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28/6/2019 Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y la metanarración. – Critica.

cl

EN EL MUNDO DE LAS IDEAS E IDEALES


R E V I S TA L AT I N O A M E R I C A N A D E E N S AY O F U N D A D A E N S A N T I A G O D E C H I L E E N 1 9 9 7 | A Ñ O X X I I
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Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y


la metanarración.
por Marcelo Coddou
Artículo publicado el 10/07/2011

El lector requerido por


el cuerpo del relato en
Santa Evita tiene que
ir más allá del papel
que, como tal,
habitualmente cumple.
El carácter
metanarrativo [1] que
por varias instancias
asume el discurso de
la novela, implica la
existencia de un
receptor atento no
sólo a la historia
narrada, sino también
a las informaciones
que se le proporcionan
sobre la composición
de esa historia. Hay, además, toda una metateoría de la narración incluida en
el discurso ficticio. Éste se torna, así, orientado tanto hacia el referente
extratextual como hacia la historia fabulada y hacia sí mismo, en proceso
reflexivo casi permanente (en realidad presente siempre, aun cuando ello por
momentos no se ofrezca de modo explícto).

Santa Evita obliga al lector “tradicional” [2] a superar sus hábitos


establecidos de lectura de textos narrativos y, con ello, le exige cuestionar
sus principios estéticos y hasta su posición ante la realidad. Hay en Santa
Evita un entrecruzamiento de discursos: el del relato propiamente tal y el de
las indicaciones extra-relato, pero éste formando parte del primero, ya que la
historia narrada incluye, como decíamos, la historia de su composición. De
tal modo se constituye el texto, que el metatexto es más una configuración
suya que simple explicación subsidaria. Pasa a ser parte del cuerpo del
relato. Lo que nos interesa saber ahora es a qué obedece este especial
tratamiento de su material narrativo por parte del autor. Y quien mejor
ilumina esta fundamental cuestión que nos preocupa es el propio TEM.

En efecto: reconociendo que las operaciones sobre escribir y reflexionar


sobre lo escrito han sido siempre de una tensión extrema en Hispanoamérica
–“donde hasta la historia y la política nacieron como ficción” [3] –, TEM se
preguntaría:

¿De qué modo la crítica podría orientarse en un campo cultural [4]


donde todo tiende a ser ficción y donde la realidad es presentada a la

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vez como profesía, como pasado, como verdad inverosímil, como mito,
como conspiración o como invocación mágica? Para entender ese
magma,la crítica observa cada texto como un universo en el que hay
múltiples códigos; en la tradición cultural de América Latina, nada es
nunca lo que parece. Nada podría ser nunca lo que parece porque la
realidad se mueve a ritmo de vértigo: los valores, los discursos, las
famas, las fortunas, los mitos. Lo que ayer estaba acá, hoy está en otro
lado, o no está.

Esta posición frente a la realidad— y es el mismo TEM quien se encargó de


señalarlo– entronca con algunas de las corrientes de pensamiento más
dominantes en las últimas décadas: las de Foucault, Derrida; los conceptos
de narratividad y representación de Hayden White “y hasta los ataques de
Roland Barthes a la supuesta objetividad del discurso histórico tradicional”.
Modalidades del pensar que a TEM le llevaron a concluir que “escribir no es
ya oponerse a los absolutos, porque no quedan en pie los absolutos” (id.,
ibídem). De Foucault, por ejemplo, acepta la idea de que el poder construye
su verdad valiéndose de una red de producciones, discriminaciones, censuras
y prohibiciones. Y como lo que ha sobrevivido es el vacío, éste comienza a
ser llenado –sigue reflexionando TEM–no por una versión que se opone a la
oficial, sino por infinidad de versiones. Polaridades, etnocentrismos,
márgenes, géneros: la mirada se mueve de lugar, sintetizó bien el escritor
argentino. A lo que agregaría: ya no podemos dialogar con la historia como
verdad, sino como cultura, como tradición [5].

Partiendo del hecho de que en cada texto de esa cultura hay multiplicidad de
códigos y que en su aparición y aceptación se ha ido muy lejos, él, como
autor de Santa Evita, pensó que era posible ir aún más allá. Y fue así como
decidió ir revelando las fuentes, tanto las reales como las inventadas de la
trama ficticia imaginada a partir de un referente histórico. Y hacerlo a
medida que la novela avanzaba:

se puede escribir, creo, de dónde fue brotando cada elemento del relato,
ir compartiendo con el lector el laboratorio secreto de cada fragmento.
El lector es ya un cómplice [6] [subrayo yo]. ¿Por qué no pasearlo
entonces por todas las costuras del tejido? De ese modo puedo ir al
centro del mito, enfrentarme a la historia como cultura, situarme en un
espacio no autoritario, no cerrado, en un espacio que expone sus pasos
en falso, sus nudos mal hechos, sus tropiezos, los juegos de la palabra y
del documento.

Lo recién citado nos lleva a pensar en la conexión que, de modos muy ricos,
matizados y complejos, guarda Santa Evita con Rayuela. Estudiando la
“influencia” de esta última en la prosa argentina actual, la mencionada Rita
Gnutzman llegó a la conclusión que podría resumirse en una serie que ella
enumera y de la cual cito los rasgos que tienen fuerte presencia en la
escritura de TEM:

– el tema de la literatura en la literatura: el texto en autorreferencia


– la inclusión del lector en el proceso literario
– la mezcla de los géneros
– el uso definitivo de la lengua coloquial (que incluye a la del narrador)
– la fragmentación de la historia
– el abandono de la cronología
– el uso de las técnicas de la corriente de la conciencia (el monólogo interior y
el estilo indirecto libre)
– los cambios de perspectivas.
De ninguna manera estoy proponiendo que estos rasgos caracterizadores de
Santa Evita procedan en ella directa y mucho menos exclusivamente, de
Cortázar. Más bien lo que intento sugerir es que TEM, por pertenecer a un
momento de la narrativa argentina posterior a Rayuela –a la que A. Prieto
señaló, según recuerda Gutzman, como la que marcó una “verdadera
división de las aguas” [7] en la literatura argentina–, es en este espacio
abierto por Cortázar en el que se movía TEM. Podría proponerse que todos
los nuevos experimentos –como los de Santa Evita— nacen bajo el signo de

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Rayuela. Cuando la mencionada Rita Gnutzman le consulta a Daniel Moyano
sobre los elementos que destacaría en la obra de su compatriota, el autor de
Libros de navíos le respondió:

lo primero que siento cuando leo a Julio: alegría. Alegría con placer…uno
siente que con él la literatura deja de ser esa cosa adusta que nos
imponían nuestros escritores españolizantes, como Enrique Larreta o
Arturo Capdevilla…Nuestra literatura era de cuello duro, solemne,
aspirábamos a escribir bien como lo hacían los españoles, no nos
animábamos a usar nuestra propia habla. Nos enseñó a mirarnos de
otra manera…A dejar de mirarnos el ombligo, a burlarnos un poco de
nosotros mismos para conocernos mejor…Nos hizo ver que se podría
salir de la vocación fatalista de los tangos y entrar en el mundo lúdico
del jazz [8].

