dirigía a mí por primera vez desde su llegada, ya me
estaba sirviendo café.
—No me gusta el café —sonrió como si esperara que dijese eso.
—Ya lo suponía —dejó la taza delante de él—, por eso este no
era para ti —me miró de nuevo—. ¿Qué va a ser?
—Té.
Lo observé mientras servía el té. Ulien hablaba con Richard,
Sales con Dani y James se ocupaba del pastel que le había sobrado a
su novia.
—¿Por qué lo suponías?
—¿El qué? ¿Lo del café? —asentí—. Bueno, no bebes alcohol,
ni bebidas con gas —levantó los hombros—; era probable que café
tampoco.
Dejó la taza de té enfrente de mí y pasó a preguntar a los demás
qué bebida deseaban hasta que Cris lo pilló sirviendo y le arrancó la
tetera diciéndole que hiciera el favor de sentarse.
—El protagonista disfruta, nada más —ordenó.
Me notaba pesada, lo de que la comida vegetariana no hincha es
mera palabrería. Me repantigué en la silla y comprobé que no era la
única con pesadez de estómago. El ambiente estaba más sosegado,
todos habíamos comido demasiado. James era la excepción; acabado
su plato de tarta y el de su novia, aún parecía tener hambre porque fue
a por un tercero. Hablaba con la boca llena y creía dárselas de
interesante delante de las niñas; ahora despotricaba sobre colgar de
los huevos a un chaval joven que había asesinado a una chica de su
misma edad.
—Lo que tendrían que hacer es dárselo a los padres de la
víctima y que ellos lo ajusticiaran.
—El asesino también tendrá padres —escapó de entre mis
labios.
—¿Cómo has dicho? —James me miraba incrédulo—. ¿Qué
quieres decir?
—Quiero decir que alguien que asesina no está bien de la
cabeza, y si tienes un hijo que tiene en mayor o menor medida algún
problema mental y hace una barbaridad así, no creo que quieras que
lo cuelguen de sus partes en ninguna plaza.
¡Madre mía, lo que le había dicho! James se puso rojo fresón
atragantándose con la tercera porción de tarta para decirme que él
mismo colgaría a su hijo si le salía así de desviado. Con esta
afirmación creí oportuno no seguir discutiendo, pues James era de
esas personas que no tienen todos los hilos de su cerebro bien
atados.
Aun así, me atreví a añadir que yo no tenía hijos pero no me
imaginaba matar a alguien que quisiera por muy mal que hubiese
actuado. Como tampoco imaginaba asesinar a alguien que no
apreciara en absoluto, pues matar es matar, se mire por donde se
mire. Cualquiera que mate es un asesino y justificará sus actos con su
razón o su ley.
—Chica, me tienes totalmente perdido ¿Qué quieres decir?
—Que un asesino tiene un desequilibrio en mayor o menor
grado. Me refiero a que, por ejemplo, un hombre mata a su mujer, se
justifica diciendo que cada día le traía la comida fría, ese es bastante
motivo para él. Y para ti es bastante motivo que alguien haya matado
a otro alguien para matarlo; diferentes motivos pero el acto es el
mismo: matar. Simplemente no creo que exista ninguna justificación
para cargarte a un individuo, menos para torturarlo, además…
En ese momento tomé conciencia de que nadie más hablaba en
la mesa y todas las miradas estaban puestas en mi persona; aquella
cumbre de atención me hizo olvidar sobre qué discutía. James
empezó a coger aire para rebatir, pero Evel lo frenó poniendo la mano
sobre su pecho y tomando la palabra.
—Dime, Estrella, si alguien asesinara a… —exploró alrededor
buscando una víctima y se detuvo en Sales— …tu mejor amiga y se te
pusiera delante mientras empuñas una pistola, ¿qué harías? ¿Te
vengarías?
—Antes que nada, a mí empuñando una pistola no lo verán tus
ojos ni los de nadie, y vengarme, ni me devolvería a mi amiga ni me
quitaría el dolor, más allá de hacerme sentir un ser humano
despreciable.
Mi contestación dio pie a un debate a tres bandos: a favor y en
contra de la venganza y un tercero que lo dejaba todo en manos del
estado anímico con el que te tropezaras con el asesino. Se oyó un
chillido agudo por encima de los demás que decía: «Pues sí, ahora a
los criminales les daremos un premio, en vez de la silla eléctrica».
Esas discusiones eran siempre iguales, nunca se conseguía llegar a
un consenso, cada uno creía su opinión la mejor. Evel no aportó nada
más aparte de su mirada aguda fija en mí por un lapso demasiado
extenso.
Opté por descansar la garganta moviéndome incómoda en la
silla, deseaba que la noche acabase de una vez.
Los temas de conversación se fueron extinguiendo, eso y que
empezaba a refrescar dio paso a las primeras despedidas.
Cuando Vicki, Richard, James, Molly y los otros tres con los que
seguía sin conectar se marcharon, pensé que al fin había llegado mi
turno. Ulien, mi amiga y sus hermanas estaban en la cocina, ofrecí mi
ayuda pero la rehusaron aduciendo que ya había muchas manos por
allí. Así que opté por empezar a despedirme.
Eila se me agarró a la cintura preguntando si me asomaría para
decirles lo de bon voyage a la mañana siguiente, a lo que contesté que
era imposible que faltara. Sales hizo un último intento a la
desesperada por que cambiase de idea y me pasara la noche
haciendo maletas, hasta Oscar dijo que aún no era tarde para unirme
a ellos. Ulien se ofreció a acompañarme a casa y como lo rechacé
viendo todos los cacharros que le quedaban por fregar, propuso
recogerme por la mañana para las despedidas.
No había sido la mejor noche del mundo, tendría que haberme
esforzado un poco más porque ahora que veía la marcha acercarse,
solo quería abrazarlos uno a uno una vez más, retrasando el tiempo.
Qué pocas ganas tenía de que se alejaran. Salí de la casa cabizbaja y
tomé mi solitario camino a casa arrepintiéndome de no haber aceptado
que Ulien me acompañara; él también podía haber insistido un poco
más. «No los voy a ver en quince días», pensé con temprana
melancolía.
—¿Te ibas sin despedirte?
Evel había surgido de la nada caminando a mi lado y
sobresaltándome de mala manera.
—No quería asustarte.
—¡No me has asustado! Y ya me he despedido de todos los que
me importan.
Evel sonrió acogiendo el desplante.
—Encantadora.
Seguí mi camino y el chico me siguió a mí.
—Voy a acompañarte —anunció como un chubasco.
—No necesito que me acompañen, no tengo pérdida —contesté
sin mirarle, el camino era recto y sin bifurcación alguna.
—No lo pongo en duda, pero te acompañaré igualmente.
Me detuve encarándolo.
—¿Qué quieres?
—Nada, ya te lo he dicho, eres la mejor amiga de mi hermana y
quiero asegurarme de que llegues bien a casa.
No me lo tragaba, su pose y su modo de hablar no revelaban
que se preocupara por nadie, no podía parecer más despreocupado.
—Pues vete a la tuya y siéntate junto al teléfono. Cuando llegue,
te llamaré para que duermas tranquilo.
—De acuerdo.
Pero no se fue, siguió andando a mi lado y volví a enfrentarlo.
—¿Qué qui-e-res?
Subí el tono de voz, a ver si así quedaba más claro. Él contestó
inmutable.
—Estaría bien que no pararas tanto o no llegaremos nunca.
Opté por pasar de él y apretar el paso. Me imitó caminando a
paso ligero por el otro extremo del camino. No consiguió mantener la
bocaza cerrada más de dos minutos.
—¿Vamos a hacer las paces algún día? —como estaba resuelta
a desoírlo, siguió—: Tienes que reconocer que tú tampoco estuviste
muy fina.
¿Que yo no estuve fina? Paré en seco. Fui hasta él. Llené la
boca de aire y luego lo tragué sin llegar a decir nada; no valía la pena
volver a discutir. Mi reacción le hizo soltar una carcajada. Ya me iba
pero su mofa tuvo un efecto directo en mis nervios, cortocircuitando la
zona de mi cerebro encargada de guardar las formas, empecé a darle
puñetazos y empujones rabiosos. ¿Qué se había creído? Su actitud
desenfadada me sacaba más de mis casillas que verlo rojo de rabia.
Él intentaba no reír mientras pedía perdón por descojonarse
esquivando los puñetazos dirigidos a su cara e inmune a mis
empujones.
—¿De qué vas? ¿De-qué-vas? Insultaste a mi padre y dijiste que
mi madre se quedó conmigo por pena. ¿Esa es tu finura?
Seguí intentando darle porque la otra opción era ponerme a
gimotear enrabietada y no le iba a dar el gusto.
—Tú dijiste que mi padre se suicidó por no verme.
En ese punto casi le hago un pleno en la cara furiosa al recordar
mis propias palabras.
—Pegas como una niña. ¿Lo sabías? Oh, claro que pegas como
una niña, eres una niña. ¿No? ¿Qué tienes, quince? ¿Dieciséis? ¿Qué
hay de lo de no vengarse que has dicho antes?
—No soy una niña, imbécil y esto… —un puñetazo al aire—
…esto es… —dos más— …defensa propia.
¡Nada! No conseguía encajarle ningún golpe, lo que avivaba la
rabia y la impotencia. Visualicé una patada en la entrepierna, eso
seguro que no le parecía de niña.
Me agarró por las muñecas deteniendo mi ataque, ya no reía,
por un momento creí haber acertado en algún blanco, pero la forma de
mirarme me sacó del error. Estábamos muy próximos el uno del otro,
Evel me intimidaba con unas pupilas que parecían relucir en la
oscuridad, ya no reía.
—Lo siento, ¿de acuerdo? Lo siento de verdad.
Me zafé de él y de su mirada hipnótica.
—Pues déjame en paz —reclamé más tranquila.
Y lo hizo. Relativamente. Me siguió en silencio hasta casa. Mi
basura había sido revuelta otra vez.
—¿Hasta cuándo vas a estar enfada?
—Ya no estoy enfadada.
—Mientes de pena.
—Buenas noches, Evel.
—Hasta mañana, Estrella.
Llegué hasta la puerta de mi casa y cerré de un sonoro portazo.
Sábado, 16 de agosto
Sales amaneció en mi puerta a las siete de la mañana, quería
aprovechar todo momento antes de irse para estar conmigo. En otras
circunstancias me hubiese mostrado entusiasmada, pero apenas
podía abrir los ojos, no tenía idea de cuántas horas había dormido,
pero pocas, muy pocas.
Me pasó una bolsa que olía a nirvana por las narices intentando
espabilarme.
—Son churros, desayuno típico español. Cris y Eila acaban de
freírlos, ahora solo necesitamos un chocolate calentito para mojarlos.
¿Tienes leche?
Fue para la cocina, yo aproveché para revolcarme en el sofá, ni
Rabzilla estaba despierto a esas horas. Sales volvía tapándose un ojo
con la mano.
—Estrella, por el amor de los cielos, he abierto tu despensa y un
murciélago me ha dado en todo el ojo. ¡Necesitas ir a comprar!
Hasta medio dormida como estaba reí su broma.
Mi amiga se hizo hueco en el sofá y colocó los churros y un plato
lleno de azúcar para mojar sobre la mesita de centro. Tiro de mí para
incorporarme y hacerme tragar una especie de rebozo alargado.
Después del primer churro, yo solita empecé a devorar aquella
exquisitez más buena y aceitosa que ningún bollo que hubiese
probado. El problema es que comí demasiado y el sopor cayó con más
fuerza. Sales amenazó con echarme un cubo de agua fría por la
cabeza si no espabilaba, pero solo consiguió revivirme un poco
cuando me recordó que no nos íbamos a ver en quince días.
Me vestí entre gruñidos y nos dirigimos al pueblo con la
furgoneta de su hermano. Sales bajó mi ventanilla y acabé de
despejarme.
Ya en el súper, hice mi compra sin reparos, quería aprovechar la
oportunidad de llenar la parte trasera del amplio vehículo y no tener
que ver la cara al bigotudo ceñudo del comercio en todo un mes. Mi
amiga se escandalizó con mi futura alimentación, incluso insinuó
quedarse en Irlanda porque en menos de quince días creía que iba a
tener que asistir a mi funeral.
—¡Tú no tienes sangre, riegas colesterol!
Me sentía orgullosa con mi mega compra. Insistió en que me
tomara un café en la panadería para espabilarme; al final fueron dos
vasos de leche. Al pasar por delante del bazar de Rachel, caí en que
Sales había preferido pasar la última mañana conmigo a con Daniel y
aquello me alagó más que ningún piropo. Sobre las doce regresamos,
en menos de dos horas la comitiva familiar partía hacia tierras
hispanas.
Sentado en las escaleras de mi casa me esperaba Ulien. Había
olvidado que quedé con él. No encontrarlo disgustado por mi despiste
me complació. Sales se apeó del vehículo con una sonrisa
indiscretamente pícara y le lanzó las llaves del coche a su primo.
—Os espero en casa, no tardéis.
Y sin que nadie la detuviera, se fue caminando sola.
Ulien confirmó que no llevaba mucho rato esperando. Ayudó a
llevar todas las bolsas hasta la cocina y desestimé su apoyo para
guardar la compra; que mi amiga viera las marranadas de las que me
alimentaba era una cosa, pero Ulien era otra distinta.
Nos quedaba subir a la furgoneta e ir al encuentro de los demás.
Ulien abrió la puerta del pasajero, obstruyéndola con su cuerpo.
—¿Estás segura de que no quieres venirte?
Sales había formulado esa misma pregunta hacía menos de una
hora, pero decir que sí había resultado mucho más fácil entonces.
Ulien aceptó mi decisión sin apartarse para dejarme paso.
—Entonces quisiera despedirme ahora que estamos solos.
La inesperada petición provocó un acumulo de sudor en la palma
de mis manos. No sabía qué esperaba: un beso en la mejilla, un
apretón de manos, un abrazo. Antes de que pudiese decidirme por
algo, me cogió por la cintura y me acercó a él juntando sus labios con
los míos en un beso dulce y suave que, aunque solo duró unos
segundos, me dejó traspuesta hasta llegar a casa de Sales y ver a
Evel agitado haciéndole señas a su primo desde el camino.
—Vais a perder el vuelo. ¿Qué estabas haciendo?
No pude evitar sonrojarme al revivir lo que acababa de
acontecer. Las despedidas tuvieron que ser mucho más escuetas de
lo que hubiese querido.
Un taxista con un monovolumen de siete plazas esperaba. Las
lágrimas fueron inevitables, apenas habíamos pasado tiempo juntos,
pero todos los sentimientos y afectos estaban recuperados. Quise
correr tras ellos como una niña pequeña y pedirles que no me
abandonaran. Para no montar un numerito, tuve que hacer uso de la
razón y recordarme que ya era una adulta y en dos insignificantes
semanas estarían de vuelta. La cara de Daniel tampoco tenía
desperdicio, apostaba a que se sentía incluso peor que yo. Evel por su
cuenta mantenía la vista fija en el taxi. Cuando este desapareció, nos
miró un instante a cada uno y se despidió con un gesto de cabeza.
Dani me acercó a casa.
Guardé mi compra, tragué un cuenco enorme de patatas fritas
con ketchup y mostaza, y de postre, los churros con azúcar que
habían sobrado del desayuno. Pasé el resto del día dormitando y
alimentándome de snaks y chocolatinas recién adquiridas.
¡Desnudo!

Lunes, 18 de agosto

Para no gastarnos una fortuna en teléfono, Sales y yo habíamos


acordado conectarnos a Internet sobre las nueve de la noche y
chatearnos las novedades, que en mi caso no iban a ser muchas.
Aprovecharía esa hora para mandar correos a mis tíos también. Tenía
un plan para ocupar mi tiempo y que los días pasaran lo antes posible,
iba a nadar, ¡decidido del todo! Ese día no, porque estaba un poco
nublado, pero a la mañana siguiente, seguro y, como después de
devolver las comedias no alquilé nuevas pelis entre otras cosas
porque olvidé la cartera en casa, pues iba a leer alguna trilogía bien
gorda, a poder ser de algo fantástico, que de eso sobraba en mi
biblioteca.
El cine era una de mis pasiones, pero la lectura ostentaba la
medalla de oro, me quedaban tres estantes por rellenar. Recordaba
que en tiempos de vivir allí con mi familia, mi padre debía realizar un
Tetris antes de conseguir incrustar en algún hueco un nuevo libro;
visualizaba ese mismo futuro para mi heredada librería.
Por las tardes debía trabajar y por la noche me iría pronto a la
cama y antes de darme cuenta pasarían quince días y todos estarían
de vuelta. ¡Ya está! ¡Tenía un plan!
Martes, 19 de agosto

Estaba afanada quitando el polvo de las estanterías más altas


cuando el hermano de mi amiga se coló en la tienda.
—¿Qué tarareas?
Ni siquiera me había percatado de estar canturreando, pero si
tarareaba algo sería el estribillo de la nana que mi madre me cantaba
de niña. No recordaba la canción entera, así que pasaba la vida
entonando su melodía sin letra, era relajante.
—¿Hoy no formo parte del mobiliario? —contesté.
Sonrió y alargó su mano para ayudarme a bajar de la escalerilla
que usaba para adecentar los altos. Me auxilié en la estantería
rechazando su ayuda, Evel agachó la cabeza ocultando la ampliación
de su sonrisa.
—Verás, necesito consejo con un regalo.
Oh, muy bien, solo tenía que interpretar mi papel de dependienta
y despacharlo cuanto antes.
—¿Y para qué ocasión es?
No podía evitar darle un matiz punzante a cualquier palabra
dirigida a él.
—Bueno, cómo te lo explicaría, resulta que he ofendido mucho a
una persona portándome como un… —entrecerró los ojos como si
tratara de recordar—, ¿…capullo? Sí, creo que dijo capullo, y quiero
algo lo suficientemente bueno como para que me perdone y sacarla de
su error.
¡Pero qué cara tenía! Ya no estaba enfadada, pero si de verdad
le interesaba que lo perdonase, no se lo iba a poner fácil. Me senté
detrás del mostrador haciéndome la interesante y crucé los brazos.
—Lo siento, creo que los milagros se nos han acabado.
—Seguro que habrá algo que valga —replicó optimista.
Levanté las manos invitándole a ver por sí mismo, su cara
falsamente decepcionada me dio a entender que no era lo que
esperaba. Sonrió aceptando mi poca colaboración y alargó la mano sin
apartar la vista de mí y sin moverse del sitio. Su mano fue a parar a
una cesta de pulseras que descansaba sobre el baúl de la entrada,
observó su pesca convencido.
—¿Qué te parece esto? —procuré mantener el semblante
huraño.
—No me imagino a alguien pidiendo perdón con una pulsera de
hilo, tal vez si fuera de diamantes…
—Los diamantes están sobrevalorados.
Me dio la espalda y se dirigió hacia las perchas de ropa.
—¿Y esto?
Balanceaba de una percha unos pantalones bombachos a rayas,
me los mostraba con una mueca graciosa a la que no pude evitar
sonreírle.
—Necesitas pantalones, te vas a matar con tu bici —les echó
una ojeada—; con estos te matarías igualmente, busquemos otra
cosa.
Rodando la vista por la tienda, se detuvo en uno de los cuadros
en relieve de la pared: una sirena con una cesta de víveres sobre su
regazo y de fondo el mar con la Luna llena y el cielo estrellado; para
mí, el cuadro más bonito de la tienda.
—Es Yemaya —dijo observándome.
—¿Sabes quién es?
—Claro, una buena irlandesa conocería la leyenda. Su nombre
quiere decir «Madre cuyos hijos son como los peces». Hay muchas
historias sobre Yemaya, en Sirens tenemos la nuestra.
—¿Qué historia?
—¿Quieres que te la cuente? —ahora él se hacía el interesante.
—Tendré que saberla, soy una irlandesa de Sirens —aclaré con
fingido orgullo.
Evel apartó algunas cestas de encima del baúl y se apoyó allí de
brazos cruzados.
—Bueno, ¿has oído alguna vez la historia de Adán y Eva?
Claro que la había oído, mi tía era católica apostólica. Hasta que
cumplí catorce, me rezaba antes de irme a dormir. Evel dijo que la
historia de Yemaya era algo similar pero a la Irlandesa.
—«…y los simios se convirtieron en hombres y los peces en
sirenas» —recitó—. Se dice que las personas evolucionamos del
agua, ¿no? Bueno, pues según esta leyenda, unos evolucionaron para
poblar la Tierra y otros, muchos más, para poblar el mar. Entre los que
poblaron la Tierra, compartieron unas características y habilidades
comunes para sobrevivir en su entorno, de igual manera las poseían
los de las aguas adaptadas al suyo. Como cualquier ser vivo terrestre
o acuático.
»Entre ellos surgieron algunos con sus capacidades más
desarrolladas. Yemaya fue la primera del mar, los seres acuáticos
inventaron una palabra especial para ella y los que luego serían como
ella: «Diosa». La fábula dice que desde entonces esa palabra se ha
utilizado para nombrar a algo o alguien superior al resto de los
mortales.
»La pareja natural de Yemaya era el dios de la Tierra. Tuvieron
siete hijas y un hijo juntos. El dios incapaz de amoldarse a la vida en el
mar la abandonó llevándose al único hijo varón. Yemaya montó en
cólera y arrojó una maldición sobre los terrestres: «A ninguna sirena le
sería posible enamorarse o fecundar jamás con uno de ellos, un solo
beso de sirena los enloquecería y sus voces los dominarían para
siempre».
—¿Y el dios de la Tierra no hizo nada?
Su narración me había hecho olvidar mi postura defensiva. Evel
rió.
—Es una leyenda, una fábula que se les cuenta a los niños, no
tiene más.
—Entonces Yemaya es una diosa sirena, ¿no?
—Sí, bueno, no una diosa como algo celestial, más bien una
monarca. Diosa es el nombre que se les daba a los monarcas o
gobernadores en los primeros años de la Tierra o a alguien muy por
encima de los demás. Las hijas de Yemaya instauraron los siete
mares y toda su descendencia mantuvo los dones especiales. Según
quien te cuente la historia, te pueden decir que Yemaya fue la primera
mujer del mundo, como Eva en la biblia cristiana. Hay religiones sobre
esto y todo, solo que cambian algunas cosas.
—Todas las religiones son tan fantasiosas —manifesté
recordando la serpiente que hablaba y ofrecía manzanas—. Nunca he
creído en ninguna religión y siempre he pensado que se emplea la
palabra «dios» para referirse al amor o a todo lo bueno, luego la gente
la transforma en cuentos fantásticos.
Evel sonrió de acuerdo.
—Entonces, el diablo…
—Es todo lo malo. ¿No hay diablos en tu historia?
Evel lo pensó un momento que aproveché para evaluarlo. Su
atractivo me distrajo de la evaluación.
Me sobresaltó contestando.
—Mi madre me contaba esta leyenda antes de dormir, no creo
que hubiese sido muy sensato hablarle a un niño de diablos antes de
acostarlo.
No podía recordar si alguno de mis padres me había relatado
aquella historia, solo recordaba, y no muy bien, una cosa que mi
madre hacía antes de irme a dormir.
—Mi madre me cantaba una canción.
Su walkie talkie se agitó llevándose la intimidad del recuerdo.
—Voy enseguida —contestó.
Revolvió una de las cestas a su lado y demandó que le cobrara
una caja de incienso.
—No creo que nadie te perdone por esto —dije un poco
decepcionada.
—Es para mí, volveré más tarde. ¿Qué te parece el cuadro de
Yemaya para hacer las paces?
Moví la cabeza y apreté los labios, no estaba muy convencida de
seguir queriendo prolongar mi extinto enfado.
—No tengo sitio en las paredes —contesté insegura haciéndolo
sonreír.
No volvió, pasé la tarde mirando a través del escaparate pero no
dio señales de vida. ¿Me aburría tanto como para esperar que
regresase?
Miércoles, 20 de agosto

Pensé que Evel regresaría a la tienda hoy, pero no lo hizo.


¿Para qué iba a mostrar un poco de compasión por la chica que se
había quedado sola en el pueblo? Resultaba deprimente esperar por
el hermano de mi amiga, llegué a pensar que me gustaría que viniese
aunque fuese para discutir, al menos pondría un poco de emoción en
mi rutina. En toda la tarde tuve tres clientes y alcancé niveles de
aburrimiento que creía inalcanzables. ¿Cómo podía haber gente que
quería un trabajo sentado sin hacer nada? No tenían idea de lo lentas,
pero lentas, que pueden llegar a pasar las horas, la vida entera
transcurría lenta.
Cuando ya no sabía qué hacer, me entretuve ojeando mi libro de
criaturas mágicas, oteé las páginas dedicadas a las sirenas que
acompañaban sus explicaciones de dibujos. No es que yo supiera
mucho sobre ellas, pero tenía entendido que eran bellas y maliciosas
criaturas mitad pez que con sus cantos atraían a los marinos a la
muerte; las sirenas que presentaba mi libro no hubieran atraído ni un
constipado.
El texto las presentaba de forma muy diferente a la imponente
sirena en piedra de la plaza de Sirens o a la supuesta diosa Yemaya.
En este caso las describían como tres clases de seres distintos. La
primera, una criatura horrenda mitad pájaro que más parecía una
gárgola que una sirena. La segunda, algo más parecida a lo que yo
imaginaba: pelo de algas, cola con escamas, tufillo a pescado y voz
prodigiosa. Y la última, una especie de engendro entre anfibio y
humanoide sin cola ni escamas. ¿Dónde se ha visto a una sirena sin
cola?
Al llegar a casa me encontré un paquete en uno de los
escalones de la entrada. El papel azul con lunas delataba que
provenía de mi tienda. Lo rescaté del suelo y entré a casa corriendo,
incluía una tarjeta; lo primero que pensé fue en otro regalito de parte
de Rachel. Sin dejarme abrir la tarjeta, el teléfono empezó a sonar;
Daniel se interesó por cómo me estaba yendo y me indicó que si
quería unirme a ellos cualquier noche, solo tenía que llamarlo y me
recogería. Agradecí la atención aunque no pensaba salir. Avisó que
pasaría a por mí el sábado a las nueve menos cuarto para trabajar.
Volví a encarar mi regalo. Antes de que pudiese leer la primera
sílaba de la tarjeta, el teléfono volvió a sonar. Dani otra vez. Había
olvidado decirme que el ordenador de Sales en España estaba
colgado, se conectaría mañana un poco antes desde un cibercafé.
Encaré mi presente por tercera vez, consiguiendo leer la tarjeta en
esta ocasión.
«Esta mañana me ha atendido una dependienta súper amable,
se llama Rachel, ya pensaba que no existían en tu gremio, espero que
tengas hueco en el techo».
Me encontré sonriendo de lado a lado. Rasgué el papel y abrí la
caja llena de virutas de corcho. Metí la mano hasta rozar algo duro y
puntiagudo. Al sacarlo reconocí al instante unas estrellas gemelas de
las que colgaban sobre mi ventana. Evel no le habría dicho a Rachel
que eran para mí.
Me senté en la mesa pasándolas entre mis dedos, no podía
haber elegido mejor, no importaba que ya tuviera el mismo móvil, me
encantaban, podría llenar la casa entera con ellas. Busqué algún
resquicio del enfado que había forzado contra él, nada, de no ser así,
tampoco podría conservar mi actitud después de aquel considerado
detalle. Igual sí podíamos llegar a llevarnos bien.
No esperé para colgar las estrellas acompañando a las otras, me
senté a admirar mis arcoíris danzantes complacida con las piernas
sobre la mesa. Mi pie rozó la cajita de madera donde guardé el
teléfono de Evel el día que Sales me lo entregó. Saqué el papelito
vacilante y fui al dormitorio, me senté en la cama junto al teléfono
decidiendo si llamaba para darle las gracias o esperaba a verle en
persona.
Dejé el número de teléfono junto al aparato rememorando la
noche de los disfraces; como el hermano de mi amiga había dicho, no
estuve nada fina. Debería disculparme yo también. No llegué a
telefonear ni a nada porque, debatiendo qué hacer, quedé traspuesta
sobre mi amada cama.
Jueves, 21 de agosto

Rachel se pasó por la tienda sobre las cuatro para ver cómo me
iba y acabamos merendando juntas; no se imaginaba cómo agradecí
su compañía. Había acabado con el trabajo más tedioso del universo.
Y las mañanas intentando hacer las paces con el mar tampoco
aportaban mucho entretenimiento más allá de las horribles náuseas
cuando me envalentonaba luchando contra mi patología para no
obtener ningún progreso. Las noches tampoco aportaban nada, ya que
las pesadillas sobre aguas estancadas con las apariciones
esporádicas del rostro contraído de mi madre eran recurrentes, no
dejándome descansar adecuadamente.
A las nueve me conecté a Internet. En vez de mi amiga era Ulien
el que respondía al otro lado. Muy astuto, no había hablado conmigo
hasta entonces para mantener el ansia, funcionaba, no acertaba a
teclear bien las palabras de lo emocionada que estaba. Me quejé
sobre lo aburrida que era mi vida sin ellos cerca y él fue modesto y
discreto con lo bien que se lo pasaban por la Costa Brava española.
Se despidió anunciando las ganas que tenía de regresar; por muchas
que fueran, no se podían comparar a las mías. No fue una
conversación muy larga, pero había sido lo mejor del día.
Aparte de eso, la única anécdota digna de mención venía de
mano del dependiente del supermercado, que se había atrevido a
decirme hasta luego con un gesto casi amable. Antes de acostarme
me cuestioné de nuevo si debía llamar a Evel y tratar de disculparme.
Olvidé el dilema leyendo por cuarta vez en mi vida El señor de los
Anillos hasta quedarme frita junto a Rabzilla.
Viernes, 22 de agosto

Otro día menos para que regresen. La única cualidad de la


jornada es la de ser un día especialmente caluroso, llevaban días
anunciando una ola de calor. La noche se estaba haciendo perpetua,
mi casa parecía un microondas después de aguantar al Sol
abrasándola sin clemencia todo el día. Afuera todo permanecía
calmado haciendo el bochorno insoportable.
A las doce y media aún no me había acostado, estaba cansada
de leer, de la tele, de Internet. Sales se había conectado pero Ulien
no, y mis tíos tampoco ofrecieron mucha conversación. Me había
duchado dos veces sin conseguir refrescarme más allá de los minutos
bajo el agua. Todas las ventanas estaban de par en par y el único
modo de que entrara algo de aire era salir afuera y ponerme a soplar
adentro. ¿Quién había dicho que a orillas del mar siempre corre el
aire? Abrí la puerta delantera, la que daba a la playa, abrigada con mi
biquini de ir por casa y un pareo de seda transparente que evocaba las
bufandas de lana en pleno invierno ruso. Me senté en los escalones.
Ni una tenue brisa acudía a aliviar mi noche. Atravesé el jardín y
la valla, me planté a unos pasos de esta, la arena sobrecalentaba mis
pies que hundí buscando frescor. La Luna se resignaba detrás de la
densa capa de nubes que impedía proyectar su luz, a duras penas se
distinguía la orilla, únicamente el rumor de las olas se apreciaba con
claridad. Deseaba no temer al agua y zambullirme un rato en el mar,
llevaba cuatro días lavándome el cerebro para vencer mis miedos sin
ningún resultado. Si a plena luz solar no era capaz de acercarme a la
orilla, de noche, en la total oscuridad, se trataba de una misión
imposible.
Di la vuelta, allí no hacía nada. Intentaría dormir o al día
siguiente no soportaría estar en la tienda para mi jornada completa
con Daniel. Al girar hacia mi casa, escuché un ruido tras de mí. Si
hubiese dejado alguna luz encendida a parte de la lamparita junto al
sofá, podría ver algo, pero la penumbra me sitiaba. Otra vez el ruido,
sonó como las carreras que se pegaba Rabzilla por la casa en sus
ataques de locura, solo que Rabzilla debería pesar ciento cincuenta
libras más ahora. Volteé alerta hacia el mar forzándome a ver de
derecha a izquierda y viceversa, el vello de mi espalda estaba erizado
como si fuese un gato asustado, los correteos se acercaban.
Debí salir disparada pero quedé inmóvil, incapaz de salvar la
vida escuchando cómo algún bicho de las profundidades del bosque, o
peor, del océano corría en círculos a mi alrededor acechando sin
dejarse ver. «Los bichos del océano bucean, no corren», pensé para
tranquilizarme. ¡Qué más daría la procedencia de quien me acosaba!
La alimaña atacó por donde más temía. Por la espalda. En un
abrir y cerrar de ojos, me encontraba en la parte interior del jardín de
mi casa, tumbada junto a la valla, demasiado aturdida para entender
que quien me agarraba por la espalda y me tapaba la boca no podía
ser un animal salvaje. Los animales salvajes no utilizan relojes
sumergibles para sus muñecas.
Mi atacante y yo nos quedamos tirados en el suelo junto a mis
plantas de lavanda, el supuesto mega conejo se acercó a mi oído
susurrando.
—Soy Evel. No te asustes. Silencio. Es alguna bestia del
bosque, le estoy dando caza, no grites o se marchará. Ahora te
soltaré. No olvides no gritar —insistió.
¿Se marchará? ¿Acaso no era esa la mejor opción? En cuanto
me soltó, me revolví apresurada a recriminarle con todos los decibelios
que fuesen necesarios el susto que me había dado y por el que casi
me hago mis necesidades encima. Di un grito muy diferente del que
tenía pensado. Al revolverme me encontré con el hermano de mi
amiga como su madre lo trajo al mundo medio cubierto de arena. La
luna, muy oportuna, asomó el morro en ese momento y mi vista se
benefició de toda su anatomía, toda, toda depilada al detalle.
Evel me tapó la boca y me dio la vuelta de nuevo. Mi vestimenta,
consistente en un biquini y un pequeño pareo, resultó en un momento
muy, pero muy incómodo. Evel mostró una destreza y una rapidez
inauditas en robarme el pañuelo, enroscárselo en la cintura, agarrar
una de mis herramientas de jardinería y salir por patas.
—Ahora vengo, entra y cierra —ordenó al aire.
Entré en casa atolondrada. Cerré la puerta observando las
ventanas y planteándome si debía cerrarlas también para que ninguna
fiera se me colara en casa. Gran dilema, cerrar las ventanas y morir
por la asfixia del calor o arriesgarme a tener que torear un conejo de
ciento cincuenta libras. Me puse una camisola y dejé las ventanas
abiertas, juraría que empezaba a correr algo de brisa compasiva.
Veinte minutos más tarde, Evel reclamaba que le abriese la
puerta, chorreaba de arriba abajo. Le hice esperar en el umbral
ofreciéndole una toalla para que se secara y no pusiera perdida mi
casa. Mientras se secaba, no hice otra cosa que esperar en la puerta
examinándole, intenté verle ridículo con mi pareo atado pero
aparentaba estar la mar de cómodo. Evité fijar la vista en el pañuelo
verde que de sobra sabía era demasiado transparente, así que acabé
cautivada con cada contracción y relajación de sus músculos al
secarse el cabello dorado.
—¿Ya puedo pasar?
Avergonzada por permitir que su fibra corporal me idiotizara, le
invité a entrar apartándome de la puerta.
—¿Y lo has cazado? Al animal —aclaré.
—Sí, se ha muerto de la risa cuando me ha visto de esta guisa.
No, no he conseguido cazarlo, lo has espantado con tus gritos.
—¿Con mis gritos? Esa bestia iba a atacarme lo… lo podía
presentir. No creo que lo asustaran mis gritos, Evel. ¿Cómo pensabas
cazarlo con un rastrillo de plantas? Dime. ¿Y se puede saber por qué
estás mojado? O mejor aún, des… des… dess… sin ropa.
—¿No tendrás un pantalón? —preguntó inocente, me esforcé en
mirarlo a la cara reclamando mis respuestas—. Te contesto a todo si
me das un pantalón. Qué quieres que te diga, aunque resalte el color
de mis ojos, no me siento muy digno con el pañuelito.
Hasta en porretas él era el que tomaba el pelo. Al fondo de mi
armario, junto a los vestidos de Enis, guardaba algunas prendas de mi
padre. Escogí unos pantalones y una camiseta y se los llevé a mi
invitado sorpresa. Se cambió en el baño, cuando salió no estaba mejor
que al entrar, la ropa prestada le quedaba grande.
Se había mojado persiguiendo al animalito por la playa, por lo
visto se había ido de morros y yo me lo había perdido todo.
—¿Siempre nadas sin bañador?
Se encogió de hombros sentado en el mismo sillón que había
ocupado días atrás. Yo seguía parada junto a la entrada.
—Bastante a menudo, siento haberte asustado.
—¡No me has asustado! —ignoré cómo Evel apretaba la boca
para no reír—, al menos no me ha comido un jabalí hambri…
Amplió su sonrisa mirando sobre mi cabeza y desatendiendo mis
palabras.
—¡Qué! —exclamé.
Seguí su mirada, que se paseaba por encima de mi ventana
justo donde estaban colgados sendos móviles de estrellas.
—¿Alguien más te ha ofendido gravemente?
No perdía la sonrisa señalando su obsequio, los colores
poblaron mi cara.
—Ah, eso. Yo también —tartamudeé—, yo también quería
disculparme. Lo que dije de tu padre fue horrible, no debí haber dicho
algo así nunca, no lo pensaba, solo… yo… estaba cegada y…
Observaba las rayas del sillón, incapaz de mirarle a los ojos. Él
se incorporó y se acercó a mí.
—Está bien, es lógico que te enfadaras, probablemente yo
hubiera dicho cosas mucho peores. Bueno, de hecho las dije —se
sonrío—. Dos segundos después de gritarte ya sabía que me había
pasado tres pueblos y dos gasolineras.
Me resultaba imposible sostenerle la mirada y no sabía que
decir.
—Me encantan las estrellas —fue lo único que se me ocurrió—.
No tenías que regalarme nada.
Evel amagó la risa, mi incomodidad le resultaba divertida.
—Eso quiere decir que me perdonas y —remarcó— que me vas
a dejar demostrar que no soy un «capullo».
Casi reí al recordarlo. ¡Con qué ganas se lo escupí aquel
sábado!
—Todos merecemos una segunda oportunidad —concluí.
Él se mostró satisfecho pero entonces yo recordé algo más que
me molestaba.
—¿Por qué no te parece bien que Sales salga con Daniel?
La pregunta lo descolocó, retrasando un momento su reacción.
—¿Te ha contado eso ella? —el enfado se traslucía en su
interrogación.
—Más te vale que no te vayas de la lengua o te harán falta
muchas estrellas —amenacé en broma.
—Mi hermana no sabe mantener la boca cerrada, no te
preocupes, en eso no nos parecemos.
Se volvió a sentar en el sillón con el ceño fruncido y la mirada fija
al suelo, yo ocupé un trocito en el sofá.
—Sales no lo dijo con maldad, no te enfades con ella. No me has
contestado —le recordé.
Dio un respiro a sus pensamientos para responderme.
—Más o menos —hizo una pausa—, más o menos creo que no
debes salir con un chico que esté loco por ti si tu sentimiento no es tan
fuerte como el de él.
Analicé la forma en que movía sus manos otorgándole franqueza
a sus razones, no me esperaba una contestación como esa.
—¿Más o menos?
—Más o menos —estaba claro que no iba a aclararme nada
más—. ¿Tú qué opinas?
—Supongo que opino igual, pero creo que Sales está
enamorada.
—Pues yo creo que Dani lo está mucho más.
Pensándolo un momento, realmente eso es lo que parecía, pero
mi amiga merecía un voto de confianza.
—Sales no tardará mucho en estar al mismo nivel.
El gesto grave de Evel se suavizó y elevó las cejas sorprendido
por algo que yo no alcanzaba a divisar. Se levantó hacia el objeto de
su curiosidad preguntando si al polvo de mi casa le crecían patas. Lo
poco que tardé en comprender que se refería a Rabzilla, ya imaginaba
que se metía conmigo otra vez. Volvió a sentarse con mi belier entre
sus manos, Evel le sonreía como lo hubiese hecho un niño de cinco
años.
—Hola. ¿Te ha dicho alguien que pareces un Furby?
Rabzilla se movía encantado entre sus manos, trepó hasta su
cara y empezó a olisquearlo haciéndole cosquillas.
—Qué te parece si me lo quedo y olvidamos todas nuestras
diferencias.
—Ni por todo el oro del mundo.
—¿Prefieres un conejo a una impagable amistad con alguien
como yo?
—Que sea él quien decida.
Llamé a mi mascota y, obediente, saltó junto a su favorita. Evel
observó a Rabzilla falsamente vencido y comprobó su reloj.
—La dos y veinte, creo que me voy a dormir, ya he tenido
bastantes desplantes por hoy.
Me chocó desear que se quedara un poco más, pero llevaba
razón, era muy tarde. Lo acompañé a la puerta.
—Es muy acogedora tu casa, huele muy bien, como la tienda.
Le di las gracias sonriendo a los cumplidos.
—De acuerdo, buenas noches, no salgas sola por ahí de noche
si eso.
Miró a Rabzilla atrapado entre mis brazos y creo que se dirigió a
él.
—Si me conocieras, verías que soy mejor de lo que aparento.
Quise agregar algo más pero lo único que salió fue un «buenas
noches». Nuestras miradas se detuvieron en el otro durante unos
segundos, nos sonreímos y se fue. Me costó un poco más dormirme,
pero esta vez no fue por el calor, pensaba en Evel, podría darse que
me cayese en gracia y esa era toda una novedad.
Sábado, 23 de agosto

Siquiera alcancé a conectar el ordenador. Llegué a casa a las


ocho menos veinte después de una jornada completa e intensa. No vi
las ocho en el reloj, sin cenar, sin quitarme la ropa y sin deshacer la
cama, caí en coma, no había sido persona en todo el día.
Domingo, 24de agosto

A las diez de la mañana ya no tenía nada que hacer, así que me


trasladé a la playa. El día cálido y húmedo sentaba de maravilla si no
te molestaba el viento. El mar y yo habíamos pactado una tregua,
mientras no me acercara demasiado a la orilla, todo iba fenomenal. Me
acosté en mi toalla para que no me cegaran los granitos de arena que
azotaban mi piel.
Pasé un buen rato observando cómo las olas se acercaban y
alegaban, mis pensamientos iban de Ulien a Evel y de Evel a Ulien. No
como algo romántico, no al menos en el caso del hermano de mi
amiga. En cuanto a su primo, no sabía explicarme qué sentía
exactamente por el pelirrojo, me gustaba, eso estaba claro, su aspecto
no dejaría indiferente a nadie, y era simpático, alegre, muy agradable y
su beso era el primero que despertaba alguna sensación en mí. Si,
podría estar empezando a sentir algo nuevo para mí y probablemente
ese sentimiento se intensificaría a su vuelta.
Por su parte, Evel me había dado una grata sorpresa, la
esperanza de llevarme bien con él me contentaba y también
contentaría a mi amiga.
Me incorporé acercándome a la orilla. Caminé hasta un trozo en
que la arena estaba mojada, ya hacía rato una ola se había
desplazado por allí, ninguna otra había arribado tan lejos. El agua
quedaba cercana, el mar estaba revuelto pero lo había visto de peor
humor. Alargué el pie, esperé una fuerte sensación de repulsa, pero
no fue así. El líquido resbaló por mi empeine, acerqué el otro, el agua
iba y venía deslizándose entre mis dedos combinada con la arena,
quería acercarme un poco más pero algo en mi interior lo impedía
ferozmente.
La primera vez que el océano me tocaba desde hacía tantos
años y no pretendía hacerme ningún daño. Eso no me persuadía lo
suficiente para avanzar más. Arrugué los dedos y los clavé en la arena
empapada, me gustaba esa sensación. Tal vez lo podría conseguir,
pero ese día mis intentos acababan ahí, me iba a por material para
pasar el domingo. No había ninguna prisa, pasito a pasito, como los
niños pequeños.
Alquilé ocho películas en total, entre las de Tom Hanks y Tim
Burton, para aderezarlas llené una bolsa de guarradas. Los films me
mantendrían ocupada hasta que llegara el viernes. Había dejado mi
trilogía a mitad; tanta montaña para arriba, montaña para abajo, me
tenía mareada.
La noche del domingo fue una pesadilla. Cada vez que cerraba
los ojos, aguas fangosas, gritos desgarrados y criaturas deformes me
acosaban. Pasada la medianoche, la soledad empezó a jugarme las
malas pasadas habituales. Todo ruido en el exterior me ponía los
pelos de punta y aceleraba mi respiración hasta que acabé cerrando
las ventanas y enchufando el ventilador para no cocerme viva. No
solucioné nada, las pesadillas siguieron su curso.
La playa

Martes, 26 de agosto

Desperté entre sudores, con las aguas pantanosas y la cara


borrosa y desfigurada de aquella mujer, que gracias a Dios no era mi
madre, todavía desvaneciéndose en mi mente.
Analicé mi última semana, mi vida era una mierda, me aburría
incluso más que en América. Esos eran los dulces pensamientos que
me embargaban quitando el polvo de mi acogedora casa, como Evel la
había señalado. Llevaba dos días hundiendo los pies en arena
mojada, consintiendo que las suaves olas de los últimos días me
acariciaran ara si, ara no. Y de ahí no pasaba, como si un invisible
muro de temores me impidiera adentrarme un dedo más, y lo peor es
que realmente quería adentrarme y abrigarme con el océano. Todo
desembocaba en un revoltijo de sentimientos enfrentados; quería pero
no quería o no podía y no entendía por qué no podía. Lancé el trapo
de limpiar el polvo contra la librería en un gesto de furiosa impotencia,
la mitad de botellitas de alcohol de mi padre chocaron contra el suelo.
Ninguna se rompió.
¡Un momento! El remedio estaba desperdigado por los suelos.
Lo pensé un instante más. Sí, eso era lo que necesitaba, desinhibición
y algo que frenara las oleadas de malos augurios. No había probado
nada con alcohol en mi vida. Sé que un pastel me gusta incluso antes
de probarlo solo por el aroma, de igual manera sabía que las bebidas
alcohólicas no me gustaban porque el olor me echaba para atrás, pero
podía esforzarme un poco por obtener sus beneficios.
Mi padre no habría acabado con ellas porque fueron un regalo
de mi madre, o tal vez porque ya no las conservaba cuando decidió
transformarse en alcohólico recalcitrante. Las miré indecisa un
momento más.
¡Al diablo! Tampoco es que fuera a dejarlas vacías, total, había
más de una docena de frasquitos, necesitaba algo que me ayudara y
no tenía tiempo de acercarme al supermercado. Agarré a Jack
Daniel’s por el cuello y aspiré un poco. ¡Dios! Olía como el alcohol que
había gastado alguna vez para quitar manchas de adhesivo de mi
ventana. Eché un trago sin respirar como si fuera jarabe para la tos,
aquello me abrasó el esófago e hizo que se me saltaran las lágrimas
encogiendo mi garganta. Busqué la fecha de caducidad como pude
entre toses afónicas pero no ponía nada, la tapé y la dejé en su sitio,
quería desinhibirme, no envenenarme. Probé con el coñac que tanto le
gustaba a mi padre; si antes no sabía qué le encontraba a aquella
bebida, ahora menos. Baileys, este sabor era diferente, quemaba
como los otros pero podía soportarlo en pequeñas medidas. Martini
también podría soportarlo, pero prefería el Baileys. Licor de manzana,
descubrí que un trago daba ganas de vomitar pero mojarse los labios
saboreándolo tenía su punto.
Me decanté por el Baileys, di otro sorbo y salí cargada de
esperanza a la arena, hacía un calor de mil demonios, observé la
playa y la amenacé.
—¡Hoy te voy a ganar la partida!
Caminé decidida hasta la orilla y di otro trago abrasándome las
entrañas, era el día más caluroso en todo lo que llevaba en la isla
esmeralda.
Había llegado el momento de dar un paso más, me quité la
camisola y la dejé junto al envase de crema solar que no servía para
nada pues seguía despellejándome como una serpiente. Me acerqué a
la orilla con algo parecido a la seguridad, las olas venían a darme los
buenos días con suaves caricias. Una vez más, intentaba no pensar
en nada, solo disfrutar del Sol sobre mi piel y del mar que iba y venía
arrullando mis pies. Un paso más, no pienses nada, no pasa nada,
otro paso, no pienses nada, no pienses nada, el agua ya rozaba mis
tobillos con cada suave embate pero aún no se podía decir que
estuviese dentro.
Cerré los ojos intentando disfrutar del momento, la temperatura
del agua era ideal pero mi piel no lo llegaba a comprender. Debía
mantener a raya escalofríos y mareos o echaría a correr y no pararía
hasta llegar a la protección de mi sofá en la sala de estar. Abrí los
ojos, se veía perfectamente el fondo, no se apreciaba ninguna
amenaza, solo inofensiva arena tímidamente erosionada. Podría
adentrarme un par de yardas y el agua no sobrepasaría mis tobillos…
—Parece que te has decidido a catar las maravillas de tu playa.
Alcancé tierra seca con los ojos de par en par y el corazón a mil
intentando aclarar la imagen que tenía al frente. Evel se adivinaba
pasmado tras sus lentes oscuras.
—No quería asustarte, habrás pegado un salto de siete pies por
lo menos.
Su principal tono afectado se había transformado en una mofa
amable. Aún tardé un poco en procesar a quién tenía delante y su
frase de bienvenida, al fin reaccioné con contento devolviéndole la
burla.
—¿Hoy has decidido vestirte?
Sonrió a mi comentario y yo le imité agradecida de verlo, tanta
soledad iba a volverme loca.
—No quería asustarte, de verdad… —se frotó la nuca sonriendo
con picardía— …no tanto.
Evel me observaba, con disimulo, pero me escudriñaba y no
dejaba de sonreír, lo que me hizo tomar conciencia de mi poca
indumentaria. Así, sin querer, me acerqué hasta la crema solar y me
puse la camisola que, aunque era translúcida, me hacia ir más vestida.
Evel se sentó a mi lado y yo le imité, ambos miramos al mar buscando
conversación. Justo cuando iba a preguntarle qué le traía por mi cala,
él se me adelantó señalando la orilla.
—He visto que no nadas nunca. Te da miedo el agua, ¿verdad?
Le pasa a mucha ge…
—¿Cómo sabes que no nado nunca? —le interrumpí
soliviantada.
Hice un barrido rápido por mi memoria, que yo supiera, mi
pequeña fobia era privada y ni siquiera se la había comentado a mi
mejor amiga. ¿Cómo la conocía él?
—No te ofendas, no lo digo por nada, es que llevo varios días
viéndote intentarlo y he pensado que podría serte de ayuda, aunque si
prefieres seguir con el Baileys…
Escondí la botella a mi lado como si eso pudiese borrar mi mala
imagen.
—No bebo nunca, yo solo… —traté de defenderme más
apocada.
—Intentabas algo nuevo, ¿no?
—¡Un momento! ¿Has dicho que llevas varios días viéndome?
¿Me espías?
Evel contuvo la risa, no me hacía ninguna gracia que hubiese
estado observando mis pequeños y patéticos intentos de relacionarme
con el gigante azul.
—Salgo a nadar todas las mañanas y bueno, como ya sabes,
algunas noches también. Empiezo en mi playa, paso por la tuya y
regreso a la mía, es mi rutina desde que… ¡recuerdo! Por lo que no
creo que te espíe, más bien tú coincides en mi ruta —su sonrisa se
acentuó.
—¿Cómo es que no te he visto nunca?
—Supongo que no prestas mucha atención a esa parte de ahí —
señaló la costa con un cabeceo—. No quería molestarte.
Quería repetirle que me espiaba pero no quise que me tomara
por una engreída. No escuché sus últimas palabras.
—¿Cómo?
—Cuando estás en la playa y nado por aquí, no quería
molestarte.
—¡Ah! No, no me molestas, la verdad es que estoy un poco sola
—preferiría no haber dicho eso pero ya había salido.
Por cómo me miró, debí dar verdadera lástima. Me sonreía
apretando los labios como si yo fuese Rabzilla a la pata coja.
Se levantó ofreciendo su mano, quería que fuésemos al agua.
Yo oprimí mis piernas contra mi pecho y las rodeé con los brazos. Evel
volvió a mirarme con pena, esta vez no sonreía, deseé bucear en lo
profundo de la arena.
—Tienes miedo al agua, ¿verdad? Puedo ayudarte. Es cierto.
¿Dejarías que te ayude?
Lo miré evaluándolo, ofrecía ayuda sinceramente.
—No sé por qué le tengo miedo —dirigí la vista a mi eterno
rival—. Es hermoso —realmente lo era—, pero no puedo acercarme —
Evel escuchaba atento—. Mi última hipótesis es que mi miedo esté en
verme rodeada por agua, con… sin… no sé, sin escapatoria.
—Ven.
Extendió su mano y repitió que podía ayudarme recalcando que
era un excelente nadador. No lo dudaba después de haber visto su
tonificada anatomía.
—Creo que no.
Se acuclilló frente a mí acomodando las gafas de sol entre su
cabello dorado y clavándome dos ojos de un verde y brillo inverosímil
que transmitían seguridad y confianza.
—Te prometo que no iremos más allá de donde ya estabas.
Volvió a tenderme su mano reforzando su promesa con una
franca sonrisa que mostraba casi todos sus dientes, tomé su mano.
Se detuvo justo en el punto donde me había encontrado, tal
como había prometido. Una ola nos alcanzó tensándome, no quería
adelantarme más, él lo captó. Mi mente no estaba lo suficiente
despejada como para hacerme el lavado de cabeza necesario para
poder dar un paso más, y eso en parte era culpa del Baileys y de su
mano, a la que me aferraba como Tom Hanks a un paquete de FedEx.
Evel me escrutaba, vestía la misma camiseta sin mangas que me hizo
creer que se trataba de un surfista semanas atrás; eso me dio algo
más de seguridad, no iba a bañarse vestido.
—Realmente te asusta —sentenció. Encogí los hombros.
—No se lo he contado a nadie —era verdad, para mí aquello era
una debilidad que solo mi padre, mis tíos y mi desafortunado psicólogo
conocían—. No se lo contaras a nadie, ¿verdad? Ni a Sales —advertí.
Asintió y no me hizo falta más, algo en la claridad de su mirada
transmitía confianza.
—¿Dejarás que te ayude?
No me entusiasmaba que me viera aterrada por unas gotitas de
agua, pero quería que se quedara, debía admitir que necesitaba
ayuda, así que asentí.
—Bueno, pues empezaremos sentándonos.
Estaba de broma, ¿no? Vale que no se acumularía más de un
palmo de agua, pero estábamos dentro del mar.
—¿Crees que te puede ahogar una de esas olas mientras te
sientas a mi lado? Considérame tu salvavidas si ves que vas a
ahogarte en un dedo de agua.
Él ya se había sentado y tiraba con suavidad de mi mano. No
quería quedar como una niña de dos años, así que respiré hondo,
puse la mente en blanco y me senté de golpe salpicándole los brazos
y la camiseta. Evel apretó mi mano desterrando el pánico, luego
acarició el dorso oteando el horizonte con el semblante tranquilo;
agradecí que no me mirara en ese momento.
Recomendó que cerrara los ojos y respirara profundamente,
funcionó porque poco a poco me fui sintiendo mejor.
—No se me había ocurrido lo de sentarme, parece más fácil que
adentrarme poco a poco.
Evel sonrió sin mirarme y soltó mi mano para colocarse de nuevo
las gafas de sol. Quedé esperando que me la devolviera como un niño
espera una segunda golosina, pero la posó sobre su rodilla y yo
codicié unas gafas de sol donde esconder la decepción.
—¿Qué te apuestas a que en una semana estás nadando? Lo
pregonaba con total convicción.
—Eso es imposible, de verdad quiero entrar, pero es imposible.
Llevo todo el mes intentándolo y esta es la primera semana que
consigo algún progreso real, es como si cada vez que me acerco
hubiera algo que tirara de mí en dirección opuesta.
Me escuchaba con la misma atención que lo haría un psiquiatra
si le hubiese dado ocasión. Con suerte emitiría un diagnóstico y en
una semana estaría curada, pero no fue así. Solo me sonrió y su
sonrisa resultó ser como un fármaco que transmitía calidez de fuera
hacia dentro. No me había fijado nunca, a lo mejor porque esta era la
vez que más cerca lo tenía, su sonrisa era preciosa con todos esos
dientes blancos y perfectos acomodados entre unos labios
aterciopelados, gruesos, besables… ¡Por el amor de Dios! ¿Qué me
pasaba? El Baileys se apropiaba de mis emociones. A mí me gustaba
Ulien. Evel tenía novia y siete años más que yo, no podía estar
pensando que sus labios eran besables; además, se trataba de Evel,
el hermano de mi mejor amiga.
—¿Te atreverías a apostar?
—¿Apostar? ¿A qué? ¿Crees que vas a conseguir que entre?
¿Qué vas a hacer? ¿Venir todos los días?
Me sorprendió el hecho de que deseaba que así fuera; no
volvería a beber sustancias etílicas nunca más.
—Vengo todos los días.
—¿Me has visto todos los días? —asintió y empecé a dudar que
mis mejillas soportaran el calor que subía hasta ellas.
—¿Tienes más preguntas?
—¿Cómo harás para que pierda el miedo? Te advierto que como
se te ocurra tirarme al agua, ni todas las estrellas de cristal del mundo
te salvarán el pellejo —él emitió una risita que depósito el dibujo en
sus labios.
—Puede que te haya dado motivos para pensar que soy imbécil,
pero de verdad que no lo soy tanto —era inevitable devolverle el
gesto—. Volviendo a lo de antes, ¿qué te apuestas a que te hago
nadar?
—Deberías elegir tú porque, sea lo que sea, voy a ganar yo.
—Qué considerada, esa no es la mejor actitud para vencer tus
miedos, te conviene perder.
Se acostó boca arriba y se estiró dejando que el agua empapara
toda su ropa remarcando su tórax, aparté la vista.
—Inténtalo. ¡Vamos! Ni siquiera te mojarás la cara.
Me invitaba a acostarme a su lado y no dudé mucho. Sus
palabras no ordenaban pero mi cuerpo obedecía. De nuevo me sentí
bien. Tal vez necesitaba un poco de ayuda humana para conseguir mi
propósito, el agua y la arena se revolvían a mis lados, y yo estaba allí
tan fresca como si nada. Me lo dicen una semana atrás, y nunca lo
hubiese creído, a lo mejor había superado mi fobia sin enterarme.
—¿Te parece agradable?
Estaba encantada, notaba la erosión de la sonrisa en mi cara.
—Sí.
—No tardaré ni una semana.
—Eres muy optimista.
Evel esperó unos minutos en silencio allí tumbado, yo me apoyé
en mis codos y disfruté a su lado el extraordinario paisaje. ¿Cómo
podía darme miedo algo tan majestuoso? El Sol arribaba hasta el agua
cristalina ocasionando unos reflejos que envidiarían mis estrellas de
cristal. El olor del mar, el leve sonido que producía, las cuatro nubes
que viajaban con lentitud, el azul más hermoso que se pudiese
admirar y la segura tranquilidad que me producía tener a Evel a mi
lado, me sumieron en uno de esos momentos de extrema plenitud y
felicidad que son tan apreciados en la vida. Juraría que aquel instante
poseía banda sonora.
Cuando Evel anunció que debía marcharse, yo aún suspiraba de
gozo. Utilicé cada minuto que me restó libre en el día para rememorar
ese estado, no quería olvidar aquella sensación, quería mantenerla
fresca para acomodarme en ella por la noche cuando fuera a
acostarme espantando malos sueños.
Le conté a Sales que me había encontrado con su hermano,
omitiendo toda la parte referida al agua y mis fobias. Me preguntaba si
Evel se lo contaría, no, había dicho que no lo haría.
Ese día no acudió ninguna de las pesadillas a las que la noche
irlandesa ya me tenía acostumbrada.
Miércoles, 27 de agosto

El despertador sonó y se hubiera sorprendido de estar vivo por la


rapidez con la que me levanté, desayuné, me aseé y enfundé el
bañador. No me di cuenta de que era demasiado temprano hasta que
no me dispuse a ir emocionada a la playa; esperaría a las nueve al
menos.
El mar se mantuvo en calma pero el día estaba un poco nublado,
hacia las once empecé a pensar que Evel ya no vendría. Tendría que
enfrentarme a mis miedos yo sola. Sola, lo más que conseguí fue
acostarme en la arena de la orilla con los talones rozando el agua a
cada ola y la cabeza alzada desconfiando de la masa marina, nada
que ver con el día anterior. Estaba molesta con Evel, sabía que no
tenía ningún derecho, pero si no pensaba aparecer, no debía haberse
comprometido; con él cerca, mi periplo parecía más sencillo, más fácil
con un salvavidas. Retiré las piernas de la arena mojada y las abracé,
ya no hacía tanto calor. ¿Cuánto del bochorno del día anterior se
debía al Baileys? ¿Y si volviera a intentarlo con el licor de manzana?
La idea confeccionó una mueca de asco en mi cara.
Algo llovió del cielo, una bolsa de deporte enorme que olía a
gambas japonesas. El macuto me distrajo de ver a Evel entrar al agua
a la carrera escandalosamente, aunque llegué a tiempo de contemplar
cómo se zambullía sin ningún temor. Hacía el delfín mientras
saludaba, me encontré riendo de la simple alegría de verle. Me
encantaría hacer eso pronto, si pudiese nadar, mis días en Irlanda
mejorarían considerablemente aunque ni Sales ni Ulien estuviesen.
Salió del agua y se escurrió como un perro.
—¡Eh! ¡Me estás chopando!
—De eso se trata. Es un aperitivo, hoy toca hasta la barriga.
—Va a ser que no.
—Estamos positivos esta mañana, ni te lo has pensado, esa no
es la actitud —se sentó a mi lado centrifugado—. Estoy decidido a
hacer horas extras para ganar la apuesta. ¿Ya has pensado qué
quieres apostar?
Corrió la cremallera de su mochila y sacó unas bolsas que
reconocí del restaurante japonés
—¿Podrías poner esto en el frigorífico? Es nuestra comida. Aquí
tienes el pantalón y la camisa que me prestaste, y he cogido esto de la
herboristería de Sales para tus hombros.
Me lanzó un bote de crema verde transparente con la foto de un
cactus. No me gustaba que se hubiese fijado en mis descamaciones
pero no dejaba de ser un gesto atento que tuve que agradecer. Cogí
las bolsas.
—¿Nuestra comida? —quise averiguar.
Evel explicó que quería haberse pasado antes, pero le había
sido imposible, así que comería conmigo para tener más tiempo de
ganar su apuesta.
—¿Te gusta el pescado crudo?
—¿Has traído pescado crudo? —dije con asco.
No se sorprendió de que no me gustara, le aclaré que no era que
no me gustara, es que me daba arcadas solo de verlo.
—Eso es perfecto, ya tenemos nuestra apuesta. No quiero decir
nada pero te recuerdo que te conviene perder. Si para el próximo
miércoles he conseguido que nades, tendrás que comer pescado
crudo, un trozo entero —aclaró.
—¿Y si no consigues que nade?
Lo pensó un instante antes de sonreír maliciosamente.
—Te invito a comer pescado a la plancha.
No lo veía claro, me parecía que mi castigo por no confiar en sus
habilidades para sanar mis miedos era mucho peor que el suyo por no
conseguirlo.
—¿Qué pasa, tienes algo contra la carne o qué?
Su cara fue impagable arrancándome una carcajada y
convenciéndome de cuál sería su castigo.
—¡Si no consigues que nade, te comerás un filete poco hecho!
—Evel empezó a rechazar mi sugerencia—. ¡Y además pagarás tú!
Eso o no hay trato.
—No lo entiendes, odio la carne, me da asco.
—Eso es perfecto —le imité con sorna—. Lo mismo me pasa con
el pescado a medio asesinar. ¿Ya no estás tan seguro de ti mismo?
Evel me miró frotándose la nuca poco convencido.
—De acuerdo, trato hecho, no vale echarse atrás, pase lo que
pase.
Extendió su mano hacía mí y la choqué exagerando el gesto, él
me la apretó con convicción dejando claro que sí estaba seguro de sí
mismo.
Trasladé la comida a la cocina, había traído un montón de
langostinos, ya se me hacía la boca agua, últimamente era raro el día
en que perdía tiempo cocinándome algo. Cuando volví a la playa, Evel
estaba haciendo el cetáceo otra vez, le observé sonriendo como una
boba hasta que se decidió a salir. Se acercó hasta mí ofreciéndome su
mano.
—¿Lista?
—No, no lo sé.
Me miró como se mira un caso perdido y tiró de mí. Nos
acercamos a la línea que confundía agua y arena, y empezamos a
caminar despacio en paralelo siguiendo la recta de la orilla. Evel
ejercía de escudo entre el resto del océano y yo, no podía apartar mis
ojos de la línea de piel que iba mojándose cada vez más conforme
íbamos adentrándonos con lentitud. Evel intentaba distraerme con su
conversación pero no lo conseguía, estaba más asustada que el día
anterior. Cuando abandonó mi mano, inconscientemente se la volví a
agarrar entre las mías temiendo perder el equilibrio si no me apoyaba
en él. El agua empapaba mis gemelos, señaló que podíamos dejar de
adentrarnos cuando yo lo decidiera.
Con el líquido a punto de alcanzar mis rodillas, me detuve, miró
mis piernas, a él apenas le cubría las pantorrillas.
—Bueno, supongo que hoy hasta aquí.
Se deshizo del cepo de mis manos con suavidad y se sentó
dejándome parada mirándolo, el agua se mantenía como una balsa de
aceite.
—Ven.
Me devolvió el ancla de su mano.
—No tengas miedo, soy un salvavidas, ¿no?
Evel me sonrió obligándome a obedecer. Cuando mi estómago
besó el fluido, me amarré a su brazo temblorosa, no comprendía mis
propias reacciones. ¿A qué tanto miedo? Me sentía avergonzada e
incapaz de salir de allí por mi propio pie.
—Quiero salir —tirité.
Nos aupamos conmigo enroscada a su brazo, que no solté hasta
tocar tierra seca, me moría de vergüenza. Evel admitió que remojar el
cuerpo de golpe a más profundidad había sido una mala idea. Sugirió
otra idea que sorprendentemente dio resultado. Nos sentamos cerca
del agua y fuimos entrando poco a poco arrastrándonos por la arena,
no tardé en descifrar su fórmula para el éxito. Me mantenía hablando
la mayor parte del tiempo para que no fuese capaz de pensar en mis
temores, además modulaba su voz en tonos suaves y tranquilizadores,
transmitiendo seguridad cada vez que se dirigía a mí sin que
necesitara amarrarme a ninguna parte de su cuerpo.
—¿Te has parado a pensar por qué te cuesta tanto estar aquí?
Abracé mis rodillas emergiéndolas del líquido y apoyé la barbilla
en ellas. No sabía si debía contarlo. Odiaba mi historia con el agua
pero por otra parte hablarlo tal vez me ayudara. Él esperaba paciente
a que me decidiera.
—Ahora somos amigos, puedes contármelo.
Le eché una miradita, me gustó lo de ser amigos, a Sales
también le iba a gustar pero no sabía por dónde empezar.
—Me has visto desnudo, ya conoces todas mis intimidades,
vamos, hay confianza.
Me animaba guasón a iniciar una disertación, era mi turno para
desnudar mis miedos.
—Mi madre… —hice una pausa para tomar aliento— …se ahogó
cerca de aquí, yo iba con ella.
—Lo sé.
La aflicción en sus ojos de cristal secó mi boca al recordarme
que mi madre y yo no íbamos solas aquel día.
—Mi padre me mandó con mis tíos el mismo día que me
encontró en la playa, he vivido con ellos desde entonces… yo… no
recuerdo nada… nada de…
Evel asintió librándome de decirlo en voz alta, continué.
—Mis tíos me llevaron a una piscina cuando era pequeña,
cuando me metí, empezó a fallarme la respiración, el cuerpo no me
respondía y entré en pánico. Una hora después de que el socorrista
me sacara, aún temblaba. Después de eso, hasta una piscina para
niños me daba vértigo. Así que mis tíos no me volvieron a llevar a
nadar a ningún sitio. Cuando vine aquí, lo sentí de otra manera, me
encanta este lugar, todos mis recuerdos son felices, recuerdo
vagamente nadar con mi madre y que me agradaba… —él seguía mis
palabras con atención afectado por mi historia sin interrumpirla—, pero
aunque deseo meterme ahí, temo que me ocurra lo mismo que en la
piscina o peor. Fui a un psicólogo, él pensaba que si conseguía
recordar lo que pasó —volví a mirar a Evel y este asintió—, si lo
recordara, podría enfrentarlo. Pero también dijo que lo bloqueado en
mi mente puede ser algo con lo que en realidad no puedo lidiar, así
que el hombre intentó centrarse en programas para superar la
hidrofobia y yo colaboré poco o nada porque no me interesaba
curarme.
Evel suspiró.
—Entonces, ¿no has intentado entrar en algún sitio lleno de
agua después de lo de la piscina?
—Sí, aquí, pero me provoca terror. Ahora parece ser diferente,
supongo que por lo de entrar poco a poco —y porque lo tenía a él
cerca para agarrarme si las olas tiraban de mí hacia dentro.
—Bueno, poco a poco. ¿Has intentado recordar aquel día
últimamente?
—A veces, pero no, no lo recuerdo.
Memoré mis pesadillas, no le iba a contar eso, solo eran malos
sueños enmarañados. Me fijé en su estado pensativo, mutó el gesto
cuando se dio cuenta de que le observaba, dibujó una leve sonrisa, en
sus ojos persistían sus cavilaciones. «Poco a poco», insistió. Hizo
mención a sus tripas y nos marchamos a ver qué tal estaba aquella
comida japonesa.
Calentamos los platos y pusimos la misma mesa que días atrás
había disfrutado con mi amiga. Evel mencionó el olor de mi casa de
nuevo, fui hasta la cómoda de mi madre y le entregué una de las cajas
de incienso que Rachel me había dejado, él la guardó en su macuto
pagado. Sobre la mesa restaban desperdigadas todas las cintas del
vídeo club, Evel las retiró para vestir la mesa.
—¿Te gusta Tom Hanks? —a él también le gustaba.
Durante la tempura y la primera docena de gambas, hablamos
de cine. Me enteré de que la mayoría de películas de la pared de su
casa le pertenecían, me satisfacía haber encontrado otro amante del
séptimo arte para intercambiar opiniones. Los libros en cambio no eran
su fuerte, aunque se entretenía a menudo con mangas, cómics e
historietas.
Evel no dejó espacio para el silencio en toda la comida, me
preguntaba de todo cuidándose de no tocar ningún tema delicado y yo
le respondía de buena gana.
Rabzilla también disfrutaba de su compañía, se mantuvo sobre
sus muslos todo el almuerzo. Terminando el postre, le hice notar que
llevábamos dos días hablando sobre mí exclusivamente, a lo que
indicó que sobre él no tenía ninguna curiosidad pues ya lo sabía todo.
—¿No te parece eso un poco egoísta?
Para nada le parecía egoísta, a su entender, era todo lo contrario
y puede que tuviese algo de razón.
—Ya es tarde, mañana durante la comida podrás investigar todo
lo que quieras sobre mí. ¿Te parece bien? —acepté el trato.
Me acercó a la tienda, Rachel me esperaba allí, me había hecho
un bizcocho y traía un termo con chocolate caliente; con habitantes de
Sirens como amigos, no iba a morirme de hambre. Evel se ofreció a
llevarme a casa al terminar el turno pero Rachel le dijo que ya se
encargaba ella. A las cinco se fue, prometiendo mandar a Dani en dos
horas para cerrar la tienda mientras ella me devolvía a casa.
Esa tarde obsequié a mis clientes con mi mejor catálogo de
sonrisas que no abandoné ni en mis ratos de soledad evocando cada
momento con Evel. El coche patrulla pasó dos veces por delante de la
tienda. Evel me saludó pero no se detuvo como me hubiese gustado.
Sales y Ulien estuvieron maquinando acerca de la cena de
bienvenida del viernes y la fiesta de disfraces que iban a organizar en
poco más de una semana. Ulien quería poner un tema para los
disfraces: «criaturas de la noche». Sales le recriminaba que eso sería
como Halloween o la monotemática fiesta de Sirens. Cada uno
debería elegir su disfraz del tema que quisiera. La fiesta se celebraría
en casa de Ulien esta vez y no en la de mi amiga como era tradición,
para así festejar de paso el veinte cumpleaños de la hermana de
Ulien, lo que me recordó que aún no la conocía; sopesaba preguntarle
a Evel sobre ella en mi entrevista.
Jueves, 28 de agosto

