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Nia Belles
Argumento
Lunes, 28 de julio
Al fin divisé mi hogar.
Después de ocho años, cuatro meses, dos semanas, cinco días,
nueve interminables horas de avión, más de media hora extasiada con
el alucinante paisaje y otra media peleándome con el taxista que era
incapaz de ubicar Sirens en el mapa y al fin, al fin atisbé mi casa.
Habíamos dado más vueltas que una convención de norias, al
menos me había beneficiado de un profundo reconocimiento del bello
y verde paisaje que envolvía mi pueblo. Cuando ya creía que nunca
llegaría a mi destino, avizoré mar en el horizonte. Después de todo
ese tiempo conformándome con verlo nada más que en la caja de la
televisión emití una exclamación con tanto ímpetu que nos salimos de
la carretera y tuve que ponerle al taxista los ojitos que Rabzilla me
había enseñado para que no me dejara tirada en la cuneta.
Mi primera relación con un irlandés estaba resultando tan tensa
que ahora que había divisado mar opté por terminar el viaje en silencio
sepulcral. El ambiente estaba tan cargadito que una pizca más de
tensión y temía que el coche explotara y saliera a presión contra uno
de los maravillosos y verdes troncos que se agolpaban a los lados de
la carretera.
Pasamos de largo Sirens, el pueblo era mucho más encandilador
de lo que recordaba. De cualquier casita podría asomar Blancanieves
con un coro de pajaritos y ni siquiera nos sorprenderíamos. Después
de admirar semejante panorama, a ver quién no comprendía que no
quisiese sobrevivir en ningún otro lugar del mundo.
Tras mi empacho del viejo oeste, contemplar aquel municipio
salido del mejor best seller de fantasía me hacía sentir orgullosa de
mis orígenes, tanto si realmente lo eran como si no.
Lo mejor estaba por llegar. A los pocos minutos, trotando con el
monovolumen por un pequeño sendero sin asfaltar limitado por la
misma playa a izquierda y un coqueto bosquecillo infestado de flores
salvajes a derecha, divisábamos mi casa. ¡Mi casa! Mi casa
inconfundible, con sus paredes calinas y ventanas en madera añil.
Se me formó un nudo, puede que dos, en la garganta, que ni un
suspiro tiranosáurico fue capaz de deshacer, notaba sendos
incómodos cosquilleos en mis lagrimales, me alegré de haber decidido
dejar de hostigar al conductor, ahora mismo era incapaz de hablar o
discutir.
El taxista llevaba la refrigeración nivel Polo Norte, probablemente
intentando refrescar su humor; bajé la ventanilla buscando aire puro,
aire irlandés. ¡Oh, dulce aroma de los dioses!
Observando acercarse mi casita, me sentí feliz al comprobar que
mis recuerdos no habían sido corrompidos por las ansias de regreso.
Mi casa era tan hermosa como la recordaba, yo también podría meter
un gnomo a vivir allí y nadie se sorprendiera.
Al aproximarnos más, descubrí a alguien esperándonos junto a
la rústica valla que rodeaba la casa, no tardé mucho en descifrar quién
era aquella pelirroja de labios frambuesa que, por los saltos que daba,
los años debían haberse abstenido de pasarle factura.
Rachel apenas había cambiado, seguía siendo la misma mujer
cariñosa, pizpireta y conversadora que años atrás me dejaba
toquetear todos los cachivaches de su tienda, al tiempo que ella
despachaba todo su poder comercial a cualquiera que osara traspasar
el umbral de su negocio.
Habíamos contactado apenas tres meses atrás, mi tía consiguió
su teléfono de entre la basura de mi padre. Nunca imaginé que se
alegrara tanto de saber de mí, de haberlo sabido, hubiese llamado
mucho antes. Pude palpar su entusiasmo a través del hilo telefónico al
detallarle el plan de retorno a mis raíces.
Mi regreso estaba previsto para finales de agosto, después de
pasar las vacaciones de verano con mis tíos. Pero me había graduado
a mediados de junio y desde entonces les había hecho la vida más
que imposible con mis nervios y mis ansias de regreso. A principios de
julio conseguí que aceptaran dejarme marchar para el mes vacacional
por excelencia, con la condición de que pasaría todas las Navidades
con ellos.
A Rachel la avisé con una sola semana de antelación, pero esta
me había asegurado que no habría ningún problema, todo estaba
dispuesto. Le pedí que me tuviera en cuenta si se enteraba de algún
trabajo por la zona, ya que era una condición inapelable para mi vuelta
y de momento mis pesquisas por Internet habían sido un fiasco. Dicho
y hecho, resultó que su dependienta estaba embarazada y ya temía
que su espina dorsal se partiera en dos, así que iba a necesitar a
alguien para ya; todo marchaba sobre ruedas.
Me estrujó un rato y soltó los típicos tópicos en mi vida: «Cómo
has crecido», «eres igualita que tu padre»… últimamente me
fastidiaban más que nunca aquellas frases. Rachel me ofreció echar
un vistazo a la casa por mi cuenta mientras el sufrido taxista
descargaba todo el equipaje en la puerta, me entregó las llaves que yo
acepté con la más amplia y expectante sonrisa, di media vuelta y
caminé hacia la puertecilla de la valla con mis piernas de plastilina.
Rachel no había permitido que el pequeño jardín posterior se
deteriorara por el paso de los años, aunque tampoco lo había
retocado. Seguía manteniendo la misma estructura que antaño pese al
reciente repaso que se le había pegado, ya que a simple vista no se
apreciaban flores o ramas secas por ninguna parte, todo lucía
espléndido y cuidado.
El jardincito se componía de una pequeña diversidad de plantas
y flores silvestres acompañadas de otras típicas de las playas; aun sin
guardar ningún orden específico, lucían como un diminuto edén.
La planta más abundante era la lavanda, la flor preferida de mi
madre. En algún momento mi querida mamá debió plantarlas por la
parte exterior e interior de la valla volteando la casa entera. De hecho,
ellas constituían la valla si no se prestaba atención. Seguí las flores
malva alrededor de toda la casa, a ambos lados de esta quedaba un
pequeño pasillo que no dejaría pasar a más de una persona por vez, y
siempre y cuando las matas no se extendieran demasiado. A través
del pasillo accedí al jardín delantero donde se instalaba la puerta
principal de la casa.