Mucho se ha escrito sobre la lección que Rayuela les significó no sólo a los
argentinos. Lo resume bien esta proposición de J.S.Brushwood:

la influencia de Cortázar (…) ha sido tremenda, no sólo como innovador


de la novela abierta, sino también, en términos más amplios, como
desafío ante lo tradicional. Muchos escritores encuentran la actitud tan
importante como las técnicas, porque establece un ambiente de libertad
para la creación [9].

Y es esta actitud cortazariana la que veo dominante en TEM, quien, por lo


demás, nunca dejó de hacer explícita su admiración por el autor de 62
Modelo para armar –lo hizo aún dentro de Santa Evita— a quien sitúa
junto a Borges, Bioy Casares, Bianco y Manuel Puig en lo que llamó “el canon
argentino” inmediatamente anterior al fin del siglo XX. Así lo estableció en un
ensayo en que analiza precisamente el “problema” de un “canon argentino
dominado por la sombra terrible de Borges”. Y resulta pertinente, en este
instante de nuestro análisis, recabar en qué consiste, según TEM, esa
“sombra terrible de Borges”, pues será precisamente Cortázar el fundamental
de los escritores que primero supieron buscar su propia luz en medio de
algo que había afirmado Borges en su ensayo “El escritor argentino y la
tradición” [10].

Según TEM, ese escrito borgeano “influyó sobre la literatura argentina


posterior con más énfasis que ningún otro instrumento teórico o ejercicio
narrativo” [11]. Tras reconocer algunos de sus efectos beneficiosos (que la
literatura no debía seguir en las facilidades del costumbrismo y el suponer
que la cultura argentina puede apropiarse sin complejos de toda la cultura
occidental), califica de letal otros párrafos de esa conferencia en la que
Borges afirmara, por un lado, que “La urna” de Banchs debe su identidad
argentina al “pudor” y a “la reticencia” que adornan sus páginas y, por otro,
la insistencia de Borges –es cierto que no en este artículo suyo sino en otro
de la misma época–, de que era “desventurado” para un escritor publicar un
libro de venta masiva. TEM sostiene que el “mandato” de Borges fue acatado
de inmediato:

Para ser argentino, para ser un “escritor de acá” –interpreta TEM–, era
preciso negarse a ser sentimental o a escribir libros que sufrieran la
desventura de vender algunos miles de ejemplares. Muchas de las
mejores novelas que se publicaron desde ese entonces en Buenos Aires
abusaban de la paciencia del lector y buscaban provocativamente su
tedio y su descontento. Algunas, también, borraban cuidadosamente
hasta la más inocua expresión de los sentimientos, como si se tratara
de algo ajeno a la condición humana. Poner distancia, volverle las
espaldas al lector era, se ha dicho, la marca de lo literario en un texto.

Dos conclusiones importantes me parece que se desprenden de estas


reflexiones de TEM. Una: atreverse a desobedecer ese imperativo borgeano
significaba establecer una ruptura, una verdadera división de las aguas, eso
que, como viéramos, cumplió Cortázar con Rayuela. Segunda: es en la línea

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cortazariana que se moverá el autor de Santa Evita. Recordemos lo
sostenido alguna vez por Carlos Fuentes y que sin duda TEM habría suscrito
plenamente:

Lo llamé un día [a Cortázar] el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos


liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las
aventuras. Rayuela es uno de los grandes manifiestos de la
modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y
todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a
través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de
convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar
jamás.[12]

Antes de analizar algunas de las instancias metanarrativas de Santa Evita,


reflexionemos, en la dirección y medida que nos interesa para nuestros
propósitos, sobre el papel del narrador en la ficción, con el fin de afinar las
observaciones que antes hemos hecho. Sostiene Vargas Llosa que en una
novela de nuestros días la credulidad que el narrador quiere mantener por
parte de su lector sólo se logra a través de lo narrado o, con más precisión,
“a través de un narrador disuelto en lo narrado” [13]. El escritor peruano
está contrastando la omnisciencia, omnipotencia, exuberancia, visivilidad y
egolatría que hacen al narrador de Los miserables el personaje principal de
la novela, con la desaparición del narrador personal en la narrativa
contemporánea, desde Flaubert hasta el presente. Siendo esto así, resulta
más sorprendente y admirable lo conseguido por TEM en Santa Evita, en
donde el narrador es figura capital. Y lo es por la función que cumple y por
las modalidades de su presencia. Si en la obra mayor de Víctor Hugo hay
efectivamente un narrador con las características apuntadas por el autor de
Conversación en la catedral, ese narrador que opina, que
permanentemente interpola en el relato reflexiones morales, asociaciones
históricas, críticas explícitas a la sociedad, en Santa Evita sucede algo muy
distinto. La silueta del narrador en este caso nunca se antepone a la de los
personajes hasta borrarlos, aunque por largos pasajes se convierta en
verdadero centro del relato. Está ahí porque parte importante de la historia
que se narra –como adelantáramos– es precisamente la del proceso de
elaboración de la novela.

Citemos nuevamente a Vargas Llosa en su estudio sobre el narrador en la


novela del romántico francés. Ello nos permitirá visualizar las grandes y
decisivas diferencias que éste mantiene con aquél del novelista argentino, no
obstante sus aparentes semejanzas:

monarca absoluto del conocimiento, está enterado de los hechos y de


sus motivacioners, de las causas mediatas e inmediatas, de los resortes
psicológicos de las conductas, de los repliegues más tortuosos del
espíritu, y con frecuencia siente la necesidad de suspender su relato
para instruirnos sobre su ubicua sabiduría (31) [14].

