Vous êtes sur la page 1sur 380

Pecado papal

Las deshonestidades morales


de la Iglesia católica

garry wills

ediciones B

Grupo zeta
Barcelona -Bogotá -Buenos Aires –Caracas- Madrid –México D.F.- Montevideo –
Quito -Santiago de Chile
Título original: Papal Sin Traducción:
José Arconada Rodrigue?.
1.a edición: mayo 2001
© Garry Wills 2000 © Ediciones B,
S.A., 2001
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
www. edicionesh. com
Printed in Spain ISBN: 84-666-0331-X
Depósito legal: B. 17.683-2001
Impreso por DOMINGRAF, S.L.
IMPRESSORS
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones
establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin
autorización escrita de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la rcprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante
alquiler o préstamo públicos.
Pecado papal

Las deshonestidades morales de la Iglesia católica

GARRY WlLLS

Traducción de José Arconada Rodríguez


A Joseph P. Fisher, S.J. el consejero mas sensato
Prólogo

Los católicos han perdido la sana y vieja costumbre de recordarse


unos a otros cuan pecadores pueden ser los papas. Los pintores del
Juicio final —Andrea Orcagna (1308-1368), por ejemplo— solían
incluir una figura que, tocada con la corona pontificia, ardía en las
llamas del infierno, presentando al Papa como un pecador irredento
condenado para siempre. Esto era no sólo un lugar común, sino
también una máxima de los predicadores: una lección de fe, no un
ataque contra ella. Así como por su oficio puede ser una autoridad, el
Papa puede no ser intachable como hombre: puede pecar, como todo
ser humano.
Evidentemente, no hay nada de nuevo o de importante en decir que
todos los líderes humanos son imperfectos. Si los sermones no
significaban mucho más que esto —y por lo general así era—,
entonces eran ortodoxos pero no demasiado inquisitivos en cuanto a
la naturaleza del pecado papal. Sin embargo hubo tiempos en los que
el papel del pontificado en el mundo creó un sesgo marcado y
persistente hacia un tipo específico de pecado, cuando las
estructuras de poder o la enseñanza fomentaban o protegían
actitudes pecaminosas que iban más allá de las flaquezas de un
Papa en particular. Tal era la opinión del poeta católico Dante sobre
el papado medieval, cuyo pecado primordial fue la codicia, la
corrupción, el deseo de bienes: lo que los moralistas medievales
llamaron avaricia. En la primera parte de La divina comedia, Dante ve
a dos grupos en el infierno —los codiciosos y los avaros— corriendo
unos hacia otros sobre lados opuestos de un círculo. Después de
chocar entre sí con gran estruendo, se vuelven y retroceden co-
rriendo por el círculo para chocar de nuevo en el otro lado, siguiendo en
este ir y venir hasta la eternidad. Lo que destaca en esta escena son las
cabezas tonsuradas de los clérigos:

Aquí papas y prelados topan sus coronillas tonsurados,


guiados por la avaricia que nada sacia.
INFIERNO 7.46-48

Según el historiador católico lord Acton, en el Renacimiento la inclinación


estructural hacia el pecado papal traducía un deseo político de poder
terrenal. A mucha gente le es familiar el famoso axioma de Acton, «El
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente» (Acton
2.383). Sólo algunos recuerdan que Acton se refería al absolutismo
papal: de modo más específico, estaba condenando el libro de un colega
historiador sobre los papas del Renacimiento en el que literalmente los
exculpaba del asesinato.
Por fortuna, este tipo de corrupción ya no corroe al papado. Aunque en el
pontificado actual ha habido escándalos financieros (en concreto, los
relacionados con el Banco Ambrosiano de Michele Sindona), el
espectáculo de papas que amasan inmensas fortunas para ellos mismos
y sus familiares ya no es la vergüenza que provocara el disgusto de
Dante. De la misma manera, los papas ya no tienen reinos seculares por
los que estén dispuestos a matar, torturar y conquistar en la forma que
Acton iluminó con la feroz luz de su saber. Tampoco los escándalos
sexuales alcanzan niveles tan altos o tan profundos como cuando los
bastardos papales manejaban la burocracia eclesiástica. En el siglo X un
joven disoluto podía ser elegido Papa (Juan XII) gracias a los contactos
de su familia y morir una década más tarde en la cama de una mujer
casada.'
De hecho, en líneas generales el estado de la Iglesia ha mejorado tanto
desde el pasado que podría parecer que, después de todo, hubiera
alcanzado la perfección. El nivel de conocimiento de las Sagradas
Escrituras, de participación litúrgica, de inquietud por lo social y de
santidad personal es muy alto con arreglo a cualquier parámetro que
podamos utilizar. ¿Acaso forma parte del pasado pensar siquiera en el
pecado eclesiástico? En todo caso, uno duda-

•10-
ría en afirmarlo; y hay señales de que algunas cosas aún no son
perfectas. Incluso de un vistazo se detectan detalles discordantes. Hay,
por ejemplo, una especie de doble conciencia en la Iglesia que se revela
en este hecho: las noticias sobre el catolicismo parecen volver una y otra
vez sobre temas tales como el control de la natalidad, el aborto, el
celibato de los sacerdotes, el acceso de las mujeres a la ordenación
sacerdotal. Sin embargo, en veinte años de asistencia regular a misa en
una iglesia, seguidos de veinte años en otra, jamás he escuchado un
sermón que abordara ninguno de esos puntos. ¿Qué puede significar
esto? ¿Que la prensa no tiene contacto con lo que de verdad les interesa
a los católicos? Puede que haya algo de eso.
Por otra parte, estos temas no son ajenos a los intereses de los
católicos, en particular el estado civil de los sacerdotes, ya que el
requisito del celibato incide en la creciente merma del número de
ordenaciones en la comunidad católica. Y, como es obvio, las parejas
jóvenes, en especial las mujeres, se ven afectadas por las actitudes
hacia el control de la natalidad y el aborto. Estoy seguro de que los
sacerdotes consultados sobre estos temas tan delicados están
dispuestos a tratarlos en privado. Sin embargo, jamás los mencionan en
el pulpito, al menos en las iglesias de las universidades católicas a las
que he asistido. He preguntado a otros parroquianos si mi impresión
concuerda con la suya, y así es. ¿Podemos decir que esto nos sucede
sólo a nosotros porque nuestras iglesias universitarias son «liberales»?
Quizá sea un factor. Pero incluso así, podría pensarse que algunos de
los jóvenes más interesados por estos temas, o las personas con
profesiones intelectuales, se mostrarían particularmente atentos a lo que
los no católicos y la prensa laica dicen sobre ellos. Entonces, ¿por qué
ese silencio sobre lo que, según la prensa, son temas candentes de
nuestra vida católica?
Una respuesta podría ser que el Evangelio no tiene nada que decir sobre
el control de la natalidad, el aborto, los sacerdotes casados o de la
ordenación de las mujeres, y que las grandes verdades de la fe —la
Santísima Trinidad, la Encarnación, el cuerpo místico de Cristo— son
más importantes para nuestras creencias que los polémicos temas de
hoy. Esta respuesta puede ser una manera liberal de «ganarle la
partida» a la gente que no ve más allá de lo que cuenta la prensa
sensacionalista. Pero, a decir verdad, en nuestros

11
sermones dominicales no se escucha gran cosa sobre estas místicas
doctrinas de la fe. Un domingo de la Trinidad, el cura casi pidió
disculpas cuando tuvo que referirse a ella: «un tema harto abstruso»,
dijo. Me pregunto para qué pensaba él que estábamos nosotros ahí si
las doctrinas centrales de la fe no venían al caso.
Los católicos conservadores alegan que los legos son demasiado
refractarios a «las enseñanzas de la Iglesia» sobre estas polémicas
como para querer debatirlas con ellos, y que los sacerdotes son
demasiado cobardes para abordar temas desagradables para su
audiencia. El silencio en el pulpito no se debe en absoluto a que la
curia romana, la burocracia papal del Vaticano, no ordene que se
impartan estas enseñanzas. Si los legos no escuchan no es porque la
jerarquía no sea lo bastante clara o insistente en sus directrices: al fin
y al cabo, son sus exigencias lo que la prensa reseña en sus
artículos. El papa Juan Pablo II y otras figuras influyentes de su
entorno, como el cardenal Ratzinger, han elevado los grados de
obligatoriedad en puntos favoritos de la doctrina llamándolos
«definitivos» e «irreversibles». Aun así hay todavía un vacío, una
laguna cada vez mayor entre los órganos doctrinales de Roma y los
feligreses que ocupan los bancos en las iglesias. La transmisión por
intermedio de los sacerdotes es defectuosa o inconexa. Roma ha
intentado remediarlo imponiendo disciplinas más severas en los
seminarios y en las universidades católicas, insistiendo en que se
enseñe la «doctrina de la Iglesia». Hasta ahora el esfuerzo no ha
tenido éxito. Esto sorprende a algunos que consideran la Iglesia
católica la última institución con autoridad en el mundo. Eric
Hobsbawm, historiador de izquierdas, piensa que la religión misma
debe de estar desapareciendo de la vida moderna cuando se pierde
la docilidad en la más estricta de las religiones. 2 Robert Bork, jurista
de derechas, dice que «la Iglesia católica romana constituye el caso»
cuyo resultado decidirá la suerte del concepto de autoridad en la
América moderna.3
¿Qué puede explicar esta disparidad entre lo que se emite por los
fuertes altavoces de Roma y lo que en sus iglesias se recibe como un
susurro entre la población seglar (que acude todavía en buen
número, pese a su sordera respecto a los apremios de Roma)? No
basta con decir que en su indolencia los católicos han actuado como
clientes de bar, buscando y escogiendo los dogmas que toca-

—12—
rán para el almuerzo del domingo. Suelen ser los fieles más devotos
—y los curas— los que con mayor tranquilidad desoyen las
apasionadas señales que vienen de fuera. Deberíamos observar las
líneas de transmisión de un extremo a otro: al sacerdote que predica,
a los que —cada vez son menos— escuchan confesiones, los que
ofician bodas, bautizos y unciones. ¿Por qué parecen indispuestos o
incapacitados para establecer un contacto entre las altas exigencias
de sus superiores y la baja receptividad de sus congregaciones? ¿Es
una simple falta de valor, o claridad, o lealtad, por su parte? Una vez
más, ésta es una acusación que hacen algunos conservadores. Para
ellos, la trahison des clercs le devuelve su sentido original a la
expresión «traición del clero».
¿Por qué se ha producido una transmisión tan defectuosa ahora que
se ha progresado tanto en el conocimiento de las Sagradas
Escrituras, la participación litúrgica y la formación intelectual? No es
sólo porque los sacerdotes se opongan al requisito del celibato. Eso
explicaría por qué tantos han dejado los hábitos, pero no por qué
aquellos que los conservan siguen esforzándose en muchos otros
sentidos pero se muestran, sin embargo, confusos o callados sobre lo
que Roma quiere que proclamen con meridiana claridad. Al fin y al
cabo no es una situación muy agradable verse atrapado entre
altoparlantes y sordinas. ¿Por qué querría nadie adoptar una posición
tan incómoda si se puede evitar?
Los sacerdotes creen que no pueden evitarlo. Es algo que se les
impone, contra sus propias preferencias y su historia de servicio, por
una sencilla incapacidad de dar la cara y mantener la conciencia
tranquila —de preocuparse sinceramente por aquellos a quienes
sirven— si se hacen eco de lo que Roma dice sobre las mujeres o el
sacerdocio, el matrimonio o el derecho natural. Su propia integridad
se rebela, a contracorriente de los cálculos del beneficio personal o
las presiones del ascenso profesional. Los argumentos a favor de
gran parte de lo que se presenta como doctrina eclesiástica actual
son tan desdeñables desde el punto de vista intelectual que la mera
autoestima le prohibe a un hombre proclamarlos como propios. El
simple hecho de haber elevado el nivel intelectual de la Iglesia hace
más difícil para un sacerdote tragarse el fundamentalismo doctrinal al
que ha vuelto Roma al proclamar que los sacerdotes deben ser
célibes o que las mujeres no pueden ser sa-

13-
cerdotes. La versión caricaturesca de la ley natural usada como
argumento contra la contracepción, la inseminación artificial o la
masturbación, haría sonrojar a un adolescente. El intento de encubrir
ciertas actitudes del pasado hacia los judíos es tan deshonesto en el
uso que hace de las pruebas históricas que cualquier hombre se
condenaría ante sí mismo si afirmara encontrarlo válido.
Es éste un factor que suele pasar desapercibido en los numerosos
debates sobre el drástico descenso de vocaciones sacerdotales (y
monjiles) en los últimos años. Decir que el requisito del celibato en el
mundo moderno es suficiente para disuadir a casi todos los
aspirantes al sacerdocio si han de atenerse a las viejas reglas es
frecuente, fácil, e incluso en parte correcto. Pero otra razón, aún más
desalentadora, es que los jóvenes idealistas, los más inclinados a
abrazar el sacerdocio, son precisamente la clase de personas para
quien la honestidad consigo mismo es el reto principal. ¿Cómo se
puede aspirar a una llamada de las alturas si se acepta un listón bajo
para la propia sinceridad sobre lo que realmente se cree? ¿Cómo se
puede estar al servicio de los demás y a la vez venderles «verdades
religiosas» cuya veracidad parece tan palmariamente huera? He visto
crecer este problema con los años, en casos de hombres que he
conocido o cuya situación he llegado a conocer.
Cuando ha habido casos de escándalo sexual en la Iglesia moderna
—no tan frecuentes como en el escandaloso pasado, sino los
causados por las inevitables debilidades humanas—, los sacerdotes
han ido más allá de la normal tendencia institucional de proteger a los
suyos. Ello se explica en parte por la mala fe que los hace fingir, de
cara a sus superiores, que creen en el celibato cuando no es así,
tanto si son homosexuales como heterosexuales. Y en parte porque
se sabe que son muchos los curas homosexuales, propensos o
activos, que han sido aceptados sin mayores aspavientos y desde
siempre, por amigos que no consideran que lo que hacen esté tan
mal (como tampoco lo ven mal algunos de sus feligreses) siempre y
cuando se trate de un asunto de mutuo consentimiento entre adultos
y que no implique a niños, y que, en cualquier caso, no es tan
pernicioso como los extraños argumentos que Roma les obligaría a
defender abiertamente. Así pues, rompen las reglas con discreción
(incluso aquellos que preferirían que se respetaran). Al fin y al cabo,
¿por qué castigar a un hombre cuando se le pilla en falta