Observé el suelo con mis pies semihundidos en arena, ¡arena de
playa! Casi la mitad delantera de la casa reposaba sobre esta. Un
soplo de aire marítimo revolvió mis cabellos, aspiré el aroma de mi
cala enfrentando la inmensidad del mar a tan poca distancia de mí. El
agua en grandes, grandes cantidades, si había una razón de fuerza
para no volver a aquel lugar, sin duda era mi molesta fobia. Mi tía no
se explicaba que quisiera ir allí cuando padecía hidrofobia, la había
padecido desde el incidente con mi madre y hasta una piscina para
bebés me daba vértigo, pero bueno, yo estaba segura de poder con
ello, después de todo, aquella era una cala chiquitita.
Podía otear todo el océano asomarse tímidamente tras las dos
puntas de tierra y roca que bordeaban mi cala, pero eso no era
problema. Margaret no sabía hasta dónde llegaba mi capacidad de
superación, en ese momento era capaz de todo, hasta de darme un
baño en agua salada —bueno, más o menos—.
Quedé allí parada por unos instantes impregnándome de aquella
atmósfera que tanto había echado de menos. Cerré los ojos queriendo
aspirar todas las fragancias que acompañaron mi niñez: sal, lavanda,
madera, humedad, oxígeno irlandés, esencia a bosque y playa en una
mezcla divina.
Calculé que el jardín delantero era tan solo unos pies más
amplio que el trasero y con el mismo orden de plantas: lavanda
recorriendo la valla y macetas y pequeños matorrales de plantas aquí
y allá, en este caso abundaban las plantas playeras. Rodeé la casa
por la parte izquierda con idéntico pasillo al derecho.
Me dispuse a entrar por la puerta de atrás, no sin antes echar
una ojeada hacia donde el taxista discutía con Rachel. Pobre, seguro
la advertía de lo insoportable que iba a resultar la nueva habitante de
Sirens.
Los ignoré. Subí mis tres escalones en piedra gastada que
llevaban a «mi» puerta de atrás de «mi» casa. Justo al lado se
encontraba una ventana grande, «mi» ventana, y debajo de esta, una
pila para lavar ropa, «mi» pila para lavar «mi» ropa «mi-mi-mi», qué
bien sonaba.
—Mi-mi-mi —repetí en voz baja rodando la llave y empujando la
puerta hacia dentro.
Me recibió un intenso pero agradable aroma a incienso. Rachel
había tenido el detalle de encenderlo antes de que llegáramos,
también había pintado la casa para mí, se podía olfatear a recién
pintado bajo la densa capa de incienso.
Nada más entrar, a mi izquierda se encontraba el baño. El
alicatado era verde pálido, un poco gastado y pasado de moda,
aunque perfectamente limpio y desinfectado. Dudaba que cupieran
más de dos personas en aquel cuartito, pero esto no le impedía tener
de todo: el bidé, váter y lavabo convivían arrebujados con una bañera
que en mis recuerdos había sido mucho más grande. Rachel había
colgado una cortina translúcida adornada con peces payaso y un
espejo ovalado sobre la pila, ambos le daban un aire juvenil.
Salí del baño para entretenerme observando la pintura drapeada
que cubría la pared desnuda de enfrente. Sabía que detrás de ella
estaba la cocina y que solo necesitaba girar la cabeza hacia mi
izquierda para descubrir la sala de estar que hacía a su vez de
comedor. Había empleado tantas horas ejercitando memoria e
imaginación sobre aquel espacio que ahora disfrutaba el preludio
como un anciano al desenvolver un regalo en su ochenta cumpleaños.
Si alguien me espiara, seguro que pensaría que era una chalada
girando lentamente sobre mis pies y alzando la cabeza con los ojos
cerrados en dirección a mi antigua sala de estar.
Abrí los ojos y parpadeé varias veces hasta asegurarme de no
ver visiones; los muebles que mi padre había quemado en una
hoguera siete años atrás habían resucitado para venirse a vivir a mi
comedor. Miré a derecha e izquierda contrariada. La mesa redonda
con tres sillas donde solíamos comer, la vieja librería de pared a
pared, hora vacía otrora atestada de libros, se exhibía desolada junto
a un sofá y sillón de compra reciente. La mesa de centro donde mi
progenitor solía reposar las pezuñas, el viejo escritorio que mi padre
había heredado del suyo y a la derecha, una gran cómoda con puertas
que mi madre usaba para guardar sus útiles de pintura y distintas
manualidades a las que era muy aficionada. Encima del escritorio
quedaba la única ventana de la estancia y a su lado, delante de la
cómoda, la puerta acristalada que daba al jardín delantero.
Volteándome sobre mis talones descubrí la cocina al aire que
formaba el fondo del salón con todas sus puertas pintadas a manos de
la mágica brocha de mi madre, capaz de convertir unas puertas de
cocina viejas y aburridas en las delicias a todo color de Blancanieves y
los siete leprechauns. Eché una ojeada cautelosa a través de la
ventana que reposaba encima de la pila de lavar los platos, la misma
que daba al jardín posterior donde Rachel seguía atascada en una
discusión acalorada; estaba siendo un día duro para el taxista.
Sobre mi cabeza, la pequeña buhardilla que fue mi habitación en
otro tiempo. Se subía por una escalera de mano que mi padre había
construido con escalones anchos para evitar accidentes. Ahora estaba
vacía, después de todo, mi padre sí debió alimentar un fuego con
«casi» todos los enseres de la casa.
Cuando bajaba a enfrentarme con la estancia que más anhelaba
ver, el dormitorio principal, apareció Rachel con la cara aún roja y el
ceño fruncido.
—¡Pero qué poca vergüenza! ¡Se ha ido! ¡Ha dejado todo el
equipaje por ahí tirado y se ha ido! Tendremos que meterlo todo
nosotras solas.
—No te preocupes, tengo todo el tiempo del mundo, lo iré
metiendo todo en la casa poco a poco yo sola.