Nos corresponde ahora atender a algunos de los pasajes de Santa Evita en


que se hace manifiesto el carácter metanarrativo del texto. Inapropiado , e
inútil, sería pretender agotar su consideración. Más bien lo que cabe es
puntualizar los órdenes en que ese carácter se ofrece, un trazar las líneas
fundamentales de su presencia, que procure, así, ver los cometidos con los
que cumple.

El lector de Santa Evita oye en las primeras páginas de la obra a un


narrador impersonal, que se encuentra al margen de los acontecimientos que
relata, sin implicación ni referencia a sí mismo. Pero, muy pronto, se hace
presente, aceptando, al mismo tiempo, que tiene un narratario al que destina
su relato y al que alude directamente, integrándolo en el texto, ése a quien
Genette denomina narratario “extradiegético” (exterior al texto pero aludido
e interpelado), y que sirve de nexo entre el narrador y el lector, que ayuda
con su presencia convocada a precisar el marco de la narración y, más
indirecta que directamente, sirve en definitiva hasta para caracterizar al

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mismo narrador que lo interpela. Éste pareciera atender a las necesidades
que el lector tiene de que se pongan de relieve determinados temas. Es
también como si hiciera progresar la intriga. Lector cómplice en el sentido
que las morelianas de Cortázar le dan el término y, de ninguna manera,
alguien a quien el narrador tiene en mente sólo para complacerle. [15]

En Santa Evita muy tempranamente encontramos dudas en el discurso de la


instancia narrativa. Por ejemplo: “¿Qué día es hoy, se dijo [Evita], o tal vez
se dijo” (16). Esa inseguridad está muy lejos de las certezas absolutas de un
narrador omnisciente y va preparando al lector para que, cuando sea
apelado, directa o indirectamente, reconozca la índole más decididamente
personal de quien relata.

La primera señal clara de que en Santa Evita tratamos con un narrador


personal se encuentra ya muy encaminado el relato [16]. Allí el discurso
impersonal alterna con el decir de un yo que se manifiesta explícitamente:
“ciertos apuntes del Coronel–de los que tengo copia– dan acaso en la tecla”,
leemos. Se trata de un yo que, junto al discurso asertivo, seguro de lo que
formula– de los que tengo copia–, usa otro más dubitativo, con términos
como ese acaso de la cita reciente. Antes de él encontramos un “tal vez” y
después un “¿serían tal vez?“, expresiones de dudas y vacilaciones por parte
de la que inicialmente se ofrecía marcadamente como instancia narrativa
personal y omisciente. Ahí mismo, en la página en que se nos manifiesta el
yo que afirma “de los que tengo copia” (28), aparece también por primera
vez la actitud reflexiva sobre el proceder de quien escribe. Tras indicar de
dónde se ha obtenido la información precisa que proporciona en ese instante
[17], agrega la siguiente consideración: “pero sólo un historiador
convencional toma al pie de la letra lo que le dicen sus fuentes” (28).

Es la primera muestra clara que se nos da en la novela no tan sólo de que


ésta tiene un narrador personal, sino de cómo él procede en la conformación
de su relato: atiende a fuentes documentales y lo hace con prudencia
rigurosa, exigente de persistente reflexión crítica. Pocos párrafos más
adelante se utiliza otro recurso muy poco acostumbrado en un texto
narrativo: la nota a pie de página. En ésta el yo se enuncia explícitamente
informando al lector acerca de cómo obtuvo conocimiento del final de Evita
de parte de la madre de ésta “la única vez que la vio” (40). Más aún: en esa
misma nota se puntualizan, con precisición total, datos sobre una
interpretación de Evita en una radionovela cuyos título, autor, fecha y lugar
de difusión se señalan puntillosamente. Se logra con ello lo que el novelista
pretende: ser absolutamente convincente ante el lector sobre la “realidad” de
lo que le está narrando. El procedimiento resulta tan eficaz precisamente
porque la modalidad de presentación de los hechos no acepta recusación
posible. El lector olvida completamente que está frente a un texto ficticio y
se deja llevar por la veracidad –que no mera verosimilitud–de lo que se le
está diciendo.

Igual acontece cuatro páginas más adelante en que, a la lectura de la carta


que Evita le había enviado a Perón el primer día de su viaje a Europa, se le
agrega una nueva nota a pie de página, con el comentario: “parece una
parodia pero no lo es” y con la indicación precisa –fichas bibliográficas
nuevamente incluídas– de tres libros que las reprodujeron. Después de estas
afirmaciones “documentadas”, al lector no debería caberle duda alguna de la
autenticidad de la carta de respuesta a Evita que Perón le habría enviado a
Toledo, “al día siguiente de recibir la mía”, según le dice Evita a su madre,
que la acompaña en su lecho mortuorio.

Pero será en la página 55, al finalizar el Capítulo 2, en que de un modo muy


abierto el narrador se refiera a su trabajo como novelista y a hechos del
mundo ficticio que ha ido configurando. Es así como señala, por ejemplo, lo
siguiente: “en esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los
que no conocí fueron Evita y el Coronel”. Pasa después a contar cómo logró,
tras muchas postergaciones, ser recibido por la viuda de Moori Koenig, a
quien le habría referido “que estaba escribiendo una novela sobre el Coronel

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y Evita y que había iniciado algunas investigaciones” (56). De modo que
desde ese instante ya no puede haber sino plenas certezas de que: a) el
narrador es personal; b) que se presenta como el autor del texto que
estamos leyendo; c) que lo vamos a acompañar en el proceso mismo de la
escritura, en la cual se incluye el relato de cómo va escribiéndola, de las
dificultades que confronta, etc. y d) que el autor, TEM, no sólo no permanece
en la sombra sino que también nos indica explícitamente los modos en que
maneja los hilos de la trama, de la que él mismo forma parte, aún en los
largos y numerosos pasajes en que queda afuera o al margen de los
acontecimientos que relata, sin implicación ni referencias a sí mismo, pasajes
que parecen ser relatados en 3a persona por un narrador omnisciente.