14-
si las de tantos otros quedan sin descubrir? Las relaciones
heterosexuales estables de los sacerdotes también son conocidas y
mantenidas en secreto, porque otros sacerdotes no están
convencidos de que las razones para el celibato sean convincentes,
aun cuando ellos mismos lo practiquen.
Las pequeñas deshonestidades, si convergen en una situación dada,
se prestan a múltiples y diversas reacciones cuando el escándalo
explota. Los hombres pueden sentirse prisioneros de concesiones
hechas con anterioridad, de aquello con lo que han transigido. En
cierta forma es una revuelta contra esa deshonestidad lo que impide
a los sacerdotes abonar la hipocresía enseñando algo en lo que no
creen. Supone una terrible carga para aquellos que tratan de
mantener la integridad intelectual en esta situación.
Pero ¿quiénes, si no los sacerdotes, deberían creer? ¿No es ésa su
obligación? Si no quieren enseñar lo que Roma dice que es el
contenido de la fe, ¿para qué fingen ser sacerdotes? De hecho, ¿por
qué no abandonan la Iglesia todos los católicos que discrepan del
Papa? Constantemente recibo cartas diciéndome que eso es lo que
yo debería hacer. ¿Quién soy yo —o quién es nadie excepto el
Papa— para decidir lo que un católico puede o no puede aceptar
como doctrina obligatoria? Es una pregunta muy seria, no sólo el
gruñido de los autoritarios que comparten con el Papa el poder de
excomunión. Pero la pregunta se basa en una premisa que no sólo es
cuestionable sino también extremadamente malsana. Se supone que
la prueba principal del catolicismo, la esencia de la fe, es la sumisión
al Papa. Durante largos períodos en la historia de la Iglesia, ésta no
fue la norma. San Agustín, por mencionar un ejemplo, habría
suspendido ese examen. Y todavía hoy es una prueba que diezmaría
las filas de feligreses. No es una posición que se apoye en una sólida
base teológica, por muy común que sea como noción popular
(vulgaris opinio).
Por desgracia es una opinión con arreglo a la cual se actúa, y que
sigue siendo inculcada (aunque más implícita que explícitamente),
por algunos miembros de la curia romana. Sólo así se explica la
forma en que el entorno del Papa promueve con fervor ideas
incoherentes. No son hombres carentes de inteligencia, aunque a
veces parecen pensar que todos los demás sí lo son. ¿Cómo pueden
respaldar argumentos filosóficamente extravagantes y

—15—
doctrinalmente primarios? Porque no se plantean los temas por sus
propios méritos, sino desde arriba, juzgando cada cosa por su
probabilidad de confirmar o cuestionar el grado de veracidad del
papado. Así, un hombre tan sabio y devoto como el papa Pablo VI
pudo apoyar una teoría realmente perversa sobre la contracepción —
rechazada por el grupo que él mismo escogiera entre católicos leales
e inteligentes, sacerdotes y seglares, expertos y sensatos— porque
sus consejeros le convencieron de que un cambio de rumbo del
papado minaría la fe de la gente en la Iglesia (véanse capítulos 5 y 6).
Como ilustración de lo que veremos más adelante como pauta de
conducta recurrente, la verdad quedó subordinada a las tácticas
eclesiásticas. Para mantener la impresión de que no yerran, los
papas engañan —como si distorsionar la verdad en el presente no
fuera peor que haberla interpretado mal en el pasado—.
Paradójicamente, el aparato doctrinal de la Iglesia se mantiene
apartado de la verdad, o se le hace huir de sus consecuencias,
precisamente porque reivindica para sí un acceso especial a la
verdad. El historial del papado ha de ser blanqueado, incluso cuando
este esfuerzo inhiba sinceros intentos de hacer un buen trabajo, como
sucedió cuando se bloqueó en todo momento el intento de expresar
dolor por el Holocausto, a causa de una angustiada, nerviosa
reafirmación de que la conducta de la Iglesia hacia los judíos había
sido en lo esencial inocente (véase capítulo 1). Esta afirmación
descansa en tan masiva cantidad de errores de lectura, interpretación
y representación de la historia, que constituye un nuevo acto de
injusticia contra el mismo pueblo al que se trataba de expresar
compasión.
No hay nada aquí tan bien definido y directo como la simple mentira.
Es por eso por lo que hablo de las «estructuras del engaño», que
recluían gente de modo casi imperceptible, para calladas labores
cosméticas que consisten en apuntalar la Iglesia «mejorando» su
infraestructura. Estos continuos reajustes de las fundaciones están
destinados a debilitarla, al mismo tiempo que destruyen toda norma
de trabajo honestamente ejecutado en aquellos que piensan que
están salvando su Iglesia al embaucarla con artificios
intelectualmente vacuos. Lo irónico es que el mero intento de
demostrar que la Iglesia nunca ha cambiado lleva a argumentos
innovadores, a ajustes modernos o adiciones que no hacen más que

—16—
poner en evidencia lo a contrapelo que van con el monumento que
tratan de apuntalar, como cuando se recurre al sexo de los apóstoles
como argumento para defender el monopolio masculino del
sacerdocio, ahora que la antigua y verdadera razón de tal monopolio
—la creencia en la inferioridad femenina— se ha vuelto inutiliza-ble
(véase capítulo 7). Cuando se retiran los antiguos apoyos de ciertos
valores morales, o se derrumban solos, no se permite que el objeto
sostenido caiga con ellos. Se le incrustan nuevos artilugios, a cual
más frágil y precario, para mantenerlos en su lugar, tal como sucedió
cuando la interpretación del texto bíblico (Gen. 38:9) que soportó el
peso de la condena a la contracepción se reveló resquebrajada y
errónea, y se implantó en su lugar una psicología de aficionado, un
raquítico apaño provisional que pretendía presentarse como verdad
eterna.
Los papas tampoco contribuyen demasiado a esta innovación. No
tienen por qué. Son otros los que se ocupan de urdir engaños
pontificios en su nombre. Sin embargo, suelen tratar con tolerancia,
cuando no con decidido aliento, esta maquinaria de falsedades.
Incluso a veces se dejan engatusar con falsos valores por su propio
bien, como cuando Pablo VI permitió que le llevaran al punto de
proferir absurdos contra la contracepción «por el bien de la Iglesia».
Existen muchas personas que se arrogan la tarea de mantener en
buen estado las estructuras del engaño. Al afirmar con exageración
su certeza sobre extremos cuestionables, hacen lo que John Henry
Newman decía que era la función de los papaloters en el siglo XIX;
crear «en los católicos educados el hábito del escepticismo o la
infidelidad secreta respecto de toda verdad dogmática».4
El perjuicio indirecto de los papaloters a la verdad puede parecer una
bagatela comparado con los espeluznantes pecados del Vaticano en
el pasado, como el que ocasionó que pintaran a un Papa en las
paredes de la iglesia sufriendo tormentos eternos. Sin embargo, es un
engaño que se hunde más en la ciudadela de los valores espirituales
que la simple avaricia personal o la ambición de mando. Juega con la
verdad invocando el nombre de Jesús, que dijo que El es la verdad
(Jn. 14:6). Degrada el Evangelio. Hace que la verdad busque
falsedades en las que apoyarse. Es la forma de engaño que san
Agustín consideraba más pecaminosa (véanse capítulos 17 y 18).

—17—
Es también una forma de engaño para la que el mundo moderno
reserva poca tolerancia. La verdad es una virtud moderna en el
sentido en que cobró una nueva urgencia en el siglo XIX (véase
capítulo 16). Este período ha visto el nacimiento de la historia como
una disciplina científica, la profesionalización de la investigación, la
secularización de instituciones buscadoras de la verdad, como las
universidades. Se ha impuesto un nuevo rigor metodológico
precisamente en aquellas instituciones —escuelas, grupos
profesionales, archivos y bibliotecas— a las que están adscritas las
autoridades católicas, que además las dirigen. Profesar dedicación a
estos valores y al mismo tiempo urdir evasivas, distorsiones y
encubrimientos es autocondenarse, incluso ante los ojos del mundo,
por no hablar de interpelaciones a la verdad procedentes de un orden
superior.
Se puede objetar que estos mentirosos en cuestión han sido los
primeros en engañarse, que han sido sinceros en su lealtad a
falsedades, de modo que no pueden ser acusados de actuar con
arreglo a sus verdaderas opiniones. Aun así, el teólogo preferido de la
jerarquía romana, Tomás de Aquino, sostenía que existe la llamada
«ignorancia cultivada», ignorantia affectata, una ignorancia tan útil
que quien se vale de ella la protege y la oculta para poder seguir
usándola (ST 1-2, q 6, 8r). A este tipo de ignorancia no la llamó
exculpatoria, sino inculpatoria. Es una ignorancia deseada, aunque no
por ello confesada. No cabe duda de que en una época que exige la
honestidad intelectual como imperativo, hacer la vista gorda ante los
interrogantes más básicos relativos a la deshonestidad es
descalificarse a sí mismo como interlocutor válido para cualquier
debate serio; una descalificación difícil de ignorar, por mucho empeño
que se ponga en que pase desapercibida. Es indudable que el apego
a las verdades católicas ha de protegerse de aquellos que las
manipulan con obvias e infames falsedades históricas, doctrinales o
filosóficas.
Mi libro es, en parte, un tributo a la honestidad que ha llevado a
tantos sacerdotes a guardar silencio bajo el peso de las falacias
exigidas por sus superiores; y es una exhortación a que se retire
dicha carga. No pretendo atacar ni al papado ni a sus defensores. Mis
propios héroes, se verá claramente, son los numerosos portadores de
la verdad en las filas católicas, en especial san Agustín, el carde-
—18—
nal Newman, lord Acton y el papa Juan XXIII. Se nos ha dicho que la
verdad nos hará libres. Es hora de liberar a los católicos, tanto a los
seglares como al clero, de la opresión del engaño, que es la versión
moderna y silenciosa del pecado pontificio. Más tenue, más sutil,
menos espectacular que los pecados denunciados por Orcagna o
Dante: es la discreta corrupción de la traición intelectual.

NOTAS
1. J. N. D. Kelly, The Oxford Dictionary of Popes, Oxford University
Press, 1986, pp. 126-127.
2. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, traducido por
Juan Faci, Jordi Auraud y Carmen Castells, Editorial Crítica, 2000. Si
bien los católicos constituyeron «las reserva básicas de la fe» en el
siglo xix, «la autoridad moral y material de la Iglesia sobre la fe
desapareció» en las postrimerías del siglo XX, mientras que las
Iglesias «con un control más débil sobre sus miembros» se vinieron
abajo aún con más estruendo.
3. Robert H. Bork, Slouching Towards Gomorrah: Modern Liberalism
and American Decline, ReganBooks, 1996, p. 292.
4. John Henry Newman a Ambrose De Lisie, 24 de julio de 1870, en
Charles Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries ofJohn
Henry Newman, Oxford University Press, 1973, vol. 25, p. 165.
19-
I
DESHONESTIDADES HISTÓRICAS

Es una tentación para nuestra debilidad y para nuestras conciencias


defender al Papa como nos defenderíamos a nosotros mismos; con el
mismo cuidado y celo, con la misma incómoda conciencia secreta de
que existen puntos débiles en cuyo caso la mejor forma de ocultarlos
es restarles atención. Lo que gana la defensa en energías lo pierde
en sinceridad; la causa de la Iglesia, que es la causa de la verdad, se
mezcla y confunde con factores humanos, y resulta lesionada por una
alianza degradante. De esta manera incluso la piedad puede llevar a
la inmoralidad, y la devoción al Papa puede apartarnos de Dios.
LORD ACTON (3.79)
1
Recordando el Holocausto

