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La Escuela de Alejandría

Cuando, a fines del siglo I, el cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto


estrecho con todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés
por problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela teológica. La
escuela de Alejandría es el centro más antiguo de ciencias sagradas en la historia del
cristianismo. El medio ambiente en que se desarrolló le imprimió sus rasgos
característicos: marcado interés por la investigación metafísica del contenido de la fe,
preferencia por la filosofía de Platón y la interpretación alegórica de las Sagradas
Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos
como Clemente, Orígenes, Dionisio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y Cirilo.
El método alegórico había sido utilizado desde hacía mucho tiempo por los filósofos
griegos en la interpretación de los mitos y fábulas de los dioses, que aparecen en
Homero y Hesíodo. De esta manera, Jenófanes, Pitágoras, Platón, Antístenes y otros
trataron de encontrar un significado profundo en esas historias, cuyo sentido literal
ofendía a los oídos. Este sistema fue adoptado principalmente por los estoicos. El
primer representante judío de la exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo, hacia
la mitad del siglo II antes de Cristo. Su formación helenística le indujo a aplicar este
sistema al Antiguo Testamento igual que se hacía en la interpretación de la poesía
griega. La Epístola de Aristeas recurre al mismo procedimiento para justificar las
prescripciones de la Ley Antigua sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de
Alejandría quien se sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el
sentido literal de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con respecto al
cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegórico más profundo. Los
pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este método, porque estaban
convencidos de que la interpretación literal es, a menudo, indigna de Dios. Y si
Clemente lo usó con frecuencia, Orígenes lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la
teología ni la exégesis habrían realizado al principio los enormes adelantos que
hicieron. En la época de Clemente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura
helenística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teología incipiente y
permitir que la revelación entrara en contacto fecundo con la filosofía griega.
Contribuyó, además, a resolver el problema más importante que se le había planteado
a la Iglesia primitiva, a saber, la interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad
de San Pablo le aseguraba un origen legítimo (Gal. 4,24; 1 Cor. 9,9).
Sin embargo, la tendencia a descubrir figuras y prototipos en cada una de las líneas
de la Escritura y descuidar el sentido literal no estaba exenta de peligro.

1. Los Alejandrinos
Hacia el año 200, la literatura eclesiástica da muestras de un desarrollo extraordinario
y toma, además, una orientación totalmente nueva. La producción literaria del siglo
II estuvo condicionada por la lucha que sostuvo la Iglesia con sus perseguidores. Por
eso los escritos de este período se caracterizan por la defensa y el ataque; son
escritos apologéticos y antiheréticos. Sin embargo, el valor permanente de estos
autores primitivos está en los servicios que prestaron a la teología poniendo sus
primeras bases. Al defender la fe con las armas de la razón, prepararon el camino al
estudio científico de la revelación.
Ningún escritor cristiano había intentado todavía considerar el conjunto de la doctrina
cristiana como un todo, ni presentarlo de una manera sistemática. Ni siquiera la obra
de San Ireneo, a pesar de sus grandes méritos, permite decidir la cuestión de si la
literatura cristiana ha de limitarse a ser un arma contra el enemigo o bien
convertirse en instrumento de trabajo pacífico en el interior de la Iglesia. A medida
que la nueva religión iba penetrando en el mundo antiguo, cada vez se iba
sintiendo más la necesidad de exponer sus creencias de una manera ordenada,
completa y exacta. Cuanto más crecía el número de los conversos en las clases
cultas, tanto más imperiosa se hacía la necesidad de dar a estos catecúmenos una
instrucción a la altura de su medio ambiente y de formar maestros para este
fin. Así fue como se crearon las escuelas teológicas, cuna de la ciencia sagrada.
Surgieron primeramente en Oriente, donde había nacido y se había difundido
mayormente el cristianismo. La más famosa de todas y la que mejor conocemos es la
de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad, fundada por Alejandro Magno el año 331 antes
de Cristo, era centro de una brillante vida intelectual mucho antes de que el
cristianismo hiciera su aparición. Allí fue donde nació el helenismo: la fusión de las
culturas oriental, egipcia y griega dio origen a una nueva civilización. La cultura
judía encontró también allí terreno propicio. Fue en Alejandría donde el pensamiento
griego influyó más profundamente sobre la mentalidad hebrea. Allí se compuso la obra
que constituye el principio de la literatura judío-helenística, los Setenta. Fue también
en Alejandría donde vivió el escritor que llevó esta literatura a su apogeo: Filón;
firmemente convencido de que las enseñanzas del Antiguo Testamento podían
combinarse con las especulaciones griegas, elaboró una filosofía religiosa en la que
realiza esta síntesis.