Con respecto a su relación con la historia narrada, su papel es muy


complejo: forma parte central de ella, puesto que de modo considerable,
según observamos, ésta comprende el relato de su misma escritura, al
mismo tiempo que se comporta como un testigo de otros hechos, los por él
mismo investigados y transfigurados por la ficción [18]. En cuanto a su
relación con los (otros) personajes se asumen en Santa Evita las tres
posibilidades sugeridas por Jean Pouillon [19], recogidas por Todorov en lo
que él denomina “aspectos del relato” [20], tomando este término en una
acepción próxima a su sentido etimológico de “mirada”: visión “por detrás”,
visión “con” y visión “desde fuera” de los personajes.

Constitutivo de esta modalidad metanarrativa que ofrece Santa Evita es


también el empleo de la prolepsis. Por ejemplo, en el mismo pasaje que
acabamos de atender, el diálogo con la viuda del Coronel termina cuando
ésta le profetiza al narrador: “si va a contar esa historia debe tener cuidado.
Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación” (59). Hay aquí
un esbozo de ese tipo de relato que Todorov denomina “predictivo”, pues
alterándose el orden de exposición de los sucesos, en este instante se
anticipa ya lo que efectivamente va a sucederle al narrador por estar
intentando contar la historia del cadáver embalsamado de Evita.

El capítulo siguiente sugestivamente se titula “contar una historia” y, aunque


la frase, como la de todos los títulos de los 16 capítulos del libro, pertenece a
Eva Perón –o se le atribuyen–, resume muy bien lo que la novela misma es:
cuenta una historia, pero además cuenta cómo se fue armando tal cuento. La
frase de apertura del capítulo es: “Después de aquél encuenro [con la viuda
del Coronel] pasé varias semanas en los archivos de los diarios” (61). Y la
del párrafo siguiente enuncia: “a medida que me iba hundiendo en las parvas
de papeles, descubría más y más indicios de que los cadáveres no soportan
ser nómades” (íd). Se ven aquí muy nítidos los dos niveles: uno es el del
contenido temático de la narración y otro el de la exposición franca de cómo
se procede para dar forma a tal contenido.

Más aún: según sostiene el hace poco citado Genette, otra de las funciones
del narrador es la “ideológica”, consistente en las intervenciones o
comentarios explicativos o justificativos del narrador sobre el desarrollo de la
acción. En el caso de Santa Evita, TEM no acata la convención de la novela
realista, que pide la retirada del autor del escenario de la acción sino que,
por el contrario, se funde su figura con la del narrador, con lo que puede
permitirse, sin que con ello perturbe al lector, no sólo articular el relato
según su código peculiar, sino también proyectar, sin vacilaciones, los
esquemas de valores, las concepciones de mundo, sus certezas e
inseguridades que se derivan de la obra en su conjunto. Cito a modo de
ejemplo un largo párrafo constituido justamente por reflexiones, que
incluyen, pero no se limitan, al ámbito de la naturaleza de la literatura y su
función, indicadoras, por ello, del por qué de la novela que estamos leyendo,
la razón misma de su existencia:

Las almas tienen su propia fuerza de gravedad: les disgustan las


velocidades, el aire libre, el ansia. Cuando alguien rompe los cristales de
su lentitud, se desorientan, y desarrollan una voluntad de maleficio que
no pueden controlar. Las almas tienen hábitos, apegos, antipatías,

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momentos de hambre y de hartura, deseos de irse a dormir, de estar
solas. No quieren que se las saque de su rutina porque la eternidad es
eso: rutinas, frases que se encadenan interminablemente, anclas que
las amarran a cosas conocidas. Pero así como detestan ser desplazadas
de un lugar a otro, las almas también aspiran a que alguien las escriba.
Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma
que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la
fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato (62).

A esa extensa formulación de convicciones, propuesta de modo sentencioso


–aceptable por venir del autor, ser libérrimo, a diferencia del narrador,
entidad casi totalmente dependiente del autor–, sigue el relato de las
direcciones y dimensiones que adoptó la relación entre su escritura y el
objeto –ya no objetivo– de ésta: Evita. Estamos aquí en el centro mismo del
hecho literario llamado metanarración, que, como recordáramos y estamos
viéndolo, constitye un discurso narrativo que trata de sí mismo, que narra
cómo se está narrando. Lo singular, en este caso, es que no sólo se refiere a
modalidades de configuración de la materia narrativa y a la materialización
de los aspectos formales del texto, sino que se abre a consideraciones sobre
las relaciones que como escritor mantiene con el objeto de su escritura:

desde que intenté narrar a Evita advertí que, si me acercaba a ella, me


alejaba de mí. Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura
de mi narración. Pero apenas daba vuelta la página, Evita se me perdía
de vista, y yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mí,
mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío (63).

Luego nos informa que ha elaborado otras versiones de la novela, de las


cuales nos indica instancias descartadas, muy análogas en su contenido
último a las que encontramos en la formulación final que leemos, pero que
fueron rechazadas por un principio de rigurosidad en su configuración
literaria:

ciertas frases, en las que trabajé durante semanas, se evaporaron bajo


el sol de la primera lectura, sajadas por la impiedad de un relato que no
las necesitaba (63).

Interesante resulta también una modalidad de intertextualidad que se suma


a otras también presentes en la obra: la llamada intertextualidad restringida
y que consiste en la relación entre textos de un mismo autor. En Santa
Evita el narrador nos confiesa:

recordé el tiempo en que anduve tras las sombras de su sombra [de


Evita], yo también en busca de su cuerpo perdido (tal como se cuenta
en algunos capítulos de La novela de Perón…) (64).