Nosotros recordamos

El efecto debilitante de la deshonestidad intelectual puede ser


conmovedor. Incluso cuando la autoridad papal quiere sinceramente
realizar un acto de virtud, cuando pasa años reuniendo el coraje para
hacerlo, cuando realmente piensa que lo ha hecho, cuando anuncia
que lo ha hecho, cuando espera ser felicitada por ello... no lo ha
hecho. No porque no haya querido, o porque no crea que lo haya
hecho. Simplemente es incapaz de hacerlo, pues ello implicaría
limpiar el historial de la institución pontificia. Y eso es absolutamente
impensable.
Un buen ejemplo lo proporciona el tan esperado documento sobre el
Holocausto, Nosotros recordamos, presentado por una comisión
pontificia el 16 de marzo de 1998, y recomendado en una carta
adjunta por Juan Pablo II. Su elaboración consumió más de una
década. Supuestamente iría más allá de la aseveración del Concilio
Vaticano II, en 1965, según la cual los judíos, en definitiva, no pueden
ser acusados de la muerte de Jesús (una aseveración que se
menciona en Nosotros recordamos). A pesar de incluir expresiones
de compasión por el sufrimiento de los judíos, el documento hace
más hincapié en la exoneración de la Iglesia —vituperando a los
nazis por no haber seguido las enseñanzas eclesiásticas— que en
compadecerse de las víctimas del Holocausto. Es como si viéramos a
un pobre tipo escalando con gran esfuerzo una colina, atormentado
por sus emociones y dispuesto a darse golpes de pecho, para luego
verlo caer de rodillas, exha-
—23—
lar un suspiro profundo y acusar a otro de haber causado todo el
daño.
La diferencia clave que el texto reitera con insistencia se sitúa entre el
antisemitismo, como teoría seudocientífica de las razas, siempre
condenada por la Iglesia, y el antijudaísmo, al que algunos cristianos
débiles han sucumbido en ocasiones, pero nunca «la Iglesia como
tal». Lo primero es una cuestión de enseñanza errónea, de lo cual la
Iglesia nunca es culpable. Lo segundo es una cuestión de
«sentimiento» y debilidad, que algunas veces se apoya en textos
bíblicos mal interpretados como pretexto para prejuicios que en su
base no son religiosos:
En un clima de turbulentos cambios sociales, los judíos solían ser
acusados de ejercer una influencia desproporcionada a su cantidad.
De forma que empezó a extenderse en diferentes grados por casi
toda Europa un antijudaísmo que en lo esencial era más sociológico y
político que religioso.1
Puesto que el «sentimiento» no era realmente religioso, la Iglesia
quedaba fuera de juego. La Iglesia nunca incitó al «antijudaísmo»,
aunque algunos de sus miembros sucumbieran a él. Así pues, el
documento puede dirigir sus argumentos contra el racismo científico
(el verdadero antisemitismo) y presentarlo como el enemigo común
de cristianos y judíos:
En el ámbito de la reflexión teológica no podemos ignorar el hecho de
que muchos nazis no sólo hayan mostrado aversión a la idea de la
intervención de la divina Providencia en la vida de la humanidad, sino
que además han dado pruebas de un odio concreto dirigido a Dios.
En consecuencia, esta actitud les lleva también a rechazar el
cristianismo y al deseo de ver a la Iglesia destruida, o al menos
sometida, a los intereses del Estado nazi. Esta ideología extrema se
convirtió en la base de las medidas adoptadas, primero para sacar a
los judíos de sus hogares y luego para exterminarlos. La Shoah fue la
obra de un moderno régimen totalmente neopagano. Su
antisemitismo encuentra sus raíces fuera del cristianismo y, en pro de
sus objetivos, no dudó en oponerse a la Iglesia y perseguir también a
sus miembros (16).
—24—
¿Tuvieron algo que ver los cristianos con la persecución? Bueno, sólo
por cuanto algunos no se opusieron a ella con tanta fuerza como
hubieran debido:
¿Prestaron los cristianos toda la ayuda posible a las víctimas de la
persecución, y en particular a los judíos perseguidos? Muchos sí lo
hicieron, pero otros no. Aquellos que ayudaron tanto como pudieron a
salvar vidas judías, incluso arriesgando sus propias vidas, no deben
ser olvidados. Durante la guerra y después de ella, las comunidades
judías y sus líderes han expresado su agradecimiento por todo lo que
se hizo por ellos, incluso por lo que hizo el papa Pío XII
personalmente o por intermedio de sus representantes para salvar a
cientos de miles de judíos. El Estado de Israel ha honrado por esta
razón a muchos obispos católicos, sacerdotes, religiosas y seglares.
Sin embargo, tal como reconoció el papa Juan Pablo II, al lado de
estos hombres y mujeres tan valientes, la resistencia espiritual y la
acción concreta de otros cristianos no fue la que podía haberse
esperado de discípulos de Cristo. No podemos saber cuántos
cristianos en países ocupados o gobernados por el poder nazi o por
sus aliados comprobaron con horror la desaparición de sus vecinos
judíos y aun así no tuvieron la fuerza suficiente para alzar su voz de
protesta. Para los cristianos, este grave cargo de conciencia por sus
hermanos y hermanas durante la Segunda Guerra Mundial debe ser
una llamada al arrepentimiento (17-18).
Así, este documento —que el Papa alaba llamándolo «recuerdo que
desempeñará un papel necesario en el proceso de conformación de
un futuro» (7)— establece tres categorías completamente separadas:
1. Aquellos que causaron el Holocausto: nazis sin religión y con un
cientificismo ateo sobre las razas; tan anticristianos como antijudíos.
2. Aquellos que se opusieron al Holocausto: el papa Pío XII, obispos y
otras autoridades que animaron a sus seguidores a actuar según las
enseñanzas de la Iglesia.
—25—
3. Aquellos que no se opusieron lo suficiente al Holocausto: cristianos
demasiado temerosos para seguir a sus valientes líderes. El
documento manifiesta «arrepentimiento» sólo en nombre de esta
última categoría.
¿Queda algo fuera del cuadro? Para empezar, los obispos y los
sacerdotes que apoyaron a los nazis están borrados del recuerdo que
según el papa Juan Pablo nos guiará hacia el futuro.
El nuncio papal en Berlín durante la guerra, el arzobispo Cesare
Orsenigo, era un simpatizante nazi, y distaba de ser el único amigo
de los nazis en la jerarquía eclesiástica. Otro era el rector del Colegio
Alemán de Roma, el arzobispo Alois Hudal, quien fue de gran ayuda
para los nazis durante la ocupación de Roma; y muchos miembros
del gobierno de Hitler, como Ernst von Weizsacker —el embajador
ante la Santa Sede y viejo amigo del Papa [Pío XIIJ— aseguraban ser
buenos católicos. Cuando Weizsacker fue a presentar sus
credenciales en el Vaticano, en 1943, en la limusina papal que lo llevó
a su audiencia ondeaban la bandera papal y la esvástica lado a lado,
«en pacífica armonía», como recordaba Weizsacker con orgullo. 2
Puede haber habido (o quizá no) circunstancias atenuantes para
algunos de estos colaboradores. Pero pretender —mejor dicho,
afirmar— que no existieron significa invalidar Nosotros recordamos
para toda consideración seria en tanto que honesta confrontación con
una historia complicada. Sus «recuerdos», lejos de ser útiles a la
causa del verdadero entendimiento que evitaría otro Holocausto, sólo
sirven para mantener las ficciones que el Vaticano quiere preservar
con relación a sí mismo. Puede permitirse un planteamiento tan libre
de su historia porque le impone una plantilla teórica de tres partes: la
Iglesia, la ciencia y las relaciones entre ambas.
Primero se nos dice que la Iglesia como tal no pudo estar involucrada
en el Holocausto puesto que jamás ha predicado ninguna diferencia
teórica entre las razas. Estuve una vez en un seminario jesuíta cuyo
edificio más antiguo fue construido en el siglo XIX por esclavos de la
Compañía de Jesús: hombres que eran propiedad de
—26—
toda la orden, ya que todos los jesuítas hacen voto de pobreza. Ese
edificio es una prueba concreta de que en la práctica a las razas se
las consideraba desiguales y se les aplicaba el trato correspondiente,
al margen de cuáles fueran las proposiciones teóricas "formuladas en
la época. El problema principal aquí no es histórico sino teológico.
¿Qué es la Iglesia? Las autoridades del Vaticano siguen usando la
palabra en términos rechazados por el Concilio Vaticano II. Según el
Concilio, la Iglesia es el pueblo de Dios, el cuerpo de bautizados
creyentes en la vida y muerte de Cristo. 3 La Iglesia, tanto como el
Papa, puede pecar. Si la realidad concreta de la Iglesia histórica se
ha visto salpicada con crímenes de esclavitud, inquisiciones y
conquistas, no podemos decir que esto no cuenta porque no era la
verdadera Iglesia la que pecaba, sino los laicos, o en todo caso
elementos ajenos a la jerarquía, o gente que no podía reclamar para
sí la autoridad de la predicación (magisterium), como si el magisterio
fuese por sí mismo la totalidad del pueblo de Dios.
En Nosotros recordamos —como en muchas cosas—, el Vaticano
vuelve a la vieja usanza de equiparar a la Iglesia con sus más altos
órganos de declaración doctrinal. Es lo que sucede cuando oímos
decir que los católicos ya no siguen a «la Iglesia» o que están
desafiando a «la Iglesia». ¿Cómo pueden desafiarse a sí mismos?
¿Fue la Iglesia culpable del Holocausto? No, dice el Vaticano, puesto
que el magisterio nunca abogó por él, ni lo defendió en ninguna
predicación oficial. Si algunos católicos individualmente o en grupo
estuvieron implicados en el crimen, el magisterio no puede ser
condenado por ello.
Apliquemos este tipo de razonamiento a una situación actual. La
enseñanza eclesiástica dice que el aborto y la contracepción son
pecados mortales y crímenes contra seres humanos. ¿Es la Iglesia
culpable de estos crímenes (suponiendo que lo sean)? No, dice el
Vaticano, porque el Papa los ha condenado. Por otro lado, las
encuestas confirman que la gran mayoría de los católicos (88 % en
1993) acepta los métodos anticonceptivos en teoría, y que aquéllos
en posición de recurrir a ellos lo hacen.4 Los católicos tampoco
difieren mucho del resto de la población en la cantidad de abortos
realizados. Así las cosas, la Iglesia «perpetra» abortos y prácticas
anticonceptivas, a pesar de que sus líderes digan que no se debe ha-
—27—
cer. Del mismo modo, los católicos participaron de forma activa en el
régimen nazi a pesar de que sus líderes (algunos de ellos, en algunos
momentos) dijeran que no debían hacerlo.
Segundo, acusar a la ciencia es una práctica de larga historia en los
documentos del Vaticano. No hace falta remontarse hasta Galileo
para saber que las autoridades eclesiásticas se han mostrado
recelosas de la ciencia y del conocimiento humano cada vez que
éstos han parecido ir en contra de la doctrina o de la tradición. Unas
autoridades que tienen por misión la preservación de una larga
cadena de verdades inmutables tienden a mirar con aprensión algo
tan vertiginosamente evolutivo como las ciencias experimentales.
Aprensión ésta que se convirtió en enconada acritud bajo Pío IX (un
héroe para el papa Juan Pablo), una acritud que persiste en varios
enclaves de la curia. Cada vez que las ideas del mal pueden ser
atribuidas a la ciencia, quedan excluidas del territorio sagrado que
custodian las autoridades de la Iglesia. Es por ello por lo que
Nosotros recordamos aborda el nacionalsocialismo con cautela, casi
con pinzas, y lo suelta en los estériles confines de un laboratorio:
Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer teorías que negaban la
unidad de la raza humana y abogaban por la diversifícación en el
origen de las razas. En el siglo XX, el nacionalsocialismo de Alemania
utilizó estas ideas como base pseudocientífica para la distinción entre
las llamadas razas nórdicas-arias y las razas presuntamente
inferiores (14).
Deberíamos concluir que una ideología tan distante del espíritu
católico no podría asociarse con él, o al menos no con facilidad. Pero
los prejuicios a menudo mezclan elementos contradictorios, siempre
que puedan arar en la dirección deseada. El antisemitismo se apoya
de buena gana en la ciencia, la fe, la leyenda, la historia, la ley... o
cualquier hecho suelto o teoría que el odio pueda fundir en un
argumento para la acción.
Esta es una imagen muy distinta del bonito esquema de los tres
bloques dispares presentados en Nosotros recordamos. El
documento se propone trazar una clara línea de demarcación entre el
antisemitismo secular y el antijudaísmo sociológico. Sin embargo,
estudios empíricos demuestran que más que contraponerse, am-
—28—
bos se refuerzan entre sí. En lo que a Estados Unidos respecta, la
prueba más exhaustiva la encontramos cuando la Liga Antidifamación
(ADL, en inglés) de B'nai B'rith encargó una extensa serie de estudios
al Centro de Investigaciones de Encuestas de la Universidad de
California en Berkeley. Los estudios fueron encargados cuando se
celebraba el Concilio Vaticano, y siguieron adelante una vez
clausurado éste. Los encuestadores empezaron por definir categorías
de creencias ortodoxas entre los cristianos; categorías en las que,
como era de suponer, los católicos obtuvieron más puntuación que
los protestantes. Luego sondearon a aquellos que habían tenido altas
puntuaciones en estas categorías en relación con el abanico de
opiniones antisemitas seculares. Así, descubrieron que el
antisemitismo de los encuestados variaba en proporción directa a la
ortodoxia de sus posiciones: «Cuanto más acendradas son las
creencias religiosas, mayor es el antisemitismo.» Las creencias
ortodoxas son de hecho «un poderoso factor de pronóstico del
antisemitismo secular».5 El grado de antisemitismo suele ir vinculado
a posiciones específicamente teológicas, por ejemplo, que los judíos
son una raza maldita, culpables de rechazar a su propio Mesías,
responsables de la muerte de Cristo. Esta opinión tiene aún mucho
poder, a pesar de que la Iglesia haya negado su legitimidad en las
afirmaciones de Nosotros recordamos. Los estudios de la ADL
determinaron, incluso después de aquella negación oficial, que el 11
% de los católicos de Estados Unidos todavía aceptan esta
afirmación: «La razón de que los judíos tengan tantos problemas es
que Dios los está castigando por haber rechazado a Jesús.» Un
sorprendente 41 % dijo no estar seguro sobre la maldición, pero lo
consideraban una posibilidad. La historia no se altera con facilidad
por un simple decreto, y mucho menos por uno tan sacado de la
manga como el del Vaticano II.

Concilio Vaticano II (1962-1965)