El ambiente gnóstico
Clemente vivió en la segunda mitad del siglo II. Sacerdote de la Iglesia de Alejandría,
murió sin duda entre 211 y 215. Su exégesis está en armonía fundamental con la de
Ireneo y con la de Justino, que hemos estudiado en los capítulos precedentes. Como
ellos, también hace uso de la tipología, en un contexto similar fundamentalmente anti-
gnóstico, y compartió sus convicciones sobre la unidad de la economía de la salvación
en y entre los Testamentos. Pero, a diferencia de Ireneo y de Justino, pone al servicio
de la exégesis cristiana a Filón y al simbolismo helénico, no sin recurrir igualmente a
la apocalíptica judeocristiana. Lo que es más sorprendente, es que tuvo éxito en
organizar toda esta diversidad de datos en una síntesis coherente, iluminada por su
visión personal.
Sin embargo, es verdad que, en algunos escritos, se percibe en Clemente una
contaminación gnóstica1. De ahí el choque que Focio2 experimentó al leerlos; además
hay que ver las reservas del Papa Benedicto XIV3.
Sin demorarnos en estos aspectos, a los que volveremos sin embargo al final de este
capítulo, evocaremos sucesivamente la concepción que Clemente tenía de la
Escritura y de su rol en la economía de la salvación, para precisar más extensamente
su manera de comprender el simbolismo bíblico, del que daremos algunos ejemplos
antes de presentar una apreciación crítica de su esfuerzo exegético.
Nos inspiraremos, sobre todo, en los trabajos de los Padres Mondésert, Moingt y
Daniélou.
El misterio de la Escritura en el misterio de la salvación
Clemente no sólo tiene un estilo escriturario a fuerza de haber frecuentado y asimilado
las Escrituras (1,300 citas del A. T., 2,400 del N.T.), sino además y sobre todo
desarrolló y expuso una concepción personal de su rol en la economía de la salvación,
en un contexto trinitario.
Para Clemente, los dos Testamentos “son dos en cuanto al nombre y a la fecha, que
han sido dados por un sabio mandato según el aumento y el progreso de la
humanidad, y son sin embargo uno por su virtud, el antiguo y el nuevo, que provienen,
por intermedio del Hijo, del Dios único” (Strom., II, 6, 29,2). A sus ojos, “uno solo es el
Dios de los dos Testamentos, porque las misma promesas que fueron hechas a
nosotros fueron hechas a los patriarcas” (Strom., II, 6). El Verbo habla en el Antiguo
Testamento tal como habla en el Nuevo (el Verbo prometido y anunciado en el A.T.
se revela en el Nuevo). Por ese motivo, la luz del Verbo es necesaria para obtener la
inteligencia de las sagradas Escrituras (Pedag., I, 5 y I, 7).
“Disimulada” bajo las parábolas y las figuras, el Espíritu Santo da a la Escritura el
carácter sacramental del misterio de Dios (Strom., I, 9, 45; 15, 115,5 ; 126, 1). Sin
embargo, no parece que Clemente distinga dos roles del Verbo y del Espíritu, sus
misiones respectivas, en la génesis y el don de la Escritura.
Esta misma Escritura presenta sentidos diversos, según el nivel de interpretación en
que se coloque; si por ejemplo, se resume los desarrollos de Clemente sobre Mt 18,
20 (“cuando dos o tres están reunidos en mi nombre yo estoy en medio de ellos”), se
llega al siguiente conjunto: en el sentido doctrinal y moral, se trata de una familia
(padre, madre e hijo); en el sentido místico, se trata de Dios que se encuentra tanto
con los padres que engendraron según su deber, como con aquel que es casto por
justos motivos (contra la gnosis dualista); en el sentido filosófico y psicológico, los tres
representan las pasiones, el deseo y la razón, o aun la carne, el alma y el espíritu
(sentido más bien místico); siguiendo en el sentido místico, se trata de los llamados,
de los elegidos y del pueblo elegido para el honor supremo, a saber: la gnosis,
finalmente, en el sentido profético y religioso, de los Judíos y de los Gentiles que
constituyen en conjunto el tercer pueblo, y la Iglesia, que es un hombre, una raza (cf.
Strom., III, 10, 68, 1 a 70, 4)4.
Para Clemente, la Palabra de Cristo, palabra humana dirigida a los hombres, es un
signo que lleva el misterio divino de una manera disimulada para cualquiera que la
reciba en su materialidad. Dios debió acomodarse a nuestra debilidad para revelarse;
hay que liberarse de los afectos de la carne para dejar de interpretar carnalmente las
Escrituras y para conocer a Dios tal como es y no a nuestra imagen. Para el creyente
vuelto a caer en las tinieblas del pecado y que cierra por inatención los ojos a la luz
de la enseñanza recibida, la palabra de Cristo no devela sino una débil parte de su
verdad y de su vida. La plenitud de las verdades de la salvación es dada en un solo
bloque, en la palabra de Cristo, pero bajo la mediación del signo verbal y del precepto
a cumplir. Para despejar la significación y la vida escondidas bajo esta palabra, el
creyente debe asimilarse a estas verdades, purificarse mediante la práctica de los
mandamientos para participar en la santidad de Dios; hace falta conocer y estudiar el
precepto para poder practicarlo, pero el conocimiento de la interioridad, el gusto de la
voluntad de Dios no se adquiere sino mediante el ejercicio5.