Mi instructor de nado amaneció sonriente y cargado con un


cacharro plateado que parecía más añejo que él.
—¿Qué es ese trasto? ¿Se lo has robado a tu abuelo?
—No te burles de mi «radiocasete».
Lo depositó sobre la arena mirándolo como se mira a un
cachorrito.
—Me lo regalaron cuando cumplí ocho años, creo que es el
regalo que más ilusión me ha hecho en toda mi vida, estaba tan
emocionado cuando mi padre me lo dio que ni siquiera pude darle las
gracias.
Después de relatarme algunos de los mejores momentos con los
que su portentosa máquina de emitir música le había obsequiado, me
entregó una película de Tom Hanks preguntando si la había visto. Era
de los ochenta, con Daryl Hannah, 1, 2, 3… Splash, se titulaba, había
oído sobre ella pero nunca la había visto. Me explicó el argumento,
que resumido sería que una sirena salvaba en dos ocasiones a Tom
Hanks de ahogarse y acababan enamorándose. A él le parecía que
viviendo en un sitio que se llamaba Sirens, aquella película no podía
faltar en mi filmoteca.
Evel embelesaba hablando, resplandecía mencionando su
reproductor pasado de moda y sonreía de continuo obligándote a
imitarle. Siempre he pensado que cada persona tiene un don especial,
la cualidad de Evel es esa: si él sonríe, tú sonríes.
—Tierra llamando a Estrella. ¿Me estás escuchando? ¿Qué
estás pensando?
—¡Nada! —Dios, a veces parezco imbécil—. Pensaba que es
tierna la forma en que hablas de tu radio. ¿Y eso va con cintas?
—No, con filetes de merluza.
Traía una cinta de los Beach Boys que hizo pasar por mi
aprobación, señaló su reproductor con los brazos extendidos y
exclamó.
—¡He aquí! Con esto hoy voy a conseguir que te metas hasta la
cintura, pero primero tienes que contestarme.
—¿Qué es? ¿Un radiocasete mágico? ¿Contestarte a qué?
—No estarás dándole al Baileys otra vez, ¿verdad? Te acabó de
preguntar si tienes cosquillas.
—Sí, ¿por qué? —respondí automática.
No me auguró nada bueno su cara de satisfacción.
—No deberías exponer tan a la ligera tus puntos débiles.
—Evel, ¿qué pretendes?
Mi fingido temor no era del todo fingido y su sonrisa maliciosa no
ayudaba, no podía verle los ojos tras las lentes opacas para captar
pistas. Explicó que íbamos a jugar a un juego y que lo mejor del juego
es que daba igual si yo estaba de acuerdo o no —supongo que lo
mejor para él—. El juego consistía en que cada vez que sonara una
canción, yo debía escapar de él mientras esta duraba; si la canción
acababa sin ser atrapada, volvíamos a empezar; si me cazaba, me
tocaba a mí perseguirlo. Para incentivarme a la carrera, avisó de que
si no participaba del juego se vería obligado a practicar sus más
temibles habilidades en el arte de las cosquillas.
—¿Y eso en qué nos va a ayudar a que pierda el miedo al agua?
No tardé en averiguar su táctica, yo era una buena corredora
pero no lo suficiente como para que él no me atrapara ni una sola vez.
Carrera tras carrera, quiebro por aquí y otro por allá, Evel me iba
introduciendo en el agua con disimulo hasta que esta rebasó mis
rodillas.
—Ya sé tú estrategia y no vamos a adentrarnos más.
Ante la advertencia, sumergió su cabeza e hizo como si
investigara. Al salir se sacudió encima de mí.
—¡Todo despejado! Ni medusas, ni tiburones, ni cangrejos
psicópatas con motosierra, creo que podemos seguir adelante.
Me hizo reír pero no me convencía.
—No voy a ir más adentro.
La inquietante sensación de que iba a ser engullida por la masa
marina aún me superaba.
—Hasta la cintura… —alzó una mano para detener mi réplica—,
hasta la cintura sentados es mi última oferta —y añadió—: ¿O
prefieres que sea un…? ¿Cómo me llamaste? —de sobra lo sabía—.
¡Ah, sí! O podría ser un capullo y tirarte al agua.
Sin permitirme opinar, me elevó del agua alzándome entre sus
brazos. Mi reacción fue instintiva pero no por ello menos eficaz. Me
devolvió al mar casi antes de acabar de estamparle un bofetón en toda
la cara. Evel me miraba con un cóctel de indignación, sorpresa y
divertimento en su cara. Yo me tapé la boca con ambas manos para
no reír mi irreflexivo impulso.
—No puedo creer que hayas hecho eso.
Era consciente de que había sido una reacción involuntaria y no
parecía enfadado, yo lo lamentaba y disfrutaba a partes iguales.
—Estaba bromeando, no pensaba echarte al agua —recriminó
medio indignado.
—No quería pegarte.
Me estaba costando horrores no reírme en toda su cara. ¡Qué
bofetón!
—Ya. Yo también voy a hacer esto sin querer, tres, dos…
El desayuno se sacudió en mi estómago al ver cómo ya relamía
su venganza. Eché a correr, si es que eso es posible con el agua
hasta las rodillas, con el corazón a mil y gritando de agitación. Podía
oír a Evel riendo tras de mí. De nuevo me estaba dejando ganar, ese
momento podía grabarlo ya como el mejor en todo lo que llevaba en el
país verde, pero lo bueno siempre dura menos de lo que esperamos.
—Pues para no querer mojarte mucho, ya solo te queda meter la
cabeza y bucear buscando almejas —reía su chiste.
No sabía de qué hablaba. No entendía la sonrisa triunfal en su
cara. No me había cazado. Al notar mis costillas mojadas, lo entendí,
inconscientemente había ido metiéndome mar adentro. Evel
aguardaba expectante no muy alejado, la orilla a sus espaldas empezó
a emborronarse y la sustancia a mi alrededor se solidificaba
oprimiendo mi diafragma. Entré en pánico, Evel lo percibió y voló hacia
mí, tarde pues empezaba a asfixiarme luchando por salir de mi
recurrente pesadilla.
Lo siguiente que vi fueron sus ojos de cristal enrarecidos por la
angustia.
—¿Estás bien? Te has desmayado.
Me encontraba tumbada en la arena sin recordar cómo había
llegado hasta allí. Evel apartaba mi pelo mojado de la cara esperando
que me recompusiera. Observé su cuerpo dorado al sol. Con el pelo y
las pestañas mojadas, sus ojos y su boca parecían más atractivos que
nunca. Sacudí la cabeza borrando delirios y provocándome un leve
mareo. Evel volvió a preocuparse por mí, en su pecho destacaban
cuatro arañazos.
—¿Eso te lo he hecho yo?
—Ha sido mucho más fácil sacarte cuando te has desmayado.
Intentaba animarme, volví a mirar la marca de mis uñas en su
piel.
—No te preocupes, tengo una capacidad innata para
recuperarme de los arañazos de mujeres, son tres hermanas. ¿Estás
bien? ¿Has tragado agua?
Me senté en la arena, si había tragado agua, no lo recordaba y el
percance había sido tan corto que no había dado tiempo a enterarme
de nada. Una vez seguro de que me encontraba bien, Evel mencionó
que veía lejano verme comiendo pez crudo; si él abandonaba la
esperanza, estábamos perdidos.
—¿No lo volveremos a intentar?
—¿Estás de broma? —pensó algo para sí y continuó—: Hace
una semana ni siquiera te atrevías a tocar el agua y ahora te has
zambullido entera, es normal que haya pasado esto, ¡lo quieres todo
de golpe! —recriminó en broma sin poder ocultar su sentimiento de
culpabilidad— Ya te dije que necesitábamos unos siete días —me hizo
reír olvidando el contratiempo—. Esto es un reto en toda regla, me
encantan los retos, no pararé hasta verte comiendo pez…
—…crudo —finalicé, y sonreí esperanzada.
—Un desmayo de nada no va a echarnos para atrás —siguió
bromeando.
—No sé si voy a permitir que vuelvas a meterme en el agua.
Evel rió como si nada hubiese pasado, en sus ojos aun
distinguía algún remordimiento pero no se daba por vencido.
—Aún nos quedan cinco días y ahora ya has visto que de verdad
soy un salvavidas.
—Sí, me he desmayado apropósito para que pudieras lucirte —
aún estaba mareada.
Los dos reímos, mi frase al fin relajó sus hombros.
Evel aprovechó la ducha que me di sacándome toda la arena
para preparar dos pizzas que comimos en el jardín que daba a la
playa. Se sentó frente al Sol resplandeciendo, debía dejar de verlo
resplandecer. Durante la comida trató de mantenerme distraída de lo
sucedido acribillándome con más de sus preguntas. Había pasado la
tarde del miércoles y parte de la mañana del jueves esperando el
momento de satisfacer la curiosidad que Evel me había ido
despertando y ahora no encontraba la energía para empezar una
entrevista en condiciones.
Descubrí estar más interesada en él de lo que había estado por
ninguna otra persona y eso incluía a Ulien. También caí en la cuenta
de que si pudiera elegir pasar la mañana del viernes con cualquiera de
los dos, elegiría a Evel sin pensarlo. Ulien regresaba mañana por la
noche y no conocía hasta qué punto mi curiosidad se debía a la
novedad de la reciente amistad, y no a esos ojos verde chispeante que
perturbaban hasta el punto de no poder sostenerle la mirada cada vez
que se deshacía de la protección de sus gafas.
Tuve que recordarme que ya tenía quien le admirara la vista. Me
pregunté cuándo visitaría a su novia si pasaba las mañanas conmigo y
trabajaba toda la tarde hasta bien entrada la noche. Investigando un
poco me enteré que al ser un pueblo pequeño, a partir de las nueve o
las diez cargaba un teléfono oficial por si había alguna emergencia y
podía irse a su casa tranquilamente. Según él, rara vez lo reclamaban,
así que di por sentado que ese era el tiempo en que la afortunada
hermana de Ulien disfrutaba su compañía.
Haciendo estas reflexiones no pude dejar de percibir que en
cierta manera sentía envidia, así como de que Evel no había
mencionado a su pareja para nada y yo tampoco la había traído a
colación en nuestras conversaciones, entre otras cosas porque
cuando estaba con él la olvidaba por completo.
El incidente me había dejado extenuada, Evel lo notó y dejó de
hacerme preguntas para pasar a relatarme entre risas que su hermana
estaba tratando de convencerle de su amor por Daniel. Cada vez que
hablaba con él repetía sin cesar lo mucho que echaba de menos a su
mejor amigo y lo «ideal» que sería si estuviera con ella en la península
española. A Evel le hacía gracia la desesperación de Sales por su
aprobación y pensaba que contármelo era una buena forma de
vengarse de la bocaza de su hermana.
Al despedirse me dio la buena o mala noticia de que el viernes
no habría sesión de natación, debía trabajar por la mañana para
ocupar la tarde preparando el regreso de su familia; mi amiga le había
dado un montón de instrucciones sobre cómo preparar una bienvenida
en condiciones. Evel me confió que todos los años iban a España y
nunca se organizaba fiesta de bienvenida, era solo una excusa de su
hermana para volver a celebrar que yo estaba en Irlanda.
Pasé la tarde tratando de concentrarme en Ulien y en su beso de
despedida, porque pensar en Evel de la manera que empezaba a
hacerlo no iba a resultarme muy beneficioso. El problema es que a
nadie le daba por pasarse por la tienda para distraerme de mis
pensamientos y yo era incapaz de apartar la vista de la luna del
escaparate esperando ver pasar un coche patrulla. Peor fue después
de que realmente pasara por delante sin siquiera mirar a la tienda y
me obsesionara en por qué no se había molestado en mirar.
Ese día me tuve que esforzar en mis conversaciones por la red.
Tanto Sales como Ulien se mostraban agitados por su inminente
regreso, quedamos sobre las ocho para celebrar su vuelta con una
cena en casa de Evel. Me aseguré de que no hubiera más
cumpleaños sorpresa y traté de mantenerme más ilusionada de lo que
en realidad estaba. Me preguntaba cómo sería cuando todos
volvieran. ¿De verdad Evel seguiría viniendo a ayudarme con mi
problema? No es que yo tuviera muchas ganas de intentarlo después
de mi ridículo desvanecimiento, de lo que seguro había ganas era de
pasar las mañanas con él, me encantaba hablar con él, me encantaba
su compañía en general. Me alegraba que no le hubiese echado para
atrás el incidente de la mañana.
Se había dado seis días más de margen, además recordé la
cena del japonés. ¿Iríamos solos? No lo había especificado. Noté algo
bailando en mis tripas ante la idea de que así fuera. No, no me
gustaba Evel de esa manera, es solo que me había sorprendido
gratamente su personalidad. Se le veía tan despreocupado siempre,
tan confiado, tan feliz, me gustaba su sentido del humor y su mirada
cristalina con esa forma de mirar que parecía atravesarte y te obligaba
a desviar la mirada. Estrella, es hora de que pares.
Les mandé un escueto mensaje en plan «sigo viva» a mis tíos y
me fui a la cama.

Llevaba bastante rato intentando dormir, pero Evel seguía ahí,


en mi cabeza, echando más y más raíces. El «tiene novia» y el «¿pero
a ti no te gustaba el superhéroe pelirrojo?» que no paraba de
repetirme no conseguían refrenar el crecimiento de las raíces. Las
sentía extendiéndose y acaparando poco a poco toda mi mente
arraigando en el músculo que bombeaba mi sangre. Cuando Ulien y
Sales regresaran todo volvería a la normalidad, solo es que había
estado muy sola estos quince días y Evel había sido mi única
distracción.
El calor y la humedad tampoco ayudaban a conciliar el sueño,
tenía todas las ventanas abiertas, el aire era caliente. La quietud y el
suave rumor de las olas tampoco parecían poseer un efecto sedante.
Oí un crujido en el exterior, todos mis sentidos se pusieron alerta
esperando percibir algo nuevo, nada más.
Ya relajada y casi arribando a los brazos de Morfeo, escuché
otro crujido más cercano seguido del sonido de algo pesado
arrastrándose bajo mi ventana tras la valla.
Irracionalmente empecé a hiperventilar y mi cuerpo se cubrió
veloz de un sudor frío. El silencio regresó manteniéndome en
exagerada tensión. Más crujidos. Ahora se acompañaban de una
especie de resoplidos o tenues gruñidos verdaderamente
espeluznantes. Bajé sigilosa de la cama, quise acercarme a la ventana
para cerrarla lo más rápido posible pero a lo único que alcancé fue a
arrastrarme hasta apoyar la espalda en la pared que se encontraba
enfrente de la abertura.
No era tan malo, si algo iba a atacarme, mejor verlo venir de
frente. No dejaba de pensar que no había posible escapatoria, todas
las ventanas de la casa estaban abiertas y era de fácil acceso. En
cuanto me quitara el miedo tonto de encima iba a encargar unas rejas
bien robustas. Otra vez los gruñidos y jadeos, aquel sonido dañaba
una parte sensible en lo recóndito de mi ser.
Me escurrí por el tabique hasta quedar sentada con mi mano
temblando considerablemente al intentar coger el teléfono junto a la
cama. No quería hacer ruido y parecía estar armando un alboroto
tratando de sostener el aparato. Alcancé el papelito olvidado junto a él,
conseguí ver el reloj, las once y veinte, Evel estaría de guardia.
Marqué el número. Quien estuviera ahí afuera aún no había
traspasado la valla, seguía sin encontrar el valor para levantarme a
cerrar todas las ventanas.
—Policía de Sire…
—¡Evel!
La cosa afuera se revolvió por mi exclamación lanzando un
gruñido salvaje que me hizo gritar de puro terror estampando el
teléfono contra el suelo desde donde Evel alzaba la voz: «Estrella,
¿eres tú? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?». Amarré el auricular con ambas
manos intentando responder, los dientes me castañeteaban lo
suficiente como para desintegrar un chicle sin masticar.
—Evel, hay alguien bajo mi ventana.
Hablé en murmullos con la voz tan trémula que no sabía si me
entendería.
—No te muevas de ahí, no salgas de la casa. ¿Me oyes?
No podía moverme aunque quisiera, estaba petrificada por el
pavor, siseé una afirmación.
—Estrella, tranquila. Voy de camino. Estaré ahí en un segundo,
no te muevas. ¿Me oyes? No salgas de casa.
Apreté el auricular contra mi oreja con todas mis fuerzas, apenas
podía escucharlo. Mi cabeza estaba embutida con la mente obcecada
por el miedo. Mis manos sudaban mares de hielo y aun así cogía el
teléfono como si en ello me fuera la vida.
—Estrella, di algo.
Quise decir algo que calmara la angustia en su voz pero la
criatura volvió a rugir con más fuerza y solo pude bramar de nuevo
haciéndome daño en la garganta y convulsionando mi cuerpo una vez
más. Esta vez el teléfono no escapó. Evel se desesperaba al otro lado
y fue esa desesperación en su voz la que me dio fuerzas para
contestar con un hilillo de voz.
—Está ahí, se mueve más rápido, quiere entrar, se revuelve…
Se me quebró la voz, el pánico me inundaba, me esforzaba por
no gritar, las lágrimas resbalaban recalentando mis mejillas. El bicho
sabía que yo estaba dentro y no era capaz de huir o moverme más
allá de presionar mi espalda contra la pared y temblar de arriba abajo
aferrada al auricular.
Escuché acercarse un vehículo a toda velocidad. Frenó
derrapando junto a la parte trasera de la casa. Lo que se hallaba bajo
mi ventana se agitaba desesperado y gruñía enloquecido. No podía
soportar aquel sonido aterrador. Dejé caer el teléfono y me tapé los
oídos, quería que parara, que pare, ¡que pare!
Y se detuvo, se detuvo un segundo antes de que Evel irrumpiese
por la puerta y se abalanzará sobre mí. Me agarré a su cuello con tal
fuerza y desesperación que temí asfixiarle. Evel me abrazó con tanto
calor que pronto mis temblores licuaron.
Acariciaba mi cabello mientras demandaba que me tranquilizara,
podía hacerlo, podía recomponerme con él cerca, mi salvavidas.
Cuando consideró que me encontraba mejor, preguntó de dónde venía
el peligro. Señalé la ventana, se levantó para echar una ojeada. El
pánico a que lo que fuese estuviese esperándole en la boca de la
pared me hizo clavarle las uñas tirando de él hacia mí, desenfundó la
pistola y me la enseñó intentando tranquilizarme.
Por segunda vez se encaminó a la ventana dejándome hecha un
ovillo contra mi pared, sola de nuevo.
Apoyó su rodilla en mi baúl y apuntó hacia fuera, luego echó un
vistazo. Cerró la ventana alegando que no divisaba nada por los
alrededores y salió de la casa a inspeccionar durante un tiempo
infinito. Cuando regresó, yo seguía estancada en mi improvisado
refugio contra el tabique. Se puso de cuclillas y dejó su mano sobre mi
rodilla hablándome con suavidad, clavándome su característica
mirada.
—Tranquila, se ha marchado, era algún animal, tranquila —
remarcó—, no entran en las casas, tienen más miedo que tú.
—Eso no tenía miedo y no era el rugido de un animal.
Al ver la realidad de mis palabras, un escalofrío me azotó el
cuerpo. Evel apretó mi rodilla sorprendido por la declaración.
—¿Era una persona?
—¡No! No lo sé, era como… como…
El policía endureció sus facciones, me iba a tomar por loca, yo
misma encontraba un poco demente mi exposición pero es que era un
sonido singular.
—En algunos momentos ha parecido… humano —sacudí la
cabeza—, no… no lo sé.
Hablé temerosa, ahora el temor era por lo que él pudiese
malpensar de mí. No dijo nada. Acarició mi mejilla, se incorporó y me
condujo al sofá de la mano. Tenía ganas de llorar, lo curioso es que no
se debía al trauma sufrido, sino al alivio de tener a Evel cerca.
—Alguien… o algo, está rondando la casa.
Evel recorría mi expresión afectado.
—Estoy seguro de que no era nada, no te calientes la cabeza.
Dispuesta a que viera el peligro, insistí.
—Evel, no es la primera vez que oigo ruidos, al principio creí que
me los inventaba. Pero el otro día vi algo por la ventana. No sé qué
era, vi sus ojos. Sus ojos… parecían… parecían… con conocimiento.
Su gesto se contrajo. Seguramente pensó que se me estaba
yendo la pinza, quedó pensativo un momento y luego sugirió que
tomáramos una infusión y nos relajáramos un poco. Acabada la
sugerencia, se encaminó a la puerta. En cuanto se alejó unos pasos el
pavor regresó, lo cacé a medio camino practicándole un torniquete en
el brazo.
—¿A dónde vas?
—Necesitaré un poco de esas hierbas que tienes ahí afuera.
Sonreía con toda su magia, asegurando con el gesto que nada
malo iba a pasar.
Mientras regresaba, me ocupé de estrangular los cojines de mi
sofá. Preparó las infusiones con Rabzilla revoloteando por sus pies.
Bebí toda la taza y poco a poco me fui relajando. Sabía con toda
certeza que mi sosiego venía de su mano. Me dijo que vigilaría la casa
y trataría de que ninguna alimaña más intentara asesinarme a sustos.
No importaba si yo no estaba muy bien de la azotea, había acudido a
rescatarme y ahora se sentaba a mi lado ofreciéndome una tisana, con
eso me contentaba.
Brazos y piernas empezaron a pesarme, fui acaparando el sofá
desterrando a Evel y Rabzilla al sillón. Aún con la neblina en mi mente,
no dejaba de observarle, me hablaba en susurros. ¿O era yo que lo
imaginaba? En el fondo de su mirada había una nota de preocupación,
tal vez me estaba ocultando algún peligro para no asustarme o tal vez
se preocupaba por mi cordura, yo me preocupaba por mi cordura.
Viernes, 29 de agosto

Desperté enfocándome al sillón donde había visto a Evel por


última vez. Rabzilla estaba allí solo, el baño y el dormitorio vacíos, se
había ido mientras yo dormía. Esperé encontrarme resacosa por el
desastre de día que había resultado el jueves pero la verdad es que
me sentía fenomenal, al menos físicamente. Me daba rabia el episodio
de la noche anterior. ¿Por qué tuve tanto miedo? Evel debía verme
como a una chiquilla asustadiza y eso me irritaba.
Preparé mi vaso de leche con cacao y cereales, aún no eran las
doce, hora de desayunar. Al depositar la comida sobre la mesa vi la
carátula de 1, 2, 3… Splash; encima una nota y sobre esta una pulsera
trenzada con lavanda similar a los broches y tocados de Sales, lo que
me hizo caer en la cuenta de que no los había utilizado en los quince
días de su ausencia, esa noche me pondría uno. Leí la nota.
«Tengo que ir a trabajar, a las tres pasaré por si quieres que te
lleve a la tienda. Esta pulsera es mágica, protege de todos los males,
póntela».
Esa nota corroboraba mis peores sospechas: Evel me trataba
como una niña asustadiza. Examiné la pulsera, era bonita y muy
elaborada, me la puse. Por la nota deduje que había pasado la noche
en mi sillón, lo que de alguna manera me reconfortó.
Como no tocaba clase de natación y no tenía nada mejor que
hacer, me puse la película de Tom Hanks y Daryl Hannah; me gustó
más esa sirena que las de mi libro de criaturas mágicas.
Llamó al timbre justo cuando acababa de asearme para ir a
trabajar.
—¿Ya te has despertado? Esta mañana ha sido imposible
hacerte abrir los ojos.
Y con eso confirmaba que había pasado la noche en mi casa.
—Gracias por quedarte, Evel. Y por todo.
No dijo nada, parecía querer decir algo pero no dijo nada, solo
asintió levemente.
Decidí continuar con lo primero que me vino a la mente.
—He visto la película, esta bien.
En realidad me había gustado mucho, me ofreció una sonrisa, no
era ni de lejos su mejor sonrisa.
Miró mi antebrazo.
—Te has puesto la pulsera.
¿Por qué ahora todo era tan incómodo? Supuse que ya le había
dejado claro que no estaba bien del ático y por eso ahora estaba tan
tenso, o igual era el uniforme, que le apretaba demasiado. Levanté el
brazo exhibiendo su manualidad.
—¿No crees que hubiese sido más práctico que me dejaras la
pistola?
—Sí, es lo que iba a hacer —dijo en tono burlón—, pero
entonces recordé que en mi cumpleaños mencionaste algo sobre que
nadie te vería con una pistola en la vida, tenía miedo de que la tirases
al váter —sonreí.
El sarcasmo despejó la tensión, saludó a Rabzilla y me
acompañó a la tienda. En el trayecto se quejó de lo quisquillosa que
estaba su hermana con la cena que celebrarían a la noche. La
comitiva llegaría en algún momento, entre las seis y las ocho. Me
gustaría estar más emocionada. Evel tampoco rebosaba entusiasmo.
No es que no tuviera ganas de verlos, es que mis días de tedio y
soledad habían mejorado, incidentes aparte, justo al final. La última
semana había pasado muy rápido.
Para no variar costumbres, casi no entró nadie al bazar. Pasé las
horas admirando mi pulsera y pensando en mis clases de natación,
por llamarlas de alguna manera. Instintivamente miraba por el
escaparate esperando ver el coche patrulla hasta recordar que Evel
estaba en su casa maldiciendo a su hermana y su obsesión por las
celebraciones.
Analizaba cada segundo de la noche anterior, seguramente
había estado aterrada por un simple animal salvaje que en la soledad
de la noche me había parecido algún horrendo monstruo de peli de
terror. Entre mis confusiones y exageraciones con las fieras del
bosque —como yo digo: las cosas siempre se ven diferentes de día—
y mis paranoias con el agua, no sería de extrañar que Evel pudiese
verme como una cría, medrosa y medio majara; imaginaba a la
hermana de Ulien cien veces más valiente que yo.
Daniel había ido a ayudar con la bienvenida. Rachel me echó de
la tienda antes de las seis y media; según ella debía ir a casa a
arreglarme para recibir a mi futuro novio. Evel se había quedado corto
criticando la bocaza de su hermana. Intenté convencer a Rachel de
que lo de Ulien era todo producto de la imaginación de Sales.
Respondió indignada que llevaba quince días observándome,
viendo cómo la primera semana había estado deprimida y huraña,
para transformarme durante la segunda en una chica que brillaba con
luz propia, cada día más según se acercaba la vuelta del pelirrojo. Y
añadió a su film romántico que le dolía que no confiase en ella como
para contarle que me estaba enamorando.
Vincent me custodió hasta la puerta de mi casa como favor a su
compañero. Por más que insistí en ir a pie, el hombre no lo aceptó. Lo
peor fue cuando guiñó un ojo y me deseó que lo pasara bien esa
noche. Tenía ganas de liarme a tortas con todo el mundo.
Miré al mar. Entré en casa, cambié mi ropa por el bañador y salí
a la playa aprovechando la cercanía del crepúsculo. En ese momento
tenía más coraje que en todo el mes que llevaba en Sirens, por
desgracia, un coraje diferente del requerido. Coraje porque todo el
mundo pensaba que estaba encaprichada de Ulien. Coraje porque
Evel no dejaba de verme en mis peores momentos. Coraje porque él
jamás me vería como yo lo veía a él. Coraje porque me repateaba que
el mar siempre ganara la partida y esto último se había acabado. No
existe el miedo, es un invento dentro de nuestras cabezas. Mientras
toque tierra, el océano no puede ganarme en nada; además, tenía la
sensación de que si me ponía, podría incluso recordar cómo se
nadaba.
Aparté mis enojos a un lado y respiré hondo varias veces
memorando el primer día en la playa con Evel, evocando la sensación
de paz de la mañana del martes, dejando que me embargara y guiara.
Puse a andar mi cuerpo en piloto automático. Simplemente no me
detendría. Nada me detendría. Caminé sobre tierra seca, luego
mojada. El líquido envolvió mis pies y luego mis piernas, seguí
adelante como me había impuesto. No necesitaba la ayuda de nadie.
Mi mente no se centraba en ese día, ni en ese instante, estaba en la
playa una mañana junto a Evel atascada en un momento épico.
Desperté del sueño cuando se convirtió en pesadilla, el fluido me
cubría el pecho y con cada ondulación alcanzaba mi cuello. ¿Qué
había hecho? ¡Soy la persona más estúpida del mundo!
Si no estuviera tan espantada, me recriminaría con fuerza lo
idiota e inconsciente que había sido. Allí estaba, petrificada dentro del
mar, sin poder seguir adelante o echar atrás. Sin poder mover la
cabeza para buscar un auxilio alrededor. No sabía qué hacer, no
conseguía reaccionar de manera correcta. Intentaba activar mis
piernas pero no respondían, mis brazos permanecían estirados y
rígidos, era un bloque de plomo anclado a la arena subterránea.
«Estrella, no hay nadie para ayudarte, tienes que salvarte tú sola.
¡REACCIONA!».
Tuve que gritarme unos cuantos insultos más y, a continuación,
algunas frases de motivación para conseguirlo. Paulatinamente
recuperé el control de mis brazos seguido del de mis piernas. Me
faltaba dominar mi respiración para ponerme a salvo. Antes de
lograrlo, dos brazos se enrollaron en mi cintura interrumpiendo mi
desasosegado aliento, escuché su voz recriminándome cerca de mi
oído.
—No querías hacer esto conmigo y ahora intentas suicidarte tú
sola. Respira hondo y déjame guiarte.
Apoyé mi cuerpo contra el de él, que ahora ejercía de ancla
humana, mis pies se despegaron del suelo pero Evel no se movió. No
debía tener miedo. No podía sentirme mal. Solo podía sentirlo, sentir
su piel en contacto con la mía era la mejor experiencia que había
experimentado.
—¿Cómo has sido tan inconsciente? —su voz se escuchaba
levemente ronca lo que me produjo un escalofrío.
—Quería demostrarme a mí misma que podía hacerlo.
—¿No podías esperar a mañana para demostrarte cosas en mi
compañía?
—No, no podía.
No estaba enfadado, más bien aliviado. Evel se mantuvo pegado
a mí hasta estar seguro de que todos mis temores estaban a raya,
aflojó el lazo dejándome flotar entre sus brazos sin voltearme hacia él.
—Si hubiese sabido que tenías tantas ganas de comer pez
crudo, hubiese apostado otra cosa.
—¿Qué dices? No has ganado, he entrado yo sola.
—Mira, si no llego a aparecer por aquí ahora estarías enredada
de los pelos entre cualquier arrecife de las profundidades del mar.
No me dejó replicar, exigió que me relajara y disfrutara.
—¿Verdad que se parece a volar? ¿Quieres meter la cabeza?
Me agarré de sus brazos negándome en rotundo, Evel rió.
—Has estado a punto de ahogarte por tu cuenta y ahora te
preocupa que se te moje el pelo.
—¡No es por el pelo!
—Relájate, respira —susurró con una voz tan sugerente que
solo podía obedecerla.
Las aguas nos columpiaban y, lejos de amedrentarme, se sentía
bien, se sentía de maravilla. Evel se acercó más a mi oído erizándome
la piel, con un murmulló me dijo que cerrara los ojos y sintiera el mar.
Me fue soltando lentamente hasta que solo quedó el contacto de los
dedos de nuestra mano.
Abrí los ojos y le miré a la luz crepuscular luciendo, ahora sí, su
mejor y más tierna sonrisa; negarme lo que sentía por él ya no tenía
sentido. ¿Cómo había consentido que pasara?
Noté algo deslizarse por la mano que tenía libre.
—La pulsera. Se me ha caído.
Evel borró su sonrisa como si el brazalete fuese de oro y platino,
miró al sol, que desaparecía entre las montañas, y exclamó.
—¡Mierda! Tenemos que irnos.
Debía acabar de recordar, como yo, que alguien esperaba una
fiesta de bienvenida con gente para recibirlos, lo que no entendía era
por qué se había sumergido frenético a buscar el brazalete. Salió del
agua con el rostro pálido y tenso.
—¿No has encontrado la pulsera?
—No estoy buscando la maldita pulsera. ¡Vamos!
Desterró toda la delicadeza del momento anterior para
arramblarme hacia fuera embravecido. Sales no lo podía tener tan
amedrantado. Evel miraba en todas direcciones mientras me
remolcaba a la orilla paranoico.
—¿Qué pasa? —quise saber contagiada de su canguelo.
Súbitamente algo agarró mi tobillo con fuerza desmesurada y me
arrastró mar adentro a tanta velocidad que impedía ver, respirar,
reaccionar o comprender lo que sucedía.
Lo siguiente, un amarre en mi cintura que tiró con tal ímpetu en
la otra dirección que temí partirme en dos. La velocidad bajo el agua
se percibía como si una lancha motora me arrastrara por el suelo
marino. Una masa viscosa se enroscó en mis piernas. Lo que fuera
que me aferraba por la cintura le superaba en fuerza. La masa viscosa
se volvió afilada produciendo un dolor atroz en mis extremidades.
Tragué una ingente cantidad de agua salada tratando gritar. Salimos
del agua en vertical para aterrizar sobre la arena de mi playa en una
tremenda caída, rodamos uno sobre el otro hasta que la fuerza
centrífuga dijo basta. Era Evel, a pesar del monumental mareo,
reconocí a Evel enroscado a mí, rebozado en arena; de alguna
manera nos había impulsado afuera. Las piernas me ardían, me
ardían.
Evel no se entretuvo un instante, estaba oscureciendo pero pude
presenciar la furia con que regresaba a la orilla.
Dos criaturas parecidas a una rana humanoide casi tan altas
como él se dirigían hacia donde yo había quedado tirada con los ojos
fijos en mí. Los ojos que me aterrorizaban en mis pesadillas. Los
mismos con conocimiento que vi bajo mi ventana. Grité aterrada,
afectada de tremendos dolores. No podía escapar. No podía
levantarme. No podía usar mis piernas. Siquiera me atrevía a mirarlas.
Evel se abalanzó sobre ellos como si de otra bestia más se tratara y
propulsó a uno lejos de un solo movimiento, el otro se enganchó a su
espalda. Se deshizo de él atrapándolo por el cuello con sus brazos.
Desde donde estaba oí los huesos quebrarse a través del resuello de
mi entrecortada respiración.
Una vez más algo tiró con violencia de mi brazo arrastrándome
por la arena de vuelta a aguas oscuras. Lo vi. La masa viscosa que
apretaba mi muñeca era una mano, la mano de una abominación. Evel
le propinó una colosal patada en el abdomen y la criatura me soltó
entre horribles gruñidos. El tercer atacante regresó en su auxilio. Las
imágenes empezaban a llegarme borrosas. No podía soportarlo, no
podía soportar el dolor. Aún capté cómo el monstruo esgrimía unas
afiladísimas pezuñas que asomaban de las puntas de sus dedos
rasgando la carne del pecho de Evel, que se enfureció más si cabía,
se hizo con su garra y la hundió en el corazón del otro sapo. Las
piernas me bullían. La batalla proyectaba latigazos de arena que
chocaban contra mi cuerpo magullado. El dolor alcanzaba mi cabeza
en terribles punzadas. Cotejé mis piernas. La piel hecha jirones en
unos espantosos boquetes, la sangre manaba embarrando la arena y
provocándome fuertes arcadas; cuando creí no poder soportarlo más,
los sentidos se apagaron contra mi voluntad.

—Estrella, lo siento, lo siento. Es culpa mía. Vas a ponerte bien,


vas a ponerte bien. ¡Aguanta!
La desesperación de Evel quedaba lejana pese a conducir su
furgoneta junto a mí. Mis piernas enrolladas en una de mis toallas de
baño pretendían aniquilarme. Evel tenía el cuerpo cubierto de sangre y
líquido verdusco de las criaturas, pero estaba bien, solo su rostro
desencajado estaba mal. Los bruscos movimientos del vehículo me
hicieron perder la conciencia.
El insufrible calvario en mis extremidades me devolvió a la cruda
realidad. Tres o cuatro cabezas se adivinaban sobre mí, estaba
estirada sobre algo plano y duro, no conseguía enfocar los rostros, mis
oídos estaban taponados y no soportaba el peso de mis párpados.
Noté un calor en el pecho, una calidez que se extendía por toda
mi anatomía, entreabrí los ojos distinguiendo la cara de Evel contraída
y desfigurada por la angustia. Gritaba algo. Quería seguir aferrándome
a su imagen pero los párpados cedieron; aún percibía sonidos lejanos,
gritos inconexos en su mayoría, pude distinguir la voz alterada de Cris
en un momento de más claridad.
—¡Evel! ¡Para! ¡Ya está bien! ¡Estás herido! ¡PARA! —ordenaba.
Un golpe sordo, y el calor cesó. Alguien lloraba desconsolado en
algún rincón, mi oído se fue apagando entre las órdenes de Cris:
«Sácala de aquí», «más gasas», «¡No! Ocúpate de Evel».
Sirenas

Sábado, 30 de agosto

¿Era real? ¿Había pasado de verdad?


El hormigueo en mis extremidades inferiores se encargó de
contestar. ¿Estoy en un hospital? Fuera suena el viento, se escucha el
mar revuelto pero no tan cerca como en mi casa. Temía abrir los ojos
por lo que pudiese encontrarme. No podía pensar en lo sucedido sin
enfermar. ¿Y si todo había sido otra pesadilla? Los monstruos, mis
piernas echas trizas, la velocidad de Evel. ¡Evel! Evel estaba herido.
¡EVEL!
—Estoy aquí.
Despegué los ojos, se le veía cansado, no, derrotado. Sostenía
mi mano trazando círculos en el dorso, era tan agradable que por un
instante no pude concentrarme en nada más. ¡Sus heridas!
—¿Estás bien? —exclamé.
Se sentó a mi lado sin soltar mi mano, intentó una sonrisa pero
la pena en sus ojos la opacó, al menos la mueca desesperada de la
noche anterior se había borrado. Por la manga izquierda le asomaba
un extraño vendaje, acarició mi cara y mi pelo con la mirada abstraída,
la sonrisa condescendiente se había esfumado. Repetí la pregunta.
—Estoy bien, no te preocupes. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú? —quiso
saber.
Reposé la cabeza en la almohada sin quitarle ojo, aliviada. Las
piernas seguían hormigueando. «¡Un momento! Un hormigueo. ¿No
es eso lo que sientes cuando te amputan un miembro?». Incapaz de
levantar las sábanas o mirar en la dirección que se suponía estarían
mis extremidades, de conservarlas, empezó a fallarme la respiración.
—Mis piernas…
—Tus piernas están bien, en tres días podrás echar a correr.
¿Qué estaba diciendo? ¿Tres días? Levantó las sábanas
abandonando mi mano. Mis extremidades estaban en su sitio
enrolladas en algún tipo de planta hilachosa.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Son las doce del mediodía.
—De qué día.
—Sábado, treinta de agosto.
Respondía como un robot, como si su mente se encontrara en
otra parte.
—¿Solo han pasado unas horas? —afirmó—. Evel, vi mis
piernas anoche, es imposible que pueda correr en tres días o siquiera
caminar.
—Cris es la mejor doctora que puedas soñar —creía que era
farmacéutica—. Te ha puesto puntos —frunció el ceño—. No era
necesario —no, qué va, los boquetes de mis piernas se curaban por
arte de magia—. Ella sostiene que será más rápido, tienes que estar
en la cama, así no correrás el riesgo de que se abran las heridas.
Quise rechistar pero me atajó. Parecía haber regresado al
mundo real hablándome suave y bajito como si temiera que me
partiera en mil pedazos, me gustaba.
—Estarás bien, de verdad, confía en mí, Cris es la mejor—
repitió.
—¿Qué eran esos bichos, Evel? ¿Por qué nos ataca…?
Se puso en pie dejándome con la pregunta en la boca y una
sensación de desamparo.
—Te lo aclararé todo, pero primero será mejor que comas un
poco, te quedaras aquí hasta que estés mejor y luego ya veremos,
tengo que explicarte muchas cosas.
—¿Cómo es posible…?
—Luego… —empezaba a impacientarme.
—¿Y Sales?
—Estamos solos.
No entendía nada.
—Te debo una entrevista. ¿Recuerdas?
Sí lo recordaba y me urgía más que nunca, pero no pude
decírselo porque desapareció por la puerta. Casi no me atrevía a tratar
de adivinar qué había ocurrido. ¿Qué eran esas criaturas? ¿Cómo
podía correr o nadar Evel de esa forma? ¿Habría malinterpretado yo
misma los hechos por el shock? Tal vez mis piernas no estaban tan
mal como yo pensaba. ¿Qué había pasado con los monstruos?
Hice una batida visual a mi alrededor, me encontraba en la
habitación de Evel, recordaba las otras dos de su cumpleaños: una
habitación con dos camas, otra de matrimonio y esta, la única con una
pared de ladrillos y una cama de uno.
Olía como mi casa, Evel habría encendido el incienso que le di.
La suya era la habitación más pequeña de la casa. A mi derecha,
empotrado en la pared, se ubicaba un escritorio con una estantería
repleta de películas y mangas japoneses en su mayor parte. Al frente
el cuarto se ensanchaba con una ventana de tres hojas, afuera tenía
pinta de hacer frío, no asomaba un rayo de sol. Bajo la ventana, una
especie de arcón partido en tres partes con cojines para sentarse. Al
otro lado, un sillón a cuadros, una lámpara de pie y un arcaico armario
de dos puertas atestadas de pegatinas de vehículos antiguos en su
mayoría. Junto al armario, la salida por donde había desaparecido
Evel.
Cada mueble era de un tipo de madera y estilo diferente. Por el
poco empeño en la decoración, no hacía falta fijarse mucho para saber
que era la estancia de un chico, aun así era acogedora o a mí me lo
parecía. Experimentaba una emoción en la boca del estómago al
pensar que estaba en su habitación. ¿Hay algo más personal? Esperé
su vuelta entretenida, fisgoneando cada detalle a la vista, lamenté no
poderme levantar de su cama para explayarme a gusto. Sobre la
mesita de noche, a mi izquierda iluminaba un flexo, el día estaba
oscuro, un despertador de metal envejecido, dos velas, un bloc de
notas con garabatos, mi caja de incienso, un vaso de agua vacío, no
cabía nada más.
No colgaban cuadros ni fotografías, solo un póster de un Camaro
antiguo, un dibujo plastificado de Nosferatu y algunas manualidades
adornaban las paredes. Por el abuso del color rosa en alguna de ellas
intuí que se trataba de regalos de alguna de sus hermanas,
probablemente de Eila. Una de las manualidades llamó mi atención:
una sirena en una noche de Luna llena.
—Me la hizo mi madre de pequeño, tu madre también hacía
cosas así, ¿no?
Evel no quiso despejar ninguna duda hasta que no terminase mi
almuerzo, le hubiera dicho que mi comida podía esperar, pero mi
estómago estaba en desacuerdo. Se sentó junto a la ventana justo
delante de mí observando caviloso cómo comía, lo cual me obligó a
alimentarme bien poco a pesar del hambre. Dios sabe las pintas que
exhibiría con un camisón blanco que me quedaba grande, los pelos
alborotados y sorbiendo sopa de pescado con mi mano temblorosa;
deseaba que se enfocara en cualquier otra parte de la habitación que
no fuera mi persona.
Acabando el plato, corrió por helado de fresa. Aproveché los
escasos cinco minutos que tardó en reaparecer para acabarme el
caldo a ritmo frenético, no es que disfrutara mucho la sopa, pero
estaba terriblemente hambrienta. Terminé mi helado, aparté la copa a
un lado y me crucé de brazos. Ya había comido. ¿Ahora, qué?
Acercó el sillón hasta rozar la cama. Quedamos en silencio, yo
observándolo, él observándose las manos unidas en medio de sus
piernas separadas.
—¿No tenías que explicarme no sé qué?
Deslizó una mano nerviosa por su cabello y suspiró.
—¿Cómo se te da lo de guardar secretos?
—¿Tengo que guardarte un secreto?
—Tienes que guardar «tu secreto». Mira, no tengo ni idea de
cómo hacer esto, nunca le he tenido que explicar a nadie nada sobre
mi familia y no sé… no sé cómo se hace. Menos aun sé cómo contarte
algo que ni siquiera ellos pueden saber y que tendrás que guardar a
cal y canto física y mentalmente —suspiró—. He pensando mucho en
cómo enseñarte esto y lo que ocurrió ayer… —el recuerdo parecía
estremecerle, recordé su cara descompuesta escasas horas atrás—.
Lo que ocurrió anoche me ha dado el empujón que necesitaba —otro
suspiro. ¿O estaba cogiendo aire? —. Mis hermanas saben lo que te
voy a contar pero no saben lo que te voy a dar y no deben saberlo
nunca. Esta es la razón por la que les he pedido que te alojes en mi
cuarto, habrá tiempo… —se detuvo impacientándome.
—Tiempo, ¿para qué?
Otro suspiro, empezaba a inquietarme tanto suspiro.
—Necesito que abras tu mente, ¿entiendes?
—Evel, vi aquellos monstruos anoche.
Se levantó cara la puerta, la cerró y corrió el pestillo. Me tenía
intrigadísima. Regresó a la ventana, apartó los cojines y levantó la
tapa del arcón donde había estado sentado. Sacó un montón de
trastos pesados desperdigándolos por los suelos. Por último extrajo
las tablas del fondo y retiró una caja de madera bastante grande. La
depositó junto a mí abriéndola, sacó un libro de tapas verdeazulado e
inclinó la caja invitándome a mirar adentro, se trataba de un conjunto
de tomos enormes titulados: «Enciclopedia del mar».
—La escribió tu padre, es una enciclopedia sobre seres
acuáticos. En particular, sirenas.
Esperó aguardando alguna reacción. Mi única reacción fue de
incredulidad. No podía creer que mi padre hubiese escrito algo así. Lo
suyo siempre había sido la novela policíaca y detectivesca, nunca lo
hubiera imaginado escribiendo libros sobre seres mitológicos, esas
eran el tipo de cosas que me gustaban a mí. ¿Pero a él? No.
—Este lo escribió especialmente para ti.
Depositó el libro verdemar en mi regazo.
—¿Mi padre me ha escrito un libro sobre sirenas?
Así rezaba el título, solo eso, Sirenas soobre un dibujo de dos
peces que nadaban en círculo, reconocí inmediatamente los trazos del
pincel de mi madre.
—¿Por qué te daría mi padre un libro para mí a ti? ¿Por qué no
me lo dio y ya está?
—Aquí es donde quiero que abras tu mente.
Me dejó unos segundos para resolver por mí misma, no se me
ocurría nada. Recordé mi libro de criaturas mágicas y las sirenas que
describía. ¿Podría ser? No, no podía ser, pero tuve que preguntar
igualmente.
—¿Aquellos sapos gigantes eran sirenas?
Evel arrugó el entrecejo como si tratara de entenderme.
—No. ¿Sirenas? ¿Eso? ¿En serio?
Esperé que añadiera algo más pero se centró en examinar las
tablas de madera del suelo, un poco a la derecha, un poco a la
izquierda, buscaba algo que yo no podía siquiera imaginar. Seguí
esperando que hablara, apretaba las manos contra sus rodillas con la
espalda ligeramente inclinada hacia delante, como alguien que espera
el disparo de salida en una carrera que no está cien por cien seguro
de correr.
—Evel, por Dios. ¡Habla ya!
Se deshinchó dejando caer su cuerpo sobre el respaldo del sofá,
vencido antes siquiera de comenzar.
—No sé cómo empezar.
Hice un intento por incorporarme más para exigir mis merecidas
explicaciones, pero mis piernas protestaron con ahínco. Por el gesto
de Evel, parecía ser él el que acabara de sufrir las punzadas.
—¿Estás bien?
Respiré hondo enfrentando el dolor y dije que sí. Tan pronto
quedé quieta, el mal se disipó dando paso al anterior hormigueo.
Tomó unas hojas escritas a puño de entre los libros y las dejó
sobre mi regazo, le miré interrogante.
—Creo que esto empezará a explicarte mucho mejor que yo.
Hace dos años tu padre vino a verme, me dijo que no estabas muerta,
suplicando por que le guardara el secreto sin darme más explicaciones
y me confió esta caja pidiendo que te entregara esta carta si a él le
pasaba algo antes de que cumplieras los dieciocho —se pausó para
acercarme los folios—. Estrella, léela, te dejaré sola.
Examiné el escrito sin tocarlo, parecía acumular más de dos
años por sus arrugas.
Evel empezó a levantarse, lo detuve con lo primero que se me
ocurrió para evitar que me dejara sola.
—Léemela tú, por favor.
Se sentó de nuevo interrogante, asentí para que empezara
estrujándome las manos bajo las sábanas.
No es la primera vez que te escribo una carta como esta, pero
no puedo dejar de pensar que probablemente esta sí sea la última.
Estoy convencido de que no llegaré a tu dieciocho cumpleaños y
necesito asegurarme de que recibas toda esta información. Estos
libros te pertenecen, son mi regalo y el legado de tu madre.
Hay tres copias de esta enciclopedia: una la ocultará Evel, y las
otras dos las guardarán otras personas de mi confianza. En su
momento una de estas personas te entregará la original.
Estos libros son, como ya te he dicho, una enciclopedia. Todo lo
que se sepa sobre sirenas y otras especies relacionadas con el mar
está aquí.
Te he escrito una pequeña guía rápida con todo lo que me ha
parecido más importante, algo así como una introducción al resto.

Evel señaló el libro sobre mi regazo. Esto es lo que mi padre


considera una introducción: más de quinientas páginas de libro.

Ya sé que ahora mismo debes estar pensando que me he vuelto


loco, pero no es así, las sirenas existen.

Levantó la vista de la carta, cruzamos miradas por un instante y


prosiguió leyendo más rápido.

Presta atención porque esto es importante, en su gobierno solo


existen tres reglas y es de vital importancia que las conozcas:
- No divulgarás información escrita sobre tu especie entre las
especies de la Tierra.
- No existirá ningún híbrido entre dos especies.
- No matarás a nadie de tu misma especie.
Infringir cualquiera de estas normas supone la muerte. Debes
entender que si te descubren con estos libros, te aplicaran su ley. Evel
es consciente de todo esto y ha aceptado su parte en el asunto, me ha
dado su palabra de que no permitirá que nada malo te ocurra…

Aclaró su garganta, incómodo.

…te ocurra… y que se encargará de explicarte con más detalle


todo.
Los libros te pertenecen y eres libre de prenderlos fuego si crees
que será lo mejor, pero te pido que antes de eso reflexiones todo lo
que voy a decirte.
Las sirenas han existido siempre y la mayor prueba que puedo
darte es que me casé con una. Enis y tu tía Alanis, así como toda su
familia, son sirenas.

—¿Quieres que pare y hablamos un poco?


Intenté decirle que prosiguiera pero las palabras se atascaron en
mi garganta. En algún momento mi padre perdió completamente el
juicio y yo no me di cuenta de nada. Empujé la mano de Evel
acercándole la carta para indicarle que continuara con el disparate.

Te contaré un poco de su historia para que lo entiendas mejor:


Tu madre no era tan joven como aparentaba, de hecho, cuando
la conocí ya no cumplía los cincuenta. Cuando leas los libros
descubrirás que una sirena puede llegar a doblar con creces la
esperanza de vida de un terrestre. Enis había tenido una vida antes de
mí, ella, su hermana Senia, Alanis y sus hermanos se habían criado
juntos. Alanis tenía un mellizo, Evel.
Enis y Evel estuvieron enamorados desde su más temprana
niñez. Los dos mellizos y tu madre compartían su amor por los
humanos, soñaban con crecer, vivir entre ellos y educar a sus hijos
entre los dos mundos. Evel siempre fue el más entusiasta de los tres,
al llegar a la adolescencia inició un manuscrito en secreto sobre todo
lo que concernía a su mundo. Pensaba que era posible la convivencia
pacífica entre terrestres y acuáticos, que los unos enriquecerían a los
otros. Deseaba compartir todos sus conocimientos sobre el mundo
acuático.
Acabó escribiendo una enciclopedia como esta y pasó años
dedicándose a ello sin comentar nada a nadie, pero la hermana menor
de Enis lo descubrió. Llegados a este punto, he de explicarte que Enis
y Senia, su hermana, no eran sirenas corrientes sino diosas, diosas
con deberes de diosas.

—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Pero qué sarta de locuras es esto!


¡Dame la carta!
Inspeccioné el texto, no había duda de que lo había escrito mi
padre, no podía concebir haber estado junto a un lunático tanto tiempo
sin percatarme. Evel retomó la carta con suavidad.
—¿Te acuerdas cuando hablamos de Yemaya el otro día? —
dirigió la vista al cuadro de la sirena—. No es «diosa» como los
terrestres interpretan, una divinidad celestial. Como ya te expliqué, con
diosa se refiere a alguien por encima del resto, como podría serlo
alguien más inteligente, con más poder o habilidades especiales.
—¿Quieres decirme que crees que Yemaya es real?
—¡Qué! No. Aquello era una fábula, una historia inventada
basándose en la realidad, basándose en esta realidad —dijo
señalando la caja.
No daba crédito.
—Evel, ¿tú también has perdido la cabeza? ¿Qué me quieres
decir? No comprendo nada. ¿Es un doble sentido?
—Solo… acabemos de leer la carta y piensa que con diosas se
refiere a reinas y reyes, a gobernadores o algo por el estilo. ¿De
acuerdo?
—Claro, Evel, y con sirenas se refiere a nadadoras olímpicas
muy guapas.
—Acabemos con esto, en serio.

Las diosas, son superiores a los demás seres acuáticos, algo así
como el león para la selva. Tienen poder sobre los demás, las otras
sirenas suelen recurrir a ellas cuando tienen algún problema, también
son las encargadas de hacer cumplir las normas o leyes.
Cuando Senia descubrió el secreto de Evel, Enis estaba de viaje,
era muy joven y ella misma le aplicó la ley creyendo hacer lo correcto.
Cuando Enis apareció y se encontró con los hechos, destrozada,
renegó de su hermana y de lo que ella misma era, se trasladó a
España y permaneció allí por largo tiempo.
Enis nunca reconoció dos especies diferentes, siempre vio solo
personas, compartía con Evel el pensamiento de que los terrestres
debían saber, igual que ellas sabían de ellos.
Con el tiempo se recuperó y ella, Alanis y Karlden, el hermano
mayor de Alanis, siguieron la iniciativa de Evel y se pusieron con la
tarea de escribir una nueva enciclopedia. Regresaron a Irlanda y se
establecieron en Sirens, formando allí sus familias. Senia supo que
habían vuelto pero los dejó en paz.
Cuando llegué a Sirens, Enis y Alanis pensaron que yo era la
persona más indicada para ayudarles con su trabajo. Me alertaron de
las consecuencias que podría acarrear mi cooperación pero a mí todo
me daba igual con tal de estar cerca de tu madre.
No solo me enamoré de ella, me enamoré de su mundo, ellas no
son como nosotros, son seres superiores llenos de amor, seres de luz
y paz que no viven arraigados al mundo material, sino al espiritual, sin
odio, sin maldad.
En todo el planeta no habrá más de un millar de sirenas, no más
de un par de centenas en Irlanda. Son una especie en extinción y si
transmites la información a las personas erróneas o de forma
incorrecta, podría significar su aniquilación.
Piensa en todas las consecuencias que podrían acarrear estos
libros en las manos equivocadas antes de dar ningún paso. Si de
alguna manera quieres hacer realidad su sueño, hacer consciente a la
gente de su mundo, compartirlo porque todos merecemos algo mejor,
sus costumbres, su medicina, su forma de vivir y disfrutar la vida,
piensa en la mejor manera, encuentra una fórmula para que nadie
salga dañado. Una forma en la que especialmente tú no salgas herida.
Sé que ahora mismo piensas que estoy loco. Espero que Evel
encuentre el modo de que tengas una mejor opinión de mí, él te
explicará todo lo que necesites saber, no se lo pongas difícil, por favor.

Estrella, lo siento mucho, siento no haber podido ser un buen


padre, siento no haber sido más fuerte para ti.
Aunque he sido bastante pésimo demostrándolo, siempre te he
querido. Siempre te querré.

Evel esperaba en silencio. No sabía cómo me sentía, un rato


más y no sabría ni cómo me llamaba.
—¿Por qué mi padre vino a ti con todas estas sandeces?—Fui
un poco mas dura de lo que pretendía al formular la pregunta,
intentaba ocultar el tembleque en mi voz.
—Estrella, no son sandeces —ambos nos desafiábamos con la
mirada, Evel se rindió primero—. Y no lo sé, a veces he pensado que
tu padre vino a mí porque pensó que es lo que tu madre hubiese
querido.
—Pero Evel, ¡si mi madre no podía ni verte!
Tampoco hubiese querido decirlo de ese modo pero estaba
claro, mi madre tenía una sonrisa para todo el mundo menos para él.
—Tu madre no podía ni verme porque le recordaba a mi tío y,
entre las sirenas, perder a tu pareja es bastante más complicado de
superar que entre los humanos, que tenéis mucha menos capacidad
para recordar imágenes, sentimientos o sensaciones. Además, su
forma de amar es más, mas, más —buscaba su palabra sin
encontrarla— «diferente», ¿de acuerdo? De todas formas a veces
también he pensado que tu padre me dio a mí la enciclopedia
justamente porque me parezco a mi tío y era el que menos le
importaba que saliese herido. Por otra parte, me hizo jurar que cuidara
de ti, mira, ¡no lo sé!
—¿Entre las sirenas? ¿Entre las sirenas? ¿Sirenas? Evel, ¿me
estás tomando el pelo? —grité exasperada.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que estaba chiflado? Lo siento,
Estrella, no estaba loco todo lo que ha dicho ahí —agitaba la maldita
carta frente mi cara—, es verdad, nada más que la verdad.
Quería decirle que se detuviera, podía soportar que mi padre
fuera un desquiciado mental pero no podía soportar que Evel le
creyera, estaba muy enfadada, las piernas se sentían como dos losas
de mármol, a él también se le veía molesto.
—¿Qué crees que te atacó anoche?
Se levantó ansioso andando en círculos por el reducido espacio.
—Algún animal sarnoso y asqueroso típico de por aquí.
—Estrella, esos eran enocks. ¡Enocks! La gente no sabe ni que
existen porque nunca dejarían que un terrestre los viera. ¿Entiendes?
No creo que estén definidos como criatura típica irlandesa en ningún
sitio. Además, no son típicos de aquí.
Le disparé un cojín a la cara. No hizo blanco.
—¡Basta! ¡Para de decir estupideces!
Molesto, se acercó a la cama, de un movimiento arrancó las
sábanas y empezó a destapar una de mis heridas amedrentándome.
—¿Qué haces? —el enfado había desaparecido de golpe.
Se sentó a mi lado afligido al contemplar el tajo horrendo que
acababa de desnudar. Sentía mi cara húmeda, no podía con todo
aquello, empezaba a notarme floja en todos los aspectos.
Evel habló mucho más calmado con voz ronca y tenue.
—Mira, Estrella, ¿recuerdas cómo te hiciste estos cortes?
Las lágrimas corrían carreras por mis mejillas, me estremecía
recordar los gruñidos, a Evel peleando en la arena, sangrando en el
coche, mi piel desgarrándose, el dolor insoportable, la mueca de
horror en mi rescatador. Asentí con la cabeza sorbiéndome los mocos,
incapaz de hablar. Evel acarició mis lágrimas secándolas con su
mano.
—¿Viste mis cortes? —preguntó.
Recordarlo empapado en sangre me angustiaba más que
recordar el ataque en sí. Evel me abrazó, me apreté contra él, no
importaba la conmoción que sufría; poder abrazarle y ver que estaba
sano era suficiente para reconfortarme. Percibí las vendas en su
pecho al apoyar mi cabeza y me aparté. Levantó su camiseta
destapando parte de su vendaje dejándome helada. No podía ser,
había visto los arañazos la noche anterior, profundos cortes de esos
que tardarían un buen tiempo en sanar. Las heridas que Evel
mostraba se exhibían prácticamente curadas sin necesitar puntos.
Alcé la mano inconsciente y pasé los dedos alrededor de las fisuras,
no estaban cicatrizadas aún, pero más o menos se habían unido y a
duras penas discernías su gravedad.
Mi memoria repetía una y otra vez la escena de la nefasta
criatura arañando su cuerpo. Aparté la mano en cuanto la consciencia
de su piel llegó.
—Estrella, si yo fuese un terrestre corriente, créeme, esto tendría
mucha peor pinta aun con los milagros de Cris —su voz seguía ronca,
sin el tono melodioso y carismático que solía poseer—. No llores,
¿vale?
Deslizó su dedo por mi mejilla empapando las lágrimas.
—Intenta abrir tu mente e imaginar que esto podría ser real, que
las cosas no son como te las han contado.
Calló, yo tampoco me sentía capaz de decir nada más.
Evel apretaba sus manos en una lucha interna reflejada en el
rostro. Pregunté qué más pasaba, relajó sus falanges.
—Mira, hay algo más, probablemente te vas a enfadar conmigo.
Estrella, no tenía intención de cumplir la última voluntad de tu padre —
me escrutó reconcomido—. No iba a darte los libros. Ya sé que te
pertenecen pero me ha costado mucho conciliar la idea de que una
terrestre pueda tener en sus manos toda nuestra historia y secretos y
yo… yo no te conocía. Estrella, no te conocía y solo quería que te
fueras, que volvieras a América y todo se quedara como estaba.
—¿Por qué querías que me fuera si no pensabas darme los
libros?
—¿No es obvio? Tu presencia aquí atrajo a los enocks, los
enocks atraen a Senia y, como comprenderás, no queremos a Senia
husmeando por aquí con la pena de muerte bajo el brazo. Por si no te
ha quedado claro, estos libros están prohibidos, mataron a mi tío por
escribir algo similar.
Ahora lo entendía, ahora me encajaba la conversación que espié
en los baños de la fiesta de disfraces.
—¿Estás enfadada?
Me interrogaba con una mirada al más puro estilo James Dean
atormentado. ¿Cómo iba a estar enfada? Negué sonriéndole.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Simplemente cambié de idea —no llevaba intención de
desvelar más.
—¿Aún quieres que me vaya?
—Estrella, si quisiera que te fueras, no te estaría llenando de
mierda hasta las orejas.
Apretó los labios y alzó las cejas como diciendo: «Esto es lo que
hay».
—Y si no hubiese venido a Irlanda, ¿qué?
Me contó que Rachel lo había mantenido bien informado, sabía
sobre mis tíos, sobre mi deseo de regresar y en cuanto decidí volver,
fue el primero en enterarse. Recordé a Rachel asegurando que no
había dicho nada a nadie.
—Rachel dijo que no se lo había dicho a nadie —estaba un poco
decepcionada—. Y una cosa más, Evel, si desde hace dos años sabes
que estoy viva, ¿cómo es que no se te ha ocurrido notificárselo a tu
hermana?
—No se lo dije a Sales porque a mi entender ya había sufrido
suficiente, por entonces estaba bastante recuperada y no quise
marearla. Rachel no sabía exactamente tus intenciones y yo tampoco,
por eso preferí esperar a que fuese inevitable. Y Rachel no te mintió,
ella no sabe que habla conmigo de ti porque está hipnotizada.
—¡Pero qué diablos estás diciendo ahora! ¿Hipnotizada?
Quería abandonar la cama e irme a tomar el aire porque nada
tenía sentido. Me cuestioné si no estaría bajo el efecto de algún
medicamento y todo aquello era un colosal desvarío, sería un desvarío
hasta con drogas.
—Las sirenas pueden hipnotizar a los terrestres. Cuando tu
padre vino a traerme todo esto, lo estuve siguiendo unos días, pasó
bastante tiempo con Rachel. A mí también me dijo lo de dejar otras
enciclopedias por ahí y, como Rachel no era como nosotros, quise
averiguar si se lo habría dicho a ella, así que un día la hipnoticé y,
aunque no sabía nada de sirenas, sí sabía bastante sobre ti. La
obligué a que me mantuviese al día, cada vez que me habla sobre ti la
hago olvidar la conversación al instante. No me mires así, ya sé que
está mal, no voy por ahí hipnotizando a la gente pero esto era
importante.
No pude recriminarle nada, de alguna manera me complacía que
algo que tuviese que ver conmigo fuera importante para él.
—Espera un segundo. ¿Me has hipnotizado a mí alguna vez?
Remoloneó antes de contestar, lo que me puso a la defensiva.
—A lo mejor he utilizado algo de eso esta semana para
tranquilizarte en el agua. Pero nunca lo utilizaría para mi provecho o
para que hicieras algo que no quieres. Podría haberte hipnotizado en
los disfraces para que no recordaras nuestro desafortunado
enfrentamiento y no lo hice, eso tiene que decir algo a mi favor, ¿no?
Su media sonrisa y su gesto pícaro confeccionaron mi sonrisa,
claramente había pensado hacerlo aunque al final se abstuviera.
—Imaginemos que todo esto es real por un momento, en primer
lugar creo que no te ha servido de mucho tu hipnosis conmigo y en
segundo —abandoné la sonrisa para que me tomara en serio—, ni se
te ocurra volver a hacer eso nunca, ¿entiendes?
—No volveré a hacerlo si me dices que te esforzarás un poco
por ver la realidad del asunto —dijo señalando la caja.
—No lo sé, Evel, todo esto es muy «fantástico», creo que
necesito tiempo para pensar.
—Podrás pensar todo lo que quieras, pero no puedes decirle
nada a nadie. Ni a mis hermanas, ni a Oscar, ni a nadie.
—No puedo decirle a nadie que crees que eres una sirena.
—No soy una sirena, soy un tritón —aclaró con ofendido
orgullo—. Puedes hablar lo que quieras sobre sirenas con mi familia.
Pero, no puedes decirles nada de este libro, ni de la enciclopedia, ni
de la carta. Solo podrás ver o leer el libro cuando no haya nadie en
casa o la puerta esté cerrada con pestillo. ¿Entiendes? Dime que lo
entiendes porque esto es muy importante. Nadie, ¿me oyes?
Absolutamente nadie puede saberlo —asentí relajándolo—. De lo de
las sirenas puedes hablar con quien quieras, siempre y cuando ese
alguien sea acuático también, es decir, Oscar, Cris, Eila, Sales o Ulien.
¡Ulien! Claro, Ulien era su primo. Su familia. Y Sales, mi amiga,
era…
—¿Por qué Sales no me ha dicho nada?
—¿Qué te iba a decir, si desde que has llegado ha estado fuera
casi todo el tiempo?
Estaba mareada, todos eran seres mitológicos y yo allí en medio
de tanta fantasía.
Miré la carta que había ido a parar a los pies de la cama, se la
pedí y empecé a leerla de nuevo. Él aprovechó para devolver todo a
su escondite, todo excepto el libro que mi padre había escrito
especialmente para mí y la carta.
—Voy a tener muchas preguntas —avisé.
—Intentaré contestarlas todas. Escucha, cuando no estés
leyendo el libro, guárdalo aquí y la carta también.
Abrió el cajón de su mesita y me entregó una llave que colgó de
mi cuello para que cerrase al acabar. Tenía la boca seca, me
extrañaba no tener también las venas secas con todo lo que acaecía,
miré el vaso de agua vacío.
—¿Puedes traerme agua? —tomó el vaso y se fue a la cocina.
Por mi cabeza pululaban un montón de intrigas desorganizadas,
cogí prestado el bloc de la mesita y empecé a escribir como si no
hubiese mañana.
Al encontrarme tan afanada con el boli, se interesó por mis
escritos:
—¿Qué escribes?
—Te lo he dicho, tengo muchas preguntas y no quiero que nada
se me olvide.
Evel me dedicó un gesto cariñoso antes de acomodarse en la
ventana demandando que le avisase cuando terminara. Amontonaba
tantas preguntas en desorden que no sabía si me aclararía a la hora
de formularlas.
Repasé mi lista finalizada tomando consciencia del disparate que
suponía.
—¡Ya está! Creo.
Se incorporó, me quitó el bloc de las manos y se dispuso a
guardarlo en el cajón.
—¿Qué haces? —pregunté despagada.
—Ya tienes todas tus preguntas, ahora te acostarás y
descansarás.
—¿Pero tú te crees que voy a poder descansar ahora?
Me sonrió una vez más. Podría vivir de esas sonrisas.
—De acuerdo, una pregunta y descansarás.
—Tres preguntas.
Se echó en el sillón, vencido.
—Venga, tres preguntas.
—¿Qué nos atacó ayer? Y ¿tenía algo que ver la pulsera que me
diste?
Empinó las cejas a la segunda pregunta.
—Ya te lo he dicho, enocks, y odian la malanda, no pueden
acercarse demasiado a ella.
—¿Malanda? Querrás decir lavanda.
—Se parecen mucho, pero no tienen nada que ver.
—¿Y?
—Y ya puedes dormir un rato.
—¡Venga ya! Eso no es contestar a mi pregunta, quiero saberlo
todo sobre los enocks. ¿Y por qué odian la lavanda, malanda, lo que
sea?
—Los enocks son anfibios, solo salen del agua de noche porque
tienen la piel muy sensible y se les chamusca al sol. Son casi ciegos,
así que sus sentidos del oído y del olfato están muy desarrollados. Y la
malanda es para ellos como un kilo de pus, vómito y mierda fresca
para ti, digamos que los mantiene alejados. Todo lo que quieras saber
sobre ellos lo podrás leer más tarde en tu libro, ahora descansa.
Contestó con tanta rapidez que perdí el hilo de la explicación.
—Solo he hecho una pregunta.
—Dos, en realidad tres.
—Dos y me queda una.
Cruzó los brazos erguido al frente, esperaba mi última pregunta
pero me estaba mirando con esa intensidad tan suya que no
conseguía recordar de qué estábamos hablando; si pudiera echarle
una ojeada a mis notas, pero ya estaban bajo llave.
—¿Y bien?
—¿Cómo haces eso de hipnotizar?
Seguro que con los ojos. ¿Cómo si no? Descruzó los brazos
desencantado.
—¿Que cómo lo hago? Con la voz. No sé, utilizando cierta
frecuencia, no es tan raro, algunos terrestres pueden hacerlo.
Esperaba que siguiera hablando, pero él ya había dado la
pregunta por contestada.
—¿Entonces las sirenas van por ahí hipnotizando a la gente?—
Evel rió.
—No van hipnotizando a la gente. ¿Qué te crees, que no tengo
nada mejor que hacer? Pero es algo útil a veces y ya son cuatro
preguntas, ahora descansarás.
Empujó con su mano mi clavícula hasta que mi cabeza reposó
en la almohada, acomodando las sábanas como si arropara a una niña
pequeña, traté vagamente de resistirme pero era mucho más fuerte
que yo.
—No me hipnotizarías para que te haga caso, ¿verdad?
—No me tientes —respondió con picardía, y ordenó que
durmiera.
No repliqué, estaba demasiado ocupada fotografiando cada
fluctuación de los huesos en su rostro. Tan de cerca se hacía más
evidente que simplemente era perfecto y no cabía más. Me pescó en
mi escrutinio. No pensaba apartar la mirada como cada vez que me
encontraba con sus ojos de cristal. No quería dejar de verlo, no quería
que desapareciese, sería feliz el resto de mi vida si tan solo podía
contemplarlo, no volvería a apartar los ojos de él. «Si le llega a pasar
algo, si no puedo volverlo a ver», tenía ganas de llorar otra vez, sobre
todo ganas de echarme sobre él, de atraparlo evitando que jamás se
alejara; «si le llega a pasar algo…».
—Me alegro de que estés bien.
Las palabras salieron del fondo de mi alma.
—Y yo de que lo estés tú. No he hecho muy bien la parte de
protegerte.
—Si no fuera por ti, no estaría aquí.
Tragó saliva y acarició mi mejilla de nuevo, no quería pensar que
era la forma en la que lo haría un hermano mayor, pero su caricia
estaba tan cargada de ternura que quedaba muy lejos del tipo de
caricia que yo deseaba.
Nos observamos como quien analiza un objeto delicado que se
ha caído al suelo. Su respiración acariciaba mi rostro, arrugaba las
cejas en un gesto de aflicción, colocó sus manos a ambos lados de mi
cabeza y me dio un vehemente beso en la frente que alargó por unos
segundos, luego, sin decir más, siquiera mirarme, se escabulló por la
puerta de su habitación.
No dudaba que Evel había pasado un buen susto, pero yo
hubiese preferido el tipo de susto que cuando abres los ojos te besan
hasta deshidratarte.
La frente me ardía, me abrasaba justo en el sitio donde él había
posado sus labios, comprimí las sábanas con ambas manos; deseaba
tanto su presencia que contenía las ganas de gritar.