En Nosotros recordamos se cita un discurso del papa Juan Pablo II


en 1997: «En el mundo cristiano —no me refiero a la Iglesia como
tal— han circulado durante demasiado tiempo interpretaciones
erróneas e injustas del Nuevo Testamento respecto al pue-
—29—
blo hebreo y su presunta culpabilidad» (13). El Papa puede limpiar la
fachada de «la Iglesia como tal» sólo en el sentido técnico (y con
arreglo a la estrecha definición teológica de la Iglesia) de que el
supremo magisterio infaliblemente nunca ha dicho que los judíos
sean deicidas o estén malditos por haber matado a Cristo (aunque
tampoco lo negara de forma taxativa hasta 1965). Además, a este
Papa le gusta enfatizar que las encíclicas, aunque pueden no ser
infalibles, tienen autoridad, son «la doctrina de la Iglesia», y Pío XI
dijo en una encíclica de 1937 que «Jesús recibió su naturaleza
humana del pueblo que lo crucificó; no de algunos judíos, sino del
pueblo hebreo»,6 El mismo Papa ordenó la abolición de una
organización católica, los Amigos de Israel, que trató de poner fin a la
acusación de deicidio.7 Más aún, a lo largo de los siglos los
predicadores católicos han lanzado esta acusación de deicidio, los
seminarios lo han enseñado, los comentarios bíblicos lo han
explicado y el deicidio ha justificado las persecuciones. Cuando por
fin rechazó esta teoría, el Concilio Vaticano II no se pronunció sobre
las acciones pasadas de la Iglesia. No manifestó arrepentimiento por
haberla promovido oficialmente, ni por los pogromos u otras acciones
inspiradas en ella. El precio por lograr esa declaración de rechazo en
las sesiones del Concilio fue que en ella no se reconociera que la
Iglesia hubiera dicho o hecho mal alguno.
Algunos padres del Concilio llegaron a decir que ni siquiera debía
mencionarse la acusación de deicidio, pues ellos jamás habían oído
hablar de él.8 Tenían que ser increíblemente ignorantes de la historia,
incluida la historia reciente. Otros pensaron que era poco inteligente
mencionar algo tan desagradable y que lo mejor sería olvidar todo el
asunto. Monseñor John M. Oesterreicher, que colaboró en la
redacción del documento y ayudó a superar las objeciones de
muchos obispos, relata una conversación:
Un buen día se me acercó un obispo, alguien muy conocido fuera de
Estados Unidos y sin ninguna conexión con los «viejos malos
tiempos». Me dijo: «Mira, no puede ser. Uno simplemente no puede
declarar, en público, que los judíos no son deicidas.» «¿Por qué
no?», le pregunté. Para explicar su objeción, me respondió: «¿Por
qué no? Sencillamente porque el solo hecho de poner la palabra en la
boca ya es insultante.
—30—
¿Qué diría usted si alguien, de repente, declarase en público;
"Oesterreicher no es un ladrón"? ¿Le gustaría?» «Su Excelencia,
depende de la situación. Si esa "defensa" apareciese como un
relámpago en un cielo claro, por supuesto que me sorprendería. Pero
si durante años he sido víctima de una calumnia, entonces creo que
esa rehabilitación pública me haría sentir liberado. Y eso sí me
gustaría.» Este argumento impresionó sin duda al obispo, pues me
pidió que le preparase un memorando al respecto. Pero no estoy
seguro de haberle convencido en el fondo de su corazón. 9
No había excusa para que los padres del Concilio ignorasen (o
fingieran ignorar) la relación de la Iglesia con la acusación de una
maldición judía. Tomás de Aquino, el teólogo al que la jerarquía
considera más autorizado, declaró que la turba judía no sabía lo que
hacía cuando dijo; «Sea Su sangre nuestra responsabilidad y la de
nuestros hijos» (Mt 27:25), pero los líderes judíos conocían las
escrituras lo bastante bien para reconocer al Mesías y lo rechazaron
deliberadamente, lo que significa que ellos no sólo «crucificaron a
Cristo como hombre sino como Dios» (ST 3, q 47, 5 ad 3), Eran
deicidas.
No hace falta repasar la triste andanada de infamias que los primeros
padres de la Iglesia arrojaron sobre los judíos, en particular Juan
Crisóstomo, con su catilinaria sobre los asesinos de Cristo
(Christoktonoi).10 Las tabulaciones medievales sobre la raza maldita
no fueron rechazadas por reformadores como Lutero o Calvino, lo
cual demuestra que el antisemitismo es un pecado cristiano y no sólo
católico.11 El estudio de Charlotte Klein sobre lo dicho y escrito por
respetados teólogos después del Holocausto deja claro que se trata
además de un pecado moderno. Uno de los teólogos liberales líderes
del Concilio Vaticano II, Karl Rahner, publicó el mismo año de la
declaración del Concilio las siguientes palabras sobre los judíos:
«Casi podríamos decir que el odio de este pueblo contra el verdadero
reino de Dios es obra de un poder sobrenatural, demoníaco.»12 Más
sorprendente aún, el sacerdote que publicaba la Revue biblique
(Fierre Benoit) hizo la siguiente acusación tres años después del
decreto del Concilio: «Las autoridades religiosas del pueblo hebreo
hicieron suya la responsabili-
-31
dad de la crucifixión. Israel se hurtó de la luz que se le ofrecía, de la
amplitud de miras que se le exigía... Este rechazo se ha mantenido, a
través del tiempo, hasta hoy... Cada judío sufre la ruina caída sobre
su pueblo cuando éste lo rechazó en los momentos decisivos de su
historia.»13
No cabe duda de que existe una tradición contraria, menos severa
con los judíos, pero que en vez de cancelar la tradición dominante la
consolida. Agustín, por ejemplo, piensa que las palabras de Cristo
«Perdónalos, porque no saben lo que hacen» significaban que
quienes lo estaban matando no se daban cuenta de que Él era Dios;
por tanto, no cometían deicidio, sólo asesinato. 14 En un capítulo muy
influyente de La ciudad de Dios (18.46), Agustín sostiene que la
dispersión de los judíos por el mundo fue una bendición providencial
ya que llevaban consigo la prueba y testimonio de la autenticidad de
las antiguas escrituras por las que se guían los cristianos: nadie
puede decir que los cristianos inventaran o falsificaran documentos
tan bien guardados por los judíos. Esta idea de los judíos como
testigos involuntarios de la verdad era condescendiente, pero al
menos no fomentaba la tentación de deshacerse de ellos. De hecho,
fue la base de una serie de decretos papales inspirados en la bula de
Calixto II, Sicut Judeis (1120), que garantizaba a los judíos protección
oficial.15
Estos son mínimos puntos luminosos en la oscura historia de
vituperios y acusaciones, sobre todo si consideramos el sentido
común y los argumentos históricos que se oponen a la idea de una
maldición divina impuesta sobre un pueblo entero. Por una parte, «los
judíos» no mataron a Cristo, incluso si se pudiera sostener la tesis
(incierta) de que algunos judíos tuvieron más responsabilidad que los
mismos romanos que de hecho lo ejecutaron. Además, si bien a las
religiones les ha tocado perseguir y ser perseguidas a su vez —en
Inglaterra hubo mártires católicos bajo el reinado de Isabel I, y los
hubo protestantes bajo María Estuardo—, nadie dice que uno u otro
pueblo esté maldito para siempre. Como veremos en el capítulo 18, la
traición de algunos cristianos llevó a Pedro y Pablo a la ejecución;
¿significa esto que los cristianos llevan una maldición a cuestas?
Pero existe una razón teológica más profunda por la que los
creyentes en la teología cristiana nunca debieron juzgar a una parte
de la humanidad como ejecutora de Jesús: pues-
—32—
to que Él murió por todos los pecados, la única solidaridad racial
expresada en su sufrimiento es la de la raza humana pecadora, a la
vez causante y beneficiaría de su muerte redentora.
Una de las razones por las que la Iglesia católica tardó más que otras
confesiones cristianas en reconocer estos hechos básicos está en
que las normas bíblicas establecidas en el siglo XVI por el Concilio de
Trento paralizaron el estudio católico de las escrituras hasta 1950
(cuando Pío XII abrió algunas avenidas para la nueva enseñanza).
Hasta entonces, la información del Evangelio era tomada como
historia convencional escrita por testigos oculares. Estudios más
actuales han determinado que el Evangelio adoptó su forma actual
después de que Roma destruyera el Templo de Jerusalén en el año
70, y reflejan la emergencia del momento (Sitz am Leben) en el que
fueron y par»el que fueron compuestos. Tras la muerte de Jesús,
algunos líderes judíos persiguieron a los cristianos como judíos
herejes, y mataron a Esteban y Santiago. 16 Durante este proceso, la
responsabilidad de Roma por la muerte de Cristo fue acallada, y la de
los judíos, enfatizada, en tanto que «el cuerpo de Cristo» (y sus
partidarios con Él) padecía renovados tormentos. Los antiguos credos
se remiten a una vieja tradición que acentúa la primacía de Roma en
la ejecución («padeció bajo Poncio Pilato»), como reza la única fuente
secular sobre la muerte de Jesús: Tácito {Anales 15.44).
Los teólogos que asistieron al Concilio Vaticano II de los años
sesenta eran muy conscientes de que las teorías católicas se habían
quedado atrás en la imperativa tarea de considerar el trato que el
Nuevo Testamento dispensa a los hebreos desde una perspectiva
teológica.17 Sintieron la apremiante necesidad, en aras de su propia
integridad intelectual y como forma de hacer justicia a los judíos, de
darle a sus ideas correctoras una expresión investida de autoridad,
una necesidad que se le antojó sospechosa a muchos obispos que no
habían seguido el paso de las nuevas teorías. Fue por eso por lo que
la declaración sobre los judíos se atascó una y otra vez y tuvo tantas
dificultades para cuajar en los documentos preparados por el
Concilio. Y nunca las habría superado de no haber sido por la
insistencia del papa Juan XXIII.
Mientras se planeaba el Concilio, Juan XXIII recibió a una delegación
de judíos norteamericanos diciéndoles: «Sono io Giusep-
—33—
pe, il fratello vostro» («Soy José, vuestro hermano»), haciéndose eco
de las palabras del José bíblico (Gen. 45:4), y utilizando su nombre
de pila como Roncalli, y no el papal (Giovanni). 18 Por esos días le
había pedido al cardenal Bea, de la Secretaría de Promoción de la
Unidad Cristiana, que redactase una propuesta de documento
conciliar sobre la cuestión judía. Varias personas cuestionarían esta
decisión en repetidas ocasiones, aduciendo que el grupo que presidía
Bea era ecuménico y que hasta entonces se había ocupado sólo de
denominaciones cristianas. También la atacaron porque la secretaría
de Bea no era una de las comisiones oficiales encargadas de
preparar documentos, y a Bea se le conocía por ser demasiado liberal
para el gusto de muchos en la curia. Juan resolvió el primer problema
convirtiendo la secretaría en comisión después de iniciado el
Concilio.19 En cuanto al liberalismo del cardenal, todo apunta a que
fue ése el principal motivo de Juan para mantener a Bea a cargo de
un asunto tan delicado. Más tarde intentaron quitarle a la comisión de
Bea el encargo del documento sobre los judíos y separarlo en tres
párrafos anodinos que se añadirían a otros tantos documentos, pero
Juan XXIII lo impidió.
Poco después surgió otro tipo de obstáculo cuando el Congreso
Mundial Judío, al aceptar la invitación cursada a todos los cuerpos
religiosos para enviar observadores oficiales al Concilio, envió al
doctor Chaim Wardi. Wardi ya había ejercido este tipo de funciones
antes, al actuar como observador oficial en el Concilio Mundial de
Iglesias en 1961 y en la Conferencia Panortodoxa del mismo año. Era
ministro de Asuntos Religiosos del gobierno de Israel, condición que
aquellas organizaciones no consideraron descalifícadora; pero la
Comisión Central Preparatoria del Concilio aprovechó la ocasión de
su asistencia para retirar la propuesta del documento sobre los judíos
del temario del Concilio alegando que el asunto se había «politizado».
Bea tuvo que acudir de nuevo al Papa para reincorporar el
documento. Juan envió un mensaje a la Comisión Central diciendo:
«Hemos leído con atención el memorando de Bea y compartimos
plenamente su opinión de que una profunda responsabilidad requiere
nuestra intervención.»20
El borrador del documento sobre los judíos, en su paso por las cuatro
sesiones del Concilio, sufrió una serie de escapes por los pelos al
estilo de Las peripecias de Paulina. Con la muerte del es-
—34—
pontáneo Juan XXIII antes de la segunda sesión del Concilio, y la
proclamación del cauto Pablo VI, los obispos conservadores
recobraron el aliento y comenzaron a pedir la intervención del Papa a
su favor para contrarrestar las anteriores intervenciones de Juan a
favor de los liberales. De hecho, los cardenales de la curia se
sintieron tan seguros de su control sobre el Papa que llegaron a
presentar una orden como si viniera de él, orden que habría
establecido una comisión especial de revisión para abreviar el
documento sobre los judíos y retirarlo del control del cardenal Bea.
Catorce cardenales de elevada reputación enviaron un mensaje de
objeción urgente a Pablo, quien modificó la autoridad de la nueva
comisión sin desautorizar por completo lo que había sido hecho en su
nombre.21 En otra ocasión, más rumores de que el documento iba a
ser suprimido llevó a dos cardenales americanos y a uno alemán a
decirle al Papa que se verían obligados a irse de Roma si ello llegaba
a ocurrir.22
Aunque se debatieron muchos puntos en la declaración sobre los
judíos, el caso del deicidio originó los desacuerdos más candentes.
Algunos pensaban que mencionarlo era una mala política, pues ello
significaría admitir la existencia de la acusación en el pasado.
Preferían exponer la nueva visión positiva y sepultar el pasado en el
olvido. Los liberales no querían sepultar el pasado, sino revivirlo, pues
se trataba de una injusticia aún por enmendar. Los mismos padres
del Concilio que se oponían a hacer referencia alguna al deicidio
deseaban además excluir toda mención de persecuciones cometidas
por la Iglesia en el pasado, o de culpabilidades cristianas. Ganaron en
los tres puntos. Sólo sobrevivió el fondo de la tesis del deicidio, pero
sin mencionar el término. He aquí la evolución de los borradores a
medida que abordaban (o no) este caso específico:

Primer borrador (2 de diciembre de 1961)

Aunque la mayor parte del pueblo judío se mantiene alejada de


Cristo, sería sin embargo una injusticia llamar maldito a este pueblo,
pues ellos son amados por mor de sus padres y por las promesas
que les fueron hechas. [Ninguna mención al dei-
_ 35 _
cidio, la base para que cualquiera pueda llamar malditos a los judíos.
Éste fue el borrador preliminar, elaborado en Roma
cuando no se sabía cuánta libertad tendría el Concilio bajo Juan.]

Segundo borrador (2 de marzo de 1963)

El pueblo elegido no puede calificarse de raza deicida sin caer en la


injusticia, pues con su dolor y muerte el Señor expió los pecados de
todos los hombres: la razón de su Pasión y su muerte. [El asunto está
expuesto con claridad, pues emplea el término en cuestión, lo cual
provocó muchas protestas.]

Tercer borrador (6 de marzo de 1964)

Así, procuren todos aquellos que se dedican a la catequesis, al


enseñar la Palabra de Dios y en las conversaciones cotidianas, no
presentar al pueblo hebreo como objeto de rechazo, y que nada sea
dicho o hecho que pueda apartar a las almas de los judíos. Deben
también guardarse de atribuir a los judíos contemporáneos lo que fue
hecho durante la Pasión de Cristo. [El término deicidio fue omitido, así
como las razones teológicas para rechazarlo. Incluso esta declaración
encontró resistencia.] 23

Declaración definitiva

Cierto es que las autoridades judías y aquellos que siguieron sus


consignas pidieron la muerte de Cristo (cf. Jn 19:6); aun así, no
puede culparse a todos los judíos de aquella época por lo que
sucedió en su Pasión, ni tampoco a los judíos de hoy en día. Aunque
la Iglesia sea el nuevo pueblo de Dios, no debe presentarse a los
judíos como repudiados o malditos por Dios, como si tal visión
procediera de las Sagradas Escrituras... Además, tal como la Iglesia
siempre ha sostenido y sigue sosteniendo, Cristo en su amor infinito
padeció su pasión y muerte
—36—
por los pecados de todos los hombres, para que todos pudiesen
alcanzar la salvación. [El deicidio ha desaparecido como término,
pero los argumentos teológicos se han restablecido.] 24
En una votación punto por punto del Concilio, los votos contra la frase
que se oponía a culpar a los judíos de la muerte de Cristo fueron 188;
aquellos contra la oposición a llamarlos «malditos» fueron 245. Hay
que reconocer que se trata de una pequeña minoría: los votos a favor
fueron de 1.875 y 1.821 respectivamente. 25 Pero resulta asombroso
que incluso la versión más suave de la declaración, desprovista de
todo reconocimiento de persecuciones pasadas o de expresión
alguna de arrepentimiento, fuera rechazada por cientos de obispos
católicos.
Católicos esperanzados y judíos generosos se contentaron con este
documento imperfecto (llamado Nostra aetate por las palabras latinas
que le daban inicio), pues representaba cierto progreso, dadas las
terribles condiciones que precedieron el Concilio, y podía sentar las
bases para la construcción de nuevas actitudes. Pero esto sólo podía
darse si el documento se entendía como una primera tentativa hacia
un esfuerzo más vigoroso a favor de la justicia. El rabino David Polish
habló en nombre de muchos judíos cuando declaró que el documento
era «un pronunciamiento unilateral de una parte que pretende
enmendar en sus propios términos una equivocación que no
admite».26 Quedaba todavía mucho que hacer para remediar
injusticias pasadas.
El espacio lógico para dar el siguiente paso era el estudio del
Vaticano sobre el Holocausto, que cristalizó en Nosotros recordamos.
Pero en este documento se consideraba que la declaración del
Concilio daba por zanjado el tema de las acciones cristianas del
pasado en vez de proponer un debate sobre ello. Fue un paso atrás
en cuanto a reconocimiento de culpa y enmienda de errores. No sólo
se pasaban por alto los siglos de persecución pasados, al igual que
en el Concilio, sino que se negaba que los cristianos tuvieran
responsabilidad alguna en el Holocausto (ni siquiera la de haberse
opuesto con excesiva timidez). El Concilio ignoró la historia. Nosotros
recordamos la volvió a escribir. Queda a la vista, así, la triste
repetición de un esfuerzo, abortado y silenciado, por hacer justicia,
que se realizó en el momento de comenzar el Holocausto. El
-37-
documento conciliar, Nostra aetate, es un eslabón del proceso que
une el primer esfuerzo de respuesta a las atrocidades alemanas, por
parte de Pío XI, y el tardío esfuerzo del papa Juan Pablo II por
enfrentarse a los horrores cometidos. Una reflexión sobre el esfuerzo
de Pío XI crea el marco para las dificultades actuales que supone ser
honesto sobre las relaciones judeocristianas.