Pero esta entrada en el taller del escritor no se limita a lo que hemos


anotado: se amplía hasta el punto de que podamos enterarnos de lo
cumplido por él en su intento por escribir una “biografía” de Eva Perón (“y
que debía llamarse, como era previsible, La perdida ) (64) [21], material a
partir del cual se configura la novela. Se nos comunica que mantuvo
conversaciones con la madre, el mayordomo de la casa presidencial, el
peluquero, su director de cine, la manicura, la modista, dos actrices de su
compañia de teatro, el músico bufo que le consiguió trabajo, etc. Sus
testimonios irán efectivamente apareciendo a lo largo del relato. En esto hay
algo del procedimiento periodístico que, según ya lo señaláramos, TEM
deliberadamente quiso cumplir en la elaboración de su novela. En ésta,
además de lo dicho, se nos comunica a sus lectores el por qué de la selección
de sus informante: “no los ministros ni aduladores de su corte”, sino “las
figuras marginales” ya que -confiesa el autor y con ello indica la dimensión
que le interesa del personaje histórico–:

lo que a mí me seducía eran sus márgenes [los de Evita], su oscuridad,


lo que había en Evita de indecible. Pensé, siguiendo a Walter Benjamin,

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que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su
pasado: tanto las apoteosis como lo secreto (64).

Y todavía más: el texto nos comunica varios de los motivos que le dieron
origen. Vale decir: su autor nos narra no sólo el cómo lo estructuró sino
también qué provocó su existencia. En este capítulo decisivo que estamos
apostillando, “Contar una historia”, se anuncia uno de esos motivos pero no
se le da desarrollo, con lo que se consigue crear un suspenso de gran fuerza,
entrañablemente trabado a la trama misma de la novela. Se nos revela:

fue un fracaso aún más hondo [ya ha contado otros de índole diversa] el
que dio origen a este libro. A mediados de 1989 yacía yo en una cama
penitencial de Buenos Aires, purgando la calamidad de una novela que
me nació muerta, cuando sonó el teléfono y alguien me habló de Evita.
Nunca había oído antes aquella voz y no deseaba seguir oyéndola. Sin
el letargo de la depresión quizás habría cortado. Pero la voz, insistente,
me hizo levantar de la cama y me internó en una aventura sin la que
Santa Evita no existiría. No ha llegado el momento aún de contar esa
historia, pero cuando la cuente se entenderá por qué (64).

Y efectivamente no será sino al final mismo de la novela que veremos llenar


las expectativas creadas por el anuncio de esta situación crucial, cuyo
incierto desenlace nos ha mantenido en vilo. Observarlo nos permite
apreciar, una vez más, la extraordinaria eficacia con que TEM supo utilizar la
metaficción como discurso narrativo, no sólo de ninguna manera intruso en
el relato sino, por el contrario, cabalmente integrado en él. Si en la trama
que podríamos llamar central los protagonistas –uno de ellos el mismo TEM,
el autor del texto que leemos–, están sometidos a la permanente amenaza
de fuerzas invisibles, que provocan un estado de angustia creciente en el
ánimo de los personajes y del lector, esto ocurre también con la dimensión
de esa trama que es la que reflexiona y narra sobre el proceso y origen del
escrito que se está leyendo. Nos preguntamos, con la misma ansiedad que
sentimos en las novelas y el cine de suspense–la obras de William Isish,
Holding, R.Bloch, las películas de Hitchcock– en qué consiste ese hondo
fracaso al que alude el narrador que dio origen a la novela y cómo se internó
“en una aventura sin la que Santa Evita no existiría” (64).

Además de hablar del origen, la estructura y las motivaciones de su


escritura, el autor-narrador proporciona la imagen que él ve y sugiere
veamos de la novela:

Si (…) se parece a las alas de una mariposa –la historia de la muerte


fluyendo hacia adelante, la historia de la vida avanzando hacia atrás,
oscuridad visible, oxímoron de semejanzas–también habrá de parecerse
a mí, a los restos de los mitos que fui cazando por el camino, a la yo
que era Ella, a los amores y odios del nosotros, a lo que fue mi patria y
a lo que quiso ser pero no pudo. Mito también es el nombre de un
pájaro que nadie puede ver, e historia significa búsqueda, indagación: el
texto es una búsqueda de lo invisible, o la quietud de lo que vuela (65).

Según ya hemos propuesto, fragmentos como el recién citado hacen recordar


las morelianas de Rayuela: proporcionan claves de lectura que permiten que
ésta sea más adecuada, no sólo porque reponde a la voluntad autorial, sino
porque obliga al lector a una consideración cuidadosa de lo que se le está
pidiendo apreciar. Por ejemplo: ¿cómo no valorar lo justo que resulta ver en
Evita –el personaje histórico y su transfiguración literaria en esta novela– lo
que fue Argentina y lo que quiso ser y no pudo ? O sea, el discurso narrativo
orienta, sin ser por esto, imposición de lectura. Nos lleva a una especie de
diálogo que nos tiene como interlocutores silentes, pero muy atentos al decir
del narrador, interesándonos tanto en el entramado fundamental del relato
que éste arma como en el proceso mismo de su conformación.

Junto al reflexionar sobre los más diversos aspectos de la transfiguración


literaria que de hechos reales es la novela, este discurso metaficcional

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28/6/2019 Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y la metanarración. – Critica.cl
apunta también a preocupaciones que son medulares cuando se trata de un
texto que parte de la Historia. Así, por ejemplo, el narrador nos dice que en
el arduo trabajo de reaprendizaje de la escritura que le significó elaborar
Santa Evita

los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz
ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que
la verdad nunca es como parece (65) [22].

TEM dedicó muchas páginas ensayísticas suyas al planteamiento y


consideración de las relaciones entre Historia y Verdad, lo problemático que
le resultaba aceptar como definitivamente válida lo que parece verdad
irredargüible. Resulta efectivamente interesante que eso “se lo explicaron”
los personajes de su novela. Esto es: en el transcurso de imaginar lo que en
definitiva es ficción, fue encontrando lo discutible que son las certezas que se
ofrecen como definitivas. De allí que también pueda poner en discusión
frases famosas que se le atribuyen a Evita, como esa inventada por
creadores de mitos, “Volveré y seré millones”, y concluir “Nunca existió, pero
es verdadera”. Lo mismo podría decirse con respecto a otra frase, ésta
inventada por el propio TEM y que se la cree de Evita, quien le habría dicho a
Perón el día en que lo conoció: “¡Gracias por existir!”.