El despertador de su mesita decía que tocaban las cuatro.


Recapitulé sobre los recientes descubrimientos con todo lo acontecido:
la ofensiva en la playa, la carta de mi padre, la habilidad de Evel para
hipnotizar con su voz, los repelentes anfibios…
Jugueteé con la llave de la mesita entre mis dedos hasta decidir
usarla. Corrí el cajón con cuidado de no hacer ruido. Saqué el libro y lo
abrí por el índice, se leían cosas como: orígenes de las sirenas,
genealogía de las diosas, el canto, vaticinios, las tres leyes, razas,
otros seres acuáticos, forma de vida, costumbres, hábitats y etcétera,
etcétera y etcétera.

Elegí «Otros seres acuáticos» segura de encontrar lo que


buscaba en ese capítulo. La mayoría de especímenes me eran
conocidos: delfines, pingüinos, caballos de mar… La palabra enocks
resaltaba entre las otras por lo fuera de lo común. No necesitaba leer
sobre su fisionomía, lo había visto con mis propios ojos: ranas
gigantes con toques de cocodrilo albino de ojos saltones, zarpas
contundentes y piel repugnantemente viscosa. Visioné algunos
dibujos, la mayoría de criaturas pintaban su piel del color de la arena
de playa, otros en cambio lucían un tono más cetrino o pardusco. La
explicación venía dada en su sistema de camuflaje, su pigmentación
variaba a placer entre esas tres tonalidades. Como Evel había
explicado, su epidermis era muy delicada al Sol y no soportaban la
malanda que, además de ahuyentarlos por su olor, al contacto les
producía una especie de urticaria dolorosa.
Investigando un poco concluí que la mente de aquellas criaturas
también podría ser algo así como la mezcla entre un perro, un mono y
un delfín. No podían comunicarse como una persona pero sí como
cualquiera de estos otros. Solían desplazarse arrastrando su abdomen
por el suelo pero eran capaces de mantenerse a dos patas como yo ya
sabía. Se les definía como magníficos nadadores. Sus espolones eran
especialmente peligrosos para las sirenas, pues aunque la piel de una
sirena es muy elástica y resistente, sus garras poseían la capacidad
de hacerla trizas —así habían quedado mis piernas, que no poseían la
piel resistente de una sirena—. Vivían en charcas y ciénagas
alimentándose sin dientes de su flora más que nada, también podían
nadar por el mar, aunque era menos común. Se trataba de una
especie bastante tímida y solitaria.
Presté especial atención a un párrafo que daba a conocer un
dato muy intrigante. Los enocks desde siempre han sentido una
profunda adoración por las diosas y estas se han hecho servir de su
ayuda en numerosas ocasiones; son capaces de llegar a la muerte en
el intento por complacerlas.
Releí el párrafo varias veces porque más arriba afirmaba que
eran anfibios pacíficos que nunca atacaban a nadie y que solían
esconderse de cualquier mirada ajena. Pasaron por mi mente una a
una las visitas de enocks que había recibido últimamente, la basura
revuelta, esos gruñidos que se te metían en la cabeza, mis visiones
los días de lluvia.
Evel había dicho que algún animal merodeaba mi casa.
Apostaba a que lo que vi desde mi ventana era un enock, al igual
que el conejo gigante que intentó atacarme el día que Evel se
presentó desnudo, y ahora habían intentado matarnos dejándose la
vida en ello. Mi mente iba atando cabos a destajo. El día que mi madre
supuestamente se ahogó, y digo supuestamente porque no creo que
una sirena se ahogara, yo aparecí en una barca copada de lavanda, o
mejor dicho, malanda y mi casa está rodeada de esta, y la hermana de
mi madre que se cargó a su cuñado es una diosa y los enocks
obedecen a las diosas…
—¡Qué estás haciendo!
Di un brinco para seguidamente retorcerme como una anguila,
mis piernas emitían agudos pinchazos que se propagaron por todo mi
cuerpo. Cuando conseguí relajar los músculos de los párpados, Ulien
me miraba compungido apretando mi brazo.
—¿Estás bien?
Confirmé con los puntos de dolor disipándose dando lugar a un
ligero malestar. ¡El libro! ¡Se me había caído con el sobresalto! Ulien
siguió la dirección de mis pupilas hasta el suelo recogiéndolo. Intenté
arrancarlo de sus manos pero ya estaba ojeando las tapas. Exigí que
lo devolviera, incapaz de llegar hasta él. Me ignoró ojeando la primera
página. Sonreía como quien pesca a un niño en medio de una trastada
y prepara un escarmiento.
Leía el índice de mi libro mientras me desesperaba azorada por
llegar hasta él. Ulien supuestamente era una sardina o sirena también
y por lo tanto sabría muy bien de qué trataba aquel libro; grité a Ulien
atrayendo a Evel que se paró en la puerta.
—¿Qué pasa?
Percibí el color abandonando mi cara al contemplar a cámara
lenta cómo Evel pasaba sus ojos de mí a Ulien y de este al libro
transformando su rostro de la preocupación a la indignación furiosa. La
imagen desapareció y reapareció junto a su primo provocando un
pequeño remolino de aire. ¿Cómo era capaz de moverse así de
rápido? Le arrancó el libro y lo metió en el cajón cerrándolo de un
golpetazo.
Escondí mi cabeza entre las sábanas como una tortuga
aguardando por una mirada oriunda, no perdió tiempo conmigo, se
dirigió a su primo visiblemente cabreado.
—¡Eso no es tuyo!
—Ni tuyo tampoco, primo, creía que le ibas a contar sobre
nosotros, no a hacerla tu cómplice.
Ulien también estaba bastante alterado.
—¿Qué estás diciendo, Ulien?
—Tienes la otra enciclopedia, ¿verdad?
Incluso de espaldas pude ver la frustración de Evel sobre sus
hombros.
—¿De qué me estás hablando?
—Nosotros tenemos una copia y el padre de Estrella os dio a
vosotros la original, ¿verdad?
—¿Tú tienes… tú tienes una? —Evel no daba crédito—. ¿Te dio
una a ti? —pasó de la sorpresa al enojo en una frase—. No puedo
creérmelo. ¿En qué pensaba ese hombre?
—No empieces, por favor. La enciclopedia no es mía, es de mi
padre. La encontré por casualidad el año pasado, lo que no sé es en
qué estaban pensando nuestros padres, por esto nos pueden matar a
todos. Y gracias a ti, ahora a ella también.
Ulien me señalaba y Evel no se dignaba a mirarme.
—¿No le habréis dicho nada a Arabel? —preguntaba
amenazante e inquieto por la hermana de Ulien, su novia.
Sufrí un nuevo pinchazo de dolor no relacionado con las brechas
en mis piernas. Odie oír aquel nombre en su boca, más con la
importancia que le concedía. Ulien dijo que Arabel no tenía ni idea de
nada y Evel, aliviado, le informó de que sus hermanas tampoco
sabían.
Giró hacia mí y deseé que las sábanas de verdad fuesen un duro
caparazón a prueba de miradas decepcionadas. Hacía unos minutos
había remarcado que fuera cuidadosa y mi primera visita ya se había
enterado de todo.
En un tono muy, pero que muy seco, ordenó que cerrara con
llave el cajón y que no lo volviese a abrir. Bajaron a la primera planta
en denso silencio. Quedé mirando fijamente las arrugas de las cortinas
de la ventana, maltratándome psicológicamente a mí misma.
No sabría decir si tardaron mucho o poco en volver. Evel iba en
cabeza con el ceño fruncido, los dos se posicionaron al lado de mi
cama, ninguno tomo asiento. Intenté disculparme antes de que Evel
empezara a sermonear pero no me dejó. Venían con una pila de
normas y advertencias. Reclamaron que me tomara aquello en serio
porque no era ninguna tontería; si nos descubrían nada nos salvaría el
pellejo, por lo que debíamos ser extra cuidadosos.
Evel recalcó que era el deseo de mi padre que yo aprendiera
sobre todo aquello y que él me ayudara y así lo haría, pero quedaba
terminantemente prohibido abrir aquel cajón sin cerrar antes el pestillo
de la puerta. Y como yo no podía levantarme de la cama, ambos se
turnarían para estar conmigo y entre los dos resolverían todas mis
dudas. No hacía falta ser un lince para ver que a ninguno de ellos les
agradaba especialmente el plan.
—Siento que tengáis que quedaros aquí encerrados conmigo.
Evel me enfrentó suavizando el gesto pero no lo suficiente como
para que me sintiera mejor, tendió una taza con algo humeante.
—Bébete esto—ordenó.
Lo tragué de un sorbo sin rechistar y nos dejó solos a Ulien y a
mí sin añadir nada más.
—No estamos molestos por ti, Evel y yo siempre acabamos
cogiéndonos de los pelos.
—Creía que las sirenas son pacíficas.
—Sí, bueno. Por cierto, los hombres somos tritones, no sirenas.
Yo soy un híbrido, bueno tengo más parte de mestizo, pero soy híbrido
también —declaró presuntuoso—, y Estrella, hemos sido criados entre
terrestres, así que nos peleamos como cualquiera y luego hacemos
las paces.
Un híbrido. Esa palabra me sonaba de algo, algo malo. ¿No
estaba eso prohibido? Recordé de golpe.
—¡UN HÍBRIDO!
Debía dejar de sobresaltarme porque los pinchazos tardaban
cada vez más en desaparecer.
—Sí, mi padre es un tritón pero mi madre es una ninfa.
Ninfa, había leído de pasada algo sobre ninfas pero no tenía ni
idea de lo que eran, puede que hadas o algo así. Sonreí mis
ocurrencias, faltaban hadas ahí en medio.
—Pero si alguien se entera, ¿no vendrán y te matarán? —razoné
un momento lo que había dicho—. Esta conversación es surrealista, el
día entero no puede ser más surrealista.
Dicho esto, me dejé caer abatida sobre el cojín, no me quedaban
energías ni para preocuparme por Ulien.
—Supongo que tardarás un poco en hacerte a la idea pero no
veo que sea tan difícil de creer.
—Si vengo y te digo que existen las tortugas ninja, ¿cómo te
quedarías?
—Eso sí sería surrealista, Estrella.
Claro, Donatello lo era, lo suyo no.
—Entonces eres medio sirena, medio ninfa, que es tan normal —
empezaba a notar mis pensamientos encapotados—, pero Ulien, ¿eso
no está prohibido?
—Para ser hoy el primer día, veo que ya tienes mucha
información.
Levanté los hombros desganada.
—¿Te van a matar o qué? —me sentía terriblemente cansada.
Las piernas no me dolían pero me pesaban y también los
párpados.
—El híbrido al que se refieren es una utopía, mitad terrestre,
mitad acuático, no es posible excepto con ninfas. Si eso fuera posible,
a estas horas estaríamos infestados de híbridos; se dice que las
sirenas son más antiguas que los terrestres y…
En medio de la neblina tuve una ráfaga de claridad.
—Igual yo soy un híbrido y Senia ha mandado los enocks para
matarme.
No sé qué contestó Ulien porque caí en un dulce sopor.
Domingo, 31 de agosto

Ya anochecía cuando volví a abrir los ojos, me mantuve quieta


en la cama sintiéndome descansada pero desorientada, no por el lugar
donde me encontraba, sino por todo lo que allí se había manifestado.
Se sentía como haber traspasado el umbral a una dimensión nueva y
desconocida. Me daba igual todo el asunto de las sirenas, mis piernas,
las diosas, híbridos, ninfas, enocks y demás majaderías, la única
imagen en mi cabeza era la del ceño fruncido de Evel.
Encendí la luz de la mesita y miré el despertador, las siete, había
dormido unas horas. Al incorporarme un poco más vislumbré a mi
amiga levantarse del sillón viniendo hacia mí con una mueca tierna.
—Habla bajito, están todos durmiendo, son las siete de la
mañana.
¿De la mañana? ¿Había dormido más de doce horas? ¡Soy una
marmota!
—¿Por qué no me despertasteis?
—Oh, créeme, lo intenté, pero no hubo manera. ¿Estás mejor
hoy?
Afirmé.
—Le he quitado la cama a Evel.
—No te preocupes, como por las noches tiene guardias, se
duerme en el sofá del salón día sí, día también viendo películas.
Rachel y Dani vinieron a verte ayer, vendrán hoy también, los
domingos todos nos levantamos tarde, pero creo que hoy la casa
entera madrugará.
Sales se echó sobre mí con cuidado y me abrazó con fuerza, sus
abrazos siempre me concienciaban de lo mucho que la quería.
—Entonces, ¿ya conoces nuestro secretito familiar?
Aparte del enfado de Evel, no tenía otra cosa en mente más que
el dichoso secretito.
—Venga ya, Sales, si es que no puedo creerlo.
—Ya ves. ¿No tienes envidia? Seré joven hasta los doscientos
—decía presumida.
—¿Qué dices?
—Pues eso, no envejecemos.
—¿No envejecéis? ¡Eso no es posible!
Reí, como si fuera posible que fueran sirenas, me costaba decir
la palabra hasta para mis adentros.
—Tenemos otro desarrollo, ¿sabes? Seguimos creciendo hasta
que morimos.
Me eché adelante susurrando anonadada.
—¿Quieres explicarte mejor? Por favor…
Pues eso mismo, que no envejecían, y eso explicaba por qué mi
madre a los cincuenta y pico años aparentaba veinte. Resulta que las
sirenas no paran de crecer, por eso nunca llegan a deteriorarse, por
eso y porque su piel está capacitada para el medio acuático, por lo
que no se arruga. Tienen un desarrollo normal hasta los veinte más o
menos y a partir de ahí un crecimiento muy ralentizado. Según Sales,
era posible encontrarse con una sirena de doscientos años que
midiese más de nueve pies; me preguntaba si todos mis nuevos
descubrimientos iban a dejarme boquiabierta.
Sales prometió que me enseñaría de todo sobre sirenas. Pero en
lugar de aprender sobre misticismos acuáticos, acabamos charlando
de España y de lo mucho que había echado de menos a Daniel y, por
supuesto, a mí. Y ahí me sentí un poco mal porque yo no la había
echado de menos tanto como merecía, en especial esta semana.
¿Sabría que había estado dando lecciones de natación? Lo que
seguro desconocía es que en el proceso su hermano se había
convertido en mi pensamiento predilecto.
A las ocho el resto de la casa despertó. Sales y Eila
desayunaron conmigo en la habitación y Cris y Oscar en la cocina;
todos y cada uno despilfarraron atenciones conmigo. Cris me trataba
como a un bebé, examinó mis heridas con delicadeza y me dijo que
esperaría a la mañana siguiente para tratarlas. Cuando pregunté si
dolería, incrementó su poder maternal hasta que no pude hacer otra
cosa más que exigirle un abrazo.
No se comentó nada más sobre sirenas y a Evel no volví a verle
el pelo, me preocupaba que siguiera enfadado conmigo pero no tuve
tiempo de pensarlo demasiado porque entre los agasajos de todo el
mundo y la visita de Rachel y Daniel, pasé la mañana. A estos dos
últimos les contaron que alguien me había atropellado con su coche
mientras yo conducía mi bicicleta y se había dado a la fuga. Suerte
que no era verdad, porque de serlo, Rachel se lo hubiera comido con
patatas; me dijo que no quería verme por la tienda hasta que no me
quedaran ni las marcas.
A mediodía vino Ulien y se quedó a comer uniéndose a Sales y
Eila en el improvisado comedor que era mi habitación. Ulien dijo que
Evel seguramente habría ido a ver a Arabel, su cumpleaños era al día
siguiente. Mi voraz apetito se había esfumado, cada vez que
escuchaba ese nombre, algo se malograba en mi estómago.
Después de comer se destapó que Arabel no estaba enferma de
nada: no podía venir por culpa de su mitad ninfa. Ulien estuvo
vacilando un buen rato sobre las diferencias entre sirena y ninfa, esta
última no podía respirar en agua salada, vivía en lagos, lagunas, ríos y
demás, y hasta los veinte años, cuando alcanzaban su madurez, no se
podían alejar más de unas yardas de su hábitat. Aun con veinte
cumplidos, no podían ir más allá de unas pocas millas porque
necesitaban de su medio.
Ulien presumió de ser especial, según él era mucho más tritón
que ninfa. A diferencia de su hermana, él, desde los trece, podía
alejarse todo lo que quisiera de la laguna así como respirar y nadar
por el mar a sus anchas, poseía lo bueno de ambos. Alabó la
fascinación que una ninfa puede causar en un humano sin llegar a
volverlo loco, como era el caso de las sirenas. Quería investigar más
sobre a qué se refería con que las sirenas vuelven locos a los
humanos, pero otra cosa me interesaba más.
—¿También podéis causar fascinación en una sirena o sireno?
—Tritones, Estrella, los hombres somos tritones. No se te ocurra
llamar a Oscar o Evel sireno por tu bien. Solo las diosas son capaces
de fascinar o hipnotizar a otras sirenas pero al ser una raza distinta y
única podemos causar cierto embeleso en ellos, como prueba ahí
tienes a Evel y a mi hermana —Ulien emitió una risita y lo detesté por
un instante—. Evel siempre se ha preocupado mucho por Arabel, era
inevitable que acabaran juntos, el martes mi hermana cumplirá veinte
años y yo creo que será bueno para los dos si ella pudiera alejarse
más de la laguna. Espero que no hayas olvidado la fiesta del sábado.
Cris dice que podrás ir sin ningún problema, no tienes que preocuparte
por nada, yo me encargaré de los disfraces.
La tarde se compuso de un interminable desfile de visitas. Me
gustaría saber cómo de desastroso había sido mi accidente ficticio
para atraer a tanta gente. Vincent, al enterarse —porque claro, no se
hablaba de otra cosa en Sirens, más con mis trágicos antecedentes—,
quiso tomar cartas en el asunto, pero Oscar lo convenció de que se
relajara y comiera alguno de los bombones con que me habían
obsequiado. Rachel y Dani volvieron a venir. La chica del vídeo club
me dijo que podía quedarme todo el tiempo que quisiera las películas
que aún no había devuelto.
Richard enumeró todos los porrazos que se había dado en su
vida, que no eran pocos. El primo de Daniel y su novia también me
visitaron, otra de las amigas de Eila e incluso la parejita con la que
nunca había hablado, Alona y Jim, solo faltaba el alcalde y ya
estaríamos todos. En realidad estaba halagada y complacida, a mis
tíos les hubiese encantado verme tan atendida. Me junté con tres
ramos de flores, uno de ellos del invernadero de Cris, muy bien
arreglado por Eila y Ulien, además de cuatro cajas de bombones
apiladas en mi mesita y unas pastas con formas de peces de parte de
la mujer de Vincent. Resulta que a todo el mundo le ha pasado algo
con la bici alguna vez y hoy era el día de hacer recuento popular.
Antes de verle la cara distinguí el exclusivo sonido de su voz.
—Si es que yo ya se lo dije, con esas faldas que se gasta para
pedalear era cuestión de tiempo que le pasara algo.
Rachel le recriminó que mis faldas no habían tenido nada que
ver, todo era culpa de algún desalmado que me había arroyado sin
consideración alguna. Evel bromeaba y su ceño no estaba fruncido.
Cuando nuestras miradas se cruzaron me guiñó un ojo dejando claro
que no estaba enfadado.
—Ya tenemos bombones hasta Navidad —exclamó cogiendo
uno y echándoselo a la boca.
Despachó las visitas de buen humor alegando que la
accidentada debía descansar. Se quedó conmigo mientras su familia
dispensaba agradecimientos y despedidas. Arrastró el sillón hasta la
cama y se inclinó hacia adelante con una sonrisa capaz de calentar la
Siberia entera.
—¿Cómo estás?
Me apresuré a disculparme antes de que me cortara.
—Siento lo de Ulien, no lo oí, dijiste que no había nadie y…
—No estoy enfadado contigo —se echó otro bombón a la boca—
, estaba enfadado con él y un poco conmigo porque soy yo el que
tenía que haber sido más cauteloso. ¿Cómo están tus piernas?
Contesté preocupándome por sus heridas. Se levantó la
camiseta, sus heridas se habían convertido en cicatrices inflamadas.
Alargué la mano para alcanzar sus marcas y se estremeció tapándose
súbitamente y apretando mi mano entre las suyas.
—Estás helada.
Pues yo me sentía acalorada. Amarró algo de atrás del sillón, su
macuto.
—Te he traído una cosa, pero si no lo quieres, siempre puedo
quedármelo yo.
Demandó que cerrara los ojos y dejó que Rabzilla recorriera la
mitad de la cama hasta mí. No merecía tener la mejor mascota del
mundo si el hecho de que casi me asesinaran y descubrir que los
homínidos no son la única especie humanoide que puebla el planeta
me hacía olvidarme completamente de mi gracioso belier. ¿Cómo
había olvidado a mi bolita de pelo? Lo abracé, estrujé y besé hasta
que, harto, escapó de mí.
Evel estaba guardando en su armario algo de ropa que me había
traído. Repitió que no me vendrían mal unos pantalones cortos
especialmente ahora que mis piernas estaban convalecientes. Lo
ignoré y le di las gracias por acordarse de Rabzilla como unas
quinientas veces, Sales llevaba razón, su hermano es un sol.
También había traído su comedero y todos sus enseres para
instalarlo en mi o en su dormitorio, además de mi portátil. Solicité un
segundo y su Wi-Fi para escribirles a mis tíos, me lo concedió sin
reparos aprovechando para jugar con un Rabzilla encantado.
No les conté nada sobre bicis o atropellos, menos sobre
extrañas criaturas con forma de rana que esperaban a la noche para
convertir tus piernas en coladores. Les relaté un breve día normal en
casa de mi amiga sin ningún incidente especial. Cerré el portátil y
estiré mis brazos; tanto tiempo en la misma postura empezaba a
agarrotar mis músculos.
—¿Estás cansada?
—No —sí que lo estaba.
Pidió la llave de su mesita, abrió el cajón, sacó el bloc de notas y
volvió a cerrar dejando el libro y la carta a resguardo.
—¿Repasamos esto hasta la cena?
Mis ojos se fueron directos a la puerta abierta. Evel dijo que no
había problema, todos sabían que estaba contándome cosas de
sirenas y no había ninguna prueba incriminatoria a la vista. Abrió el
bloc y comenzó a repasar mi listado de curiosidades.
—Bueno, ya sé que no envejecéis, que podéis hipnotizar, algo
sobre los enocks y las ninfas, las tres reglas o leyes
«inquebrantables»… ¿cantáis? Las sirenas cantan, ¿no? Eso está en
mi lista. ¡Canta algo!
Evel me escuchaba mientras repasaba mis preguntas en su
libreta tachando cuestiones resueltas. De súbito empezó a reír sin
venir a cuento.
—¿Qué es esto?
Señalaba una de las preguntas entre risitas, leí en voz alta.
—«¿Tienes cola?».
Al oír las palabras de mi boca, entendí lo que pasaba por la
mente de Evel y enrojecí al instante.
—¿Qué quieres decir con si tengo cola?
Daba igual el tiempo que pasara y las cosas horribles que
sucedieran, él seguía disfrutando de molestarme.
—Vi esa película y a Daryl Hannah le salía la cola cuando la
mojabas.
Se le veía sufrir por aguantar las carcajadas con los ojos al
borde de las lágrimas, a mí no me hacía ni puñetera gracia. Intentaba
decir algo pero no lo conseguía, tratando de contener la risa. Pesqué
alguna ironía sobre Rabzilla y gremlins en una bañera.
—¿Que si tienes cola o no? —pregunté seca y seria.
—¡Estrella! ¿Qué le preguntas a mi hermano?
Sales entró con su don de la oportunidad de la mano. Al cruzar
la mirada con su hermano, este no pudo contenerse más, se iba a
mear encima. Que Sales se uniera a la mofa no ayudó mucho, miré el
flexo conteniendo el impulso de lanzárselo a la cabeza. Evel le explicó
intentando moderarse lo de la película de Tom Hanks, Sales se volvió
hacia mí asombrada.
—¿Qué crees, que nos sale una cola por generación
espontánea?
Evel permanecía en el sillón con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Oh! ¡Eso sería tan raro, visto lo visto! Igual debería echaros
un cubo de agua helada a ver qué pasa, o igual no, no quisiera que os
derritieras como la malvada bruja del Oeste.
Debía practicar mi ironía y mi cara de enfadada delante de un
espejo porque al parecer a todo el mundo le hacía gracia. Sales se
esforzó más que su hermano por mantener la compostura.
—De acuerdo, de acuerdo, no te enfades. ¿Has oído hablar de
los renacuajos? Bueno, pues como ellos, nacemos con las piernas
pegadas, los brazos no —se apresuró a esclarecer—, y nuestros
pulmones no están lo suficientemente desarrollados como para
respirar fuera del agua. Así que durante nuestro primer año de vida
hasta que la cola se separa en piernas y los pulmones están maduros,
vivimos en el mar, luego salimos del agua. Alrededor de los dos años,
somos capaces de caminar pero necesitamos pasar la mayor parte del
tiempo en agua salada por nuestra piel que, aunque es muy resistente
mojada, al aire se cuartea. A partir de los cinco ya podemos ir tirando
con un baño prolongado al día y ya de más mayores algunos de
nosotros podemos aguantar hasta dos días más o menos sin darnos
ningún chapuzón.
«Sirenas sin cola. ¡Vaya chasco!».
Había estado escuchando las interesantes explicaciones de
Sales evitando los ojos de Evel fijos en mí; aún vestía el residuo de su
jocosa mueca.
—¿Por qué no le cantas la nana de mamá?
Sales, obediente, empezó a entonar una melodía que de sobras
conocía, erizando el vello de toda mi piel y empañando mis ojos.
Como mi madre, Sales parecía un serafín entonando mi canción de
cuna.
—Cántala otra vez—demandé.

Soñé con bebés sirena que sufrían horribles mutaciones hasta


transformarse en enocks sedientos de sangre con más garras que
Lobezno.
Desperté en mitad de la noche sudorosa. Evel dormía
plácidamente en el sillón junto a mí, volví a dormirme con los ojos fijos
en la excelencia de su rostro, lo que me proporciono sueños dulces en
los que mi afecto era correspondido ampliamente.
Descubriendo

Lunes, 1 de septiembre

Sales lo hubiese tenido complicado para arrancarme del mejor


sueño en mi vida si no fuese porque nombró la ducha, a su entender
necesitaba una con urgencia. Hasta ese momento había pasado la
vergüenza de hacer mis necesidades en una cuña para enfermos,
cuestionaba cómo iban a conseguir ponerme de pie. No necesité
ponerme de pie porque Oscar me cargó como si fuese un jarrón de
porcelana china hasta el baño. Allí le traspasó todo el trabajo a su
cuñada. Entre las dos conseguimos posicionar mis piernas, que
parecían un nido de lechuguinos, de manera que el agua no calara
aquel padrastro. Sales empapó mi piel con agua corriente y yo me lavé
el cuerpo lo mejor que pude, luego exigió que me relajara e imaginara
que estaba en un salón de belleza, concentrándose en despilfarrar
champú sin miramiento.
—Tienes un pelo precioso, Estrella, ¿sabías que no hay ninguna
sirena con este color? Algunas tienen colores muy llamativos, como el
azul de Oscar —así que ese era su pelo real—, pero ninguna tiene el
pelo castaño o moreno como las terrestres.
—Y si hubiera una sirena medio humana, ¿podría ser, no?
Imagina que yo fuese medio sirena, sería una sirena morena.
Dejó de amasar mi cuero cabelludo.
—Un momento, ¿crees que podrías ser una sirena?—Sales me
había mirado como si hubiese dicho que igual era una princesa de
cuento de hadas—. No te preocupes, mujer, todos lo hemos pensado.
—¿Pensar, el qué?
—Pues eso, que podrías ser un híbrido. Es la única explicación
para que los enocks te atacaran, ellos lo han pensado. Los enocks que
te atacaron eran bastante viejos, es probable que te vieran con Enis y
tu padre en el pasado, y como su mente no da para más, se hicieran
esa cuenta. Senia… sabes quién es Senia, ¿no? Bueno, ella mandó a
los enocks de todo el país estar alerta del nacimiento de algún híbrido,
siempre van husmeando por ahí buscando bebés raros. Senia vino
desde la otra punta de Irlanda a propósito para ver a Ulien con sus
propios ojos cuando nació, porque los enocks lo descubrieron, y claro,
una ninfa varón no es que sea muy corriente.
—¿Quería matar a Ulien?
—No, solo quería asegurarse de qué clase de mestizo era.
También te vio a ti, me lo contó Oscar. Ulien y tú os quitasteis un par
de meses al nacer, aprovechó el mismo viaje. Pero tu pelo negro, tus
piernas de recién nacida y que respirabas fuera del agua neonata creo
que dejaron bastante claro que realmente no eras nada extraño. A tu
madre no le hizo ninguna gracia su visita y a partir de entonces
nuestras madres se encargaron de mantener a los enocks a distancia,
para que no fuesen con chismes por ahí. Debió funcionar porque
Senia no volvió.
—¿Los enocks cuentan chismes? ¿Pueden hablar? ¿Los
mataron?
—¿Qué dices? Estás obsesionada con lo de matar a alguien.
No. Solo los mandaban a cagar —Sales hizo una pausa y empezó a
escurrir mi cabellera—. Desde que desaparecieron nuestras madres,
hemos visto muchos más enocks por aquí que cuando ellas vivían. Y
no hablan, pero tienen sus formas de comunicarse, sobre todo con
diosas como Senia o como lo fue tu madre. Oye, ¡no te preocupes por
nada! Te aseguro que Evel y Ulien van a encargarse de ellos.
Diosas, enocks, ninfas, sirenas, tritones, ¿alguna vez me
acostumbraría a aquel vocabulario?
—Leí que eran pacíficos. ¿Por qué crees que nos atacaron?
¿Crees que los enviaron a propósito?
—Por lo dicho, Estrella, creo que te han reconocido como la hija
de Enis. Las sirenas no tienen por costumbre adoptar niños terrestres,
¿sabes? Nunca —miró al techo—, casi nunca. Las circunstancias de
tu madre fueron especiales.
—Entonces ellos creen que soy un híbrido.
—Es una hipótesis, podría ser.
Sales se centró en sentarme en un taburete aparatosamente y
modelar mi pelo con el secador olvidando la conversación. Yo no me
lo quitaba de la cabeza, lo deseaba con tanta fuerza, seguía deseando
ser su hija aunque eso me convirtiera en el objetivo mortal de una
diosa malvada. Reflexioné sobre las tres leyes que prohibían la
existencia de un híbrido. ¿Qué más daba? Total, ya estábamos
incumpliendo una con el secretito en el doble fondo del arcón de Evel,
¿no?
—¿Y tú no crees que yo podría serlo? Ser de verdad un
híbrido…
—Eso es imposible, Estrella.
—¿Por qué? ¿Por qué es imposible que mi madre fuera de
verdad mi madre?
Por el espejo, choqué con su entendimiento, se situó en frente
de mí y se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los
míos.
—Mira, tú solo tienes una madre y es la que llevas aquí —señaló
mi corazón—, y ese es el mismo sitio donde ella te llevaba. No es que
no puedas ser una sirena por tu pelo o porque naciste con piernas, es
que tu madre nunca estuvo embarazada.
Mi madre nunca estuvo embarazada. Nunca. Claro.
—Hey, no estés triste, ¿quieres? Mira, tú puedes sobrevivir lejos
del mar por años y yo moriría en un par de días.
—¿Cómo que morirías?
—Sí, nuestra piel es muy fuerte pero si no la hidratamos con un
baño todos los días, empezamos a secarnos y a lo sumo en un par de
días moriríamos de una brutal deshidratación, algunos de nosotros
antes. ¿A qué ahora ya no te apetece ser una sirena?
Supongo que todo superhéroe tiene su kriptonita. Miré la bañera
y recordé la película de Splash.
—¿Y si te bañas?
—Puedes aliviarte un poco porque el agua es salada, pero
necesitas el entorno y el agua del mar. Es una mierda porque no
podemos viajar mucho, ni vivir alejados de la costa, de todas maneras
las sirenas no suelen mezclarse demasiado con terráqueos. Nosotros
somos especiales, o eso decía mi madre, si quieres que te sea franca,
prefiero vivir aquí a en una isla con un puñado de acuáticas cantando
y practicando la meditación. Sin tele, Internet, bares de copas, café,
chocolate o tiendas de ropa, ¿qué vida sería esa? —Sales exageraba
con gracia sus gestos—. Supongo que soy medio terrestre, casi como
un híbrido —puntuó con un guiño cómplice.
—Ve con cuidado de que no se enteren los enocks, no imaginas
cómo pueden dejarte las piernas.
Rió mi comentario y luego alabó su obra de arte, había
terminado de acicalarme. Me había prestado un camisón azul y
adornado mi melena con unas florecillas azules y amarillas.
Estrechó mis manos con todo su afecto brillando en sus ojos
verdes.
—Mira, sé que no eres una sirena, pero para mí es como si lo
fueras y para los demás también, mis hermanos te quieren como a
una quinta hermana.
Sus palabras o la forma de entonarlas me rozaron en lo más
profundo, justo hasta que llegué a Evel queriéndome como una
hermana.
Oscar me devolvió a la habitación, Sales aupó a Rabzilla
acomodándose en la cama junto a mí. Oscar se retiró después de que
le diera las gracias y me acariciara la nariz con su mano enguantada
declarando que era ligera como una pluma.
—Sales, ¿nunca pensaste en contármelo? Lo de que eres un
súper bicho raro.
—¿Recuerdas haber nadado de pequeña conmigo? —negué
con la cabeza.
—Eso es porque nunca nadamos juntas, mi madre nos dijo que
notarías cosas extrañas y que eras muy pequeña para conocer y
entender nuestro secreto, querían ocultártelo el mayor tiempo posible
para protegerte y no confundirte. Para mí, guardar el secreto era
cuidarte, además, solo nos relacionábamos con otras sirenas en
verano cuando íbamos a España, tú siempre te quedabas aquí, como
ahora, que no ha habido forma de arrastrarte hasta allí —recriminó
alzando la voz—. Pero te lo hubiese contado, si te hubieses quedado
aquí, te lo hubiese contado.
Bajó los ojos con tristeza, pensé que recordaría los años en que
me creyó muerta, nos habíamos perdido mucho tiempo la una de la
otra.
—¿No se supone que los terrestres no deben saber de vuestra
existencia?
—Sí, Estrella, no podemos pregonarlo a los cuatro vientos o
escribir sobre ello por lo obvio, pero hay excepciones entre los que
vivimos en vuestro entorno. Podemos compartirlo con nuestros más
allegados, como tú o Daniel. Además, gracias a la hipnosis podemos
haceros imposible el contárselo a nadie. No te inquietes, confiamos en
ti.
—¿Daniel lo sabe?
Daniel no lo sabía aún, pero estaba próximo, Sales planeaba
contárselo cuanto antes porque lo de solo amigos se le iba de las
manos y quería que lo supiera antes de pasar a otro nivel. Pregunté si
no le preocupaba su reacción. Estaba muy convencida de que todo
saldría bien. Evel entró en la habitación pillándonos con el tema.
—¿Sigues con tu idea de salir con Daniel?
—Evel, no empieces, por favor.
—Lo vas a arruinar.
—No, no lo haré.
—Sí, sí lo harás y no entiendo por qué no lo ves.
Sales le respondió alterada y empezaron a pelear mientras Evel
preparaba su macuto. A veces, sobre todo cuando era más pequeña,
me había planteado cómo sería tener hermanos, verlos discutir me lo
recordó. Evel mencionó algo sobre la saliva de Sales y cómo esta
volvería loco a Daniel; quise haber estado más atenta al conflicto.
—¿Sabes qué te recomiendo? ¡Búscate un tritón!
—Otra vez lo mismo, ¿no tienes nada más que decir? Evel, no
hay ningún tritón para mí. ¡Quiero a Daniel!
—Si de verdad lo quisieras, lo dejarías en paz.
Cogió la puerta y se largó macuto en mano. Sales parecía a
punto de llorar, se levantó y se instaló junto a la ventana, el Sol llegaba
hasta ella tímidamente.
—¿No es un poco racista eso que ha dicho de que te busques
un sireno?
Sales respiró hondo alzando la vista y se desplomó sobre los
cojines del arcón.
—Es complicado, Estrella. En el momento en que he decidido
estar con Daniel he rechazado esa posibilidad. ¿Sabías que hay un
tritón por cada ocho o nueve sirenas? ¿Cómo crees que hemos
acabado al borde de la extinción? Asumo que no hay tritón para mí y
tampoco es que lo quisiera.
Entre las pocas sirenas que quedaban y esos porcentajes,
encontrar pareja en su reino de pescados parecía algo bastante difícil.
Sales explicó que muchas sirenas elegían parejas dentro de las de su
mismo sexo, no como una alternativa, había sido así desde siempre;
entre ellas no existían términos como la homosexualidad, se
enamoraban del ser independientemente del sexo que tuviera.
Cuando tropezaban con su pareja era para siempre, pues eran
extremadamente monógamas. Me prendó enterarme de que sentían el
amor de forma distinta a los humanos, una vez se enamoraban,
mantenían ese enamoramiento que los terrestres solo gozan al
principio hasta que uno de los dos fallecía. Evidentemente el que se
quedaba no tardaba en acompañar a su amado, pues le era imposible
continuar la vida sin él, esa era la razón por la que su padre se suicidó
y esa era la razón por la que Cris y Oscar no podían mantenerse
separados, siempre pululando uno alrededor del otro.
Me pareció hermoso hasta que tomé conciencia de las pocas o
ninguna posibilidad que tenía con Evel. Cuando le dije a Sales que me
parecía precioso, me ahorcó con la mirada.
—¿Precioso? Eso no es precioso, es una maldición con
mayúsculas. Imagina enamorarte de alguien y no poder alejarte nunca
más de él porque te sientes morir. Imagina que esa persona muera y
tu vida valga tan poco sin su compañía que te la quites, ¿eso te
parece precioso? Quedé sin padre porque mi madre se fue, solo
conozco una persona que haya sido capaz de sobrevivir a la muerte
de su compañero y esa es tu madre y ni siquiera cuenta porque ella
era de otra pasta, una diosa aunque renunciara a ello. Cada vez que
veo la dependencia de Cris por Oscar y viceversa, lo único que puedo
pensar es que no es eso lo que quiero para mí. Quiero a Daniel, lo
amo de verdad, pero no quiero dejar de ser yo, quiero disfrutar de
estar con él y poder disfrutar también cuando no lo esté sin agonías
extrañas, ¿lo entiendes?
—Pero si dices que estás enamorada y vosotros sentís las cosas
de esa manera, te pasará lo mismo con Daniel.
—No, eso solo pasa entre nuestra especie, no pasa con
terrestres, no hay esa conexión, vínculo o como quieras llamarlo, que
te hace volverte gilipollas de por vida. Y esa es una de las cosas que
más me gustan de querer a Dani.
—¿Pero eso no es como si no lo quisieras de verdad? —
pregunté con reserva.
—Te equivocas, le quiero de verdad, igual que tú o cualquiera
puede querer a alguien el día que se enamora, pero no de la forma
enferma y obsesiva en que se aman en mi especie.
Agaché la cabeza no sabiendo que decir a eso, recordé la
refriega con su hermano de hacia un momento.
—¿A qué se refería Evel cuando ha nombrado tu saliva?
Sales se indignó aún más si cabe antes de relatarme los
estragos que un beso de sirena puede causar. Por lo que pude
entender, su saliva contenía algún tipo de sustancia más adictiva para
un terráqueo que cualquier droga inventada. Ahí fue donde empecé a
empatizar con la opinión de Evel y a preocuparme seriamente por
Daniel.
Sales aún no lo había besado porque quería estar segura de sus
sentimientos por ella antes de transformarlo en un yonki de sus besos.
Y aún más grave era que si por algún casual Sales decidía terminar la
relación, el síndrome de abstinencia de Daniel terminaría por volverlo
loco y ni siquiera sometiéndolo a hipnosis se salvaría, como mucho no
sabría a qué se debería su demente desespero.
No me atreví a admitir que estaba un poco de acuerdo con Evel
porque de muy seguro se me echaría al cuello. Recordé a Ulien
presumiendo de que él no volvería loca a ninguna terrestre, ahora lo
entendía, las ninfas debían tener un tipo diferente de saliva, lo que
eran muy buenas noticias para mí, pues yo ya había besado a Ulien
insensatamente.
—¿Qué piensas?
—Pensaba que las ninfas no son adictivas, ¿verdad?
Sales rió.
—No te preocupes, puedes besar a Ulien todo lo que quieras sin
nada que temer, ya tenemos comprobado que por lo único que vuelve
locas a las chicas es por su labia y atractivo físico según él mismo, y
según otros, por lo desesperante que puede resultar a veces.
No lo había preguntado con esa intención, estaba alimentando
cada vez más la creencia de mi amiga de que entre Ulien y yo existía
algún tipo de cosa. Debía plantearme empezar a aclararle algunos
puntos, pero estaba más preocupada por la salud mental de Daniel.
—¿Piensas besarlo? A Daniel me refiero.
—Sí, Estrellita, pienso besarlo y no te preocupes por nada,
porque puedo asegurarte ahora mismo que Dani nunca va a echar en
falta mis besos, pues mientras viva pienso estar a su lado.
Lo que me trajo a la memoria una cosa más.
—Pero Sales, tú no envejecerás y él sí. ¿Qué pasara?
Sales rió de nuevo, esta vez falsamente.
—Eso solo podía preguntarlo una terrestre. Mira, a mí me da
igual el aspecto de Dani, ¿entiendes? Lo que me interesa es su ser y
cómo me siento a su lado.
Sus ojos estaban empañados, con lo fuerte que era mi amiga.
Nunca la había visto tan vulnerable.
—Estrella, necesito que me digas que me apoyas, que crees en
mí, necesito saber que alguien cree de verdad que jamás le haría
daño.
No quise precipitarme en mi declaración para evitar herirla.
Aguardé un momento sospesando todo lo que Sales había contado
hasta llegar a una única posible conclusión:
—No necesitas mi aprobación, ni la de nadie, necesitas hablar
con él. Cuéntaselo todo sobre ti, sobre todo este embrollo de las
sirenas. Háblale de tus sentimientos con franqueza, cuéntale lo de tu
saliva, todo, sé completamente sincera con él y deja que de verdad y
con libertad te elija con todo lo que conlleve. Si es así, ni yo, ni Evel, ni
nadie, tendrá nada que decir al respecto.
Sales se arrojó sobre mí en un efusivo abrazo.
—Gracias Estrella, que sigas viva ha sido uno de los mejores
regalos en mi vida.
No iba a ver más a mi amiga en todo el día. Evel se iba a
acompañarla a ella y a Cris a su primer día de trabajo después de las
vacaciones, y el rato que no estuviera en la herboristería había
planeado pasarlo con Dani.
Oscar trajo el desayuno montado sobre la caja que contenía los
útiles para mis curas. Le había cogido el turno a Cris para tratar mis
heridas.
Empezó a quitarse los guantes para poder trabajar mejor. Aparté
la mirada, no queriendo verme grosera al observar su mutilación, pero
estaba retirando los padrastros vegetales que invadían mis piernas y
fue inevitable ojearlas exclamando con sorpresa.
—¡Tus manos! ¡No están quemadas! —estaban perfectamente.
Oscar sonrió, dejó los vendajes sobre la cama, puso su mano
delante de mi cara y separó los dedos dejando ver unas enormes
membranas que unían las dos primeras falanges de cada dedo.
Estaba acostumbrándome a las sorpresas.
—Eres como un pato.
—¿Me estás insultando?
Pedí disculpas acaloradamente haciéndole reír. Confirmó que los
guantes eran para ocultar de los terrestres algo que les resultaría
demasiado extraño de ver. Dio un grito llamando a Eila, que apareció
casi antes de que acabara de vocear su nombre dando saltitos con las
manos cruzadas a su espalda y sacudiendo su larga cabellera blonda.
—¿Qué pasa? —canturreó.
—Cariño, enséñale tus manos.
Eila, sin entender muy bien de qué iba la cosa, colocó sus
manos con las palmas hacia arriba debajo de mis narices. No tenía los
dedos muy separados pero a simple vista se veían tan normales,
como las mías.
—Enséñaselo.
Oscar le mostró sus membranas y Eila comprendió a lo que se
refería. Abrió su mano de forma antinatural hasta que su pulgar y su
meñique tocaron la muñeca por ambos lados. Lancé una exclamación
de asombro con un poco de inevitable repulsa. La mano que ahora se
exhibía frente a mi cara parecía un palmito de carne. A Eila le encantó
el protagonismo que habían tomado sus manos y no quiso que sus
pies fueran menos, puso su pierna sobre la cama y repitió la
operación. Su pie, en apariencia normal, se desplegaba de forma que
doblaba su anchura convirtiéndose en una especie de aleta.
—Esa es la ventaja que tienen, a ellos no se les nota y no
necesitan esto —dijo señalando sus guantes.
—Pero, ¿por qué sois diferentes? No lo entiendo.
—Pues es simple, porque somos distintas razas.
Las sirenas eran una especie diferente a la mía, pero como en la
Tierra, entre ellas existían una gran variedad de razas que descendían
de siete etnias originales con todas las mezclas que pudiesen darse.
Oscar era mediterráneo y el pelo azul así como la forma de sus manos
era uno de los rasgos característicos de su casta, aunque el color del
pelo podía variar.
Alanis y su familia, así como mi madre eran atlánticos pero el
padre de Sales fue mediterráneo, los rasgos de sus hijos habían sido
heredados en su mayoría de parte materna. Se trataba de dos razas
muy similares y Oscar, satisfecho, informó de que la suya había sido
una de las más extensas. Me congratuló oír que entre ellos jamás
habían tenido problemas de racismo, esa palabra era puramente
terrenal. Ellos, por el contrario, toda la población acuática, sentía un
gran orgullo por su amplia diversidad.
Me habló de todo esto mientras terminaba de curar mis piernas,
que ya lucían muchísimo mejor. No tenía ni idea de qué podía estar
hecho el mejunje semitransparente con el que me embadurnaban
antes de envolverme en algas, pero se trataba de algo
verdaderamente milagroso.
—Mañana ya no necesitarás el vendaje y Cris te quitará los
puntos.
Tenía más hilo en las piernas que un jersey de cuello vuelto e
imaginar a Cris descosiendo todo aquello no me entusiasmaba nada.
—¿No será demasiado pronto?
—Ya lo has visto. Los cortes están sanando a la perfección, no
te preocupes, para el miércoles estás campando a tus anchas.
Ya lo había dicho, pero seguía sintiendo la necesidad de
expresar mi agradecimiento hacia ellos una y otra vez; todos eran tan
buenos conmigo.
—No tienes nada que agradecer. Aunque me gustaría saber si te
gustó el regalo que te mandé por tu cumpleaños —interrogó sonriente
y expectante.
Había sido él, él me había enviado todos aquellos tesoros dentro
del baúl de mi madre.
—Oscar, ¡fue el mejor regalo de mi vida! No te puedes imaginar
lo intrigada que estaba por saber de quién era, no sabría, no sabría
cómo darte las gracias.
Oscar volvía a restar importancia al objeto de mi agradecimiento
alegando que mi cara ahora mismo valía más que toda la gratitud del
mundo.
—Todos pensaban que me había ahogado. ¿Cómo supiste que
no era así? ¿Cómo conseguiste el baúl?
—Un poco después de que tu madre desapareciera, fui a ver a
tu padre, estaba completamente desquiciado, desvariaba sobre
quemar todas vuestras cosas. Enis fue mi amiga desde pequeños y
deseaba conservar algo de ella y por supuesto de ti. Tu padre cogió el
baúl y lo llenó con lo que a él le pareció, luego me lo dio. No podía
imaginar que estabas viva, si hubiese tenido la menor sospecha… —
quedo pensativo por un instante y luego sacudió su cabeza—. Hace
dos años vino por aquí y hablé con él, confesó que vivías y dónde te
encontrabas. Quise ir a verte pero no puedo estar fuera del agua tanto
tiempo como para permitirme ese viaje y una estancia en un lugar sin
mar. Deseaba hablarte de tu madre, ver cómo estabas y contarte de
todo sobre nosotros sin esperas, pero comprendí que aún eras muy
joven y que con tus tíos estabas mejor que con nadie. Cuando me
enteré de la muerte de tu padre, estuve a punto de llamarte, pero él ya
me advirtió que eras muy pequeña cuando te fuiste de aquí y que
apenas tendrías recuerdos, así que al final decidí esperar. Cuando me
dijeron que ibas a venir —Oscar cogió aire satisfecho—, como
vosotros los jóvenes decís, fue genial.
Miraba a Oscar sonriéndole complacida por el hecho de tenerle
cerca, puede que fuese pequeña cuando emigré de Irlanda y que
muchos recuerdos estuviesen borrosos, pero recordaba lo mucho que
lo había querido, tanto como ahora mismo. Me hizo gracia lo de «como
vosotros los jóvenes decís». ¿Qué podía tener él? ¿Veintisiete?
Revisando lo dicho, había mencionado que era amigo de mi madre
desde pequeños y mi madre murió con aproximadamente sesenta y
pico años.
—¿Cuántos años tienes, Oscar? —sonrió afable.
—Los mismos que ahora tendría tu madre o Alanis, setenta y
dos.
Emití un gritito de puro estupor. ¡La misma edad que le había
echado pero al revés! ¿Cómo podía ser? Lo observé detenidamente,
parecía inconcebible, Oscar gozaba mi confusión.
—¿Cuántos creías que tenía?
Ya recompuesta, le contesté tomándole el pelo.
—Oh, tranquilo, no aparentas más de cincuenta y… dos. ¿Y
Cris? ¿Cuántos años tiene ella?
—Un día te contaré nuestra historia.
Esa fue su contestación antes de irse con la caja de curas bajo
el brazo y dejarme con Eila a pasar la mañana, porque ni vino Ulien, ni
Evel tampoco.
Por la tarde Rachel dejó a Dani al cargo de la tienda y se pasó a
verme. Ulien también vino para darme mi tiempo de estudio con el
libro de mi padre, pero no pudo ser porque Rachel acabó alargando su
visita y Eila lo raptó para ver una película con él.
Cuando al fin tuvimos un rato, Evel llegó y lo echó diciéndole que
ya se encargaba él de mí. Percibí en la resistencia que Ulien puso a
irse que deseaba pasar un rato conmigo a solas, pero esto Evel o no
lo notó o lo ignoró del todo. Eila cenó conmigo y con Rabzilla, Evel
aprovechó para darse una ducha. Al terminar la cena, Cris y Oscar
vinieron a desearme las buenas noches llevándose a Eila que marchó
a regañadientes. Pensé en Sales. ¿Cómo le estaría yendo con Dani?
Evel no tardó en regresar oliendo a champú de melocotón. Se
cercioró de que todos los miembros de su familia estuviesen en cama,
cerró la puerta con pestillo, entreabrió una hoja de la ventana y se
sentó a mi lado interesándose por mi salud, al tanto que liberaba el
libro verde de su escondite y lo depositaba a mi vera.
Contaba a bajo volumen que había devuelto mis películas por la
mañana después de darse un baño en mi playa. Había estado
ayudando a sus hermanas con la reapertura de su negocio.
Por mí no hubiese cesado de hablar nunca, el tono suave e
íntimo en su voz daba paz al tiempo que disfrutaba de poder
contemplarle. Observé sus manos perfectas a juego con el resto de su
ser, ojear cualquier parte de su cuerpo producía unas locas ansias de
contacto, quería tomar su mano pero no tenía ningún pretexto para
hacerlo.
—¿Tu también tienes las manos raras?
—¿Qué quieres decir?
Le conté la experiencia de descubrir las membranas acuáticas
de Oscar y Eila. Le hizo gracia que en cierta manera me dieran un
poco de grima sus peculiaridades. Me mostró sin reparos lo singular
de sus manos, alargué el brazo tocando la piel fina y resistente que
unía sus dedos. Podría tener el cuerpo cubierto de escamas y a mí él
seguiría pareciéndome hermoso. El roce terminó antes de lo que
deseaba y quedé admirando sus retinas acuosas a la luz del flexo.
Sonreí tomando conciencia de lo diferentes que eran sus ojos a los de
cualquier persona normal y corriente que conociera.
—¿Por qué sonríes?
—Pensaba en el pelo de Oscar y el de Ulien, las manos, el
sonido melodioso de vuestras voces, en la belleza de tus hermanas.
Creía que solo es que estabais mejor dotados que cualquier otro que
hubiera visto —memoré el día que conocí a Ulien en el vídeo club
tomándolo por un superhéroe; no se lo comenté a Evel—. Es que no
sé cómo no me he dado cuenta antes de que había algo distinto en
todos vosotros.
—¿Qué es lo que encuentras tan especial? A parte de lo que
podemos hacer con las manos, claro, pero eso tú antes no lo sabías.
—Pues no lo sé, supongo que lo más llamativo son vuestros
ojos, pelos azules aparte, claro. Todos tenéis ese blanco nuclear, una
mirada tan brillante y cristalina casi acuosa, y los tuyos son…
Me avergonzaba seguir hablando. Evel estaba favorecido hasta
el extremo con su media sonrisa halagada.
—¿Qué pasa con los míos?
—No sé, a ti se te nota más, son más vivos y nunca he visto a
nadie con ese verde de iris.
Nunca he visto a nadie capaz de hacerte vibrar con una mirada y
no sabía cuánto de eso era porque era un sireno y cuánto porque
había caído en la trampa de enamorarme perdidamente de él.
—Tus ojos también son muy bonitos, cambian de color —se ha
dado cuenta—; a veces parecen verdes como ahora, pero si te da el
sol, se vuelven azulados.
Él no era consciente de cuánto me complacía que hubiese
apreciado ese detalle, tampoco lo era de lo nerviosa que me ponía el
silencio de ese momento.
—Mi padre también los tenía así y mi tía Margaret —Evel
permanecía ensimismado con los ojos puestos en mí pero sin verme—
. ¿No me contestas preguntas hoy?
Al fin pareció despertar, señaló el libro junto a mí.
—Ahí están todas las respuestas, ya puedes empezar.
No tuve más opción que ponerme a estudiar, apartó el sillón de
mi cama hasta dejarlo junto a la ventana, encendió su lámpara de pie
y se puso a leer algo sobre motocicletas.
Pasé las páginas caprichosamente, no decidía por dónde
empezar, regresé al índice. «Capacidades y habilidades de las
sirenas» no sonaba mal. Relataba el porqué pueden correr o moverse
siete veces más rápido que cualquier mortal, eso era interesante. Sin
nadar, porque nadando podían alcanzar velocidades astronómicas, se
desplazaban por el agua —caminando o corriendo por el lecho
marino— con más o menos la misma pericia que una persona normal
y corriente por el medio terrestre, y eso a pesar de que el peso de la
masa líquida es muy superior al del aire. De esa manera en la
superficie eran capaces de moverse a grandes velocidades, como yo
ya había contemplado. No iba nada desencaminada comparándolos
con superhéroes. Sus sentidos también estaban más evolucionados,
en especial su vista, todo lo que a los terrestres les suponía
limitaciones para desenvolverse en el medio líquido, a ellos les
resultaban ventajas en el medio terráqueo. Su pelo y piel más
consistentes, su oído más fino, la velocidad, la habilidad para emitir un
sinfín de frecuencias diferentes con sus cuerdas vocales o la de
sanarse más rápido debido a las condiciones de su hábitat; sus
habilidades los convertían en criaturas extraordinarias a mis ojos.
Podían ver de noche con un sistema parecido al de los gatos, además
de apreciar espectros de luz invisibles para el ojo humano… y así una
lista sinfín. Si existía un dios celestial, no había sido justo en las
reparticiones entre tierra y mar.
Recorrí unas cuantas hojas más y fui a caer en «Plantas
acuáticas». Evel seguía absorto en su revista, no entendía la atracción
de Cris y Sales por tanta alga. A mí leer sobre aquello me daba sueño
y me hacía sentir como cuando me obligaban a estudiar Biología en el
instinto.
Mi pesadilla favorita plagada de enocks hizo acto de presencia
esa noche.
Martes, 2 de septiembre

Me despertó el Sol templando mi cara. Tenía toda la pinta de


hacer un día magnífico allá afuera, hasta me apetecía remojar las
pezuñas en el mar, pero eso no iba a pasar porque estaba postrada en
la cama y porque Dios sabe cuándo volvería a atreverme a acercar mi
persona a aguas irlandesas o de la nacionalidad que fueran.
Eila entró como un tornado y abrió las tres hojas de la ventana
dando paso a un exquisito aroma a mar y flores silvestres. Ulien había
llamado para advertir que estaba en camino y tan pronto llegara, Eila y
Oscar se irían a la playa. Eila confesó que Oscar era su preferido
después de su hermano para salir a nadar, aunque viendo el brillo azul
en sus ojos al contarme que el baño de la tarde lo tenía reservado
para Ulien, tuve claro quién ostentaba el puesto honorífico.
Me cotilleó que Sales se había dormido porque llegó tardísimo
por la noche. Cerré los ojos deseándole con fuerza que todo se
hubiese resuelto de la mejor manera posible para todos. Evel acababa
de salir para felicitar a su novia, pues hoy cumplía los esperados
veinte años y eso era, según palabras de Eila, muy, pero que muy
especial.
Terminando mi desayuno tardío, compareció Ulien poniéndome
enferma al comentar que se había venido antes para dejar a los
tortolitos solos. Empezó a hablar de lo cerca que estaba el viernes e
intentó jugar conmigo a que adivinara el disfraz que tenía preparado
para mí. A mí cualquier cosa que tuviese que ver con su hermana no
me excitaba en absoluto, en ese momento me daba exactamente igual
su disfraz.
—Estás un poco amargada hoy, ¿no?
—No he descansado muy bien —tampoco es que fuese una
mentira.
Ulien recomendó que le pidiese a Evel una infusión garantizando
que dormiría del tirón. Al ver lo poco habladora que estaba decidió
atrancar la puerta y pasarme el dichoso libro de sirenas mientras el
disfrutaba del aire marino y las vistas desde la ventana.
Trataba de imaginarme a Arabel sin tener que rebajarme a
preguntar por ella. Viendo a Ulien no me costaba mucho imaginarla:
alta y estilizada con una larguísima melena anaranjada y ese gesto
entre amable y pillo que siempre lucía Ulien. Lo que más rabia daba es
que no conseguía imaginar a alguien que realmente disgustara, si
estaba con Evel, seguro sería una chica maravillosa a la que sería
imposible odiar. Miré a Ulien de nuevo. ¿Quién podría odiarlo a él?
Decidí que mis estudios ese día iban a enfocarse en el mundo de las
ninfas, las localicé en el índice y fui por ello.
Las ninfas eran una de las razas más raras entre las sirenas. Su
estirpe se componía únicamente de hembras, sin ser esa la única
característica propia de ellas. Todas tenían el pelo blanco y lacio, la
piel muy clara y ojos azules, verdes o grises. Las demás sirenas
pueden respirar tanto en agua dulce como salada, por piel o
branquias, dependiendo de la casta, pero las ninfas solo podían
respirar en agua dulce. Aparte de estar limitadas por no poder alejarse
mucho de su hábitat, morían ¡asfixiadas! Si permanecían fuera del
agua más de unas horas; algo así como cualquier trucha del reino del
Señor.
La mayoría compartían un carácter caprichoso, a veces un poco
infantil y travieso, aunque sin consciente maldad. Únicamente salían
de noche, odiaban el Sol y en contrapunto adoraban a la Luna, que
era su única diosa. El manual definía en varias ocasiones a las ninfas
como la raza más extraña entre las sirenas.
Cuando casi me resbala el libro de las manos fue en el apartado
que indicaba que eran la «única» etnia acuática capaz de reproducirse
con humanos, de hecho reproducirse con otros acuáticos era posible
pero poco convencional. Sus vástagos solían ser del sexo femenino,
pero si en algún caso parían un varón, este no poseía ningún rasgo
del mundo fluvial y era abandonado a su suerte y sin miramiento por
ellas en el mejor caso, en el peor, al dar a luz moría ahogado (¡Menos
mal que no tenían maldad!). A menudo los padres corrían la misma
suerte que sus hijos si no estaban avispados.
Son la única raza que no es monógama, llegando incluso a ser
bastante promiscua. Tenían un don innato para atraer a los terrestres
hacia ellas, algunas eran capaces de ver en su interior así como
manipularlos a su antojo. Las féminas humanas no eran bienvenidas
en los alrededores de su territorio.
—¡Madre de Dios!
—¿Qué pasa? —Ulien vino hasta la cama desde su mirador.
Le puse el libro bajo su barbilla señalando el apartado que le
concernía. Lo tomó y leyó detenidamente en silencio puntuando su
lectura con una sonrisa pícara.
—Mi hermana no es así y mi madre —Ulien lo pensó un
momento—, no, ella tampoco, si no mi padre nunca se hubiera
enamorado de ella. No digo que sea la mujer más maternal del
planeta, pero así no es. Supongo que no se puede cortar todo con
cuchillo, no digo que la mayoría de ninfas no estén bien retratadas ahí,
pero no todas son iguales.
—¿Y qué dices a que no procrean con sirenos?
—Tritones, Estrella, tritones. Y ya te he dicho que no puedes
cortarlo todo con cuchillo, que no sea habitual no quiere decir que sea
inexistente o imposible, aquí me tienes, ¿no?
Arranqué el libro de sus manos y busqué el párrafo que me
interesaba recitando en voz bien alta y entonada.
—«Sus vástagos suelen ser del sexo femenino, pero si en algún
caso dan a luz un varón, este no poseerá ningún rasgo del mundo
fluvial y será abandonado o acabará muriendo ahogado al nacer bajo
agua».
Lo miré estirando el cuello hacia él con los ojos forzados de par
en par para remarcar mi estupefacción. Ulien trató de rechistar y lo
acaté.
—No, no, espera, que este es mejor —al mirarlo, su
desconcierto me hizo seguir leyendo entre risas—. «Su raza se
compone únicamente de hembras», espera, espera, otra. «Las
féminas humanas nunca son bien recibidas en los alrededores de su
territorio» —dije recitando con sorna—, y aquí viene la traca: «Son la
única raza que no es monógama, llegando incluso a ser bastante
promiscua». ¡Pobre Evel, por Dios!
Y lo peor es que me sentía mezquina porque en el fondo me
alegraba, ya que eso podría darme alguna oportunidad, pero Ulien no
concedió que mi dicha durara ni un segundo.
—Mi hermana no está reflejada ahí en nada, ella es medio
sirena, ¿recuerdas? Es diferente a todas ellas, igual que yo soy medio
ninfa, o puede que un cuarto, no estoy seguro, y soy un hombre.
Frunció el ceño con simpatía.
—¿Sabes que tú sí que eres mala?
Bromeaba y tonteaba conmigo, sin proponérmelo, le seguí el
juego.
—Oh, entonces, ¿qué eres? Medio mujer —empecé a reír—, o
no, perdona, un cuarto de hembra.
Ulien me arrebató el libro de las manos y se echó sobre mí,
dejándome tumbada en la cama con su cara a un movimiento de
cuello.
—¿Quieres que te demuestre lo poco femenino que soy?
Mi cerebro empezó a funcionar a velocidad supersónica. Esto
que tenía delante de mí era una oportunidad, una oportunidad de oro
para una transformación. Quería, deseaba, anhelaba con toda mi alma
en ese preciso momento volcar todos mis sentimientos por Evel sobre
Ulien y evitarme un sufrimiento que iba a acabar volviéndome loca o
alcohólica o suicida.
Sí, tenía una oportunidad y no iba a desaprovecharla. Ulien era
el único chico que había conseguido atontarme en toda mi vida con un
beso.
—No me seas ninfa, Ulien —lo tenté haciendo uso de mis
novatas armas de mujer.
Cayó en la provocación obsequiándome con un beso que
hubiese podido ser épico de haber sentido algo más allá de la
impotencia que me producía pensar que nunca recibiría algo así de
Evel. Ulien se separó un poco de mí con una ligera sorpresa
escrutando mis ojos en busca de algo. Recelé de que fuese capaz de
encontrar mis sentimientos por Evel tallados en mis retinas.
—Vaya, las cosas han cambiado mientras he estado fuera.
—¿Qué quieres decir? —se mantenía sobre mí.
—Supongo que es mi mitad ninfa que ve tu interior, está claro
que los fuegos artificiales han fallado.
Pero yo quería que funcionara, quería extirpar a Evel de mi
cabeza y desarraigarlo de mi corazón. No me di por vencida, tenía que
funcionar. Lo agarré de la camisa y tiré de él hacia mí. No opuso
resistencia. Volvió a besarme poniendo todo de su parte, como si de
un desafío se tratara, pero era inútil, como él había dicho, los fuegos
artificiales permanecían sin la pólvora correcta.
Temí que él sí hubiese sentido algo y yo lo hubiese utilizado
como una cerda para aliviar mi desdicha. Empecé a sentirme terrible
porque me encantaba Ulien y de verdad lo deseaba como amigo.
Me contemplaba con la mitad de una sonrisa, quise ser un poco
ninfa para discernir qué estaba pensando, amplió la mueca hasta
enseñarme los dientes.
—No te preocupes, tonta, esto ha estado bien, ahora ya
sabemos que podremos ser grandes amigos, porque hay química
entre nosotros, pero no el tipo de química gorrina.
Me lo saqué de encima de un golpe.
—¡Eres imbécil!
La realidad es que estaba infinitamente agradecida por su
reacción. Ulien reía arreglándose la camisa, acabé riendo también,
jubilosa de comprobar que realmente podríamos ser buenos amigos
sin rarezas entre nosotros.
—Bueno, no volveré a besarte a menos que vuelvas a llamarme
mujer, sireno o ninfo y no tenga más remedio que demostrarte lo que
ahora ya sabes.
Le lancé el cojín apuntando a su cara y él lo pescó antes de que
volara por la ventana. Una vez recompuestos, Ulien me habló de sus
padres hasta convencerme que la realidad no tenía nada que ver con
lo leído. Llegando a la parte que tenía que ver con su hermana, me
incomodé para nada, porque alguien empezó a forzar la puerta. Se
nos había pasado la mañana y Sales había llegado para comer.
—¿Habéis cerrado la puerta? ¿En serio?
Ulien cogió el libro, lo escondió en el cajón, cerró con llave, me la
lanzó y abrió la puerta desdibujándose en el aire para dar paso a una
Sales impregnada de ironía y suspicacia. Desde luego debíamos lucir
culpables del todo, conmigo aún alucinada por la exhibición de súper
velocidad que acababa de presenciar.
—Así que, ¿qué estabais haciendo aquí los dos solos? ¿No os
da vergüenza mancillar la habitación de mi hermano?—Sales se
regocijaba maléfica en sus preguntas.
Los intentos por mi parte o por la de Ulien de explicar que allí no
pasaba nada no empezaron ni a convencer a Sales, que acabó
saliendo de la habitación dejando un indignado «no puedo creer que
no confiéis en mí lo suficiente para admitirlo» flotando en el aire.
Ulien debía irse a comer con su padre y hermana, regresaría
más tarde para darse un baño con Eila. Sus palabras de despedida
fueron: «Hazte a la idea de que no nos va a creer en la vida».
Sales y Eila comieron conmigo, como ya era tradición. Eila o no
sabía nada sobre Daniel o no quiso preguntar. Como Sales tampoco
dijo nada sobre el tema, me limité a callar por no meter la pata. Mi
amiga apenas cruzó cuatro palabras conmigo dejando recaer el peso
de la conversación en su hermana pequeña, que permanecía ajena al
conflicto silencioso relatando una mañana genial con su cuñado y
fantaseando con la tarde con su primo. Sales acabó de comer, recogió
su plato y se fue mintiendo que tenía prisa, sin dejar de esforzarse en
mirarme como a una traidora desde las espaldas de su hermana.
Estaba molesta porque no le contaba lo de Ulien, pero es que no
había nada que contar por más que ella se empeñara en lo contrario; a
la noche trataría de dialogar con ella.
Eila recogió los platos, me entregó a Rabzilla para su ración
diaria de mimos, y de contrabando me pasó dos bollos de crema y
chocolate que devoré. No sé qué tienen las sirenas contra la carne y la
bollería industrial. Gracias a Dios por los bombones.
Cris pasó a ver cómo me encontraba recordándome que por la
noche me quitaría los puntos provocando una mala digestión de los
bollos.
Acariciando sistemáticamente a Rabzilla, apareció la modorra; si
es que no había dormido bien aquella noche y necesitaba descansar.
La chica de cabellos como el fuego reía en la laguna, Evel le
hacía cosquillas. «Corre, corre o sufrirás la peor tortura». «No, no voy
a correr», decía entre risas. Acabó rindiéndose. Evel la perseguía al
ritmo de una canción de los Beach Boys, desaparecían en el líquido.
No era capaz de verlos, incapaz de entrar a por él. No salen. Evel se
va a ahogar. No puedo permitirlo. «Evel, Evel». Me lancé al agua,
tonta de mí, Evel no se puede ahogar, yo sí. «Evel, Evel». Se había
ido, me había abandonado para quedarse con la princesa de la
laguna. Unos brazos rodearon mi cintura: «Estoy aquí». Me agarré a
sus brazos, los abracé. «Mi salvavidas». «¿Por qué tienes miedo?».
Lo entendía, sabía a qué se refería. «No sé lo que pasó». «Sí, sí lo
sabes, tú estabas allí». «No me dejes». «¿Qué pasó?». «No lo sé». En
mi casa, junto a la pared de mi cuarto, Evel me llevaba a la cama,
tenía miedo. «Estoy aquí, cierra los ojos». Obedecí, iba a hacerlo, iba
a besarme, el beso no llegaba. Oía el rumor del mar a mi alrededor.
Abrí los ojos. Mi cama estaba sitiada por agua. La puerta estaba lejos,
se alejaba más. ¿Quién estaba allí? Una chica pelirroja de raíces
rubias abrazaba a Evel. «Evel». No me oía, estaba de espaldas. El
agua se volvió espesa, los gruñidos venían a por mí. «Tengo miedo,
tengo miedo». «Tengo mucho miedo». La cama se zarandeó. No, no
era una cama. Las camas tienen sábanas. ¿Qué es esto? Madera y
flores. Otra sacudida, me aferré al borde, mi cara está demasiado
cerca del agua. No puedo gritar, quería gritar, quería apartarme del
borde. Un rostro ensangrentado, un rostro desfigurado reflotó a la
superficie de aquella masa produciendo una explosión en mi cabeza.

¡Me asfixio! ¡Me falta el aire! Traté de calmarme, miré alrededor.