NOTAS

1. Comisión Vaticana para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, We


Remember: A Reflection on the Shoah, traducción del Vaticano, Pauline
Books, 1998, p. 14. Las referencias numéricas en mi texto remiten a las
páginas de la versión inglesa.
2. Charles R. Morris, American Catholic: The Saints and Sinners Who Built
Americas's Most Powerful Church, Times Books, 1997, p. 239. John F.
Morley, historiador y sacerdote, concluyó, sobre la base de una extensa
correspondencia diplomática entre Orsenigo y el Vaticano:
«Conscientemente o no, Orsenigo fue indiferente a lo que sucedía con los
judíos. Sus superiores en la Secretaría de Estado del Vaticano estaban, sin
embargo, bien informados, y aun así nunca se preocuparon por los judíos.»
Morley, Vatican Diplomacy and theJews During the Holocaust, 1939-1943,
KTAV Publishing House, 1980, p. 128.
3. Lumen Gentium [constitución dogmática sobre la Iglesia], capítulo 2, The
Documents of Vatican II, editado por Walter M. Abbott, S.J., Herder and
Herder, 1966, pp. 14-24. Las notas del padre Abbott hacen hincapié en que el
empleo de la expresión «pueblo de Dios» como definición de la Iglesia
«coincide con un profundo deseo del Concilio de poner mayor énfasis en el
lado humano y comunitario de la Iglesia que en los aspectos institucionales y
jerárquicos, los cuales han sido resaltados ocasionalmente en el pasado por
razones polémicas» (p. 24). Lo único cuestionable en esa frase, publicada en
1966, son las palabras «en el pasado».
4. Chester Gillis, Roman Catholicism in América, Columbia University Press,
1999,p. 187.
5. Harold E. Quinley y Charles Y. Glock, Anti-Semitism in América, The Free
Press, 1979, pp. 97-107.
6. Pío XI, Mit Brennender Sorge [Con ardiente ansiedad]. —38—
7. Véase la nota a pie de página 8.
8. John M. Oesterreicher, «Declaration on the Relationship of the Church to
Non-Christian Religions: Introduction and Commentary», Herbert Vorgrimier
(editor), Commentary on the Documents of Vatican II, Herder and Herder,
1969, p. 65.
9. Ibíd.
10. Para el historial patrístico, véase Rosemary Radford Ruether, «The
Adversus Juadeos Traditions in the Church Fathers: The Exegesis of
Christian Anti-Judaism», en Jeremy Cohén, Essential papers on Judaism and
Christianity in Conflict: From Late Antiquity to Reformation, New York
University Press, 1991, pp. 174-192. Juan Crisóstomo, en la primera de sus
ocho oraciones contra los judíos, escritas en Antioquía en 386-387, dijo que
una sinagoga era peor que un templo pagano, pues es ahí «donde se reúnen
los asesinos de Cristo, donde la cruz es desterrada, donde Dios es
blasfemado, donde se desconoce al Padre, se ataca al Hijo y donde no
prevalece la gracia del Espíritu Santo: donde los demonios son los mismos
judíos» (PG 48.852).
11. Para el antisemitismo de Lutero, véase Mark U. Edwards, Jr., «Against
theJews», y para el de Calvino, Salo W. Barón, «John Calvin and theJews»,
ambos en Cohén, op. cit., pp. 345-400. La teología antisemita de los teólogos
de la Reforma durante el régimen de Hitler se encuentra en Roben P.
Erickson, Theologians Under Hitler: Gerhard Kitel, Paul Althaus, and
Emmanuel Hirsch,Yale University Press, 1985.
12. Charlotte Klein, Anti-Judaism in Christian Theology, versión inglesa de
Edward Quinn, SPCK, 1978, pp. 100-101, citando las «Meditaciones sobre
los ejercicios espirituales de san Ignacio», de Rahner. Un liberal protestante
tampoco escapa al escrutinio de Klein: en un curso en 1933, Dietrich
Bonhoeffer (quien luego denunciaría el Holocausto) dijo: «En la Iglesia de
Cristo nunca hemos perdido de vista la idea de que el "pueblo elegido" que
puso al Redentor del mundo en la cruz debe cargar con la maldición de sus
actos a través de una larga historia de sufrimientos», Klein, p. 118.
13. Fierre Benoit, O.P, Exégése et Théologie, vol. 3, Editions du
Cerf,1968,p.420.
14. Agustín, Narraciones sobre salmos 61.5 (PL 36.791).
15. Solomon Graycel, «The Papal Bull Sicut Judeis», Cohén, op. cit., pp.231-
259.
16. Ac 6.9-7.60, Flavio Josefo, Antigüedades judaicas 20.200.
17. Para un planteamiento ecuánime sobre los judíos y la muerte de Jesús,
véase Raymond E. Brown, The Death ofthe Messiah, Doubleday, 1993, vol.
l.pp. 328-397.
—39—
18. Oesterreicher, op. cit-, p. 6.
19. History ofVatican II, Giuseppe Alberigo (editor), vol. 2, Orbis,
1997, pp. 44-46, 55 [Historia del Concilio Vaticano II, Ediciones
Sígueme. S.A., 2000].
20. Oesterreicher, op. cit., pp. 41-44.
21. Ibíd., pp. 83-85.
22. «Xavier Rynne» (F. X. Murphy), The Third Session: The Debates
and Decrees of Vatican Council II, September 14 to November 21,
1964, Farrar, Straus & Giroux, 1965, pp. 261-262.
23. Oesterreicher, op. cit., pp. 40-47, 61-62.
24. Vorgrimier, op. cit., pp. 665-667.
25. Oesterreicher, op. cit., p. 128.
26. Rabino Polish, citado por Claud Nelson en la respuesta impresa
después de Nostra aetate, en Abbott, op. cit., p. 668.

-40-
2
Hacia el Holocausto

Pío XI

Uno de los intentos más tristes de revertir el terrible historial de la


Iglesia con los judíos se produjo en el encuentro entre dos hombres
bondadosos que trataron de hacer el bien en silencio, en medio de lo
que parecía destinado a ser un momento histórico: el ocaso del
verano de 1938, cuando la guerra de Hitler estaba por comenzar. Al
toparse con las pontificales estructuras del engaño, les fue imposible
hacerlo. Se trataba de un culto y generoso Papa, Pío XI, y un
progresista jesuita estadounidense, John La Farge. Pío, que por
aquel entonces contaba ochenta y un años, y cuyo expediente no
había sido muy bueno en cuanto a la cuestión judía durante los
diecisiete años de su pontificado, había quedado sinceramente
escandalizado y molesto al ver la Declaración Racial, publicada por
los profesores fascistas bajo la dirección de Mussolini el 14 de julio de
1938, y según la cual «los judíos no pertenecen a la raza italiana»,
que había sido declarada «una raza aria pura». El 6 de septiembre,
en un espontáneo arrebato durante una audiencia con peregrinos, Pío
sollozó al recordar los orígenes judíos de la Iglesia y dijo: «El
antisemitismo es inadmisible. Todos somos espiritualmente
semitas.»1
Las prefabricadas declaraciones del Papa no reflejaron esta
sensibilidad. Incluso más tarde, el 10 y 11 de noviembre, cuando el
gobierno de Mussolini promulgó leyes antisemitas más severas, la
queja oficial del Vaticano se limitó a los aspectos de la ley que
rompían los concordatos Iglesia-gobierno (excluyendo de la juris-
—41—
dicción de la Iglesia los matrimonios de judíos bautizados). 2 Ésta
había sido la estrategia habitual de Pío en su trato tanto con la
Alemania nazi como con la Italia fascista. Presentó una encíclica
contra Alemania, Con ardiente ansiedad (1937), que logró introducir
de contrabando en dicho país para que fuera leída simultáneamente
desde los pulpitos católicos. En ella condenaba las medidas fascistas,
aunque, de nuevo, sólo aquellas que rompían acuerdos con el
Vaticano (sin mencionar el daño ocasionado a los judíos).3
Sin embargo, Pío guardaba un secreto. Desde junio había estado
preparando otra encíclica en la que atacaba directamente el
antisemitismo. Es ahí donde entra John La Farge. La Farge, jefe de
redacción de la revista jesuíta América, era un pionero de la lucha
contra las leyes sureñas segregacionistas. Había escrito un libro
atacando el racismo en el que se basaban dichas leyes, Interracial
Justice (1937). En 1938, como parte de su labor en América, asistió al
Congreso Eucarístico de Budapest y de regreso a casa hizo una
breve escala en Roma. Durante su estancia en la residencia je-suita
recibió un misterioso mensaje del Papa en el que le pedía que le
llamara a su residencia de verano de Castel Gandolfo. Resulta que
Pío había leído su reciente libro. El pontífice pasó la mayor parte de
su vida previa al papado como director de dos de los archivos más
grandes del mundo, la Biblioteca Ambrosiana y la del Vaticano en
Roma, y toda su vida leyó de manera incesante, detenida y correcta,
incluso después de cumplir ochenta años.
Pío quería que La Farge le redactara una encíclica en la que hiciese
un llamamiento a la justicia para la causa de los judíos europeos,
sobre las mismas bases que La Farge había usado como abogado de
los negros estadounidenses. Estaba decidido a buscar un nuevo
enfoque, por lo que había salido de su círculo de consejeros
habituales de Roma: «Simplemente diga lo que usted diría si fuera el
Papa.»4 Pío habló con La Farge incluso antes de avisar al superior de
éste, el formidable general de la Compañía de Jesús Wladimir
Ledochowski, quien ya había ayudado al Papa en encíclicas
anteriores. La Farge se sintió halagado aunque un poco abrumado
por .la tarea que se le encomendaba. En una carta al asistente de su
superior provincial en Nueva York le dice: «Francamente, estoy
aturdido; lo único que puedo decir es que la Piedra de Pedro ha caído
sobre mi cabeza.»5 Como es natural, le pidió
42-
ayuda al padre Ledochowski, y frustró sin querer la estrategia de pío
de lograr un planteamiento más fresco del problema.
Ledochowski pensó que a La Farge le vendría bien la ayuda de otros
dos jesuitas —un alemán y un francés— con gran experiencia en la
redacción de encíclicas. Ambos habían trabajado por separado en la
encíclica social de Pío Quadragésimo Anno (1931), y el francés
además había ayudado en la encíclica anticomunista del mismo
Papa, Divini Redemptoris (1937). Así pues, La Farge fue a París a
trabajar con quienes luego llamaría sus «dos Guses», Gustav
Gundlach y Gustave Desbuqois. De julio a septiembre trabajaron en
un texto titulado de manera provisional Humani Generis Unitas [«La
unidad de la raza humana»] y elaboraron borradores en cuatro
idiomas (latín, francés, alemán e inglés).
Después de entregar su trabajo —no directamente al Papa sino al
padre Ledochowski— no sucedió nada en mucho tiempo. El padre
Gundlach, frustrado por el silencio, empezó a sospechar un sabotaje
por parte de «nuestro jefe» (el general de los jesuítas). Más tarde se
enteraron de que Ledochowski le había pasado el borrador a otro
jesuíta para corregirlo, Enrico Rosa, redactor jefe de Civilta Cattolica,
el periódico de la Compañía, dirigido en estrecha colaboración con el
Vaticano. Luego, circularon rumores que decían que el borrador
habría llegado por fin a un Pío enfermo un mes antes de su muerte,
en febrero de 1939. Después, el Vaticano afirmó que Pío XII, el
sucesor de Pío XI, sabía del borrador e incluso utilizó algunos de sus
elementos en sus propias declaraciones papales, pero no en ninguna
que condenara directamente el antisemitismo. Si fuera por lo que el
mundo supo de él, el proyecto de la encíclica pudo no haber existido.
El Papa había impuesto secreto al proceso de redacción, y el padre
Ledochowski no faltaría al interdicto, incluso después de fallecido Pío
XI (y el proyecto). Los biógrafos de Pío XI no supieron nada de su
esfuerzo por llamar la atención sobre el espantoso destino de los
judíos. Ni siquiera en la autobiografía de La Farge, The Manner is
Ordinary, publicada en 1954, figura mención alguna del intento de Pío
de ayudar a los judíos. El mundo no se enteraría de la encíclica que
pudo haber sido y no fue sino treinta años más tarde. Algunas
personas que trabajaron en los artículos de La Farge y Gundlach en
los años setenta desenterraron los rastros del proyecto de la encí-