Tal es la obra de la verdadera gnosis en su doble y único método: “conocimiento y
elucidación clara del testimonio dado por las Escrituras: y por otra parte la preparación
según el Logos bajo la conducción de la fe y del temor. Ambos crecen juntamente
hasta la caridad perfecta. Porque doble, pienso yo, es el fin del gnóstico, al menos
aquí abajo: por un lado la contemplación conforme a la ciencia, por otro lado la acción,
la praxis” (Strom., VII, 15, 102, 1-2).
El gnóstico tom el precepto “en su sentido propio, tal como es dicho por aquel que
tiene el conocimiento en un sentido más universal y más grandioso” (Strom., VII 11 al
principio). “Yendo hasta el fin del precepto según el Evangelio”, se extiende, por
ejemplo, del precepto de ayuno a la abstinencia de toda concupiscencia, el del día
dominical a la reproducción en él de la muerte y resurrección del Señor (Strom., VII.
12, 74, 6 a 76,7). No conoce el pecado sólo en sus determinaciones particulares sino
también en sí (ibid., VI 12, 97, 3-4). El gnóstico imita de esta manera la actitud de
Jesús, en el sermón de la Montaña, frente a la ley: le opone los mandamientos nuevos
(“se os dijo, yo os digo: Mt 5, 21-22.27-28.31-32) y sin embargo no pretende dejar caer
una sola iota de la ley sino conducirla a su perfección (Mt 5, 17); conservando la letra
de la ley, despeja toda la extensión espiritual, que restringía una interpretación
temporalmente apropiada a una conducta todavía carnal e infantil (cf. Strom., IV, 18,
113). De los preceptos negativos: “No cometerás adulterio, no matarás”, Cristo saca
preceptos positivos de pureza de corazón y de caridad, cuyo significado estaba
adecuadamente contenido bajo la letra primitiva, pero de una manera todavía
disimulada. Frente a la letra del Evangelio, el gnóstico lo imita, siguiendo en esto la
invitación que nos hace Cristo para buscar los sentidos ocultos de sus palabras.
Tal como lo subraya J. Moingt6, el método gnóstico de Clemente no es un método
crítico que busca determinar el sentido literal de los textos; busca más bien en el
Evangelio una regla de vida para alcanzar la vida divina. Percibir la verdad bajo la
figura, la intención bajo la letra, dar a cada palabra particular su valor salvífico por la
cual se extiende a totalidad de la vida: este método supone más bien que se ha
encontrado lo que nosotros llamaríamos en nuestros días la intuición fundamental de
Cristo, la esencia del cristianismo. La visión sintética es propia de la contemplación
como también de una fe integral (cf. Strom., VI, 15, 115, 1 ss).
En los capítulos 11 y 12 de los Stromata VII, Clemente describe la gnosis a la vez
como el sentido espiritual de la Escritura y como el sentido de los valores
sobrenaturales. Para el que pretende una visión de conjunto de Stromata VII sin
dejarse detener por algunas expresiones equívocas, es manifiesto que Clemente
presenta la gnosis como ligada a una conducta cristiana y evangélica. Cuando opone
la gnosis a la simple fe, es para reprochar a ésta el conservar en su conducta, todavía
carnal, restos de paganismo y no, por consecuencia, ser inferior en tanto que fe. Para
Clemente, la gnosis ni deja de lado la letra del Evangelio, ni saca de ella una exégesis
caprichosa; consiste en interpretar la palabra de Dios con el Espíritu del Salvador; es,
de esta manera, un perfeccionamiento de la fe, común y que es ofrecido a todos en
cuanto a su fundamento, pero que está reservado en cuanto a su desarrollo a aquellos
que se dejen guiar por “una piedad iluminada por la ciencia” (Strom. VII, 12, 59, 6).
Así, por ejemplo, el sentido más exacto del término “adulterio” ¿nos es dado por el
precepto de la ley que establece la prohibición o no es más bien en el uso que hace
Dios mismo para designar las infidelidades del pueblo judío o de los herejes para
consigo (cf. Strom. III, 12,80, 1-2 ; 89-90 ; VI, 16, 146, 3 a 147, 1)?
A pesar de lo algunos hayan podido decir, la teología bíblica de Clemente no desprecia
la historia, sino todo lo contrario, ya que insiste en la importancia de la historia de la
salvación. Ahí mismo donde nos dice que “El Señor no habla más que en parábolas”
(según Mt 13, 34), que “el estilo de la escrituras es parabólica”, se afana en mostrar
que esta “parábola” se inscribe en un contexto histórico que le da una verdad
indubitable e indeformable, y que la Escritura no debe ser tratada de cualquier manera
porque es un “depósito que ha de ser devuelto a Dios. Hay una regla de la verdad: la
tradición de los apóstoles, que fija la manera de comprender y brindar la enseñanza
de Cristo y “la regla de la Iglesia” que es la concordancia de los Testamentos (Strom.,
VI, 15, 122, 1 ; 123, 3 ; 124 a 126). La Escritura no se abre sino a quien sabe leerla
“por sílaba” y no sólo “letra por letra”. El signo que contiene manifiesta un triple
acontecimiento: sólo aquel que tiene el conocimiento del origen y del fin de la historia
- Cristo en la gloria del Padre - es capaz de situar cada acontecimiento en su verdadero
lugar y de asignarle su verdadera significación, porque “posee la verdad más exacta
del comienzo del mundo al fin, ya que la ha tomado de ella misma,. (Strom., VI, 16,
131-132 ; VI, 9, 78, 2-79, 2)7.