Rachel cambió de enfurruñada a indignadísima, por nada del
mundo iba a hacer nada yo sola. Empezó una retahíla en la que me
explicaba que éramos como familia, que disponía de ella para lo que
necesitara, si necesitaba una amiga, ahí estaba ella, si necesitaba
compañía, información o ayuda de cualquier tipo, solo debía realizar
una llamada y se personificaría ante mí. Estaba dispuesta hasta a
arroparme por las noches si hacía falta. No supe si sentir
agradecimiento o escalofríos, me pasó por la cabeza que mi tía tal vez
le había pedido a Rachel que fuese mi perro guardián, pero eso no
podía ser, mi tía sabía que por algo así renunciaría al parentesco con
ella.
Al terminar la presentación de todos los servicios que podía
ofrecer, le regalé un abrumado gracias y Rachel empezó a reír
desconcertándome.
—Soy una avasalladora, ¿verdad? Ahora ya sabes mi mayor
defecto: hablo rápido y sin parar, deberías verte la cara —compuso
una cálida sonrisa y suspiró—. Solo quiero que sepas que me tienes
aquí para lo que necesites, lo que sea.
Apretó mi mano y me pregunté cómo había pasado tanto tiempo
sin echar de menos a Rachel, supongo que eran muchas cosas para
echar de menos.
—¿Ya has visto la casa?
—Me falta el dormitorio.
Rachel corrió las puertas que daban del salón a «mi» futura
habitación, ahora la única de la casita. Quedé pegada al suelo bajo el
marco de la puerta. ¡Mi antigua cama!
Mis padres compraron una camita cuando cumplí cuatro años,
pero yo me negaba a dormir en ella y me iba de excursión a la suya.
Mi padre, intentando comprender qué tenía de malo mi lecho,
preguntaba y yo le contestaba que el suyo era más bonito que el mío
con todas aquellas florecillas que mi madre pintó en su cabecera. Así
que cuando cumplí seis años me regalaron una cama idéntica a la
suya, mi madre pintó mariposas aparte de flores; sobra decir que no
se deshicieron de mis expediciones nocturnas.
Y esa era la cama que ahora contemplaba con su mesita a
juego. El resto, el armario de tres puertas y la cómoda, eran los de mis
padres. Faltaba una pieza, el baúl que descansaba al otro lado de la
valla esperando reunirse con sus antiguos colegas.
Me apoyé como pude en el asidero de la puerta, no lo entendía.
¿Por qué me dijo que lo había quemado todo? ¿Por qué me hería
diciendo que aquí no quedaba nada para mí? Rachel contestó las
preguntas que había formulado solo para mí.
—Él no quería volver aquí por nada del mundo, la pérdida de tu
madre era más de lo que podía soportar, pensaba que si tú creías que
aquí no había nada ni nadie a lo que aferrarte, no lo obligarías a
regresar.
La sorpresa y agradecimiento inicial desaparecía dando paso al
enfado. ¿Cómo pudo ser tan egoísta?
—No te enfades con él. Estrella, dejó todo esto para ti, me
mandó dinero para poner a punto la casa, para comprar los sofás, las
cortinas, lámparas nuevas. Me pidió que si algún día regresabas, me
encargara de que la casa estuviese preciosa y preparada para ti —
ahora me esforzaba por no llorar y mantener mi enfado. Ella levantó
los hombros—. Él nunca dudó que regresarías.
Rachel acarició mi pelo y apretó mi hombro disipando los restos
del enojo; nunca había sido mi fuerte estar molesta mucho tiempo, mis
enfados eran nubarrones que venían y pasaban de largo con frecuente
facilidad.
Además, resulta que la casa nunca se alquiló; yo le había pedido
a mi padre volver en alguna que otra ocasión pero él siempre repetía
que estaba alquilada y luego intentaba sobrepasar su último pico en
borracheras, razón por la cual mis reclamaciones no fueron algo muy
habitual.
Rachel me tomó de la mano para enseñarme el menaje de
cocina. La mayoría era nuevo, ya imaginaba lo bien que se estrellaría
contra las paredes el antiguo.
La nevera enfriaba leche, huevos, mermelada y algo de carne.
En la despensa, galletas, café, azúcar, sal, aceite y pan de molde y,
por último, un verdulero con patatas, tomates y manzanas. Sobre el
banco reposaba un pack de seis botellas de agua mineral, el agua del
grifo era salada.
—No sabía qué comprarte, no sé qué comeréis en Kansas,
tienes para apañarte un par de días, he pensado que podría
acompañarte y hacemos una compra en condiciones con lo que tú
quieras.
Rehusé la compra, llevaba ocho años de represión alimentaria a
base de comida saludable y no quería que Rachel se escandalizara
con los menús que me esperaban, ya iría por mi cuenta.
Trasladamos el equipaje costosamente dentro de la casa, me
gustaría saber cómo demonios lo hubiese hecho yo sola. El pesado
baúl fue el penúltimo en ingresar seguido de Rabzilla, que pasó el
resto del día inspeccionando minuciosamente cada rincón de su nuevo
hogar y volviéndolo a investigar. Pregunté a Rachel por el baúl y su
contenido, pero no sabía nada al respecto. Se quedó cerca de una
hora más intentando que aceptara su ayuda para deshacer el equipaje
y reclamando el visto bueno a las cortinas, al color de las paredes y a
los avíos de supervivencia. Yo estaba más que contenta con todo, no
me esperaba encontrar la casa tan a punto, mucho menos volver a ver
los muebles que habían contemplado mi niñez.
Tomamos una tisana que ella mismo preparó con algunas
hierbas del jardín. Al terminarla, eran tan evidentes mis ansias de
soledad que Rachel empezó a despedirse con una sonrisa empática y
mi promesa de que a la mañana siguiente acudiría a una cita con ella
en la que me enseñaría el pueblo y su tienda.
La observé marchar agradecida por todas sus atenciones hasta
verla desaparecer, entonces giré hacia mi casa y una explosión de
adrenalina salpicó todo mi ser.
¡No daba crédito! ¡Lo había conseguido! Contemplé la casa
rellenando mis pulmones de oxígeno salado, expiré de golpe y eché a
correr hacia la parte delantera de «MI» CASA.
Quería hacer la entrada a mi autogobierno con todos los honores
por la puerta principal, no tenía que aparentar ser una adulta
responsable, nadie me evaluaba, yo sola, al fin.