-43.
clica e intentaron buscar más información al respecto. La versión
francesa del borrador desapareció misteriosamente de los
documentos de La Farge, no sin que antes se hiciera una copia de la
misma en microfilme. El borrador alemán estaba en los documentos
jesuítas en la provincia de Gundlach, pero a los investigadores se les
negó el acceso a ellos. El Vaticano reconoció tener una copia de la
versión en latín (la que vio Pío XII), pero no la publicó. Las dos
personas que rastrearon las pruebas con más empeño, Georges
Passelecq y Bernard Suchecky, recopilaron en un libro lo que se logró
descubrir del borrador en francés y de las cartas encontradas entre
los documentos de La Farge. El libro fue publicado en Francia en
1997, acompañado de un recuento de las frustraciones que
impidieron mayores descubrimientos, bajo el título de Encyclique
cachee de Pie XI, y traducido al inglés ese mismo año [La encíclica
de Pío XI que Pío XII no publicó}.
¿Qué fue lo que provocó el aborto de esta encíclica preparada con
tanto cuidado y potencialmente histórica? Cuando se supo de ella,
muchos expresaron su pesar por no haberla visto aparecer en 1939;
aunque otros, considerando los defectos de la redacción y
preguntándose qué correcciones se le habrían hecho antes de su
promulgación oficial (en manos del padre Rosa, de miembros de la
curia y del secretario de Estado de Pío, Eugenio Pacelli), no
lamentaron que así hubiera sido. Es cierto que el borrador tenía
defectos, incluso tal como salió de la mano de sus tres autores. Pero
si algo como la severa condena del antisemitismo hubiera sido
adoptado por el pontificado en los últimos meses de Pío XI —una
condena que todavía faltaba en el historial del papado—, a Pío XII le
habría sido mucho más difícil mantener sus ambigüedades y silencios
sobre el Holocausto ya en curso. De hecho, preservar esa
ambigüedad para los futuros pontífices fue una razón encubierta para
la eliminación de la encíclica.
De todas formas, el proyecto de la encíclica estuvo condenado desde
sus inicios, no porque quienes la redactaban no quisieran hacer algo
por el destino de los judíos, sino porque ninguno de ellos pudo
escapar de las estructuras de engaño levantadas a su alrededor
durante su trabajo. Todos menos La Farge tenían trapos sucios que
ocultar en relación con los judíos, empezando por el mismo Papa. En
1928, sexto año de su pontificado, el Papa supri-
—44—
mió una organización católica, los Amigos de Israel, quienes, en pro
de la reconciliación con los judíos, trataron de cambiar el rumbo de
viejas actitudes asumidas por la Iglesia. El grupo abogaba por la
eliminación de la teoría del deicidio, de la maldición sobre los judíos y
del asesinato ritual. El decreto papal de supresión decía que el
programa de la organización no reconocía «la continua ceguera de
este pueblo», y que los Amigos no le otorgaban a la Iglesia crédito
alguno por la forma en que había «protegido a ese pueblo de
persecuciones injustas». Los planteamientos de los Amigos eran
«contrarios al sentido y espíritu de la Iglesia, al pensamiento de los
santos Padres y a la liturgia».6 Hemos visto en el capítulo anterior las
atrocidades que los «santos» Padres de la Iglesia dijeron de los
judíos (como ejemplo: Juan Crisóstomo declaró que los judíos eran
demonios), pero ¿qué significaba «contrarios a la liturgia [católica]»?
Sin duda se referían a las notorias palabras «los pérfidos judíos»
mencionadas en la liturgia de Semana Santa; palabras pronunciadas
por la Iglesia hasta la época de Juan XXIII, quien finalmente las
eliminó.
Los comentarios católicos sobre el decreto de supresión de los
Amigos de Israel se basaban en que era ilegítimo «ocultar el papel
desempeñado por Israel respecto a Cristo»; ignorar «el castigo divino
de la destrucción de Jerusalén», negar «los largos siglos de
incredulidad [judía]», y mostrarse irrespetuoso por las escrituras de
los Padres de la Iglesia. 7 Sabemos que La Farge no desconocía este
decreto de suspensión, pues se cita en el borrador de la nueva
encíclica, y por una triste razón: el decreto alegaba que su propio acto
no era antisemita, aduciendo la distinción entre opiniones religiosas y
antisemitismo secular, en el mismo estilo de limpieza de fachada que
vimos en Nosotros recordamos. Pero incluso esta renuncia pro forma
al antisemitismo era la única que los artífices de la nueva encíclica
podían atribuirle a un Papa. El mero hecho de citar esta renuncia
fuera de contexto —sugiriendo que, así aislada, expresaba una
sincera y arraigada posición papal— no era inocente y muestra hasta
qué punto es fácil que las estructuras del engaño puedan sesgar
argumentos que fueron escritos para expresar actitudes oficiales de la
Iglesia adoctrinante.
Habida cuenta de su participación en este decreto, el expediente de
Pío XI hasta 1939 no prometía una oposición particularmen-
-45
te radical a la persecución de los judíos, no porque la aprobara, sino
porque estaba demasiado preocupado por lo que él veía como la
persecución de los católicos a manos del mundo moderno. Pío
heredó el problema del Estado Vaticano legado por Pío IX (1846-
1878). Cuando la unificación de la Italia moderna le arrebató a la
Iglesia sus dominios temporales en Italia (1871), el nuevo gobierno
italiano le garantizó al Papa independencia dentro de su palacio
amurallado y en los terrenos de la basílica (el actual Estado del
Vaticano), y le ofreció indemnización financiera por las tierras
expropiadas. Pío IX acusó de ilegítimo al nuevo Estado y rechazó las
condiciones y la recompensa. Se calificó a sí mismo como «prisionero
en el Vaticano», y prohibió a los católicos tener relación alguna con el
poder usurpador: ni siquiera podían votar en las elecciones italianas,
so pena de excomunión.
Los sucesores de Pío (León XIII, Pío X y Benedicto XV) fueron
retirándose lentamente de los puntos más extremos de esta política
de distanciamiento respecto del gobierno italiano. Para cuando Pío XI
llegó al papado, las relaciones todavía no se habían reanudado de
manera formal. Sin embargo, en 1937, en un momento en que
Mussolini quería que la Iglesia aprobara sus acciones, Pío firmó el
Tratado de Letrán, por el que el Vaticano reconocía la legitimidad del
gobierno italiano, y el gobierno le pagó al Vaticano la indemnización
por los dominios perdidos (aunque un importe inferior al que en un
principio se le había ofrecido a Pío IX en 1871). 8 Al mismo tiempo, Pío
firmaba un acuerdo en el que definía a la Iglesia como políticamente
neutral en Italia, aunque se • reconocía el catolicismo como la religión
oficial del Estado, con derechos sobre el matrimonio y la educación
de los hijos.
A Pío le gustó la idea de estos acuerdos. Firmó otros similares con
México, España y Alemania, mediante los cuales se concedía a la
Iglesia una esfera de libertad en lo que se percibía como el mundo
hostil de los Estados seculares. La Iglesia renunció a la acción
política directa, que reemplazó con la «Acción Católica» (dedicada
principalmente al trabajo de evangelización con las organizaciones
juveniles y piadosas). Esta retirada de la política para proteger el
reino espiritual de la Iglesia afectó a los líderes de partidos católicos
—don Luigi Bosco, en Italia; Gil Robles, en España; y el Partido
Central, en Alemania— y facilitó el ascenso del
-46-
fascismo en dichos países. A Pío XI no le preocupó mucho, pues ya
albergaba un recelo antidemocrático hacia los parlamentos, otro
legado de Pío IX (véase capítulo 10). Ratti, como buen bibliotecario
que era, se apoyó en documentos de acuerdos vinculantes con jefes
de Estado, más que en las promesas electorales que bailaban al son
del humor cambiante «del pueblo». Cada vez que protestaba por el
crecimiento del totalitarismo en España, Italia o Alemania, lo hacía en
referencia a las violaciones de los concordatos que había suscrito con
ellos, lo que significa que él defendía sólo aquellos derechos de los
católicos especificados en los acuerdos.
Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII, había sido nuncio papal en
Alemania y, como secretario de Estado, redactó el concordato
alemán. Fue particularmente cuidadoso con su obra y ayudó a que la
protesta de Pío XI contra su transgresión (Con ardiente ansiedad)
entrara subrepticiamente en el país germano. Su actitud como
diplomático consistía en demostrar que el Vaticano estaba en todo su
derecho legal —si no el único permitido por el acuerdo— cuando
criticaba incumplimientos concretos de los compromisos por parte de
los gobiernos.
El resultado fue una apretada vigilancia de la red de disposiciones
que figuraban en los acuerdos, lo que más tarde se conocería como
la lucha de la Iglesia contra el totalitarismo. Si Pío XI atacaba a algún
gobierno en particular en términos que fueran más allá de los
concordatos, estaría poniendo en peligro la política de acuerdos con
otras potencias. Cuando los gobiernos evaluaron esta situación, como
era de suponer que hicieran, se dieron cuenta de que lo que para
ellos era una telaraña podía ser una cota de malla para el Vaticano,
que seguía depositando todas sus esperanzas en ese fino e
ingenioso tejido de tratos, satisfactorio para el bibliotecario que
maneja sus papeles cual raros documentos guardados durante
décadas con esmero, y para el legalista secretario de Estado que
estira sus disposiciones con sutileza.
Tal enfoque ya había evitado conflictos con los gobiernos en asuntos
como la persecución de los judíos, en especial cuando dicho enfoque
se reforzó con dos factores: la actitud del Vaticano hacia el
bolchevismo en general y hacia la supuesta afinidad de los judíos con
el bolchevismo. El cardenal Pacelli era el principal precursor de la
opinión del Vaticano que consideraba que el bolche-
—47—
vismo representaba la amenaza más seria a la que se enfrentaba la
Iglesia en el mundo moderno. Quizá los nazis corrompieran las
Iglesias, pero las dejaban existir. Los bolcheviques las abolían por
completo. Incluso cuando el nazismo se empezó a ver como un mal,
seguía siendo no sólo el mal menor sino un baluarte contra el mayor.
Esto ocasionó que las críticas a Alemania, si se hacían, fueran cautas
y negociadoras,
Esta cautela se aplicaba en particular a los judíos, pues se
sospechaba de ellos como íntimos partícipes de los conciliábulos del
socialismo internacional (a pesar de su persecución en Rusia). Como
prueba de esta obsesión del Vaticano, no hace falta ir más allá del
borrador de la encíclica de Pío XI; Humani Generis Unitas, que en
teoría defendía a los judíos, tiene un pasaje donde se mete a los
judíos en el mismo saco que a las almas descarriadas y llevadas «a
aliarse con quienes de manera activa promueven movimientos
revolucionarios que aspiran a destruir la sociedad borrando de la
mente de los hombres el conocimiento, la reverencia y el amor a
Dios».9
¿Cómo puede un pasaje así tener cabida en un documento
supuestamente contrario al antisemitismo? Muy sencillo. El padre
Ledochowski se aseguró de que así fuera cuando escogió como
colaboradores de La Farge a quienes él consideraba «de fiar». Al fin y
al cabo, Desbuquois había ayudado a Pacelli en la encíclica
anticomunista, Divini Redemptoris, y Gundlach había escrito un
párrafo sobre el «antisemitismo permisible» en Teología y léxico
eclesiástico de 1930. En él indica que el antisemitismo es condenable
sólo cuando es «político-racial», no cuando es «político-
gubernamental». Los judíos no deben ser discriminados sólo por ser
judíos. Pero los gobiernos tienen que protegerse de los judíos
«"asimilados", quienes, en su mayoría, se han dado al nihilismo moral
y, desprovistos de todo lazo de tipo nacional o religioso, operan tanto
en el campo de la plutocracia mundial [esto es, los judíos banqueros]
como en el del bolchevismo internacional, dando así rienda suelta a
los rasgos más oscuros del alma del pueblo judío desterrado de su
patria». Está claro que Gundlach pensó que ésa no era una actitud
peyorativa, pues trataba de igual forma «tanto a las sabandijas
semitas como a las "arias"». Además, los judíos tendían a ser, encima
de radicales, libertinos, y con ello obligaban
—48—
a Gundlach a proclamar un antisemitismo «asociado al avance de la
decadencia moral (la disminución de nacimientos)». 10
Que un sacerdote que se refiere a seres humanos como sabandijas
sea reclutado como paladín de los derechos humanos en nombre del
Papa es un claro indicador de la actitud del Vaticano hacia los judíos
en la década de los treinta.
Gundlach tampoco escondió sus opiniones en el texto creado por él y
sus compañeros jesuítas. He aquí otras partes de la «encíclica
oculta»:
Aunque injusta y despiadada, esta [actual] campaña contra los
judíos ha tenido al menos una ventaja, si puede llamarse así,
sobre la lucha racial, pues recuerda la verdadera naturaleza, la.
auténtica base de la separación social de los judíos del resto
de la humanidad [...]. [El Salvador] fue rechazado por ese
pueblo, violentamente repudiado y condenado por el más alto
tribunal de la nación judía como un criminal, de común acuerdo
con las autoridades paganas [...]. El acto por el que el pueblo
judío llevó a la muerte a su Rey y Salvador fue, en el fuerte
lenguaje de san Pablo, la salvación del mundo. Por otra parte,
cegados por una visión de provecho y dominio nacional, los
israelitas perdieron lo que ellos mismos habían salvado. 11
De esta manera se pedía a Pío XI que abrazara la causa de los
judíos, que no debían ser perseguidos a pesar de haber matado a
Cristo.
Más adelante, en otra triste ironía, la encíclica inspirada en los
argumentos de La Farge contra la segregación de los negros en el
sur de Estados Unidos pasa a abogar por la segregación de los
judíos:
Como resultado del rechazo del Mesías por Su propio pueblo, y
de Su correspondiente aceptación por el mundo de los gentiles,
que no era partícipe de las promesas hechas a los judíos,
encontramos una animosidad histórica del pueblo judío para
con el cristiano [la culpa la tienen las víctimas], que creará una
tensión perpetua entre ambos [...] [así, la esperanza de la
Iglesia en los judíos] no la ciega a los peligros espirituales a
que
—49—
se exponen las almas por el contacto con los judíos, ni hace
que ignore la necesidad de salvaguardar a sus hijos del
contagio espiritual [...]. Del mismo modo en que la Iglesia ha
alertado contra el exceso de familiaridad con comunidades
judías, que puede llevar a costumbres y formas de pensar
contrarias a las normas de la vida cristiana. 12

Cuando el borrador de la encíclica salió a la luz hacia 1970, estos


pasajes hicieron que mucha gente sintiera alivio por no haberla visto
nunca editada. Alimentaba viejos prejuicios a la vez que denunciaba
nuevas persecuciones. El padre Johannes Nota, un jesuíta alemán,
escribió: «Imaginemos estas palabras de nuevo en el contexto de la
legislación racista adoptada en la Alemania de aquellos tiempos. Sólo
cabe decir: "Gracias a Dios que este borrador siempre fue un
borrador."»13 De hecho, la vergüenza por estos pasajes puede
explicar por qué el Vaticano y los jesuítas han rehusado cooperar
para que toda esta historia salga a la luz, denegando el acceso al
borrador de Gundlach, y posiblemente a otras notas y cartas
comprometedoras.
No obstante, es difícil que ésta haya sido la causa de su fracaso en
1938. El factor clave en este descarrilamiento fue la petición del padre
Ledochowski al redactor jefe de Civilta Cattolica de corregir el
borrador elaborado en París. Tanto la revista como los redactores a
los que recurriera Ledochowski distaban mucho de mostrar simpatía
por los judíos entre 1920 y 1930 (el período del mandato de
Ledochowski). En un artículo de 1920 se hablaba de los judíos como
«ese asqueroso elemento [...] ávido de dinero [...] deseoso de
proclamar la república comunista mañana». La sinagoga estaba
«exhortando a esta multitud de partidos, ligas y logias [masónicas]» a
crear una revolución universal. Un artículo de 1936 citaba a un jesuíta
francés para demostrar que los judíos «sólo estaban dotados con las
cualidades propias de los parásitos». Una serie de artículos de 1937
abundaba en el tema de los judíos como «cuerpos extraños que
irritan y provocan la reacción del organismo que han contaminado».
En 1938 se comentó que Hungría podía ser salvada de la influencia
de los judíos, «desastrosa para la vida religiosa, moral y social del
pueblo húngaro», sólo si «el gobierno prohibía la entrada de
extranjeros [judíos] en el país». Al
—50—
final, el mismo padre Rosa, a quien el General de los jesuítas entregó
el borrador de Humani Generis Unitas para su corrección, respaldó
estos sentimientos en un artículo anterior de Civilta Cattolica:

La igualdad que los sectarios anticristianos le han garantizado


a los judíos, allí donde ha sido usurpado el gobierno del pueblo,
ha tenido el efecto de unir el judaismo y la masonería en la
persecución de la Iglesia católica y de elevar a la raza judía por
encima de los cristianos, tanto en el poder oculto como en la
opulencia manifiesta.14

Sugiero leer estas palabras de nuevo y recordar que fueron escritas


en septiembre de 1938, cuando se estaba acosando, expulsando y
aterrorizando a los judíos justo al otro lado de las murallas-del
Vaticano. De hecho, ocurrió tres semanas después de que los
italianos marcaran a todos los judíos extranjeros para su expulsión (y
dos semanas después de que Pío XI dijera: «Todos somos
espiritualmente semitas»). Es más, era el preciso momento en el que
entregaban el borrador de la encíclica al padre Ledochowski, quien
casi de inmediato se lo dio al autor de estas mismas palabras.
Podemos entonces estar seguros de que la encíclica no fue desviada
por el padre Ledochowski porque los autores —¿principalmente
Gundlach?— hubiesen sido demasiado duros con los judíos. Fueron
las ideas liberales, que se hacían eco del anterior libro de La Farge,
las que atemorizaron a los jesuítas del Vaticano. Ledochowski retrasó
la entrega de la encíclica (si es que no la evitó) al hombre que la
había encargado, aunque la recibiera de las manos del hombre a
quien se le encargó. El Papa estaba viejo y enfermo. El retraso en
ese momento era crítico por su salud y por la situación del mundo:
Hitler y Mussolini alcanzaban nuevos niveles de connivencia en el
manejo de los judíos. No era momento para dudar o atrasar, a menos
que hubiese intención de sabotaje.
Y, por supuesto, Ledochowski la tenía. No es difícil reconstruir su
razonamiento. Tenemos un Papa viejo y a punto de morir. Se había
salido de los canales normales para hacerle un encargo a un
estadounidense inexperto, y aunque Ledochowski siempre había
controlado lo que La Farge hacía y con quién, el americano sin
—51—
embargo elaboró un borrador que presentaba al Papa atacando a los
gobiernos que perseguían a los judíos:

Queda claro que la lucha por la pureza racial es sólo y en


definitiva la lucha contra los judíos. Salvo por su crueldad
sistemática, esta lucha no se diferencia, en cuanto a motivos
reales y métodos, de las persecuciones llevadas a cabo contra
los judíos en todas partes y desde la antigüedad. 15