El simbolismo bíblico en Clemente de Alejandría
El quinto libro de los Stromata (o: Tapicerías) es un tratado sobre el conocimiento
(gnosis) de los símbolos en los antiguos sabios, judíos y paganos. Para Clemente, el
simbolismo se vuelve un lenguaje secreto, destinado a preservar las cosas sagradas
de la mirada profana (Strom., IV 4, 19, 3-20, 1). Los profetas, los poetas y los filósofos
han utilizado un método simbólico. ¿Cómo lo justifica Clemente? Brinda dos razones.
La primera es esconder a los profanos lo que no son capaces de comprender; la
segunda es estimular la investigación escondiendo la verdad bajo un velo. He aquí el
texto de Clemente: “Por muchas razones, el sentido de la Escrituras está escondido.
Primero para que busquemos y para estemos siempre vigilantes en el descubrimiento
de las palabras de salvación; luego, porque no conviene que todos conozcan este
sentido, por temor de que sufran un daño al comprender de través lo que ha sido dicho
por el Espíritu para el bien” (VI, 15, 126, 1). Como se ve, Clemente extiende al conjunto
de las Escrituras, al parecer, lo que Jesús decía a propósito de las parábolas (Mc 4,
11-13).
En suma, sin reducir la tipología escrituraria al simbolismo helenístico, Clemente
inserta este simbolismo bíblico en el cuadro más general de un simbolismo cósmico y
de un universo simbólico.
Antes que nada, para Clemente, las figuras del Antiguo Testamento son reveladas en
Jesucristo, que es su contenido (ennoia). Este fue especialmente el rol de san Juan
Bautista: “Aquel que mostró con su testimonio lo que había sido profetizado, había
significado al advenimiento que en lo sucesivo llegaba y manifiestaba después de un
largo caminar, realmente desató8 la extremidad de las palabras de la economía
revelando la idea (ennoia) contenida en los símbolos” (Strom., V, 8, 55, 2-3). El género
simbólico es aquí la tipología bíblica. Ella constituye el sentido oculto del Antiguo
Testamento, revelado por Cristo y desde entonces fue manifestado.
Pero después de que Cristo manifestó el contenido oculto de esta Antigua Alianza,
¿subsiste el simbolismo? Sí, piensa Clemente. Se vuelve hacia Pablo, reúne los
pasajes de las epístolas de la Cautividad que tratan de la revelación (apokalupsis) y
del misterio (musterion). Hay pues, incluso después de Cristo, un sentido oculto de la
Escritura. Pero este sentido ya no es tipológico; los “tipos” sólo llegan hasta Juan. Es
el apocalipsis, es decir la gnosis del misterio, el conocimiento de las cosas celestes.
Clemente considera a esta gnosis judeocristiana, esta exégesis apocalíptica como
aquella que, después de la tipología, revela el sentido de la Escritura.
Clemente distingue claramente estas dos exégesis y además las relaciona con los dos
grados de la enseñanza cristiana. El conocimiento del sentido de las figuras está en
el orden de la catequesis común; la exégesis apocalíptica es, precisamente, la gnosis.
Clemente lo confirma citando He 5, 12-6, 1, que opone el ”alimento sólido” de los
adultos a la “leche de los infantes” (cf. 1 Cor 3, 2). Clemente remite largamente en
este sentido a la epístola del pseudo Bernabé, recordando que ella es una gnosis
(Strom., V, 10, 60-64).
Clemente no separa la alegoría griega de este simbolismo bíblico, aunque no reduce
éste a aquélla. Integra los simbolismos griego, judío y cristiano en un conjunto único,
unificado y estructurado, en el seno de su visión central de lo que resulta de las
alianzas:
-- la alegoría griega, es el simbolismo cósmico, por el cual los paganos conocieron
alguna cosa de Dios, a través de su manifestación en el mundo, y la simbólica moral,
mediante la cual conocieron a Dios a través de su revelación en la conciencia (cf. Rm
2, 14-15); -- la tipología bíblica corresponde a la revelación histórica de Dios al pueblo
de Israel, donde las acciones de Yavé en el A. T. son figura de las acciones de Cristo
en el Nuevo; -- la exégesis apocalíptica, finalmente a la manifestación del mundo
futuro y de sus secretos que se consuma en la Iglesia.