Nada podía borrar la mueca de felicidad en mi cara, estaba tan
emocionada que mis pies se levantaban del suelo en pequeños
brincos. Fui directa a conectar los altavoces de mi ordenador, los puse
a sonar a todo volumen sin importarme que pudiesen reventar. Me
arranqué el vestido que me asfixiaba e interpreté mi propio Old Time
Rock N’ Roll en ropa interior por toda la casa haciendo huir
despavorido a mi pobre belier. Pensé si sería demasiado pintarme
media cara de azul y gritar «¡LIBERTAD!» Salté por todos los puntos
que me lo permitían, de hecho estuve a punto de cargarme el sofá
nuevo. No dejaba de gritar una triunfante y repetitiva afirmación a
brazos en alza, ahora mismo era la envidia de Tom Cruise. ¿Dónde
había metido mis gafas de sol?
Martes, 29 de julio
Lunes, 4 de agosto
—¿Café o infusión?
Evel se dirigía a mí por primera vez desde su llegada, ya me
estaba sirviendo café.
—No me gusta el café —sonrió como si esperara que dijese eso.
—Ya lo suponía —dejó la taza delante de él—, por eso este no
era para ti —me miró de nuevo—. ¿Qué va a ser?
—Té.
Lo observé mientras servía el té. Ulien hablaba con Richard,
Sales con Dani y James se ocupaba del pastel que le había sobrado a
su novia.
—¿Por qué lo suponías?
—¿El qué? ¿Lo del café? —asentí—. Bueno, no bebes alcohol,
ni bebidas con gas —levantó los hombros—; era probable que café
tampoco.
Dejó la taza de té enfrente de mí y pasó a preguntar a los demás
qué bebida deseaban hasta que Cris lo pilló sirviendo y le arrancó la
tetera diciéndole que hiciera el favor de sentarse.
—El protagonista disfruta, nada más —ordenó.
Me notaba pesada, lo de que la comida vegetariana no hincha es
mera palabrería. Me repantigué en la silla y comprobé que no era la
única con pesadez de estómago. El ambiente estaba más sosegado,
todos habíamos comido demasiado. James era la excepción; acabado
su plato de tarta y el de su novia, aún parecía tener hambre porque fue
a por un tercero. Hablaba con la boca llena y creía dárselas de
interesante delante de las niñas; ahora despotricaba sobre colgar de
los huevos a un chaval joven que había asesinado a una chica de su
misma edad.
—Lo que tendrían que hacer es dárselo a los padres de la
víctima y que ellos lo ajusticiaran.
—El asesino también tendrá padres —escapó de entre mis
labios.
—¿Cómo has dicho? —James me miraba incrédulo—. ¿Qué
quieres decir?
—Quiero decir que alguien que asesina no está bien de la
cabeza, y si tienes un hijo que tiene en mayor o menor medida algún
problema mental y hace una barbaridad así, no creo que quieras que
lo cuelguen de sus partes en ninguna plaza.
¡Madre mía, lo que le había dicho! James se puso rojo fresón
atragantándose con la tercera porción de tarta para decirme que él
mismo colgaría a su hijo si le salía así de desviado. Con esta
afirmación creí oportuno no seguir discutiendo, pues James era de
esas personas que no tienen todos los hilos de su cerebro bien
atados.
Aun así, me atreví a añadir que yo no tenía hijos pero no me
imaginaba matar a alguien que quisiera por muy mal que hubiese
actuado. Como tampoco imaginaba asesinar a alguien que no
apreciara en absoluto, pues matar es matar, se mire por donde se
mire. Cualquiera que mate es un asesino y justificará sus actos con su
razón o su ley.
—Chica, me tienes totalmente perdido ¿Qué quieres decir?
—Que un asesino tiene un desequilibrio en mayor o menor
grado. Me refiero a que, por ejemplo, un hombre mata a su mujer, se
justifica diciendo que cada día le traía la comida fría, ese es bastante
motivo para él. Y para ti es bastante motivo que alguien haya matado
a otro alguien para matarlo; diferentes motivos pero el acto es el
mismo: matar. Simplemente no creo que exista ninguna justificación
para cargarte a un individuo, menos para torturarlo, además…
En ese momento tomé conciencia de que nadie más hablaba en
la mesa y todas las miradas estaban puestas en mi persona; aquella
cumbre de atención me hizo olvidar sobre qué discutía. James
empezó a coger aire para rebatir, pero Evel lo frenó poniendo la mano
sobre su pecho y tomando la palabra.
—Dime, Estrella, si alguien asesinara a… —exploró alrededor
buscando una víctima y se detuvo en Sales— …tu mejor amiga y se te
pusiera delante mientras empuñas una pistola, ¿qué harías? ¿Te
vengarías?
—Antes que nada, a mí empuñando una pistola no lo verán tus
ojos ni los de nadie, y vengarme, ni me devolvería a mi amiga ni me
quitaría el dolor, más allá de hacerme sentir un ser humano
despreciable.
Mi contestación dio pie a un debate a tres bandos: a favor y en
contra de la venganza y un tercero que lo dejaba todo en manos del
estado anímico con el que te tropezaras con el asesino. Se oyó un
chillido agudo por encima de los demás que decía: «Pues sí, ahora a
los criminales les daremos un premio, en vez de la silla eléctrica».
Esas discusiones eran siempre iguales, nunca se conseguía llegar a
un consenso, cada uno creía su opinión la mejor. Evel no aportó nada
más aparte de su mirada aguda fija en mí por un lapso demasiado
extenso.
Opté por descansar la garganta moviéndome incómoda en la
silla, deseaba que la noche acabase de una vez.
Los temas de conversación se fueron extinguiendo, eso y que
empezaba a refrescar dio paso a las primeras despedidas.
Cuando Vicki, Richard, James, Molly y los otros tres con los que
seguía sin conectar se marcharon, pensé que al fin había llegado mi
turno. Ulien, mi amiga y sus hermanas estaban en la cocina, ofrecí mi
ayuda pero la rehusaron aduciendo que ya había muchas manos por
allí. Así que opté por empezar a despedirme.