De esta índole, compleja, son, entonces, los gestos metanarrativos de Santa


Evita. Reitero que el narrador emplea, una y otra vez, expresiones que
refuerzan su presencia personal y garantizan la fiabilidad de sus acertos. Por
ejemplo “leí en los diarios” es frase que intercala en el relato del proceso de
petición de canonización de Evita que se quiso iniciar aún antes de su
muerte. “Recuerdo”, “he oído”, y muchas otras afirmaciones como éstas
acompañan permanentemente a lo narrado: como hemos puntualizado, son
componentes de un discurso metanarrativo, ya que indican la supuesta
procedencia de los hechos narrados. Digo supuesta pero el tipo de ficción al
que pertenece Santa Evita es el que TEM reconocía como ficciones
verdaderas, esas que tienen un antecedente real, documentable. En el caso
de sus novelas las fuentes a las que acudía son, como hemos subrayado, de
muy diversa índole: testimonios oídos y leídos de preferencia, además de
esos escritos literarios con los que guarda relación intertextual [23].

Un ejemplo más de cómo procede el narrador –ya he dicho que no pretendo


revisarlos todos–: tras relatar con pormenores la empresa del talabartero
Raimundo Masa con su familia, la más famosa entre muchas otras que la
novela cuenta, el narrador nos indica:

encontré un ascético relato sobre la partida de la familia Masa en el


diario Democracia, pero los pormenores de la travesía completa,
narrados con lo que entonces se llamaba “lenguaje poético” están en el
último número de octubre de Mundo Peronista. Pasé algún tiempo
rastreando a los hijos de Raimundo Masa (…) (75)

Nuevamente tenemos al novelista contándonos cómo compuso un pasaje


concreto de su novela, de dónde obtuvo el relato que, recompuesto,
transfigurado, nos ofrece. Todo esto se suma, integrándose a ella, a la
historia de la escritura de la novela, incluidos los instantes, a veces muy
prolongados, en que el escritor dice haberse sentido “llagado por la perfidia
de un maleficio desconocido” (76), el que sabemos le anunciara la viuda del
Coronel y al que vendría a agregarse una carta que le enviara el recién
recordado Raimundo Masa: “Si usted me andaba buscando, ya no me
busque. Si usted va a contar la historia, no va a tener salvación” (77). Como
en el caso que antes analizáramos: la instancia metanarrativa inserta y
formando parte de la trama del relato. Se nos hacen igualmente importantes
lo que acontece y lo que el narrador dice sucede en el paso del hecho a su
escritura. En Santa Evita, subrayémoslo una vez más, “contar una historia”
es contar también cómo se cuenta, por qué y para qué se cuenta esa
historia, a partir de qué materiales de base, con vistas a qué objetivo, en
qué circunstancias, en cuáles estados de ánimo del narrador.

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28/6/2019 Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y la metanarración. – Critica.cl
El párrafo de cierre del capítulo con cuyo análisis quisimos mostrar el
carácter de metaficción que asume el discurso narrativo de Santa Evita es
el siguiente:

No iba a dejar que las supersticiones me arredraran. No iba a contar a


Evita como maleficio ni como mito. Iba a contarla tal como la había
soñado: como una mariposa que batía hacia adelante las alas de su
muerte mientras las de su vida volaban hacia atrás. La mariposa estaba
suspendida siempre en el mismo punto del aire y por eso yo tampoco
me movía. Hasta que descubrí el truco. No había que preguntarse cómo
uno vuela, sino ponerse simplemente a volar (78).

Además de reiterar la imagen de Evita, de la historia de Evita que se está


contando, el autor-narrador nos hace explícitas la identificación de sí mismo
con esa imagen y la decisión de un definido modo de proceder ante la
escritura. Y lo dice no con lo que entonces se llamaba lenguaje poético, sino
en plasmada palabra de auténtica poesía.

El último punto que quisiera tocar, aunque sea muy apretadamente, en


relación con la metaficción que aparece en Santa Evita, se refiere a la
presencia en ella de lo que podríamos designar como concepto y función de
la escritura que tenía TEM. Y es productivo hacerlo por cuanto es en
respuesta a ese concepto y función que se escribió la novela: constituye algo
así como su principio sustentador. Recordemos que escritura fue el término
elegido por Roland Barthes para designar una realidad lingüística y literaria
que él define como “lenguaje literario transformado por un destino social”
[24]. Piensa el teórico francés que la escritura es consecuencia de “la
elección de un comportamiento humano, la afirmación de un cierto bien”, lo
cual implica una forma de compromiso y un “acto de solidaridad histórica”.
Este compromiso del escritor da un tono y un determinado ethos a su obra.
La escritura surge de la idea que el escritor tiene sobre “la función social de
su forma”, lo que supone una manera de pensar la literatura y una poética
determinada. La escritura, piensa Barthes, es “la moral de la forma y la
elección del área social en cuyo seno decide situar el escritor la Naturaleza
de su lenguaje”. Su elección es una “elección de conciencia, no de eficacia”.

Hasta ahí el concepto bartheano. Veamos ahora cómo se da en el autor de


Santa Evita, según él lo ofreciera en algunas de las instancias
metanarrativas de esta novela que hemos estado examinando. Relatándonos
sus encuentros con Julio Alcaraz, “el famoso peluquero de las estrellas en la
edad dorada del cine argentino” (79) y que lo fuera también de Evita [25],
TEM recuerda las reflexiones que en ese entonces, fines de 1959, se hacía:

tenía la impresión de que, al pasar su voz [los monólogos de Alcaraz


transcritos por TEM] por el filtro de mi voz, se perderían para siempre
la parsimonia de su tono y la sintaxis espasmódica de sus frases. Esa,
pensaba, es la desgracia del lenguaje escrito. Puede resucitar los
sentimientos, el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con
otro, pero no puede resucitar la realidad. Yo no sabía aún –y aún faltaba
mucho para que lo sintiera– que la realidad no resucita: nace de otro
modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía
que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y
que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa
(85-86).

Nos encontramos, entonces, con la misma concepción de la escritura


literaria, estrictamente de la escritura narrativa, que se puede var al estudiar
la poética del autor. Antes de transcribir lo dicho por Alcaraz –uno de los
modos determinados por el autor para aproximarnos a su personaje, a Evita:
citar lo dicho por otros sobre ella–, advierte que su escritura es una
reconstrucción y acepta que se la pueda concebir como una invención, a la
que define en estos términos: “una realidad que resucita”, agregando de que
el hecho de que Alcaraz hable y él escriba es un jugar al libre juego de leer
escribiendo (86).