Todo esto permite incorporar la alegoría griega de manera orgánica en la visión
clementina de la historia de la salvación. Comprendemos mejor, entonces, por qué el
Protréptico, dirigido a los paganos, se apoya en los misterios griegos, el Pedagogo
sobre las figuras bíblicas y los Stromata sobre el apocalipsis paulino. Los tres libros
de Clemente reproducen las etapas de la historia de la salvación que también son las
de la conversión de las almas: “Hay un primer cambio salvador del paganismo a la fe
y un segundo de la fe a la gnosis” (Strom., VII, 57, 4).
Si se desea comparar la exégesis de Clemente con las de Ireneo y de Justino, se
podría decir que comparte con ellos la exégesis catequética y fundamental que es
aquella de la tipología: incluso esta es, para él, el eje de la exégesis.
Pero prolonga esta tipología en dos sentidos.
Por una parte, la continúa mediante una exégesis gnóstica, que corresponde a la
didascalia, al conocimiento superior al simple kerigma; él hereda esta gnosis
judeocristiana y, en parte, la exégesis filoniana que es también de origen judío.
Por otra parte, prolonga la tipología mediante una exégesis cósmica y moral,
kerigmática, que corresponde a la alianza cósmica de Noé y que enraíza la historia de
la religión en la religión cósmica. Aquí también depende largamente de Filón.
Al introducir la exégesis tipológica en la exégesis filoniana, la articula en una
perspectiva histórica. La exégesis cósmica y moral es asumida en el seno de una
visión cristiana de la historia de la salvación9.
En suma, el método de Clemente, en lo que concierne al simbolismo, se funda sobre
un principio de filosofía griega, principio incorporad10 en el Antiguo y en Nuevo
Testamentos (cf. Sab 7, 27 ; 8, 17 ; 9, 17 ; 2 Pe 1, 4 ; He 2, 14): hay un nexo inteligible
que jerarquiza y reúne a todos los seres, que los hace uno bajo su multiplicidad
aparente, y salvaguarda su multiplicidad misma por su cohesión y su unidad; hay un
parentesco de todos los seres entre ellos y con Dios, una escala de seres, una
participación de los seres en el Ser.
Clemente aplica en el campo de la exégesis el principio, esencial al cristianismo, de
la unidad de la creación y de la orientación de todos los seres, del más material al más
espiritual, hacia el Ser por excelencia, del cual penden todos, como de su razón última,
pero que todos reflejan, cada uno a su manera, algo de las perfecciones divinas, y por
consecuencia, se anuncian los unos a los otros, de grados en grados, hasta los más
ricos y a los más próximos de la divinidad, aunque permanecen siempre, como seres
finitos y criaturas, lejos de la divinidad infinita, autora de todas las cosas11.
En otros términos, una exégesis moderadamente simbólica de las Escrituras
reveladas y reveladoras es una necesidad si se recuerda que están situadas en el
seno de un universo simbólico, obra de un Dios que se simboliza en él, universo en el
que los seres son interdependientes y se refieren mutuamente los unos a los otros.
Tal exégesis simbólica es necesaria, además, si se rememora que el sentido literal de
la Escritura está condicionado y finalizado por el sentido del universo del que forman
parte. Situando el sentido literal en el contexto total del universo, la prolongación de
este sentido sobre el plano espiritual, cuando Dios lo quiso, se vuelve más inteligible.
Ejemplos de la exégesis simbólica de Clemente de Alejandría
Consideraremos tres: Isaac, el joven rico, y el Buen Samaritano.
El primer caso nos manifiesta una integración imperfecta de los elementos filonianos
en una perspectiva cristiana. No sin referencia a la tradición judaica y targúmica, que
alega un Isaac redentor, explotado por los judíos post cristianos contra Cristo12,
Clemente escribe en su Pedagogo13:
Isaac es el tipo del Señor niño en tanto que Hijo (y en efecto era hijo de Abrahám como
Cristo era de Dios), víctima como el Señor. Pero no fue segado como el Señor; Isaac
sólo cargó la leña para el sacrificio, como el Señor cargó su cruz. Reía místicamente
para profetizar que el Señor nos llena de dicha, a nosotros que he hemos sido
rescatados por la sangre. Él no sufrió, dejando al Logos, como es natural, las primicias
del sufrimiento, pero además porque no fue inmolado, significa también la divinidad
del Señor. Porque después de su entierro, Jesús resucitó, sin sufrir, como Isaac había
escapado al sacrificio.
Clemente combina aquí la alusión a Act 11, 19 y a la tipología de Isaac con relación a
Jesús con una polémica muy acentuada contra el judaísmo contemporáneo: Cristo
sobrepasa a Isaac, porque sufrió realmente y no se limitó a cargar la cruz, e incluso
con una posible alusión a la misteriosa conciliación en el Cristo crucificado, entre la
impasibilidad (apatheia) de la naturaleza divina y de la pasión (pathos) de la naturaleza
humana14. Clemente concede un carácter privilegiado al personaje de Isaac en
relación con el lugar excepcional que ocupa (lo que no es de extrañar) en el judío
Filón15. Pero integra la alegoría moral de Filón (que identificaba a Isaac con la dicha,
según la etimología de su nombre) en una perspectiva cristiana.