La habitación de Evel. Me dolía la garganta, debía haber gritado, las
sábanas tiradas por los suelos, los pinchazos en mis piernas se iban
disipando. Oscar apareció por la puerta agitado.
—¿Qué pasa? ¿Por qué has gritado? ¿Estás bien?
—Sí, sí, es solo que —mi aliento fallaba— casi me caigo de la
cama y los puntos…
—Déjame ver.
Oscar recogió las sábanas del suelo y desenrolló mis piernas.
—Están bien, las dejaremos destapadas, ¿vale? De aquí un rato
Cris te quitará los puntos. ¿Quieres dormir un poco más?
—¡NO! No —repetí queriéndome ver tranquila—, no quiero
dormir, ¿puedes, puedes pasarme el portátil? Tengo que mandarle un
mensaje a mis tíos.
Agradecí que me dejara sola, no pensaba volver a dormirme
nunca más, no era bueno para la salud. Podría pasar la noche leyendo
mi aburrido manual de sirenas sin necesidad de soñar más nada.
Sales no vino a cenar, dejándome con las ganas de arreglar las
cosas con ella. Cris pretendió que comiera algo antes de descoser mis
piernas. ¡Ni que pudiera tragar! Evel llegó justo cuando Eila, Oscar y
Cris rodeaban mi cama, dejó su macuto en el suelo y se acercó al
lecho. Si Eila se aproximaba un poco más a mis cortes acabaría
quitándome los hilos con los dientes. Cris la miró y resopló.
—Bueno, fuera de aquí todo el mundo, así no puedo trabajar.
Oscar cogió a Eila de la mano sacándola del cuarto. Evel se
acomodó a mi lado y tomó mi mano entre las suyas desafiando a Cris
a que lo echara, esta lo ignoró y extendió un aceite por mis
extremidades que olía tan fuerte que picaban los ojos. Hizo notar que
gracias a ese potingue no advertiría nada mientras trabajaba mis
piernas, extrajo unas tijeras relucientes de su caja y un bisturí que más
parecía un arma homicida. Fue a encargarse del primer corte, estaba
tan nerviosa que ni los círculos que Evel trazaba en mi mano distraían.
—Estrella, necesito que te relajes un poco, si estás tan tensa,
podría acabar haciéndote daño sin querer.
Evel se arrimó un poco más, apoyó los codos sobre la cama con
mi mano entre las suyas, besó la punta de mis dedos temblorosos y
susurró en mi oído con su timbre tranquilizante y suave.
—No va a dolerte, cierra los ojos y piensa en otra cosa; si no
miras, será mejor.
Cerré los ojos y me recosté apretando sus manos,
concentrándome en la energía que de ellas emanaba. Las piernas me
hormigueaban como el primer día, las notaba hinchadas aunque no lo
estaban.
Cris terminó su trabajo con eficacia y delicadeza, apenas sentí
unos pocos pinchazos en el proceso. Evel no me soltó en todo el
tiempo. Terminando el último corte, que me arrepentí de mirar pues
salió un poco de sangre que Cris se apresuró en limpiar, le eché un
vistazo a Evel, que apoyaba la barbilla sobre nuestras manos con la
mirada perdida entre las sábanas blancas; parecía a millas de allí. Cris
lo despertó de su letargo con un bote de algo verde oliva entre sus
manos.
—¿Le pones tú el bálsamo?
Evel miró mis piernas robóticamente.
—Hazlo tú, tengo que ducharme.
Se levantó y se fue al aseo. Cris untó mis extremidades con un
suave masaje, su predicción era que a la mañana siguiente podría
bañarme yo sola sin problemas. Si por mí fuera me duchaba ya
mismo. Me entregó una crema rosada para después del baño.
Sales siguió sin dar señales de vida. Evel regresó después de
que todos se fueran a la cama con el pelo mojado y una taza
humeante que me obligó a beber.
—¿Te parece bien si dejamos para mañana lo del libro? Quiero
dormir, estoy muy cansado.
Sus ojos apagados y su voz ronca lo corroboraban, también la
forma en que arrastraba las palabras sin emoción. Pidió que le diera la
llave del cajón porque no se fiaba de mí, Sales podía volver en
cualquier momento y pillarme si era descuidada.
—¿Para eso me das la tisana? ¿Para que me duerma y así
asegurarte de que me porte bien?
Sí que debía estar muy cansado para no aprovechar la
oportunidad de realizar algún comentario jocoso.
—Anoche no dormías muy tranquila, si te mueves tanto, se te
podrían abrir las heridas, me voy a dormir —dijo a modo informativo—.
Buenas noches, Estrella.
Me regaló un insípido beso en la frente sin mirarme ni antes ni
después de este. «Evel, no soy tu cuarta hermana», pensaba.
Miércoles, 3 de septiembre

La lluvia aporreaba escandalosamente los cristales


convirtiéndome en una chica muy madrugadora. Con el día tan bueno
que había salido el martes y ahora que tal vez podría caminar… A las
siete de la mañana la casa estaba en perfecta calma, ajena al alboroto
que el temporal estaba armando allá afuera. Sin ayuda no me atrevía
a tratar de poner los pies en el suelo.
Eila se acercó con los ojos pegados hacia las ocho, pretendía
ayudarme a ponerme en pie ella sola. Ni contándome lo fuerte que son
las sirenas gracias a la presión que ejerce el agua sobre ellas logró
convencerme de que me fiara de ella. Fue a por Oscar arguyendo que
ya era hora de que se levantara. Este debía haber despertado por la
lluvia también porque se le veía bastante espabilado.
—Cree que no soy lo bastante fuerte para ayudarla —se quejó
Eila.
—¿No me digas? ¿Cómo ha podido infravalorarte con lo fuerte
que pareces? ¿Y no se te ha ocurrido demostrarle que está
equivocada?
Eila ni lo pensó, se enfiló a la cama y me alzó en el aire
ignorando mis gritos, me sostenía como sí que abultara la mitad que
yo no fuese ningún inconveniente. Humillada, supliqué que me dejara
sobre el suelo. Mis piernas estaban mucho más fuertes de lo que yo
me figuraba, solo necesité apoyarme vagamente en ella para llegar
hasta el baño. No sé qué me habían hecho pero si alguien hubiese
visto mis piernas el viernes creería que se había obrado un verdadero
milagro.
Disfruté de la ducha como un niño pequeño. Eila trajo toallas,
una de mis camisetas de tirantes y lo que parecía un pantalón corto.
—Evel dice que no tienes ni un pantalón, todo lo que hay por ahí
tuyo son faldas. Toma, ponte este pantalón de Sales. Cris dice que
tienes que airear las piernas.
Me ayudó a untar el pringue rosa en pequeñas cantidades por
todas las cicatrices tumefactas. Por más que estiraba el mini pantalón,
no conseguía que cubriera mucho más allá de mi ingle, temía
pasearme por ahí con el culo al aire. Eila quiso acompañarme al
dormitorio pero a mí me apetecía desayunar abajo con toda la familia.
Bajar las escaleras era mucho más complicado que desplazarme en
llano porque dos de los cortes atravesaban una de mis rodillas.
Empecé a perder el equilibrio cayendo en brazos de Evel, que había
aparecido de la nada.
—Yo la hubiese podido sostener —protestó Eila.
—Puedes pedir ayuda si la necesitas, ¿sabes? —me apuntó
Evel.
Desde el sexto escalón me escaneó de arriba abajo, erguida
sobre el cuarto.
—¿Qué llevas puesto?
Estiré los bordes del short.
—¿No decías que necesitaba pantalones? Pues ya está, ya llevo
pantalones.
—¿Pantalones? Eso no son pantalones, eso son unas bragas
largas.
Intercambió miradas guasonas con su hermanita y me alzó en el
aire dejándome sin aliento, me trasladó hasta la cocina haciéndome
sentir como una damisela en apuros; aproveché para aspirar su aroma
a dioses del Olimpo.
Cris y Oscar estaban preparando un desayuno de reyes: bollos,
gofres, tortitas, miel, mermelada, sándwiches salados, chocolate
caliente y zumos naturales se repartían por toda la mesa. Sales
continuaba durmiendo, Eila notificó que había llegado tarde en la
noche otra vez. Desayunamos los cinco solos, reservando un
sándwich y un gofre con chocolate para la bella durmiente.
Cris subió las escaleras a paso sonoro. Desde la cocina se oían
los gritos riñendo a mi amiga por ser tan irresponsable, el resto de la
familia encontraba entretenido el escarmiento que se estaba llevando
nada más despertarse.
Sales amaneció por la cocina con cara de pocos amigos y
saludando con un gruñido. Oscar y las tres hermanas partieron casi de
inmediato hacia el pueblo; unas al trabajo y los otros por víveres para
el resto de la semana cediéndonos la casa a Evel y a mí.
—¿Qué quieres hacer?
—No lo sé, pero hace frío.
Me entregó una chaqueta fina de Oscar que descansaba sobre
una silla, cubría hasta las rodillas. Nos sentamos en el sofá, ofreció
una manta de hilo para el resto de mis piernas.
—¿Quieres que vaya a por tu lista?
Había pasado tardes enteras en aquel salón de niña, Sales y yo
montábamos refugios con sábanas detrás del sofá donde ahora
estábamos sentados. Inspeccioné desde lejos la librería atestada de
films, la gigantesca televisión, la mesa de juegos, la misma alfombra
arabesca de siempre cubriendo el suelo del centro de la estancia, dos
sofás y dos sillones declarando una numerosa familia, la enorme
chimenea sobre la que colgaba una gran fotografía con todo el clan.
Eila tan chiquitita, el padre de Evel alto y apuesto con el pelo
dorado, como todos sus hijos, un poco más claro a lo mejor, como el
de Cris y Eila. Sus ojos me recordaban los ojos que ahora me
vigilaban permitiéndome examinar la sala, lo recordaba siempre
gastando bromas y de buen humor, nadie hubiese imaginado que su
final sería el suicidio. En la mesa de centro reconocí otra foto de Alanis
con sus hermanos, su mellizo Evel y el mayor Karlden.
—Impresiona cómo te pareces a tu tío, podrías ser él.
Evel ya andaba perdido en sus pensamientos. Yo no sería una
sirena pero al menos podía asegurar que compartía el gusto por los
hombres con mi madre—. ¿Qué sabes sobre ellos? Sobre mi madre y
tu tío.
Evel suspiró.
—No mucho, cuando era pequeño, tu madre me desconcertaba
bastante. Como tú dijiste, siempre tenía una sonrisa para todo el
mundo menos para mí. Al verme se ponía triste. A veces intentaba
sonreírme o hacerme una gracia, pero es que no le salía. Siempre se
la veía tan melancólica, llegué a pensar que por alguna razón no le
caía bien. Un día vino a buscar a mi madre, yo tendría nueve años,
estábamos solos en casa, yo jugaba aquí y mi madre se estaba
arreglando arriba. Se sentó a mi lado mirándome estática, me acarició
el pelo y la cara como si fuese un muñeco sin vida. No me moví,
siquiera respiré y ella rompió a llorar como si no hubiese consuelo en
el mundo para calmarla. Se marchó enseguida avergonzada
dejándome conmocionado. Ese día mi madre me explicó que estaba
enamorada de mi tío fallecido y que yo se lo recordaba muchísimo. A
partir de entonces me esforcé mucho por no coincidir con ella. Creo
que le cogí miedo, era pequeño y no lograba entender la pena que le
producía. Cada vez que la veía, recordaba su cara descompuesta y
temía acercarme por si explotaba.
—Pero mi madre estaba con mi padre, estaría enamorada de él,
no entiendo por qué actuaba así.
Evel calló ensimismado, vacilaba entre hablar o mantener el
mutis. Lo empujé a lo primero.
—Estrella, las sirenas no se enamoran dos veces.
Me confundía. ¿Qué quería decir?
—¿Quieres decir que mis padres no se querían?
—No, no es eso, claro que se querían, no he visto a nadie más
enamorado que tu padre —rodó los ojos—; a lo mejor a Oscar —
sonrió—. Y ella lo quería muchísimo, solo que… no de la forma que se
supone… lo quería como a un amigo o familiar muy allegado —
concluyó no sabiendo explicarse mejor.
—¿Algo como Sales a Dani?
Evel cogió aire y me aclaró que Sales estaba enamorada aunque
no de la forma que podría enamorarse de un tritón. El caso de mi
madre era diferente, no podía amar a mi padre de esa manera porque
ya amaba a alguien, seguía enamorada de Evel y eso mi padre lo
conocía y aceptaba.
Evel mencionó lo de la especial y exclusiva conexión entre los
amantes de su especie. Una vez más oí la historia que Sales ya me
había contado de cómo las sirenas aman a alguien de su misma
condición. Dicho afecto tenía bastante que ver con su memoria, que
era mucho más clara que la humana, permitiéndoles recordar a la
perfección cualquier momento, sentimiento o contacto del ser amado.
Por descontado, recordar tan nítidamente era un grave
inconveniente cuando por alguna razón perdías a tu compañero, así
que mi madre nunca pudo superar su amor perdido.
—Pero ella era feliz, siempre reía, estaba alegre, nunca la vi
triste, Evel.
—Enis había perdido la esperanza de tener hijos, sabía que no
volvería a estar con un hombre —me miró significativamente—, de
alguna manera tu padre la regresó a la vida compartiéndote con ella.
Recuerdo cómo te contemplaba, como si fueses el regalo más
preciado del universo, justo lo contrario a como se quebraba cuando
me miraba a mí.
En ese momento sentí pena por él, no debía ser nada agradable
que alguien se deprimiera de esa manera al contemplar tu estampa.
También pensé en mi padre sufriendo un intenso amor que jamás se
correspondió, lo que me llevó a mi propia persona: ¿era eso lo que a
mí me esperaba? ¿Volverme loca de amor y jamás ser correspondida?
Debía quitarme a Evel de la cabeza, pero lo tenía enfrente y era muy
consciente de que no había vuelta atrás. Lo amaba, lo amaba tanto
que sería capaz de conformarme con una amistad, tal como mi padre.
Lo medité, nunca había visto besarse a mis padres, ¿es eso
normal? En diez años nunca lo vi extraño. Evel alargó su mano y rozó
mi mejilla. Admiré su rostro de anuncio. ¿A quién quería engañar? Una
amistad nunca sería suficiente. En ese mismo instante necesitaba
tanto besarle que sentía dolor físico. Si mi padre había vivido tantos
años con esa tortura, era digno de una estatua en bronce. Imaginé
irme muy lejos y no volverlo a ver, imaginé que le pasara algo y me
quedará sin él, ¿cómo sobreviviría? ¿Cómo había sido tan cruel con
mi padre? Dios sabe todo lo que habría sufrido y aun así me escribió
un libro, se preocupó de que alguien se encargara de mí en Kansas, le
pidió a Rachel y Evel que me cuidaran cuando yo volviera, mantuvo la
casa para mí, algunos muebles… Me sentía triste, muy triste.
Rabzilla se moriría de hambre si yo me quedase sin Evel, no
podría encargarme de nadie, yo misma moriría de hambre, sed y
pena, no quería, no podía imaginar un mundo en que me despertara y
supiera que él ya no estaría.
Evel me abrazó con fuerza y me agarré a él con la intención de
no soltarle jamás. Arabel podía tenerlo, si me dejaba un poquito para
mí, con eso me conformaría. No, no me conformaría nunca. ¿Cómo lo
hizo mi padre? ¿De dónde sacó la fuerza? Ahora comprendía su
eterna tristeza, la tristeza que acabó con él. Me sentía culpable por no
haber sido capaz de entenderlo antes. Antes de que se fuera. Podía
haberlo apoyado, podía…
—No llores, Estrella, no llores, lo siento, lo siento, no tenía que
haberte dicho nada de todo esto. Estrella, Enis lo quería, lo quería
muchísimo de verdad, era su mejor amigo, vivió, ¿no? Se quedó con
él, se quedó contigo, vosotros la hicisteis vivir, vosotros la hicisteis
vivir.
Me acariciaba el pelo sin soltarme, me apretaba contra él
transmitiéndome su calor.
—No me sueltes, por favor —la voz se me quebraba.
No tenía intención de soltarme, me enrolló con la manta y
permanecimos abrazados en silencio con la tormenta de fondo.
Paulatinamente fui calmándome, ayudaban sus caricias en mi
espalda o el roce de sus dedos en el dorso de mis manos, podría
quedarme para siempre en la presa de sus brazos olvidando que
existe una tal Arabel, olvidando su especie y la mía, solo Evel y yo.
Cuando consideró que me encontraba mejor fue hasta la cocina
a por una de las cajas de bombones creyendo que el chocolate me
animaría, no iba desencaminado. Me contó que Cris solo comía
chocolate cuando estaba estresada, Sales cuando estaba triste y Eila
siempre que podía o alguien no miraba, lo que me hizo reír.
El salón sin puertas dejaba ver la entrada a través de un arco
que enseñaba todo el recibidor y la puerta con cristalitos de la cocina.
Ulien apareció abrazado a una bolsa de plástico amarilla, chorreando
de arriba a abajo.
—¡Primo, una toalla! —gritó.
Evel fue al aseo bajo las escaleras a por una toalla, resoplando y
recriminándole si no conocía un invento llamado paraguas. Ulien le
imitaba sin volumen burlándose de él. Sus prendas estaban hechas un
moco. Evel le indicó que subiera y cogiera algo de ropa. Me acompañó
hasta la pila de la cocina para enjuagarme la cara con agua fresca.
Al regresar al salón, Ulien ya nos esperaba allí en medio, con
una camiseta sin mangas y unos piratas de Evel, afanado secando la
bolsa amarilla que había traído consigo; levantó la cabeza y silbó.
—¡Mira esas piernas! ¡Pero si pareces una modelo de medias!
—frunció el ceño valorando mis cicatrices—. Una modelo un poco
zombi…
—Imbécil.
Evel se echó en el sofá después de ayudarme a sentarme con
una pierna en alto, me molestaba un poco la rodilla.
—Te arrepentirás de insultarme cuando veas lo que te he traído.
Abrió con cuidado su bolsa y retiró un traje infestado de
purpurina verde y amarilla con lo que parecían unas alas blancas. Evel
se apresuró a robarme la palabra.
—Eila se va a volver loca cuando vea que le has traído un traje
de Campanilla.
Destacó que Peter Pan era su película favorita.
—¡Cállate, Evel! No es para Eila, ¡es para ti! —dijo apuntándome
a mí.
Decir que no me hacía ninguna ilusión era quedarse corto.
—¡Venga ya! Alegra la cara. ¡Yo iré de Peter Pan!
Y Evel iba por los suelos.
—¿No puedes ser más ridículo, primo? Si al menos hubieras
elegido a Garfio, aún te guardaría un poco el respeto —rió mofándose.
Ulien se convenció por las burlas de su primo y por la poca o
ninguna emoción en mi cara de que lo del hada no había sido buena
idea y, como añadió Evel: «¿Dónde se ha visto una Campanilla con el
pelo negro como el carbón?». Si ese detalle le convencía de llevarse
el traje por mí, lo del pelo era la razón por la que no me apañaba. Al
final acordamos pasarle el disfraz a Eila jurando a tres bandas que
nadie le confesaría que no era para ella desde un principio.
Allí quedamos los tres, sin saber qué hacer, con un chaparrón
incesable afuera que no daba muchas opciones. Ulien sugirió ver una
película, Evel eligió una de la estantería y le lanzó la carátula de Peter
Pan burlándose de él. Luego se fue a la cocina a preparar la comida
para cuando el resto regresara, abandonándonos a Ulien y a mí en el
salón.
—¿Y de qué te vas a disfrazar?
Lo tenía súper claro, de nada de nada, pero no se lo iba a decir
por si me traía un traje de Pocahontas.
Ulien me traspasó el encargo de entregarle el disfraz a Eila
avisando de que no vendría ni jueves ni viernes por la mañana porque
debía organizar una fiesta de disfraces y un cumpleaños espectacular.
Pasaría a recogernos el viernes sobre las ocho de la tarde.
Evel preparó macarrones con atún fresco, tomate y cebolla.
Todos comieron menos Sales, que una vez más se quedó con Dani.
Yo comí por educación y por hambre, pero donde estén unos
macarrones con magro de cerdo, que se quite todo lo demás, y así se
lo hice saber al cocinero cuando preguntó. Evel encajó bien la crítica y
después del helado de vainilla que había traído la pequeña de la casa,
se fue a cumplir con el deber llevándose a Cris para acercarla a la
farmacia. Oscar rehusó mi ayuda para asear la cocina y Eila me ayudó
a subir hasta la habitación.
—¿Qué es eso? —señalaba la bolsa amarilla sobre mi cama.
Le indiqué que era un regalo de Ulien para ella y se volvió loca
destrozando la bolsa para liberar el centelleante disfraz. La pobre ya
tenía traje, iba a disfrazarse de bucanera pero prefería el atuendo de
Campanilla de lejos. No necesité invitarla a probárselo porque en un
pestañeo lo tuvo puesto, le quedaba como dos tallas y media grande.
—No pasa nada, Cris me lo arreglará para el viernes.
Se dejó las alas y saltó sobre el colchón fuera de sí fingiendo ser
una libélula. Qué hermosa era, iba a ser la Campanilla más preciosa
de la historia. Pasada la histeria, se sentó sobre la cama balanceando
los pies en el aire, de repente decaída.
—¿Qué te pasa, Campanilla?
Lo que le pasaba es que la bocaza de su hermana no tiene fin y
le había contado que nos había pillado a Ulien y a mí in fraganti.
—¿Sois novios vosotros dos ahora?
La tristeza en su rostro angelical partía el alma. Me apresuré a
desmentir el chisme asegurándole hasta cuatro veces que Ulien y yo
éramos y seríamos exclusivamente amigos ahora y en el futuro. Eila
me habló de su enamoramiento por su primo con tanta ternura y cariño
que, empatizando, estuve a punto de confesar mis sentimientos por su
hermano.
—¿Tú crees que algún día me querrá como yo lo quiero a él?
No supe contestar, bastante tenía ya con lo mío. Oscar había
oído el final de nuestra conversación y, por la serenidad de Eila,
deduje que yo no era su única confidente.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —le dijo.
—Ya lo sé —puso los ojos en blanco y recitó algo como
aprendido de memoria—: «Cualquier sueño que venga del fondo del
corazón sin interés y sin maldad, fruto del más profundo deseo, se
hará realidad si así lo creo, solo tengo que trabajarlo, no desistir y, en
mi caso, esperar el momento adecuado». ¿Pero cuándo llegará el
momento? Y no me digas que lo sabré, por favor.
—¿Lo sabes ahora?
—Te estoy preguntando, ¿no?
—Pues eso mismo, cuando llegue, no necesitarás preguntar
nada, lo sabrás sin ninguna duda. Anda, ve y dúchate.
Eila aceptó refunfuñando y salió de la habitación dando paso a
Oscar, que ocupó el sillón.
—¿Cómo estás?
—No deberías decirle eso. ¿Y si Ulien nunca la llega a querer?
Entonces, ¿qué pasará?
—Lo que Eila ha dicho vale para cualquier sueño que tengas y,
si ella ama de verdad a Ulien, estoy cien por cien seguro de que en un
momento u otro va a ser correspondida. De hecho, ya tiene el
principio, Ulien la quiere más que a su propia hermana, creo que la
quiere más que a nadie.
—¿Qué pasa? ¿No hay sirenas no correspondidas?
Oscar sonrió y negó con la cabeza, no se si como respuesta o
por la mera pregunta, volví a interrogar y volvió a repetir lo mismo,
diciendo no se qué sobre la estúpida conexión.
—Yo tengo un sueño y es imposible que se cumpla —protesté.
—Tienes razón, tu sueño no va a cumplirse.
Su contestación me dejó rota, esperaba algunas palabritas de
ánimo, no que me aplastara de esa manera. Oscar aclaró que la razón
por la que mi sueño no se cumpliría es porque yo ya lo daba por
imposible y el primer paso para que se realice es verlo posible. ¿Cómo
iba a ver factible que Evel se enamorara de una terrestre, con todos
los conocimientos sobre ellos que ya acumulaba? Si aman para
siempre a una sirena y él ya tenía una y entre nosotros no puede
existir la chorrada esa de la conexión.
—¿Cómo se supone que mi sueño se haga realidad, si no puede
ser?
—Diciendo que no puede ser, desde luego que no. Cualquier
sueño de corazón puede ser, a lo mejor no de la manera que esperas,
pero puede ser. Es imperante que sea un deseo real sin maldad y no
un capricho y sobre todo tienes que creer que puede ser. Una vez lo
creas, puede que te caiga del cielo o puede que tengas que trabajarlo
poco, mucho o muchísimo. Si te rindes será una clara señal de que tu
deseo no era tan anhelado como decías. Si no te rindes y trabajas por
él… Estrella, cielo, todo, todo es posible.
—Eres un entusiasta y eso que proclamas, una utopía.
—Lo que tú quieras, pero mis sueños se cumplen, antes o
después, pero se cumplen. Si los tuyos no, igual es que necesitas ser
un poco más entusiasta.
Me rozó la nariz con su mano rara y me dejó con todo aquello en
el aire.
Pasé la tarde tumbada en la cama centrifugando sus palabras.
Eila salió con sus amigas. Tenía razón, me había rendido antes de
empezar. Si Evel de verdad amaba a Arabel, no habría nada que
hacer, pero ¿y si no? Decidí empezar por el principio; hasta la fecha
no había hablado con él sobre su relación, él tampoco había
mencionado nada. Ya estaba deseando que llegara la noche para
interrogarle. Aunque fuese ínfima, tal vez existía una posibilidad.
Conforme fue pasando la tarde me fui tornando menos positiva,
no quería que llegase la hora de hablar con él porque ahora albergaba
una «ínfima posibilidad» y después de hablarlo igual no albergaría
nada. ¿Por qué todo era tan complicado?
La oportunidad de investigar sobre mis asuntos del corazón no
llegó. En vez de eso, Sales se presentó temprano para hablar conmigo
de los suyos, había decidido prescindir de la compañía de su ya oficial
novio para cenar y pasar la noche conmigo. Arrepentida por el tiempo
que habíamos perdido, relató de principio a fin toda su aventura con
Daniel visiblemente extasiada, al menos podía alegrarme por alguien.
Llegado mi turno, conté mi historia con Ulien desde el vídeo club
hasta el beso que dejó claro que no había fuegos artificiales. Sales no
tuvo más remedio que creerla. Se disculpó por haber sido tan pesada,
dijo que yo no tenía ninguna obligación de contarle mis sentimientos,
podía hacerlo o no según me pareciera y no por eso nuestra amistad
sería menor; eso me gustó porque aún no me sentía capacitada para
revelarle a nadie nada sobre Evel.
Prosiguió hablándome de todo lo que me había perdido. Su
recién estrenada suegra me mandaba besos y recuerdos. Sales no
quiso desvelarme de qué se iban a disfrazar ella y su novio creyendo
que podría intrigarme. Evel me trajo mi ya tradicional tisana y nos dejó
cotorreando cosas de chicas hasta que las hierbas hicieron su efecto.
Puede que Sales fuese un poco bocazas, pero me sentía muy
afortunada de tenerla como amiga.
Jueves, 4 de septiembre

—Ya creía que no despertarías nunca.


Pasaban las once. Se oía trastear a Oscar y Eila por la primera
planta. Mis extremidades hormigueaban adormecidas, como mi
cabeza. La postura de Evel con el codo apoyado sobre su rodilla y la
cara sobre su mano, las piernas abiertas y en medio de estas Rabzilla
recibiendo rutinarios mimos, parecía declarar que llevaba bastante rato
allí. No me concedió espabilarme antes de continuar con monotonía.
—He estado pensando, ¿sabes? Tú recuerdas que te gané una
apuesta, ¿verdad? ¿No era hoy cuando teníamos que ir al japonés?
Así, recién levantada, no pude fingir no volverme loca de
contento. ¡Ya estaba despejada! Ya imaginaba una cena romántica en
el restaurante. Oscar tenía razón, los deseos se hacían realidad y a
veces caían del cielo sin más.
¡Ilusa de mí! Qué poco duró el alborozo, al menos ya estaba lo
suficiente despejada para fingir que no me había quedado
completamente chafada cuando dijo que en el desayuno, al que yo no
había asistido, habían acordado que esa misma noche «todos»
iríamos a cenar al japonés para celebrar que yo ya estaba bien. A
tomar por saco mi cena romántica.
—¿Y de quién ha sido la idea?
—Mía, por supuesto —dijo soberbio y animado.
Al menos había sido él el que había inventado una cena en
honor a mis piernas. Antes de hacerme más ilusiones, pregunté por
los asistentes, no fuera que se me colara alguna pelirroja veinteañera;
solo seríamos los de casa y Daniel. Sales había propuesto celebrar de
paso su reciente relación.
Evel había convenido ir a trabajar antes para salir más temprano,
así que me bajó en brazos hasta la cocina y almorzó conmigo. Con
Oscar y Eila rondando por allí no me atreví a preguntar nada acerca
de Arabel. Sentí más alivio que fastidio, no sabía cómo empezar a
indagar sin delatarme.
Al terminar el penúltimo bocado de su tercer sándwich vegetal,
se despidió dejándome con el superficial dilema de qué ponerme a la
noche, estaba dispuesta a trabajar mi sueño para que se hiciese
realidad.
Había dormido con la ropa del día anterior, me di una ducha sin
asistencia y regresé a la habitación envuelta en una toalla.
Abrí el armario en busca de mis trapitos. Lo primero que atrajo a
mi vista fue el vestido de mi madre. Evel me había traído algunas de
mis camisetas y faldas, todo ropa informal, pero entre ellas, colgado
de una percha, destacaba el vestido de gasa color aguamar. Él no
sabría que no era mío. Al ver el contraste con el resto de la ropa no
pude pensar otra cosa: planeaba esa cena desde el domingo. ¿Por
qué si no había escogido ese vestido? Lo abracé como ya había
hecho tantas veces, lo abracé como si el fantasma de mi madre
pudiese vestirlo. Lo colgué por la parte de fuera del armario y me
senté en la cama. Rabzilla quiso subirse para admirarlo conmigo.
—¿No es el vestido más bonito que has visto nunca? Era de una
diosa, Rabzilla, no una diosa cualquiera, de mi mamá.
A las siete empecé a arreglarme el pelo. No tenía ni un poquito
de la maña de Sales y le pedí a Eila una cinta. No hubo manera de
que luciera bien por ningún lado, al final desistí. Tampoco me decidía
por maquillarme o no.
Al llegar mi amiga todo quedó apañado, trenzó mi pelo desde
más arriba de las sienes dejando mechones sueltos por la cara y la
melena libre fluyendo por mi espalda. Insistió en echarme un gel con
purpurina, le dije que ni pensarlo temiendo verme como una bola de
discoteca, pero ella hizo lo que le vino en gana. El resultado no estaba
mal, mucho más discreto de lo esperado. Me maquilló tenuemente los
parpados con sombras fucsias para contrastar el color de mis ojos y
me prestó un brillo de labios transparente.
Vestí mi hermosa prenda heredada en la intimidad de mi cuarto
con el pestillo echado. Di vueltas con el vestido puesto reviviendo mis
nueve años; no era la primera vez que me vestía con él, ya lo había
hecho de pequeña cada vez que mi madre se descuidaba. Daría lo
que fuera porque me viera ahora. Calcé unas sandalias de tacón de
Cris, los pies de Sales eran demasiado grandes. Salí al pasillo
sintiéndome una princesa chocando con Oscar, que salía de su cuarto.
Boquiabierto y con la lagrimilla asomándole por el ojo, me alabó.
—Ese es el vestido de Enis, estás radiante, Estrella, pareces una
diosa, como tu madre.
No me gustó que dijera eso porque me emocionó e iba estropear
el maquillaje de Sales. Me ayudó a bajar hasta el salón, ya podía bajar
las escaleras con tacones y todo sin que me temblaran las piernas, sin
que me temblaran, casi.
—Vas a necesitar un bastón esta noche.
—¿Qué dices un bastón? —Sales contestaba escandalizada—.
Si ves que vas a caerte, apóyate en mí.
Sales vestía chispeante de amarillo, Eila cándida y angelical de
blanco roto, Cris resaltaba su exquisita belleza en azul a juego con sus
ojos y el pelo de su acompañante que, trajeado en lino, parecía salido
de una revista de alta costura. Todos estaban guapísimos, en cuanto
alguien los viera adivinarían que eran sirenas.
Dani pasó a por su novia impuntual y hecho un manojo de
nervios, más aún al verla brillando como el sol, o al menos eso fue lo
que él dijo. Evel también se retrasó, voló a ducharse y vestirse
acelerado sin saludar a nadie, ni siquiera me vio.
Los demás se adelantaron dejándome sola en el salón. Me
habían dado a elegir ir con ellos o esperar al demorado.
—Ya que ha sido idea de Evel la cena, lo esperaré para que no
vaya solo.
Reconocí el ardor de los colores delatores poblando mi cara, no
creo que Sales los localizara pero la mirada cómplice entre Cris y
Oscar dejó claro que mi secreto empezaba a no serlo tanto.
Esperé en el sofá escurriéndome las manos en pañuelitos. ¿Por
qué estaba tan nerviosa? Solo era una cena familiar.
Evel bajó nada más irse los demás, vestía unos vaqueros
oscuros, una camiseta y un chaleco ajustado. Estaba tan guapo y
sonreía tan sexy escaneándome con mi vestido de gasa que olvidé el
mundo caminando hechizada hacia él. Sostuvo mi mano y deslizó algo
por la muñeca.
—Cuídala más que la última vez.
Observé la pulsera verde y morada de malanda.
—¿Es para que no se me acerquen los enocks?
—No creo que una pulsera evite que alguien se te acerque esta
noche, estás preciosa, Estrella.
Me gustó oír mi nombre en su boca después de la palabra
«preciosa», me gustó la forma íntima en que lo había pronunciado.
—¿Sabías que era de mi madre? —pregunté nerviosa
refiriéndome a la prenda.
Asintió con una perlada sonrisa, era tan encantador cuando
quería. Sabía que el vestido era de Enis porque durante siete u ocho
años mi baúl con mis cosas y las de mi madre había residido en la
habitación de Oscar y Cris al alcance de miradas curiosas.
Solicitó que esperara mientras iba a por su moto. Observé mi
segunda pulsera experimentando el agradecimiento, no por ella, sino
por todo lo que Evel había hecho por mí. Por cómo me había tratado,
por cada vez que me había ayudado o se había preocupado por mí.
Marqué el número de Rachel y le pedí que me hiciera un paquetito
apuntándolo en mi cuenta; me dio la libertad de pasar a recogerlo
cuando quisiera.
Evel hizo sonar el claxon de su Custom. Disfruté lo de ir en moto,
explicó todos los arreglos que le había estado haciendo como si yo
fuese un mecánico de la Fórmula 1; para mí sus palabras eran un
galimatías. Yo con abrazarme a su cintura y repetirme mentalmente
que todo era posible ya tenía bastante. Todo, todo es posible.
El restaurante, minimalista en negro, crudos, cristal y madera
clara, desentonaba fuertemente con la estética del pueblo de Sirens.
La rústica entrada no te preparaba para tanto modernismo. Los demás
ya estaban sentados en una esquina alrededor de una mesa para
ocho personas. Entre Dani y Cris restaba un asiento libre y entre Eila y
Sales dos. Evel despegó como pudo la silla del lado de Sales para
invitarme a sentarme. Una palmera demasiado crecida detrás de
nosotros invadía parte de nuestro espacio.
Se sentó a mi lado y al de su hermanita, sin dejar de sonreírme,
ufano. La carta trajo una grata sorpresa. No había ido nunca a un
oriental y no me imaginaba encontrarme algo como entrecot a la
piedra con salsas a elegir y champ, el típico y delicioso puré de
patatas irlandés.
—No solo cocinan comida japonesa, la carta tiene dos
apartados, ¿ves? —Sales señaló los apartados.
Como todo en Sirens, el restaurante ofrecía dos servicios: alta
cocina japonesa e irlandesa. Mi boca era un charco soñando con el
entrecot poco hecho sin salsa acompañado de champ que ordené sin
mirar más.
En el centro giratorio de la mesa fueron disponiendo los primeros
platos. Las gambas continuaban siendo mi entrante favorito. Probé la
tempura y un onigiri sin mucho éxito. Oscar aderezó con limón las
ostras, que se encogieron como si fuesen a desertar de un momento a
otro al mar. ¡Estaban vivas! Las torturaban con cítricos antes de
destrozarlas entre sus dientes de sirenos. ¡Qué crueldad!
Oscar me instruyó sobre el plato que se había pedido. Fugu, que
viene a ser pez globo crudo, un plato japonés muy famoso. El pez
globo cargaba veneno en su carne y un error en la forma de cocinarlo
podía provocar la muerte del comensal. Oscar no se preocupaba
porque el veneno del pescado como mucho le provocaría alguna ligera
molestia y nadie le quitaría el placer de disfrutar su delicia. Cuando
trajeron el plato, me ofreció degustarlo.
—No, gracias. Esta noche pasaré de jugar a la ruleta rusa, con
mi vaca me conformo.
Mi suculenta ternera ya gritaba «¡muérdeme!». Todos hablaban
con todos haciendo imposible seguir ninguna conversación,
parecíamos una mesa de catorce en vez de siete, con tanta energía.
Disfrutaba de ver sus caras felices, de verlos riendo consciente de lo
especiales que cada uno de ellos era, dejando de lado su especie o
preferencias culinarias. Me sentía muy agradecida de que me dejaran
formar parte de su familia. Noté un pellizco suave en mi brazo, Evel
reclamaba mi atención a hurtadillas aprovechando el entusiasmo de
las conversaciones.
—No dejes que los platos decorados y el parloteo te distraigan
de lo que en realidad hemos venido a hacer aquí —dijo balanceando
un trozo de pez crudo en su tenedor y haciéndome comprender
enseguida.
—¡No ganaste! Entré por mí misma.
—Y yo te saqué.
—Sí, y de qué manera.
—No me lo recuerdes y vamos, dale un bocado.
Empuñé mi cuchillo serrando un trozo de carne mientras le
indicaba que, como había sido un empate, o sufríamos juntos o nada.
—¿Cómo quieres que me coma eso? ¡Pero tú has visto qué
asco! Hay un apocalipsis zombi megagore en tu plato. ¿Quieres una
pajita para chupar toda esa sangre? —acercó su tenedor a mi cara
echándome para atrás—. Tu primero, luego yo lo pruebo.
—¿Por qué tendría que fiarme?
—Porque soy de fiar, mis padres me enseñaron a no romper
promesas que…
—Como la que le hiciste a mi padre que no pensabas cumplir —
acusé bajando aún más la voz.
—Todas las promesas que le hice a tu padre las he cumplido, no
me intentes distraer, Estrellita. ¡Venga!
Intercambiamos tenedores.
—A la vez, sí o sí—advertí.
Nos acercamos los cubiertos a la boca desafiándonos con la
mirada y adentro. El término asqueroso se queda corto, la textura
blanduzca del pescado daba ganas de vomitar. Engullí sin saborear
observando el tono verdoso de piel que lucía Evel; escupió el bocado
en la tierra de la palmera que acaparaba sitio atrás.
—Habías prometido tragarlo —recriminé.
—Habíamos quedado en probar, no hemos dicho nada de tragar.
¡Dios, qué asco! —exclamó entre escalofríos pimplándose copa y
media de vino para amortiguar el sabor.
Eila se preocupó por su hermano, que a cada recuerdo se
sacudía asqueado. Explicar que había probado la carne dio pie a una
discusión entre sirenas y terrestres sobre qué era mejor, si la carne o
el pescado. Dani y yo formamos un buen equipo, pero como él dijo,
nos superaban en número.
Los postres nos ponían ojitos cuando Oscar carraspeó para
dirigirse a mí:
—Estrella, queríamos comentarte una cosa. Ya estás mejor y
podrías volver a tu casa si quisieras —sentí pánico momentáneo a que
me estuvieran echando—, pero hemos estado hablando y por lo
menos, hasta que tengamos un poco a raya a los enocks, nos gustaría
que te quedaras con nosotros… si tú estás de acuerdo. Una semana
más, luego ya veremos. ¿Qué te parece?
Repasé la mesa. Sales me sonreía agarrada a la mano de Dani,
Eila daba saltitos ansiosa en su asiento, Cris y Oscar esperaban mi
respuesta observándome con toda su calidez. No pude mirar a Evel.
—De acuerdo, me parece bien. ¿Creéis que volverían a
atacarme?
—Creemos que es mejor no arriesgarse —contestó Cris con la
corroboración de Oscar.
—Yo también quería preguntaros algo —ambos asintieron
esperando—. He estado pensando sobre vuestras leyes.
Todos en la mesa se inclinaron ligeramente hacia adelante,
aunque la pregunta iba dirigida a los mayores. Evel no se movió pero
lo noté tensarse a mi lado.
—Sus leyes —corrigió Oscar.
—Bueno, es que hay algo que no me cuadra y no entiendo.
Oscar cabeceó invitándome a continuar, Dani me miraba
intrigado y los demás esperaban.
—Si no es posible que exista un híbrido, me refiero a una mezcla
entre sirena y terrestre, no a alguien mitad ninfa, sino… —ya me
entendían y estaba poniendo nervioso a todo el mundo porque no
dejaba de hacer pausas buscando las palabras adecuadas—. Si no es
posible un híbrido, ¿qué sentido tiene crear una ley prohibiéndolo? —
Oscar apretó los labios—. ¿Qué sentido tiene prohibir algo imposible?
Sereno, dejó la cucharilla junto a su plato uniendo las manos,
seguía percibiendo a Evel rígido a mi lado.
—No ha existido nunca tal híbrido y ninguna de nuestras razas
tiene otra ley como esa, de hecho la mayoría no tiene ninguna ley en
absoluto porque ni siquiera es necesario. En las decisiones
importantes, las sirenas se reúnen y deciden lo mejor en grupo. Esta
ley es algo singular y sin precedente porque tiene que ver con una
profecía.
—¿Una profecía?
Daniel y yo preguntamos incrédulos al unísono, nos miramos y
ambos nos sonrojamos; una profecía era ya lo que nos faltaba. Se
respiraba un aire solemne entre las sirenas y sirenos de la mesa.
Oscar prosiguió.
—La profecía decía que la diosa Senia moriría asesinada por el
puñal del enock a manos del primer híbrido entre una sirena y un
humano.
Se hizo un silencio en la mesa después de la revelación.
Pregunté lo que Daniel por educación no se atrevía.
—Y vosotros, ¿os creéis eso?
Cris respondió.
—Lo que nosotros creamos da lo mismo. Senia lo creyó y la
mayoría de sirenas, que votó por la ley también.
—Tenga sentido o no —añadió Sales—, podía haberse
guardado a sus enocks. Esa profecía es una mamarrachada y para lo
único que ha servido es para que casi maten a Estrella o a Evel. Yo
creo que la Senia esa se ha cagado en las bragas de algas y se ha
emparanoiado.
—Sales, por favor, haz el favor de no hablar así —le reprendió
su hermana— de nadie.
Cris explicó que cuando una o varias diosas empiezan su
gobierno, a veces creen oportuno establecer alguna regla. Las sirenas
de su misma raza acuden y, como en cualquier conflicto o problema
acuático, votan. Si las diosas del lugar están de acuerdo con lo votado,
suelen ayudar en lo que pueden, si existe alguna ley, como es el caso,
se encargan de hacerla cumplir.
—En realidad, a excepción del caso de mi tío, nunca se ha
necesitado hacer cumplir nada.
La primera norma: «No divulgarás información escrita sobre tu
especie entre las especies de la Tierra», cumplía más de mil años,
razón por la que hasta ahora ha sido muy difícil encontrar ninguna
información clara y verídica sobre sirenas. La segunda norma: «No
existirá ningún híbrido entre dos especies», se instauró en la
adolescencia de mi madre, fue ella misma la que dio la idea, y la
tercera: «No matarás a nadie de tu misma especie», era posterior a
que Enis abandonara Irlanda, idea de Senia, que pensaba que si se
mezclaban tanto entre seres terrenales, alguna de sus barbaries se les
pegaría.
Enis amaba a los terrestres y no se cansó de repetirle a su
hermana que todo estaría bien entre unos y otros.
Oscar permanecía cabizbajo con las manos por debajo de la
mesa, reflexivo.
—¿Mi madre aceptó poner como castigo la muerte? —por
primera vez estaba decepcionada con ella.
—Creo que ellas no imaginaban que alguien las incumpliría,
ninguna sirena mata a otra sirena. ¿Por qué iban a hacerlo? A nadie
se le había ocurrido escribir nada sobre nosotros, las sirenas no
escriben, transmiten sus legados de generación en generación, eran
normas que contemplaban una mínima posibilidad y que nadie
pensaba que se incumplirían. Y por último, un híbrido no es posible, de
serlo, ya se habría dado el caso, somos muy diferentes, diferentes
especies. Estrella, imagínatelo. Naces con una profecía sobre la
cabeza que pronostica tu muerte, esa muerte será a manos de un
marciano y tú sabes que no existen los marcianos. Inventas una ley
que dice que como venga algún extraterrestre por aquí nos lo
cargamos, y a dormir tranquilos. Enis pensó que la ley relajaría a su
hermanita, lo que nunca hubiese imaginado es que una de esas leyes
le reventaría en la cara de esa manera.
A mí me parecían un cúmulo de insensateces y tonterías, y lo de
la pena de muerte me tenía loca, es que no conciliaba con eso por
más que lo pensara.
—Estrella, eran muy jóvenes, nunca ha pasado nada malo entre
nosotras y no podían imaginar lo que desencadenarían. Si te hace
sentir mejor, Enis se dio cuenta de su error. La recuerdo diciendo que
nadie tiene derecho a quitarle la vida a nadie, ni siquiera
supuestamente. Intentó enmendarlo, pero para revocar las leyes o sus
penas Senia debía estar a favor y la mayoría de sirenas también, y ni
una ni las otras estuvieron de acuerdo. Esa fue otra de las razones por
las que tu madre renunció a lo que era.
—Si pudiese existir un híbrido, sería algo bueno, ¿verdad,
Oscar? —Eila hablaba ahora—. Nuestra especie no se extinguiría,
podríamos tener una raza o especie nueva.
Nadie le prestó mucha atención.
—¿Pero de dónde sale esa profecía? ¿Quién dijo eso? —Dani
se adelantó con mi siguiente pregunta. Cris tomó el turno.
—Algunas sirenas tienen el don de la clarividencia, exactamente
igual que lo tienen los humanos. No sé quién formuló la profecía. No lo
sé —y añadió—, pero creo que es muy posible que esa profecía no se
cumpla nunca. Además, en mi experiencia sé que esas cosas nunca
son exactas. Podría ser otro puñal, otra clase de híbrido, podría ser un
accidente, podrían ser tantas cosas y podría no ser nada.
Guardaba muchísimas más preguntas pero todo aquello no
parecían temas de celebración, el ambiente se había vuelto sobrio. Me
levanté excusándome para ir al baño y al regresar el clima distendido
había regresado de sus inicios, excepto por Oscar, que me lanzó una
mirada afectada a mi retorno.
Al acabar el postre, Oscar, Cris y Eila se retiraron. Cris le
recordó a Sales que al día siguiente se trabajaba y no pensaba
consentirle más retrasos. Sales sugirió ir a la playa un rato
aprovechando el clima templado. A Evel su idea le pareció
descerebrada teniendo en cuenta que era de noche y podría haber
enocks. A mi amiga le dio igual y se fue colgada del brazo de Dani
después de que yo le dijese que estaba cansada y Evel corroborara
que me acercaría a casa.
Le pedí que se detuviera en la tienda. Rachel bajó a abrirme y
me pasó el paquetito como si fuese contrabando. Se alegró de verme
tan bien exclamando unas cincuenta veces lo guapa que estaba. Evel
sonreía con sorna apoyado en su moto.
—Creía que iba a pedirte una cita.
—Eres imbécil, Evel.
Me miró con afecto en contestación a mi insulto y temí perder la
cabeza y lanzarme a por sus besos envenenados. A cada segundo
sentía más deseo por él, cualquier gesto, una sonrisa, un guiño, una
mirada, la forma de frotarse la nuca cuando iba a decir o hacer alguna
de las suyas… Todas sus acciones originaban una inmediata reacción
en mis alborotadas hormonas.
Un gato negro se acercaba a nosotros por la calle. Monté de un
salto la moto y apremié a Evel para que me acompañara.
—¿Te dan miedo los gatos?
—No me gustan los gatos, me dan grima, venga, súbete.
Tomó su tiempo para cabalgar la Custom. El gato cada vez
estaba más cerca, se paró frente a nosotros amenazador. Miré al otro
lado agarrándome a Evel tratando de alejar la imagen del felino
lanzándose a nuestras caras con las uñas por delante para vaciarnos
las cuencas de los ojos. Evel contenía la risa.
—Mira al gato, Estrella.
—No quiero, es un gato negro, da mala suerte.
—Este no, míralo, ¿ves esa mancha blanca que tiene en el
pecho? —miré un segundo—. Pues eso quiere decir que es un gato de
la suerte.
Le di un puñetazo en la espalda.
—¿Quieres arrancar? —vociferé perdiendo la paciencia.
El viaje en moto llegó a su fin y no tuve más remedio que
desenroscarme de su apretado abdomen.
—Voy al garaje.
Me deshice de los zapatos conforme toqué suelo. Anduve hasta
el porche sentándome en el balancín a esperar que volviera de
encerrar su motocicleta, con la cajita rodando entre mis dedos. Rachel
la había envuelto con el papel de lunas, fantaseaba sobre dársela, le
pediría que se sentase a mi lado, ¿y qué?
Subió las escaleras del porche y pasó de largo veloz entrando a
la casa. Regresó con la manta de hilo que me tendió antes de
sentarse a mi lado. Seguí trasladando el paquete de una mano a la
otra calibrando cómo entregárselo.
—¿Qué es eso? —se refería a mi caja. Se la cedí sin más
dilación.
—Es para ti.
Evel lucía desconcertado. Me encogí de hombros con los ojos
fijos en el obsequio, él tampoco me miraba.
—Es que no sé cómo darte las gracias por todo lo que has
hecho por mí, es una tontería, pero he pensado…
Si seguía hablando iba a empezar a temblequear. Apreté boca y
músculos exigiéndome fortaleza. Ahora Evel sí me miraba, me miraba
fija e inquisitivamente y por más que quise aguantarle la mirada, no
pude y me eché a temblar.
—Tápate, ¿quieres ir adentro?
Me enrollé en la manta, de nada iba a servir resguardarme, la
tiritona no provenía del frío.
—No, ábrelo.
Parecía habérsele pasado el anonadamiento inicial porque ahora
sonreía como siempre. Abrió el paquete y sostuvo el colgante con la
sirena tallada en cristal esmeralda. Se le escapó una risita y me
estampó un beso espontaneo en la mejilla.
—Gracias, Estrellita, me encanta—agradeció pasando los ojos
de su obsequio a mí— ¿Qué? ¿Qué te hace gracia?
—Me has llamado Estrellita otra vez, suena raro viniendo de ti.
Dio un golpecito amistoso en mi hombro y se pasó el colgante
por la cabeza sosteniendo la sirena entre los dedos.
—De verdad me gusta, pero no tenías que regalarme nada, ni
darme las gracias por nada, Estrellita —recalcó mi nombre con ojos
brillantes.
—Sí tenía y además quería.
Nos miramos de uno a otro sonrientes y complacidos. ¿Cómo
sería esa conexión de la que hablaban? No podía ser mejor que la
energía que ahora fluía entre nosotros, no imaginaba a Evel
compartiendo algo así con nadie más, no me imaginaba a mí misma
con nadie que no fuese él.
Rodeó mis hombros con su brazo pleno y feliz. Me acercó a él
arropándome más con la manta.
—¿Quieres que te cuente cosas sobre el mar?

Me habló de arrecifes, corales, de campos de estrellas de mar


de todos los colores. De pequeñas islas que habían sido pisadas por
acuáticos en exclusiva. Me dijo que en el fondo del mar había paraísos
enteros con los que los terrestres no podían ni empezar a soñar y si
los encontraran serían incapaces de apreciarlos en su magnitud.
Todos mis sentidos estaban pendientes de su voz, todo mi ser
disfrutaba la cercanía del suyo, sentía la vibración de sus palabras a
través de su cuerpo haciendo vibrar el mío. Apoyada en su hombro, no
le veía la cara pero podía imaginarla. Me estaba hablando de algo que
amaba y le parecía fascinante, a mí me lo parecía. A través de sus
palabras, a través de su entusiasmo, imaginaba sus ojos brillar,
resplandeciendo al contarme sobre delfines, leones marinos, sirenas
de piel distinta, sirenas de ojos rasgados sin cejas o pestañas, de pelo
verde, morado. De contemplar el cielo estrellado acostado en el lecho
marino y ser capaz de acariciar la Luna con los dedos. Lo que más me
complacía es que quería compartirlo conmigo, planeaba enseñármelo
todo, me habló del océano de noche, el ojo humano no podía
apreciarlo pero para ellos era un país de las maravillas. Yo podría
verlo, él me lo enseñaría.
Me imaginé en un país de maravillas, en un país donde era
posible que Evel me amara con tanta fuerza, con tanta pasión y con
tanta locura como yo ya sentía por él.
La mansión de la laguna

Viernes, 5 de septiembre
Si estiraba el brazo podía tocar el bote, la fragancia de las flores
en su interior se propagaba a mi alrededor, no podía verlas tumbada
boca arriba sobre la arena. Alguien acariciaba mi pelo para calmarme.
Mi cuerpo entero estaba siendo atacado por horribles temblores, algo
terrible había pasado, apenas podía ver la Luna casi llena a través de
las lágrimas, una dulce melodía empezó a sonar, busqué su
procedencia. Un ángel, un ángel de piel blanca como espuma de mar
y cabellos plateados. Cada mechón de su cabello reflejaba la luz de la
Luna capaz de brillar por sí mismo con un resplandor nacarado. El
ángel cantaba para mí una delicada canción que hablaba sobre el
olvido, sobre dejar atrás el terror vivido, sobre enterrar los recuerdos,
sobre enterrar las memorias del mar. Poco a poco mi cuerpo dejó de
sacudirse, me acurruqué en el regazo del ángel. «Estás a salvo»,
decía. A salvo, ¿de qué?
Su canto cambió y el tono subió. Invocaba a alguien, le mandaba
venir. No sabía qué hacía allí, no sabía si soñaba o estaba despierta,
pero no me importaba, tan solo deseaba quedarme así, acurrucada
junto a mi ángel, acariciada por ella.
El tiempo transitó.
—Ya está aquí —manifestó.
Mi padre se acercaba a nosotras, caminaba hacia nosotras
sonámbulo, como alguien que ya no es dueño de su cuerpo.
—¿Dónde está? —preguntaba aturdido.
—Enis se ha ido, se ha ido para siempre.
¿Quién era Enis? ¿Por qué estaba tan triste mi ángel?
Mi padre cayó de rodillas, el ángel volvió a entonar la canción del
olvido y él lo mandó callar.
—¡NO! ¡NO ME LA QUITES! ¡No me quites lo que me queda!
—No podrás sobrevivir y ella te necesita —¿se refería a mí? me
señalaba a mí —. Tienes que esconderla ahora o la perderás también,
sácala de aquí, ahora, ahora mismo.

Sentada con mi madre. Me decía que estaba preciosa. Alanis me


acababa de colocar un collar de una cajita.
—¿Qué te parece este? —una hermosa gargantilla de plata y
brillantes.
Enis sonreía en medio de la cueva con sus pies palmeados
dentro del agua.
—Ahora sí que pareces una princesa.
Le devolví la joya y me adentré en la laguna.
—A ver cómo haces el delfín.
Enis y su amiga reían y las paredes de la cueva les devolvían
sus ecos. A sus espaldas, la extensión rocosa y resbaladiza por donde
solía jugar con ellas al escondite. Amaba aquel lugar.
Estaba exhibiéndome frente a ellas. Mi madre venía hacia mí
con la gracia que solo una sirena posee al nadar.
A poco para alcanzarme, paró en seco alarmada, se zambulló y
desapareció por unos minutos.
—Mamá, mamá, ¿qué pasa?
Alanis me sacó del agua de un tirón y ambas esperamos junto a
la pequeña laguna. Unos minutos después mi madre emergió de un
salto vertical arrastrándome lejos del borde, dirigiéndose a Alanis con
el pánico en la voz.
—Sácala de aquí, rápido, ¡CORRE! Son demasiados…
—Pero tú sola no podrás…
Mi madre emitió un rugido que revolvía las tripas, resonó en
cada roca de la caverna mareándome, aquel sonido ordenaba sin
aceptar réplica.
—Subid a la isla, coged una barca y volved a casa, los retrasaré.
Alanis intentó protestar pero Enis bramó de tal manera que nos
hizo temblar a ambas. Alanis me cargó y echó a correr, las rocas
poseían una abertura ascendente en uno de los extremos de la cueva.
Antes de desaparecer por ella pude verlos, docenas de criaturas
espantosas parecidas a sapos gigantes emergían del agua. Mi madre,
echándose sobre ellos como un león sobre un millar de conejos.
Sin comprender qué estaba pasando, me encontré dentro de una
barca. Alanis arrancaba plantas malva a una velocidad sobrehumana y
las metía de pasajeros, podía ver su cara cuando empujaba la
embarcación mar adentro, su cara de terror absoluto. El agua pasó de
rozarle los tobillos a cubrirle el abdomen en un santiamén.
Desapareció. Se esfumó en un mar de burbujas, el fluido a mi
alrededor parecía bullir, la vi sobresalir unas yardas más alegada de
mí. Aquellas criaturas emitían perturbadores, coléricos sonidos fuera
de sí, dirigiendo toda su rabia contra ella. De no haber sido tantas, la
furia de Alanis se hubiese alzado sobre la de ellas, pero la
destrozaron, la destrozaron literalmente como se desgarra una camisa
de hilo roída y yo lo contemplé todo, mis pupilas de apenas diez años
lo engulleron todo.
La última imagen fue la de los ojos de Alanis, sus hermosos ojos
azul empíreo teñidos en sangre, con el cuerpo roto y el rostro
desfigurado grotescamente. Grité, grité con todas mis fuerzas, un
bramido ahogado, desgarrado e impotente.

—Estrella, Estrella, despierta, ¡despierta!, es una pesadilla.


Mi pelo se pegaba por toda mi cara, no podía detener el llanto.
Evel me abrazaba con fuerza sobre su cama, no recordaba haberme
acostado, aún llevaba el vestido de mi madre.
—Hey, hey, tranquila, no pasa nada, Estrella, tranquilízate, por
favor.
Sentía el temor en su voz, mi cuerpo se convulsionaba ajeno a
mí.
—Están muertas, Evel, están muertas las dos.
Evel trataba que me relajara, apartaba el pelo de mi cara e
intentaba hablarme sereno. Yo temblaba de arriba abajo aferrando sus
manos junto a mi cara, quería explicarle, quería que supiera. Debía
calmarme primero.
—Era solo una pesadilla, Estrella, tranquila.
Hablaba bajo, se le notaba preocupado por el jaleo que
estábamos armando. Salió de la habitación al oír a Cris y Oscar, arañé
sus brazos tratando de mantenerlo conmigo. Regresó enseguida
agitado. Pude oír la palabra pesadilla y a Oscar ofrecer ayuda. Evel
rehusó ninguna asistencia y volvió a mi lado. Seguía tiritando
arrodillada sobre la cama, me abrazó frotando mi espalda,
demandando sosiego en un tono suave y tranquilizador, intentaba
sonar melodioso, como en la playa.
—Ya está, Estrella, tranquila —repetía.
Tardé un poco más en calmarme y poder hablar, no podía dejar
de gimotear. Evel sufría al verme así.
Después de contarle mi visión —porque aquello no había sido un
sueño—, fui yo la que sufrí por él al ver sus ojos a punto de
desbordarse.
—Tu madre murió por salvarme, Evel —me costaba mantener
los temblores a raya—. Lo siento. Lo siento.
Me abrazó como si temiera que me cayese de la cama, como si
temiese caerse él.
—No digas tonterías, no te preocupes, ya sabía que murió, ya
imaginaba algo así. Estrella, siento que lo hayas revivido.
No estaba de acuerdo, fue horrible, atroz recordar, pero de
alguna manera me dio algo de la paz que llevaba tanto esperando, paz
que no pude disfrutar en ese momento.
—¿Quién era esa mujer? ¿Quién me hizo olvidar?
Recorría mi cara tremendamente afectado.
—No lo sé, no lo sé, Estrella, pero mañana lo analizaremos. ¿Te
parece bien? Vamos a descansar un poco y mañana lo pensaremos.
Se acostó y tiró de mí hasta ubicarme a su lado sin soltarme.
Estaba confusa, había recordado pero aún percibía algo más
bloqueado. Cerré los ojos temiendo averiguarlo en mi siguiente sueño,
me abracé con fuerza a Evel, su cercanía me reconfortaba como nada
lo hubiera hecho. Los párpados se sentían tres veces su grosor, Evel
me acariciaba.

Notaba los ojos hinchados, apenas podía abrirlos para ver a Evel
acostado a mi lado. Su ropa estaba arrugada, se había quitado el
chaleco y dormía descamisado aplastando mi pulsera destrozada.
Fuera amanecía con lentitud, revivir mi recuerdo había sido terrible.
¿Cómo habría sido para él que yo se lo relatara fuera de mí? Había
creído que ese día estaba enterrado en el fondo de mi cabeza porque
no podía enfrentarlo, creo que no hubiese podido enfrentarlo, pero no
había sido yo, yo no lo había bloqueado, había sido aquella mujer,
aquella sirena disfrazada de ángel me había obligado a olvidar con su
canción. Esa mujer no era mi ángel.
Observé a Evel dormir, no parecía sufrir pesadillas, sus ojos
verdes y cristalinos junto con sus sonrisas eran lo más bonito de su
cara. Ahora no lucía ni lo uno ni lo otro, sin ellos seguía siendo el chico
más guapo que he contemplado nunca. Acaricié su pelo inusual, más
fino, más espeso, más suave, más brillante, aún no llegaba el Sol y él
ya despedía destellos dorados. Quise acariciar sus labios rosados e
hinchados, custodios de ese veneno que a los terrestres nos volvía
adictos. No necesitaba su veneno para ser adicta a él y él no estaba
poniendo de su parte para que no lo fuera.
Recordé la noche anterior, recordé cómo me había hablado,
cómo me había mirado columpiándonos en el balancín de la entrada.
¿Es así como tratas a una amiga? ¿Es así como la miras? ¿Cómo le
hablas? Y luego, ¿qué? ¿Me dormí? Me agarró en brazos, me subió a
su cuarto y se acostó conmigo. Y Arabel, ¿qué? ¿Qué pensaría ella de
todo esto? ¿Me gustaría a mí tener un novio que se comporta así con
otras chicas? Lo miré una vez más casi rencorosa y salí de la
habitación.
Descendí las escaleras en perfecto equilibrio, atravesé el
recibidor, abrí la puerta, bajé el porche, caminé descalza sobre el
césped húmedo hasta la valla, atravesé el camino y proseguí.
El astro rey asomaba por la franja donde pensaba que se
acababa el mundo cuando era pequeña, por la línea que unía cielo y
mar. Continué hasta las rocas sin preocuparme por los pies descalzos,
la brisa era suave pero cortante, no llegaba a sentir el frío del todo.
Caminé por encima de las rocas dejando atrás la playa, a
derecha e izquierda se mecía el mar. El mar que ya no me asustaba,
ya había visto todo el horror que se puede contemplar, ahora entendía
mi miedo, no temía al océano, sino lo que el océano trataba de
recordarme. Uní pesadillas, Alanis destrozada, yo a la deriva.
¿Durante cuánto tiempo? ¿Toda la noche? No lo sé. Tan pequeña y
acechada por los monstruos que acababan de destrozar a mi tía
postiza, los que habrían hecho lo mismo con mi madre, los que
querían hacer lo mismo conmigo. Mi única protección era aquella
planta, la malanda me protegió en medio de mi naufragio. La sirena de
pelo nacarado debió rescatarme antes de hipnotizarme.
Ese horror, ese terror ya había pasado y solo podía hacer las
paces con él, la otra opción era volverme loca. No podía entrar al agua
porque alguien me lo prohibió con una canción, porque no podía
recordar a qué se debía mi terror. Pero ese ángel falso no sabe lo
fuerte que soy, no sabe que mi padre sobrevivió seis años a su sirena
y me escribió un libro, no sabe que volví al mar aunque ella lo
prohibiera.
Las olas chocaban contra las rocas salpicando de espuma mi
vestido, lo toqué, el vestido de mi madre, de mi madre que había
muerto destrozada para salvarme. Me estremecí al recordar la cara
desfigurada de Alanis, la bella Alanis, la madre de Evel.
Tenía que confesar algo. Cuando me enteré de que mi madre
era una sirena y no cualquiera, sino una de casta elevada, en alguna
parte de mí nació una esperanza, una sirena no se ahoga. ¿Y si
estuviese en alguna parte? La amaba tanto que le podría perdonar el
abandono si a cambio estaba viva, me conformaba con los diez
maravillosos años que me había regalado.
Cuando alguien desaparece y nunca llegas a ver su cadáver,
una pequeña parte de ti se niega a aceptar que de verdad se haya ido.
Nunca celebré un funeral, nunca le dije adiós a mi mamá, a mi
verdadero ángel, porque no haciéndolo quedaba esperanza. Había
recuperado mis recuerdos y terminado con toda esperanza. Solamente
restaba aceptar que no volvería a disfrutar su risa única en el mundo,
no volvería a escuchar su voz o a ver sus ojos de un azul similar al
que ahora presentaba el fabuloso panorama que divisaba.
El Sol amanecía cálido vistiendo de un chal de purpurina la
arena erosionada, arrancando reflejos a las ondas marinas
despertando a la fauna, el aire olía limpio, nadie puede sentirse
desgraciado entre tanta belleza. Recordé a Eila semanas atrás: «No
se puede estar triste en un día así».
Seguí caminando hasta el final de las rocas, pude ver mi casa
minúscula presidiendo mi cala, la dejé atrás.
Erguida allí, con el océano a tus pies, te sentías plena. La
espuma mojaba mi rostro y el Sol lo secaba. Podía ver bancos de
peces celebrando la mañana a través del agua. Mi madre estaría allí,
su cuerpo desmembrado de la misma forma que el de Alanis ahora
formaba parte del mar, de la sal, de los corales, la arena, reposaba
entre su especie y los peces que la hubiesen respirado, mi madre
descansaría en paz, allí, para siempre.
Había llegado el momento de decirle adiós. La canción de The
Corrs que tantas veces había escuchado en América, la que siempre
me la recordaba, había empezado a sonar en mi cabeza.

…y era preciosa… tan hermosa, escuchó su risa como si aún


estuviera aquí. Se conservaba joven, no hay nada malo en pasárselo
bien. Por siempre, ángel. Espero que te amen tanto como nosotros.
Por siempre, un ángel. Estaré orgullosa de ser como tú, ser como tú…

Canté, canté fuerte, canté suave, alto y bajo, con melancolía,


con alegría, con aceptación, con rabia y, por fin, con paz.
Con la paz de dejarla ir y el deseo de parecerme a ella algún día
sabiendo que siempre estaría en mi corazón y que cada vez que
mirara al mar recordaría su sonrisa y que la calidez de los rayos
solares sobre mi piel ahora memoraban sus caricias.
Escuché a Evel acercarse por detrás. Ya podía reconocer el
sonido de sus pasos hasta por caminos rocosos. El viento azotaba y
pegaba mi cabello a mi cara húmeda, no me giré para recibirlo, seguí
obligándome a disfrutar la mañana. El Sol ya se despegaba del
horizonte ofreciendo un cara a cara.
—No vuelvas a irte sin decir nada, ¿de acuerdo? —susurró a mis
espaldas, tierno.
Tocó mis hombros, acarició mis brazos como si quisiera darme
calor. Acabó abrazándome desde atrás. Yo permanecí ajena a su
contacto. Murmulló en mi oído que había sido precioso y que a mi
madre le habría encantado.
Me solté de su lazo con cuidado y, sin decir nada, deshice el
camino hacia la casa sin advertir el suelo bajo mis pies desnudos,
como un espectro, como un espíritu errante.
Evel me seguía en silencio, no tenía fuerzas para estar molesta
con él por su forma de tratarme. Más tarde, más tarde debíamos
hablar sobre nosotros, sobre Arabel, le expondría mis sentimientos —
algunos de ellos—, le haría ver que su forma de proceder no era la
correcta. Llegamos a la habitación.
—Estrella…
—Quiero estar sola—corté.
Fui seca con él, no merecía que lo fuera, él también necesitaría
consuelo ¿Cómo debía sentirse? ¿Cómo después de todo lo que le
arrojé sobre los hombros anoche? ¿Cómo se sentía hacia mí? Cogió
sus cosas y se fue cerrando la puerta con cuidado tras él.
Estaba harta de llorar, pensé en cómo me trataba Ulien o Sales
u Oscar, incluso Eila. Evel no me trataba así, no me miraba así, él
sentía algo por mí, algo diferente, me sentí abrumada ante mi propia
deducción. ¿Podría ser? ¿O sería lo que yo quería ver? Llamó a la
puerta sobresaltándome.
—Aún es temprano, deberías dormir un poco más, esta noche
nos acostaremos tarde —esperó dándome opción a decir algo que no
dije—. Esto te evitará malos sueños, hasta la noche, Estrella.
No contesté, siquiera me volteé a mirarlo. El vaho de su tisana
llegaba desde la mesita, oí la puerta cerrarse y la habitación vacía.
Rabzilla dormía sobre un cojín, estaba muy cansada, me sentía como
si hubiese asistido a un funeral muy, muy largo.
Eila me despertó con voz dulce y aterciopelada. Su hermano
había dado orden de que me dejaran descansar. Pasaban las cinco de
la tarde, hora de empezar a acicalarse, apuntó Eila. Demasiado tarde
para inventar una escusa para ausentarme. Íbamos a pasar la noche
en casa de Ulien, no imaginaba dónde íbamos a meternos todos,
rehusé imaginar con quién pasaría la noche Evel. Sobre el sillón
reposaba un vestido liso negro de manga larga con una nota.
«Es de una amiga, estoy seguro de que es tu talla, cuídamelo».
¿Qué era? ¿Un disfraz de Morticia? Ya imaginaba de qué amiga
era.
Comí con el ánimo de mostrar algo de entusiasmo. Me duché
después de Eila y me vestí con aquel traje. A pesar de las mangas
remendadas y su aspecto antiguo, el vestido estaba nuevo. Era muy
ajustado, con un escote de pico demasiado pronunciado. En las
caderas se ensanchaba con bastante vuelo y un poco de cola, el traje
de la matriarca Addams no era así. Su tacto era extraño. Cubriéndolo
llevaba una especie de abrigo de tul blando pasado en un solo botón
con hermosas puntillas y mangas anchísimas; prescindí de él, hacía
demasiado calor. Eila me prestó un anillo de plata envejecida, una
especie de sello con la inicial de su nombre. Sales y Cris aparecieron
un poco antes de las ocho para arreglarse. Mi amiga me pintó una
gruesa raya de ojo y maquilló los parpados como si me hubieran dado
dos puñetazos; según ella, era sexy llevar un manto de oscuridad
sobre la mirada. Eila dijo que tenía ojos de gato, no me gustan los
gatos. Dibujaron una mordida de vampiro en mi cuello y me echaron
brillo moderado sobre el pelo. Me negué en redondo a que usaran la
plancha sobre mis hondas.
Ulien se presentó puntual apuesto y sensual, ese Peter Pan no
era apto para niñas, a Evel le iba a costar encontrar un motivo para
burlarse de él. Los únicos preparados éramos Oscar y yo, esperando
aburridos a las chicas. Cris bajó disfrazada de Sol con una diadema de
rayos que recordaba la estatua de la libertad vistiendo en blancos,
dorados y naranjas metalizados, lo que me dio a entender que Oscar
sería el satélite de la Tierra por los azules y platas. Los trajes eran tan
sofisticados que costaba enterarse de su temática.
Dani apareció retrasado con sus rizos planchados, mallas y un
aspecto irrisorio. Así, de buenas a primeras, pensé en Shakespeare,
pero no tenía ni idea hasta que su novia bajó de dama medieval con el
pelo trenzado en flores y aclaró que imitaban a Tristán e Isolda. Lo
mejor se guardó para el final. Sales emuló el resonar de un tambor y
todos exclamamos al unísono al contemplar a Campanilla desde lo
alto de las escaleras.
Como había pronosticado, ahí estaba la Campanilla más
hermosa que ha existido. Su hermana le había recogido el pelo en un
moño desordenado con tirabuzones sueltos por todas partes y los ojos
pintados con mucho brillo hasta las sienes. Bajó las escaleras dando
graciosos saltitos, como si sus alas le permitieran levitar.
A cada movimiento su vestido destellaba y se desprendía
purpurina de su pelo, brazos, ojos o ropas, dejando un rastro de
polvos mágicos por donde pasaba. Saltó los dos últimos escalones
volando a los brazos de Peter Pan.
—Estás preciosa, Campanilla.
—Ya lo sé —rió Eila—. Me encanta el disfraz.
Y se abrazó al cuello de Ulien llenándolo de brillos. Este la
apartó para agasajarla.
—Si Campanilla hubiese sido tan bonita, Peter Pan nunca jamás
se hubiese fijado en Wendy.
A Eila aquella declaración la hizo centellear con más intensidad.