Estas palabras activaron todas las alarmas en el Vaticano. Hemos


visto cómo reaccionaron los obispos un cuarto de siglo después, en el
Concilio Vaticano II, cuando salió a colación el tema de las
persecuciones en el pasado. Se trataba de un asunto en el que las
autoridades no querían entrar; y mucho menos, para asociar las
actividades nazis del momento con represiones «desde la
antigüedad». Además, darle relieve al trato dispensado a los judíos
iba en contra de la estrategia seguida por Roma, que consistía en
hablar solamente de derechos generales para todos los pueblos o de
los derechos católicos específicamente contemplados en diversos
concordatos.
El padre Ledochowski se tomó la libertad de impedir la puntual
entrega de la encíclica al Papa. ¿Por qué cargar al siguiente Papa
con la responsabilidad de la embestida errática y enfermiza de un
moribundo, ajena a las políticas ya comprobadas por la institución?
Quienes conocían el Vaticano desde dentro (y Ledochowski era de
los más íntimos) tenían claro que Pacelli iba a ser el siguiente Papa
—saldría electo en un cónclave de un solo día el 2 de marzo de
1939—; toda la estructura diplomática del Vaticano en la última
década había sido su creación. No sería extraño que Ledochowski
hubiera consultado a Pacelli sobre la conveniencia de someter la
encíclica a otra ronda de correcciones a cargo de una persona fiable
como Rosa. El general de los jesuítas había trabajado con Pacelli en
otras encíclicas. ¿Fue quizá la participación de Pacelli la causante de
la desgana mostrada por el Vaticano en revelar cualquier información
bajo su custodia sobre el destino de Humani Generis Unitas
En todo caso, la suerte estaba echada contra el esfuerzo de Roma
por oponerse a la persecución de los judíos, que pronto se con-
•52.
vertiría en el Holocausto. El papa Ratti deseaba sinceramente decir la
verdad, y probablemente lo habría hecho de no ser por una razón: él
era el Papa, y eso puede ocasionar que decir la verdad resulte
imposible. Ni siquiera el extraño que llegó a esta tarea con las manos
limpias fue capaz de elaborar un documento libre de racismo, de mala
teología, de histeria anticomunista y de segregación. Hasta donde
conocemos el historial incompleto ahora visible, él no protestó por lo
que sus colaboradores añadieron sobre la «contaminación» judía.
¿Cómo podía cuestionar a sus superiores, o a los hombres que
habían escrito los textos del Papa en otras ocasiones —o las
palabras del mismo Papa llamando a los judíos asesinos de Cristo—,
en el documento que sabemos que leyó durante la redacción del
borrador de la encíclica, el decreto de disolución de los Amigos de
Israel? Con la apertura que suponía el encargo a La Farge, Pío, en
lugar de romper las amarras, arrastró al estadounidense a las
estructuras del engaño que caen sobre aquellos que tratan de decir la
verdad en el Vaticano.
La convicción del Vaticano de que los judíos estaban aliados con el
socialismo internacional, el secularismo, el racionalismo, la banca, el
libertinaje y el control de la natalidad —con la modernidad como un
todo, tal como había sido definida de modo peyorativo en el siglo
xix— era otro legado de Pío IX, cuya presencia en el Vaticano aún no
se ha difuminado.

Pío IX

Pío IX —Pió Nono para los italianos— trazó la línea de oposición


contra la modernidad en 1858, el decimosegundo año de su reinado,
que duró cuarenta y dos años. Fue el año en que secuestró en
Bolonia a un niño judío de seis años, lo llevó a Roma y lo retuvo allí.
La acción de Pío, un pontífice hasta entonces popular, levantó
airadas protestas en todo el mundo, incluso entre algunos católicos.
Pero Pío afirmó que eso era justamente una señal de que los amigos
de los judíos odiaban a los cristianos. Civilta Cattolica reseñó en
aquel entonces un diálogo en el que un pastor extranjero le contaba a
Pío que el mundo moderno en su totalidad clamaba por el regreso del
niño judío. «Lo que usted llama el mundo
—53—
moderno —respondió Pío— es simplemente la masonería.»"' Un
prominente periódico católico, L'armonia della religione colla civilta
(La armonía de la religión con la cultura), hizo aún más espectacular
la vinculación entre judíos y revolucionarios en un artículo sobre el
caso titulado: «Los judíos de Bolonia y las bombas de Giuseppe
Mazzini.»17 El propio Pío le comentó al redactor jefe de un periódico
católico simpatizante que el «alboroto» por el niño judío lo estaban
causando «los librepensadores, los discípulos de Rousseau y Malthus
[este último, un malvado por fomentar el control de la natalidad]». 18
¿Cómo entró un Papa del siglo XIX en el negocio del secuestro?
Sucedió porque una joven cristiana del Estado pontificio de Bolonia
les dijo a sus amigos que había bautizado en secreto a un niño
enfermo, Edgardo Mortara, hijo de los señores judíos para los que
trabajaba como asistenta. El niño tenía sólo un año en ese entonces.
La Inquisición de Bolonia investigó el asunto, casi con toda
probabilidad a instancias de Pío IX, según la biografía de Pío de tres
volúmenes escrita por Giacomo Martina, S. J.19 Cuando se decidió
dar crédito a lo que contaba la mujer, a pesar de las insuficiencias de
su relato, se mandó a la policía a separar al niño (ya de seis años) de
sus padres. Bolonia todavía formaba parte del dominio temporal del
Papa, por lo que la policía estaba bajo su mando.
Cuando se llevaron al niño, la policía ni siquiera se molestó en
explicar a los padres el motivo de la captura, al principio, los Mortara
no tenían forma de refutar la historia contada sobre su hijo, puesto
que ni siquiera sabían cuál era esa historia. Hubieron de investigar
por su cuenta para dar con la mujer que había testificado en secreto
ante la Inquisición. Por aquel entonces, Edgardo ya había sido
enviado a Roma, donde el Papa lo recibiría cariñosamente y le diría
que iba a ser educado como cristiano. Cuando los padres de Edgardo
fueron de Bolonia a Roma para recogerlo, se les permitió visitar a su
hijo en el palacio Esquilino, pero no llevárselo. Civilta Cattolica
informó de que cuando la madre de Edgardo vio a su hijo con la
medalla mariana colgada al cuello se la arrancó con desprecio, lo cual
la delataba como madre inadecuada. 20
El Papa aseguró que estaba defendiendo valores espirituales contra
un mundo secular indiferente a los asuntos de fe: no podía
—54—
confiarse la educación de un niño cristiano a unos padres judíos.
Civilta Cattolica predijo que si el niño volvía sería presionado por su
familia para renunciar a la fe (como si en el Esquilino no le estuvieran
presionando para inculcarle la fe). Incluso podría ser torturado, sugirió
el jesuíta autor del artículo: «¿Sería justo y caritativo colocar a este
niño inocente en semejante cruz?» 21 Al evocar la imagen de un niño
crucificado, el artículo estaba hurgando en la antigua y perversa
tradición de acusar a los judíos de asesinatos rituales de niños
cristianos y, qué duda cabe, la acusación cobró nueva vigencia con el
caso Mortara. El periódico Il Cattolica publicó las siguientes líneas:
«Mientras la prensa libertina armaba tanto alboroto contra el Papa por
el caso del niño Mortara, se cometía el más horrible asesinato de un
niño cristiano a manos judías en Folkchany, una ciudad
moldavovalaca.» Un niño de cuatro años había sido encontrado
muerto a causa de múltiples heridas. Esa era la prueba, decía //
Cattolica: «El tipo de tortura es muy parecido al de Nuestro Señor, así
que no nos confundirán en cuanto a la intención de los más asesinos
entre los asesinos.»22 Otros periódicos mencionaron la historia, pero
olvidaron señalar que, tiempo después, se había descubierto que un
tío del niño había sido el asesino.
Algunos católicos no estaban convencidos de que el Papa estuviera
en lo correcto al retener a un niño contra la voluntad de sus padres.
Hasta Tomás de Aquino había dicho que los niños no debían ser
bautizados sin el consentimiento de sus padres, que tienen la
autoridad inmediata sobre ellos (ST 3 q 68,10 ad 2). Pero Pío era
insensible a los argumentos. Cuando un católico le escribió una
respetuosa carta sugiriendo que Edgardo debía ser devuelto a sus
padres, el Papa garabateó al pie de la misma: «Aberraciones de un
católico... que no se sabe el catecismo.» 23 Cuando su propio
secretario de Estado, el cardenal Antonelli, sugirió que Pío podía
estar alejando a otros países por el uso tan arbitrario del poder, el
Papa respondió que a él no le importaba quién estuviera en su contra:
«Tengo a la Santísima Virgen de mi lado.» Al embajador de Francia le
comentó que los Mortara se habían buscado el problema por emplear
ilegalmente a una cristiana como sirvienta.24 A otros emisarios que
acudieron a hablar de Mortara, el Papa les señalaba la imagen de
Cristo crucificado mientras declaraba: «Confío en Ese de ahí.»25
55-
El Papa, que realmente amaba a los niños, mimaba al pequeño
Edgardo, que estaba deslumhrado, como cualquier niño, por las
carrozas y soldados, las vestiduras y el esplendor del palacio. Incluso
una vez inscrito en un colegio religioso, solía visitar a su «padre» en
el Esquilmo. Más tarde recordaría cómo el Papa «jugaba conmigo
como un buen padre, me ocultaba bajo su gran capa roja y
preguntaba con simpatía: "¿Dónde está el niño?", para luego abrir la
capa, descubriéndome ante los espectadores».26 Cuando Edgardo se
dio cuenta de las críticas dirigidas al pontífice, Pío le dijo: «Hijo mío
[...] me has costado caro y he sufrido mucho por ti.» A otras personas
les comentó: «Tanto los poderosos como los impotentes trataron de
quitarme a este niño.» El se mantuvo firme porque «yo también soy
su padre».27
Cuando las delegaciones de la comunidad judía de Roma fueron a
suplicarle al Papa, éste perdió ante ellos su proverbial templanza y
los acusó de «levantar una tormenta en toda Europa con este caso
Mortara». A un líder judío le espetó: «¡Loco! ¿Quién eres tú?» A otro
le dijo: «Baje la voz. ¿Olvida usted ante quién está hablando?» Dado
que, en sus liberales primeros tiempos como Papa, Pío había eximido
a los judíos de Roma de algunos requisitos (como la asistencia
obligatoria a sermones proselitistas), ahora les imprecaba:

¡Supongo que éste es el agradecimiento que recibo por todos


los beneficios que os he dado! Tened cuidado, pues yo podría
haberos hecho daño, podría haberos hecho volver a vuestro
agujero. Pero no os preocupéis: mi bondad es tan grande, y es
tan fuerte la piedad que siento por vosotros, que os perdono. 28

Sir Moses Montefíore, distinguido filántropo británico y judío, siendo


ya anciano hizo un viaje especial a Roma para implorarle a Pío, pero
fue desairado.29 En Inglaterra y en Estados Unidos, la situación de
Edgardo fue aprovechada por los anticatólicos para desacreditar a la
Iglesia. El caso fue lo bastante importante como para generar treinta y
un artículos en el Baltimore American, veintitrés en el Milwaukee
Sentinel y más de veinte en The New York Times. The New York
Herald dijo que el interés por el caso
—56—
había alcanzado «dimensiones colosales». Se presionó al presidente
James Buchanan para que denunciase públicamente la captura del
chico. Se vio obligado a responder que no podía mediar en los
asuntos internos de otro país. 30 Lo paralizó el hecho de que en
Estados Unidos, en 1858, dos años antes de estallar la guerra civil,
todavía muchos niños eran separados de sus padres en los estados
esclavistas del sur del país. La protesta internacional puso en aprietos
al gobierno francés, cuyas tropas ocupaban Roma en apoyo al Papa
contra sus propios rebeldes. Los franceses no querían que se les
viera como cómplices de ese crimen, y su embajador analizó con el
líder nacionalista italiano, Gamillo di Cavour, la idea de acabar con la
crisis secuestrando de nuevo al chico.31
En 1864, seis años después del secuestro de Edgardo, un niño judío
de nueve años, Giuseppe Coen, fue bautizado en Roma sin el
permiso de sus padres y apartado de ellos. Esto renovó la indignación
que provocara el caso del niño Mortara, en tal medida que algunos
afirman que contribuyó a la pérdida de las propiedades temporales
del Papa en 1870, pues algunos alegaron que un gobierno capaz de
hacerle eso a los niños no podía contar con el apoyo de aliados
civilizados. Cuando los franceses retiraron sus tropas de Roma, con
lo que precipitaron la caída de Pió Nono, tenían otras razones para
hacerlo, pero tampoco sintieron remordimiento alguno por dejar de
apoyar el desacreditado régimen papal. Los países católicos fueron
los más avergonzados por el asunto. El embajador austríaco escribió:
«Italia [el gobierno secular triunfante] debería estar levantando arcos
de triunfo en honor de este pequeño judío [Coen].» 32 La palpable
unanimidad de las naciones hizo que Pío le reclamara a Edgardo en
1867:

Tu caso levantó una tormenta mundial contra mí y contra la


sede Apostólica. Gobiernos y pueblos, tanto los dirigentes del
mundo como los periodistas, que son los que de verdad tienen
el poder en estos tiempos, me han declarado la guerra. Hasta
los monarcas han entrado en combate contra mí, y a través de
sus embajadores me han inundado de mensajes diplomáticos,
y todo esto lo has provocado tú. Mientras tanto, nadie se ha
preocupado por mí, padre de todos los creyentes.33
•57-
Pío se sintió recompensado; no sólo por la «persecución», que lo
igualó con su Salvador, sino por el hecho de que Edgardo completó
su educación católica, entró en el seminario y se ordenó sacerdote.
Pío arremetió entonces con renovadas acusaciones contra el «mundo
moderno». Presentó su funesto Syllahus errorum el mismo año que
Coen fue secuestrado, y cinco años más tarde convocó un concilio
ecuménico para declararse infalible (véase capítulo 12). Ya no eran
los gobiernos seculares quienes le acusaban de despotismo, sino un
católico tan leal como John Henry Newman, quien, en 1870, escribió:
«Hemos alcanzado un climax de tiranía. No es bueno que un Papa
reine veinte años» (N 163).
El ambiente creado por Pío Nono no se disipó en Roma en el tiempo
que transcurrió entre su reinado y el de Pío XI. De hecho, Pío X
instituyó una política de acoso y derribo contra los intelectuales
católicos que luego fue calificada de macartismo teológico, por acusar
a sus propios sacerdotes de haberse rendido ante el racionalismo
moderno. Y el periódico jesuíta del Vaticano no dejó de tocar sus
tambores de guerra contra los judíos acusándolos de portavoces de
la modernidad. En 1886 se publicó un artículo en el que se alegaba
que «los judíos siempre han perseguido a los cristianos». En 1892, el
periódico acusó a los judíos de «una guerra implacable y despiadada
contra la cristiandad, en particular contra el catolicismo, además de
una arrogancia desbocada en la usura, en los monopolios y en una
serie de robos de todo tipo en perjuicio de la misma gente que les
otorgó la libertad civil». 34 El padre Rosa defendía los artículos de
1890 de Civiltá sobre los judíos justo cuando estaba a punto de recibir
el borrador de la encíclica Hu-mani Generis Unitas de su superior
jesuita.
Éste era el tipo de lenguaje grosero que fluía del Vaticano en un
raudal continuo incluso cuando Pío XI trató de apartarse del histórico
proceder de la Iglesia. Un corte semejante no se consigue fácilmente,
en ninguna institución, y menos en una que proclama nunca haber
estado equivocada, nunca haber perseguido, nunca haber cometido
injusticias. Dado que hay tamo para esconder, el impulso de seguir
escondiendo se vuelve imperativo, automático, casi inevitable. Las
estructuras del engaño nunca fueron más opresivas: el producto
acumulado de todas las evasivas pasadas, las explicaciones falsas,
los rechazos categóricos, profesiones, deferen-
-58-
cias, beaterías, trucos, deslices y cobardías. Se ha pensado, sin duda
alguna, que dejar escapar la verdad a través de esta intrincada trama,
esta criba de deflectores, celosías y postigos, pondría a la Iglesia en
un aprieto. Pero seguir eludiendo la verdad es aún más complicado, y
un crimen: un insulto a aquellos que han sido agraviados y cuyo
agravio no será reconocido. Cuando la verdad se mantiene patente
en el umbral, el instinto aconseja encerrarse tras la puerta y no mirar
afuera. Esto no es sino encarcelarse en la oscuridad al tiempo que se
hace un flaco favor a la luz del mundo.