Con anterioridad el mismo libro del Pedagogo nos había ofrecido, también a propósito
de Isaac, una transposición cristiana, un tanto artificial, de Filón:
Se puede interpretar de otro modo el simbolismo de la profecía de la dicha y del reír
que nos procura la salvación, como a Isaac. Éste reía también por haber sido liberado
de la muerte, jugando y regocijándose con la esposa que es su compañera (cf. Gén
26, 8) en nuestra salvación, la Iglesia; ésta lleva el firme nombre de paciencia
(hupomonè) sea porque debe continuar (menein) regocijándose sola a través de los
siglos; sea porque está constituida por la paciencia (hupomonè) de los creyentes, que
son todos los miembros de Cristo. Y el testimonio (marturia) de aquellos que
perseveran hasta el fin y la acción de gracias (eucaristía) ofrecida por ellos, he ahí el
juego místico y la salvación que socorre con la santa dicha. En cuanto al rey, Cristo,
observa desde lo alto nuestra risa y habiendo pasado la cabeza a través de la ventana,
como dice la Escritura (Gn 26, 8), contempla la acción de gracias y la bendición, la
exultación y la felicidad y la paciencia que ayuda en el trabajo y la reunión de todo
aquello que es la Iglesia, su propia Iglesia: muestra solamente su rostro; rostro que
faltaba a la Iglesia, en lo sucesivo perfecta gracias a la cabeza del Rey. ¿Y dónde
estaba pues esta ventana a través de la cual el Señor se mostró? Era la carne, por la
cual se manifestó.
La paradoja de este texto16 es que nos presenta al rey Abimelec y al patriarca Isaac
como tipos de Cristo. Las reglas de una sana tipología parecen largamente
desbordadas... Encontramos aquí la tendencia exclusivamente alegorizante de la
escuela de Alejandría, para la cual las afirmaciones más simples de la Escritura deben
incluir un sentido oculto, aun la mirada del rey pagano a través de una ventana...
Pasemos al joven rico. Clemente nos dejó una homilía sobre Mc 10, 17-3117. La
exégesis de Clemente deja al lector a la vez estupefacto y perplejo, para terminar
convenciéndolo en parte.
Su idea general es esta: Cristo no manda al joven rico a que renuncie a sus riquezas;
no es necesario despojarse de todo para ser salvado. Si cada cristiano renunciara a
sus bienes, se volvería, prontamente, imposible, auxiliar a los pobres. Las palabras
del Señor son una exhortación a evitar la avaricia.
“Vende todo lo que posees”: estas palabras, escribe Clemente, “no quieren decir lo
que parecen decir de buenas a primeras: despójense de sus riquezas”. Agrega: “El
sacrificio de nuestras riquezas no es un sacrificio nuevo y desconocido a los hombres.
Muchos lo habían hecho ya antes de la venida del Salvador: unos por entregarse sin
distracción al estudio de las letras y de una ciencia muerta; otros para adquirir el vano
renombre de una gloria frívola, tales como Anaxágoras, Demócrito y Crates. Privarse
de sus riquezas sin adquirir la vida, ¿es un sacrificio heroico y que merece ser
imitado?”. Se piensa, leyendo a Clemente, en San Pablo: “Y aunque distribuyese todos
mis bienes entre los pobres, si no tuviere caridad, de nada me sirve” (1Cor 13, 3).
Sin embargo, Clemente no niega que cierto renunciamiento material pueda ser exigido
por Jesús al joven rico: “Renuncien a las posesiones dañinas, conserven aquellas
cuyo uso piadoso y moderado pueda serles útil. Disfruten de los bienes que el Señor
les da y cuyo uso18. Él mismo indica; rechacen sus vicios y sus pasiones, que
corrompen estos bienes y que hacen que ustedes les den un uso criminal; de esta
manera obedecerán al Señor”.
¿Qué pensar de esta exégesis? Se trata ciertamente de un texto difícil, que incluso en
nuestro días19, suscita diversas interpretaciones. Clemente tenía razón cuando
pensaba que Jesús invitaba al joven al desprendimiento interior; no parece que haya
visto que el Maestro lo llamara por la vía de la pobreza exterior y efectiva20.
Es precisamente en esta homilía que se encuentra la hermosa exégesis espiritual de
la parábola del Buen Samaritano, nuestro tercer ejemplo. Citemos el texto21:
¿Cuál otro fue nuestro prójimo (cf Lc 10, 29.36) sino el Salvador mismo? ¿Cuál otro
ejerció respecto de nosotros las más grandes misericordias?. Estuvo cerca de perecer
bajo las heridas sin número que los espíritus de las tinieblas nos habían infligido, el
alma que ellos habían colmado de falsos temores, de deseos impuros, de ciegos
furores, de voluptuosidades engañosas e inquietas; Él curó todas nuestras heridas,
arrancó de raíz y destruyó nuestros vicios, no como la ley, cuyos efectos, que
resienten la malignidad de sus orígenes, son débiles e impotentes; sino dirigiendo Él
mismo la afilada hacha al pie del árbol del mal y arrancando con sus manos todas sus
raíces. Vertió sobre las heridas de nuestras almas un vino precioso que es la sangre
de viña de David; sacó de sus entrañas el óleo del Espíritu con el cual las regó. Las
juntó y reunió con vendajes indisolubles, la caridad, la fe y la esperanza. Ordenó a los
ángeles, a los principados y a las potencias del cielo que nos sirvieran, y les paga el
precio liberándolos de la vanidad del mundo en la revelación de la gloria de los hijos
de Dios.