No sabría decir qué me impresionaba más de todo lo que


contemplaba. Nada más llegar, traspasamos unas enormes verjas
blancas elaboradas en un millón de retorcidos bucles acabados en
hojas de árbol. El camino de grava se bordeaba de una infinidad de
sauces llorones de todas las edades y alturas, entre los que a duras
penas se vislumbraba el inmenso jardín que rodeaba la casa.
¡La casa! No se trataba de una casa, el término palacio sería
mucho más adecuado. Una inmensa mansión de dos, puede que tres
plantas en fino mármol blanco, no guardaba el mínimo parecido con
ninguna construcción que hubiese visto antes. No encontrabas un solo
canto acabado en punta en toda la edificación, ni una sola línea recta,
toda su estructura era a base de ondas y bucles imitando la
vegetación que la abrigaba. Muchas de las paredes estaban cubiertas
de plantas trepadoras, si no fuese por su blanco ponderarte, la
mansión se hubiese confundido con el paisaje.
Frente la entrada, una fuente en piedra blanca invadida por
esculturas de ranas. De las gargantas de los anfibios brotaban chorros
de agua dulce. Me recordó a las fotografías de la fuente de Latone que
había ojeado tantas veces en el álbum del viaje de novios de mis tíos.
Los jardines que parecían no finalizar nunca se disfrutaban a la
perfección por la iluminación de antorchas y farolillos de todos los
tamaños diseminados por doquier en enormes cantidades.
Los jardines no se exhibían cuidados a jardinero, no localizabas
césped cortado a máquina, ni ramas o arboles recién podados. En los
espacios llanos crecía una especie de trébol bajo que cubría todo el
suelo almohadillándolo, los arboles no seguían ninguna disposición
especifica, así como las matas y las flores. El terreno se colmaba de
flores de diferentes especies, de todos los tamaños, de todos los
colores, atascadas en una eterna primavera. Y el verde, el verde más
vivo de toda Irlanda se repartía por allá donde miraras.
A toda esa vegetación no le faltaba regadío, cada pocos metros
se encontraban pequeñas charcas y estanques con ecosistemas de
peces variados con nenúfares y otras plantas acuáticas. Algunos de
los estanques emitían una tenue luz. Y pensar que había llamado a mi
insignificante jardincito «pequeño edén». Ahora admiraba un edén, un
edén en toda regla y aquella casa, aquella mansión, lo que mis ojos
contemplaban, sí que parecía robado de un cuento de hadas. Qué
ninguneado quedaba Sirens al lado de tamaña belleza.
Ulien no apartaba sus ojos claros de mí, henchido por la
impresión que su residencia estaba causándome.
—¿Dónde está el lago?
—Está detrás de la casa, un poco más alejado, mañana iremos a
verlo. Por tu cara, he de deducir que te gusta mi humilde morada,
¿no?
—No tengo palabras —en verdad no las tenía, ni siquiera para
burlarme de que llamara a aquello «humilde morada».
Cris reclamó a Ulien para tomarle unas fotos con Campanilla al
abrigo de uno de los arboles que debía ser especialmente longevo por
los nudos en su tronco y la cantidad de raíces enroscadas. A los pies
de estas, iluminaban cinco farolitos redondos. Observé a mis
acompañantes a la luz de las antorchas enmarcados por el mágico
paisaje. Peter Pan y Campanilla, el Sol y la Luna, hasta Tristán e
Isolda parecían en su perfecto hábitat, todos tan brillantes, tan alegres,
místicos, centelleantes. Y yo allí en medio, desentonando
intensamente con mi vestido negro y resaltando por mi aburrida
normalidad.
Todos salidos del sueño de una noche de verano, yo de una
monótona tarde de Halloween. Me arrepentía de no haber aceptado el
traje de Campanilla, hasta de Pocahontas hubiese encajado mejor.
Durante la sesión fotográfica de la que me escabullí todo lo que
pude, comparecieron algunos amigos y amigas de Ulien, entre ellos
Richard, disfrazado de un desgarbado diablo, con la chica del vídeo
club de geisha y alguna de las amigas de Eila. El primo desagradable
de Daniel no hizo acto de presencia. Agradecí el reintegro de gente
normal que no brillaba y entre la que podía pasar desapercibida.
Adiviné por los silbidos y exclamaciones de asombro quiénes se
presentaban en la casa por primera vez.
Ulien anunció que estábamos todos, algo menos de una
veintena de gente joven entre los que destacaban el grupo de sirenas
y sirenos. Por los comentarios entendí que no era la única que nunca
había visto a la hermana de Peter Pan. Ulien nos guió rodeando la
ruidosa fuente de sapos hasta la entrada de la casa adornada con
arcos y escaleras en piedra blanca. Allí nos esperaban un hombre
gigante en traje de frac que evocó a un Rock Hudson pelirrojo, y ocho
camareros y camareras caracterizados del siglo XVIII francés, con las
típicas pelucas blancas y trajes de terciopelo granate y dorado, que
ofrecían cócteles de colores sobre bandejas de plata.
El gigante obsequió con una afectuosa bienvenida al grupo.
Entre él y Ulien hallabas el irrefutable parecido que confirmaba el
parentesco, pero Karlden era mucho más robusto, con una presencia
que imponía y atraía a partes iguales. Al estrechar mi mano
experimenté familiaridad y aprecio, puede que no fuera la primera vez
que coincidíamos.
—Ulien se ha quedado corto describiendo la bella dama en la
que te has convertido, Estrella, me alegro mucho de que hayas venido.
—Gracias a vosotros por invitarme, este lugar es el más
hermoso que he visto en mi vida —padre e hijo se miraron
complacidos invitándome a pasar.
Adentro, la luz cálida y sutil bastaba para apreciar las maravillas
de la arquitectura interior. Su magnífico recibidor se adornaba por
flores esculpidas en sus columnas y en las molduras del techo
abovedado, combinando con los cestos de plantas naturales que
colgaban de los pilares, que daban paso a un inmenso pasillo
erosionado como la fastuosa garganta de un ser divino, finalizando en
una original escalinata ascendente.
Pasamos por delante de varios salones a los que se accedía por
arcos finamente tallados con decoraciones orgánicas. El interior de la
primera planta no poseía una sola puerta, con las ventanas ovaladas
en líneas desiguales. Ulien se encargó de una rápida visita guiada, se
hacía tarde, aceleró en especial al pasar junto al salón donde íbamos
a pasar la noche; no era necesario porque unas enormes cortinas de
organza fucsia y verde lo escondían.
La mansión se equipaba de tres cocinas. Karl nos presentó a
todo su servicio, un total de dieciséis personas de todas las edades
que convivían con ellos en la casa y que esa noche libraban para
participar de la celebración, ya que como él nos hizo saber, los
consideraba parte de su familia. No su familia genética, pues eran tan
humanos como yo, pero lo suficiente cercanos como para conocer y
custodiar su secreto. Por Ulien conocí que no tenían otro remedio
pues todos habían sido hipnotizados.
Me notificó presuntuoso que esa era la única hipnosis que
habían recibido como amigos de la familia, lo habían sido desde
siempre y antes que ellos sus antepasados. Los camareros y
camareras vestidos de la época de María Antonieta habían sido
contratados para esa noche en especial.
Al mostrarnos nuestras habitaciones alojadas en la segunda
planta con baños individuales cada una, Karlden informó de que
aquella mansión había pertenecido a su familia desde siempre.
Amantes como eran de los terrestres y las ninfas desde antiguas
generaciones, había sido habitada por su linaje en diferentes épocas.
Mi madre había vivido allí algún tiempo con Alanis antes de
trasladarse a la casa a orillas del mar.

Nos reunimos en el salón mediano al son de la primavera de


Vivaldi. En una pequeña plataforma se preparaban un cuarteto de
hadas bien coloridas para amenizar la noche con sus voces e
instrumentos. Los camareros se desplazaban entre nosotros
tentándonos con bandejas de exquisitos canapés dulces y salados. Al
fondo se distribuían dos mesas enormes decoradas en verde y
melocotón con miniaturas comestibles tipo bufé y bebidas alrededor de
una majestuosa e inmensa ponchera de cristal, repleta de líquido
morado, con forma de cisne. Detrás de ellas, dos puertas arqueadas
de sendas hojas cada una; daban al jardín posterior. Permanecían
cerradas.
En un aparte, sobre una mesa redonda de faldas turquesa, se
erguía elegante una elaborada tarta en tonos fucsias, verdes y blancos
coronada por un enorme número veinte. Las baldosas hidráulicas de la
sala eran tan llamativas como el techo pintado a mano en tonos
suaves o las vidrieras de las enormes puertas que daban al exterior.
No necesitabas salir al jardín para percibir la naturaleza. A parte de
que cada estructura de la residencia imitaba la flora externa, se habían
repartido centros florales por doquier, incluso algunos colgaban del
techo junto a faroles de cristales multicolor que contribuían a crear un
ambiente de fantasía sin perder una pizca de elegancia.
Nunca imaginé que alguien tuviera la fortuna de habitar un lugar
así. Richard se acercó y me susurró al oído sin dejar de atender a su
alrededor tan asombrado como todos.
—Las fiestas de disfraces de Sales eran mis favoritas. Pero esto,
esto está a otro nivel, es impresionante.
—Es alucinante, es extraordinario —agregó Vicki soñadora.
Le sonreí, me caía bien aquella chica diminuta. Vivaldi dio paso
a una versión guitarrera del canon de Pachelbel. Instintivamente oteé
el escenario, las hadas continuaban preparando sus instrumentos.
Ulien vino hacia mí colmado de satisfacción.
—Mi padre y yo sabíamos que toda esta pompa le encantaría a
Arabel, siempre será más ninfa que nada.
No comprendía muy bien a qué se refería, pero me alegraba
verle tan complacido.
—Porque a ti no te encanta. ¿Verdad, primo? Toda esta pompa,
digo.
El pirata con parche obsequiaba una media sonrisa suspicaz
mientras nos miraba con un ojo esmeralda.
—Ese es el disfraz del año pasado. ¿No podías haberte
esforzado un poquito más? —recriminó Ulien.
—Y del anterior —apostilló Evel—. Te queda muy bien el disfraz
de niño obstinado, Ulien, esas medias destacan tus gemelos fornidos.
¿Has estado montando en bici? Siempre digo que tu mejor disfraz fue
el de Calamardo del año pasado, ¿o era el otro?
Evel fingía pensar con una sonrisa maliciosa.
—Nunca me he disfrazado de Calamardo, imbécil, era un pulpo y
tenía ocho años, pero gracias, Capitán Barba, barba… imberbe.
Ambos rieron ante la falta de ocurrencia de Ulien, disfrutando de
aquel juego impertinente que mantenían entre ellos. Peter Pan fue
hacia las hadas haciéndole un gesto en código secreto a su primo.
Evel se tornó hacia mí deshaciéndose del parche e
iluminándome con dos focos verde electrizante que evocaron la
energía que fluía entre los dos la noche anterior, la misma que ahora
ondeaba con vigor a nuestro alrededor.
—Entonces —echó mi melena hacia atrás analizando mi cuello
erizado—, eres una vampira, ¿no?
Tardé un poco en contestar afectada por su contacto. Debía
hablar con él, ya no podía dejarlo pasar un momento más. Si seguía
tratándome así, mi disfraz se quedaría corto cuando me abalanzara
sobre su cuello y en teoría no podía hacer algo así. ¿O sí? Pensé en
las palabras de Oscar, tengo que creer que mi sueño es posible para
que se pueda hacer realidad, tengo que esperar el momento
adecuado. Este momento era tan adecuado como cualquier otro. Si
seguía esperando, nunca llegaría el momento.
—Estrella, ¿qué te pasa? —interrogaba de tal manera que tenía
que refrenar el impulso de abrazarle—. ¿Estás enfadada conmigo?
—No, Evel, no estoy enfadada, pero tengo que hablar contigo
sobre —no sabía muy bien cómo enfocarme—, sobre algunas cosas
que quiero preguntarte, algunas… que quiero decirte o pedirte.
Quería pedirle que dejara de darme falsas esperanzas, quería
preguntar por qué se comportaba así conmigo si ya tenía una ninfa.
No alcancé a preguntar o pedir nada porque la música cesó y la
voz de Ulien resonó a través de un micrófono. Presentaba a la
homenajeada desde el podio demorándose en una afectuosa
felicitación. No distinguía la cabellera de ninfa pelirroja por ningún
lugar.
Evel había desaparecido de mi lado sin avisar, apareciéndose en
el escenario. Ayudaba a la criatura más bella con la que un hombre
pueda llegar a fantasear a posicionarse junto a él. La sala contuvo el
aliento incluyéndome entre ellos, el alma me resbaló a los pies, de
haber tenido algo entre las manos, hubiese resbalado también.
Me esperaba a una soberbia pelirroja y en lugar de eso se
presentaba una tímida y dulce hada de cabellos ondeados,
larguísimos y tan rubios que parecían hilados con copos de nieve. Si
mis sirenas brillaban, Arabel deslumbraba con una piel nívea, finísima,
con sus ojos rasgados azul claro, labios y mejillas rosadas.
Encantadora, casi incapaz de mirar al frente por su apuro. Yo parecía
mayor que ella aun con dos años menos.
Llevaba el vestido más hermoso de toda la fiesta, más hermosa
incluso que Campanilla, de nácar en pedrería blanca y plateada con
retazos de tela transparentes que le alcanzaban los pies. Su atuendo
se completaba con una corona de diminutas estrellas enredadas en
alambre brillante y unas alas de mariposa blancas similares a las de
Eila.
Cogió el micrófono que su hermano le entregó para deleitar a los
asistentes con su voz sedosa y armoniosa agradeciendo la asistencia
y poco más.
Un minuto después de que bajara, la sala aún permanecía en
silencio impactado, la orquesta empezó a sonar despertándonos de
aquella visión.
Todas mis esperanzas se habían estrellado contra el suelo,
aquella chica no tenía competencia. Parecía imposible no amarla,
imposible no caer bajo su hechizo. No necesitaba cantar para
hipnotizar, solo mostrarse. Allí de pie junto a Evel, se les había
interpretado como la pareja perfecta, los dos perfectos, los dos
acuáticos.
Me dirigí a la salida, no había nada que hacer y no podía
soportar mi aplastante derrota. Tampoco se le podía llamar derrota,
porque yo no era una posible contrincante, ni yo ni nadie.
Ulien me bloqueó a punto de alcanzar las cortinas fucsias.
—¿Qué te pasa? —me miró inquisitivo un segundo, suspiró y sin
esperar respuesta tiró de mi mano poniéndose al frente—. ¡Venga!
Ven, acompáñame.
No tenía nada mejor que hacer. Le seguí desencantada hasta el
salón menor desde donde se escuchaba la música pop de las hadas.
Ulien abrió un abarrotado mueble bar de madera color vainilla con
adornos en glauco.
—¿Qué te parece? ¿Aliñamos el ponche? —expresó con
enorme sonrisa.
Aproveché el trapicheo de bebidas alcohólicas en el que Ulien
me había involucrado para echar varios tragos a los licores. Una vez le
dimos vidilla al cisne de cristal, Eila reclamó un baile a su compañero.
La gente en la sala disfrutaba a juzgar por las risas y la rápida
incorporación al baile de todo el presente.
En un rincón, como si de carabinas se tratara, se reunían
Karlden, Oscar y Cris; la gente normal no conocería que al menos dos
de ellos cumplían más de setenta años.
Observaba a la pareja amarrados el uno al otro. Oscar
acariciaba la mano de Cris, no de forma sistemática como se
observaría en una pareja antigua, sino con todo sentimiento, con el
mismo afecto con el que admiraba a su amada estrella solar y esta le
devolvía en forma de cálida sonrisa. Esa era la clase de amor que
Sales consideraba una maldición, a mí me seguía pareciendo
precioso. Estaba tan obcecada bebiendo de las muestras de estima
del Sol y la Luna que no vi llegar a Evel con su ninfa.
Empezó las presentaciones sin darme opción a huir, me esforcé
lo más que pude en ser agradable y esconder mi frustración. De cerca,
Arabel no parecía real. Su piel se percibía diferente, demasiado lisa
para ser de verdad, como pulida a máquina. Su pelo destellaba más
que el de los otros sin usar ningún brillo especial, sus ojos azul
celestial desconcertaban con iris demasiado engordados. No pude
encontrarle pegas de verdad o motivos para repudiarla, era dulce,
agradable y muy amable. ¿Debía alegrarme por él entonces?
Evel prosiguió con las presentaciones. Quedé allí plantada junto
a la ponchera con los brazos colgando inertes y sin saber cómo
sentirme. Llené un vaso con ponche adulterado y me lo bebí, llené otro
y me lo bebí también, llené otro y Drácula vino a molestar.
—Sí que eres una vampira sedienta. ¿Quieres bailar?
¿Y por qué no? Era el rey de los vampiros, ¿no? Y para ser un
humano tan vulgar como yo, guapísimo. Debía empezar a fijarme en
los chicos como yo.
Tres minutos bailando y ya sabía que Drácula no poseía nada
más aparte de su buen aspecto. Ver a Evel flotar por la pista de baile
con su hada alada fue lo único que me impidió abandonar al monarca
sangriento para volver a interactuar con el cisne. El chico intentaba ser
gracioso e ingenioso, yo reía sus chistes no queriendo ser
maleducada. Evel me miró y nuestras pupilas se engancharon en el
otro. «Te quiero, Evel, ¿no lo ves? Te amo»¿Lo habría descifrado?
¿Le habría llegado? ¿Qué contestaba su mirada? Se alejó.
Volví junto a la ponchera. Richard me incitaba a probar los
malditos canapés, no tenía hambre, no volvería a tener hambre jamás.
Sales quiso averiguar cómo lo estaba pasando, aguanté el tipo como
pude, baile un vals con Eila y medio con Ulien, justo hasta el segundo:
«¿Pero qué te pasa?». Arabel sopló sus velas y todos comieron su
tarta de diseño.
Me forcé a evitar seguirlos con la vista el resto de la jornada.
Evel no me buscó y nuestras miradas no volvieron a cruzarse.
La gota que colmó el vaso la derramó Richard señalando a la
parejita de la noche salir de la sala.
—Mira, se van a celebrar el cumple en privado.
Guiñó un ojo y me largué por no partirle la cara, nadie me
detuvo. Atravesé las cortinas de organza y recorrí el camino que Ulien
me había enseñado hasta el coqueto mueble bar. Alargué la mano y
cogí lo primero que tocó mis dedos: Martini. Al fondo del saloncito, una
puerta con delicadas cristaleras daba al jardín, comprobé que
estuviese abierta y di un trago apretando los músculos de la cara.
¿Cuánto necesitaré beber para borrar a Evel de mi memoria?
Ni hecha polvo como estaba podía dejar de admirar la belleza de
aquel vergel. Le pediría permiso a Ulien, plantaría una tienda de
campaña ahí en medio y le regalaría a cualquiera mi casita de la
playa, nadie me alejaría de ese paraíso nunca.
Descansé mi tensa musculatura en la parte de atrás abrazada a
mi botella. Ulien había dicho que por aquí quedaba el lago, yo no lo
divisaba, a pocos metros de mí se cernía un muro de oscuridad que no
dejaba otear más allá, los farolillos se esparcían en menor cantidad
que por la parte delantera de la casa.
Tomé asiento al amparo de un manzano milenario, cerca había
más, árboles frutales bajos pero de troncos anchos y leñosos. Destapé
mi jarabe para el mal de amores y empecé a tragar buscando alivio. Mi
padre había sobrevivido seis años así, imaginé que era la única
manera de enterrar la agonía que me torturaba y producía ansias de
arrancarme la piel.
Me entretuve rumiando sobre los sueños, está claro que solo se
hacen realidad los de las sirenas. Arrancar el césped con forma de
trébol resultó relajante y adictivo, miré mi mano buscando uno de
cuatro hojas que le diera un vuelco a mi suerte. Pero no, mi suerte la
había birlado una criatura divina.

«Mírame, aquí en medio, vestida como una cucaracha, hasta


llevo los ojos pintados de murciélago. ¿Qué pinta una cucaracha en
esta floresta para mariposas?».
Me levanté oscilando hacia una de las matas de flores silvestres,
iba a pisotearlas cabreada con la necesidad de destruir algo pero no
pude. Suplicaban que las dejara vivir, que las dejara ser ahí tan
hermosas y coloridas. Estaba sitiada por florecillas, por preciosas
plantitas, por aquellos arboles viejunos de todas las grandarias, y no
podía disfrutarlo como se merecían por culpa de un pirata. Le di una
patada a un farolito inerte y caí de culo. Me aupé mirándolo con
desprecio, un poco más allá, un inmenso sauce llorón me espiaba.
—¿Y tú qué miras? Hubieses preferido que viniese Pocahontas,
¿verdad? A ver, dame tus sabios consejos. ¿Quieres que te cuente mi
vida? No, mejor no te la cuento, no querrás honrar tu nombre y acabar
en llanto desconsolado, ¿verdad? ¡Mira! —le grité—. ¡Me da igual lo
que pienses!
Observé el vacío por donde la oscuridad engullía el edén.
Imaginé así mi alma, tragué Martini como si contara días sedienta.
—Evel, eres un hipócrita. ¿Lo sabías? ¿Cómo puedes hacerlo?
¿Cómo puedes hacerle eso a la bella y dulce Arabel? No te la
mereces, no me mereces a mí tampoco por muy sireno que seas. No
puedes estar con una chica así, no puedes estar con ninguna chica y
mirar a otra como me miras a mí, como me tocas a mí. ¡No quiero tus
abrazos dulces! Ni tus caricias eléctricas, ni tus asquerosos besos en
la frente. No, no, no, no te excuses, eso no es amistad. Ulien es un
amigo, él sí lo es —reflexioné como pude—, me ha besado un par de
veces, vale. ¿Y QUÉ? Pero es diferente, ¡es un amigo de verdad! No
hace esas cosas que haces tú, no me da falsas esperanzas, ni engaña
a nadie.
Miré la botella exhausta, di otro trago, ya no me pasaba, nunca
bebería lo suficiente, me rendí.
—Mira, ya no te quiero, ya está, no sé en qué estaba pensando
para enamorarme de ti.
Contemplé el sauce y sus ramas que caían como lágrimas. Me
arrastré a gatas hasta abrazar parte de su tronco.
—No llores, sauce, no te lo decía a ti, no estés triste, no estés
triste.
Algunas de sus ramas me acariciaban queriendo dar consuelo.
La botella resbaló derramándose por el suelo, mi amigo el sauce
también merecía un trajo para ahogar sus penas.
Desde el suelo tumbada le di una patada al vermut, esa bebida
no servía para nada, me sentía igual de mal o incluso peor. ¿Cómo de
patética me vería? Toda la dignidad acumulada durante dieciocho
años se acababa de ir a la mierda. Igual no servía cualquier brebaje
con alcohol, tenía que ser whisky o coñac para que funcionara.
Estiré la tela de mi vestido pretendiendo que fuera mi piel.
Quería dejar de amarle, quería dejar de sentir ese dolor en el pecho,
dejar de necesitar su contacto. Su última mirada en la noche bailaba
un vals macabro en mi cabeza.
Un duende apareció entre las ramas del sauce, un duende no,
era el mismísimo Peter Pan.
—¿Qué haces aquí sola? Llevamos más de dos horas
buscándote.
—¿Sabes una cosa, Ulien? Los sueños no se hacen realidad.
—¡Estás borracha como una cuba! ¿Te has bebido tú sola todo
esto? —Ulien recogió la botella casi vacía del suelo.
—¿Estás loco? El árbol se ha bebido media por lo menos, o
más. ¡Díselo, sauce! —me costaba pronunciar bien las palabras, mi
lengua estaba tonta.
Ulien me ayudó a erguirme. Todo el jardín se zarandeaba
creando raros efectos de color, quería hablar con mi amigo.
—Ulien, no estoy borracha —intenté dignificarme enganchada de
su cuello—, estoy enamorada… y enfadada —Dios, qué esfuerzo para
cuatro palabras.
—Ya lo veo. Vamos, te llevaré a tu habitación —pasaba de mí.
Me solté oscilando peligrosamente, apuntalé mi palma sobre su
pecho.
—Tú no lo entiendes, Ulien, no entiendes el amor.
—Espero que para entenderlo no tenga que beberme una botella
entera de Martini —dijo señalando la bebida en su mano—. Vamos,
iremos por delante para que nadie te vea.
Pasó mi brazo sobre su hombro y me agarró con fuerza por la
cintura dando estabilidad a mi mundo.
—Ulien, eres mi mejor amigo. ¿Sabes? Te quiero. Como amigo.
Pero te quiero mucho. Si supieras a quién quiero yo, tú ya no me
querrías a mí.
Ulien me miró y me mostró su sonrisa más afectuosa. Ahora
mismo la cucaracha le daba lástima.
—Tranquila, te voy a querer igual —le sonreí embelesada—,
aunque estés enamorada de Evel y parezcas una vagabunda gótica y
borracha.
El mareo pudo conmigo.

Escaleras, Evel me llevaba en brazos, subía y subía pero nunca


llegábamos a ninguna parte, como la vida misma. Mi habitación daba
vueltas y más vueltas y más vueltas, las náuseas eran horribles. De
alguna manera era consciente de lo que iba a pasar a continuación,
enocks, iban a aparecer enocks por todas partes queriendo desfigurar
mi cara; qué más daba si Evel no me quería. Nada. Ni enocks, ni
aguas estancadas. Más escaleras. Estaba muy enfadada, tenía que
hablar con él, si no podía tenerlo, al menos le escupiría en la cara
cómo me hacía sentir. Oscuridad, todo estaba oscuro. ¿Qué era ese
olor a limón? Una puerta, algo de luz, la cara de Evel, no iba a
desperdiciar mi oportunidad:
—¡Evel, eres un fraude! —me miraba atónito pero me daba lo
mismo—. Eres un fraude, pareces perfecto y bueno, pero eres
mezquino. ¿Cómo puedes pasearte con la pobre Arabel por ahí tan
tranquilo? —su cara se emborronaba y empezaba a desaparecer. Lo
enganché de la solapa de su casaca de pirata para evitar que se
esfumara—. No puedes tratarme así, no puedes hacer que crea que
me quieres, no puedes dormir conmigo, no puedes acariciarme así y
luego irte con tu novia, si yo fuese tu ninfa, te abofetearía. No puedes
darme besos en la frente que me hacen temblar, bueno no, eso da
igual. ¡Tus besos en la frente son una mierda! ¡Que lo sepas! No me
mires así, no puedes mirarme así, no me mires de ninguna manera.
Habla con Ulien, él es un amigo, que te enseñe cómo comportarte —
inhalé aire para elevar el volumen—. ¿Qué pasa? ¿No te das cuenta
de lo que me estás haciendo? ¿De lo que le haces a Arabel? ¿Lo
estas disfrutando? —yo sí disfrutaba de empujarle aunque no se
moviera ni un poquito—. Seguro que me has escupido saliva
venenosa en las infusiones para que me vuelva adicta a ti. ¿Es eso lo
que has hecho? —no podía respirar—. ¿NO VES QUE ME HACES
DAÑO? ¿NO VES QUE ME HE ENAMORADO DE T…?
No pude continuar porque mis labios quedaron sellados con los
suyos. Mi mayor deseo se hacía realidad dejándome amnésica, no
recordaba a nadie ni a nada, no sabía por qué había estado enfadada
o si existía alguien más allá de nosotros dos. Mis piernas flaquearon,
él me sostuvo contundente sin dejar de besarme, quería abrazarle
pero mis brazos se habían vuelto blandos, no sentía los pies en la
tierra, dejé de sentir mi propio ser. Solo aquel beso que hacía
revolotear pterodáctilos en mi estómago.
Todo se desvaneció, el beso, Evel, empecé a caer y a caer como
Alicia en el país de las maravillas engullida por una densa oscuridad
que flasheaba imágenes a velocidades vertiginosas.
Evel bailando con Arabel. Evel bailando conmigo disfrazado de
Peter Pan. Ulien me llevaba en brazos, subía las escaleras. Un
limonero. Evel regalándome al rey de los besos, Arabel robándomelo.
Otro limonero. Arabel besaba a Evel. Un sauce lloraba desconsolado.
Dinosaurios pisoteaban mi abdomen. Evel acariciando mi pelo.
Sábado, 6 de septiembre
—¡Vamos! Ya has dormido bastante la mona.
La voz de Ulien acuchillaba mi cerebro. Corrió las cortinas de un
movimiento dejándome ciega y con la sensación de un mazazo sobre
mi frente. Tenía la boca y la garganta como si acabase de comer
estofado de arena con agua de alcantarilla, la habitación no se estaba
quieta.
—Bébete esto, yo lo llamo el milagro contra la resaca. Venga —
exigió—, llevo más de una hora preparándolo, de un trago.
Moría de sed, tenía miedo de mirarme las manos por si se
habían disecado por la deshidratación. Cogí el vaso sin distinguirlo
muy bien y di tres tragos ansiosos hasta que el sabor llegó a mis
papilas gustativas haciendo estragos.
—¿Qué demonios es eso? ¿Qué quieres, envenenarme?
—No, quiero que te sientas mejor para que podamos ir al lago
antes de que se haga de noche. Tú solita ya te ocupas de
envenenarte. Acábatelo ahora mismo.
No sabía si confiaba en Ulien lo suficiente para acabar de
engullir aquel potaje asqueroso. Por otra parte, si me iba a quitar el
mareo, las náuseas o la sensación de que mi cabeza había doblado su
tamaño y estaba a punto de estallar… Lo tragué sin más. Ulien me
entregó una botella de agua que casi agoté. Alguien llamó a la puerta,
mi enfermero le dio paso y Evel se unió a la fiesta de la resaca.
—Qué guapa estas por las mañanas.
El piropo irónico me dio el empuje necesario para llegar con
premura hasta el lavabo, ojeé el espejo espantada. Estaba perfecta
para protagonizar una peli de terror oriental, mi pelo era un nido de
pájaros y la pintura de mis ojos se escurría hasta las mejillas
estampando manchurrones ahumados por toda mi cara. Mis labios
empezaban a hidratarse, podía notar cómo los beneficios del brebaje
de Ulien iban obrando el milagro con inmediatez.
Me deshice del traje de chupasangre olvidando a los chicos en
mi habitación y me metí bajo el chorro de la ducha suspirando de
alivio. El embotamiento de mi cabeza mejoró considerablemente
debajo del agua templada, abrí la boca, el agua no era salada.
Recordé mis conversaciones con los arboles, ¿estaba borracha o me
había tragado algún canapé con setas alucinógenas? Preferí no
pensarlo, demasiado humillante.
Usé un champú que olía a fresas y al terminar me enrollé en una
toalla inmaculada disfrutando la sensación del cabello mojado sobre
mi espalda. Tenía la ropa en la habitación, salí cepillándome el pelo,
me había hecho la ilusión de que los chicos habrían desaparecido
pero ahí estaban, hablando de mí y de un sauce llorón. Le lancé el
cepillo a Ulien que atrapó al vuelo.
—¿Se puede saber qué estás contando?
Evel contestó por él.
—Me está llorando que por tu culpa no podrá volver a ponerse
sus medias verdes —Ulien lo fulminó desde su asiento, Evel
permanecía inmutable de pie—. Parece ser que los canapés
regurgitados cuestan mucho de salir de sus panties.
—Los he tirado a la basura, idiota, y no eran panties, eran
pantalones ajustados.
Evel agachó la cabeza y levantó las cejas incrédulo.
—¿Te vomité encima, Ulien?
Quería morirme, no tenía suficiente toalla para cubrir mi
bochorno. Menos cuando Ulien aclaró que le vomité no una, sino dos
veces encima, la segunda cuando me subía en brazos a la habitación.
—Cuando llegamos aquí te fuiste directa al baño, empezaste a
beber agua del grifo como si fueras una ballena en pleno desierto.
Creía que el resto nos íbamos a tener que duchar en seco por la
mañana, te di un zumo de limón que atiborraste de azúcar y te
dormiste sorbiéndolo.
El vaso con restos de líquido amarillo que lo corroboraba estaba
volcado sobre la mesita y parte del colchón.
—Lo siento, Ulien, lo siento, lo siento, soy lo peor. ¿Te estropeé
tu fiesta? Soy la peor amiga del mundo. Hablando de amigas, ¿dónde
está Sales? ¿Y mi ropa?
Evel me lanzó mi bolsa. Sales nos esperaba en el jardín con su
inseparable novio. Para renegar del amor dependiente entre sirenas,
no había quien la despegara de Dani. Acabé de asearme en el baño.
Las puntillas de mi vestido blanco llegaban hasta más arriba de la
rodilla, las cicatrices de mis piernas empezaban a disimularse a solo
una semana del ataque. Abroché unas sandalias y me contemplé en el
espejo, casi no parecía un condenado fantasma.

Acariciando a cinco formidables caballos, tres marrones y dos


blancos, nos esperaban Sales y Daniel con dos cestas de mimbre.
—Otra vez de resaca, Estrellita. Las fiestas de disfraces no te
sientan bien —ese fue el saludo de Sales.
La idea era dar una vuelta a caballo por los jardines y merendar
al lado de alguna charca. Oscar, Cris y Eila no se habían quedado a
dormir pero vendrían a cenar luego. Ulien nos ofrecía la opción de
quedarnos un día más o volver a la casa de la playa.
Los jardines de noche ofrecían el aspecto de un edén salido de
un relato cargado de fantasía, pero de día no cabía descripción lo
suficiente buena para el vergel. Se escuchaba el trinar de los pájaros,
y mariquitas, mariposas y libélulas campaban a sus anchas llenándolo
de vida. Todas las flores estiraban sus pétalos queriendo absorber la
luz solar.
Me tocó uno de los caballos marrones, recordé a mi Rabzilla solo
en casa, Eila se ocuparía de él. Me encantaban los caballos, mi tío
tuvo uno cuando era más pequeña y amaba pasearme con él.
Ulien, con un corcel blanco, y Evel, con uno castaño más alto
que el resto, abrían la marcha. Sales cabalgaba el otro caballo blanco.
Daniel no parecía muy seguro encima del animal, yo cerraba la
expedición.
Disfruté el paseo enterrando mi episodio con la bebida de la
noche anterior. No encontré a faltar a nadie hasta que, embebida por
el paisaje, pensé que era imposible admirar belleza mayor. Sí era
posible. Me adelanté hasta llegar a la altura de Sales.
—¿Y la hermana de Ulien?
—No se encontraba bien, ha pasado la mañana en la laguna y
ahora está acostada, las ninfas son tan delicadas… —exclamó bien
alto para que su primo lo oyera.
La laguna. Me preguntaba cuándo la visitaríamos, ya llevábamos
un buen trecho de paseo y el Sol hacía rato que no calentaba con todo
su brío.
Aparcamos junto a una pequeña balsa, los colores de la tarde
cubrían el paisaje de un manto cálido y mágico.
Me distraje caminando entre las plantas abandonando las
sandalias para sentir los tréboles entre mis dedos; era como caminar
sobre el colchón de la cama, si hubiese estado Eila la hubiese
instigado a saltar conmigo entre las flores. Yo sola parecería una
cabra brincando alrededor de la charca.
El rumor del agua incitaba a meter pies y manos, chapoteé
asustando a los peces de colores del pequeño oasis, sobé las hojas
de los arboles, acaricié sus troncos irregulares. En América no había
visto nada que se les asemejara, perseguí a dos mariposas
avioletadas, arrimé las narices a algunas flores aspirando su aroma,
una abeja adormilada me asustó haciendo reír a Ulien. Evel me
observaba apoyado en un árbol gigantesco, sentir sus ojos sobre mí
me robó la naturalidad. Aún tenía una conversación pendiente con él;
que Arabel no se encontrase bien me brindaba una perfecta
oportunidad.
Sales nos reclamó, entre ella y Dani habían organizado un picnic
de película sobre un mantel de cuadros. Echaba a suertes por dónde
empezar a gozar aquellos manjares: tarta de manzana, pastel de
calabaza, bollos con mermelada, fruta fresca, bizcocho de chocolate y
frutos secos. Se me hacía la boca agua.
Empecé con la limonada a falta de agua clara y continué picando
un poco de todo y un mucho de tarta de manzana. Sales terminó la
primera observando los posos de la merienda con la mirada perdida
sonriéndose.
—Si Eila estuviera aquí diría que parecemos una postal de Tarta
de Fresa. Ulien, ¿te acuerdas de la paliza que daba con esos dibujos?
Ulien sonrió nostálgico.
—Tenía que haberse quedado.
Todos estuvieron de acuerdo que nuestro picnic le hubiese
encantado a la pequeña de la familia.
No pude dejar de notar que Evel evitaba mirarme
deliberadamente, si seguía con esa actitud y sin hablarme acabaría
por no tener nada que recriminarle. No quise imaginar lo buena que
podía haber sido su noche con la princesa de la perfección a su lado.
Ulien me acompañó al estanque para limpiarnos los restos de
tarta, estaba feliz de tenernos allí, no me tenía en cuenta mis vómitos
de la noche anterior. El color anaranjado de la tarde empezaba a
tornarse rojizo otorgando potencia al peinado despeinado de Ulien que
ahora semejaba una hoguera vivaracha.
—¿No vamos a ver el lago?
—Sales no quiere ir por Daniel, las ninfas tienen un potente
efecto en los terrestres, dice que no quiere que se le atonte —miró a
Daniel—, él sí quería ir. De todas formas, Evel me ha dicho que te lo
quiere enseñar él por finalizar algo que pasó en la playa o no sé qué,
pregúntale a él —lo señaló sin apartarme la mirada.
Recordé con nitidez el momento de la noche anterior, cuando
descubrí que Ulien conocía a la perfección mis sentimientos. La
sangre empezó a tropezarse por mi cara, quise decir algo pero no
sabía qué.
—Ve y habla con él.
Los ojos cobalto de Ulien podían querer decir muchas cosas, de
nuevo deseé ser una ninfa para conseguir descifrarlos. Me levanté y
alcancé a Evel, que acariciaba su caballo evitándome. Lo agradecí
porque olvidé cómo se caminaba o respiraba con normalidad.
—Evel…
La voz me temblaba. ¿Se podía ser más estúpida? Dejó de
palpar a su caballo para enfocarme, qué bien le sentaban los
atardeceres, tuve que tragar saliva e insuflarme valor para hablarle
sintiéndome insignificante frente a él.
—¿Vamos a ir al lago ahora?
Redirigió la mirada hacia su hermana, ella y Dani estaban
cerrando las cestas, Ulien nos daba la espalda. Montó su caballo sin
contestarme y me tendió una mano para que le acompañara.
—¿No le haremos daño si subimos los dos sobre él? —me
preocupé.
—Es el caballo de mi tío. Estrella, los dos juntos no llegamos a
pesar lo mismo que Karlden—agradecí que por fin dijera algo.
Agarré su mano y me aupé tras él.
—¡Sales! Nos vemos en la cena, voy a enseñarle una cosa a
Estrella.
No esperó contestación, arrancó motores y empezamos a
cabalgar a paso moderado. No quería agarrarme a su cintura pero me
preocupaba caerme, no estaba acostumbrada a subir detrás; mi tío
siempre me dejaba montar sola y me sentía insegura sin las riendas.
Las únicas palabras que me dirigió fueron para advertirme que me
agachara al pasar por debajo de algunos árboles altos. Aspiré su
aroma, olía a melocotones y a él mismo. ¿Cuándo volvería a tenerlo
tan cerca? No sabía ni por dónde empezar a hablarle. ¿Qué pensaría
Ulien de mí y de mi enamoramiento? Cerré los ojos y rechacé
preocupaciones, me abracé a él disfrutando lo que quedara.

—Ya hemos llegado.


Embelesada en mi abrazo, había pasado por alto la caída del
sol. Sin antorchas ni faroles que iluminaran la noche, la Luna
menguante era el único foco de luz.
Descabalgó y me ayudó a bajar sin chocar sus ojos con los
míos, estacionó el caballo junto a un árbol y me tomó la mano
desprevenida. No añadió nada, le seguí sin opción entre los árboles, el
follaje estaba más apretado que en el estanque; entre eso y la noche,
no conseguía ver más adelante.
Memoré los ojos de gato de las sirenas, Evel vería mejor que yo.
Se detuvo. Giró hacia mí volteándome, pregunté qué hacía, respondió
tapándome los ojos y avisando que se acercaba una sorpresa. ¿Algún
día tendría valor para detener aquello? Caminé con sus manos tibias
en mis ojos, él detrás guiándome.
Los sonidos de la noche se potenciaban con los ojos cerrados,
las ramas de los helechos acariciaban mis piernas, me estremecí al
pensar en la cantidad de bichos que debían poblar aquel paraje, se oía
el rumor del agua muy cerca justo donde estábamos.
Evel se detuvo.
—¿Estás preparada? —estaba nerviosa.
Descubrió mi vista y mi boca quedó de par en par, no conseguía
asimilar lo que presenciaba. Visualicé las pequeñas charcas de la
noche anterior emitiendo una tímida luz, esto no tenía nada que ver.
Era un lago, un lago enorme bastante irregular e ¡iluminado!
¡Iluminado desde dentro! ¿Cómo era posible? Me acerqué para
desentrañar el truco, sin luz ya hubiese sido un espectáculo.
El lago se presentaba infestado de flora, los nenúfares se
escampaban por doquier destilando un aroma que saturaba la
atmósfera. En un extremo descansaban una cuadrilla de cisnes con
las cabezas escondidas bajo sus alas en un placentero reposo. Los
árboles se inclinaban hacia el líquido vital sumergiendo sus ramas, la
vegetación se adueñaba del lugar concediéndole un aspecto
pantanoso.
Nos encontrábamos sobre una pequeña explanada cubierta de
hierba fresca, olía a agua dulce pero sobre todo a nenúfar.
Toda la laguna se bordeaba por malanda, al menos el borde que
nosotros divisábamos, ahí no ingresaría ningún enock jamás. Aparte
de la planta morada, centenares de especies de arbustos con flor se
diseminaban por todo el lugar aprovechando la humedad ambiental.
Pero sin duda lo más llamativo era el resplandor del lago, no era una
luz muy fuerte ni brillante, pero lo suficiente llamativa para arrancarme
una exclamación al asomarme y cerciorarme que podía ver a la
perfección el fondo de la laguna.
Allá abajo se distinguía un grandioso bosque submarino. Si fuera
la vegetación era digna de admirar, dentro cortaba la respiración. Las
plantas crecían hasta la superficie y se veía tan claramente como si en
vez de agua se encontrase fino cristal. No era la misma nitidez que al
mirar las plantas tiernas bajo mis pies, pero se apreciaba casi al
detalle.
Busqué los focos de luz, con seguridad provenían del suelo
acuático.
—¡Evel, se ve todo! —exclamé extasiada.
Él contemplaba el paraje satisfecho como si fuese de su
propiedad.
—Ven —ordenó.
Evel asió mi mano y me condujo hasta lo que parecía un
pequeño y rústico embarcadero sin embarcaciones.
—¿Ves la línea de malanda que rodea el lago?
Señaló el embarcadero. El inicio de las tablas de madera y la
vegetación se dividían por una fila de pequeñas plantitas de malanda.
Evel estiró su pierna sin pisarlas y se plantó sobre la madera.
—Las ninfas son muy especiales, tienen sus sistemas para dejar
pasar solo a quienes ellas quieren. Esta —señaló la laguna con un
brazo— es su casa.
Recordé mis estudios sobre ninfas, una frase en concreto: «Las
humanas no son bienvenidas». Evel prosiguió.
—Tienes que cruzar esta línea de aquí.
Subrayó la separación entre la embarcación y el suelo donde yo
estaba parada.
—No te preocupes si no te dejan pasar, Ulien tiene una pomada
muy buena, en un par de semanas las ampollas y el picazón
desaparecerá, no duele mucho, creo.
—¿Qué? Estás loco si crees que voy a poner un pie ahí, no me
hace ninguna falta, puedo verlo todo perfectamente desde… Evel,
Evel ¿qué haces?
Me despegó del suelo alzándome en brazos y demorándose en
el límite del terreno. Yo gritaba suplicando que me bajara, se mascaba
la tragedia y él actuaba insensato.
—Cierra los ojos por si acaso, uno, dos…
Bramé apretando los ojos, aferrada a su cuello. No pasó nada.
Evel me depositó sobre las maderas de la embarcación entre
risotadas.
—Tendrías que haberte visto la cara. Un poco más y te pones a
llorar como un bebé. ¡Son ninfas, Estrella! No hadas mágicas, ni cosas
raras de cuentos para no dormir. ¿Qué brujería esperabas?
Le aticé, le aticé con fuerza.
—No dejarás de ser un gilipollas ni en un millón de años
¿Cuándo piensas madurar? ¡Imbécil!
Seguí pegando e insultando hasta que llegamos al extremo del
embarcadero. Evel ojeó el agua transformando su sonrisa en una
mueca malvada.
—¿Recuerdas la bofetada que me diste en la playa? Creo que
fue muy injusta porque no pensaba echarte al mar, creo recordar que
no conseguí vengarme.
Empecé a retroceder alarmada, pero me pilló al vuelo y me lanzó
a la laguna con mi vestido blanco, que pasó de ser ligero a pesar
cuarenta libras. Saqué la cabeza casi antes de sumergirla y me
enganché sin aliento a la madera por donde me miraba erguido con
los brazos a los costados.
—¡Podía haberme ahogado, idiota! ¿Qué hubieras hecho si me
ahogo? —le chillé asimilando lo que acababa de hacerme.
Evel rió con suficiencia y se acuclilló para encararme mejor.
—No te hubieras ahogado porque soy un salvavidas
¿recuerdas?
La forma dulce en la que lo dijo más o menos me hizo
perdonarlo, pero entonces tuvo que estropearlo, como siempre.
—¿Qué quería decirte? Ah sí, casi se me olvida… estamos en
paz.
Apretó mi cabeza sumergiéndome en el agua y se irguió
quitándose la camiseta. Sus músculos no iban a aplacarme, tampoco
cerciorarme de que llevaba mi colgante alrededor del cuello. No
conseguía apuntalarme bien para escapar del lago, así que empecé a
gritarle desde allí mismo.
—Me lo prometiste, dijiste que nunca me echarías al agua.
—Lo recuerdo perfectamente, Estrella, yo no prometí nada y te
mereces eso y más.
—¿De qué estás hablando? Ven aquí si tienes narices, necesitas
otro sopapo para que estemos en paz, ven aquí si no eres un
miserable cobarde.
Verlo gozar mi enfado de esa manera me llenaba de impotencia,
rabia e indignación y lo peor es que estaba quitándose los pantalones
y quedándose en bóxers. Empezaba a arrepentirme de retarle.
—Venga ya, Evel, no pensaras tir… —ya estaba dentro del
agua.
Cautivaba verlo bucear como un submarino orgánico bajo mis
pies, enmarcado por la magnífica laguna. Él diría lo que quisiera pero
aquel lugar era mágico-mágico. Emergió sacudiéndose el cabello
sobre mi cara. No, no cambiaría nunca.
—Bueno, creo que ya no estoy enfadado contigo.
—Tú. ¿Tú enfadado conmigo? ¿Pero qué es esto? El mundo al
revés, ¿o qué?
Pasaba de mí olímpicamente.
—Vamos a bucear.
Estaba histérica, me ponía histérica. ¿Pero qué berreaba ahora?
—A la de tres, ¿vale?
—No voy a bucear, Evel, voy a salir de aquí, a coger tu caballo
y…
—Más te vale coger aire porque a la de tres vamos a bucear,
una, dos…
Quise rechistar pero elegí coger aire para no morir.
Evel me arrastró al fondo acuático. Aun bajo el agua, se seguía
apreciando con nitidez toda la flora subacuática, ¿y la fauna? Los
peces campaban a sus anchas ajenos a nosotros. Deseé una
bombona de oxígeno para explorar aquello con detenimiento, lo que
me hizo tomar conciencia de que Evel no necesitaba aire pero yo sí.
Apreté su mano señalando mi cuello y el embarcadero sobre nuestras
cabezas. Evel comprendió.
Se acercó, cogió mi maxilar con una de sus manos y junto sus
labios con los míos, no estaba prevenida para algo así. ¿Se puede
sudar bajo el agua? Lo que me había parecido un beso salido de la
nada resultó ser un intercambio de oxígeno, la suerte nunca está de mi
parte.
Al separar la cara de la mía, reparé en sus ojos consumiendo el
gas vital demasiado rápido; el verde sobrenatural al que me tenía
enganchada había desaparecido. Había desaparecido todo, hasta el
blanco del ojo, sus pupilas lo habían engullido todo. Señalé su vista y
sonrió con cariño, daba igual si no tenía iris, si sus cuencas ahora eran
todas negras, Evel no dejaría de ser hermoso de ninguna manera.
Toqué su cara, su piel seguía igual, no habían aparecido escamas. Al
tocarlo mi dolor en el pecho se reavivó, toda la inquietud y el ansia por
acariciarlo golpearon con fuerza haciéndome sentir enferma. Me
faltaba el aire, señalé la superficie con urgencia.
Repitió el paso posando sus labios sobre los míos como había
hecho segundos antes. Respiré de su aire, lo sentí aproximarse,
colocó su mano en mi antebrazo acercándome a él, con la otra
acarició mi cara. El intercambio gaseoso finalizó y sus labios seguían
sobre los míos. Los apretó al tiempo que presionaba mi brazo, dejé
escapar un gemido subacuático.
Dentro del agua no tiene sentido marearse, deslizó su mano
hasta mi cintura y rozó mi lengua con la suya electrificándome. Me
aferré a sus brazos temiendo hundirme y al fin reaccioné, le devolví el
beso con el corazón al borde del colapso. Cogí su cara entre mis
manos y todo me dio igual. Lo besé, lo besé como llevaba tanto
deseándolo, como llevaba tanto soñándolo. En ese momento solo
deseaba entregarle todos mis sentimientos, hacérselos llegar,
hacérselos sentir, pero mis propios sentimientos me abrumaban.
Empezó a separarse de mí y quise gritar, soltó mi cintura y
apartó su mano de mi cara no sin antes rozarla con infinita ternura,
deshizo todo contacto y quedó flotando a un movimiento de brazo.
No traté de atraparlo, permanecí quieta observándolo,
experimentando esa vibración, esa energía especial que fluía del uno
al otro y del otro al uno. Sus ojos oscuros eran tan magnéticos como
los verdes. Evel era la criatura más hermosa sobre la Tierra y acababa
de besarme. Tuve tiempo de reflexionarlo, no era su belleza lo que me
enamoraba, Ulien también era hermoso y no me creaba esa desazón.
Era su persona, su ser, su carácter, su forma de mirar rozándote el
alma, hasta su forma de molestarme me agradaba, la franqueza con la
que siempre hablaba, su seguridad, su sentido del humor, su alegría
permanente, esa magia suya que no podía explicar y que tal vez
tuviera que ver con que fuese de otra especie.
Seguía contemplándome como si el tiempo se hubiese detenido.
Sentía mi pelo negro ondear a mi alrededor, cerré los ojos, había
olvidado esa sensación, la sensación de volar al sumergirse en el
agua. Abrí los ojos con premura otra vez, no quería que nada me
distrajera de acariciar a Evel aunque fuese con mis pupilas.
—Espero que este beso no lo olvides como parece que ha
sucedido con el de anoche.
Me taladraba con aquella mirada oscura esperando una
reacción; enrojecí, no sabía si eso se percibiría bajo el agua pero
notaba mis mejillas arder, no había sido un sueño y esto tampoco lo
era. Él estaba frente a mí y me había besado no por primera, sino por
segunda vez, costaba conciliar conceptos en mi cabeza.
—¿Has oído lo que te acabo de decir?
—Te he oído.
Ensanchó su sonrisa hasta los límites inflándose, negaba con la
cabeza mirándome como si fuese una tremenda calamidad, no le
comprendía.
—Estrella, ¿de verdad no lo ves aún? ¡Hablas y respiras bajo el
agua!
Mi cuerpo, que se había quedado sin sangre, reaccionó
repartiendo adrenalina a raudales. ¡Sabía hablar sireno! Hasta ahora
lo más que dominaba era el balleno, como Dori de Buscando a Nemo.
¡Mi madre y Alanis siempre habían hablado ese lenguaje cuando
salíamos a bucear! ¿Cuántas más cosas habría extraviado mi
descacharrado cerebro? ¡Un momento! Hablaba y respiraba bajo el
agua. Eso solo podía significar:
—¡Soy una sirena!
—Menos mal, si no, sería el primer tritón que se enamora de una
terrestre.
¿Cómo podía estar tan tranquilo? ¿Qué había dicho de
enamorarse?
—Evel, necesito… necesito un segundo.
—Tómate tu tiempo.
Acarició mi brazo y con una voltereta invertida se alejó un poco
surcando las aguas extasiado. Necesitaba un segundo, eran muchas
cosas para procesar: Evel me había besado, no una, sino dos veces.
La noche anterior en la puerta de mi habitación me había dado nuestro
primer confuso, borroso y maravilloso primer beso. Del segundo aún
sentía los chisporroteos por mi piel. Y acababa de enterarme, acababa
de recordar, que entendía y hablaba su lengua y eso no era por
ninguna otra razón más que porque yo era una sirena, lo que me
llevaba a la última de las sorpresas de la noche.
Las fuerzas de la naturaleza habían decidido realizar todos mis
sueños de una sola vez y dejar caer del cielo una tromba de alegrías.
Enis. Mi madre. Mi madre era mi biológica y genuina madre, yo era
parte física de ella aunque mi pelo fuese negro tizón, aunque naciese
sin cola, aunque hubiese estado apartada del líquido vital ocho largos
años. Mi madre, la que me había parido, era una sirena, una diosa.
Durante ocho años había estado completamente confundida y todo
debía tener una perfecta explicación que ahora mismo me traía sin
cuidado.
—¡Evel!
Regresó junto a mí con la sonrisa fresca en su cara. Tanta dicha
no cabía en mi cuerpo mitad sireno, temía explotar de un momento a
otro desperdigando mi alegría por la laguna, por Irlanda, por todo el
universo, apreté sus manos.
—Tengo ganas de gritar —manifesté con éxtasis.
—Estoy seguro de que sí, pero será mejor que te contengas, un
grito de sirena puede causar estragos aunque solo seas medio sirena.
No podía dejar de sonreírle, él tampoco se deshacía de su gesto
alegre.
—¿Te lo puedes creer?
Evel negó primero y luego asintió repasando mi cara con sus
ojos negros.
—¡Mis ojos! —los palpé como si así pudiese notar algo
diferente—. ¿Son como los tuyos?
—Tienes uno normal y el otro negro —lo empujé—. Bromeaba,
bromeaba, sí, igualitos que yo.
—Entonces ya hace rato que sabes que…
No consintió que continuara, me calló con un beso como ya
había hecho la noche anterior. Este beso era diferente, con los labios
juntos y apretados un beso espontáneo como el de la mejilla al
regalarle el colgante de la sirena de cristal y que como tal acabó
enseguida. Esta vez no soltó mis brazos preparándose para el
siguiente, algo se movió tras él.
—¿Qué pasa?
Escudriñó su alrededor y enseguida comprendió.
Seis féminas flotaban estáticas a nuestro alrededor, una de ellas
se acercó a Evel hasta detenerse a dos palmos de su cara, las otras
cinco exhibían un gesto solemne. Advertí el miedo recorriendo mis
venas. La ninfa examinaba a Evel con sus ojos rasgados, oscuros,
amenazantes. Sus cabellos flotaban construyendo un aura de
filamentos blancos a su alrededor. Habló. Pronunciaba diferente,
comiéndose sonidos en un vibrato próximo a lo celestial.
—No puedo saber lo que sientes, Evel, con lo fáciles que son los
humanos de descifrar, nunca sé lo que Karl piensa —no había rastro
de humildad en sus palabras, tampoco de verdadero fastidio.
—Bueno, esa es una de las razones por las que te enamoraste
de él, ¿no? —contestó Evel en tono neutro.
No lo contradijo, se separó de él deslizándose gatuna hasta
pararse frente a mí. Observé a Evel a sus espaldas con los puños
apretados, no me dio ninguna señal de nada, no quedó otro remedio
que encontrarme con los ojos brunos de aquel ser.
No podría mezclarse entre humanos, aunque quisiera, sin
delatarse, sus orejas ligeramente puntiagudas, su rostro estirado, la
cara triangular, su piel cerámica, las extremidades demasiado
alargadas y estilizadas. Aquella particular mata de pelo liso y plateado,
todo en ella clamaba que no era humana, sino otra de las fascinantes
criaturas acuáticas.
—Puedo oler tu parte terrestre —y yo pude apreciar lo poco que
le gustaban las humanas por la forma en que dijo «terrestre»—, así
que eres el primer híbrido, estás condenada a muerte, pequeña.
—¡Aneris! —Evel pronunció su nombre, autoritario y molesto,
desde atrás.
—No te pongas nervioso, Evel, no me atrevería a hacerle nada a
una diosa —me evaluó altiva arrugando la nariz—, a pesar de su parte
humana —finalizó.
Seguía con sus característicos ojos puestos en mí para
preguntar a Evel.
—¿Sabes que Arabel ha estado aquí esta mañana?
—Lo sé. Siento todo lo que ha pasado.
Evel no mostraba arrepentimiento, sus puños seguían apretados.
—Es una ninfa, no te preocupes, se recuperará pronto, no tienes
influencia sobre ella.
Hablaba como si su raza estuviese muy por encima de cualquier
otra. Se deslizó con gracia y agilidad hacia atrás. Evel se me arrimó,
ansiaba enganchar su mano.
—Pensaba que estabais al otro lado de la laguna.
—Habéis armado mucho escándalo —atestiguó sin mirarnos en
aparente calma ocultando malamente su recelo.
Se aproximó de nuevo a Evel y acarició su cara, ahora yo
apretaba los puños.
—Te deseo lo mejor, Evel, ya lo sabes. Siempre he dicho que
esto pasaría. Ahora ya me entiendes cuando decía que no estabas
enamorado de Arabel.
Las demás ninfas me estudiaban curiosas, percibía sus ganas
de adelantarse. Aneris proseguía su conversación con la voz
enganchada a un débil eco que arrastraba las palabras sugerente,
diabólicamente.
—Tengo curiosidad por saber qué vas a hacer, es el primer
híbrido, la desgracia caerá sobre ti.
—La voy a llevar a España.
—¿Y tú? —se pausó para descifrarlo por ella misma—, irás
también, por supuesto —Evel cabeceó—. No podrás volver, ¿lo
sabes? —corroboró de nuevo—. Espero que vengas a decirnos adiós,
ya sabes que puedes contar con mi ayuda, aunque no sé en qué
podría ayudarte.
—Gracias, Aneris, lo sé.
Aneris me clavó sus dos pozos de oscuridad una vez más,
acarició mi rostro con una mano blanca como la nieve y aconsejó
ceremonial que me mantuviese viva por el bien de su sobrino.
—Enséñale nuestro hogar, le gustará. Nosotras os dejamos.
Una de las ninfas movió su mano coqueta hacia Evel, este le
sonrió y se despidió de ella con un gesto de cabeza. Otra más se
acercó y cogió su mano entre las suyas.
—Ven a despedirte.
—Lo haré.
Y se marcharon en formación. Evel apretó mi mano, distinguí
cómo de repente se desperdigaban y desaparecían veloces como
peces a la vista de un tiburón. Analicé a Evel con la vista perdida por
donde se habían diseminado. La ninfa de cabello rubio platino rondaba
mi pensar.
—Lo siento, las ninfas pueden ser un poco excéntricas y
extrañas si no las conoces bien.
—¿Qué es eso de que vamos a España?
—Quería dejar pasar esta semana —encaró la laguna pensativo
y luego a mí—. Ahora todo se ha precipitado. Es lo mejor, tenemos
que irnos de aquí, no podemos arriesgarnos a que Senia te
descubra… tenemos que irnos, Estrella.
—Pero podríamos hablar con ella, ¿no? Al fin y al cabo es… es
mi tía, mi familia, ¿no?
Evel me miró sonriéndome como a una niña pequeña e inocente,
acercó su mano, recorrió mi mandíbula hasta acariciar mi barbilla y
pidió que no me preocupara por nada de eso ahora. Después de cenar
habría tiempo de hablarlo, ahora íbamos a dar una vuelta por la
laguna.
No nos cruzamos con más ninfas. Nadar después de tantos años
atrajo recuerdos olvidados de juegos y largas expediciones marinas
con mi madre, me conmovía la nitidez con la que empezaba a
evocarla. Anhelaba el mar como nunca lo había hecho, no podía
esperar a sumergirme en aguas saladas.
Mi madre nunca había nombrado a las sirenas, nunca se había
autodenominado a sí misma con ese sustantivo. Para mí hablar y
respirar bajo el agua siempre fue algo tan natural como caminar sobre
la tierra. La recordé advirtiéndome que aquello era un secreto especial
que solo podía compartir con mis padres y con Alanis y con… y con
alguien más que ahora no acudía a mi mente, con alguien más con
quien también había compartido paseos marítimos.
Me dieron ganas de golpear mi atrofiado cerebro, todo aquello
era culpa de la canción del olvido del falso ángel, esperaba no
echármelo a la cara jamás. Sales dijo que nunca nadó conmigo para
protegerme de su secreto. Ahora entendía que en realidad lo que
pretendían era ocultar la existencia del híbrido incluso a mis más
allegados.
Mi padre dejó creer a todo el mundo que estaba muerta para
borrar mi huella, no pretendía amargarme la vida, sino salvármela.
¿Sabría Senia de mi mitad sirena? ¿Quién demonios era ese
ángel misterioso?
Apagué el botón de pensar, tanto discurrir provocaba dolores de
cabeza. Me ceñiría a disfrutar del nado, del espectáculo acuático que
tenía por delante, de mantenerme suspendida en el líquido con los
ojos cerrados y el contacto de la mano de Evel; este me dejó saborear
la experiencia al máximo deleitándose con mi placer.
Preguntó si querría descubrir el secreto de la luz de la laguna.
Agarró un puñado de piedras del lecho y subimos a la superficie. Las
mostró antes de sacarlas del agua, algunas de ellas emitían una débil
luz cálida pero al emergerlas se convertían en cantos rodados
vulgares. Pasé mis dedos sobre ellas, las que brillaban poseían un
tacto suave como bruñido sin una gran diferencia entre las piedras que
no brillaban, no bastaba con mojarlas debías sumergirlas para
identificarlas. El ojo terrestre no era capaz de percibir aquel espectro
de luz suave y cálido, por lo que para cualquier humano el lago era
una masa oscura en la noche, ideal para esconder la presencia de las
ninfas nocturnas.
Cruzó mi mente la posibilidad de que quizá Evel supiera de
antemano que yo vería el lago brillar, es más, cuando le dije que podía
ver su luz, él ya debió descifrar que mis ojos eran especiales. ¿Desde
cuándo conocía lo de mi parte acuática?
Salimos a secarnos un poco antes de irnos. En menos de una
hora se serviría la cena. Le pedí que se girara para quitarme el vestido
y escurrirlo.
—Ya te he visto en bañador.
—Sí, pero voy en ropa interior, gírate.
Rodó los ojos y obedeció. Escurrí mi vestido sobre el
embarcadero. Evel me pasó su camiseta seca para que la vistiera,
sacudió sus pantalones y un papelito garabateado fue a pegarse en mi
pie húmedo. Pasé la camiseta por mi cabeza y lo recogí.
—¿Es tuyo esto?
Evel se subía los pantalones, lo cogió con una sonrisa
perniciosa.
—De «esto» tenemos que hablar —dijo sosteniendo el papelito
entre el índice y el corazón—. Ven.
Le seguí admirando sus anchas espaldas de nadador hasta el
llano donde había destapado mis ojos. Se sentó como un indio sobre
la hierba y tiró de mí arrodillándome frente a él. Dejé mi vestido
empapado a un lado. Señaló el pedazo de papel, levantó las cejas y
apretó la boca, su actitud no auguraba nada bueno.
—He hecho mi lista de preguntas, ahora te toca a ti contestarme.
¿Qué quería preguntarme? ¿Acerca de los terrestres? Respiró
hondo y me miró en silencio.
—Estrellita —no me gustaba el matiz reprobatorio en su voz—,
anoche te busqué por toda la casa y luego por los jardines, nadie te
había visto en horas. Al final fui a tu habitación porque me urgía hablar
contigo y no podía esperar otro día más. Me topé con mi primo
saliendo de tu cuarto, no estaba de muy buen humor, lo cual no me
extraña si le vomitaste encima dos veces. Me contó lo de tu pedo
descomunal y dijo algo sobre que estabas en coma. Se fue dejándome
frente a tu puerta preocupado por tu salud. Cuando intenté llamar,
apareciste atropellándome —hizo una pausa para mirarme
recriminatorio, estaba acalorada porque ya veía por dónde iban los
tiros—. Me acusaste de muchas cosas injustas anoche, Estrella, y aun
así te besé, te besé hasta que te desmayaste y te acosté en tu cama.
Por cierto, dices mi nombre en sueños y hoy no ha sido la primera vez
—utilizaba el dato como arma arrojadiza y funcionaba—. Mientras
dormías la mona me entretuve escribiendo todas las perlas que me
habías soltado, no quería que se me olvidara nada —estrujó el papel
en su mano y se echó adelante cogiendo aire, evidenciando que ahora
venía la peor parte—. ¡Me llamaste fraude! Me acusaste de darte
falsas esperanzas y de ser mezquino —ponía un grave énfasis en
cada palabra, quise defenderme pero me mandó callar—. ¿Tú te crees
que ha sido fácil intentar ocultar mis sentimientos? Y ya no solo a ti,
porque al principio también me los ocultaba a mí mismo —se golpeó el
pecho enfatizando—. Sabes que ya tenía pareja, ¿no? —respiró
hondamente y agachó la cabeza—. Nunca he querido darte
esperanzas de ningún tipo intencionadamente —me dirigía sus pupilas
con toda la franqueza brillando en sus ojos verdes.
Me odiaba a mí misma por haber herido sus sentimientos, por en
mi delirio haber dudado del chico noble que sabía tenía enfrente.
»Estrella, cualquier muestra de afecto que te haya dado me ha
salido del alma de forma espontánea o porque no he podido reprimirla,
y créeme, no tienes idea de lo que he llegado a reprimir. No me
parecía justo para Arabel. Aunque no pudiese deshacer mis
sentimientos, al menos he intentado respetarla. No pensaba dar
ningún paso hacia ti hasta no hablar con ella. Tú no tienes ni idea de lo
que he pasado, me he acostado con migrañas casi cada día. No te
culpo por el lío que parece te has hecho, yo también he tenido mis
dudas hacia ti. A veces me confundías, no sabía qué te llevabas entre
manos con Ulien, me tenías loco. ¿Sabes por qué se encuentra mal
Arabel? Le he dicho en su cumpleaños que estaba enamorado de otra,
aún no sé cómo he podido hacerle eso. Sí. Sí, lo sé, fue tu forma de
mirarme anoche cuando bailabas con Drácula, me sentí como una
mierda, por ti y por ella, no podía esperar más.
»Me encantó que vinieras y me soltaras todo esto cuando más
hecho polvo estaba —empecé a notar un nudo en la garganta—.
Hubiese hablado antes con Arabel pero en toda la semana la he visto
dos veces y las dos veces celebraba un día especial, ya no sabía qué
hacer o cómo hacerlo. Y como tú misma has dicho, no tenía derecho a
decir o hacer nada respecto a ti porque aún no había aclarado nada
con ella.
Observó la laguna, pensativo. No me atrevía a decir nada, ¿qué
iba a decir? Al mirarme, su gesto se suavizó, moría por tocarle, por
abrazarle y aparcar el tema a un lado.
»¿Tú también lo sentiste? ¿Nuestra conexión? El jueves en el
balancín —asentí al borde de las lágrimas—; ya me había parecido
sentirla antes, pero esa noche… lo sentí con más fuerza, estuve tan
seguro, me liberé, ya me daba todo igual, no sé qué me impidió
besarte allí mismo, sentí que, fuese como fuese, todo saldría bien.
Acarició mi cara estremeciéndome desde ese punto al meñique
del pie. Quise arrancarle el papel de los dedos cuando frunció el ceño
al leer en silencio más de mis agravios.
—¿Qué es eso de que mis besos en la frente son una mierda?
—arrugaba el ceño desafiante—. ¿Recuerdas el sábado pasado
cuando «te di un beso de mierda en la frente» antes de salir de tu
cuarto? Tuve que sacar fuerzas de donde no había para salir de esa
habitación sin echarme sobre ti, y a ti mi beso te pareció una mierda
después de que pasara toda la noche hasta que despertaste en un sin
vivir. ¡Increíble!
El obstáculo en mi laringe se había vuelto enorme, ahora
entendía por qué decía estar enfadado conmigo. Intenté hablar pero
de mi garganta solo brotó un sonido afónico.
—Aún no he acabado.
Volvió al papel y sonrió negando con la cabeza, su actitud me
hizo saber que sí había finalizado la reprimenda. Arrugó la chuleta y la
lanzó mirándome divertido.
—Aún no puedo creer que preguntaras si había escupido en tus
infusiones para hacerte adicta a mí, estás chalada.
Cubrí con mis manos los colores de mi cara, incapaz de mirarlo,
farfullando entre los dedos una disculpa.
—Bebí mucho anoche, yo no quería…
Destapó mi rostro riendo y tendiéndose sobre mí con cuidado,
sin dejarme asimilar muy bien lo que ahora pasaba. Quedamos
tumbados sobre la hierba, con él encima de mí apoyado en sus
manos, seguía abochornada.
—Estrellita, eres un caso. ¿Para qué voy a escupir nada, si
puedo hacer esto?
Nunca estaría precavida para el huracán de emociones que
desataban sus besos, agradecí estar ya en el suelo, rodeé su cuello
con mis brazos pero él se separó de mí para mofarse en voz alta.
—Lo de que estabas enamorada de mí no me molestó tanto.
Se apartó un poco más para que viera bien la burla en su jeta.
Lo empujé y terminó recostado a mi lado, si seguía ardiéndome así el
rostro, iba a acabar con fiebre. Acarició mi brazo y besó mi hombro,
luego lo intentó con mi cuello pero no fui capaz de soportar el
contacto. Alcanzó mi cara con su mano y rozó el moflete febril, luego
los labios, me costaba respirar y sentía un hormigueo por todo el
cuerpo, ya estaba enferma seguro. Besó mis párpados, dibujó mis
cejas con la punta de su dedo, me dejé caer boca arriba sobre la
hierba, no tenía fuerzas para seguir apoyándome.
Él se inclinó hacia mí inspeccionándome afectivo, adoraba sus
ojos y su forma de enfocarlos. Alargué mi mano para tocarle, sus
labios poseían un tacto suave y esponjoso incitándote al beso, acaricié
la piel de su mandíbula, resultaba tan agradable poderlo hacer, tener
licencia, que fuera correcto.
—Los acuáticos no tenemos pelo.
—No me había dado cuenta de que llevases peluquín —dije
repasando su pelo húmedo.
Compuso una mueca graciosa y quise besarle, pero él tenía
ganas de hablar de sirenas.
—No tenemos barba, solo tenemos pelo en cabeza, cejas y
pestañas. Y como ya has visto, las ninfas no tienen pestañas. Algunas
razas tampoco tienen cejas —pensó en voz alta.
Rememoré la noche que se presentó desnudo, recordé pensar
que estaba escrupulosamente depilado; resulta que no necesitaba
depilarse nada. Yo no tenía prácticamente vello en el cuerpo, nunca
me pareció raro, mi tía tampoco es peluda, pero en las partes de
mujer… esa debe de ser mi parte terrestre.
—¿Qué estas pensando? —reía con pillería—. Tú sí… Por el
amor de Dios, Estrella, tienes que dejar de sonrojarte de esa manera,
eres una dio…
La risa no le permitió acabar, me incorporé decidida a
estrangularle pero se me escurrió como un salmón.
—Para ser una sirena, eres muy violenta.
—Tú violentarías hasta a un caracol.
Con un quiebro me ensartó en su hombro, elevándome del
suelo.
—Tenemos que irnos ya o no llegamos a la cena.
¿Quién quería ir a ninguna cena? Quería quedarme allí con él y
con las piedras brillantes.
Montamos a caballo y el animal demostró ser veloz, aparte de
grande y resistente, en un santiamén alcanzamos la casa de Ulien.
Evel me ayudó a descabalgar.
—Estrella, no comentes nada de que eres como nosotros, luego
lo hablamos y veremos qué hacemos. ¿De acuerdo?
Rodeamos la casa y entramos por detrás, se distinguían las
voces de Cris y Eila desde el comedor con todos los demás.
—Ve a cambiarte, voy a decirles que ahora bajamos.
Se cercioró de que no mirara nadie e imprimió un beso en mi
frente exclamando: «Ahí va una mierda de beso».
Corrí a mi habitación, estampé el vestido mojado en el suelo, me
quité su camisa después de aspirarla buscando su rastro reciente y
me di una ducha relámpago. Al salir del baño caí en que solo tenía dos
opciones para vestirme: el vestido mojado o el traje de vampira. Como
si hubiese percibido mi apuro, Eila se presentó en mi cuarto con una
sonrisa de oreja a oreja y una bolsa de mano con varias mudas,
extrajo una.
—Evel me pidió que te trajera algo de ropa. Esto es tuyo,
¿verdad? Se lo prestaste a Sales, ¿no?
Enfundé mi vestido naranja y bajamos al comedor montado en el
salón menor, todos esperaban sentados. La mesa se preparaba para
diez comensales dejando un generoso espacio entre cada asistente;
Karlden y Oscar presidían la mesa. Saludé a Cris y Oscar notando a
este último un poco inquieto. Restaban dos asientos libres, uno entre
Cris y Evel y otro enfrente entre Sales y Ulien. Eila me quitó un peso
de encima al adelantarse y elegir por mí, sentándose junto a su primo.
Aún cogiendo asiento, este preguntó mi parecer sobre la laguna,
lo primero que me vino a la cabeza fueron los recientes besos de Evel
y las piedras luminosas.
—Es preciosa y enorme, me ha encantado.
Me resistí a mirar a Evel, que rozó mi pie con el suyo
comprimiéndome el estómago.
Ulien estaba juzgándome con la boca prieta impidiéndome
encontrar la mejor postura, pero agradecí que Sales quedara enfrente
de mí en lugar de Arabel, que se sentaba junto a su reciente ex pareja
y su padre.
La cena estaba servida, una especie de potaje rojo de merluza y
marisco. Moría de hambre, soñaba con el entrecot del japonés, estas
sirenas iban a acabar con todo el pescado del mar.
Cenaron alabando la maña del cocinero. Hablaban sobre la
noche anterior. Todos lo habían pasado genial y se habían sucedido
un millón de anécdotas que a mí me pasaron por alto.
Arabel no abría la boca, tenía que esforzarme horrores por
ignorar mi derecha. Evel también permanecía en silencio envuelto en
un denso campo electromagnético que nos unía sin necesidad de
tocarnos.
Sales y yo elogiamos el gusto de los anfitriones para celebrar
una fiesta de cumpleaños magnífica. Todos se unieron con todo tipo
de adulaciones a la decoración, la música, la comida, el servicio.
Karlden y Ulien las aceptaban complacidos.
Antes de llegar el postre, Evel se volteó hacia mí en un momento
cumbre en que todos hablaban al mismo tiempo y susurró: «Mi
habitación es la cuarta por la izquierda», guiñándome un ojo y
alterando a los pterodáctilos de mi vientre; empezó a levantarse de la
mesa ocasionando un pequeño silencio. Anunció que estaba cansado
y se iba a la cama demandando disculpas por no quedarse para el
postre. El único que hizo el amago de detenerle fue Oscar, decidiendo
callar en última instancia.
El helado de leche no pasaba por mi garganta, menos los
tropezones de fresas, me temblaba la mano con la que sostenía la
cuchara porque solo podía pensar en la cuarta puerta a la izquierda
del piso de arriba. ¿Cuándo pasaría suficiente tiempo para poder
ausentarme de la mesa sin levantar sospechas? Continuaba
rehusándome a mirar a mi derecha, el hueco que había dejado Evel
era enorme, con una fría Arabel a la otra punta.
—¿Estás bien, Estrella? Tienes mala cara —Sales me brindó la
oportunidad que estaba esperando.
—Me ha dolido la cabeza todo el día. ¿Os molestaría si voy a
acostarme?
—Debe ser del ponche de anoche —dijo Karlden suspicaz—,
creo que nos pasamos con el colorante. ¿No crees, Ulien?
A su hijo se le conjuntó la cara con el pelo y farfulló algo sin
mirar a su padre a la cara. Me hizo gracia ver al siempre confiado
Ulien tan apurado. Oscar pidió que esperara un poco más, quería
hablar conmigo después, en la sobremesa. No me veía capaz de
llegar a la sobremesa. Cris me echó un cable acariciando mi brazo
como si estuviese enferma.
—Déjala que descanse, Oscar, mañana ya habrá tiempo de
hablar.
Oscar amagó decir algo inclinándose hacia delante, miró a Cris y
se recostó en la silla bufando y dejándome huir. Deseé proclamar a
todo pulmón que llevaba razón acerca de que los sueños se hacen
realidad, pero no era el mejor momento. Di las buenas noches a los
presentes y fui en busca de las escaleras al cielo. Arabel no me había
deseado buenas noches, no había dicho una sola palabra en toda la
cena y, cuando me dispuse a abandonar la mesa, concentró su vista al
frente. ¿Lo sabía? ¿Sabría que era yo el motivo por el que Evel la
había dejado en mitad de su cumpleaños?
Escalé los peldaños de mármol con el corazón desbocado. Al
llegar a la cuarta puerta a la izquierda tuve que detenerme antes de
llamar para estabilizar mi respiración y apaciguar un poco mi
desmedido entusiasmo. Cuando consideré que podía encararle sin
parecer desesperada por su presencia, golpeé la puerta con suavidad.
La cara de Evel apareció por el hueco, dio paso inclinando la
cabeza en una mueca pícara, me estaba esperando. Cerró la puerta
tras él y quedó allí apoyado, en silencio, contemplándome. Su
habitación apenas estaba iluminada, solo una lamparita en su mesita
emitía luz, pero podía verle. Podía verle con claridad en vaqueros y
camiseta blanca en su postura más atractiva, aún mantenía el residuo
de su bienvenida en su rostro, más concentrado en examinarme que
en ser amable o pícaro.
Sus ojos brillaban con más intensidad que nunca ninguneando la
luz de la lámpara. Observaba mi vestido a punto de sonreírle, el
vestido que criticó la primera vez que nos vimos en su ayuntamiento.
Alargó una mano manteniendo la otra tras su espalda pegada a la
puerta, tiró de la tela anaranjada a la altura de mi ombligo
atrayéndome hacia él hasta dejarme apoyada en su pecho sobre mis
brazos flexionados. Podía sentir sus pulmones y su corazón
funcionando en perfecta sincronía, daría lo que fuese por averiguar
cómo lo hacía para mantener la serenidad.
Pasó su mano por mi espalda haciéndome estremecer y la dejó
ahí, ardiendo en mi espina.
Quería tocarlo, me tuve que recordar que podía hacerlo, tenía su
permiso. Rocé su mandíbula lampiña con la punta de mis dedos,
apagó los ojos respirando hondo al disfrutar mi contacto. Acaricié sus
labios como lo había hecho un rato antes, los apretó y cogió mi mano
despertando e hincando sus pupilas en mí con tal ímpetu que me tuve
que forzar a no apartar la vista. Se inclinó para acariciar mis labios con
los suyos, tenía la intención de dejarle hacer pero no pude, me abracé
a su cuello y le besé con tanta pasión como pude permitirme.
Reaccionó estrujándome contra él y robándome el aliento en un
beso que abrasaba como magma volcánico. Me alzó en el aire sin
dejar de besarme y me depositó encima de una cómoda de madera.
Se despegó de mí como si le costara la vida y se aferró a los bordes
del mueble con la cabeza gacha y la respiración agitada, dejándome
sentada entre sus brazos.
—No puedes besarme así, Estrella —le fallaba el aliento—.
¿Qué quieres, matarme?
No. Quería que no se alejara de mí, quería más, quería besarle
por siempre, no pensaba hacer otra cosa nunca más en mi vida y verlo
en ese estado por un beso mío; me estaba volviendo loca. Tiré de su
camiseta inmaculada hasta que pude atrapar su cara entre mis manos
besándole con la misma vehemencia del minuto anterior. ¿Cómo se lo
hacían en las películas para darse esos besos tan tiernos? No podía
besarle así, parecía que el mundo acabara y ese instante fuera el
único. Me espantó pensar que pudiese volver a existir un tiempo en
que no tuviese licencia para seguir atrapada en su abrazo…
—Abrázame más fuerte —ordené sin despegar mis labios de los
suyos.
La voz se me entrecortaba, oír su respiración agitada me
envolvía en un maremoto demente. Quise acariciar su piel pero solo
conseguí presionar su espalda haciéndole emitir un gemido grave que
electrificó mis músculos. Me agarró con fuerza besándome con
desespero, arranqué su camiseta arañando su piel, quería tocarlo,
quería recorrerlo entero con mis manos pero mis movimientos se
tornaban torpes y ansiosos.
Me alzó en el aire de nuevo y fuimos a caer sobre la cama sin
descuidar los apasionados besos. Presionó mi rodilla desnuda y subió
en una caricia potente hasta la mitad de mi pierna convulsionándome y
provocando que saliera un sonido novel de mi garganta. Aspiraba su
olor poniéndome enferma, nada bastaba para calmar mi sed, todo mi
cuerpo vibraba a su son, me sentía como una campana azotada una y
otra vez.
El ansia llegaba a doler, mi estómago se contraía y sentía la
electricidad alterando mi sistema nervioso. Fluía más energía por mi
cuerpo que en toda una vida. Presionaba su espalda queriéndome
meter dentro de él, tocarlo no era suficiente, besarlo no bastaba,
quería mezclarme con su piel atrapándolo con brazos y piernas.
Gemimos al unísono al fusionarnos con ganas de llorar, reír y
gritar al mismo tiempo, temí ahogarme porque no podía respirar, los
jadeos de Evel me trastornaban. Cubrió mi boca con una mano,
intenté deshacer la mordaza pero no era capaz de controlar mi cuerpo
o los sonidos que borbotaban de mi garganta. No me alcanzaban las
fuerzas para abrazarlo, para apretarme a él todo lo que deseaba, todo
lo que necesitaba.
Empecé a sentirme morir, el mundo giraba a enormes
velocidades mareándome, creí no ser capaz de soportar el placer que
castigaba mi cuerpo una y otra vez y otra vez. Todo se volvió negro,
en ese momento descubrí el significado de la palabra nirvana. Todo se
detuvo dejándome allí arriba, flotando en la cima del mundo.
Cuando abrí los ojos, Evel sobre mí me miraba preocupado,
permanecíamos atrapados en un feroz amarre de piernas y brazos.
Evel quería hablar pero su respiración descompasada no se lo
permitía.
—¿Qué ha pasado? —conseguí preguntar.
—No lo sé, yo solo —jadeaba—, yo solo quería darte un beso,
creía que te ibas a desmayar otra vez, has dejado de respirar. ¿Estás
bien?
Mis músculos empezaron a relajarse, seguía sin aliento, sostuve
su cara entre mis manos y le besé como había pretendido desde un
principio, entregándole todo mi amor, todo mi cariño. Él devolvió el
gesto con infinito afecto.
—Me has mordido —dijo sonriente.
Acababa de darle el beso más dulce del mundo. ¿Cómo podía
decir que le había mordido?
—No te he mordido. ¿Qué dices?
Se despegó de mí propagando un cosquilleo por toda mi piel que
arrancó un último gemido conjunto. Me mostró su mano con la marca
de mis dientes.
—Estabas gritando mucho, ¿sabes?
Toda la sangre se me fue a la cara, provocándole la risa.
—Esto ha sido una locura—sentenció divertido.
Podía quedarme ahí abrazada a él viéndole sonreír por toda la
eternidad pero alguien llamó a la puerta interrumpiendo el mágico
momento y haciéndonos recordar que no estábamos solos en la casa.
Evel se incorporó de golpe mirando a derecha e izquierda,
desorientado.
—¿Evel? —preguntó una voz femenina.
—¡Un momento! —voceó. Me miró confundido y alarmado—. Es
Arabel. Estrella, no quiero, lo siento, no quiero que te vea aquí —cogió
mi cara buscando aprobación con urgencia—. Lo entiendes, ¿verdad?
Asentí, claro que lo entendía. La puerta empezó a abrirse y Evel
saltó de la cama volando hasta ella cerrándola de un golpe.
—No estoy vestido, Arabel. ¡Un momento!
Me hacía señas para que me escondiera. Di gracias porque mi
vestido, aunque muy perjudicado, seguía cubriéndome. Mi ropa interior
colgaba de una de mis piernas, hecha una pena. Evel en cambio
sujetaba la puerta con una mano y se vestía con la otra señalando la
cama. Me metí debajo al tiempo que escuchaba a la ninfa penetrar en
la habitación. Me tapé la boca con fuerza temiendo que se escuchara
mi respiración.
—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no me habrías?
—Porque no me encuentro bien y estaba intentando descansar,
ya lo he dicho antes.
—¿Estás enfermo? Tienes la cara roja. Tengo que hablar
contigo.
—¿Podemos hablar mañana, Arabel? De verdad, no me
encuentro bien.
—No me pienso ir de aquí hasta que no hablemos, me lo
merezco. ¿No crees?
Evel trató de resistirse, pero desde mi escondite espié cómo
Arabel venía hacia la cama y se sentaba sobre mi cabeza. Evel le
recriminaba lo cabezota que era y yo fingía ser una estatua. ¿Qué
diría? ¿Qué pensaría si me encontraba bajo la cama? No veía cómo
salir de allí sin que me pescara. Cogí aire de muy poco a poco y decidí
relajarme y esperar a que Evel consiguiera deshacerse de ella.
—Siéntate —le ordenó.
Evel seguía remoloneando pero al fin vi sus pies descalzos junto
a los de ella. Agradecí que los muelles de la cama fueran fuertes,
debían de serlo después de lo que acababan de soportar. Me acaloré
yo sola al recordarlo, tuve que esforzarme para concentrarme en la
conversación sobre mi cabeza y olvidar lo que aquella habitación
acababa de presenciar.
—Es ella, ¿verdad? Evel, dímelo —suplicaba—. ¿No crees que
merezco saberlo?
Evel insistió en dejar la conversación para la mañana, pero
Arabel de verdad era muy testaruda.
—¿Qué quieres saber, Arabel? —preguntó vencido.
La chica no contestaba, no se iba a ir nunca.
—Es preciosa e imponente, como una diosa —expuso
recelosa—, todos la admiraban anoche —¿quién me admiraba? Yo no
noté nada. ¿Hablaba de mí?—. Ulien tenía razón, es la chica más
atractiva sobre la Tierra.
—Arabel, por favor… —Evel se escuchaba cansado.
—No te preocupes, lo entiendo, de verdad, no estoy ciega, Evel,
a mí nunca me has mirado así.
—Arabel…
—¿Es ella? ¿Es la que matará a Senia?
—¡Arabel! Ella no va a matar a nadie, ella…
Arabel se levantó de la cama de un salto, alterada.
—No me digas que no es el híbrido. ¿Crees que voy a creerme
que te has enamorado de una vulgar humana de la noche a la
mañana? A lo mejor todos estáis ciegos, pero yo no, soy más ninfa
que Ulien y puedo reconocerla, igual que la reconocieron los enocks.
¿Desde cuándo, Evel? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Desde cuándo
sabes que no es a mí a quien quieres?
Evel se levantó y se posicionó frente a ella.
—Arabel, ya te lo dije ayer, siempre te he querido y siempre te
querré.
Aquella dulce afirmación me descolocó totalmente, no sabiendo
cómo sentirme al respecto.
—Sí, pero no así, no como la quieres a ella —la chica sollozaba
enojada—. Mi madre tenía razón, no estabas enamorado de mí ¿Por
qué me hiciste creer que sí?
—Arabel, no era mi intención, no sabía que se podía sentir
algo… como esto… yo…
—¡Eres un tritón! —le chilló—. Sabes desde siempre cómo es el
amor entre las sirenas y lo has visto con tu hermana mayor, con tus
padres, no digas que no lo sabías.
—¡No lo quería! ¡De acuerdo! No quería ese amor que te vuelve
loco —gritó para calmarse luego—, estaba feliz con lo nuestro.
Créeme, he luchado contra esto, no lo quería, pero Arabel —se acercó
más a ella revolviéndome el estómago con su voz suave—, no se
puede luchar, es y ya está.
Arabel se apartó de él con brusquedad para alguien tan delicado.
—Como tu hermana dice: «¡Ahí tienes tu maldición!» ¡Que la
disfrutes! ¡Yo tampoco quería que me hicieras esto a mí!
—Arabel, espera…
Arabel cerró de un golpetazo. Él no la siguió, se dejó caer en la
cama suspirando. Yo me quede allí abajo sin fuerzas, con la
conversación rondando mi cabeza.
—¿Vas a pasar ahí la noche?
Evel asomaba la cabeza tendiéndome su mano. Lo valoré un
momento antes de cogérsela, no quería salir de mi escondite hasta
saber cómo me sentía respecto al diálogo que acababa de cotillear.
Me arrastró por el suelo hasta plantarme frente a él de un movimiento,
no podía mirarlo a la cara y eso me entristecía en demasía después de
nuestro momento íntimo. Llevó su mano a tocar mi rostro, me aparté,
no quería sus caricias en ese momento. ¿O sí? No lo sabía. Se sentó
en la cama señalando su lado.
—¿Quieres sentarte conmigo, por favor? —obedecí sin
emoción—. Estrella, lo siento, lo siento por todo, créeme, ha sido
mejor que no te viera.
—Entiendo que no quisieras que me viera, yo tampoco quería,
no estoy enfada por eso.
—¿Qué te molesta?
Me sentía imbécil, no sabía cómo decírselo.
—Has dicho que no querías sentir nada por mí.
Con infinita paciencia, aclaró sus palabras, no es que no quisiera
sentir nada por mí, lo que sentía según él era lo mejor que le había
pasado sin comparación. No podía imaginar cómo era amar a alguien
hasta que lo experimentó por vez primera, creía poderse conformar
con querer a Arabel y estaba en paz con eso porque había visto los
estragos que el amor había causado en su familia.
—Para mí el amor romántico, igual que para Sales, siempre ha
sido algo malo, algo que no deseábamos para nosotros. Pero tú me
enseñaste lo equivocado que estaba, amarte es lo mejor que podrá
pasarme jamás.
—Has dicho que siempre querrás a Arabel.
—Es verdad, siempre la querré, y a mis hermanas y a Ulien.
Siempre me peleaba con Aneris porque ella repetía que mi amor no
era de verdad y ahora lo entiendo, sí era de verdad pero no tenía nada
que ver con esto. Esto —nos señalo a nosotros— está por encima de
todo, hasta de mí mismo. Estrella, soy feliz con contemplarte —
escondió la cabeza entre sus manos—. No, no soy feliz con
contemplarte, parece que siempre necesito más —me miró
suplicante—, muero por tocarte ahora mismo. Nunca he muerto por
besar o por tocar a nadie, creía que lo que sentía por Arabel era lo
normal. Nunca hubiese imaginado lo grandioso que podría ser sentir
algo como esto, no esperaba que existiera algo que me hiciese sentir
así. No sé explicarme. Estrella, te necesito cerca a cada segundo. Lo
siento, y siento lo que le he hecho a Arabel —su mirada partía el
alma—. Sí que soy mezquino, porque en el fondo lo sabía, no quería
admitirlo, pero en el fondo sabía que tú llegarías algún día y fui tan
arrogante de pensar que podría luchar contra ello…
Apartó la mirada, acaricié su hombro, odié verlo así. Regresó
sus ojos sobre mí y rozó mi cara con la yema de los dedos.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, no puedo creer el
tiempo que he desperdiciado pensando que podría perjudicarme, no lo
cambiaría por nada, me daría igual morirme mañana si hoy puedo
estar contigo.
—¡Por el amor de Dios! Evel, no digas más tonterías, me
conformo con que digas que no estás amargado por quererme.
La cara se le iluminó desterrando cualquier rastro de absurda
aflicción.
—¿A ti te parece que no estoy feliz?
Me empujó sobre la cama besándome impetuoso, lo aparté con
suavidad.
—Entonces el amor hacia Arabel ahora es igual que hacia Sales,
¿no? —asintió sonriendo y afirmando que Arabel era muy consciente
de ello, de ahí su enfado—. Y el amor hacia mí es…
—¿Crees que besaría a una hermana así?
Hablar de amor recostados sobre el colchón resultó casi tan
excitante como los besos. Le pregunté cuándo se había dado cuenta
de que sentía algo por mí y me sorprendió diciéndome que el día que
me vio con la lengua fuera en el ayuntamiento le causé un gran
impacto que fue a peor con cada encuentro. Sintió una gran curiosidad
hacia mí desde el primer momento, confesó que me espiaba en mi
cala auto convenciéndose de que lo hacía por cumplir parte de la
promesa de cuidarme a mi padre. Contó lo mal que se sintió cuando
nos peleamos en la fiesta de disfraces y cómo su curiosidad se fue
convirtiendo en algo más hasta que los días que pasamos juntos en la
playa le llevaron a un camino sin retorno.
Finalmente, cuando creyó perderme el día que me atacaron los
enocks, se dio cuenta de que ya no podía seguir tratando de ocultar
sus sentimientos por más tiempo.
—Cuando te vi sobre la arena desangrándote —sus ojos
centelleaban—, cuando te llevaba en la camioneta y no podía
escuchar tu respiración, o cuando te tendieron encima de la mesa de
la cocina, en mi vida me he sentido tan desdichado, creí que me
partiría en pedazos, yo…
Le tapé la boca con un tierno beso y acaricié su rostro, su cuello,
su clavícula. Evel correspondió y rápidamente unas caricias llevaron a
otras cada vez más intensas, cada vez más candentes hasta vernos
enfrascados en la misma vorágine de pasión de hacía unos minutos.
Aún sin aliento, acordamos descansar. ¡Ilusos! Una cosa es lo
que nosotros pensábamos y otra lo que nuestros cuerpos
demandaban con ferocidad. Dormir en la misma cama resultó
imposible, cualquier roce acababa provocando una reacción en
cadena que nos transportaba al éxtasis más absoluto, más ahora que
ya sabíamos a dónde conducían nuestros besos. Nos sumergimos en
aquella espiral de dicha y placer preguntándonos si podríamos
detenernos en algún momento.
Y así, enredados el uno con el otro, una vez tras otra, nos
encontró la mañana.
Domingo, 7 de septiembre