Eila se me agarró a la cintura preguntando si me asomaría para
decirles lo de bon voyage a la mañana siguiente, a lo que contesté que
era imposible que faltara. Sales hizo un último intento a la
desesperada por que cambiase de idea y me pasara la noche
haciendo maletas, hasta Oscar dijo que aún no era tarde para unirme
a ellos. Ulien se ofreció a acompañarme a casa y como lo rechacé
viendo todos los cacharros que le quedaban por fregar, propuso
recogerme por la mañana para las despedidas.
No había sido la mejor noche del mundo, tendría que haberme
esforzado un poco más porque ahora que veía la marcha acercarse,
solo quería abrazarlos uno a uno una vez más, retrasando el tiempo.
Qué pocas ganas tenía de que se alejaran. Salí de la casa cabizbaja y
tomé mi solitario camino a casa arrepintiéndome de no haber aceptado
que Ulien me acompañara; él también podía haber insistido un poco
más. «No los voy a ver en quince días», pensé con temprana
melancolía.
—¿Te ibas sin despedirte?
Evel había surgido de la nada caminando a mi lado y
sobresaltándome de mala manera.
—No quería asustarte.
—¡No me has asustado! Y ya me he despedido de todos los que
me importan.
Evel sonrió acogiendo el desplante.
—Encantadora.
Seguí mi camino y el chico me siguió a mí.
—Voy a acompañarte —anunció como un chubasco.
—No necesito que me acompañen, no tengo pérdida —contesté
sin mirarle, el camino era recto y sin bifurcación alguna.
—No lo pongo en duda, pero te acompañaré igualmente.
Me detuve encarándolo.
—¿Qué quieres?
—Nada, ya te lo he dicho, eres la mejor amiga de mi hermana y
quiero asegurarme de que llegues bien a casa.
No me lo tragaba, su pose y su modo de hablar no revelaban
que se preocupara por nadie, no podía parecer más despreocupado.
—Pues vete a la tuya y siéntate junto al teléfono. Cuando llegue,
te llamaré para que duermas tranquilo.
—De acuerdo.
Pero no se fue, siguió andando a mi lado y volví a enfrentarlo.
—¿Qué qui-e-res?
Subí el tono de voz, a ver si así quedaba más claro. Él contestó
inmutable.
—Estaría bien que no pararas tanto o no llegaremos nunca.
Opté por pasar de él y apretar el paso. Me imitó caminando a
paso ligero por el otro extremo del camino. No consiguió mantener la
bocaza cerrada más de dos minutos.
—¿Vamos a hacer las paces algún día? —como estaba resuelta
a desoírlo, siguió—: Tienes que reconocer que tú tampoco estuviste
muy fina.
¿Que yo no estuve fina? Paré en seco. Fui hasta él. Llené la
boca de aire y luego lo tragué sin llegar a decir nada; no valía la pena
volver a discutir. Mi reacción le hizo soltar una carcajada. Ya me iba
pero su mofa tuvo un efecto directo en mis nervios, cortocircuitando la
zona de mi cerebro encargada de guardar las formas, empecé a darle
puñetazos y empujones rabiosos. ¿Qué se había creído? Su actitud
desenfadada me sacaba más de mis casillas que verlo rojo de rabia.
Él intentaba no reír mientras pedía perdón por descojonarse
esquivando los puñetazos dirigidos a su cara e inmune a mis
empujones.
—¿De qué vas? ¿De-qué-vas? Insultaste a mi padre y dijiste que
mi madre se quedó conmigo por pena. ¿Esa es tu finura?
Seguí intentando darle porque la otra opción era ponerme a
gimotear enrabietada y no le iba a dar el gusto.
—Tú dijiste que mi padre se suicidó por no verme.
En ese punto casi le hago un pleno en la cara furiosa al recordar
mis propias palabras.
—Pegas como una niña. ¿Lo sabías? Oh, claro que pegas como
una niña, eres una niña. ¿No? ¿Qué tienes, quince? ¿Dieciséis? ¿Qué
hay de lo de no vengarse que has dicho antes?
—No soy una niña, imbécil y esto… —un puñetazo al aire—
…esto es… —dos más— …defensa propia.
¡Nada! No conseguía encajarle ningún golpe, lo que avivaba la
rabia y la impotencia. Visualicé una patada en la entrepierna, eso
seguro que no le parecía de niña.
Me agarró por las muñecas deteniendo mi ataque, ya no reía,
por un momento creí haber acertado en algún blanco, pero la forma de
mirarme me sacó del error. Estábamos muy próximos el uno del otro,
Evel me intimidaba con unas pupilas que parecían relucir en la
oscuridad, ya no reía.
—Lo siento, ¿de acuerdo? Lo siento de verdad.
Me zafé de él y de su mirada hipnótica.
—Pues déjame en paz —reclamé más tranquila.
Y lo hizo. Relativamente. Me siguió en silencio hasta casa. Mi
basura había sido revuelta otra vez.
—¿Hasta cuándo vas a estar enfada?
—Ya no estoy enfadada.
—Mientes de pena.
—Buenas noches, Evel.
—Hasta mañana, Estrella.
Llegué hasta la puerta de mi casa y cerré de un sonoro portazo.
Sábado, 16 de agosto
Sales amaneció en mi puerta a las siete de la mañana, quería
aprovechar todo momento antes de irse para estar conmigo. En otras
circunstancias me hubiese mostrado entusiasmada, pero apenas
podía abrir los ojos, no tenía idea de cuántas horas había dormido,
pero pocas, muy pocas.
Me pasó una bolsa que olía a nirvana por las narices intentando
espabilarme.
—Son churros, desayuno típico español. Cris y Eila acaban de
freírlos, ahora solo necesitamos un chocolate calentito para mojarlos.
¿Tienes leche?
Fue para la cocina, yo aproveché para revolcarme en el sofá, ni
Rabzilla estaba despierto a esas horas. Sales volvía tapándose un ojo
con la mano.
—Estrella, por el amor de los cielos, he abierto tu despensa y un
murciélago me ha dado en todo el ojo. ¡Necesitas ir a comprar!
Hasta medio dormida como estaba reí su broma.
Mi amiga se hizo hueco en el sofá y colocó los churros y un plato
lleno de azúcar para mojar sobre la mesita de centro. Tiro de mí para
incorporarme y hacerme tragar una especie de rebozo alargado.