En suma, para Clemente Jesús es un Médico que vertió el vino de su propia sangre
por nuestros pecados, ya que nos ofrece abundantemente el óleo de su misericordia
que ha recibido del seno de su Padre. Es un médico eficaz, porque contrariamente a
la ley de Moisés, quita del alma los pecados y las pasiones. Esta ley no cortaba sino
las manifestaciones externas del mal que afligía al hombre, es decir a la humanidad,
asaltada por los bandidos demoníacos antes de encontrar refugio, gracias al Salvador,
entre los posaderos angélicos.
Se destacará el orden en el que Clemente presenta los apósitos salvíficos: la caridad
es nombrada antes de la fe y la esperanza. Sin la caridad, la fe y la esperanza mismas
no podrían salvar.
¿Cuál es la recompensa prometida, según Clemente, a los ángeles por su servicio a
los hombres (cf He 1, 14)? Serán liberados de la necesidad de servir a un mundo
corruptible, resumido en el cuerpo corruptible del hombre pecador. Una vez que los
hombres hayan sido salvados, los ángeles ya no tendrán ninguna obligación respecto
de su servicio.
Ciertamente, semejante exégesis evoca la de Ireneo, ya vista, sin ser totalmente
idéntica. En los dos casos, la parábola ha sido entendida de una manera cristocéntrica.
Tenemos razones para pensar que los trazos fundamentales de semejante exégesis
vienen de los apóstoles mismos, a través de los presbíteros22. Lo que no garantiza
de ninguna manera el origen apostólico, bien entendido, de todo el detalle de las
interpretaciones alegóricas que se encuentra en Clemente y en los otros Padres en lo
que toca a la parábola del Buen Samaritano.
Apreciación crítica
Presentaremos primeramente las críticas más obvias que se puede hacer y que, de
hecho, han sido dirigidas contra la exégesis de Clemente de Alejandría; ofreceremos
una respuesta a casi todas; luego, intentaremos poner de manifiesto algunas de las
ventajas que presenta su método, incluso en nuestros días.
En primer lugar, Petau23 acusaba a Clemente de Alejandría de haber favorecido el
arrianismo: Benedicto XIV evoca la hipótesis siguiente, según la cual, a diferencia de
san Hilario de Arles y de Vicente de Lérins (cuyas tendencias o errores semi-
pelagianos eran anteriores a la condena del semi-pelagianismo por la Iglesia),
Clemente habría pecado contra los dogmas ya definidos por la Iglesia24; pero además
de que se abstiene de hacer suya esta hipótesis, hay que observar que ella parece
estar desprovista de fundamentos, porque, antes del concilio de Nicea, muy posterior
a las obras de Clemente, la Iglesia universal y post apostólica no se había pronunciado
definitivamente sobre ningún asunto, al parecer. Algunas de las opiniones o
interpretaciones exegéticas de Clemente han podido contribuir a preparar la eclosión
del arrianismo, sin que se pueda decir sin embargo, que él mismo haya sido un pre-
arriano.
Se acusó igualmente a Clemente de esoterismo y de favorecer la idea de “tradiciones
secretas” en la interpretación del N.T. La acusación parece exacta (cf Strom., VI 7, 61
y VI, 98; Lebreton, DSAM, t. 2 col. 959-960); además hay que observar que, a menudo,
a los ojos de Clemente, el hecho de que todos los cristianos no puedan alcanzar la
“gnosis auténtica” del texto bíblico no es debido a la voluntad de ocultar el sentido,
atribuida a Cristo o a los apóstoles, sino más bien a la falta de generosidad en el
cumplimiento de los preceptos: “pero el que obra la verdad, va a la luz ; el que obra el
mal rechaza ir a la luz” (Jn 3, 21.20) y no puede comprender el sentido profundo de la
palabra divina.
Por otro lado, nos parece que la tradición católica posterior no rechazó de ninguna
manera la idea de una relación entre el ejercicio generoso de la libertad en la
obediencia perfecta a los mandamientos del Evangelio de una parte, y el conocimiento
de los misterios divinos de otra parte. A los ojos de un Santo Tomás de Aquino, sólo
aquellos que están en estado de gracia pueden poseer y ejercer los dones de ciencia,
de inteligencia y de sabiduría del Espíritu Santo, sin los cuales la voluntad divina no
es plenamente cognoscible25.