Atravesé el pasillo camino a mi habitación al encuentro con mi


bañera; estaba claro cómo acabaría una ducha conjunta. Recé por no
encontrarme con nadie en mi paseo de la vergüenza. Me inquietaba
tener impresa en la frente la experiencia de la noche. Habíamos
estudiado el cuerpo del otro hasta aprenderlo de memoria, cada
pulgada de mi piel restaba sensible, los huesos de mis piernas
parecían de gomaespuma. Mi espíritu se elevaba a una nueva
dimensión donde la gloria sabía a poco y, a pesar de la sobredosis de
contacto humano, moría por regresar a su lado.
Di gracias a Eila por la bolsa de ropa y a Evel por hacérsela
traer. Aún quedaba algo de muda interior, una falda larga con una
camisa de tirantes mías y una bata verde estampada con florecillas de
Sales que escogí para ese momento. Recién duchada y con una
alegría renovada por la vida, volví dando saltitos a la cuarta habitación
por la izquierda, con una bata que me quedaba un poco larga.
La puerta de Evel estaba abierta, la traspasé cerrándola tras de
mí viendo a la causa de mi desmedida felicidad sentado en la cama
con el pelo mojado, sin camiseta y con su portátil sobre las piernas.
—¿Qué haces?
—Estoy acabando de organizar nuestro viaje a España.
Levantó la vista para comprobar mi reacción. Me daba lo mismo
tener que abandonar Irlanda por segunda vez, mi casa, todo. Si Evel
se venía conmigo, por mí como si quería que emigráramos con los
esquimales.
—¿Cuándo nos mudamos?
Le sorprendió mi desapego, a lo mejor a él le costaba más dejar
atrás su país, al fin y al cabo, hace unas semanas hubiese sido
impensable para mí.
Estaba hablando con Kat, su novia tenebrosa de la
adolescencia, la dueña de mi traje de vampira. En realidad nunca fue
su novia, Kat había sido y seguía siendo su mejor amiga, que ahora
preparaba su casa cerca de la costa mediterránea para alojarnos
hasta que encontráramos algo mejor. Evel no ocultaba secretos a su
amiga y le había ido contando día a día todo sobre mí; gracias a ella
no se había vuelto loco las últimas semanas.
Nunca me gustó Kat, me parecía una chica escalofriante y altiva,
pero escuchar a Evel hablar con tanto aprecio de ella me hizo cambiar
de opinión. Además, en menos de una semana iba a refugiarme en su
casa. Insistí en dialogar con la diosa irlandesa pero Evel seguía sin
acoger mi idea con agrado. Una vez bajo amparo español
exploraríamos todas las posibilidades.
Dejó que mandara un mensaje a mis tíos mientras se secaba un
poco el pelo.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
—Me comería un jabalí entero.
Me comparó con un personaje orondo francés que desconocía.
Ocultó su magnífica anatomía bajo un suéter de manga corta y me
guió hasta una de las cocinas de la casa.
La enorme nevera aumentó mis dichas al albergar una copiosa
fuente de carne fresca, se me salían los ojos después de tanto pez, el
entrecot japonés quedaba lejano. Evel se preparó un lenguado a la
plancha más grande que él después de cocinar algunas verduras. Yo
freí mi lomo de cerdo huesudo con salsa de nata, cebollas, patatas,
setas y especias en una sartén. Aparte, hundíamos fresas en azúcar,
incapaces de esperar a que los manjares estuviesen listos.
Dos de los sirvientes de la casa acudieron a la cocina ofreciendo
ayuda. Evel los rechazó en su día libre. Nos informaron de que solo
parte del servicio se encontraba en la casa. Ninguno de los familiares
de Evel se había quedado a dormir. Oscar nos había dejado el
mensaje de que acudiría pronto en la tarde para hablar con nosotros y
que debíamos esperarle allí. Me intrigaba qué le urgiría tanto
comentarnos. Ulien y Karlden se habían ido a pasar el domingo en la
laguna, como me enteré era tradición y de la señorita se sospechaba
se les había adelantado al amanecer.
Comimos solos en la cocina atragantándonos por el ansia de
devorar nuestros platos. Quise obligar a Evel a probar mi lomo
aceitoso al fino champiñón provocando que casi cayera de su silla al
acercarle el tenedor. Su lenguado no estaba mal, pero estaba
saturada de peces y mariscos. Afuera estaba nublado y no apetecía
salir a los jardines. Evel me contó que lo de los domingos en la laguna
era sagrado, lloviera o granizara. Bajo el agua eso era indiferente,
imaginé cuántos domingos debía haberse unido a la tradición de sus
primos.
No comimos postre y aun así temía no poder levantarme de la
mesa. La noche en vela y la comida copiosa hacían mella, apenas
podía mantener los ojos abiertos. Evel me remolcó hasta el cuarto de
la ropa con cinco lavadoras y sus respectivas secadoras disfrutando
su día festivo, rodamos hasta un sofá viejo en un rincón. Allí nadie nos
molestaría, se sentó y yo me acosté con la cabeza apoyada en sus
piernas; qué agradable es que te acaricien el pelo a la hora de la
siesta. Como estaba muy callado, le pregunté qué pensaba.
—Pensaba si las cámaras de vídeo serán muy caras.
—¿Para qué quieres una cámara de vídeo?
Quería grabar la cara que pondría Sales cuando se enterara de
lo nuestro, para verla una y otra vez en una pantalla gigante durante
toda su vida; su ocurrencia me hizo reír. Pensé en Ulien. ¿Qué le
parecería que su hermana estuviese sufriendo por mi culpa? Odiaría
perderlo como amigo. Había dicho que me querría igual, estaba
bebida pero recordaba que dijo que me querría aunque amase a Evel.
Bostecé sonoramente reventada.
—Qué diosa más endeble me has salido, no tienes aguante,
Estrella.
No tenía fuerzas para insultarlo.
—¿Desde cuándo lo sabes, Evel? ¿Desde cuándo sabes que
soy mitad como tú?
—Desde el primer día que te vi, estabas allí toda asfixiada y
sudorosa junto a mi furgoneta. Pensé: «Mira cuánto glamour» —me
tomaba el pelo—, y me dije: «Tanto poder de atracción no es propio de
una humana».
Lo golpeé desganada demandando la verdad. La primera
sospecha, sin contar el poco amor que los enocks me profesaban, fue
en la playa cuando rasgué la piel de su pecho, pues por mucho que
una chica corriente se esforzara por arañarle, sus uñas no eran
suficientemente fuertes para cortar la sólida piel de una sirena.
—Pero eso no fue concluyente porque te volviste una total
psicópata en el agua, y la adrenalina mezclada con la histeria de una
loca pueden ser muy poderosas —en ese punto reuní fuerzas para
darle un puñetazo a ciegas, pues estaba encarada a las lavadoras con
él atrás—. De todas formas me chocó mucho observar tus uñas y ver
que estaban intactas después de arañarme.
Recelando de mis zarpas, fue tomando consciencia de que
empezaba a sentir por mí algo más que el normal apego por la mejor
amiga de su hermana. Conforme sus afectos fueron aumentando, sus
sospechas se fueron intensificando; ninguna humana sería capaz de
despertarle las sensaciones que yo con mi «poder de diosa» le infligía.
Con ninguna humana sería posible la conexión que nos unía.
En su última entrevista conmigo interrogó sin descanso tratando
averiguar si sus locas sospechas tendrían alguna base, confesó haber
estado en una duda continua en lo que a mi especie concernía, porque
si encontraba razones para pensar que era un híbrido, las que le
decían que no lo era las multiplicaban.
—¿Sabías que a las sirenas no les gustan los gatos? Pero
bueno, que a ti tampoco te gusten no viene a decir nada, hay mucha
gente con aversión a ellos.
Para cuando destapó mis ojos en la laguna, ya lo sabía cierto de
antemano. Todas sus conjeturas fueron confirmadas al oírme cantar a
mi madre en las rocas. Nosotros podíamos emitir un sinfín de sonidos
que el oído humano no era capaz de interpretar pero su cerebro
procesaba y obedecía; gracias a esos sonidos era posible la hipnosis.
Los acuáticos poseían cuerdas vocales diferentes. Al cantarle a mi
madre, emití todo un muestrario de esos sonidos propios de las
sirenas.
En ese punto él ya estaba seguro de mi condición gracias a la
conexión que sabía existía entre nosotros, pero escucharme cantar
cara al mar se lo confirmó del todo. Formulé una buena cantidad de
preguntas sobre la hipnosis, aquel tema me parecía interesantísimo.
Supe por ejemplo que no era necesario cantar para radiar aquellas
frecuencias, pero Evel nunca había captado nada especial en mi tono
al hablar. Sospesando cuánto tendría de humana y cuánto de
acuática, caí en un sueño profundo.

Frente a mí alguien había dispuesto una bandeja con patas


abarrotada de pastas, bollos de crema y chocolate, muffins y galletas
de todos los sabores al lado de una jarra de cristal con zumo de
melocotón y una botella de agua. Evel me sorprendió comiendo a dos
carrillos.
—Sabía que tanto dulce te volvería loca, mírala qué chica tan
fina —ironizó—. ¿Traigo un embudo para que acabes antes?
Le lancé un muffin de chocolate que atrapó con la boca sin
desplazar los pies del suelo. Traté de decirle que parecía un caniche
amaestrado escupiéndole migas por la boca.
—Traga antes de hablar, Obélix. Tengo otra sorpresa —anunció
entre risas—. No me morderás si te aparto de la bandeja, ¿verdad?
Salí corriendo tras él engullendo la bola de bizcocho en mi boca.
Se me habían acabado los proyectiles pero podía usar mis zarpas
para arrancarle los pelos de sireno. Frenó en seco en medio del
amplio pasillo consiguiendo que por poco me tragara su espalda. Se
llevó un dedo a los labios indicándome que no armara alboroto.
—Si no te portas bien, no habrá sorpresa —era desesperante—.
Voy a enseñarte cómo funciona la hipnosis sin que los terrestres se
enteren de nada.
—¿No iras a hipnotizarme? Dijiste que no lo harías —me
apresuré a inquirir retrocediendo preocupada.
—Estrellita, no podría hipnotizarte aunque quisiera, una sirena
no puede sugestionar a otra, en cambio tú eres una diosa y
seguramente sí que podrías.
Relamí el dato, no lo había pensado, es verdad, ya habían
mencionado o había leído algo sobre eso. Me agradó lo de ostentar
algo de lo que Evel carecía, casi reí de pura maldad. Pronuncié su
nombre en un tono pérfido.
—Sabes que si TÚ no te portas bien podría…
Me empujó hasta la entrada del salón donde se había celebrado
la fiesta de disfraces, desbaratando e ignorando mi villanía. Las
cortinas fucsia aún colgaban de la entrada.
—No empieces a amenazarme, a saber qué puedo hacerle a tu
parte terrestre —bromeó.
En el interior nos esperaban casi una docena de los habitantes
de la mansión sentados en el suelo frente al podio, que seguía
montado junto a la pared. Sostenían dos velas blancas encendidas
cada uno. La arquitectura de aquella sala continuaba alimentando mi
admiración.
Me sentó junto a la audiencia y se enfiló al escenario. Detrás de
nosotros, una enorme pantalla presentó la fotografía de mi grupo
favorito. Empezaron a sonar las primeras notas de Runaway y Evel me
dejó atónita junto a todos los presentes con un sonido que solo podía
describirse como celestial pero potente o contundente, poderoso, no
sabría decirlo. Interpretaba Runaway en voz y ser con tanto
sentimiento como nadie es capaz de transmitir, manteniendo sus ojos
en mí, sonando para mí.
Si cuando lo conocí se le hubiese ocurrido cantar, habría caído
rendida a sus pies al instante, cualquiera lo hubiera hecho. Su forma
de entonar elevaba el alma y conmovía hasta el llanto, toda mi piel
respondía a su melodía erizándose. Cerré los ojos impregnándome de
su inigualable sinfonía. Al abrirlos lo distinguía borroso con mis ojos
empañados. Evel hizo una seña para que observara a mi lado, ahora
se concentraba en el resto de su audiencia. Todos los presentes se
alzaron al tiempo como marionetas manejadas por hilos. Me costaba
despegar los ojos del cantante para observar lo que pasaba a mi
alrededor.
Runaway se entremezcló con Only when I sleep y las personas a
mi vera empezaron a voltearse al unísono en una hermosa y grácil
coreografía, sin derramar una gota de cera de las velas en sus manos,
en perfecto equilibrio tanto jóvenes como ancianos. Gente que no se
vería en la vida apta para realizar aquellos sincronizados pasos que
querían elevarlos del suelo para luego revolcarlos cual cisne en una
elaborada danza que creaba hermosos dibujos en el aire con el fuego
de los cirios.
Cuando Evel alzó la voz en las notas más altas, hasta el pelo de
mi cuero cabelludo reaccionó impidiéndome abrir los ojos para ver a
los bailarines finalizar su ballet regresando a su posición inicial con
todas las velas llameando en el suelo frente a ellos.
Sonaron los últimos acordes de Runaway con Evel prometiendo
amarme por siempre, según la letra de The Corrs. Los habitantes de la
casa estaban tan emocionados como yo, se miraban unos a otros
desubicados sin saber muy bien lo que acababa de suceder. Evel se
acercó a mí, salté a su cuello conmovida antes de permitir que me
alcanzara.
—Ha sido precioso, Evel, hermoso, nunca hubiese imaginado
que sería posible algo así.
Las lágrimas resbalaban por mi cara corroborando mis
alabanzas.
—Pues ahora te toca a ti.
—¿Qué dices? Yo no podría hacer algo igual ni en un millón de
años.
Evel lo presentaba como algo sencillísimo, con visualizar en mi
cabeza lo que quería que hicieran y luego demandarlo sin cesar el
canto, estaba hecho. Yo no lo veía tan simple, no iba a funcionar en la
vida.
Me condujo hasta un karaoke escondido en el escenario. En la
pantalla que antes estaba a mis espaldas saldría la letra de la canción
que seleccionara. Evel me instó a elegir una, no sabía cuál escoger.
Las personas de delante seguían aturdidas, algunos me miraban
curiosos. Encontré un dúo entre Shania Twain y Mark McGrath que
sabía de memoria.
—Me gusta Sugar Ray —declaró Evel.
Eso era perfecto porque quería que cantase conmigo.
—Venga, puedes hacerlo, estoy seguro al cien por cien.
Repetí sus palabras en voz baja: «Visualizar, ordenar, cantar»,
así de fácil, las repetí. La música empezó a sonar, me encantaba esa
canción. La música siempre había tenido un efecto especial en mí, me
alegraba cuando estaba triste, me activaba cuando estaba cansada,
siempre me llenaba de energía en cualquier forma. No imaginaba vivir
sin música, la necesitaba cada día y en ese instante me volvía
confiada. Las letras en el panel ya iban por mitad canción y aún no
habíamos empezado a cantarlas, mi cadera ya acompasaba la
música.
—Ya estoy lista, ponla otra vez, pero tú cantas conmigo.
Evel aceptó animado, cogió otro micro y se colocó a mi lado
frente a la pantalla.
—¿Conoces la canción?
—Sí.
Sonreía y rascaba su nuca como si estuviera a punto de llevar a
cabo una de sus pillerías.
—¿Qué pasa? —quise saber.
—Solo eso. Que «conozco» la canción.
Ya lo entendía, era una canción un poco picante, de ahí su cara
de diablillo pervertido, lo que me dio una idea de lo que deseaba
visualizar.

I’m having me a party


(I don’t think I can come)
this ain’t just any kind of party
(nah, I think I’ll stay at home)
no it’s gonna be really, really hot
(startin’ to sound good)
I’m gonna put you on the spot
(baby, maybe I should)
yeah, there’ll be lots of one on one
(guess I could be there)
come on and join the fun
(what should I wear?)
I’ll tell you that it…

Imaginé a todos los presentes excepto a mi acompañante


saliendo de la estancia y mis deseos fueron órdenes, comenzaron a
levantarse sugestionados y desfilaron por la salida. Evel levantó los
hombros sin soltar el micro, no comprendiendo mis intenciones. Mi
siguiente estrofa, que enfaticé con un guiño, dejó claro qué estaba
haciendo.

It doesn’t matter what you wear


‘cause it’s only gonna be, you and me there…

Practicar mi hipnosis resultó una de las cosas más placenteras y


divertidas que había hecho, mi víctima no fue otro que mi compañero
de dúo. A mitad canción lo visualicé bailando como un pollo
sobremedicado por toda la sala, saltando a la pata coja las velas que
los inocentes habían dejado escampadas. He de decir que la realidad
superaba mi imaginación, los ojos se le salían de las órbitas, no
creyendo lo que le estaba haciendo pasar; me maldecía en todos los
idiomas menos el sireno. Lo mandé callar sin descuidar mi canción,
abandonándolo con una mueca impotente que no tenía precio. Verlo
allí plantado con los labios apretados me provocó una carcajada, no
iba a tener ganas de gastar más bromas por largo tiempo. Ordené una
voltereta en el aire y ahí estaba mi pollo deleitándome volando por los
aires cayendo espatarrado en el suelo justo como yo demandaba.
Lo dejé en paz compadeciéndolo allí en medio sentado, vencido,
con el micro aún pegado a su mano. La canción, que no era corta,
continuaba, y yo también. Bailé a su alrededor triunfante
regodeándome en mi recién descubierto poder de persuasión.
Se irguió recuperado y demostró lo sexy que puede ser un
hombre bailando y cantando, casi me arrepentía de haberle obligado a
hacer el ridículo. Me reconocí que, descontando la experiencia de la
noche, cantar con él era lo más excitante que había hecho nunca,
debíamos hacerlo más a menudo.
La música cesó, dejando lugar a nuestras risas, sobre todo a las
mías. Evel me abrazó perdonando mi trastada.
—Eres una diosa malvada.
—No puedes vengarte de mí ahora, merecía ser yo la que se
riera a tu costa alguna vez.
—Te perdono, pero si vuelves a hacerme algo así, la venganza
será terrible y, créeme, tengo mucha, muchísima imaginación.
—Te obligaré a quererme más —bromeé tontamente aferrada a
su cuello.
—Eso es imposible.
Nos fundimos en un épico beso que Oscar se encargó de
desbaratar carraspeando sonoramente bajo las cortinas de organza.
Miré a Evel y juraría que se sonrojaba por vez primera desde que lo
conocía.
—¿Me la prestas un momento, Evel?
Oscar pretendía simular seriedad, pero la inclinación de las
comisuras en sus labios delataba que disfrutaba la pillada. Evel me
soltó de golpe, como si acabara de darse cuenta que me tenía
atrapada entre sus brazos, y puso algo de distancia entre los dos,
permitiendo que fuera a encontrarme con Oscar, que esperó apoyado
en la pared del pasillo con una sonrisa indiscreta.
—¿Te apetece un paseo por el jardín?
Acepté y salimos rodeando la fuente de las ranas. Caminamos
un buen trecho sin decir nada. Solo podía pensar en la pillada que
acabábamos de experimentar sin saber qué decir, ni siquiera se me
ocurrió un comentario sobre el tiempo. Estaba anocheciendo y el día
sin Sol daba paso a una noche fría.
—¿Nos sentamos aquí mismo?
Oscar señalaba unas rocas debajo de una mata de glicinias
blancas y azules que se extendía hasta perderse de vista. Una
charquita cercana apenas nos alumbraba las caras. Se excusó
diciendo que habría querido venir más temprano pero tenía muchas
cosas que organizar.
—Estrella, anoche quería decirte que —se pausó un instante
dando involuntaria emoción a su frase—. Senia está aquí.
Lo abocó así, de sopetón, con total serenidad, sin que por ello
me alarmara menos.
—No te preocupes, no está aquí-aquí, se alojan en una islita
cerca de nuestra costa.
—¿Se alojan?
Senia no viajaba sola, una veintena de sirenas más o menos la
cortejaban. Se había presentado en casa de Evel el sábado por la
tarde y había preguntado por mí entre otras cosas. Oscar suponía que
los enocks la habían alertado de mi vuelta. El encuentro había sido de
buena fe, sin hipnosis, ni amenazas de ningún tipo. Cris le había dicho
que podía verme el lunes sin ningún problema y la diosa, educada,
había aceptado la propuesta sin mayor repercusión.
—El problema es que en realidad no puede verte, Estrella.
Tampoco puedes quedarte aquí porque podría presentarse sin avisar,
así que he pensado en llevarte conmigo a España. Hoy mismo. Ya
tengo los billetes.
Quedé sin vocabulario. Sonreía amable como si me hablara de
algo tan normal como un viaje vacacional premeditado que no tuviese
que ver con el exilio precipitado que en realidad proponía.
Oscar calló esperando que dijera algo, pero seguía muda. ¿Qué
pretendía? ¿Raptarme y llevarme a España? ¿Por qué? ¿Por qué
quería eso él? No entendía su resolución, no se me ocurrió otra cosa
que preguntar por las chicas y, por supuesto, por Evel.
—Ya he hablado con ellas, no queríamos levantar sospechas
saliendo todos cargados de maletas. Nos iremos ahora mismo, si
estás de acuerdo, sin equipaje —sonrió pensativo—. Creo que Evel
querrá acompañarnos ahora. Ellas cogerán el siguiente vuelo, Ulien
también vendrá, Karlden aún está decidiendo qué hacer. Pero
nosotros no podemos esperar. ¿Tienes preguntas?
¿Que si tenía preguntas? Tenía como un millón… Y
precisamente por eso no sabía por cuál empezar. Oscar acarició mis
brazos enfocándome hacia él.
—Estrella, debería haberte dicho esto antes, pero quería dejar
las cosas fluir. Cuando Evel nos dijo que iba a contarte todo sobre las
sirenas, acordamos ser prudentes y no arrojarte toda la información de
golpe, queríamos que fueras asimilando poco a poco, quedamos en
contribuir todos, pero ya no hay tiempo porque Senia está aquí y yo sé
algo que todos los demás desconocen y es de vital importancia para ti.
Estrella —se empeñaba en hacer pausas añadiendo emoción a sus
misterios—, Enis era tu madre biológica, eres medio sirena y por eso
tenemos que irnos antes de que Senia lo sepa seguro también. ¿Lo
comprendes?
Me miró como si acabase de anunciarme con todo el tacto del
mundo que tenía un cáncer mortal y esperara que me rompiese en
pedazos. Estaba decepcionada, esperaba algo terrorífico o al menos
sorprendente.
—Ya sé que soy una sirena.
En otras circunstancias me hubiese echado a reír. Evel se
hubiese echado a reír seguro si le llega a ver el gesto. Oscar
tartamudeaba, siendo él el sorprendido, preguntó desde cuándo lo
sabía. Cuando respondí que apenas hacía un día, su pasmo aumentó,
lo acabé de descolocar del todo con una simple pregunta.
—¿Y desde cuándo lo sabes tú?
—¿Que desde cuándo lo sé? Pues… pues… desde siempre,
Estrella —anunció como si fuese obvio—. Yo ayudé a engendrarte.
Mi turno para quedarme pasmada. ¿A qué se refería con
engendrarme? Sonaba a crear algún tipo de monstruo deforme. Oscar
me aclaró conceptos sin dejarme menos estupefacta.
—Fuiste una inseminación artificial. La primera con éxito. La
única en una sirena. Tu madre te deseaba desde hacía largo tiempo.
Mi hermana es científica; genetista y ginecóloga, como yo, ya lo
habíamos intentado en otras ocasiones pero nunca funcionó. Fue un
experimento. Tus padres se ofrecieron y… nunca imaginamos que…
Frotó su pelo azul queriéndose aclarar. Yo quería que me
aclarara por qué teníamos que emigrar todos. Lo del experimento me
saturaba.
—Si solo nos vamos tú y yo, Senia hipnotizará a todo el mundo
buscando respuestas y… hay respuestas que no debe encontrar, ¿de
acuerdo? —Oscar debía pensar que yo le seguía el hilo, pero no era
así—. Además, Estrella, debes entender que no vas a poder regresar
a Irlanda, aquí estás condenada a muerte. Entiendes eso, ¿verdad?
Mi cabeza estaba a punto de colapsar. Oscar me concedió un
instante de silencio para organizar pensamientos. Apenas llevaba
medio minuto tratando de asimilar el primer concepto «viaje repentino
a España sin equipaje», cuando escuchamos una melodía que se
propagaba por los jardines como niebla matutina. Oscar se irguió de
golpe alerta, con la expresión espantada.
—¿Qué carajo? —exclamó—. Estrella, espera aquí —indicó con
una mano.
Me dejó dirigiéndose hacia la fuente del armonioso canto. La
melodía invitaba a acercarse, a acudir a escucharla más de cerca. Me
levanté y lo seguí por la oscuridad agazapada imitándole. No le hizo
ninguna gracia que lo siguiera, tiró de mi brazo obligándome a
arrastrarme por el suelo como una pantera en una noche de caza.
Nos acurrucamos detrás de unas frondosas matas de helechos,
bastante alejados de la entrada de la casa. Allí se concentraban gran
parte de los sirvientes que habían protagonizado el ballet de la tarde.
Desde la entrada y los lados de la casa acudían más de ellos
caminando sonámbulos hacia el origen de la cadencia, que no era otro
que mi falso ángel.
La sirena entonaba aquella canción que ya había oído antes con
una ligera variante, ahora no reclamaba a alguien en particular,
convocaba a todo el que la escuchara, obligando a presentarse ante
ella. A su alrededor, una corte de chicas y dos chicos se declaraban
sirenos por sus cabellos verdes, amarillos, anaranjados y rojos. La
sirena que cantaba destacaba entre las otras por su altura, casi dos
cabezas por encima del acuático más alto. Podía distinguir el brillo
sobrenatural de sus largos cabellos rubio platino desde mi escondite.
—¿Es Senia? —interrogué señalando el grupo de sirenas.
Oscar afirmó, una vez más en mi vida no comprendía qué estaba
pasando. Si esa era Senia, ¿por qué no acabó conmigo cuando pudo?
¿Por qué le pidió a mi padre que me escondiera? ¿No quería matarme
porque era su sobrina? ¿Por qué no estaba segura de que fuera un
híbrido? ¿Por qué? ¿Por qué todo? ¿Y por qué a Oscar no le afectaba
la canción? Le pregunté.
—Soy como tú, mi madre es una diosa.
Ni siquiera me miró para contestar. Cerré la boca que había
quedado descolgada con su afirmación cuando algo más captó mi
atención. A un lado, apartados de los terrestres, Ulien y Evel miraban
al infinito sin mover un solo músculo, sentí cómo la salsa del lomo se
agriaba en mi estómago. Hice el amago de ir por ellos, Oscar tiró de
mí con fuerza asentándome en el suelo.
—No te muevas —imperó en voz baja.
Me miró, luego miró a Evel y Ulien con la indecisión en el rostro.
Volvió a mirarme desasosegado, apretó los ojos y dio un puñetazo en
el suelo. Agarró mi brazo con decisión y me jaló en dirección opuesta
a los chicos. Frené como pude.
—Evel —empecé a decir angustiada—, Evel…
—No te preocupes, Estrella, estarán bien, corre, ahora tenemos
que correr.
Tiró de mí con más fuerza, no dejándome más opción que
seguirle o acabar desmembrada. Corría a trompicones detrás de él
agachada, quería volver, quería regresar por Evel y Ulien, quería
contarle a Oscar lo de mi recuerdo, la barca, el falso ángel. ¿Y si
Senia no quería hacerme nada? ¿Y si solo quería hablar con
nosotros? ¿Era necesario hipnotizar a todo el mundo?
Tropecé resbalando por el trébol. Oscar me ayudó a
incorporarme en medio de la oscuridad ordenándome que no pensara
ahora en los chicos y le siguiera sin detenerme. Intenté razonar con él,
pero estaba cegado en su propósito no permitiéndome objetar nada.
Una vez suficientemente alejados, empezamos a trotar erguidos.
Oscar no soltaba mi antebrazo apremiándome continuamente, evitaba
cualquier charca con focos de luz buscando la oscuridad para cobijar
una huida paranoide.
Seguimos corriendo. Atravesamos los inmensos jardines del
terreno de Ulien hasta tropezar con la carretera. Oscar no me
concedió tomar aliento, seguimos escapando por el camino asfaltado
hasta avistar los focos de un automóvil. Se plantó en medio de la
carretera haciendo derrapar a un Ford plateado. Corrió hasta la puerta
del conductor, le dijo algo y me señaló que ocupara la parte trasera.
Pasando por la ventanilla del incauto, vislumbré su expresión
extraviada, había sido hipnotizado.
El hombre condujo sin hacer ninguna pregunta o comentario, yo
sí tenía cosas que decir. Oscar miraba al frente con los ojos muy
abiertos:
—¿Qué pasara con ellos, Oscar? ¿Por qué los han hipnotizado?
¿Qué quieren de ellos? ¿Por qué no les hemos ayudado? ¿A dónde
vamos? ¡Oscar! —grité al ver que ni me miraba, ni escuchaba—, tengo
que contarte algo.
Por fin capté su atención, empecé por lo de Senia antes de exigir
respuestas. Le conté que me hipnotizó, que me hizo olvidar, que de
alguna manera parecía quererme ayudar, tal vez debíamos
plantearnos regresar y averiguar qué quería. Oscar ni se inmutó.
Esperaba que obligara al inocente a detener su coche pero seguimos
en marcha.
—Tu padre me lo contó todo, me contó lo de la hipnosis con tu
memoria. Esa no fue Senia, Estrella, fue tu abuela Isabella.
Quedé sin aliento. Mi abuela. Había dicho mi abuela. Tenía una
abuela. No sé qué me desconcertó más, si enterarme de que tenía
una abuela de más de ocho pies que nunca había dado señales de
vida, o que nadie me hubiese alertado de su existencia.
Pasamos junto a una gasolinera y Oscar ordenó detenernos.
Salió volado del coche hasta un teléfono público. Al volver informó que
había llamado a las tres hermanas para que buscaran algún refugio
provisional porque no tenía ni idea de por dónde irían los tiros con la
diosa, lo que me devolvió a mi preocupación por los dos sirenos.
Oscar mandó conducir hasta Cork al pobre hombre.
—No pueden hacerles nada, Estrella. Solo van a intentar
averiguar dónde estás a través de ellos, luego los dejarán ir. Evel dirá
que estás conmigo pero que no sabe dónde y Ulien les confesará que
esta noche nos íbamos a España. Para cuando lleguen al aeropuerto,
si es que van hasta allí, nosotros ya estaremos volando a Girona. En
cuanto puedan, Evel y Ulien vendrán también, no te preocupes.
—¿Y si no los dejan?
Oscar negó con la cabeza.
—Los dejarán, no te preocupes.
—¿Y si viene Senia a España?
Oscar casi rió aduciendo que una vez en España estaría bajo
amparo mediterráneo y que nadie podría tocarme un pelo. Su familia
me protegería. Eso, claro, en caso de que su hipótesis de que Senia
estuviese buscándome a mí fuese cierta. Si de verdad mi tía quería
darme caza, no pensaba permitir que las cosas quedaran así, íbamos
a buscar soluciones, nadie tenía por qué negarme vivir en mi país o
vivir en sí, ni por una estúpida profecía, ni por nada.
El conductor nos transportó, tanto si quería como si no, hasta el
aeropuerto de Cork. Allí Oscar fue hipnotizando a todo el personal, me
sentía al lado de un jedi cada vez que preguntaban por mi
documentación y él respondía solemne: «Ya la has visto». Solo le
faltaba mover el brazo delante de sus morros y llamarse Obi-Wan
Kenobi.
El avión despegó de Irlanda provocando una horrible sensación
de vacío en mis tripas que nada tenía que ver con la fuerza del
despegue. En mi mente permanecía la imagen de Evel allí de pie, con
la mirada vacía atormentándome. Deseé dar marcha atrás, regresar
por él, deseé haber desobedecido a Oscar. Este me calmó diciendo
que Cris llamaría pronto con novedades y con toda probabilidad, a la
mañana o a la tarde siguiente a más tardar, nos reuniríamos todos en
España.
Traté de no pensarlo más, en lugar de eso me concentré en mi
abuela. ¡Tenía una abuela! Nunca había tenido una abuela, los padres
de mi padre murieron antes de que los pudiera conocer.
Isabella sabía de mi existencia desde siempre, por más vueltas
que le daba su hipnosis cuando era niña, solo se veía como una forma
de protegerme. Tenía una abuela que a lo mejor me quería un poquito.
Pensé sobre su melodía hacía unas horas, incitaba a todo el mundo a
unirse a ella. ¿Por qué no había funcionado con Oscar y conmigo? La
respuesta de Oscar en los jardines había sido que él también era un
dios.
—¿Las diosas no pueden hipnotizarse entre ellas?
No podían. Esa fue la contestación tajante de Oscar. Expuso una
teoría, mi abuela habría podido hipnotizarme hacía ocho años porque
era una niña, una niña muy asustada y vulnerable en ese momento. La
madre de Oscar le hipnotizó alguna vez de pequeño pero el efecto se
desvanecía en un rato. Él pensaba que la razón por la que había
persistido en mí se debía a mi parte humana y a mi exilio del agua.
—Las sirenas tenemos muy buena memoria, Estrella, tus
recuerdos están ahí. He estudiado nuestra genética toda mi vida y es
claramente dominante. Tantos años alejada del mar han intensificado
tu parte humana como forma de supervivencia, pero conforme vayas
bañándote, irás recuperando tu parte acuática hasta que prevalezca
sobre la terrestre. El muro que tu abuela puso caerá, te curarás más
rápido, correrás más rápido, todos tus sentidos se intensificarán y con
ello, cualquier recuerdo que ella intentara borrar, regresará. Recogí
muestras de tu sangre cuando los enocks te atacaron y se está
obrando un cambio en tu ADN. Lo siento —agachó la cabeza culpable
y volvió a mirarme—, no volveré a hacer algo así sin tu permiso, solo
buscaba respuestas para ayudarte.
Digerí la información en pequeños sorbos hasta cuestionarme si
mi abuela también sería científica.
—¿Cómo sabía ella que funcionaría lo de la hipnosis?
—Imagino que no estaría segura al cien por cien, pero funcionó y
eso es lo que cuenta.
—¿Crees que ella nos ayudaría?
—Llevo dos años rumiando sobre eso. Descansa ahora, mañana
por la mañana estudiaremos todas las opciones.
Apenas cruzamos más palabras en todo el vuelo. Oscar
permaneció tenso por casi dos horas escrutando la oscuridad de la
nada por su ventanilla. Estaba muy cansada y soñolienta, pero no
conseguí ni relajarme ni descansar, todo lo que podía pensar era en
tener a Evel cerca. Tuve que ir hasta tres veces al baño para mojarme
la cara y la nuca y respirar hondo obligándome a tranquilizarme. A la
mañana siguiente, a la mañana siguiente estaría con Evel. Me prometí
a mí misma que nunca más me separaría de él ni una fracción de
segundo.
Una chica con manos enguantadas de pelo corto e indiscreto
rosa chicle que se identificó como la hermana pequeña de Oscar,
Anna, nos esperaba en el aparcamiento del aeropuerto de Girona. Al
llegar a su altura, la chica me abrazó emocionada como si fuésemos
familia.
—Me alegra tanto que estés bien, Estrella. Oscar tenía razón,
estás preciosa —acarició mi melena sonriendo—, me encanta tu pelo.
Me invitaron a subir a un Fiat Punto rojo algo deteriorado. Al
entrar me paré ante un bebé sirena. En una sillita de coche dormía un
angelito de cabello rosa oscuro casi fucsia, quedé cautivada ante la
belleza de la criaturita, todo el vehículo se impregnaba de su fragancia
infantil.
—Esta es Marina, mi… mi hija —titubeó Anna
desconcertándome.
Oscar miró a su hermana ladeando la cabeza ligeramente con
una sonrisa.
Solo Anna y Oscar vivían en tierra de sus seis hermanos. Ambos
habían estudiado y experimentado desde muy jóvenes con la genética
terrestre y acuática, fascinados por el tema. No necesitaban recalcarlo,
por su forma de hablar se entendía la pasión que compartían, habían
trabajado codo con codo hasta que Oscar se trasladó a Irlanda. Ellos,
como unos padres postizos, habían hecho posible que yo respirara
ahora en el asiento trasero del vehículo.
Ocuparon el trayecto hasta Cadaqués poniéndose al día con
todo lo ocurrido en las últimas horas. Me costaba seguir su español
acelerado por lo que pasé el rato admirando al bebé de mi lado. Dicen
que todos los niños son bonitos pero esta niña quitaba el hipo, parecía
raptada de los mismos cielos, cualquier marca de colonia para niños
querría destilarla para amasar un éxito. Curioseé su edad, acababa de
cumplir dieciséis meses, sus piernas estaban resguardadas con una
mantita fina, me pregunté si aún conservaría su cola. No, no estaría en
una sillita, estaría en el agua; su cola debía haberse separado en dos
piernas ya. Le pregunté a Anna si tenía más hijos, con una nota
afligida dijo que Marina era la única, no me atreví a indagar más.
Cadaqués resultó tan encandilador como Sirens aunque distinto,
totalmente distinto, se accedía a él bajando por un puerto de curvas
interminables. El pueblo se anclaba en la falda de una montaña que
finalizaba justo en una bahía atestada de barquitas, recordando que
fue un antiguo pueblecito pesquero que ahora vivía del turismo, como
Anna señaló.
Las paredes calinas y ventanas azules de la mayoría de sus
casas recordaban mi hogar abandonado. Atravesamos pequeñas
callejuelas irregulares que a duras penas daban paso descendiendo
hasta el embarcadero, recorrimos un angosto camino que casi se
sumergía en el agua para subir luego montaña arriba.
La casa de Anna se situaba en la parte más alta del pueblo,
colgando de la montaña atesorando así unas vistas privilegiadas. No
era una casa muy grande, la decoración era simple y antigua aunque
acogedora. Todas las paredes estaban pintadas a cal con fotografías
artísticas colgadas en lugar de cuadros. Mi habitación —la misma que
había ocupado Ulien la semana anterior— poseía una ventana
enrejada que daba a un pequeño plano sin barandilla por el que
podías saltar y caer en picado al agua si no te estampabas contra las
rocas del acantilado antes.
Anna acostaba a Marina en la habitación de al lado. Oscar se
acercó a mi ventana plantándose a mi lado e hinchando el pecho,
desde allí se divisaba la media Luna que componía el pueblo. Las
luces de las farolas se reflejaban en la pequeña bahía pintando una
bella vista.
—Te presento la perla de la Costa Brava, para mí, el pueblo más
encantador de España, esta es mi casa. Ahí lo tienes, Estrella,
Cadaqués, si te parece bien, por ahora tu hogar también.
Sería perfecto si no faltara Evel.
Senia

Lunes, 8 de septiembre

Me despertó el calor, ni el día más caluroso en Sirens se podía


empezar a comparar con el bochorno en mi cuarto. Abrí la ventana
permitiendo que una brisa húmeda y el Sol abrasador se colaran en la
habitación. Todos los recuerdos del día anterior empezaron a colapsar
en mi cabeza haciéndome salir escopeteada por la puerta. No había
pasillos, mi habitación, como todas las habitaciones de la casa, daban
al comedor. Al final de este, unas puertas en forja de par en par
presentaban un amplio balcón donde Oscar, Anna y Marina tomaban
el Sol sin miedo a achicharrarse.
—¿Han llamado ya? ¿Qué han dicho?
—Buenos días, Estrella, siéntate y desayuna algo. Aún no han
llamado, pero no te preocupes, no tardarán.
¿Es que no estaba ni un poco preocupado? ¿Es que yo me
estaba preocupando demasiado? Moría por ver a Evel, por saber de
él, por escuchar su voz, necesitaba el contacto de su mano en la mía;
estiré los dedos agarrotados. Me tenía que concentrar para mantener
la calma y no hiperventilar y ahí estaba Oscar, tan relajado, con el
tobillo apoyado en su rodilla cara al Mediterráneo, sosegado como si
Cris estuviese en el baño lavándose los dientes.
Marina jugueteaba con dos cruasanes. Su madre le riñó cariñosa
por jugar con la comida y la preciosa niñita de ojos azules se convirtió
en un trol pataleando y gritando como loca en el suelo; los chillidos se
clavaban en la cabeza como alfileres y perjudicaban los tímpanos.
Anna la llevó adentro puntuando que era la sirena con peor carácter
del mundo.
Tomé asiento cobijando mi silla de hierro candente bajo un
arbusto de jazmín que rodeaba el balcón. Oscar me pasó un vaso de
zumo con orgullo.
—Naranjas valencianas, Estrella.
Moría de sed y hambre, di un trago y se me saltaron las lágrimas
por la acidez de la fruta.
—Pero si están dulces como la miel —protestó Oscar.
Sí, todo lo dulces que él quisiera, pero yo no soportaba el sabor
ácido. Di tres mordiscos seguidos a un cruasán intentando hacer
desaparecer la dentera. Unté tostadas con mermelada y mojé
magdalenas en leche hasta verme satisfecha. El teléfono seguía sin
sonar.
Anna anunció que quería enseñarme algo que requería que
vistiera un bañador psicodélico a rayas. No estaba para sorpresas
pero la sirena se veía tan emocionada que me tocó dejarme llevar;
igual no era tan mala idea distraer mi ansiedad con algo. Oscar
vigilaría a Marina y el teléfono mientras nosotras íbamos a algún lugar.
Me encaminé a la puerta por donde había ingresado en la noche,
la que quedaba en el otro extremo del comedor. Mi anfitriona me
recondujo hasta una cocina antigua que olía a magdalenas recién
hechas. Abrió una trampilla en el suelo de la despensa y descendimos
hasta una pequeña bodega, dos de las cuatro paredes recordaban una
colmena con agujeros en madera para botellas de vino. En la tercera
pared, de punta a punta colgaba una estantería alargada en horizontal
de puertas de cristal con decantadores, copas y abrebotellas
coleccionables. Cuatro barriles reposaban vino delante.
—A Oscar y a mi novia les vuelve locos el vino —aclaró.
Su novia. Pensé en Marina, hasta donde yo sabía, óvulo con
óvulo no daba como resultado pequeño angelito de pelo fucsia con
mal genio; no quise preguntar por si era de mala educación. Pero no
imaginaba que la niña fuese adoptada, además, tenía un cierto
parecido con Anna aparte del color de pelo.
Detrás de las barricas de vino se escondía otra trampilla,
descendimos por ella alumbradas por un farolillo oxidado a gas. El
ambiente estaba cargado y los escalones de piedra gris resbalaban
por la humedad, al principio no quise apoyarme en las paredes
babosas pero acabé cediendo después de dos traspiés
desafortunados. Las escaleras no mostraban intención de finalizar con
la atmósfera cada vez más saturada, a ese paso íbamos a acabar
llamando al timbre del mismísimo Lucifer.
Poco a poco se empezó a respirar mejor y la escalinata que
giraba y giraba se ensanchó hasta dejar ver una enorme caverna
subterránea. De la nada amaneció una chica de cabellos dorados
estampando un beso en los labios de Anna, me ocupé en despringar
la palma de mis manos con la tela del bañador.
—¡Hola! Debes ser Estrella —exclamó y siguió exclamando en
español—, ¡qué pelo tan bonito! Y único —añadió alzando las cejas
exagerada con amplia sonrisa.
Por alguna razón me recordó a Eila y esta a Evel impidiéndome
ser todo lo simpática que Alicia, que es como se llamaba, merecía.
—Ya vienen, no tardarán nada. Voy a saludar a Oscar. ¿Cómo
está Marina?
—No está de muy buen humor hoy.
—¿Y cuándo lo está?
La caverna era un goce para la vista, amasaría siglos a juzgar
por el tamaño de las estalactitas y estalagmitas que la decoraban.
Atravesamos un ceñido pasillo que daba a una superficie más o
menos regular. Las gotas que llovían desde la punta de las
formaciones calcáreas resonaban por toda la cueva. El techo pasó de
ser bajo a tener una altura de cuatro pisos con las estalactitas
formando grandiosos pilares irregulares al unirse con sus anexas
emulando en su aspecto natural la singular casa de Ulien. ¿Qué
estaría haciendo Ulien ahora?
Por dos agujeros en lo alto se filtraba la luz y se colaban raíces y
algunos pájaros. Anna me invitó a sentarme en un hueco húmedo
contra el muro. Delante de nosotras, una charca pequeña rodeada de
una pared de piedra permanecía serena con aguas sombrías que
recordaron mis pasadas pesadillas. Alicia había dicho: «Ya vienen».
Quise saber quién venía en plural.
—Solo espera un poco y verás —indicó provocando al eco de la
cueva.
No esperamos nada, el fluido empezó a moverse emergiendo
una cabeza. Un chico de cabello castaño atravesó el líquido de un
salto suave y grácil, ambos nos miramos, él con curiosidad, yo con
sorpresa. Debía tener unos quince años. No imaginaba a un terrestre
presentándose así, no entendía el color castaño de su pelo porque la
acrobacia que acababa de presenciar y sus ojos brillantes revelaban
su especie sin equívoco.
Otro sireno adulto emergió del agua con la misma habilidad,
seguido de otro más de pelo fucsia que se colocó junto a Anna,
tocándola afectuoso como saludo. Escudriñé la charca esperando por
alguien más, pero ya estábamos todos. tenía que enseñarme a tres
sirenos? Los cuatro me observaban con la característica ternura
acuática.
Anna se aseguró de que entendiera bien el español y abandonó
el inglés con el que, por cortesía, se dirigía a mí:
—Estos son Abel —dijo señalando al más joven— y su padre,
Amán.
El tercer acuático, el que había rozado su brazo, era su hermano
Orión. No sé cómo lo descifraba si no tenían arrugas o algo que
identificara su edad, pero los dos sirenos adultos dieron la impresión
de ser muy, muy viejos, tal vez por su mirada arcaica, su enorme
tamaño o la forma extremadamente armónica de pararse delante de
mí y saludarme, no lo sé, pero podía adivinarlo.
—Orión es el padre de Marina, Estrella.
Hasta que era su hermano, todo iba bien, pero cuando dijo lo de
que era el progenitor de Marina, empecé a atascarme. Antes de que
me liara más, Anna me descubrió que Marina era como yo, fecundada
in vitro.
Marina era hija de Orión y de una terrestre que se llamaba
María. María fue huérfana, Anna y Alicia la adoptaron treinta y cuatro
años atrás recurriendo a la hipnosis con el personal del orfanato en su
afán por tener descendencia. La niña se crió entre sirenas
empapándose de su mundo. Anna contaba que se convirtió en una
mujer fuerte y muy segura de sí misma, a la que su pasión por la
fotografía llevó a recorrer el mundo en su primera juventud.
Anna, con sonrisa triste y ojos empañados, no se veía capaz de
relatar más acerca de su hija adoptiva. Su hermano le señaló que
antes de nuestra excursión, yo necesitaba un poco de información.
Anna estuvo de acuerdo pero en vez de ofrecerme ninguna
información, ofreció magdalenas a Abel, que aceptó relamiéndose y
me dejó con los dos sirenos adultos para subir a su cocina seguida de
un pagado Abel.
—Bajamos enseguida, Orión te pondrá un poco al día.
Se largó y su hermano de planta mucho más seria y aún más
firme que Oscar me invitó a sentarme en la roca fría junto a Amán,
dando comienzo así a su historia. En ese momento creí oportuno dar
gracias por todas mis clases de español pues Orion no soltaba una
sola sílaba en inglés:

Oscar y Anna eran los pequeños de la familia y desde siempre


habían querido vivir entre humanos atraídos por su diferente forma de
vida. Al cumplir los quince la benjamina, Oscar la llevó con él. Los dos
deseaban encontrar en la ciencia terrestre una solución para la
probable extinción de las sirenas. Estudiaron codo con codo
especializándose en biología, fisiología, genética y ginecología.
A finales de los setenta, con el éxito de la reproducción in vitro,
creyeron haber encontrado algo que se aplicara a su especie, ya que
la mayoría de parejas acuáticas estaba formada por dos féminas.
Estudiaron y experimentaron sin descanso hasta estar listos para
llevar a cabo el primer ensayo. No fueron pocas las voluntarias que se
ofrecieron para el experimento sin alcanzar nunca el éxito. Entre ellas,
Anna y Alicia, que por entonces ya criaban a María, pero parecía ser
que la única forma de que una sirena concibiera era con su propia
pareja por el método tradicional.
Muchos años antes, justo después de la muerte de Evel.
Aterrizaron en España Enis, Alanis y Karlden. Los dos hermanos
celtas se hospedaron con Oscar, Anna y Alicia. La diosa, en un
lamentable estado por la pérdida de su amor, se traslado por casi tres
décadas con una antigua amiga de su familia a Galicia, en la otra
punta del país. En ese tiempo Alanis conoció y se enamoró de un
mediterráneo, Karlden por otra parte se interesó por el proyecto de
Anna y Oscar uniéndoseles.
Pasaron los años y Enis, a la que todos habían dado por
perdida, regresó de la nada ilusionada al enterarse de los últimos
experimentos que se estaban llevando a cabo y proponiendo algo
descabellado: intentar la reproducción entre un terrestre y una sirena,
ofreciéndose ella misma como conejo de indias. En un principio
pensaron que el dolor por la muerte de Evel la había trastornado.
Dieron por sentado que pretendía vengarse de su madre y hermana
de una forma ridícula creando el primer híbrido, algo impensable. Pero
Oscar la tomó en serio y lo intentaron, lo intentaron una y otra vez sin
conseguir nada. Oscar quiso renunciar una cantidad innumerable de
veces, pero Enis estaba resuelta a conseguirlo.
Al tiempo Karlden propuso un descanso, sugirió retornar a
Irlanda. Alanis y Enis se mostraron reticentes al principio pero al final
aceptaron enfrentando la realidad: Los tres echaban muchísimo de
menos su amada Eire. La familia de Alanis, que ya contaba con dos
hijos, Karlden y Enis, se instalaron en la mansión de la laguna por un
tiempo. Con el nacimiento de Sales, todos menos Karl, que había
formado una insólita familia con una ninfa, se trasladaron a la casa de
la playa. Enis continúo con sus experimentos, incansable.
Año y medio más tarde, un famoso escritor americano se mudó a
una cuca y solitaria casita cerca de la vivienda de Alanis. Enis y él se
hicieron íntimos en tiempo récord, ella le desveló todo lo referente a
las sirenas y a su propia historia. Él se enamoró perdidamente de ella
aunque entendía que no ostentaba la mínima posibilidad. Enis incapaz
de corresponderle, le ofreció el más grande de sus afectos
convirtiéndose ambos en compañeros inseparables. El escritor viendo
el empeño que la diosa sirena mostraba en quedarse embarazada, se
ofreció como donante sin pensarlo. Cuál fue la sorpresa de Oscar
cuando al primer intento mi madre quedó embarazada, lo que abría un
mundo de posibilidades.
Pero por más que se pretendió no se volvió a reproducir el éxito.
A Oscar se le ocurrió otra cosa, probar entre una terrestre y un
acuático. No fue fácil y le llevó mucho tiempo y muchos intentos
fallidos, pero al final su perseverancia se vio recompensada con el
nacimiento de Abel. Cómo no, todo no fueron dichas. Un embarazo
normal de sirena duraba un cuatrimestre, el de mi madre se prolongó
cinco meses y una semana y el de Abel alcanzó los cuatro meses y
medio. Su madre se empezó a deteriorar preocupantemente a partir
del trimestre y murió deshidratada al traspasar el cuarto mes. Abel
nació prematuro, por cesárea post mortem.
Se volvió a intentar y descubrieron que solo las mujeres más
fuertes quedaban embarazadas, siempre que el donante perteneciera
al escasísimo clan de los dioses. El problema, aparte de que los
dioses abundan aún mucho menos que los tritones, fue que los cinco
embarazos que se consiguieron llevar hasta el final acabaron igual,
con las madres fallecidas antes de que el niño estuviese maduro para
nacer. María, la hija adoptiva de Anna y Alicia, fue la quinta y última en
perecer.
Anna ya no se atrevía a volverlo a probar horrorizada por las
consecuencias, habían intentado de todo y las madres morían igual.
María, con veintinueve años y siendo una buena candidata por su
estado físico, se ofreció. Anna objetó que por nada del mundo se
arriesgaría a perder a su hija, pero María no paró los siguientes años
hasta conseguir la aprobación de sus dos madres.
Todo se calculó al detalle, se emplearon nuevos métodos,
experimentaron y ensayaron hasta convencerse que esa vez sería
diferente. Programaron una cesárea antes de tiempo para evitar la
fatal deshidratación, pero todo dio igual porque María, con treinta y
pocos años, murió días después de dar a luz llevándose la satisfacción
de al menos haber sostenido a su preciosa niñita en brazos. Su última
voluntad: que Anna y Alicia se convirtieran en las mamás de Marina
junto con el donante, Orión.