Después del primer churro, yo solita empecé a devorar aquella
exquisitez más buena y aceitosa que ningún bollo que hubiese
probado. El problema es que comí demasiado y el sopor cayó con más
fuerza. Sales amenazó con echarme un cubo de agua fría por la
cabeza si no espabilaba, pero solo consiguió revivirme un poco
cuando me recordó que no nos íbamos a ver en quince días.
Me vestí entre gruñidos y nos dirigimos al pueblo con la
furgoneta de su hermano. Sales bajó mi ventanilla y acabé de
despejarme.
Ya en el súper, hice mi compra sin reparos, quería aprovechar la
oportunidad de llenar la parte trasera del amplio vehículo y no tener
que ver la cara al bigotudo ceñudo del comercio en todo un mes. Mi
amiga se escandalizó con mi futura alimentación, incluso insinuó
quedarse en Irlanda porque en menos de quince días creía que iba a
tener que asistir a mi funeral.
—¡Tú no tienes sangre, riegas colesterol!
Me sentía orgullosa con mi mega compra. Insistió en que me
tomara un café en la panadería para espabilarme; al final fueron dos
vasos de leche. Al pasar por delante del bazar de Rachel, caí en que
Sales había preferido pasar la última mañana conmigo a con Daniel y
aquello me alagó más que ningún piropo. Sobre las doce regresamos,
en menos de dos horas la comitiva familiar partía hacia tierras
hispanas.
Sentado en las escaleras de mi casa me esperaba Ulien. Había
olvidado que quedé con él. No encontrarlo disgustado por mi despiste
me complació. Sales se apeó del vehículo con una sonrisa
indiscretamente pícara y le lanzó las llaves del coche a su primo.
—Os espero en casa, no tardéis.
Y sin que nadie la detuviera, se fue caminando sola.
Ulien confirmó que no llevaba mucho rato esperando. Ayudó a
llevar todas las bolsas hasta la cocina y desestimé su apoyo para
guardar la compra; que mi amiga viera las marranadas de las que me
alimentaba era una cosa, pero Ulien era otra distinta.
Nos quedaba subir a la furgoneta e ir al encuentro de los demás.
Ulien abrió la puerta del pasajero, obstruyéndola con su cuerpo.
—¿Estás segura de que no quieres venirte?
Sales había formulado esa misma pregunta hacía menos de una
hora, pero decir que sí había resultado mucho más fácil entonces.
Ulien aceptó mi decisión sin apartarse para dejarme paso.
—Entonces quisiera despedirme ahora que estamos solos.
La inesperada petición provocó un acumulo de sudor en la palma
de mis manos. No sabía qué esperaba: un beso en la mejilla, un
apretón de manos, un abrazo. Antes de que pudiese decidirme por
algo, me cogió por la cintura y me acercó a él juntando sus labios con
los míos en un beso dulce y suave que, aunque solo duró unos
segundos, me dejó traspuesta hasta llegar a casa de Sales y ver a
Evel agitado haciéndole señas a su primo desde el camino.
—Vais a perder el vuelo. ¿Qué estabas haciendo?
No pude evitar sonrojarme al revivir lo que acababa de
acontecer. Las despedidas tuvieron que ser mucho más escuetas de
lo que hubiese querido.
Un taxista con un monovolumen de siete plazas esperaba. Las
lágrimas fueron inevitables, apenas habíamos pasado tiempo juntos,
pero todos los sentimientos y afectos estaban recuperados. Quise
correr tras ellos como una niña pequeña y pedirles que no me
abandonaran. Para no montar un numerito, tuve que hacer uso de la
razón y recordarme que ya era una adulta y en dos insignificantes
semanas estarían de vuelta. La cara de Daniel tampoco tenía
desperdicio, apostaba a que se sentía incluso peor que yo. Evel por su
cuenta mantenía la vista fija en el taxi. Cuando este desapareció, nos
miró un instante a cada uno y se despidió con un gesto de cabeza.
Dani me acercó a casa.
Guardé mi compra, tragué un cuenco enorme de patatas fritas
con ketchup y mostaza, y de postre, los churros con azúcar que
habían sobrado del desayuno. Pasé el resto del día dormitando y
alimentándome de snaks y chocolatinas recién adquiridas.
¡Desnudo!
Lunes, 18 de agosto
Rachel se pasó por la tienda sobre las cuatro para ver cómo me
iba y acabamos merendando juntas; no se imaginaba cómo agradecí
su compañía. Había acabado con el trabajo más tedioso del universo.
Y las mañanas intentando hacer las paces con el mar tampoco
aportaban mucho entretenimiento más allá de las horribles náuseas
cuando me envalentonaba luchando contra mi patología para no
obtener ningún progreso. Las noches tampoco aportaban nada, ya que
las pesadillas sobre aguas estancadas con las apariciones
esporádicas del rostro contraído de mi madre eran recurrentes, no
dejándome descansar adecuadamente.
A las nueve me conecté a Internet. En vez de mi amiga era Ulien
el que respondía al otro lado. Muy astuto, no había hablado conmigo
hasta entonces para mantener el ansia, funcionaba, no acertaba a
teclear bien las palabras de lo emocionada que estaba. Me quejé
sobre lo aburrida que era mi vida sin ellos cerca y él fue modesto y
discreto con lo bien que se lo pasaban por la Costa Brava española.
Se despidió anunciando las ganas que tenía de regresar; por muchas
que fueran, no se podían comparar a las mías. No fue una
conversación muy larga, pero había sido lo mejor del día.
Aparte de eso, la única anécdota digna de mención venía de
mano del dependiente del supermercado, que se había atrevido a
decirme hasta luego con un gesto casi amable. Antes de acostarme
me cuestioné de nuevo si debía llamar a Evel y tratar de disculparme.
Olvidé el dilema leyendo por cuarta vez en mi vida El señor de los
Anillos hasta quedarme frita junto a Rabzilla.
Viernes, 22 de agosto
Martes, 26 de agosto
Sábado, 30 de agosto
Las diosas, son superiores a los demás seres acuáticos, algo así
como el león para la selva. Tienen poder sobre los demás, las otras
sirenas suelen recurrir a ellas cuando tienen algún problema, también
son las encargadas de hacer cumplir las normas o leyes.