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Siempre en esta línea de establecimiento de concepciones literarias, el autor-
narrador se vuelve nuevamente sobre la reconstrucción-invención que es el
texto que transcribe de Alcaraz y propone lo siguiente:

todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se


puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es
inventarla de nuevo (97).

Constituye ésta una de las convicciones más arraigadas que sobre la


escritura narrativa tenía el autor. Es, en términos recién recordados de
Barthes, “la moral de la forma” de este escritor, y su elección es “de
conciencia y no de eficacia” [26].

Y, ahora sí para terminar, una palabra sobre el receptor de este discurso


metanarrativo de Santa Evita. En ella son muchos los momentos en que el
discurso metanarrativo apela directamente a nosotros, los lectores u oyentes
del relato: “déjenme remontarme a marzo de 1958″ (79); ” ¿alguien querrá
oír, de todos modos, cómo sé lo que estoy narrando?” (144); “la habitación
[el despacho del Coronel, que se ha descrito antes], recuérdese, tiene un
ventanal de vidrios” (147); “permítanme dejar por un momento la grabación
de Cifuentes” (151); “¿no he dicho esto antes?” (189); “le conté todo lo que
Uds. [nosotros; los lectores] ya saben…” (245). Son todas frases que
reconocen en nosotros a narratarios extradiegéticos: el narrador cuenta con
nuestra presencia y su discurso nos está, entonces, dirigido. Vale decir: así
como el autor no oculta su presencia, tampoco finge que ignora que estamos
efectivamente oyendo su relato, que , por lo demás, como viéramos, incluye
la información de las fuentes en que se basa, las dudas y las certezas que lo
acompañan en el proceso de armar la trama y de escribir: “Cariño –el amigo
de Magaldi–me lo dijo con un lenguaje más esotérico y temo que, en mi afán
de aclarar sus ideas, lo que estoy haciendo es enrarecerlas” (314), confiesa,
por ejemplo. Como también nos indica con total nitidez qué es lo que
importa, según él, en lo que relata:

No sé cuanto de la imagen que él [Cariño] me transmitió está teñida por


la Evita que frecuentó después, durante los primeros meses de 1935. La
memoria es propensa a la traición y, en definitiva lo que importa en este
relato no es su desabrida belleza [la de Evita] de aquellos años sino su
osadía (313).

Y de este modo va manteniéndonos permanentemente enterados no sólo del


acaecer de los hechos de la trama sino de cada detalle de su escritura. Los
directamente apelados por el narrador somos los lectores virtuales (para el
autor-narrador) y muy reales: nosotros mismos sumidos en el proceso de
lectura. Nótese que todas las apelaciones son en plural, lo que equivale a
decir que no se tiene en cuenta a un lector específico. Y como los narratarios
no nos encontramos integrados en el texto, cabemos en ese tipo de
destinatario –exterior al texto–, al que Genette denomina “narratario
extradiegético” [27].

Bibliografía

Barthes, Roland. El grado cero de la escritura. Buenos Aires: Siglo XXI, 1973.
________ El placer del texto. Buenos Aires: Siglo XXI, 1982.
Brushwood, J.S. La novela hispanoamericana del siglo XX. Una vista
panorámica. México: FCE, 1984.
Fuentes, Carlos. “Prólogo” a VVAA, Visiones cortazarianas: historia, política y
literatura hacia el fin del milenio. México: Aguilar, 1996.
Genette, Gerard. Figures I. Paris: Seuil, 1996.
________ Figures III. Paris: Seuil, 1977.
Gnutzman, Rita. “El otro discurso en el discurso de Rayuela”. Escritura. XV,29
(enero-

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junio 1990): 121-128.
Martínez. Tomás Eloy. “Evita: la construcción de un mito”.El sueño argentino.
Buenos
Aires: Planeta, 1999.
__________ “Una mirada sobre la literatura argentina. El canon
argentino”.
http://sololiteratura.com/tomartelcanon.htm
__________ Santa Evita. Buenos Aires:Planeta, 1995
Pouillon, Jean. Tiempo y novela. Buenos Aires:Paidós, 1970.
Prieto,Adolfo. “Los años sesenta”. Revista Iberoamericana. 125 (1983): 889-
901.
Todorov, Tzvetan. “Las categorías del relato literario”. VVAA, Análisis
estructural del
relato.Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo (1970):155-192.
Vargas Llosa, Mario. La tentación de lo imposible. Víctor Hugo y Los
Miserables.
Madrid: Santillana Ediciones, 2004.
Villanueva, Darío. El comentario de textos narrativos: la novela. Gijón: Júcar,
1992.

NOTAS
[1] Metanarración es el término con que se alude al “discurso narrativo que
trata de sí mismo, que narra cómo se está narrando”. Vid. D.Villanueva, El
comentario de textos narrativos: la novela, Gijón, Júcar, 1992. El narrador
interfiere en el relato aclarando pormenores o peculiaridades de ese discurso
narrativo. En la literatura contemporánea no son infrecuentes los textos
construidos en forma de metanovela (novela dentro de la novela) o de
antinovela : Rayuela, por ejemplo, donde está implicado ese discurso referido
al modo como se está narrando, e incluso, a la recepción de los relatos y las
formas de lectura e interpretación de éstos. Se apunta la posibilidad de que el
lector llegue a ser “copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que
pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma“. Es el caso,
como veremos, de Santa Evita.
[2] Así llama, convencionalmente, Adriana Bocchino a uno de los tipos de
lector de Rayuela y lo diferencia del otro desarrollado por la metateoría
cortazariana incluida en la novela, al que llama “explícito”, y del que denomina
“lector libre”, construido desde las dos primeras instancias. Citado por Rita
Gnutzman, “El otro discurso en el discurso de Rayuela“, Escritura, XV,29,
Caracas, enero-junio 1990: 121-128.
[3] Vid TEM, “Evita: la construcción de un mito”,
[4] En ese mismo ensayo señala que para la escritura de Santa Evita “trató
[dice él] de repetir los mismos gestos que legitiman su trabajo los criticos de
la cultura , exponiendo (o, más bien, dejando expuesto, a la intemperie de las
miradas) lo que en todo relato hay de subjetivo, la textualidad de las fuentes,
y tomar en cuenta las redes sociales, políticas, musicales, visuales, que están
tejiendo una trama con el tiempo histórico narrado, para luego mostrar esas
redes junto al texto, donde se las pueda ver“. Id: 355. Subrayo lo que más me
importa.
[5] Habría sido el caso de Yo, el Supremo de Roa Bastos y Terra Nostra de
Carlos Fuentes que, en los 60 y 70, cuando todavía existían certezas totales,
enfrentamientos o sumisiones al poder, se propusieron sustituir las “falsas”
imágenes de la historia oficial por verdades fabuladas. Pensando en ellos, TEM
dice: “movida por un viento de justicia, la novela trataba de señalar que la
verdad había dejado de ser patrimonio del poder”. Id.: 352.
[6] En Rayuela se lee (quien habla/escribe es Morelli):”Posibilidad tercera: la
de hacer del lector un cómplice [subrayo yo], un camarada de camino.
Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo
trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y
copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo
momento y en la misma forma” . Cfr. Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires,
Sudamerican,1963: 453.
[7] Vid. A. Prieto, “Los años sesenta”, Revista Iberoamericana, núm. 125,
oct-dic 1983: 889-901.Cit.:892.
[8] Cfr. art.cit. de Rita Gnutzman : 116.
[9] Cfr. J.S. Brushwood, La novela hispanoamericana del siglo XX. Una
vista panorámica, México, FCE, 1984.