Orión finalizó su historia dejando la cueva en espeso silencio.


Mis articulaciones restaban entumecidas por la tensión acumulada al
escuchar el relato. Aman se acercó a mí afable.
—No estés triste, es lo que ellas eligieron y conocían los riesgos.
Para ellas fue un honor contribuir, como también lo fue para María.
Por más que lo pensaba, no entendía cómo alguien se puede
prestar a un experimento así. Dejar a un niño sin madre es lo más
cruel del mundo. Preferiría no tener hijos y que mi especie se
extinguiera a arriesgarme a la posibilidad de que mi bebé creciera sin
mí; no lo dije. Además aún estaba digiriendo toda la historia de mis
propios padres, ¿contemplaría mi madre la posibilidad de morir? No,
estoy segura de que no.
Anna regresó seguida de Alicia y un Abel satisfecho. Ahora las
miraba diferente, no quería juzgarlas, realmente no conocía toda su
crónica, no sabía qué las llevó a arriesgar así la vida de su hija. Si yo
tuviese una hija, la protegería con mi propia vida, como hizo mi madre
conmigo. No quise divagar más, empezaba a notar la molesta bola
oprimiendo mi garganta. Anna tornaba emocionada.
—¿Estás preparada, Estrella? ¿Vamos? —preguntó dirigiéndose
a su hermano. Este asintió.
Abel volvía a mirarme con curiosidad e imaginaba con la panza
llena de magdalenas. Me dio pena pensar que no había tenido a su
madre, al menos yo disfruté la mía diez años.
Anna tomó mi mano alcanzando el borde de la charca. No me
gustaba el color negruzco de las aguas, hubiesen venido bien un
puñado de piedras luminosas para ver el fondo. Los otros cuatro se
hundieron en la lóbrega masa primero.
Atravesamos un túnel ascendente en penumbra, algunas
piedrecillas incrustadas en los contornos del pasadizo aportaban algo
de iluminación sin llegar a ser suficiente para distinguir quién iba en
cabeza. Lo único visible para mí eran los pies membranosos de Abel,
que se impulsaba adelante hipnotizándome con su sincrónico aleteo.
Anna me seguía cerrando la partida.
La luz nos alcanzó al pasar a mar abierto, la oscuridad que
acabamos de atravesar se instaló en los ojos de todos los presentes.
Me gustaría echar mano de un espejo para ver qué tal me sentaba la
conquista de mis pupilas por todo el globo ocular.
El agua salada despejó mi mente haciéndome sentir mejor
después de la historia en la caverna. Todos eran amables conmigo,
las dos chicas y Abel se giraban para sonreírme y esperarme. Con sus
extremidades palmeadas, eran más rápidos que yo desplazándose por
el medio acuoso. Anhelaba separarme de la formación y surcar el mar
por mi cuenta, gozando el agua al correr sobre mi piel, el pelo ondear
a mi alrededor, la ingravidez. ¿Cómo había podido sobrevivir alejada
de aquello tanto tiempo?
Rodé buceando boca arriba, cortando los rayos del astro
mediterráneo que se propagaban dando luz a todas las moléculas del
agua. Podía ver las nubes borrosas sobre mí en un cielo azul intenso
como los ojos de Ulien. Los echaba de menos a todos. Todo sería
diferente con Sales nadando delante de mí, nunca había nadado con
ella, con Eila riendo alrededor de Ulien bajo la vigilancia esmeralda de
Evel, con mi mano aferrada a la suya rebozada en la felicidad de mi
amor correspondido. ¿Cuánto faltaba para poder nadar con ellos? No
tardarían en llegar y recorreríamos el mar juntos, no podía esperar
para que mi nado fuese un nado dichoso, no como el de ahora,
impregnado de engorrosa melancolía con gente extraña.
Miré a Abel y sonreí sola, a Eila podría gustarle, podrían hacer
buena pareja, recordé que venían a España cada año, me adelanté
hasta su altura.
—Abel, ¿conoces a Eila?
Me hizo gracia su acento submarino, cómo la ninfa pronunciaba
diferente los sonidos, acento mediterráneo. Abel no conocía
personalmente a Eila pero había oído hablar de ella y esperaba que se
la presentaran algún día. Me gustaba Abel, era de esas personas que
tardan cinco segundos en caerte bien.
Orión, que iba delante, se detuvo. Anna corrió o nadó hasta mí
para cubrirme la vista. Oí a Alicia excitada decir que los veía venir. ¿A
quién? Lo averigüé enseguida, escuché el murmullo de varias sirenas
cuchicheando entre risitas traviesas. Anna destapó mis ojos.
Sobre tierra firme hubiese caído de espaldas, en medio del mar
quedé boquiabierta. Ante mí se exhibían una docena de sirenas,
algunas sostenidas en el agua mirándome con coquetería y curioseo,
otras dando volteretas por los alrededores como si de delfines
juguetones se tratara. Igual que supe que Orión y Amán eran antiguos,
acerté que estas sirenas eran todas muy jóvenes, la mayoría niñas.
De ahí no venía mi asombro. Mi perplejidad la ocasionaban esas
mismas niñas y adolescentes exhibiendo piernas alargadas y juntas
acabadas en una extraña aleta mitad pie, como el pie raro de Eila y
Evel cuando se abría pero bastante más prolongado. Sus
extremidades inferiores permanecían unidas y recubiertas por una piel
gruesa sin escamas, semejándose más a la cola de una foca que a la
de un pez, pero mucho más dilatada.
—Cierra la boca, Estrella, no sea que se te cuele una sardina —
recomendó Alicia riendo.
Abel me miraba con el ceño fruncido.
—¿Que no habías visto sirenas jóvenes antes o qué?
—Yo… yo… me… me dijeron que al año desaparecía la… ¡No
tienen escamas!
—¿Cómo vamos a tener escamas? ¿Crees que somos atunes?
—Abel reía como si hubiese dicho una barbaridad.
Las sirenas mediterráneas pertenecían a otra raza como ya
sabía, lo que desconocía es que su cola no mutaba en dos piernas
hasta la adolescencia, algunas incluso más tarde, por lo que su etnia
era la que menos se mezclaba entre humanos. Pensé en el libro que
mi padre me escribió a buen resguardo en Irlanda; debí haberme
aplicado más en su lectura para no llevarme tantas impresiones.
Me presentaron a todas las chicas, tres de ellas con edades de
catorce, nueve y siete años, eran como yo o más como Abel y Marina,
de madre humana y padre acuático. La mediana era la hermanita de
Abel, de distinta madre, ahora se enroscaba en el cuello de su padre
escandalosa. La pequeña lucía un par de piernecitas, las otras dos se
desplazaban veloces serpenteando con sus alargadas colas, sus
cabellos se repartían en naranja y rubios reflectantes.
Anna me hizo saber que cada uno de nosotros poseía algún
rasgo que nos distinguía como híbridos; en mi caso nací con dos
piernas y el pelo negro, además de haber demostrado no necesitar del
agua para sobrevivir. Abel exhibía pelo castaño. La pequeña había
evolucionado su cola en piernas a los cuatro años. La mayor, de
cabello naranja, no conseguía emitir las frecuencias necesarias para
hipnotizar y sus ojos negros se caracterizaban con iris marrones al
salir del agua. Y la hermanita de Abel carecía de membranas en las
manos, como yo. Anna me asustó diciendo que Oscar había
comprobado mis manos y pies, y que estaban diseñados para que
pudiera abrirlos asquerosamente, aunque de momento permanecían
atrofiados. Repitió que mi esencia se había adaptado para sobrevivir
sin agua pero que a buen seguro eso iría cambiando a medida que
nadara y respirara bajo el mar.
Me presentaron una por una a todas las sirenas, pasamos
bastante rato rondando por allí, nunca hubiese imaginado lo activas y
alborotadoras que podían llegar a ser las sirenitas jóvenes.
Curioseaban sobre mi experiencia viviendo entre terrestres, y mi pelo,
que siempre quise tener dorado para semejarme a mi madre, ellas lo
interpretaban como un don que no dejaban de sobetear. Me
permitieron palpar y examinar sus colas, el tacto se descifraba un poco
más duro e impermeable que la piel de la parte de arriba de su cuerpo.
De cerca, distinguías perfectamente el color idéntico al de brazos
y torso, pero de lejos, la luz se reflejaba creando engañosos espectros
cromáticos que las vestían con colas de colores escamadas como las
de las sirenas de cualquier cuento infantil. No podía apartar los ojos de
ellas, sintiendo más que nunca que el mundo real que siempre había
pisado se desvanecía alegremente. Había leído tantos libros,
imaginado tantas aventuras y resulta que mi propia vida daría para
una novela fantástica.
Abel contó que la raza mediterránea, a pesar de ser la que
menos se había mezclado entre humanos, era la más avistada por
terrestres porque durante siglos mantuvieron una tradicional iniciación
entre las sirenas más jóvenes que consistía en esperar a los barcos
cargados de humanos y practicar por vez primera su hipnosis sobre
ellos. Sobra decir que la cosa no acabó bien en demasiadas ocasiones
y se tuvo que extirpar la tradición para evitar disgustos.
Ahora les pedían que no se acercaran ni a barcos ni a orillas de
playa de día y, en general, que dejaran en paz a los terrestres
evitándolos lo más posible.
—Pero siempre hay alguna que hace lo que le da la gana y
acaba arruinándole la vida al pobre ingenuo que la ve y se lo cuenta a
otros convirtiéndose en el turulato del pueblo —observaba acusador a
la sirena híbrido de pelo naranja sonriéndose—. No te alarmes, solo
ha pasado una vez, mi padre le borró la memoria al afectado pero
claro, ya se lo había contado a todos y no hubo manera de lavar su
imagen.
Anna dijo que le cedería a Evel el placer de enseñarme los
rincones más hermosos de su hábitat, lo que significaba que Oscar ya
le había chismorreado lo de nuestra pillada in fraganti. Que nombrara
a Evel insufló unas ganas locas de regresar a la casa por si ya habían
llamado o mejor aún, con un poco de suerte me los encontraría en el
comedor sorbiendo rechinante zumo de naranja y comiendo
magdalenas del día, en caso de que Abel hubiese dejado alguna.
Yo sola me embriagué de entusiasmo llegando incluso antes que
Alicia y Anna a la caverna. El camino estrecho y corto restó
importancia a la falta de luz y evitó que me extraviara. Esperé
impaciente andando en círculos frente la oscura laguna. Repasé
rápidamente toda la mañana, la historia de cómo fui concebida, los
experimentos de Anna y Oscar, conocer más híbridos parecidos a mí,
las espectaculares colas de las sirenas más gritonas de la historia.
Revisé las cosas que nos señalaban como híbridos: mi pelo o el
de Abel, los ojos de la sirena traviesa, las piernecitas de la híbrido
pequeña… Pensé en Marina, ¿qué la diferenciaría a ella del resto?
Seguro había nacido sin cola. Anna asomó la cabeza por la charca
seguida de Alicia, que se puso en cabeza hacia las escaleras.
—¿Cuál es la diferencia de Marina? ¿Qué la señala como
híbrido a ella? —investigué pisando un charco fangoso.
Había adivinado que nació sin cola como yo, lo que nunca
hubiese adivinado es que no podía respirar bajo el agua. Alicia
pensaba que podría ser porque la hicieron nacer muy pronto, antes de
que su sistema respiratorio estuviese suficiente maduro. La pequeña
conseguía aguantar casi media hora sin respirar, pero desde su primer
día no fue capaz de respirar bajo el agua a pesar de que necesitaba
un baño casi a diario o su piel empezaba a cuartearse.
Llegamos a la bodega, todo lo que podía pensar se denominaba
Evel. Subimos hasta la despensa con los pterodáctilos arañando mis
tripas. Atravesamos la cocina y nos encontramos a Oscar paseando
alrededor de la mesa con las manos juntas en su espalda, la cabeza
gacha y una expresión turbada.
—¿Qué ha pasado? ¿No han llamado? ¿Han llamado? ¿Qué
han dicho? ¿Ha pasado algo? ¿Están bien? ¿Está Evel bien? ¿Qué
han dicho de Evel? ¡Oscar, habla!
Oscar me miraba sin verme, aún inmerso en elucubraciones.
Arrastró una silla desde la mesa y me invitó a acomodarme, corrí a
sentarme si eso lo hacía hablar.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
—Han llamado —casi suspiré aliviada—, no saben nada de Evel
desde ayer. Están intentando averiguar dónde está o qué ha pasado.
Sales y Cris dicen que no vendrán sin su hermano, mandarán a Eila
para acá. Han registrado nuestra casa. No querían llamar hasta no
tener algo que decir. De momento las tres se han quedado en casa de
la abuela de Daniel.
Más cosas. Más cosas. Hablaban. Hablaban. No escuchaba. Mi
cerebro iba loco.
«No saben nada de Evel desde ayer»
«No saben nada de Evel desde ayer».
Evel, junto a Ulien con la mirada perdida. No saben nada de Evel
desde ayer. Mi cerebro identificando una alarma. Tres leyes. Pena de
muerte. Estoy mareada. Senia. No vienen sin su hermano. Han
registrado la casa. Náuseas. ¿Cuál es la alarma? No saben nada de
Evel desde ayer. La enciclopedia. El suelo se mueve. Evel. Náuseas.
Sirenas. El suelo se acerca hacia mí. Me falla la vista. No saben nada
de Evel desde ayer. ¿Qué dice Oscar? No oigo. No oigo. El suelo se
acerca, se aleja. El cajón de la mesita de Evel. Isabella. La hipnosis.
Las diosas hipnotizan. El suelo borroso. ¿Cuál es la alarma? No se les
puede mentir. Han registrado la casa. Náuseas. Mi libro. Mi carta. Evel
no puede mentir. Pena de muerte. Náuseas. Náuseas. Náuseas.
La angustia desembocó en un suelo que seguía moviéndose,
ahora cubierto de una pestilente papilla de magdalena y tostadas con
mermelada con un toque ácido a naranja que me hizo vomitar de
nuevo arruinando mi esófago y mi garganta.
—¿Estás bien, Estrella? ¿Estás bien?
Con los oídos taponados y los lagrimales aguados, asentí como
pude a millas de estar bien. Alicia corrió a la cocina y trajo un vaso de
agua con azúcar mientras Anna limpiaba el desastre. Me sentía fatal,
física y psicológicamente, y no albergaba fuerzas para hablar o
demostrar mi estado interior de alguna manera. Oscar me cogió en
brazos.
—No, no la lleves al balcón, hace mucho calor, llévala a mi
cuarto, es el más fresco, abre la ventana si está cerrada —indicó Anna
con el mocho en la mano y la nariz arrugada.
Me senté en la cama. Era verdad, esa habitación era mucho más
fresca, me había hecho daño en el abdomen al vomitar. Oscar abrió la
ventana y me recosté un poco en la cama.
—¿Estás bien? Bebe un poco más. Despacio.
Habían registrado la casa de Evel, existía la posibilidad de que
no encontraran la enciclopedia, estaba muy bien escondida, pero con
toda seguridad habían encontrado el libro y la carta. ¿Y ahora qué?
¿Qué iban a hacer? ¿Qué iban a hacerle? Tenía ganas de poner el
suelo perdido otra vez pero mi estómago estaba falto de metralla.
Anna entró a la habitación, mi bañador de rayas había
empapado toda su cama. Me prestó una camisola de ir por casa y
ropa interior seca. Sonó el teléfono, corrí a cogerlo mareándome a
mitad camino. Me aferré al respaldo de una silla para no irme de
bruces y Oscar se adelantó.
—¿Diga? —silencio—. Eres tú la que ha llamado —más
silencio—. ¿Quién eres tú? —silencio súper inquietante—. ¡Kat! Sí,
soy Oscar.
La amiga española de Evel llamaba preocupándose por su
amigo. Escuché toda la conversación en castellano. Oscar le contó por
qué Evel no había contestado su mensaje y por qué nadie le cogía el
teléfono en Irlanda. Se volteaba para mirarme preocupado, me estaba
mordiendo las uñas por primera vez en mi vida. Prometió llamarla
cuando supiera algo más y colgó.
Cris había vuelto a casa a por algunas cosas y se la encontró
toda revuelta, todos los cajones y los armarios abiertos. Esperaban a
Evel pero este no aparecía. Le había dicho a Oscar que iría a la casa
de Karlden. Oscar se lo había prohibido pero Cris le había colgado
antes de que pudiese hipnotizarla para detenerla. Oscar había llamado
a Rachel y así había conseguido un teléfono para hablar con Sales.
Sales no sabía nada. Llamaría enseguida que hubiera novedades.
Ya un poco recuperada, al menos físicamente, deliberaba sobre
cómo hablar con Oscar, cómo decirle por qué estaba más aterrada
que nadie en ese comedor.
—No lo entiendo, Estrella. ¿Cómo fue tan imprudente? —se
refería a mi padre—. ¿Cómo se le ocurrió darle una enciclopedia a
Evel? ¿Cómo puso sobre sus hombros una responsabilidad así? ¿Por
qué no dijisteis nada? ¿Por qué no confiasteis en mí?
—Evel no quería involucrar a nadie más —respondí
avergonzada alzando la vista para enfrentar su reacción.
Oscar me miró entre el enfado y el entendimiento, en un primer
momento no se había sorprendido por la existencia de una
enciclopedia.
—Oscar —aún tenía más que decirle—, en la carta donde
declaraba que le dejaba los libros a Evel indicaba que existían dos
colecciones más —sus ojos se abrieron como platos—. No decía
quién las aguardaba —continué—, pero…
—¿Evel lo sabe? ¿Sabe quién tiene las otras enciclopedias?
—Sabemos quién tiene una de ellas.
Oscar se agarró la cabeza, no pudiendo soportar la información.
—¡Senia lo habrá hipnotizado y ahora sabrá lo de Karlden y
Ulien!
Maldijo en voz bien alta. Lo sabía, ya sabía lo de los libros. Lo
había intuido desde que empecé a contarle mis temores, se había
escandalizado por que los tuviésemos pero no por el material en sí.
—¿Eres tú? ¿Tú eres quien tiene la enciclopedia original?
Así era, sus libros se ocultaban bajo nosotros en la bodega
resguardados por una caja fuerte camuflada tras las botellas de vino.
Senia no tenía manera de encontrarla porque estaba fuera de Irlanda y
no podía hipnotizar a Oscar o a su hermana —que hasta ahora eran
los únicos que lo sabían— porque también eran dioses. La de Karlden
se escondía en territorio ninfa y la diosa no tenía motivo por el que
buscar allí nada a menos que sospechara, ¿y por qué iba a
sospechar? Lo de Evel era una total irresponsabilidad por parte de mi
padre y de Evel mismo al aceptarla. En cuanto Senia le hipnotizara
indagando sobre las otras enciclopedias, sentenciaría a Ulien y a su
padre también.
Evel estaba tan condenado a muerte como yo, con la diferencia
de que yo estaba a salvo. La única esperanza a la que ahora nos
aferrábamos era que hubiese escapado de alguna manera antes de
que Senia registrara la casa.
Anna sirvió la comida, ni Oscar ni yo la probamos con los ojos y
la esperanza puestos en el teléfono. Marina organizó un desastre
monumental echándose todo el puré sobre ella y la mayor parte de los
vestidos de sus madres, que intentaban en vano darle de comer. A la
niña, cabezota, no le daba la gana tragar nada. Los platos se retiraron
intactos, Marina no era la única sin apetito. La acostaron a la siesta.
Oscar y yo seguimos a la espera sin pronunciar palabra, sentados en
las sillas del comedor, cada uno inmerso en sus inquietudes.
La tarde se instaló sin novedad alguna. Alicia y Anna trastearon
en la cocina hasta que esta empezó a emanar un delicioso aroma a
dulce, depositaron sobre la mesa un suculento bizcocho de chocolate
con pasas y nueces. Oscar no lo tocó, Marina y yo casi lo acabamos.
A las siete, falsa alarma. Kat interesándose por su amigo.
A las ocho y cuarenta al fin llamó Cris destensando un poco a
Oscar. Salté de la silla y me arrimé al auricular. Cris se disculpaba por
haberle colgado antes.
—¿Y Evel? ¿Sabe algo? ¿Está bien? —interrogué ansiosa.
Evel estaba bien. Oscar me pidió que le dejara un poco de
espacio, me mandó al balcón prometiendo que en cuanto colgara me
transmitiría hasta el último detalle. Las sillas de forja aún estaban
calientes, me senté y levanté para apoyarme en la barandilla unas
catorce veces no queriendo escuchar la conversación para no
volverme loca, recibiendo solo la mitad de la interlocución. No veía a
Oscar al teléfono pero sí a Alicia y Anna con Marina al brazo, que
escuchaban atentas. Sus caras daban pistas de que las cosas no iban
bien. Me centré en el continuo impacto de las olas contra las rocas
bastante más abajo apretando la barandilla con ambas manos en
tensión de arriba abajo. Evel estaba bien, estaba bien.
Evel aún estaba bien pero las noticias eran nefastas. Senia lo
sabía todo, y todo es todo, desde que yo era el primer híbrido hasta
que Evel, Ulien y Karlden escondían libros prohibidos, pasando por mi
paradero actual. Karlden permanecía escondido en el lago, Senia no
podía sacarlo de allí ni entrar a por él, por lo que había dejado a
algunas de sus sirenas apostadas por los alrededores esperando que
el ratón asomara el morro para atraparlo. No tenía que preocuparse de
atrapar a Evel y Ulien porque los mantenía bajo custodia desde la
noche anterior.
Justo cuando Oscar acabó de enumerar infortunios volvió a
sonar el teléfono. Desapareció de mi lado de forma literal para
llamarme un segundo después, sostenía el auricular invitándome a
tomarlo.
—¿Estrella?
La voz aterciopelada e inconfundible de Arabel sonaba débil y
temblorosa al otro lado.
—He sido… he sido yo, yo te delaté, cuando me enteré… me
enteré de que Senia estaba aquí fui… fui… fui y se lo conté, estaba…
muy enfadada…
La ninfa trataba de hablar pero no le salían las palabras. Pude
captar que pretendía castigar a Evel quitándole lo que más quería y
que en ese momento le daba igual lo que hicieran conmigo, pero todo
le había salido del revés y ahora se enfrentaba al ahogo de la culpa.
Se la escuchaba histérica, apreté el teléfono contra mi oído
descifrando su mensaje encriptado.
Senia hipnotizó a Evel y Ulien en la mansión indagando su
relación conmigo, sabía que estaba enamorada del primero y lo de mi
amistad con el segundo, por lo que una vez tuvo a los chicos, decidió
no soltarlos hasta encontrarme, apreciando el cebo que manejaba
entre manos. El problema es que al registrar la casa de Sales en mi
busca había dado con mi carta y el libro, hipnotizando a los chicos por
segunda vez, sonsacando en esta ocasión la implicación de ambos y
Karlden.
El padre de Arabel estaba a salvo en el lago, que es donde se
encontraba cuando mi abuela invocó a todo el mundo. Senia no podía
entrar allí si las ninfas no se lo permitían. Así que de momento retenía
a los chicos que ahora acaparaban sendas condenas de muerte.
Arabel llamaba para transmitir un mensaje de la diosa: si yo me
entregaba, liberaría a Ulien. Entre amargos llantos declaró que Evel no
tendría salvación. Mi dentadura estaba tan apretada que temía
partirme las muelas.
—Estrella, ya sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero
salva a mi hermano, él tiene una vida por delante y tú estás
condenada a la amargura y la locura sin Evel. Sálvalo, por favor, por
favor…
Colgué el teléfono apagando sus súplicas desgarradas. Oscar
vino a preguntar, lo aparté de mi camino y corrí a mi cuarto enajenada
cerrando la puerta de un trompazo.
Sin paciencia para respirar, me faltaba el aire, aferré la reja de la
ventana con la rabia tensando cada uno de mis músculos. ¡Maldita
ninfa! Deseaba rugirle a la noche del otro lado de los barrotes, apreté
ojos y dientes sintiéndome una fiera enjaulada. Tenía que haber una
solución, tenía que haberla en algún lado pero ahora no era capaz de
ver nada, excepto a una ninfa celosa tirando mi vida y la de Evel por el
retrete.
No conseguía razonar, me estaba esforzando pero no lo
conseguía, solo los estruendos de algunas frases vibraban en mi
mente: «No voy a permitirlo», «no voy a dejar que nada les pase», «no
voy a permitirlo». El cáustico furor inundó mi pecho otorgándole una
extrema rigidez a todo mi cuerpo. Dejé escapar la ira bramando.
—¡NADIE LOS TOCARA!
Mi grito no fue el único estallido. Parte de la pared se desplomó,
la ventana cayó abierta sobre mí dejándome plantada en medio. Algo
pesaba en mis manos. La reja. No podía con ella, la solté y se
desplomó por la pared de la montaña hasta estrellarse contra las
rocas. ¿Qué había pasado? Al frente, donde había estado la ventana,
quedaba un enorme boquete, mis pies enterrados en escombros.
Advertí los brazos de Oscar alrededor extrayéndome de los restos de
pared.
—Te he destrozado la casa, Oscar—conseguí articular
convirtiendo mi enfado en asombro por un lapso.
—Parece ser que tu parte sirena está bien despierta ya.
—Senia va a matar a Evel. Arabel dice que me da la opción de
cambiarme por Ulien y morir en su lugar junto a Evel —solté asustada
y sin pensar.
Oscar, más blanco que la cal de la pared que acababa de
destruir, se forzó a hablar.
—No vas a cambiarte por nadie.
—No sé qué voy a hacer, pero Ulien y Evel no van a morir. Voy a
ir a por ellos, Oscar, ahora mismo, esto es una locura y una injusticia y
no voy a permitirla. Me voy a Irlanda. ¡Ahora mismo!
El miedo, la ira y el horror ahora compartían habitación con un
inesperado arrojo y determinación, no pensaba dejar que nadie
arruinara mi vida ni la de las personas que amaba.

Contemplaba a Marina, tan pequeña, tan linda, a punto de cerrar


sus ojitos para tener dulces sueños de sirena. Me habían reinstalado
en su cuarto, la niñita apretaba mi dedo desde su cuna y acariciaba su
fino cabello frambuesa con la otra mano. Yo trataba de imitarla, pero ni
el brebaje que Oscar me había obligado a tragar apagaba mis
pesares.
Sin forma de coger un avión antes, Oscar había prometido
acompañarme a Irlanda por la mañana. Estar despierta envidiando el
sueño de Marina no iba a ayudar en nada, debía descansar. En vez de
eso repasaba una y otra vez el plan que Anna había sugerido y me
preguntaba a qué se referiría Kat cuando Oscar la había llamado, y
después de actualizarla y compartir nuestro recién elaborado plan,
esta había insistido en que no partiéramos hacia Sirens hasta que ella
se personara para entregarnos algo mejor que ningún plan, algo que
aseguraba la salvación de todo el mundo. ¿Con qué milagro se
presentaría?

Ocupamos horas sentados a la mesa tratando de encontrar


remedio a la tragedia. Se rechazaron una tras otra todas las ideas
inviables, opciones tan terrestres como mi propuesta de reunir un
batallón de sirenas mediterráneas e intimidar.
—No vamos a armar ninguna guerra, somos acuáticos,
arreglamos nuestras diferencias sin violencia.
Anna y Alicia apoyaron firmemente la negativa de Oscar. La
solución tenía que venir desde el diálogo. Algunos momentos en
blanco más tarde, Anna propuso algo factible: intentaríamos un
intercambio a la desesperada. Senia nos devolvía a los sirenos y
nosotros destruíamos la tercera enciclopedia y nos largábamos de
Irlanda para siempre. Nadie compartiría información acuática con
terráqueos y ninguna estúpida profecía podría cumplirse porque yo me
comprometía a exiliarme infinitamente de tierra o mar celta.
Considerando la posibilidad de que se negara pese a servírselo
todo en bandeja de plata, se me ocurrió otra idea aprovechando que
Senia no podía hipnotizarnos ni a Oscar ni a mí. La acorralaríamos. Si
no accedía a negociar, una copia de los libros iría a parar a cada
rincón del mundo pisable con escrupulosa información sobre ella y
cómo encontrarla; por descontado, era un farol. Las amenazas
infundadas no les parecieron tan mala idea como reunir un ejército.
El desahogo inicial al haber concretado un plan se vino abajo
cuando Oscar insistió en que lo mejor era que él se encargara de
enfrentar a la diosa y yo me quedara como una pusilánime esperando
en España. Apunto de coger la puerta e irme por mi cuenta, Anna llegó
al rescate mediando para llegar a un consenso con el que Oscar no
estaba nada de acuerdo: los dos marcharíamos a Irlanda pero solo él
se presentaría ante Senia ocultando mi presencia en todo momento.
«Pase lo que pase, mañana será mi último día en Irlanda, pase
lo que pase, mañana Evel estará a mi lado sano y salvo».
Martes, 9 de septiembre

El vacío en mi estómago me despertó sin darme los buenos


días. No era un buen día, el Sol empezaba a brillar, el cielo estaba
despejado, los pájaros cantaban a la temprana mañana y el mar
susurraba pacífico, pero no era un buen día para nada. Me levanté
costosamente, tenía que alimentarme, la angustia acechaba
recordando las náuseas del día anterior. Arrastré los pies hasta la
cocina. Anna, Alicia y Marina estaban allí, encaradas a la despensa,
vestidas con bañadores hippies.
—Vamos a darnos un baño rápido, volvemos enseguida,
desayuna lo que quieras. Oscar está en tu cuarto. ¿Estás bien,
Estrella?
Afirmé, no parecían muy convencidas, yo tampoco lo estaría.
Había visto mi cara reflejada en un espejo antes de salir de la
habitación de Marina y «bien» no la definiría. Desde la cocina divisé la
puerta abierta de mi cuarto y a través de ella, el enorme boquete que
había provocado. Oscar se sentaba sobre los escombros encarado al
Mediterráneo. Me acerqué hasta él, no se le veía mejor que yo, nunca
había visto a Oscar tan abatido.
—He estado aquí toda la noche observando las estrellas —
hablaba hacia la mañana sin mirarme—. ¿Sabías por qué tu madre te
puso Estrella?
—¿Por las estrellas de mar? —me aventuré a adivinar.
—Te puso el nombre en español por mí, fue su forma de
homenajearme por mi ayuda —sonrió tristemente—. Pero te puso
Estrella por las estrellas del cielo, ella decía que las estrellas vivían en
el firmamento y también en el mar, porque cuando caía la noche, se
reflejaban en el agua como si también pertenecieran a los mares y
océanos y para ella tú eras así, alguien que pertenecería siempre a
dos mundos.
No disponía de tiempo para emocionarme con su nostalgia,
necesitábamos desayunar para coger fuerzas.
A las nueve y diez, como si supiera que su hora límite eran las
diez de la mañana, llegó Kat. Abrí la puerta y allí estaba, tan
imponente como de más joven, vestida de negro riguroso con el pelo
cobrizo oscuro y la mirada felina remarcada de sombra oscura. No
imaginaba a nadie con tanto maquillaje en los ojos de buena mañana,
cualquier rastro de afabilidad podía considerarse un puro espejismo.
¿Qué le encontraba Evel? ¿Su belleza agresiva tal vez? Esperaba que
no fuera eso.
Analizándola, me pasó inadvertido un niño a su lado, un chiquillo
de unos cinco años con la misma planta temible que ella, con la
diferencia de que el pequeño sabía sonreír. Su pelo rojo fuego
acabado en mechas negras no era digno de pasar inadvertido.
—¿Vas a invitarme a entrar o nos vamos a quedar en la puerta
hasta que ejecuten a alguien? —preguntó arrogante en español.
Me aparté a un lado, ingresó a paso firme como si la casa fuese
suya, con el pequeño siguiéndola confiado con las manos en los
bolsillos. Oscar la esperaba plantado delante de su hermana y cuñada.
—Este es Oscar; Oscar, mi hijo Erick.
El niño se adelantó y ofreció su mano a Oscar. Este apretó su
manita con sus tradicionales guantes sorprendido, los niños
normalmente dan besos o se esconden tras sus madres, no ofrecen
un apretón de manos como si fueran adultos.
—Estás fuerte, Erick. ¿Cuántos años tienes ya? ¿Quieres jugar
con Marina?
—Tiene tres, y sí quiere jugar —contestó la madre por él
cortando cualquier comentario cortes más que Oscar se atreviera a
intentar.
El niño frunció el ceño y, mirando a su madre indignado, se dejó
acompañar por Alicia a la habitación de Marina. El resto nos sentamos
a la mesa con Kat al frente. Directa al grano, sacó un lujoso cofre de
metal de su mochila y lo depositó sobre la mesa acercándomelo y
empezó a radiar sin tener la atención de preguntar si entendía bien su
idioma:
—Este es el puñal del enock. ¡Espera para abrirlo! —ordenó
cuando alargué los brazos hacia la caja—. No es un puñal corriente,
he tenido que ir hasta la otra punta de España por él. Contiene una
gran fuente de energía y, créeme, no es una buena energía al tacto.
No debes tocarlo a menos que pienses usarlo, o se apoderará de ti por
muy fuerte que creas ser. Cuando tengas a Senia delante, empúñalo,
la daga se encargará de que obtenga una muerte segura.
—¡No voy a matar a nadie! —respondí escandalizada.
—No es eso lo que dice la profecía. ¿Cómo piensas liberar a
Evel sin matar a Senia?
—Dialogando, haciendo un trato…
No me concedió explicar nuestro plan, se alzó de la silla
elevando la voz.
—¿Crees que puedes dialogar? Suerte con eso y luego
recuerda: en medio del corazón es lo más certero —rechinó señalando
la caja metálica—. Tienes que matarla.
—Nadie va a morir —repetí alterada.
Con nadie me refería a nadie, ni Evel, ni Ulien, ni la hermana de
mi madre por muy loca que estuviera.
—¿Eres tan ingenua de creer que vas a presentarte allí y te van
a dejar traerte a Evel como si nada?
Kat miró a Oscar buscando cordura en otro lado. Este no le hizo
ninguna señal de apoyo, tampoco aclaró que yo no iba a encontrarme
con Senia en ningún momento. Kat volvió a sentarse inclinada hacia
delante tratando calmarse:
—Mira, haz lo que quieras, pero no sueltes el puñal por nada del
mundo. Si otro lo sostiene, tendrás tantas posibilidades como Senia de
acabar con el incrustado en el pecho. ¿Lo has entendido? Que nadie
sostenga el puñal por nada del mundo, en especial Senia. No se lo
des a nadie, solo tú puedes empuñarlo. Tampoco lo toques hasta que
no vayas a usarlo, recuérdalo, no-lo-toques —me ponía de los nervios
hablándome como si fuera retardada—. Se resguarda con una funda
especial para que lo puedas llevar contigo sin tenerlo que manosear.
No es un arma corriente, ha pertenecido a mi familia desde siempre y
lo quiero de vuelta. Es muy valioso —declaró apretando las palmas de
sus manos sobre la mesa avasalladora—. Más te vale que salves el
pellejo de Evel o yo misma te mataré con mis propias manos, todo
esto es culpa tuya y de tu padre.
—¡Kat! —Oscar elevó la voz disciplinario. Anna tampoco estaba
cómoda, la chica poseía algo que ponía realmente nervioso a
cualquiera—. Tu familia y la suya han mantenido la amistad por siglos
—le apuntó Oscar.
—Me es indiferente quién fuera amiga de mi madre, abuela o
tatarabuelas, la tradición ha cambiado. Evel es mi amigo ahora, mi
mejor amigo —se dirigió a mí apuntándome con un dedo de uña
afilada—. Tráelo de vuelta, y si para ello tienes que hacer realidad una
profecía, ¡la haces y punto!
No pude molestarme por su tono amenazante porque sus ojos
verdes relucían de rabia, pero sobre todo de pena e impotencia. Podía
verle en la cara que ella misma iría y le clavaría el puñal a Senia si
fuera una sirena, pero no lo era, de eso estaba segura.
—Evel no está bien, le queda poco tiempo, tenéis que iros
cagando leches.
No entendí la expresión pero sí lo primero que había dicho:
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que no está bien? —pregunté
acongojada.
—Lo sé, puedo sentirlo —dijo encarando a Oscar. Este la creyó.
Observé el ornamentado cofre con el arma de la profecía que me
mencionaba empuñándolo y dando muerte a Senia. Enfoqué a Oscar
con el semblante afectado.
—Kat, voy a ir a Irlanda pero Oscar será el que vaya a hablar
con Senia, no necesitaré este puñal.
Los ojos verdes de Kat llamearon, pude ver el resplandor rojizo
alrededor de sus pupilas al dirigirse a Oscar.
—Me importan una mierda vuestras tácticas pacifistas, Oscar,
sabes lo que soy y no te engaño si te digo que a menos que la lleves a
ella con el puñal contigo. Evel no lo logrará, no llegará vivo a esta
noche. Hablo muy en serio, replantéate lo que hayas decidido hacer
porque no funcionará —se encaró a mí imperante, remarcando cada
palabra—. Si de verdad quieres salvarle, olvídate de lo que te digan y
sigue tu instinto, eso es lo único que no te engañará —acercó más la
caja hacia mí—. Coge esto y ve por Evel —se irguió de nuevo
amenazante—, no me moveré de aquí hasta que lo comprendas.
—Está bien, Kat; Estrella vendrá conmigo y el puñal también.
¿Algo más?
Kat y yo compartimos el escepticismo hacia la afirmación
exasperada de Oscar.
—Haz lo que tu corazón te dicte o estás perdida —reivindicó una
vez más con poderosa convicción.
Una vez descubrió algo en mi mirada que la hizo convencerse de
que yo misma iría por Evel, Kat no quiso alargar su visita un segundo
más.
Llamó a su retoño, que acudió de inmediato a su lado seguido de
Alicia con Marina en brazos.
—Aquesta nena crida un munt.
No conocía la lengua del pequeño, pero comprendí que se
quejaba de Marina.
—No se han caído muy bien —apuntó Alicia.
Kat le dedicó un imperceptible gesto de orgullo a su hijo.
—Esperaos, le daré unas magdalenas, dice que tiene hambre.
Alicia se apresuró hacia la cocina. Erick me sonrió provocando
los hoyuelos de su cara, a su corta edad se mantenía de pie al lado de
su madre con la misma formidable elegancia que ella. Se acercó a mí
seguro de si mismo y levantó su mano derecha apoyándola en mi
vientre.
—Estela, quan sigui major seràs la meva núvia.
El niño con su dulzura desentonaba con la madre, no entendía
nada de lo qué había dicho. Kat me miró escandalizada y luego con
los ojos desbocados miró a su hijo, me volvió a mirar a mí y de nuevo
al crío, como si hubiese pronunciado la más grande de las blasfemias.
Igual el niño no era tan dulce. ¿Qué habría dicho?
—¿Qué ha dicho? —Kat no me contestó, seguía atónita.
—Ha dicho que cuando sea mayor serás su novia —aclaró
Oscar disfrutando el horror de la madre—. Estela es tu nombre en
catalán.
—Oh, qué bonito, me gusta mi nombre en tu idioma —contesté
afectuosa. Erick sonrió pagado.
Lo observé mejor, igual me costaba congeniar con la madre pero
el hijo parecía encantador, tan pequeñito y cargado de tanto carisma
ya. Kat, con el gesto más relajado, me analizaba.
—Vamos afuera, tengo que hablar contigo en privado.
Agarró al niño, que intentaba dar el primer bocado a una
magdalena, y se despidió de los demás advirtiendo que esperaba el
retorno de su puñal para ya.
Se detuvo junto a un deportivo rojo reluciente, metió al niño en
su interior y apresó mi mano atrayéndola hacia ella con la palma para
arriba. Con su mano libre se descolgó un medallón dorado con cadena
larga del cuello.
—¿Qué haces?
Me mandó callar cortante, concentrada en su faena. Colocó mi
brazo estirado en el aire con la palma hacia arriba e hizo rodar su
collar sobre mi mano. La cadena se enroscó, su ritual no la
contentaba, lo repitió.
—¡Joder, Evel! —exclamó.
—¿Qué pasa?
Me tenía intrigadísima, disparó una mirada furibunda, apretó mis
brazos clavándome sus pupilas oliváceas como si quisiera
atravesarme y su voz tronó británica en mi cabeza: «Pasa que estás
embarazada». Me solté de su agarre espantada.
—¿Qué ha sido eso?
—Eso he sido yo hablándole a tu interior. No repitas lo que te he
dicho en voz alta, Oscar no debe saberlo o no te permitirán ir a por
Evel y tú eres la única que podrá salvarlo. Estrella, tenlo claro, eres la
única.
Juraría que había desesperación oculta en su dura voz. Intentó
apretar mi brazo de nuevo pero la esquivé aún turbada.
—No sé de qué va esto, Kat, pero lo que has dicho —¿cómo lo
había hecho? ¿Cómo se había metido en mi cabeza?—. Lo que has
dicho en mi mente es imposible, imposible del todo.
Kat me dedicó una mirada entre altiva y compasiva, ofreció su
mano para que la tomara como si eso fuera a convencerme de lo
contrario. En cuanto mi mano hizo contacto con la suya, su voz resonó
burlona y sarcástica en mi mente.
«¿Acaso eres virgen, Estrella?».
—No —contesté en voz baja—, pero es imposible, no ha habido
tiempo.
Cogió su collar y lo pasó por tercera vez por mi palma.
—Tres días —apretó mi mano y continuó espeluznante
resonando en mis adentros—. «Llevas tres días embarazada, no
puedo ver si es niño o niña, pero por la reacción de Erick apostaría a
que de aquí unos meses vas a dar a luz una pequeña Estela» —
oprimió su boca observándome con dureza—. «Si quieres que tu hija
tenga padre, será mejor que te des prisa» —concluyó el contacto y
relajó la expresión—. Hasta que no tengas a Evel o la maldita diosa
delante, ni se te ocurra contarle a Oscar lo que te acabo de decir.
—¿Qué es lo que no me tienes que contar? —Oscar nos
alcanzaba con un macuto fofo a sus espaldas.
Kat me advirtió silencio con ojos severos, yo traté que los míos
regresaran a sus cuencas. Oscar dejó pasar la pregunta apremiando
la marcha, íbamos a perder el avión.
Anna y su familia decían adiós desde la puerta mandando
deseos de suerte y vernos a la mañana siguiente. Antes de
marcharnos, Erick bajó su ventanilla y en perfecto inglés declaró que
había sido un placer conocerme. Su madre no se despidió, una última
ojeada me convenció de lo preocupada que estaba por su amigo.
Había advertido que a Evel le quedaba poco tiempo en varias
ocasiones, soñé con una máquina que me tele transportara a su lado,
donde fuese que estuviese. No pensé más en lo del embarazo, me
intrigaba más su forma de comunicarse no verbal que la estupidez que
había retumbado en mi cabeza. No era posible que estuviese
embarazada, bueno, había alguna posibilidad, claro, pero era
imposible que ella lo adivinara en tres días.
Oscar coló sin problemas el puñal por la seguridad del
aeropuerto. Ya sentados en nuestros asientos, me tendió una vieja
fotografía mientras yo cavilaba sobre el arma escondida en su macuto.
—Me la ha dado Anna, es la única fotografía de tu madre
embarazada.
Mi madre con la mano sobre su vientre y mi padre al lado
luciendo esa expresión feliz que solo pude contemplar de niña, detrás
de ellos, la torre inclinada de Pisa. Oscar contó que cuando a mi
madre empezó a notársele la tripa marcharon a Italia para dar
veracidad a la historia que más tarde harían pública sobre mi falsa
madre biológica y mi falsa medio adopción. Mi padre no quería
regresar a Irlanda, prefería quedarse a salvo en costa italiana, pero mi
madre lo convenció de que no habría peligro en Eire para mí. Vi luz
por primera vez asistida por Anna y Oscar en Livorno, donde se
expidió el certificado de nacimiento que mi tía debía guardar en algún
cajón de Dodge City. Dos semanas después mis padres regresaron a
Sirens sorprendiendo a todos con su bebé medio adoptado. La foto la
había tomado una adolescente María, la madre biológica de Marina.
Qué hermosa fue mi madre, me preguntaba si mis hijos algún
día se parecerían a ella. Las palabras de Kat retumbaban tenues en mi
cabeza: «Pasa que estás embarazada». ¿Por qué diría semejante
necedad? Supongo que porque ella misma lo creería. Como si leyera
mis pensamientos, Oscar preguntó.
—Estrella, ¿vas a contarme ya lo que te ha dicho Kat?
Ya había preguntado en dos ocasiones más en el trayecto de
Cadaqués al aeropuerto de Girona, pero había eludido el tema
enfrascada en nuestro plan para intercambiar a los chicos. ¿Por qué
no iba a decírselo? Yo misma no lo creía.
—Kat dice que estoy embarazada —alcé las manos—. ¡Ya está!
Eso era. Estúpido, ¿verdad?
Oscar trasladó su atención al frente pestañeando perplejo.
Regresó la vista incomodándome al mirar mi vientre.
—Pero eso no puede ser, Estrella, eso es imposible.
—Ya se lo he dicho, pero ella insistía.
—¿Te ha hecho alguna prueba con una cadena de oro?
—¿Con la cadena de oro? ¿Cómo lo sabes? Sí, tres veces.
Oscar repitió mis últimas palabras pasmado, insistiendo nervioso
en que no podía ser, su desasosiego contagiaba.
—¡Qué! ¿Qué pasa ahora?
Los acuáticos y los terrestres eran dos especies diferentes,
nunca había existido un híbrido pero existía esa posibilidad. Oscar nos
comparó con caballos y burros, que podían procrear a pesar de ser
distintas especies, pero sus descendientes, las mulas, eran estériles.
Con esa particular comparación me enteré de que nunca podría
concebir hijos con Evel o niñas que se parecieran a mi madre. No
podía estar triste por eso en ese momento porque lo que realmente
destrozaba mis nervios y me provocaba constantes náuseas no era un
embarazo o la imposibilidad de este en un futuro, era Evel. ¿Qué
estaría haciendo? ¿Dónde estaría? ¿Qué pensaría? ¿Sabría que no
íbamos a permitir que le pasara nada malo? ¿Me tendría en mente
todo el tiempo, como yo a él? Necesitaba verlo, necesitaba que
alguien me dijera que iba a estar bien, que todo saldría bien. Lo
echaba tanto de menos, lo necesitaba tanto que mi pecho escocía
como herida abierta y supurante.
Me transporté al baño, una azafata se ofreció a ayudarme viendo
mi problema con el equilibrio. Oscar me alcanzó sosteniéndome.
—¿Estás bien, Estrella?
Negué con la cabeza temiendo que si abría la boca todos mis
temores descarrilaran en llanto. No pude tragar una sola gota de la
botella de agua que la azafata me tendió preocupada.
Sentada en el apretado aseo, visualizaba a mis tíos en América,
los echaba tanto de menos, no tendrían ni idea de lo que estaba
pasando. Estaba metida hasta las cejas en tremendo embrollo y no
hallaba la luz. Malgastaba fuerzas en no contemplar la peor opción,
esforzándome todo lo que podía en no abocar por el retrete mi escaso
desayuno.
Necesitaba fortaleza, necesitaba ánimos y firmeza porque debía
convencer a una diosa de que me devolviera a mi razón de ser. Inflé el
pecho y me di ánimos a mí misma, estaba viva y Evel también. «Lo
último que se pierde es la esperanza», repetía mi tío siempre. Apreté
los ojos recreando esa imagen que me hacía levitar, memorando sus
chispeantes ojos verdes, su encantadora sonrisa «Nada ni nadie nos
separará, Evel, nada ni nadie, no permitiré que te hagan daño, iré a
por ti».
No precisé ayuda para regresar a mi asiento. Oscar seguía
inquieto, los músculos de su mandíbula se contraían nerviosos. Me
senté a su lado y acaricié su brazo relajándolo.
—Estoy mejor, Oscar. ¿Puedes repetirme la profecía otra vez?
Cerró los ojos y respiró hondo recitando:
—«La diosa irlandesa de cabellos verdes como las algas y ojos
como las violetas será atravesada por el puñal del enock y encontrará
la muerte a manos del primer hijo nacido fruto de la unión entre tierra y
mar» —abrió los ojos enfocándome—. Esa es la profecía original.
—¿Primer hijo, Oscar? ¡Hijo! Esa no soy yo. ¿Por qué no me
habías dicho la profecía exacta antes?
Oscar, exhausto, aclaró mi error. Antiguamente los seres vivos
se hacían llamar hijos del agua e hijos de la tierra sin importar el sexo.
La profecía era antigua y se venía repitiendo en los últimos años entre
las sirenas con el dominio de la interpretación de runas y otros objetos
místicos.
—No voy a matar a nadie, Oscar.
Recordar la firmeza y la seguridad con la que Kat declaraba que
nuestra única opción era ejecutar esa profecía me producía
escalofríos.
—Nunca —recalqué.
—Lo sé.
No hablamos más, inmersos cada uno en hecatómbicos
temores. Deseaba que el día pasara y llegara el miércoles para estar
abrazada a Evel, disfrutando sus besos y su compañía en cualquier
parte del mundo a salvo de Senia.

Llegamos a Sirens pasado el mediodía. Para evitar cruzarse con


ninguna sirena que no perteneciera a su clan, Oscar había quedado
con su familia en el pequeño puerto pesquero de Sirens.
Sales y Eila se abocaron sobre mí al tiempo que Cris hacía lo
propio con Oscar. Dani, con los brazos cruzados a su espalda,
observaba emotivo las sentidas muestras de afecto entre nosotros. Se
sentía como si llevara años sin verlas, sin poderlas tocar, la inmensa
alegría y la latosa tristeza se entremezclaban con la indignación por
los sucesos. Eila rompió a llorar desconsolada cuando Oscar la
abrazó.
—Eila, no llores, por favor.
No se veía al sireno capaz de soportar ver a la pequeña en tan
lamentable estado. Sales apretaba mi mano a mi lado conteniendo sus
emociones. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Odiaba recordar que
todas las desgracias las había desencadenado mi empeño por
regresar a Irlanda.
—Cielo, los vamos a traer de vuelta, te lo prometo, te lo prometo
—insistía Oscar, auto convenciéndose de paso a sí mismo.
Eila quería hablar pero su berrinche no se lo permitía. Partía el
alma verla así, cada uno de nosotros lidiaba con la pena y la ira,
tratando de contenerlas. Me gustaría arrastrar de los pelos a Senia
hasta allí, si de verdad era una sirena y tenía un corazón en vez de un
berberecho, aquella escena la conmovería hasta liberar a Evel y Ulien
sin tener que recurrir a sobornos ni amenazas.
Después de un fuerte abrazo y preguntarle por su madre, Dani
nos condujo hasta el barco pesquero de su padre. Todos ingresamos
al camarote que apestaba a sal, humedad y pescado podrido. Eila se
sentó hecha un ovillo con la cabeza entre las piernas en un rincón
mohoso. Sales no me quitaba ojo con su rostro demacrado y la
expresión derrotada.
El plan de negociar con Senia había pasado a ser un plan B.
Oscar quería evitar a toda costa un enfrentamiento entre nosotras. El
nuevo plan consistía en secuestrar a los chicos sin ser vistos y emigrar
como el rayo lo más lejos posible de allí. El pesquero nos acercaría
todo lo que pudiese sin levantar sospechas hasta la isla donde
retenían a Evel y Ulien. Recorrer todo el trayecto a nado no nos
aseguraba no ser descubiertos demasiado pronto. Cris, Sales y Eila
conocían la ubicación exacta de los chicos. Se permitía visitar a los
condenados a muerte hasta su injusto final. Cris nos relató su visita a
los cautivos la tarde anterior con voz trémula, las habían hipnotizado
para prevenir una huida, algo que no podrían hacer con Oscar ni
conmigo. De repente se echó adelante sujetando el brazo de su pareja
como quien demanda misericordia.
—Han empleado la sugestión para evitar que toquen agua, los
tienen allí secándose, Oscar, morirán, morirán —repitió aterrada.
Oscar la estrechó con vehemencia apretando los ojos y
agachando la cabeza dolido. Sales, con lágrimas recorriendo sus
mejillas, no me apartaba la mirada como si temiera que me esfumara.
Cris prosiguió sin poder contener su pesar.
—Los han llevado en canoa hasta allí y Evel lleva desde el
viernes sin meterse en agua, ayer ya no podía… ya no pudo hablar.
—El sábado nadamos en el lago —me apresuré a objetar
acongojada.
—¡Eso no es suficiente! El lago es de agua dulce, necesita el
mar.
Sales acompañó el llanto de su hermana mayor mientras yo iba
entrando en conciencia de lo que aquello significaba: «Una sirena no
aguanta mucho más de un par de días fuera del agua sin morir por
una brutal deshidratación», había dicho Sales en otra ocasión. Evel
llevaba cuatro días fuera del agua, las palabras de Kat retumbaron en
mi mente: «Evel no está bien, le queda poco tiempo».
—Lo habéis visto. ¿Está bien? —titubeé acusada de una
peligrosa falta de equilibrio.
Sales agarró mi brazo desesperada:
—No, Estrella, no está bien, tenemos que ir a por él ahora
mismo.
Quise abrazarla con las fuerzas que me quedaban pero iba a
vomitar, daban igual mis esfuerzos, las manos me temblaban y la
agonía mareaba. Abandoné la cabina a la carrera hasta asomarme a
la proa ofreciendo mi escaso desayuno a los peces que pasaran por
allí. Las piernas me flojearon sentándome en cubierta con una de mis
manos aún sosteniendo la baranda del barco.
—Poned en marcha esto, tengo que hablar con ella.
Oscar sugería al resto permanecer en el camarote mientras se
dirigía presto hacia mí.
—Estrella, tengo que hablar contigo.
Sales y Daniel soltaron amarras, levaron ancla y se enfilaron al
timón dando vida al buque. Eila y Cris permanecían abrazadas en el
suelo del habitáculo. Oscar me ofreció una botella de agua sentándose
a mi lado. Extenuada, sin fuerzas para nada, siquiera para llorar mi
impotencia, esperé sus palabras.
—Los han puesto en la gruta para que no les dé el Sol y tarden
más en morir, eso nos da tiempo, pero no mucho. Tenemos que irnos
ahora y tú debes ser realista, Estrella, mírate, ya sé lo que Kat ha
dicho pero no estás en condiciones, no puedes venirte conmigo.
Me erguí sin llegar a levantarme empleando la poca energía que
a duras penas almacenaba en asemejarme un poco más a una diosa y
un menos a una piltrafa humana:
—Voy a ir a por Evel, Oscar.
—Entra en razón, si Senia te ve, con toda probabilidad acabes
prisionera junto a Evel. Es a ti a quien más quiere, ¿no lo entiendes?
Si fallo en rescatarlos a hurtadillas, puedo intentar negociar con ella.
La enciclopedia es mía y no puede hipnotizarme, puedo intentar un
intercambio. Lo mejor es que vaya hasta allí yo solo, no van a
hacerme nada aunque me pillen, ¿entiendes? ¡A ti sí! Soy
mediterráneo, no les corresponde juzgarme.
—Pero voy a ir, Oscar, no puedes dejarme aquí, tú eres el que
no lo entiende —y entonces yo lo entendí con claridad—, no podre
vivir sin Ev… —la voz se me quebró pero conseguí mantener a raya
mis lagrimales.
Oscar suspiró amargado frotando su cara, contemplándome
pensativo unos instantes antes de continuar:
—Estrella, ¿sabes por qué tu madre estaba tan segura de que
se quedaría embarazada de ti?
Mi madre no quería vivir después de que su Evel muriera. Alanis
la arrastró hasta España en un estado deplorable y la trasladó con
unas amigas que pensaba podían ayudarla más que ella misma. Esas
amigas fueron la abuela y la madre de Kat. Mi madre tuvo una visión al
poco de estar con ellas y esa visión le dio la fuerza y la ilusión que
necesitaba para vivir.
—Te vio a ti, Estrella. Su hija, mitad terrestre de cabello negro —
Oscar se esforzó por sonreírme—. Desde que tuvo la visión hasta que
tú naciste, pasaron más de treinta años, treinta años sin su Evel y
pudo sobrevivir por ti, porque sabía que algún día llegarías y deseaba
más que nada estar ahí para ti. Tú hiciste que volviera a sonreír y que
recuperara parte de la paz y la alegría de su mejor época —me miró
pesaroso una vez más—. Lo creas o no, estás embarazada, Estrella,
tienes que darle la oportunidad de vivir a tu hijo. Yo traeré de vuelta a
Evel. Déjame hacerlo, por favor. Confía en mí. No es necesario que tú
vengas. Estrella, no puedes arriesgarte a que Senia te descubra.
Ahora más que nunca no puedes arriesgarte.
—¿Y si no lo consigues, Oscar? ¿Si no lo consigues, entonces
qué?
Oscar, agotado, restregó su cara otra vez.
—Tengo dos planes. Lo conseguiré y ya está, ¿de acuerdo? ¿De
acuerdo? —insistió.
Asentí. Quería ir, quería ser yo la que salvara a Evel pero debía
ser realista; Oscar me ayudó a levantarme y apenas me aguantaba en
pie yo sola, contaba casi dos días sin alimentarme suficiente y lo poco
que había comido lo había echado literalmente por la borda. Me sentía
exhausta y derrotada, mi presencia, por más que me esforzara en
incluirla, solo entorpecería la maniobra.
Oscar me acompañó al camarote. Daniel sujetaba el timón en
cubierta con Sales anclada a su brazo con la cara hundida en su
manga. Mi amiga.
Oscar depositó su macuto junto a mí y me ofreció dos manzanas
que aguardaba, la fruta me hizo sentirme un poco mejor. El ambiente
era devastador, ¿no debía ser esperanzado? Íbamos a rescatarles. Me
senté en el suelo junto a Eila adelantándome a Oscar, que optó por
tomar aire en cubierta de la mano de Cris.
—Eila, van a traerlos, no te preocupes, deberíamos estar
contentas, en un rato estarán aquí.
—Quítamelo, Estrella, tú puedes, eres una diosa —Eila gemía
lastimando mi ya maltratado corazón—, quítame el dolor hasta que
vuelvan, no puedo soportarlo, no puedo soportarlo, Estrella.
Y yo no podía soportar verla así de rota. ¿Qué pasaría si Ulien
no regresaba? Eila se repondría mejor o peor a la muerte de su
hermano, pero ¿cómo se repondría a la muerte de su amor siendo una
sirenita? ¿De dónde sacaría las fuerzas? Ya la imaginaba consumida
por la pena. Yo podía salvarlos, a ella y a Ulien, si solo me ofrecía a
morir junto a Evel. Canté, le canté bajito, solo para sus oídos, la nana
que tantas veces me había traído la calma, la que Sales me había
recordado, la que mi madre siempre entonaba. Eila cayó rendida, con
la cara húmeda y enrojecida, en mis brazos. ¿Cuánto tiempo dormiría?
¿Sería suficiente?
Conseguiría traerle de vuelta a Ulien, esa fue mi conclusión.
La coloqué sobre un maltrecho catre analizando todas mis
opciones, acaricié su cabello rubio claro. Eila poseía esa tierna dulzura
que evocaba a mi madre. Oscar estaba seguro de que estaba
embarazada, acaricié mi vientre sintiéndome frágil de repente, no
imaginaba nada que me proporcionara la suficiente ilusión para
sobrevivir a Evel sabiendo que yo era la responsable de su desgracia.
No compartía la certeza de Oscar y Kat sobre mi estado. Cogí asiento
junto al macuto, el brillo de la caja metálica atrajo mi atención, la
deposité en la única mesa libre de trastos.
Oscar llevaba razón, tenía dos planes y alguno de los dos
funcionaria, ¿o no? Recordé el aviso de Kat: «A menos que la lleves a
ella con el puñal, Evel no llegará vivo a esta noche». Abrí la arqueta, el
puñal yacía completamente tapado por una funda de cuero negro
enrollada a una correa blanda, lo saqué de su escondite plateado y lo
sostuve en mis manos liberándolo. Al empuñarlo, emitió un resplandor
verdoso. Una especie de descarga en mi mano me hizo soltarlo
instintivamente.
Escrutándolo allí inerte sobre la mesa, reconocí que no poseía el
aspecto que esperaba, solo la empuñadura era de metal, plata, creo.
La hoja de un color amarillento muy pulido y brillante, como barnizado,
no indicaba gran amenaza más allá de que era un arma, más bien
ofrecía el aspecto de un cachivache más o menos inofensivo de
coleccionista.
En la ornamentada empuñadura se reconocía fundido un
símbolo, una estrella de cinco puntas sobre el pecho desnudo de una
sirena con la cabeza ladeada y los brazos arqueados hacia arriba; esa
pequeña escultura formaba el mango. Reposé un dedo sobre el metal
y como al presionar un interruptor emitió un débil resplandor oliváceo,
esta vez la descarga en mi piel fue menor, mala energía lo había
llamado Kat. A mí no me lo parecía. Apreté dos dedos más.
Súbitamente me sentí más fuerte, menos cansada, como si acabaran
de darme un chute de adrenalina. Despegué los dedos y, sin volver a
rozar el arma, la enfundé y até a mi cintura.
El barco se detuvo, Oscar y Cris permanecían en la proa
fundidos en un sentido abrazo. A Oscar le bastó un solo vistazo para
ver mi determinación, soltó a Cris al tiempo que Daniel y Sales se
acercaban a nosotros.
—¡No! De ninguna manera. Ya hemos dejado esto claro, no vas
a venir conmigo.
—¿Cómo vas a impedírmelo? —pregunté desafiante.
Me sentía poderosa, el puñal me había ingresado toda la energía
que necesitaba. Kat había dicho que si yo misma no iba a por Evel,
este estaría muerto al caer el sol. No iba a exponerme a esa
posibilidad, Oscar no tenía nada que hacer. Reparó en mi cinturón
nuevo.
—Llevas el puñal.
—Plan C. Kat ha dicho que debía llevarlo y que si yo no iba, Evel
estaría muerto antes de que anochezca, a eso sí que no voy a
arriesgarme, Oscar.
Sales, Cris y Daniel se miraban unos a otros perplejos, miraban
la funda que colgaba de mi cadera y luego me miraban a mí.
Sales desapareció. Oscar me evaluaba apretando la mano que
Cris le ofrecía a su lado.
—No toques el puñal por nada del mundo.
—Ya lo he tocado.
Reaccionó como si le hubiera propinado una soberana patada en
la tibia.
—¡No vuelvas a tocarlo! Sobre todo no lo toques si Senia o tu
abuela se te ponen por delante. ¿Aún piensas que no vas a matar a
nadie?
—Nadie va a morir —afirmé convencida.
Sales regresó con una peluca anaranjada entre sus manos.
—Esta mañana Oscar nos ha dicho que tú también irías, he
pasado por tu casa a por esto —la peluca que me negué a llevar en
los disfraces de Sirens—. Por cierto, también han registrado tu casa —
señaló el postizo—. Pasareis más desapercibidos si nadie reconoce tu
pelo negro.
Oscar aplaudió desganado la idea de Sales. Mi amiga no me
miraba como siempre, cada vez que se dirigía a mí, abría los ojos un
poco más de lo habitual. Se acercó rozando mi hombro con los
párpados aún más tensos.
—Eres una sirena. ¡Una diosa! No puedo creer que seas el
híbrido del que habla la profecía, Estrella.
—No soy el híbrido del que habla nada. Sales, soy yo, la misma
de siempre.
Alrededor no se divisaba ninguna isla, solo el cielo despejado, el
mar mecido por una brisa fresca y el Sol empezando el descenso de la
tarde. Todo el trayecto que restaba hasta la caverna sería a nado.
Sales sujetó firmemente la peluca a mi pelo y al acabar anunció que
nos acompañaría. Oscar, con desespero, la hizo recular, según él no
necesitábamos más manos.
—Pero si falláis y tenéis que defenderos, necesitareis respaldo.
—Sales, si llega el punto, que no llegará —aseguró—, de tener
que pelearnos, da igual cuántos seamos, ellas serán más y más
preparadas, quedaos aquí y no os preocupéis, volveremos.
Sales lo miró suplicante sin emitir sonido. Oscar se acercó a ella
apretando su hombro.
—¿Cuándo he incumplido una promesa, Sales? Volveré, lo
prometo, volveré con tu amiga, tu hermano y tu primo, no lo dudes.
—Es una promesa —dijo Sales y me miró como si yo también la
hubiese formulado.
Le di un beso y oprimí su mano, me encantaría poseer un poco
de la fuerza interior de Oscar.
Atravesamos el mar cual proyectil submarino. Asombrada,
descubrí que mis manos se habían transformado en horrendas aletas
que me impulsaban con vertiginosa velocidad. Aun con todo lo que
acaecía, no pude evitar disfrutar el raudo paseo por el Irish Sea, mi
mar.
Rodeamos la isla bajo agua hasta dar con la abertura que nos
conduciría a la gruta, tres sirenas flotaban en su entrada. Oscar se
encargó de hipnotizarlas para que nos dejaran paso sin preguntas o
impedimentos. Atravesamos un túnel oscuro que me recordó el del día
anterior en el subterráneo de la casa de Anna; este era mucho más
ancho.
No pasaba por allí por primera vez, justamente por ese pasadizo
se habían colado los enocks que dieron muerte a mi madre y a la de
Sales. Había recorrido ese lugar millones de veces con ellas. Sacudí la
cabeza, no era el momento de que los recuerdos invadieran mi mente,
debía mantenerme clara y despejada para ayudar a sacar a los chicos
de allí. El túnel se amplió hasta dejar de ser tal para convertirse en una
considerable laguna. No podía reprimir los escalofríos con la certeza
de que mi madre había perecido allí mismo, desgarrada por las
infestas criaturas años atrás.
Oscar me mandó esperar más abajo, oteó el panorama cual
periscopio y cuando se convenció de que no habían diosas a la vista,
entonó una melodía que inducía a la calma chicha a las guardianas del
subterráneo: tres sirenas más y un tritón fuera de juego. Al abandonar
la charca divisé el escenario de mi sueño, el marco de los últimos
minutos junto a mi madre y Alanis. La caverna permanecía en silencio
con las sirenas desperdigadas por los suelos atontadas. Ulien
reposaba aturdido al fondo, la hipnosis de Oscar debía haberlo
afectado. Sus ojos azules relucieron al vernos entre las finas rendijas
de sus párpados. Oscar tarareó algo solo para sus oídos y sus ojos
recobraron vigor.
—Levántate —ordenó.
Ulien, con visibles signos de fatiga, se irguió ayudado de Oscar,
que lo conducía hacia la charca. Hice una batida visual impaciente, ni
rastro de Evel.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
Ulien tragó saliva costosamente y señaló una gruesa pared de
roca a nuestro lado, el dedo indicador le temblaba considerablemente.
Volé tras el muro y exhalé aliviada, allí estaba, tumbado de costado en
el suelo cara la pared, arropado por tres muros que encarcelaban en
una celda sin puerta.
—Evel. ¡Evel!
Corrí hacia él arrodillándome en el suelo de camino. Al tocar su
brazo aparté la mano acobardada de dañarlo, su piel estaba rígida,
dura como una piedra, algunas de sus venas cruzaban su brazo
amoratadas como tatuajes maltrechos.
Su nombre escapó de mis labios como un suspiro trémulo.
Al voltearlo, un grito sordo borbolló de mi garganta retumbando
en las paredes de la prisión. Sus manos aparecían cianóticas, con los
labios morados y agrietados, la piel de su cara como fino pergamino
pretérito dejaba entrever sus venas más importantes. Pero lo peor, lo
que me hizo gritar de horror y angustia, fueron sus ojos abiertos de par
en par opacos, sin su brillo, sin vida. Apenas percibía los pasos de
Oscar acercándose a toda prisa.
Caí sobre el cuerpo frío, gritándole que viviera, exigiéndole que
no me abandonara atacada de una locura lacerante, impidiendo que
Oscar se atreviera a tocarlo o apartarme de él.
—Te quiero, Evel, te necesito, no puedo vivir así, despierta, por
favor, por favor ¡DESPIERTA! —bramé desesperada con las lágrimas
amontonándose en mi cara.
Estaba muerto. No habíamos llegado a tiempo. Senia lo había
sacrificado. Rocé sus labios cuarteados con mano convulsa, mi cuerpo
se agitaba por el dolor y el horror. Un Oscar descompuesto quería
arrebatármelo, aparté su mano instintivamente. Suplicaba
despertarme, tenía que despertar y regresar a la realidad porque el
espectáculo superaba la más cruel pesadilla.
—Evel, Evel despierta, por favor —balbuceé en amargo llanto—.
¡Por favor! —supliqué al cadáver que me desoía—. ¡EVEL! —lo sacudí
sin obtener respuesta.
El costado me ardía, el puñal reclamaba mi atención
extrayéndome de la desgarradora agonía, sobreponiéndome a mi
desesperación. Todo el dolor, toda la amargura se transformó en furia
repentina. La daga palpitaba dentro de su funda reclamando
venganza. La agarré provocando un relámpago verde que azotó mis
cabellos lanzando despedida la peluca pelirroja, liberando mis
mechones oscuros que ahora se agitaban y resplandecían con un
verdoso fulgor que iluminó la cara atónita y desencajada de Oscar.
—¡No! Estrella, guárdalo. ¡No lo toques! —el dios mediterráneo
osó interponerse entre mí y el destino.
—Apártate si no quieres ser el primero —rugí entre dientes y de
un golpe en su pecho lo saqué de mi camino estampándolo contra el
muro.
Nada podía frenarme, me sentía indestructible, más viva y más
fuerte que nunca. La pena había quedado aplastada por una demente
furia que solo veía una forma de saciar su sed.
De cuatro saltos felinos atravesé el tubo rocoso que daba a la
tierra firme de la isla. El Sol iluminaba mi ira en ocres, rojos y naranjas,
oteé a derecha e izquierda sin soltar mi arma, nadie.
—¡SENIA! —estallé agitando la isla con mi cólera.
Como bestia hambrienta de caza, acechaba todo a mi alrededor
en máxima alerta esperando ver asomar a mi presa para destruirla con
voracidad. Iba a destrozarla tan pronto se manifestara el primero de
sus verdes cabellos. ¡La destruiría! ¡La destruiría! Entre relinchos de
puro odio, visualizaba constantemente mi puñal en su pecho sin
opción a otro pensamiento.
—¡SENIA! —aullé enajenada.