Cuando Senia descubrió el secreto de Evel, Enis estaba de viaje,
era muy joven y ella misma le aplicó la ley creyendo hacer lo correcto.
Cuando Enis apareció y se encontró con los hechos, destrozada,
renegó de su hermana y de lo que ella misma era, se trasladó a
España y permaneció allí por largo tiempo.
Enis nunca reconoció dos especies diferentes, siempre vio solo
personas, compartía con Evel el pensamiento de que los terrestres
debían saber, igual que ellas sabían de ellos.
Con el tiempo se recuperó y ella, Alanis y Karlden, el hermano
mayor de Alanis, siguieron la iniciativa de Evel y se pusieron con la
tarea de escribir una nueva enciclopedia. Regresaron a Irlanda y se
establecieron en Sirens, formando allí sus familias. Senia supo que
habían vuelto pero los dejó en paz.
Cuando llegué a Sirens, Enis y Alanis pensaron que yo era la
persona más indicada para ayudarles con su trabajo. Me alertaron de
las consecuencias que podría acarrear mi cooperación pero a mí todo
me daba igual con tal de estar cerca de tu madre.
No solo me enamoré de ella, me enamoré de su mundo, ellas no
son como nosotros, son seres superiores llenos de amor, seres de luz
y paz que no viven arraigados al mundo material, sino al espiritual, sin
odio, sin maldad.
En todo el planeta no habrá más de un millar de sirenas, no más
de un par de centenas en Irlanda. Son una especie en extinción y si
transmites la información a las personas erróneas o de forma
incorrecta, podría significar su aniquilación.
Piensa en todas las consecuencias que podrían acarrear estos
libros en las manos equivocadas antes de dar ningún paso. Si de
alguna manera quieres hacer realidad su sueño, hacer consciente a la
gente de su mundo, compartirlo porque todos merecemos algo mejor,
sus costumbres, su medicina, su forma de vivir y disfrutar la vida,
piensa en la mejor manera, encuentra una fórmula para que nadie
salga dañado. Una forma en la que especialmente tú no salgas herida.
Sé que ahora mismo piensas que estoy loco. Espero que Evel
encuentre el modo de que tengas una mejor opinión de mí, él te
explicará todo lo que necesites saber, no se lo pongas difícil, por favor.
Lunes, 1 de septiembre
Viernes, 5 de septiembre
Si estiraba el brazo podía tocar el bote, la fragancia de las flores
en su interior se propagaba a mi alrededor, no podía verlas tumbada
boca arriba sobre la arena. Alguien acariciaba mi pelo para calmarme.
Mi cuerpo entero estaba siendo atacado por horribles temblores, algo
terrible había pasado, apenas podía ver la Luna casi llena a través de
las lágrimas, una dulce melodía empezó a sonar, busqué su
procedencia. Un ángel, un ángel de piel blanca como espuma de mar
y cabellos plateados. Cada mechón de su cabello reflejaba la luz de la
Luna capaz de brillar por sí mismo con un resplandor nacarado. El
ángel cantaba para mí una delicada canción que hablaba sobre el
olvido, sobre dejar atrás el terror vivido, sobre enterrar los recuerdos,
sobre enterrar las memorias del mar. Poco a poco mi cuerpo dejó de
sacudirse, me acurruqué en el regazo del ángel. «Estás a salvo»,
decía. A salvo, ¿de qué?
Su canto cambió y el tono subió. Invocaba a alguien, le mandaba
venir. No sabía qué hacía allí, no sabía si soñaba o estaba despierta,
pero no me importaba, tan solo deseaba quedarme así, acurrucada
junto a mi ángel, acariciada por ella.
El tiempo transitó.
—Ya está aquí —manifestó.
Mi padre se acercaba a nosotras, caminaba hacia nosotras
sonámbulo, como alguien que ya no es dueño de su cuerpo.
—¿Dónde está? —preguntaba aturdido.
—Enis se ha ido, se ha ido para siempre.
¿Quién era Enis? ¿Por qué estaba tan triste mi ángel?
Mi padre cayó de rodillas, el ángel volvió a entonar la canción del
olvido y él lo mandó callar.
—¡NO! ¡NO ME LA QUITES! ¡No me quites lo que me queda!
—No podrás sobrevivir y ella te necesita —¿se refería a mí? me
señalaba a mí —. Tienes que esconderla ahora o la perderás también,
sácala de aquí, ahora, ahora mismo.
Notaba los ojos hinchados, apenas podía abrirlos para ver a Evel
acostado a mi lado. Su ropa estaba arrugada, se había quitado el
chaleco y dormía descamisado aplastando mi pulsera destrozada.
Fuera amanecía con lentitud, revivir mi recuerdo había sido terrible.
¿Cómo habría sido para él que yo se lo relatara fuera de mí? Había
creído que ese día estaba enterrado en el fondo de mi cabeza porque
no podía enfrentarlo, creo que no hubiese podido enfrentarlo, pero no
había sido yo, yo no lo había bloqueado, había sido aquella mujer,
aquella sirena disfrazada de ángel me había obligado a olvidar con su
canción. Esa mujer no era mi ángel.
Observé a Evel dormir, no parecía sufrir pesadillas, sus ojos
verdes y cristalinos junto con sus sonrisas eran lo más bonito de su
cara. Ahora no lucía ni lo uno ni lo otro, sin ellos seguía siendo el chico
más guapo que he contemplado nunca. Acaricié su pelo inusual, más
fino, más espeso, más suave, más brillante, aún no llegaba el Sol y él
ya despedía destellos dorados. Quise acariciar sus labios rosados e
hinchados, custodios de ese veneno que a los terrestres nos volvía
adictos. No necesitaba su veneno para ser adicta a él y él no estaba
poniendo de su parte para que no lo fuera.
Recordé la noche anterior, recordé cómo me había hablado,
cómo me había mirado columpiándonos en el balancín de la entrada.
¿Es así como tratas a una amiga? ¿Es así como la miras? ¿Cómo le
hablas? Y luego, ¿qué? ¿Me dormí? Me agarró en brazos, me subió a
su cuarto y se acostó conmigo. Y Arabel, ¿qué? ¿Qué pensaría ella de
todo esto? ¿Me gustaría a mí tener un novio que se comporta así con
otras chicas? Lo miré una vez más casi rencorosa y salí de la
habitación.