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[10] Incialmente fue el texto de una conferencia que Borges dictó el 7 de
diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Corregida la
copia taquigrafiada, la publicó en la revista Sur, enero-febrero de 1955.
[11] Cfr. TEM, “Una mirada sobre la literatura argentina. El canon argentino”.
http://sololiteratura.com/tomartelcanon.htm
[12] Cfr. Carlos Fuentes “Prólogo” a VVAA, Visiones cortazarianas: historia,
política y literatura hacia el fin del milenio, México, Aguilar, 1996: 11-20.
Cit: 16-17.
[13] Cfr.Mario Vargas Losa, La tentación de lo imposible. Víctor Hugo y
Los Miserables, Madrid, Santillana Ediciones Generales, 2004 : 32-33.
[14] Recordemos otra afirmación tajante de Vargas Llosa: “el narrador de una
novela no es nunca el autor, aunque tome su nombre y use su biografía” (47).
Y no lo es, según reflexiona el mismo Vargas Llosa, “porque el autor es un
hombre libre” y el narrador “se mueve dentro de las reglas y límites que aquél
le fija” (íd). Es así, efectivamente, como TEM inventó un narrador en función
de lo que quería contar, a quien le puso su nombre y al que hace vivir en la
ficción algunas de las experiencias de su propia vida y muchas otras
estrictamente imaginadas.
[15] TEM fue insitente en señalar que éste es uno de los aspectos que separan
al novelista del periodista: es este último quien tiene la obligación de estar
siempre atento al lector.
[16] En la pág. 28: en la edición que manejo el texto narrativo se inicia en la
pág. 11.
[17] Información sobre las inquietudes del embalsamador de Evita, Dr. Pedro
Ara, a cuyo libro El caso Eva Perón, nos remite con adecuada información de
la ficha bibliográfica: CVS Ediciones, Madrid, 1974.
[18] Ser testigo es una de las funciones básicas que, de acuerdo con Genette,
le compete a todo narrador: éste sugiere –en el caso del narrador de nuestra
novela frecuentemente de modo explícito– cuáles son las fuentes de
información de las que parte, la posible fiabilidad de sus recuerdos, etc. Vid.
Gerard Genette, Figures I, Paris, Seuil, 1966.
[19] Jean Pouillon, Tiempo y novela, Buenos Aires, Paidós, 1970 (1946).
[20] Tzvetan Todorov, “Las categorías del relato literario”, en VVAA, Análisis
estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970 (1966):
155-192.
[21] El título de la supuesta biografía que TEM, el autor-narrador de Santa
Evita, dice haber pensado escribir es polisémico, puede tener dos o más
significados diferentes: la muerta cuyo cuerpo anda perdido, o la mujer fácil
de vida repugnable. Juega así, en esta última significación posible, como
oxímoron no sólo léxico sino también axiológico del título de la novela:
semánticamente vinculados, uno socava y destruye al otro.
[22] Las reflexiones sobre la historia –también la entendida como
historiografía–son explicablemente abundantes en la novela. Las realiza no
sólo el autor-narrador–, también los personajes. A modo de ejemplo: el
Coronel cuando lleva el cuerpo verdadero a Obras Sanitarias, piensa: “La
historia: ¿era así la historia? ¿Uno podía entrar y salir de ella tranquilamente?
(…)A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo
mejor la historia no se construía con realidad sino con sueños. Los hombres
soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sino
relatos” (176).
[23] En otro trabajo, aún inédito, estudio la presencia de textos literarios
argentinos en la novela de TEM. En la pág. 143 de Santa Evita se ofrece otra
instancia metanarrativa importante, cuando leemos: “las fuentes sobre las que
se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que
también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de
la memoria y verdades impuras”.
[24] Vid Roland Barthes, El grado cero de la escritura, Buenos aires, Siglo
XXI, 1973 [1953] y El placer del texto, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982
[1973].
[25] “Evita fue un producto mío. Yo la hice”, afirma el personaje de la novela
(83).
[26] El discurso metaficticio se destina en Santa Evita no sólo a la escritura
narrativa: por ser reflexión mantenida sobre una novela histórica, dirige
también sus inquisiciones a la historiografía. Se afirma, por ejemplo, por
medio de una pregunta claramente retórica: “si la historia es –como parece–
otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino,
la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual
no se concibe la literatura?” (146).
[27] Vid. Gerard Genette, Figures III, Paris, Seuil, 1977.
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Un comentario

he llegado a esto casi por casualidad pero no puedo reprimirme una


pregunta…¿el que ha escrito esto entiende algo de lo que él mismo dice?. No
he visto jamás una cosa tan incomprensible y tan pretendidamente elevada
que acaba resultando completamente ridícula…

Por Fon Herrera el día 19/02/2014 a las 11:35. Responder #

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