Se ha subrayado26 también los peligros de la interpretación alegórica del A.T.
propuesta por Clemente. Mondésert, haciendo una relación de estas críticas, admite
que girando en torno de este método, la exégesis corre el riego de hundirse en la
fantasía, en el capricho de una imaginación desembridada, y Clemente no siempre
está exento de este reproche”27. Hemos visto aquí mismo un ejemplo, a propósito de
Isaac.
Sin dejar de reconocer que, por momentos, tal vez a menudo, Clemente manifiesta
poca preocupación respecto del sentido que los autores bíblicos tenían en mente, es
junto también observar, con Mondésert, que él mismo era consciente del peligro de
descuidar el sentido histórico de la Biblia: prueba de esto son los reproches que dirige
contra los herejes de forzar los textos de la Escritura como también los llamados
constantes que hace a la historia bíblica, a la historia de la salvación28.
Precisamente, lo que hace Clemente de Alejandría es ayudar a su lector a percibir
mejor la armonía entre los dos Testamentos. A los judíos como a los gnósticos,
respondía mostrando y buscando “la concordancia de los dos Testamentos”: a los
primeros, que rehusaban el Evangelio, recordaba que éste interpreta y consuma
auténticamente el Antiguo Testamento (Strom., II, 6, 29) y a los segundos, que
despreciaban la Ley, recordaba su necesidad para la justificación y su permanencia
en la Nueva Alianza (Strom., II, 7 y 8; III, 11 y 12, 81 a 83, 2). Encontramos incluso en
Clemente fórmulas de Cirilo de Alejandría29: “la gnosis, es la inteligencia noética de
la profecía”, es decir del Antiguo Testamento (Strom., II, 54, 1); “la fe en Cristo y la
gnosis del Evangelio son exégesis y cumplimiento de la Ley” (Strom., IV, 134, 3).
Estas apreciaciones de Clemente de Alejandría no han perdido su valor de actualidad,
sino todo lo contrario: la teología contemporánea se place en recordarnos que “Cristo
mismo unifica en Él toda la historia cristiana y funda la unidad-dualidad o, si se
prefiere, la continuidad y la discontinuidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, como
expresión histórica fundamental de la fe cristiana”; gracias al fundamento del Verbo
encarnado, se puede distinguir “la historicidad de la fe cristiana de una historicidad en
la cual el hombre sería creador de su propio sentido”30.
Conviene subrayar aquí un gran mérito de Clemente: orienta a su lector hacia la
consideración de las promesas de Dios, de un Dios que promete, de un Dios que es
el futuro del hombre. Mucho antes que Agustín, Clemente había percibido que la fe no
exige una adhesión ciega a las cosa invisibles y futuras, porque el presente aporta la
realización de lo que estaba anunciado en el pasado y garantiza así que lo que debe
ser será, de tal suerte que “la acción presente sirve de persuasión para confirmar los
dos extremos” (Strom., II, 12, 53-54)31.
Equivale a decir hasta qué punto Clemente sigue siendo capaz de esclarecer y de
entusiasmar al lector moderno, tal como embriagaba a Newman hace poco más de un
siglo. Escuchemos antes bien al autor de la Apologia pro vita sua32:
La extensa filosofía de Clemente y de Orígenes me arrebató.
Algunas partes de sus enseñanzas, magníficas en sí mismas, eran como música para
mis oídos; respondían a ideas que amaba desde hacia mucho tiempo y que no
necesitaban sino un ligero aliento exterior para desarrollarse. Ellas estaban fundadas
sobre el principio místico o sacramental, y trataban de las diferentes economías o
dispensaciones de lo Eterno. Comprendía que significaban que el mundo exterior,
físico e histórico, no era más que una manifestación de realidades más grandes que
él. La naturaleza era una parábola, y la Escritura una alegoría: la literatura, la filosofía
y la mitología paganas, bien entendidas, no eran sino los preámbulos del Evangelio...
La Santa Iglesia, por sus Sacramentos y por sus funciones sagradas, permanecerá,
después de todo, incluso hasta el fin del mundo, un puro símbolo de los hechos
celestes que llenan la eternidad.
N.B. Llamemos también la atención del lector sobre las obras consagradas por dos
autores protestantes a la exégesis de Clemente de Alejandría: E. Molland, The
conception of the Gospel in the Alexandrian School, Oslo, 1938, pp. 5-84: el autor se
ocupa extensamente de la relación entre Ley y Evangelio en el pensamiento de
Clemente. O. Prunet, La morale de Clément d’Alexandrie et le N.T., PUF, París, 1966,
257 p., especialmente pp. 175-248, donde el autor desarrolla la tesis (pp. 234) de un
desconocimiento de la motivación escatológica de la moral paulina en el pensamiento
de Clemente.
Señalemos también las recientes discusiones sobre la presencia o no, en Clemente
de Alejandría, de una doctrina del triple sentido de la Escritura : H. de Lubac, Exègese
médiévale, Première partie, t. I, París, 1959, pp. 171-177; a. Méhat, “Clémente
d’Alexandrie et les sens de l’Ecriture, Ier. Stromate, 176, 1 y 179, 3”, Epektasis,
Mélanges Daniélou, París, 1972, pp. 355-366.

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