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Yo, Carmen, tu mujer, amo tus labios

mentirosos
pues yo soy la más gruesa, la de mejor
salud y la más mentirosa.
(Carmen Ollé)

Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan hasta el último suspiro su grandeza. Don
Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal
es una derrota. Lo único que nos queda ante esta irremediable derrota que llamamos vida es intentar
comprenderla. Ésta es la razón de ser del arte de la novela.
- Milan Kundera

La razón de ser del arte de la


novela, Milan Kundera
El pobre Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante. De
cara a la historia de la literatura, Cervantes consiguió todo lo contrario: situó un personaje
legendario a ras de suelo: en el mundo de la prosa. La prosa: esta palabra no sólo significa un
lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal, de la vida.
Decir que la novela es el arte de la prosa no es, pues, una perogrullada; esta palabra define el
sentido profundo de ese arte. A Homero no se le ocurre preguntarse si Aquiles o Áyax, después
de sus muchos combates cuerpo a cuerpo, aún conservan sus dientes. Para Don Quijote y para
Sancho, por lo contrario, los dientes son una constante preocupación, dientes que duelen,
dientes que faltan. “Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como un molino
sin piedra, y mucho más se ha de estimar un diente que un diamante”.
Pero la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también una belleza hasta entonces
menospreciada: la belleza de los sentimientos modestos, por ejemplo el de esa amistad
impregnada de familiaridad que siente Sancho por Don Quijote. Éste le regaña por su
desenvoltura parlanchina alegando que en ningún libro de caballería escudero se atreve a
hablarle a su amo en ese tono. Por supuesto que no: la amistad de Sancho es uno de los
descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica: “… un niño le hará entender que es
de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no
me amaño a dejarle, por más disparates que haga”, dice Sancho.
La muerte de Don Quijote es aún más conmovedora por ser prosaica, o sea, desprovista de
todo pathos. Tras dictar su testamento, agoniza durante tres días, rodeado de la gente que le
quiere: sin embargo, “comía la sobrina, brindaba el alma y se regocijaba Sancho Panza, que
esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje
el muerto”.
Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían a los personajes “como
ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus
virtudes”. Ahora bien, el propio Don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los
personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda,
lo cual es algo totalmente distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan
hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna.
Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos
queda ante esta irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Ésta es
la razón de ser del arte de la novela.

Milan Kundera
El Telón. Ensayo en siete partes.

Zizek: "Toda nuestra vida, actualmente, está de alguna manera regulada a través de los medios digitales.
Entonces, es absolutamente crucial saber quién controla estos medios digitales. Esta es la mayor amenaza
para nuestra libertad. Ni siquiera somos conscientes de ello, ya que no lo experimentamos como falta de
libertad. No es como los viejos tiempos del estado policial, donde miras a un lado y ves a un hombre
siguiéndote. Te sientes totalmente libre, pero todos tus movimientos están registrados y estás sutilmente
manipulado. Wikileaks personificó la resistencia a esto".

Idiotas sociales
05 Nov 2018
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Hace poco, una jovencísima estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida
con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio
palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han
echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliza todo por
que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradxs. Y,
bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentarios; unos a favor,
solidarizándose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica
no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de
sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirse un palmo. Y, en mi opinión, ahí
estuvo lo interesante. En sus argumentos.

La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo
no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as,
pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a
normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las
respuestas a sus detractores: normalizar el cuerpo. Lo argumentaba con la honrada convicción
de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas.
Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista,
al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos
de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que
ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me
parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más
cortos; no es mi problema que ustedes sexualixeis algo que es normaaaaallll,zanjaba
irreductible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en
chicos de su generación.

La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea,
occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea
difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamientos de
esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo
cierto. Paradójicamente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo;
algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi
opinión, un argumento tranquilizador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas
que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona es que la chica en
cuestión razonaba bastante bien, aplicándose argumentos probados para otros menesteres y
que a un joven de su edad deben parecer irrebatibles: libertad, orgullo, modernidad, cambio,
futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarle, como réplica, si ella iría
a comer a un restaurante donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio
yendo ambos en bragas y calzoncillos es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía
tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio
escalofríos comprobar –tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto– que
mucha gente comparte su opinión. Es, para entendernos, una idiota no intelectual sino social.
Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y
justifican.

Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimientos, de complejos, de sentido del decoro o el


ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinadas actitudes, se falta el respeto a los
demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón
corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies
descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese
vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin
comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo
crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un
amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó,
sorprendido: «¿Qué tiene de malo?». Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de
responder. «¿Qué podía yo decirle? –comentaba–. ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en
pocas palabras, tres mil años de civilización?».

____________
Publicado el 4 de noviembre de 2018 en XL Semanal.

OO

Que todos queden atrás


Arturo Pérez-Reverte

Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre
del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo
que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de
moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la
razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente.
Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una
necesidad reciente. Como una urgencia.

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia
dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos –aunque les llegará el turno–,
como de ensombrecer biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por
eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle
tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el
que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho
sobre él.

Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o
De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual. Cierto es que en
demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves
Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González.
Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia,
como dice Javier, de no admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de destruir. Nada existe que
no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier
analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine
o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría
rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten
con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en bastantes líos
lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y
otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la
vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad
como están a gusto. En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente
sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la
vuelta de la esquina.

¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema
educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia.
En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere
leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera.
Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya
que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás.