De un brinco giré sobre mí misma al percibir un sonido a mis


espaldas, estaba lista para atacar. Oscar asomaba la cabeza por el
boquete de la gruta.
—Vete de aquí —rugí—. ¡FUERA!
Oscar me ignoró para ayudar a su acompañante, que con
dificultad asomaba chorreando.
—¿Vas a enfundar eso y venir a darme un abrazo con al menos
un poco de alegría o voy a tener que ir a por ti?
Esa voz. Puede que fuera ronca, cansada y desgastada, pero en
cuanto reconocí el timbre familiar, me retornó el sentido. El puñal
perdió parte de su calor, lo enfundé mecánicamente como si el sireno
pudiese atesorar el poder de hipnotizarme. Caminé vibrante hacia él,
la rabia se había extinguido, era un fuego diferente el que ahora
templaba sin chamuscar mi alma.
—Evel…
Su sonrisa, su maravillosa sonrisa me hizo cubrir de un salto la
distancia que nos separaba y por poco caernos al suelo cuando rodeé
su cuello con ojos apretados y lágrimas alborozadas patinando por mi
cara.
—Evel…
Repetía su nombre para creer, para convencerme que de verdad
era a quien me abrazaba, que de verdad había resucitado para no
condenarme a una funesta existencia. No se trataba de ningún delirio,
era patente, podía tocarlo.
Me aparté sin soltarlo para examinarle, su piel seguía seca a
pesar de estar empapado, le habían quitado la camiseta, varios
relámpagos avioletados cruzaban su pecho blanquecino transportando
sangre con dificultad. Sus labios se presentaban níveos y el brillo de
sus ojos no había regresado del todo con el contorno rojizo y dos
manchas azuladas remarcando sus ojeras.
—¿Vas a estar bien, Evel? Vas a estar bien, ¿verdad? —
interrogué asustada.
Apretó mi cintura atrayéndome hacia él y me besó con tanta
energía que creí desintegrarme en millones de radiantes pedacitos.
—¿Cómo te parece que estoy? —le sonreí pletórica.
Oscar tiró de mí arrancándome del feliz reencuentro e instigando
una veloz escapatoria. Descendí por la brecha empinada y resbaladiza
con los ojos fijos en la cabellera ambarina de Evel, aun confundida por
los últimos minutos; Evel había muerto, me había convertido en un
animal irracional, Evel había resucitado y ahora solo deseaba poner
las manos sobre él. No conseguía alejar la sensación de que en
cualquier momento podía convertirse en humo, descendía
trabajosamente requiriendo la ayuda de Oscar de continuo. No cabe
explicación para cómo dolía verlo esforzándose tanto por aparentar
que estaba bien, al menos estaba vivo.
Las sirenas que vigilaban a los prisioneros seguían decaídas,
incapaces de seguirnos o presentar batalla. Ulien flotaba en la charca
con el rostro enfermizo y una sonrisa. Ulien. Había ignorado del todo a
mi amigo, obsesionada con Evel.
—¡Ulien!
Me zambullí sin pensar atrapándolo en mis brazos, dejando
escapar la alegría con una risa nerviosa y feliz. Los otros dos
ingresaron en el agua oscura, Oscar rozó mi hombro.
—Tenemos que irnos. Vamos, ya abrazarás a todo el mundo
después. Senia habrá oído tus berridos, no hay tiempo —lo miré
reconcomida, había golpeado a Oscar en mi enajenación transitoria.
Evel apenas conseguía nadar remolcado por los dos sirenos a la
carrera. Tomé el lugar de Ulien, incapaz de evitar contacto con Evel
por más tiempo. Este se aplicaba en no comprimir el gesto, parecía
totalmente agotado y dolorido, miré a Oscar desazonada.
—Se recuperará, no te preocupes, necesita más contacto con el
agua.
La huida era desesperada, teníamos que alcanzar el barco
cuanto antes y poner tierra y mar de por miedo hacia nuestra libertad.
Los rayos de Sol perezosos se colaban por la abertura de salida.
Que las tres sirenas no estuvieran donde las dejamos no alarmó a
nadie, centrados como estábamos en la fuga.
—¿A dónde os creéis que vais?
Si Kat me había parecido imponente, esta mujer la sobrepasaba
sin límites, recordándome a la inquietante madre de Ulien. Frente a
nosotros, una cadena de sirenas con una inconfundible diosa al frente
nos cerraba el paso, secundadas por una hilera de las apestosas
criaturas que nos habían atacado una semana atrás. Más de veinte
adversarios, conté de una ojeada y algunas criaturas aun llegaban
para unírseles. Me posicioné protectora delante de Evel y Oscar, el
puñal volvía a palpitar en su funda.
Senia se adelantó con el nimbo de su cabello verdoso flotando
alrededor, evocando a la medusa de Perseo, bella y malvada; sus
ojos, dos agujeros negros amenazadores.
—¿Has venido a entregarte o a pelear?
Observó a los fugitivos a mis espaldas. Su pregunta era mera
burocracia, sabía que tratábamos de escapar. Oscar se posicionó a mi
lado dejando a Ulien la tarea de sostener a Evel atrás. Habló por los
tres.
—No hemos venido ni a lo uno ni lo otro, Senia. Nos vamos,
regresamos a España y no tenemos intención de volver a Irlanda
jamás.
—Si no habéis venido a luchar, ¿qué hace ella con eso en su
cintura?
Señaló mi correa, la funda empezaba a arder reclamando que la
poseyera. De un movimiento amarré su empuñadura sintiendo su
poder desplazarse y acaparar mi ser hasta sacudir mis cabellos.
—¡No vamos a ninguna parte! —Oscar se volvió hacia mí
estupefacto al contemplarme empuñando el arma una vez más—. Este
es mi hogar y ni tú ni nadie va a echarme de él. O nos dejas marchar
por las buenas o nos iremos por las malas. ¿Sabes una cosa, querida
tía? Tengo tus temidas enciclopedias listas para distribuirse con
suculenta información sobre ti, si me tocas un pelo o se lo tocas a
alguno de los míos, ellas solitas se repartirán por todo el mundo —
cambié el tono sibilino por el grito callejero—. ¡Dormiré con este
cuchillo bajo mi almohada cada día si es necesario y, si te atreves a
perturbar mi paz, te lo clavaré en el pecho sin miramientos!
El puñal resplandeció con fuerza confirmando mi amenaza. Me
esforzaba por mantener a raya las ansias de estacarla. Deseaba que
me negara mi libertad para que nada refrenara mi propósito de
arrancarle la vida como ella había estado a punto de hacer con Evel,
con Ulien, como ya había hecho con la pareja de su hermana.
—Has venido aquí para matarme. Por supuesto que lo has
hecho, tu parte humana te domina, eres una asesina, ya se sabía
antes de que nacieras, antes de que existieras.
—¿ASESINA? —troné—. ¿Tú me hablas de asesinato? Tú
asesinaste a Evel. Tú has tratado de asesinarlos a ellos —señalé
arrogante a los chicos—. ¿Quién es la asesina? —bramé—. Según tu
propia ley, deberías morir: «Ninguna sirena matará a nadie de su
misma especie». ¿No era esa tu regla? No has dado muy buen
ejemplo, ¿no crees?
No reconocía la voz que manaba de mi garganta, mi propia ira
me asustaba. Senia se mostraba mucho más serena.
—Si no has venido a matarme, ¿por qué empuñas ese objeto del
demonio entre tus zarpas?
—Estrella —su voz tierna y melosa susurraba desde atrás con
ese tono pacífico que empleaba para calmarme, para sosegarme—,
dame el cinturón, por favor —no quería apartar la vista de la amenaza,
el resto de mis sentidos estaban con él—. Voy a pasar las manos por
tu cintura y a cogerlo, ¿de acuerdo?
—Evel, no —murmulló Oscar por lo bajo tensado de pies a
cabeza.
Evel lo ignoró, noté su caricia en mi cintura al tiempo que
desenrollaba mi correa. Senia nos observaba alerta. Evel rozó mi
cuello recordándome lo que se sentía a su lado, luego pasó su mano
por mi hombro descendiendo por la extremidad que sostenía el
cuchillo. Susurraba calma en mi oído obligando a mis párpados a
ceder para disfrutar su presencia, su contacto, su voz. Deslizó su
mano hasta la mía abrazándome desde la espalda, me dejé hacer.
Percibía la tensión de todo el mundo alrededor como la de la
multitud aguantando la respiración al contemplar a un artificiero
cortando el cable rojo de una bomba a tres segundos de detonar. Evel
consiguió amarrar el puñal. Una explosión de energía me impulsó
hacia adelante y unos brazos firmes hacia un costado. Evel había
quedado parado frente a Senia observándola como un depredador
enajenado a punto de destrozar su yugular. Oscar me sujetaba de la
cintura a un lado como si temiera que Evel se volviera contra mí. Traté
de ir hacia quien ahora empuñaba el arma refulgiendo como la daga
en un brillo verde ponzoñoso.
—No te muevas, Estrella, no te acerques a él. Pídele, ordénale
que enfunde eso ahora mismo —me indicaba Oscar.
Obedecí. Evel, al escuchar mi voz, apartó los ojos de Senia para
mostrarme unas retinas que llameaban como lo hicieran las de Kat. La
mirada que me lanzaba no era la habitual, sus ojos relampagueaban
odio hacia mí oprimiéndome el pecho. ¿Por qué me había dado Kat
ese instrumento infernal? Oscar nos echó atrás en un acto reflejo.
—Guarda el puñal, Evel —supliqué a sabiendas del dominio que
ahora mismo ejercía el artefacto sobre él—. Evel, por favor.
Pasaron unos interminables segundos de tirante silencio y dos
suplicas más de mi parte hasta que su expresión mutó como
despertando de un sueño turbio, enfundó lentamente el arma en su
vaina y la ató a su cintura.
Se le veía mucho más saludable ahora, mucho más fuerte, el
color regresaba a sus labios y las ojeras y las marcas de su piel
aparecían difuminadas. Oscar aflojó su amarre y aproveché para
abocarme sobre mi sireno olvidando a una diosa impaciente. Evel no
le apartaba la mirada mientras me estrechaba en sus brazos.
—Ahora ya no va armada. ¿Cuál es tu excusa para retenerla?
—Habéis quebrado dos leyes y estáis condenados, os doy la
opción de rendiros y permitiré escapar a tu primo, no quiero problemas
con las ninfas.
Evel me apartó a un lado indignado, conformándose con el
contacto de nuestros dedos enlazados.
—¿Así haces las leyes? ¿A tu antojo? Esta la cumplo, esta no.
Si puedes dejar marchar a Ulien, puedes dejarnos marchar a nosotros
—apuntó Evel.
—No hay necesidad de luchar, os superamos en número y no
tenéis escapatoria, rendíos y evitaremos una masacre —ofreció la
diosa.
Observé a los enocks trasladarse delante de las sirenas.
—Mandaste a esos bichos a por mí, ¿verdad? Estabas tan
desesperada por matarme que los mandaste hasta aquí hace ocho
años. ¡Mataste a mi madre! —grité impotente con la pena arañándome
las entrañas y la imagen de la cara destrozada de Alanis
perjudicándome el juicio.
La reacción de Senia fue de horror, le robé el habla a la diosa
que me miraba dolida y espantada como si albergara algún
sentimiento.
—Mi hija no mató a tu madre, Estrella.
Por la izquierda se presentó una sirena gigantesca de cabello
rubio platino y una envidiable armonía de movimiento secundada por
los guardianes de la gruta.
—Madre, te pedí expresamente que te mantuvieras al margen.
—No puedo mantenerme más al margen, Senia, te recuerdo que
yo también soy una diosa y esto se te ha ido de las manos.
—Acaba de amenazarme de muerte con el puñal del enock.
Isabella batió una mano restándole importancia a mi
imprudencia.
—Senia no mató a tu madre, Estrella, ni a la tuya —dijo
dirigiéndose a Evel, que apretaba mi mano y su mandíbula—. Fueron
los enocks, fue un accidente, un error. Senia mandó a los enocks aquí
porque dijeron que habían identificado al híbrido. Nosotras veníamos
detrás de ellos, la única orden que tenían era de capturarte. No
teníamos ni idea de que Enis hubiese creado el híbrido, te habíamos
visto de pequeña y nos convenciste de ser una inofensiva humana. No
sabíamos que tú eras el primer híbrido —enfatizó—. Tu madre
arremetió contra ellos queriéndote defender y ellos únicamente se
defendieron de ella; cuando llegamos era demasiado tarde.
Senia respiraba con dificultad tras su madre, aguantaba lágrimas
rabiosas.
—Mataron a mi hermana. Los maté, los quise matar a todos pero
algunos escaparon a tu bosque… —la furia y el tormento se
entremezclaban en su voz.
—Me atacaron hace unos días, trataron de matarme —protesté
airada.
Isabella contestó.
—Los enocks no son asesinos, Estrella, trataban de capturarte
aguardando la misma orden de hace ocho años. Los enocks que
escaparon de Senia te identificaron cuando regresaste a Irlanda y
vinieron a avisarnos, querían redimirse, querían el perdón de su reina
cumpliendo la orden que no consiguieron llevar a cabo.
—¿Por qué me salvaste? ¿Para qué me sacaste del agua y
luego me…?
—¿Que hiciste qué? —Senia miraba a su madre entre el
asombro y la decepción—. Madre, dijiste que no encontraste a la niña,
dijiste que los enocks la habrían destrozado.
—Senia. Era una niña pequeña. Además de tu sobrina y se lo
prometí a tu hermana.
—¿Prometiste qué? —preguntó ansiosa a la par que furiosa.
En lugar de contestar a su hija, Isabella se dirigió a mí
dominando su aflicción.
—Llegamos tarde, estaba muy malherida cuando la alcanzamos
—comprimió el gesto por el recuerdo—, no hubo nada que hacer. Tu
tía se volvió loca al ver a su hermana en semejante estado, los enocks
huían despavoridos y enajenados. No teníamos idea de que tú fueses
un híbrido o de lo que había pasado. Cogí a mi hija mayor entre mis
brazos —era visible el esfuerzo de mi abuela por relatar una historia
que al parecer nunca había sido contada—. Las últimas palabras de
Enis fueron una petición, confesó que eras su hija biológica y suplicó
que no permitiera que nada malo os sucediera a ti o a tu padre. Murió
después de que le prometiera que así lo haría.
La cara de Senia era un libro abierto, aquella anécdota era tan
nueva para ella como para mí.
—¿Por qué no me lo habías contado? ¿Por qué me ocultaste su
existencia? —dijo señalándome—. No puedo creer que lo supieras
todo este tiempo. ¡Sabías que ella era el asesino de la profecía! ¿Qué
vas a hacer ahora, madre? Tienes que elegir, cumples la promesa a tu
hija muerta o salvas a la que aún vive, esa niña que crees tu nieta es
la que más pronto o más tarde me dará muerte. Tenemos una ley —
sentenció.
—¡Oh, por favor, Senia! —Oscar se indignaba—. Esa ley la
estableció Enis para que vivieras tranquila y las sirenas la aceptaron
con un por si acaso, pero mírala, es tu sobrina, tu sangre, no va a
matarte, esto es estúpido. Enis se arrepintió de esa ley, la hubiera
revocado si se lo hubieras permitido.
—¿Se arrepintió? Eso tiene gracia Oscar, mi hermana instauró
una ley para salvarme y después de que matara a Evel puso todo su
empeño en crear eso —me apuntaba de nuevo—, para asegurarse de
que el presagio sí se cumpliera.
—«Eso» —ahora Oscar me señalaba y Evel apretaba mi espalda
contra su pecho pasando un brazo protector sobre mi clavícula—,
«eso» es tu sobrina, Estrella, y si no fuese por ella, tu hermana habría
muerto de pena después de que ejecutaras a Evel. Ella no tenía
ninguna intención de crear un arma contra ti, tuvo una visión en la que
aparecía Estrella y la esperanza de tenerla algún día fue lo único que
la hizo vivir. No el odio hacia ti, sino el amor hacia TU sobrina.
Además, tu hermana no te odiaba, siempre decía que odiarte no
tendría sentido para ella. ¡Por el amor de los cielos, la conocías, el
odio no tenía cabida en su corazón y lo sabes! —Senia mostraba un
gesto amargo—. Enis nunca creyó en esa profecía, nadie tuvo una
visión sobre ella, solo lo que algunas runas repetían. ¿No ves que
podrían ser malinterpretadas? Nadie tiene que morir. ¿En serio crees
que ella viviría para tener una hija que te matara?
—No sería la primera vez que pasa algo así —dirigió sus ojos de
lagarta hacia mi puñal. Oscar siguió su mirada hasta la correa de
Evel—. ¿Recuerdas la historia de esa daga?
—¡No nos compares! Nosotros somos acuáticos, no tenemos
nada que ver con la creadora de ese objeto maldito. ¿En serio
imaginas a una sirena viviendo o muriendo para la venganza?
—Entonces, ¿cómo explicas esta reunión?
—Si estamos aquí, tú eres la culpable, lo has vuelto a hacer,
pretendes matar a mi cuñado. ¡Eso nos ha reunido aquí: «Tú»! Y lo
siento mucho, Senia, pero no voy a permitir que sigas con este
desvarío —Oscar negó con la cabeza convencido—, eso no va a
pasar. Espabila, abre los ojos, las cosas han cambiado, estamos al
borde de la extinción, los híbridos son el futuro, tierra y mar van a ser
uno solo. No puedes matar a tu sobrina por el mero hecho de existir,
por un ridículo vaticinio. No tienes el derecho de matar a nadie, nadie
lo tiene, entra en razón, ¡maldición!
Podía ver que Oscar le pegaría un mazazo en la cabeza si así
conseguía que le entraran mejor sus razonamientos. Las sirenas
seguían la disputa atentas.
—Entonces, ¿qué sugieres, Oscar? ¿Que espere a que me mate
y luego que alguien se ocupe de castigarla?
—¡Nadie va a morir! —repetí alterada una vez más—. No voy a
matar a nadie, lo único que quiero es irme a mi casa y vivir tranquila,
no voy a matarte, ya no sé cómo decirlo.
—Isabella, tu nieta está embarazada.
Evel aflojó su brazo hasta que cayó sin fuerza a su lado. No
podía creer que Oscar lo hubiese soltado así sin más, no era la única
incrédula, sobre las sirenas se irguió un murmullo nervioso. Mi abuela
y su hija mantenían sus ojos brunos estáticos sobre mí, volteé para
encontrar a Evel con su cara inexpresiva, no dio pistas de nada,
siquiera me miró enfocado en las diosas.
—Eso… eso no es posible —titubeó Senia observándome como
a un engendro maloliente.
Pasamos por la misma explicación de que un híbrido entre dos
especies no podía tener descendencia. Senia no creía a Oscar. Y mi
abuela, aunque se esforzaba, tampoco parecía convencida. Lo que
persuadió a todo el mundo, incluido Evel que dejó escapar una
exclamación a mis espaldas, fue que Oscar mencionara la prueba del
medallón de Kat.
—Kat es la nieta de Bernabela, Senia —aclaró Oscar como si
eso fuese el mejor test de embarazo.
El parloteo entre las sirenas se intensificó. Senia me observaba
cavilosa e Isabella seguía preguntándose por lo bajo cómo podía ser.
—Es fácil, la solución es más que obvia, si estoy embarazada es
porque no soy ningún híbrido —todos atendían en silencio turbado—.
Soy mestiza fruto de dos razas: la caucásica y la atlántica —el silencio
dio paso al rumoreo al que me encaré—. Ya veis, no somos dos
especies diferentes, oí hablar del orgullo de vuestras razas, ahora
podéis estar orgullosas de unas razas más, la asiática, la sudafricana,
la latina y un larguísimo etcétera.
Senia me miraba como adulto que observa a adolescente
rumiando que no tiene ni idea sobre nada. Yo no estaba menos
cansada de ella que ella de mí.
—De acuerdo. Entregadme el puñal como señal de buena fe y
negociaremos, estoy harta de tanta tontería.
Alargó su mano hacia Evel pretendiendo que este se acercara a
ella. Reaccioné de inmediato. Kat había insistido sobremanera en que
nadie sujetara el puñal aparte de mí o sería yo la que pereciera. Ya
imaginaba el poderío que desataría el objeto en manos de Senia, no
se lo cedería por nada del mundo.
—No —negué separándome de Evel y empujándolo hacia atrás.
La diosa me miró desafiante y luego se dirigió a él.
—Dame el artefacto —pronunció sibilante, hipnotizadora.
Evel me apartó con suavidad de su camino dispuesto a
obedecer.
—¡Evel, no te muevas de mi lado! —ordené hipnótica—. Y no
acatarás ninguna orden de ella —se detuvo como un títere con el que
juegan dos niñas caprichosas—. No puedo darte el puñal, tengo que
devolverlo. Yo soy la única que puede sostenerlo.
Senia contrajo el gesto perdiendo la poca paciencia que le
quedaba.
—¡ATRAPADLOS!
Las sirenas que habían permanecido en una constante tensión
se miraron unas a otras sin acatar. Senia no había usado su hipnosis
pero los enocks se abalanzaron sobre nosotros igualmente. En un
parpadeo, dos de ellos sujetaban mis brazos con sus zarpas viscosas,
no me atreví a moverme con el recuerdo de mis piernas destrozadas
fresco en mi mente. Ulien no parecía conservar suficiente energía para
defenderse y también se dejó capturar.
Oscar no sabía a dónde mirar o cómo reaccionar a conjunto con
todo el presente. No fue el caso de Evel, que recuperado gracias al
puñal, no consintió que los dos primeros enocks llegaran a tocarle,
esquivó al primero y agarró al segundo por las muñecas retorciéndole
los brazos hacia atrás. Todos emitimos un gemido al oír cascarse los
huesos del animal que aullaba en un lamento perturbador. Cinco de
sus compañeros osaron arremeter contra Evel que, sin soltar a la
criatura, construyó una carambola rodando al animal y escampando
enocks a su alrededor. Estos quedaron suspendidos en el líquido
apretando una formación en círculo, listos para contraatacar.
El resplandor palpitante del puñal asomaba por las rendijas de
su vaina, podía ver la lucha interna de Evel por amarrarlo. Si
sucumbía, sembraría el mar con los pedacitos de todo lo que se le
acercara. La criatura con los brazos rotos sollozaba pesarosamente,
me urgía detener aquello pero no sabía cómo, no quería que nadie
más resultara herido, ya fuera Evel o rana gigante, pero no se me
ocurría la forma de paralizar la contienda.
Los enocks lo acorralaban indecisos, él para nada mostraba
signos de entregarse.
Senia les gritó, hipnótica en esta ocasión, que lo atraparan de
una vez. Las criaturas acataron, tanto si querían como si no. Evel
esperó hasta el último instante para salir disparado hacia arriba
desconcertando a sus atacantes que por un momento lo perdieron de
vista. Me miró en la distancia compungido acercando su mano a la
daga, negué con la cabeza no queriendo imaginar las consecuencias
si sostenía el artilugio.
—¡Senia! Detenlos o los haré pedazos a todos —avisó.
La diosa volvió a ordenar que lo apresaran sin contemplar su
amenaza.
—¡Quietas todas! —ordenó emitiendo su vibrato sugestivo hacia
algunas sirenas que parecían querer ir en ayuda de Evel.
—¡Senia, ya es suficiente! —su madre se dirigía a ella con
firmeza y suma indignación.
Senia observó a su madre encrespada y repitió enfurecida que lo
atraparan. Oscar corrió a socorrer a su cuñado. Evel no bromeaba con
hacerlos pedazos, se oían huesos astillarse y utilizaba las zarpas de
los contrincantes, como ya había hecho en la playa, contra ellos
mismos. Los dos sirenos superaban en fuerza, velocidad y destreza a
las bestias que caían lentamente malheridas entre estridentes
quejidos. Ulien consiguió deshacerse de sus captores para unirse a la
pugna. Nadie hacía nada, nadie detenía el exterminio, las sirenas no
podían moverse de su sitio y Senia desoía las órdenes de Isabella,
que exigía a cada vez más acalorada que se detuviera. Las criaturas
eran seres vivos sufriendo un calvario, y Senia ni se inmutaba
obsesionada en apresar a Evel, como si las vidas y el sufrimiento de
sus fieles servidores no importaran lo más mínimo.
Podía verlo, podía percibir que los enocks no querían luchar,
recordé lo que leí sobre ellos: «Son criaturas pacíficas».
Senia discutía ferozmente con su madre mientras un poco más
alejada se desarrollaba la contienda. No podía soportar sus lamentos,
no podía soportar que nadie hiciera nada, había que detenerlos, era
absurdo, apreté los ojos no pudiendo tolerarlo más.
—¡BASTA! —troné con todas mis fuerzas.
Al despegar los párpados, el escenario había sufrido importantes
cambios, todo ser vivo flotaba alejado de mi centro, algunos enocks
habían ido a parar contra las rocas, las sirenas al frente, como su
diosa, habían sido impulsadas hacia atrás. Isabella miraba duramente
a su hija, que la ignoraba con los ojos fijos en mí. Evel, Ulien y Oscar
ya se acercaban magullados a mi encuentro. Mi voz había provocado
una fuerte onda expansiva que había apartado a todo el mundo y
detenido la batalla. Las criaturas me miraban confusas, reinaba el
silencio sin que nadie se atreviera a dar un primer paso hacia ningún
objetivo.
—Basta, basta, por favor —repetí agotada—. ¿No crees que ya
has hecho suficiente? Ya arruinaste la vida de mi madre, ¿por qué
tienes que arruinar la nuestra también?
—¡Yo no arruiné la vida de tu madre! —objetó convencida a la
vez que colérica.
No podía creerla, no entendía cómo una sirena podía estar tan
desequilibrada.
—¿Cómo pudiste matar a Evel? Sabías lo que eso significaría
para ella, sabías que no podría sobrevivir.
—Era una diosa, si yo pude sobrevivir, ella también.
—¿Si tú pudiste sobrevivir? ¿Sobrevivir a qué? ¿A la conciencia
de ser una asesina?
Las sirenas, alarmadas al oírme llamar asesina a su diosa,
lanzaron una exclamación al unísono.
—Veo que nadie te ha contando lo que tu madre y sus amigos le
hicieron a Indaro.
Senia relató enrabietada una historia que me había pasado por
alto.

Muchos años atrás, cuando mi madre aún era una díscola


adolescente que se paseaba por ahí del brazo de su flamante novio y
compartía una afición por los terrestres con los hermanos de este,
Senia se enamoró perdidamente de uno de los amigos del padre de
Ulien. Por entonces ella tenía trece años y mi madre, su novio y su
amiga andaban por los diecisiete. Indaro, que es como se llamaba el
receptor de su afecto, mostró un claro interés por ella a pesar de la
diferencia de edad entre ellos. Mi madre y su cuadrilla decidieron
visitar París en su ambición por mezclarse entre terrestres. Indaro no
quedó excluido de la aventura pero no permitieron que Senia, que era
demasiado joven, se les uniera.
El viaje se complicó y empezó a alargarse el regreso. Algunos de
los chicos empezaron a sufrir la temida deshidratación al alejarse del
agua más de lo permitido. Aunque hicieron lo imposible por llegar al
mar prestos, Indaro, que descubrieron soportaba menos que el resto
alejado del agua, no lo logró y murió en el trayecto mutilando así el
corazón de una jovencísima Senia.

—Sobreviví por las sirenas, por mi pueblo, porque sabía que me


necesitarían, igual que mi madre sobrevivió a mi padre por mi
hermana y por mí, o tu madre por ti. Mi hermana le metió todas esas
ideas sobre los humanos a Indaro en la cabeza, no paró hasta
arrastrarlo a tierra. Estaba más interesada en conocer tu mundo
viciado que en atender el suyo. Yo me tuve que hacer cargo, yo debo
hacer cumplir las leyes y cuidar de mis congéneres aunque a veces no
pueda con la pena o la sangre me hierva en las venas cada vez que lo
recuerdo.
—¡Oh, Dios mío! Ahora lo veo claro, es eso, ese es tu problema,
tu corazón es de verdad un berberecho, un berberecho seco como una
pasa. Cómo si no te la trae floja lo que les pase a tus mascotas. Cómo
si no ibas a matar a alguien.
—Yo no he matado a nadie, Evel se condenó solo.
—Claro, y no podías esperar, tenías que ajusticiarlo corriendo,
no fuera que tu hermana o tu madre regresaran y te lo impidieran.
Me figuré cómo se debió sentir mi madre, no tenía que
esforzarme mucho por imaginarlo. Minutos atrás había experimentado
la devastación de perder a tu ser amado cernirse sobre mí inclemente.
La odié en ese momento, odié a la sirena de cabellos como las algas.
—Eres lo peor, la sangre te chorrea hasta el ombligo, has
asesinado a Evel, has asesinado a Alanis y a tu propia hermana.
—¡Yo no maté a mi hermana! —repitió encolerizada.
—¡Los mataste, los mataste a todos! —no la odiaba a ella,
odiaba sus acciones y sus propósitos—, y ahora quieres matarnos a
nosotros, eres una vergüenza…
Senia me interrumpió queriendo obligarme a callar pero no podía
hipnotizarme, solo enfurecerme más, indignarme más. Ella no tenía
nada que ver con las sirenas que había conocido, con nada que
hubiese leído o aprendido sobre ellas.
—¡Eres una vergüenza para tu especie! Eres todo odio y
¡mataste a mi madre!
La agonía y la amargura me embargaban, ella me la había
quitado, ella se había cargado lo más preciado de mi vida, ella había
destruido la felicidad de mi familia y creía tener el derecho a gritarme
fuera de sí que cerrara el pico.
—¡TÚ LA MATASTE! —grité entre sollozos y chillé aún más
recalcando su inadmitida culpabilidad—. ¡LA ASESINASTE!
Mi rival escupía su ira por los ojos desapareciendo de su puesto
y reapareciendo con sus manos aplastando mi garganta. Sus ojos
turbios a la altura de los míos se asemejaban a los de una criatura
infernal consumida por el mal. Nos estampamos contra las rocas con
mi espalda de amortiguador, aullé ante el dolor. Apretó más mi cuello
asfixiándome, agarraba sus brazos tratando de aflojar la soga de la
diosa trastornada, me alcanzaban los gritos de los presentes
demandando que aquello cesara.
No podía luchar, no sabía cómo, un rugido colérico se alzó sobre
el resto, notaba mis ojos a punto de explotar, mi cabeza entera iba a
reventar. Entonces aflojó, a punto de quitarme el sentido, se detuvo
con su mirada desorbitada dejando escapar un gemido afónico, me
enfocó un instante.
—Yo la quería, quería a mi hermana —balbuceó antes de caer
inerte sobre mí.
La amarré instintivamente. Al escurrirse su cuerpo, contemplé la
imagen tras ella. El resplandor rojizo se difuminaba de los ojos de
Evel, la aureola olivácea de su alrededor se extinguía dando paso a la
conciencia, al horror de comprobar que sostenía entre sus manos el
puñal anclado a la espalda de Senia atravesando los restos de su
corazón disecado. La mujer en mis brazos había hallado la muerte por
el puñal del enock y ahora yacía entre mis manos, pero no había sido
el primer híbrido el que la había mandado al otro mundo. Había sido
un Evel con los brazos colgando flácidos a sus costados en estado de
shock, sus ojos fijos en mí permanecían ciegos. Verlo tan afectado
restó fuerza a mis extremidades.
La diosa resbaló hundiéndose lenta y majestuosamente, con su
mata de pelo verde envolviéndole el rostro, hasta reposar en el suelo
marino cual ruina romana.
El silencio me puso alerta antes de que nadie reaccionara. Los
rostros consternados de todo el mundo no tardarían en cambiar, en
asimilar y reclamar justicia o venganza por su diosa. Mi abuela fue la
primera en dar un paso, no hacia Evel, sino hacia el cuerpo inerte bajo
mis pies membranosos.
Empujé a Evel contra la pared submarina de la isla y me
posicioné delante de él como escudo humano, no permitiría que nadie
se le acercara. Me superaban en número pero ahora quedábamos tres
dioses, dos de ellos de parte de Evel. Hipnotizaría a cualquiera que se
acercara. Busqué el apoyo de Oscar, que cogió sitio a mi lado
arramblando a Ulien. El único problema para salir de allí con vida lo
presentaría mi abuela. La miramos abrazada al cadáver de su hija,
debíamos aprovechar la distracción. Oscar leyó mis pensamientos y
se dirigió a enocks y sirenas preparando los sonidos que compondrían
nuestra libertad.
—¡Apartaos de nuestro camino!
Sirenas y criaturas, obedientes, abrieron un pasillo. Sujeté a
Evel, aún ido, del brazo. Al primer impulso de arrancar motores para
abandonar la escena del crimen, mi abuela apareció al frente
cortándonos el paso puñal en mano.
—Esperad, tenemos que hablar —su tono de voz no aparentaba
amenaza, solo un profundo pesar.
Cogió el puñal por el filo y estiró el brazo, el resplandor del arma
había cambiado, su reflejo se había vuelto rojo fuego, no parecía tener
ningún efecto sobre la diosa fatigada.
—Este puñal ha estado siempre vinculado a nuestra familia y a
la de Kat, debes devolvérselo.
Isabella se acercaba a nosotros, su gesto no pretendía intimidar
y aun así Oscar y yo seguíamos alerta a cualquier signo contradictorio.
Paró frente a mí y tendió la empuñadura del arma que acababa
de ponerle fin a la existencia de su hija. Quería tomarlo, sujetarlo me
convencería de que mi abuela no buscaba represalias, pero recordar
el efecto del puñal al contacto me estaba reteniendo de ponernos a
salvo. La daga iba mermando su resplandor.
—Ahora mismo no tiene poder, Estrella, puedes cogerlo, no
temas.
Empuñé desconfiada el cuchillo y no obtuve ninguna reacción, el
mismo efecto que sujetar un tenedor. No entendía la magia del objeto
ni quería saberla, con devolvérselo a su dueña y no volverlo a ver
jamás me conformaría.
—No lo empuñéis nunca delante de Kat o alguno de sus
familiares, dádselo cubierto, ella sabrá qué hacer.
Evel sujetó mi mano demacrado, había vuelto en sí.
—Lo siento, lo siento, no sé qué ha pasado, yo…
Isabella izó una mano haciéndolo callar.
—Ha sido la energía del puñal Evel, no podías hacer nada, mi
hija debía haber controlado su impulso —agachó la cabeza y apretó
los ojos antes de regresarnos la mirada—. Yo tengo más culpa que
nadie, desde que nació, ha sabido de esa profecía obsesionándola,
debía haber hecho como Enis: ignorarla y no creerla. Pero tenía tanto
miedo de que mi hija muriese —contempló compungida el cuerpo más
abajo—. Si hubiésemos desestimado la predicción, ahora mis hijas
vivirían, no habría pasado nada —con el gesto contraído, recitó la
profecía y luego añadió—: Ha muerto por el puñal del enock a manos
del primer híbrido —se esforzaba por contener su pena sin apartar sus
ojos de mí—. Tus manos no la mataban, solo la sujetaban ya sin vida
—su boca se torció, incapaz de soportar la amargura—. Iros,
marchaos de aquí.
Los enocks y sirenas seguían en su posición anterior, aún abrían
un canal de escape. ¿Qué harían? ¿Nos perseguirían?
—No te preocupes, los enocks acaban de perder su vinculación
con Senia y nadie va a seguiros. Esto se ha acabado, todo se ha
acabado, ya no habrá más penas de muerte. Id y vivid en paz donde
queráis, nosotros lo haremos por nuestra cuenta.
—¿Cómo puedo estar segura de que no habrá represalias contra
Evel o alguno de nosotros?
—Aquí tienes a todos tus testigos, ellos han visto todo, lo que se
ha dicho y lo que ha pasado, no existe motivo de represalias, Estrella.
Uno de las sirenos se adelantó visiblemente afectado, lo
reconocí, era uno de los guardianes de la cueva.
—Todo esto ha sido una cruenta calamidad. La lucha de Senia
por subsistir ha provocado su muerte y la desgracia de los seres que
la amaban.
El tritón empleó un tono distinto para dirigirse a mí, algo cortes y
respetuoso.
—Mi diosa, esperamos que nos perdone, no la molestaremos
más, ni a usted, ni a los suyos. De verdad sentimos todo el sufrimiento
que ha tenido que pasar.
—Antes de irnos pasaré a verte —añadió mi abuela
dignificándose—, marchaos.
Oscar tiró de Evel y de mí sin dejar que me despidiera de ella.
—Vámonos —imperó.
Me giré una última vez para mirarla allí de pie abatida,
observando nuestra partida. Todo había acabado, la profecía se había
cumplido pero no era yo la que llevaba el peso de una muerte sobre
mis espaldas. Evel nadaba junto a su cuñado sin mirarme, sin mirar a
nadie, extraviado en sí mismo. Ulien tomó mi mano.
—Va a estar bien, todos lo estaremos.
Me observaba sin detenerse con todos los signos de su
agotamiento reflejados en la cara, quería asentir pero no imaginaba
cómo consigues estar bien después de quitarle la vida a alguien.
—Tu abuela nos dio agua, le preguntó a Evel muchas cosas
sobre ti, creo que te quiere aun sin conocerte. Evel estaría muerto si
no fuera por ella, nos ha ayudado hasta que Senia se dio cuenta y la
echó de allí.
No podía apartar la vista de Evel. Con todo lo que había sufrido
por estar separada de él, con todo el miedo que había pasado a
perderle, ahora no me veía capaz de nadar hasta su lado. Ni siquiera
sabía si él me querría cerca después de todo lo que había acontecido.
Recordé sus ojos opacos, blanquecinos, sin vida y me sacudí
horrorizada.
—¿Cómo lo habéis revivido? Estaba muerto, lo vi.
—Sí, estaba más seco que la mojama, Estrella, necesitaba agua
con urgencia. Si te hubieses molestado en escuchar los latidos de su
corazón como hizo Oscar, en vez de armar todo el melodrama y salir
disparada con los pelos tiesos a cargarte diosas, te hubieras dado
cuenta de que su corazón bombeaba.
Casi consiguió que riera por el tono de su explicación, apreté su
mano feliz de tener a mi amigo cerca.
—Ulien, me alegro tanto de que estés bien.
—Yo también, mi diosa —dijo burlándose del respeto que habían
mostrado hacia mí el tritón.
—¿Por qué no nos han atacado las sirenas en un principio?
¿Por qué desobedecieron a Senia cuando les pidió que nos
atraparan?
—Senia no podía hipnotizarlas para que os atacaran, va contra
todo código. Conservaban su libre albedrío. No lo aprenderás nunca,
Estrella. Las sirenas son pacíficas, no iban a atacar a nadie. Ya lo has
visto, si Senia no las hubiera detenido, hubiesen ayudado a Evel. Todo
este asunto era más que nada entre tú y tu tía. Cuando estábamos en
la cueva, oíamos a las sirenas hablar entre sí, se estaban viniendo
abajo, no le veían el sentido a las leyes o a lo que estaba pasando.
Sinceramente, creo que no hubieran permitido que Senia nos matara.
Miré a Evel nadando delante de nosotros, me preguntaba si de
verdad lo habrían salvado llegado el momento, no parecía que le
quedara mucho cuando lo encontré en la gruta. ¿Por qué no me
miraba? ¿Por qué se mantenía alejado de mí? ¿Me echaría la culpa
de lo sucedido? ¿Habrían cambiado sus sentimientos? ¿Superaría
algún día haber asesinado a alguien? Quería adelantarme y hablarle
pero seguía temiendo su reacción. ¿Por qué no se moría por
estrujarme como yo a él?
—Me haces daño, Estrella.
Estaba aplastando la mano de Ulien, lo solté.
Oscar se detuvo en seco a poco de alcanzar el pesquero,
agarrando a Evel por el hombro, Ulien y yo también nos frenamos a
esperar qué pasaba. Oscar miraba fijamente a Evel, que parecía a
punto de desplomarse. Algo seguía impidiéndome acercarme, una
mirada, solo tenía que mirarme una vez y nadaría a su lado, pero no
miraba a nadie con la cabeza gacha, había olvidado mi presencia.
—Id delante, enseguida os alcanzaremos —indicó Oscar sin
soltarle el hombro.
No quería irme, no pensaba volverme a separar de Evel, si no lo
abarcaba en mi campo de visión, enloquecería. Ulien cogió mi mano
impeliendo la retirada.
—Vamos, vendrán enseguida, vamos.
Me arrastró adelante, no dejé de observarlos, vi cómo Oscar
abrazaba a un Evel a punto de caerse a pedazos.
—No es tu culpa, Evel, no lo es —alcancé a escuchar.
Sentía el nudo más terrible que nunca en mi garganta, jamás
esperé ver la vitalidad de Evel quebrarse. ¿Qué hacia Ulien
remolcándome en dirección contraria? Evel me necesitaba, yo lo
necesitaba, traté de ir a por él.
—Estrella, por favor, déjalo, necesita un momento, vendrá
enseguida, vamos, las chicas estarán muy preocupadas.

Arribamos al barco. Nada más ingresar, Cris y Sales nos


atraparon en sendos abrazos atestados de júbilo y alivio.
—¿Dónde está Oscar? ¿Dónde está mi hermano? —preguntó
Cris espantada de súbito.
Ulien las calmó avisando de que llegarían enseguida. Sales
rompió a llorar estrechándome de nuevo, no podía empezar a imaginar
cómo habría transcurrido su tiempo de espera. El Sol se preparaba
para chocar contra las lejanas montañas. Ulien se interesó por Eila,
seguía dormida tal como la dejé. Entramos al camarote dejando a los
otros tres a la espera de Oscar y Evel. Abandoné el endemoniado
puñal sobre la mesa y Ulien se sentó junto a su prima sin despertarla,
admirándola con ilimitado cariño.
—Llegué a pensar que no volvería a verla —dijo al aire.
Rozó su mejilla y la sirenita abrió sus hermosos ojos azules
enfocando lo que debió creer una aparición. Se enroscó a Ulien
demandándole que la convenciera de que estaba vivo y junto a ella,
Ulien rió vigorizado.
—Parece que me has echado algo de menos —Eila irrumpió en
llanto aliviado y Ulien la abrazó con fuerza.
Feliz por el reencuentro pero incómoda porque sentía que ese
momento era íntimo, les di la espalda y me apoyé en el marco de la
entrada.
Oscar subía al barco, me cuadré de inmediato esperando la
imagen de Evel. Cris y Sales abrazaban a Oscar, hasta Daniel lo
apretó confortado. Evel embarcó de un salto y, casi ignorando a sus
hermanas, se dirigió a la entrada del camarote con sus ojos verde
mágico puestos en mí. Eila pasó como una gacela rozando mi brazo y
se enganchó a su hermano, que la examinó un segundo y le sonrió
devolviéndole el afecto para volver a fijar sus pupilas en mi ubicación.
Su hermanita lo liberó y a paso firme llegó hasta mí, me sujetó
por la cintura y me alzó del suelo haciéndome gritar y reír al ver
regresada su fortaleza y gesto habitual. Esa expresión alegre tan suya,
ese brillo de ojos cristalino que siempre mostraba su pureza. Acercó
mis labios hasta chocar con los suyos sin llegar a posarme sobre la
cubierta y me abrazó como si contáramos siglos sin vernos. Me
depositó en el suelo estudiándome permanente, su sonrisa pícara
empezó a hacer acto de presencia y llevo una mano a frotar su nuca
pero eso no me echó para atrás, me daba igual la gilipollez que
estuviese preparando para decir.
—Así que, ¿qué es eso de que estamos embarazados?
Antes de sonrojarme percibí las exclamaciones de asombro de
las chicas. Las ojeé, sus caras eran dignas de fotografía. Nuestro
espectacular beso y la última pregunta de Evel las tenían
conmocionadas. Volví hacia él, que no apartaba los ojos de mí
sonriente.
—Es lo que dijo Kat, pero no puede ser —contesté tímidamente.
Oscar se acercó.
—Siempre tienes el no puede ser en la boca, Estrella, creo que
ya has acumulado suficientes experiencias como para empezar a
pensar que las cosas sí pueden ser, ¿no te parece?
Encandilada ante la imagen de Evel, recordé cuando creía
imposible que se fijara en mí, ahora me contemplaba con todo su amor
brillando salvaje en sus iris verdes. El crepúsculo iluminaba su piel y
arrancaba un destello especial de sus ojos y cabello, esa era su hora,
la hora en que más sumamente dionisíaco parecía.
—¿Sabes? Cuando estábamos en la caverna no podía moverme
—su gesto regresaba la pillería—, no podía moverme, pero podía
escucharte —hizo una pausa esperando que comprendiera a qué se
refería.
Ulien amaneció por atrás colocando la mano sobre mi hombro.
—Sí, Estrella, todos oímos tu declaración de amor, ya sabemos
que no puedes vivir sin Evel —me guiñó un ojo cómplice como si con
eso fuese a molestarme menos su burla.
Di gracias por la puesta de Sol que con su fuego camuflaría el
ardor de mis mejillas.
—Siempre seréis dos imbéciles —admití por lo bajo.
Ulien rió y Evel me apretó contra él replicándome con un beso
con mas fuegos artificiales que cinco casas de pirotecnia juntas y en
llamas.
Domingo, 14 de septiembre

De buena mañana alguien llamaba a la puerta que daba a la


playa. Evel aún dormía en nuestra cama. Distinguí a mi abuela por los
cristales de la puerta, las náuseas que había mantenido a raya toda la
madrugada empezaban a molestar.
—Hola —saludé tanteando.
—Buenos días, Estrella, he venido a decirte que nos vamos,
regresamos a nuestro hogar al norte.
Vestía ropajes extraños de sirena y sostenía un paquete varada
en mi puerta. La invité a mi casa y le ofrecí una tisana y asiento en mi
sofá —¡no cabía en el sillón!— Viéndola allí sentada tan gigante me
sentí una niña de cinco años viviendo en una casita de juguete.
Siempre imaginé a mis abuelos como afectuosos ancianitos encogidos
y arrugados, no como alguien que parecía haberse dejado las alas de
plumas blancas aparcadas en mi jardín.
—Estrella, siento mucho todo lo que ha pasado y también siento
la forma en que lo he llevado, he pensado en ti cada día, en ti y en tu
padre —bajo su serena apariencia se adivinaba inquietud por obtener
mi comprensión—. Vine a ofrecerle mi ayuda pero la rehusó en varias
ocasiones, creo que en cierta manera me culpaba un poco por la
suerte de tu madre y no iba desencaminado, lo siento, lo siento
mucho.
—Recuerdo el día que me hipnotizaste, comprendo que
quisieras apagar mi pena pero, ¿por qué intentaste borrar los
recuerdos de mi madre? ¿Por qué me obligaste a evitar el mar
temiéndolo de esa manera? —hizo el amago de decir algo pero la
atajé—. ¿Sabes lo que han significado para mí estos años alejada del
océano? Sin saber quién era o a dónde pertenecía, con un miedo
irracional a algo que amo y necesito tanto como el mar.
—Evel me habló de tus miedos y tu pérdida de memoria.
Estrella, no sabía nada de eso, no sabía que mi hipnosis te afectó de
esa manera. Pretendía reconfortarte en ese momento, lo había hecho
con mis hijas de pequeñas y no duraba más allá de unas horas, no
pretendía borrar recuerdos de tu madre o crearte más miedos,
intentaba suprimir el horror que habías presenciado. No imaginaba
que permanecerías apartada del mar, solo quería que te alejaras de
Irlanda para que Senia nunca te encontrara.
Suspiré, cansada de tanto drama.
—Da igual, ya está pasado, no vale la pena pensarlo más.
Mi abuela desvió la mirada conforme.
—¿Qué es eso?
Rabzilla se acercaba olisqueando. Eila lo había cuidado cuatro
días y lo habría engordado casi un kilo, la sirenita disfrutaba
cebándolo. Mi abuela nunca se había cruzado con un conejo y le
encantó el bichito. Nos sonreímos cómplices reparando cada una en la
otra.
—Tienes la nariz de tu madre, Estrella.
Agaché la cabeza tontamente avergonzada.
—Gracias.
Fue lo único que contesté porque es lo que sentía, tremendo
agradecimiento de que la madre de mi madre encontrara algo de Enis
en mi cara. La diosa me observaba con una ternura imposible de
despreciar, toda ella me recordaba a mi madre, sin especificar algo
concreto.
Me habló de su otra hija tratando de exculpar parte de su
comportamiento y haciendo hincapié en que nunca quiso herir a su
hermana.
—Tu tía no era mala, ella, ella estaba vacía, rota, igual que lo
estuvo tu padre. La esencia vital de cualquier ser vivo es la luz y el
amor, la de cualquier sirena, la de cualquier terrestre. Traté de
ayudarla pero nunca aceptó mi apoyo encerrada en sí misma, sabía
que alguien o algo podría abrirle los ojos pero desconocía dónde
encontrarlo. Cualquier ser vivo, por muy mezquino que parezca, posee
un corazón y un camino que conduce hasta él, hay que encontrar ese
camino y darle al interruptor de la luz. Supongo que no supe encontrar
el camino de Senia, tal vez no debí rendirme porque en el fondo sabía
que ahí estaba.
Su sentida declaración me sumió en una pletórica divagación
existencial por unos minutos.
—Yo no me rendiré, no me rendiré nunca más con nadie, con
nada. He leído sobre vosotras, os enfocáis en la belleza de vuestro
mundo y en disfrutar y agradecer la vida. Yo haré lo mismo, solo que
me centraré en el mundo, en todo el mundo. Y lo llenaré de luz y les
haré llegar tus palabras. Les diré que nunca se rindan, les haré llegar
las palabras de Oscar sobre la fórmula mágica de hacer los sueños
realidad, con todo lo que he aprendido, con todo lo que ahora sé.
Pasado el subidón existencial, me instruyó sobre mis primeros
deberes de diosa; era de esperar que más adelante sirenas de
cualquier rincón irlandés vinieran por mi ayuda. No debía preocuparme
porque Oscar estaría ahí para guiarme y apoyarme en todo lo que
precisara y también podía contar con mi recién reencontrada abuela,
que se ofreció presta a todo lo que necesitara.
—Estoy segura de que los tres chicos cuidarán de ti, pude ver lo
que te quieren, en especial Evel. Pero soy tu abuela y si me necesitas,
estaré ahí para ti o para los que ames. Y aunque no me necesites, me
gustaría que nos pudiéramos conocer, me encantaría conocer a mi
bisnieto. Tú solo piénsatelo, Estrella.
No tenía mucho que pensar, me agradaba aquella mujer mucho
más de lo que jamás pude esperar. Acercó el paquete que traía con
ella instigándome a abrirlo. Rasgué el plástico duro del presente con
mis uñas de sirena. Pensé que habrían destruido mi libro y mi carta
pero no, ahí estaban, junto a mi diario con la estrella de conchas, el
mismo que llevaba dos días buscando frenética. Mi casa también
había sido revuelta y asaltada. Evel me había ayudado a volverla en
sí, ahora sobre mi escritorio heredado un dibujo enmarcado de
Nosferatu compartía espacio con el retrato de mi madre al que Isabella
evitaba mirar, y un póster de un Camaro estropeaba la decoración de
nuestro comedor.
—Lo siento, si te sirve de algo, no permití que nadie leyera tu
diario, estas fueron las cosas que te confiscaron. Senia quemó las dos
enciclopedias. Estrella —se irguió en el borde del sofá enfatizando sus
palabras—, por favor, sé prudente, los libros que tu padre escribió
dicen demasiado, exponen demasiado. Estoy segura de que hay otra
forma de mezclar nuestras especies o nuestras razas, son muchos
terráqueos y no todos tienen buenas intenciones. Haz lo que tú creas y
yo te apoyaré, pero por favor, ten en cuenta lo que te digo.
—Encontraré una manera, no te preocupes.
No se quedó mucho más, las otras sirenas la esperaban. Nos
despedimos con la promesa de vernos pronto otra vez.
Corrí a nuestra habitación, Evel seguía durmiendo como un lirón
impidiéndome que usara el teléfono. En lugar de eso cogí mi portátil y
escribí a mis tíos contándoles la visita de mi abuela. Era complicado
relatarles los sucesos porque me negaba a inventar descaradamente y
había tenido que construir todo un universo paralelo para narrarles
más o menos la verdad camuflada con el mundo que ellos conocían.
Me había reservado todo lo referente a las sirenas y al embarazo para
cuando vinieran a pasar las Navidades.
Cris les prepararía un potingue relajante para que al enterarse
no acabaran en coma o tiesos por un infarto. Contaba los días para
presentarles a Evel y su familia, a Rachel, a Daniel, les presentaría a
todo el mundo que con tanto cariño me había acogido. Con un poco de
suerte caerían bajo el embrujo de Sirens y comprarían una casita
cerca de mí.
Reposé los pies sobre la mesa del salón como ya era costumbre,
mis nuevos hábitos no iban a gustarles nada; al menos ahora gracias
a Evel llevaba casi una semana alimentándome como un ser humano
saludable. Reparé en el diario sobre la mesa, lo abrí y acaricié sus
primeras hojas contenta de haberlo recuperado, releí la dedicatoria de
mi padre.

«¡Feliz décimo cumpleaños, caramelito!

Este será tu primer libro,

aquí escribirás tu historia para que nunca muera,

para que quién tú quieras pueda leerla.

De tus papás, que te quieren muchísimo:


Marc y Enis».

Lo volví a leer. Lo releí otra vez sonriéndome. Mi padre me había


dejado una buena pista allí escondida.
—¿Por que sonríes así? ¿Qué trastada estás maquinando?
Era Evel desde el umbral de nuestra habitación con cara de
sueño y el pelo revuelto. Miré mi diario sin dejar de sonreírle.
—Creo que ya sé cómo voy a hacer para que todo el mundo se
prepare para las sirenas.
Fin

Epílogo
La visión y la Luna

El fulgor de la Luna se filtraba en nuestro salón iluminando más


que las dos velas prendidas. Acaricié la mano de Evel sobre mi barriga
abultada. Aún no habían pasado cuatro semanas y ya parecía una
embarazada de tres meses.
Eila y Ulien venían a verme todas las tardes mientras Evel
trabajaba. Rachel se pasaba algunos mediodías con alguna vianda
que preparaba especialmente para mí y la futura criatura. Sales me
visitaba cada vez que tenía un hueco entre su trabajo y su novio.
Oscar y Cris no eran menos. Casi tenían más ganas todos ellos que
yo de verle la carita al pequeño Evel.
El futuro papá no quería que el bebé llevara su nombre, quería
adjudicarle el de mi padre porque según él mi padre había demostrado
un coraje y valor dignos de homenaje. «Cuando se quedó solo en
Irlanda durante un año para asegurar que nadie me seguía hasta
Kansas, terminando de escribir el legado de mi madre». «Cuando
volvió a América arrastrando el alma para de alguna manera estar a mi
lado, sobreviviendo seis años como pudo a la muerte de Enis».
«Realizando un largo viaje hacia Irlanda nada más salir del hospital,
para asegurarse de que estaría protegida y arropada si él no
conseguía seguir con vida…» Repetía que si no fuera por mi padre, yo
no estaría entre sus brazos ahora.
Apoyé la cabeza en su pecho. Si era niña, yo escogía nombre,
pero él ya había dejado claro que sería su estrellita, fuese cual fuese
su nombre.
Cada noche, después de las visitas, cuando Evel regresaba a su
nuevo hogar junto a mí, nos echábamos un rato en el sofá. No
veíamos ninguna de las películas que tanto nos gustaban, ni
encendíamos el televisor porque no queríamos que nada robara un
instante de disfrutar la presencia del otro. Quedábamos ahí,
sumergidos el uno en el otro, mirándonos o hablándonos con amor,
fantaseando con el futuro, viviendo un sueño hecho realidad con
Rabzilla reclamando las sobras de nuestras caricias.
Por las mañanas me dedicaba a escribir mi libro en la pacífica
arena de mi cala calentada por el Sol y la compañía de mi amor. Evel
estaba convencido de que triunfaría, todo el mundo de mente abierta y
corazón sano conocería al fin a las sirenas, a las auténticas sirenas.
Disfrutaba escribiendo mi historia y ya barajaba dedicarme a la
escritura siguiendo los pasos de mi padre. La idea me agradaba, en un
futuro podría escribir libros de fantasía que mis hijos y mis nietos
leerían al crecer, esa empezaba a ser mi ilusión.
—¿Vamos a nadar?
—Espera un poco —remoloneé acurrucada en su regazo
acogiendo sus maravillosos y relajantes mimos.

Retorcía mis manos sentada en un mullido sofá. A mis pies, bajo


la cariñosa supervisión de Ulien, dos niñas jugaban con sus muñecas,
dos niñas con el mismo cabello dorado, con distinto color de ojos, con
la misma cara, gemelas.
—Tío Ulien, Enis ha sido Ariel todo el rato, ahora le toca a ella
ser el príncipe Eric.
—Pero Alanis, cielo, si tenéis dos muñecas Ariel y dos príncipes.
¿Qué más dará?
A la niña no le daba igual, insistía en que su hermana hiciera lo
que ella dijera. Aunque idénticas, se distinguía el toque leonino en
Alanis como el de su tía Sales así como la belleza tierna y serena de
Enis heredada de mi madre y Cris. Enis seguía jugando tranquila
ignorando las quejas de su gemela, Ulien cogió a Alanis en brazos.
—¿Quieres que vayamos a ver si ya viene papá?
La pequeña aceptó excitada, en eso apareció una Eila adulta no
mucho más alta de lo que había sido. Una Eila que se había
convertido en una joven preciosa, incluso más hermosa que sus dos
hermanas. Ulien posó a la niña en el suelo para sentirse libre de
estrechar entre sus brazos a la joven, Eila le besó los labios con
ternura y se giró hacia mí.
—¿Aún no han venido?
—Está comiéndose las uñas, se cree que Kat se lo va a robar —
provocó Ulien atrapando un cojín que ya volaba por los aires hacia su
cara.
—No es eso, idiota, es que ya tendrían que estar aquí —me
defendí.
Alanis se dejó caer sobre mis piernas apoyando su carita de
ángel sobre una mano.
—Mamá, has dicho idiota.
—Se me ha escapado, cariño —me excusé mirando a Ulien con
reproche, como si él fuese el malhablado—, pero eso no se dice,
sobre todo no lo dicen niñitas dulces como tú.
—Yo no soy dulce.
—Yo sí soy dulce —se apresuró a destacar Enis—, papá
siempre dice que soy dulce y Marc también lo dice y…
—No, Marc dice que yo soy dulce, tú no —le reprochó su
hermana enfadada.
—¿Pero qué os pasa hoy? —quise saber—. Con lo bien que os
lleváis siempre, Marc y Estela no se han peleado nunca.
El sonido de la puerta terminó del todo el conflicto, las dos
corrieron empujándose hasta la entrada. Evel apareció con las dos
niñas colgando de los brazos y una sonrisa satisfecha que gritaba:
«¡Ya estamos aquí!».
Por el otro extremo del recibidor se personó un chico joven con
el pelo negro como el tizne de una chimenea y los ojos verde
electrizante, contaría unos dieciocho o diecinueve años y también se
echó al cuello de su padre, al que por poco superaba en altura.
Una vez me dejaron espacio, ocupé mi puesto entre los brazos
del recién llegado.
—Habéis tardado mucho —increpé.
Evel no me hizo caso, me estampó un beso de los que roban el
aliento y preguntó por Estela. Estela dormía la siesta arriba.
Evel no venía solo, por sus espaldas asomó un chico de cabello
rojo fuego con mechas negras que era aún más grande e imponente
que Marc, no mucho más. Vestía de negro riguroso, con las manos en
los bolsillos y una franca sonrisa pintada en la cara. Marc le chocó la
mano al estilo adolescente y le dio unas palmaditas en el hombro
como bienvenida y gesto de amistad.
—Joder, has crecido dos palmos —dijo el pelirrojo.
—Y tú. Uno más y te paso —contestó Marc riendo—, voy a por
Estela.
El chico reparó en las pequeñas que permanecían quietas al
frente observándolo por fin en silencio. Se agachó hasta tener la cara
a su altura.
—Vosotras también habéis crecido un montón, princesas.
—Yo soy Ariel —dijo Enis.
—No, ¡yo soy Ariel! Ahora tú eres Eric —las niñas parecían
querer empezar a pelear otra vez.
—No os peléis por eso, en realidad yo soy Erick —dijo riendo y
todos le imitaron—, ¿no os acordáis de mí?
Dejaron de pelear de inmediato ojeándolo con fascinación, era
difícil no admirarlo, con su halo especial ondeando alrededor.
—Tienes los ojos azules como el príncipe Eric.
—Y el pelo casi negro —apuntó la otra con asombro.
Se irguió pagado y devolvió sus manos a los bolsillos.
—Ya os lo he dicho, soy Erick.
Sin quererlo, Erick empezó otra guerra, esta vez por a ver quién
se lo quedaba para que fuese su príncipe.
A quien el chico deseaba como princesa quedó claro en cuanto
Estela amaneció arrojándose sobre su padre, que la alzó del suelo
volteándola y ahogándose con su melena rubia. Erick la admiraba
como si la casa y los habitantes de esta hubiesen desaparecido
eclipsados por la quinceañera. No ocurrió lo mismo cuando Estela lo
vio a él. Su mueca, una mezcla entre la sorpresa y el temor, se
disimuló enseguida con una sonrisa educada. Se esforzó por llegar
hasta el apuesto joven ofreciendo dos besos fríos en ambas mejillas,
frialdad inusual en ella y que nadie excepto Erick captó porque todos
prestaban atención a Evel, que bromeaba con su primo. Estela se
amarró al brazo de su hermano en un gesto inquieto, Marc le sacaba
cabeza y media o incluso más.
—Aún os parecéis menos que antes —apuntó Erick.
—¿Cómo? —preguntó Marc con su hermana evitando la mirada
del invitado.
—Que para ser mellizos seguís sin pareceros ni un poquito.

—Te has quedado traspuesta, te has dormido Estrellita.


—No, no me he dormido, ha sido otro recuerdo… pero diferente.
A veces me pasaba, iban volviendo a mí fragmentos de mi
infancia con la misma claridad que cuando recordé el ataque de los
enocks a nuestras madres. Ahora recordaba cosas felices. Recordaba
a mi madre con tanta nitidez que no necesitaba ningún retrato, con
cerrar los ojos podía sentirla como si estuviese a mi lado, podía
reutilizar el sonido de su voz entonando mi nana si necesitaba
relajarme o ahuyentar pesadillas.
Lo que acababa de experimentar era una de esas evocaciones,
pero esta vez el recuerdo aún no había sucedido.
—¿Vas a contármelo o qué?
Evel se puso como loco con la idea de ser padre de mellizos y
gemelas en un futuro, lo de Eila y Ulien no le sorprendió en absoluto,
siendo algo que ya daba por hecho. A mí la visión me había dejado
desconcertada y preocupada, me alegraba y maravillaba lo de llevar
dos niños en el vientre, pero me inquietaba la forma en que mi futura
hija había reaccionado ante el vástago de Kat. No quise decírselo a
Evel, adoraba a su amiga y para eso faltaba mucho aún, habría
tiempo.
Evel me esperaba en la puerta para un baño nocturno, mis
preferidos, sin peligros ahora que los enocks se habían convertido en
dóciles perrillos falderos; podría llegar a apreciar aquellas extrañas
criaturas que ahora tanta devoción me procesaban.
Nadamos por nuestro trocito de paraíso hasta su antigua playa y
volvimos gozando el mar irlandés.
—Ven, acuéstate a mi lado.
Obedecí recostándome sobre el lecho marino. Evel sostenía mi
mano, no para calmar mis miedos que ya quedaban lejanos, sino
porque éramos incapaces de permanecer uno junto al otro sin
rozarnos, sin que nuestro cuerpo físico percibiera la presencia del otro.
—Mira la Luna.
—Está llena —apunté.
Contemplar la bóveda celeste con la persona que amas a tu lado
siempre es un gusto, contemplarla desde el suelo del mar, un deleite.
—¿Recuerdas la primera vez que fuimos al japonés con todos
los demás? —nunca podría olvidar ese día—. ¿Recuerdas lo que te
prometí? —no sabía a qué se refería—. Te prometí que tocarías la
Luna con las manos.
Sonreí expectante, seguía un poco confusa. Evel flotó hasta un
corto espacio de la superficie arrastrándome con él, quedamos
suspendidos en el agua aún acostados, cogió mi muñeca e izó mi
mano hasta emerger la punta de mi dedo índice justo donde
permanecía el lucero de la noche ahora acariciado por mi yema.
Oscar llevaba razón, los sueños se hacen realidad. Y ahora yo
disfrutaba mi sueño tocando la Luna con las puntas de mis dedos y me
colmaba de dicha pensar que no era algo exclusivo para mí,
cualquiera puede tocar la Luna con sus dedos si ese es su mayor
deseo.
Aparté los ojos del firmamento para contemplar algo más
grandioso: su sonrisa, esperaba mi reacción con una de sus
magníficas sonrisas. Me acerqué a él y le besé, rara vez nuestros
besos no desencadenaban una tormenta de pasión y las tormentas
bajo el agua con la Luna de espectadora eran las mejores.
Transcurrida la tempestad, conseguimos desengancharnos para
reposar abrazados sobre la arena embelesados con el panorama
nocturno.
—Evel, tengo una pregunta.
—¿Cuándo no tienes tú una pregunta?
—Kat y Erick no son acuáticos, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Qué son?
Evel miraba la Luna con los ojos muy abiertos.
—¿Evel?
Contestó sin dejar de mirar el satélite.
—No sé por dónde empezar.
Agradecimientos

Hay tres personas a las que tengo que agradecer antes que a
nadie porque sin su apoyo y ayuda incondicional a lo largo de mi vida
no sería posible que mis sueños acabasen haciéndose realidad
siempre. A Carlos, Rosa y Carlos, mis padres y mi hermano, las
personas más extraordinarias que conozco.
Mi madre fue la primera a la que le conté mi idea, la primera que
me dijo «adelante» contagiándome de su entusiasmo y dándome la
fuerza para no parar de escribir. Escribí este libro para mi yo
adolescente, pero sobre todo lo escribí para ella. A mi hermano,
gracias por abrirme los ojos aquel día, gracias a eso, cinco meses
después nació Sirens y tuvimos otra excusa más para celebrar algo.
¡Y que celebración, madre mía! A mi padre que me ofreció los libros
que acabaron de despertar mi pasión por las letras, uno de los
recuerdos que con más cariño atesoro fue el día que me dijiste a mis
once años: «ven, ya eres mayor, te voy a dar unos libros para que
vueles y disfrutes» y desde entonces que no he dejado de volar y
disfrutar. A los tres; gracias por estar ahí para mí siempre, siempre,
siempre.
A Marcos Pascual por ser cojonudo y brindarme esas preciosas
ilustraciones que mejoran mi historia.
Julieta, gracias por tu ayuda con Irlanda y por todas esas veces
que me preguntabas si ya podías leer mi libro consiguiendo que me
fuera corriendo a golpear el teclado.
A Raquel por su incesante motivación y cariño, aunque Rachel
no te llegue ni a la suela de los zapatos ella es mi pequeño homenaje
hacia ti.
A Jesús y Erick por su amor, apoyo y toneladas de paciencia en
todo el camino. Erick tú eres mi Estrella, esa que inunda de luz mi
vida.
Y por último gracias a Ediciones Kiwi por apostar por mí y en
especial a Teresa Rodríguez por ser la editora con la que todo escritor
sueña. Poder compartir esta experiencia con vosotros y con todas las
personas que no nombro pero que amo desde lo profundo del alma es
la alegría y satisfacción más grande del mundo.
Nuestros libros

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Títulos publicados

Acero y Miel - Ana R. Vivo


Apuesto por ti - Jònia Anatòlia
Baile de Luciérnagas - Elena Castillo Castro
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Puro - Jennifer L. Armentrout
Romance Inmortal - Olga Salar
Sirens - Nia Belles
Quédate esta noche - Olga Salar
Una mágica visión - Kate Danon

Table of Contents

Versión ebook 1.0


Enis y mi padre
Irlanda, Dulce Irlanda
Fiesta de disfraces
La cena de Evel
¡Desnudo!
La playa
Sirenas
Descubriendo
La mansión de la laguna
Senia
Agradecimientos
Nuestros libros

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