Descendí las escaleras en perfecto equilibrio, atravesé el
recibidor, abrí la puerta, bajé el porche, caminé descalza sobre el
césped húmedo hasta la valla, atravesé el camino y proseguí.
El astro rey asomaba por la franja donde pensaba que se
acababa el mundo cuando era pequeña, por la línea que unía cielo y
mar. Continué hasta las rocas sin preocuparme por los pies descalzos,
la brisa era suave pero cortante, no llegaba a sentir el frío del todo.
Caminé por encima de las rocas dejando atrás la playa, a
derecha e izquierda se mecía el mar. El mar que ya no me asustaba,
ya había visto todo el horror que se puede contemplar, ahora entendía
mi miedo, no temía al océano, sino lo que el océano trataba de
recordarme. Uní pesadillas, Alanis destrozada, yo a la deriva.
¿Durante cuánto tiempo? ¿Toda la noche? No lo sé. Tan pequeña y
acechada por los monstruos que acababan de destrozar a mi tía
postiza, los que habrían hecho lo mismo con mi madre, los que
querían hacer lo mismo conmigo. Mi única protección era aquella
planta, la malanda me protegió en medio de mi naufragio. La sirena de
pelo nacarado debió rescatarme antes de hipnotizarme.
Ese horror, ese terror ya había pasado y solo podía hacer las
paces con él, la otra opción era volverme loca. No podía entrar al agua
porque alguien me lo prohibió con una canción, porque no podía
recordar a qué se debía mi terror. Pero ese ángel falso no sabe lo
fuerte que soy, no sabe que mi padre sobrevivió seis años a su sirena
y me escribió un libro, no sabe que volví al mar aunque ella lo
prohibiera.
Las olas chocaban contra las rocas salpicando de espuma mi
vestido, lo toqué, el vestido de mi madre, de mi madre que había
muerto destrozada para salvarme. Me estremecí al recordar la cara
desfigurada de Alanis, la bella Alanis, la madre de Evel.
Tenía que confesar algo. Cuando me enteré de que mi madre
era una sirena y no cualquiera, sino una de casta elevada, en alguna
parte de mí nació una esperanza, una sirena no se ahoga. ¿Y si
estuviese en alguna parte? La amaba tanto que le podría perdonar el
abandono si a cambio estaba viva, me conformaba con los diez
maravillosos años que me había regalado.
Cuando alguien desaparece y nunca llegas a ver su cadáver,
una pequeña parte de ti se niega a aceptar que de verdad se haya ido.
Nunca celebré un funeral, nunca le dije adiós a mi mamá, a mi
verdadero ángel, porque no haciéndolo quedaba esperanza. Había
recuperado mis recuerdos y terminado con toda esperanza. Solamente
restaba aceptar que no volvería a disfrutar su risa única en el mundo,
no volvería a escuchar su voz o a ver sus ojos de un azul similar al
que ahora presentaba el fabuloso panorama que divisaba.
El Sol amanecía cálido vistiendo de un chal de purpurina la
arena erosionada, arrancando reflejos a las ondas marinas
despertando a la fauna, el aire olía limpio, nadie puede sentirse
desgraciado entre tanta belleza. Recordé a Eila semanas atrás: «No
se puede estar triste en un día así».
Seguí caminando hasta el final de las rocas, pude ver mi casa
minúscula presidiendo mi cala, la dejé atrás.
Erguida allí, con el océano a tus pies, te sentías plena. La
espuma mojaba mi rostro y el Sol lo secaba. Podía ver bancos de
peces celebrando la mañana a través del agua. Mi madre estaría allí,
su cuerpo desmembrado de la misma forma que el de Alanis ahora
formaba parte del mar, de la sal, de los corales, la arena, reposaba
entre su especie y los peces que la hubiesen respirado, mi madre
descansaría en paz, allí, para siempre.
Había llegado el momento de decirle adiós. La canción de The
Corrs que tantas veces había escuchado en América, la que siempre
me la recordaba, había empezado a sonar en mi cabeza.
Lunes, 8 de septiembre
Epílogo
La visión y la Luna
Hay tres personas a las que tengo que agradecer antes que a
nadie porque sin su apoyo y ayuda incondicional a lo largo de mi vida
no sería posible que mis sueños acabasen haciéndose realidad
siempre. A Carlos, Rosa y Carlos, mis padres y mi hermano, las
personas más extraordinarias que conozco.
Mi madre fue la primera a la que le conté mi idea, la primera que
me dijo «adelante» contagiándome de su entusiasmo y dándome la
fuerza para no parar de escribir. Escribí este libro para mi yo
adolescente, pero sobre todo lo escribí para ella. A mi hermano,
gracias por abrirme los ojos aquel día, gracias a eso, cinco meses
después nació Sirens y tuvimos otra excusa más para celebrar algo.
¡Y que celebración, madre mía! A mi padre que me ofreció los libros
que acabaron de despertar mi pasión por las letras, uno de los
recuerdos que con más cariño atesoro fue el día que me dijiste a mis
once años: «ven, ya eres mayor, te voy a dar unos libros para que
vueles y disfrutes» y desde entonces que no he dejado de volar y
disfrutar. A los tres; gracias por estar ahí para mí siempre, siempre,
siempre.
A Marcos Pascual por ser cojonudo y brindarme esas preciosas
ilustraciones que mejoran mi historia.
Julieta, gracias por tu ayuda con Irlanda y por todas esas veces
que me preguntabas si ya podías leer mi libro consiguiendo que me
fuera corriendo a golpear el teclado.
A Raquel por su incesante motivación y cariño, aunque Rachel
no te llegue ni a la suela de los zapatos ella es mi pequeño homenaje
hacia ti.
A Jesús y Erick por su amor, apoyo y toneladas de paciencia en
todo el camino. Erick tú eres mi Estrella, esa que inunda de luz mi
vida.
Y por último gracias a Ediciones Kiwi por apostar por mí y en
especial a Teresa Rodríguez por ser la editora con la que todo escritor
sueña. Poder compartir esta experiencia con vosotros y con todas las
personas que no nombro pero que amo desde lo profundo del alma es
la alegría y satisfacción más grande del mundo.
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