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los
imbéciles –ni siquiera hay malvados en esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y
semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se
mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen
necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para
obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia
y de vida.

https://www.xlsemanal.com/firmas/20180819/perez-reverte-todos-queden-atras.html

Guapa y más que guapa

Javier Marías
EL año pasado, cuando me llegó el turno de escribir mi consabido artículo sobre la Semana Santa, intenté
enmendarme y hacer un elogio que titulé "Presiosa", diciendo eso, lo presiosísima que es esta Pascua tan española
y que cada vez va a más: ya participan en ella, como costaleros o cofrades, hasta políticos de los que más o menos
se sabe -en su zona- que regentan o son socios de unos cuantos puticlubs. Pero de poco me sirvió mi nueva actitud,
porque iba yo hace unos meses por la calle cuando, desde la otra acera, un trío de individuos de mediana edad me
gritó: "¡Javier Marías! ¡Eres un futbolero!" Bueno, eso fue lo que entendí -la calzada abarrotada de coches
estruendosos, como es lo habitual-, y sin duda entendí muy mal. Debieron de decirme más bien "¡Eres un mierdero!"
o algo por el estilo, a tenor de lo que vino a continuación: "¡Yo soy de la Semana Santa", añadió el que llevaba la
voz cantante, "y todos los años me insultas!" Creo que sólo acerté a contestarle: "No, yo a usted no puedo insultarlo,
porque ni siquiera lo conozco". El sujeto insistió, sin embargo, con la mera repetición: "¡Sí, me insultas a mí y a todos
los que son como yo!" La cosa no estaba como para entablar un diálogo a gritos, y tampoco nos encontrábamos a
la altura de un semáforo, para cruzar ellos o yo. Así que seguí mi camino y supongo que ellos el suyo -furiosos como
iban-, y no hubo más.

Bien, no debió de bastar aquella enmienda mía ni el canto a su presiosidad, de modo que este año decidí participar
en unas cuantas procesiones como espectador, quiero decir asistir a ellas como al espectáculo que se asegura que
son. Porque ya casi nadie, ni siquiera la Iglesia que las monta e impone a toda la población, hace hincapié en su
religiosidad, sino en la "manifestación cultural incomparable" y en el "sublime espectáculo" -españolísimo, además-
que constituyen. Y sí, debo admitir que son una de las cosas más emocionantes y trepidantes que he contemplado.
Más o menos como una carrera de Fórmula-1, sólo que aquí la incertidumbre consiste en saber cuánto tardará en
llegar el paso de una esquina a la siguiente, si treinta o treinta y cinco minutos, y cuánto durará la procesión entera,
si cuatro horas o cuatro y media. Como en Madrid había nada menos que diecinueve, me las vi y deseé para poder
estar en casi todas, porque son de una enorme variedad. Fíjense, a ver si no: en unas los capirotes son morados,
en otras negros (es lo predominante, colores festivos), y también blancos, verdes y azules; en unas sacan efigies
de la Virgen y en otras de Jesucristo y en algunas de los dos; en unas hay penitentes descalzos que arrastran
cadenas y en otras los hay que se fustigan; en unas hay la tira de curas y en otras menos; en unas hay muchas
señoras con peineta y de negro y en otras no tantas; en unas se tocan tambores de guerra y en otras, además,
trompetas de ejecución; en unas se entonan ininteligibles saetas y en otras la gente grita cosas ("¡Viva la Madre de
Dios!", por ejemplo, o "¡Guapa, guapa, más que guapa!", todo dirigido a las efigies, que por desgracia no oyen nada).
Una cosa apasionante, y de lo más ameno, no hay un solo tiempo muerto. El carácter de espectáculo es innegable,
pues a lo único que en verdad atiende la gente es a las fotografías que se dedica a sacar sin parar, y no me extraña,
toda procesión es una caja de sorpresas.

Y qué zozobra, la que se padece. Uno se va preguntando si los costaleros podrán dar o no un paso más, y si lo
harán al unísono o se trastabillarán y durante unos segundos se habrán de parar, ay qué nervios. Como los de una
corrida, más o menos. A cada pasito casi dan ganas de gritar "¡Olé!", o por lo menos "¡Huy!", como en el fútbol. Y
luego, hay que ver el buen humor de la gente, que sin duda se lo pasa bomba. Nadie va ceñudo, ni bosteza, ni se
cansa, ni se larga, ni tiene un mal gesto hacia los no creyentes que, con osadía infinita, intentan atravesar las calles
ocupadas por la procesión, tal vez porque viven en ellas y han de entrar en sus casas. Nadie los mira con censura
y todo el mundo les abre paso con cortesía y generosidad. La gente es que es simpática y tolerante en España,
sobre todo la grey católica, y los obispos no digamos, qué júbilo y caridad se ve en sus rostros cada vez que salen
a manifestarse contra el Gobierno ateo o a favor de la amenazada familia, contra los matrimonios gay (ellos sí que
son gays, es decir, alegres, que no otra cosa significa esa palabra en inglés y la han usurpado los pervertidos) o a
favor de la asignatura de Religión, con sus gafas oscuras como las del jovial Pinochet, a quien Dios tenga en
conserva, como dijo aquella buena señora en televisión.

Así que me han convencido. La Semana Santa española es un espectáculo inigualable, y no me extraña que los
turistas se mueran por contemplarlo. Dónde si no van a ver las ciudades tomadas durante ocho días por
encapuchados enardecidos; dónde van a ver a una población que se lanza a la calle para seguir con ánimo ligero y
paso vivo a unas supermodernas efigies rodeadas de cirios; dónde van a oír algo tan atronador como esos tambores
de guerra que casi parecen africanos; dónde se van a divertir tanto, en suma, sino en esta Semana Santa tan
nuestra, que nos la dé Dios todos los años y San Pedro nos la bendiga. Guapa, guapa, más que guapa.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 6 de abril de 2008


https://elpais.com/diario/2008/04/06/eps/1207463217_850215.html

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