NOTAS

1. Georges Passelecq y Bernard Suchecky, The Hidden Encyclical of


Pilis XI, traducido del francés al inglés por Steven Rendall, con
prólogo de Garry Wills, Harcourt Brace & Company, 1997, pp. 138-
139. [Un silencio de la Iglesia frente al fascismo: la encíclica de Pío XI
que Pío XII no publicó, traducido por Isabel González-GallarzayJosé
M. López Vidal, Promoción Popular Cristiana, 1997.]
2. Ibíd.,pp. 144-151.
3. Ibíd., pp. 101-110. Se menciona a los judíos sólo cuando se afirma
el derecho de los católicos a enseñar el Antiguo Testamento, y aquí
figura la desafortunada referencia a los judíos como «el pueblo» que
mató a Cristo. Véase cap. 1, nota.
4. Ibíd., p. 36.
5. Ibíd, p. 37.
6. Ibíd, pp. 97-98.
7. Ibíd., pp. 98-99. Las citas vienen de un artículo aparecido en la
Nouvelle revue théologique, donde se publicó el texto del decreto en
latín. El comentario es del padre jesuíta Jean Levie.
8. Mussolini deseaba tanto la aprobación de la Iglesia hacia 1935 que
se pasó casi a la derecha del Papa en algunas declaraciones, al
¡legalizar el divorcio, la contracepción y el aborto, además de las
penalizaciones legales para todo aquel convicto por adulterio, sífilis o
impudor. Dennis Mack Smith, Mussolini, Alfred A. Knopf, 1982, pp.
159-161.
9. Passelecq y Suchecky, op. cit, Humani Generis Unitas, párr. 1.142,
p.252.
•59-
10. Ibíd, p. 48 (Lexicón für Theologie und Kirche, vol. 1, segunda
edición, Herder, 1930, pp. 504-505).
11. Passelecq y Suchecky, op. cit, Humani Generis Umtas, párrs 133-
136, pp. 247-249.
12. Ibíd., párrs. 141-142, pp. 251-253.
13. Ibíd., p. 12.
14. Ibíd.,pp. 124-135.
15. Ibíd.,párr.l31,p.246.
16. David I. Kertzer, The Kidnapping o f Edgardo Mortara, Alfred A.
Knopf, 1997, p. 157 [Secuestro de Edgardo Morata, Plaza y Tañes
Editores, S.A., 2000.]
17. Ibíd., p. 139.
18. Ibíd., p. 158.
19. Giacomo Martina, S. J, Pío IX (1851-1866), Miscellanea historiae
ecclesiasticae in Pontificia universitate Gregoriana 51,1986.
20. Kertzer, op. cit., p. 112.
21. Ibíd, p. 113.
22. Ibíd., pp. 136-13 7.
23. Ibíd., p. 85.
24. Martina, op. cit., p. 32.
25. Kertzer, op. cit., pp. 81, 157.
26. Ibíd., p. 255.
27. Ibíd., p. 161.
28. Ibíd, p. 159.
29. Ibíd, pp. 163-170.
30. Ibíd, p. 127.
31. Ibíd, pp. 119-121.
32. Ibíd., p. 259.
33. Ibíd., p. 260.
34. Ibíd.p. 136.
-60-
3

Usurpando el Holocausto

Edith Stein, quien nació judía en 1891 y murió monja en Auschwitz en


1942, tuvo, desde el punto de vista intelectual, una de las vidas más
aventureras del siglo XX. Es, desde cualquier punto de vista, un
gigante: de pensamiento profundo, dedicada al servicio, desafiante en
su originalidad. Entonces, ¿por qué alguien habría de sentirse
ofendido si su Iglesia la declarase santa? Lo cierto es que muchos
judíos (y no pocos cristianos) se enfadaron por la canonización de la
hermana Teresa Benedicta de Cruce, que fue como se llamó como
monja carmelita. A lo largo del proceso en el que Juan Pablo II la
beatificó, en 1987, y luego la hizo santa, 1998, se presentaron
objeciones enérgicas a incorporarla en el santoral. Puede parecer
extraño que los no católicos se interesen por lo que los católicos
alaban. Si tenemos libertad de expresión, ¿no está incluida la libertad
de oración? Pero las cosas son más complicadas que todo eso.
Algunos objetan el hecho de que, al momento de su muerte, no fuese
conocida por su nombre religioso sino por el étnico, como si todavía
fuera judía. «Está claro que Edith Stein como hermana Teresa
Benedicta de la Cruz —como la bendecida por la Cruz— no satisface
las definiciones categóricas ni las obligaciones de un judío, aunque la
Iglesia insiste en que ella murió como "una hija de Israel".»' Otros
encuentran en su tratamiento la sugerencia de que el único judío
bueno es el judío converso. Y algunas personas se sienten como su
sobrina, que asistió a la beatificación de Stein y luego se dirigió a una
sinagoga como quien se somete a una ceremonia de purificación y
dijo: «La religión cristiana a la que Edith
—61—
Stein se ha convertido es a nuestros ojos la religión de nuestros
perseguidores.»2 Pero el malestar más profundo viene de la sospecha
de que Stein sea un símbolo manipulado para darle la razón a los
católicos que piensan que tanto ellos como los judíos fueron víctimas
del Holocausto.
Algunas de estas reacciones son extremas, otras enfermizas; pero si
nos detenemos en cada una de ellas, es fácil ver que la causa del
resentimiento no es la propia Stein sino el uso que se hace de ella.
Consideremos a título de ejemplo esta pregunta que propone Judith
Herschcopf Banki:

Si Edith Stein hubiera nacido judía en otro tiempo, si se hubiera


convertido al cristianismo, si hubiera ingresado en una orden
católica romana, si hubiera sido enviada al Lejano Oriente o a
África y hubiera sido asesinada allí por una ola de violencia
anticristiana, ¿acaso su beatificación habría provocado la
misma preocupación entre los judíos?3

La respuesta es que no, por supuesto, y por razones que van incluso
más allá de lo que Banki sugiere. Podemos preguntar,
parafraseándola, si en esas circunstancias se habría propuesto la
canonización de Stein, si se habrían manipulado las reglas del
proceso sólo para ella, si se habría escrito la historia de su tormento,
si se le habría atribuido un milagro para asegurarse de que iba a
ganar su aureola. Porque eso es lo que está en tela de juicio aquí, no
los grandes méritos de Stein ni su profunda santidad. El problema no
radica en lo que ella fue, sino en los servicios postumos que se le
exige realizar.
Antes de entrar en materia, deberíamos hacer historia y analizar
quién fue y qué hizo. Eso hará que todo parezca más extraordinario
que la forma en que se la utiliza contra su propio pueblo. Fue la última
de los siete hijos que sobrevivieron (cuatro murieron al nacer) de una
devota madre ortodoxa que heroicamente levantó esta numerosa
familia y administró un negocio huérfano de jefe tras la muerte de su
esposo (cuando Edith tenía dos años). Por nacer el día de Yom
Kippur, Edith fue la favorita de su madre, la hija más brillante en un
grupo de genios, un prodigio que tuvo que adentrarse en lo
desconocido: al principio, en el ateísmo de ado-
-62
lescente; y luego, en la formación como filósofa profesional. Se
doctoró summa cum laude en Góttingen, donde fue la estudiante
predilecta del fundador de la fenomenología, Edmund Husserl.
También estudió con el disoluto fenomenologista católico Max
Scheler, en cuyo libro, The Nature of Sympathy, basó su tesis
doctoral: El problema de la empatia. (Otra persona que hizo su tesis
doctoral sobre Scheler, sin tener la ventaja de haber estudiado con él,
fue Karol Wojtyla.) Su primer trabajo erudito constituye la clave de su
espiritualidad. He aquí su razonamiento: formamos una personalidad
y alcanzamos nuestra propia interioridad sólo a través de la
interacción con otras interioridades. La nuestra es una subjetividad
reflexiva. Exploro otras personas parecidas a mí y diferentes de mí, y
al hacerlo defino una personalidad: de manera que la persona aislada
es una no-persona. El progreso moral consiste en crear una
personalidad que pague sus deudas a las otras personalidades que la
ayudaron a ser. Romper o socavar esta interacción respetuosa con
otras mentes es morir desde el punto de vista moral:

Considerarnos a nosotros mismos en una percepción interna,


es decir, considerar nuestro «yo» psíquico y sus atributos,
significa vernos como vemos a otro y como él nos ve [...]. Así
es como la empatia y la percepción interna trabajan de la mano
para darme a mí misma [...]. Por empatia con estructuras
personales diversamente compuestas aclaramos si somos y si
no somos más o menos que otros. De esta manera, unido al
autoconocimiento, contamos además con una ayuda
importante para la autoevaluación [...]. Cuando topamos con
gamas de valores que nos resultan familiares, y lo hacemos
con actitud de empatia, tomamos conciencia de nuestras
propias deficiencias o carencias [...]. Aprendemos a ver que
nos definimos a nosotros mismos en términos de más o menos
valor en comparación con otros. 4

Esta teoría moral estaba parcialmente formada y probada cuando


interrumpió sus estudios, durante la Primera Guerra Mundial, para
servir como enfermera en la sección tifoidea de un hospital militar
donde atendió a personas de muchas nacionalidades
—63—
y se adentró en las diferentes maneras de encarar el sufrimiento. 5
Cuando Adolf Reinach, su profesor más apreciado, murió en el frente,
Stein quedó impresionada por la forma cristiana en que su joven
esposa afrontó la separación entre sí misma y el otro ser. Sintió que
la mayor interacción de las subjetividades se da con Dios, y pensó en
hacerse luterana como los Reinach. Eso no habría molestado tanto a
su madre como abrazar el credo de una Iglesia conocida por su
acoso a los judíos. Aun a pesar de su genuino amor por su pasado, el
destino la condujo a un espectacular rompimiento con él, como si el
reto de la empatia, siendo más duro, hiciera aflorar más su propia
identidad. Es por eso por lo que, con el tiempo, ser católica no sería
suficiente: tenía que ser carmelita.
Sin embargo, cuanto más lejos de su punto inicial lanzaba su
empeño, más importante se hacía regresar e incluir en su experiencia
todo lo que había sido antes. Incluso convertida al catolicismo, no
dejó de llevar a su madre a la sinagoga y rezar con ella. Nunca trató
de convertir a su madre ni a judío alguno. Nunca se consideró una ex
judía. De hecho, cuando hablaba de su conversión, dijo:
«Mi regreso a Dios me hace sentir judía de nuevo», una afirmación
que los judíos reprobaron, y con razón, pero que era indisociable de
su forma de ver la empatia como un viaje a otras mentes sin perder el
sentido previo de sí misma.6 Su afirmación representaba, al menos
desde un punto de vista subjetivo, más una necesidad psicológica
que una afrenta teológica. Sintió profundamente la pérdida de la fe
judía de Husseri, y se llenó de alegría cuando regresó a la religión
antes de su muerte: «Respecto a mi querido maestro, no me
preocupo por él. Siempre me ha parecido extraño pensar que Dios
pueda restringir su misericordia a los límites de la Iglesia visible.» 7
Incluso como monja carmelita usaba su nombre de pila si publicaba
como filósofa, aunque sabía que a los editores no les gustaba porque
sonaba a judío. En 1936, una vez terminado su mag-num opus, Sobre
el ser finito y el ser eterno, descubrió que el tratado no podía
publicarse bajo su nombre judío. Stein rehusó adoptar un nombre
aceptable para el gremio de escritores arios." En 1933, antes de
Pascua, le escribió a Pío XI regándole que dirigiera una encíclica
contra la persecución de los judíos, cosa que éste trataría de hacer
seis años después, sin éxito. Mucho antes de
—64—
morir por ser judía, le habían impedido ejercer como profesora por la
misma razón. Incluso fue obligada a salir de uno de los conventos de
su orden por ser judía, puesto que suponía una amenaza para la
seguridad del resto de las hermanas. En 1933, cuando la persecución
de los judíos se intensificó, comenzó su obra Life in afewish Family
[La vida en una familia judía], con la esperanza de que incluso los
perseguidores pudieran empalizar con la familia tan humana que
describía en ella, ofreciendo una imagen muy lejana de la creada por
la propaganda nazi: «¿Acaso está el judaismo representado sólo por,
o, mejor dicho, acaso son su única y genuina representación los
poderosos capitalistas, los literatos insolentes, o aquellas cabezas en
ebullición que han dirigido los movimientos revolucionarios en las
últimas décadas?» Stein ofrece un cálido retrato de su madre como
refutación viviente de esas caricaturas, sin sacar a colación su propio
cristianismo en ningún momento.
Ni siquiera una judía erudita incapaz de admirar su conversión podía
tomarla como una desertora. Según Judith Herschcopf Banki, su
primera fe le falló, de alguna forma:

Podemos lamentar su conversión a lo que su sobrina llamó «la


religión de nuestros perseguidores». Pero dada la
extraordinaria combinación de brillo intelectual y hambre
espiritual que hay en ella, ¿adonde habría llegado en la
comunidad judía de su tiempo? ¿Acaso había una Tora
talmúdica, alguna escuela rabínica que hubiera tomado en
serio sus inquietudes filosóficas? ¿Cómo hubiera podido, en
tanto que mujer, uncirse al rico y exigente legado del
pensamiento rabínico siendo mujer, y por añadidura propensa
al debate? Recordando la repetida historia dé Franz
Rosenzweig, quien en el mismo umbral de la conversión al
cristianismo desistió de hacerlo tras una visita a una sinagoga
ortodoxa la víspera del Yom Kippur, la rabina Nancy Fuchs-
Dreimer se pregunta si Rosenzweig seguiría siendo judío si
aquella noche decisiva le hubiesen apremiado a sentarse
detrás del mehirz, la reja que en la sinagoga separa a las
mujeres del resto de la congregación. No sabemos la
respuesta, pero la pregunta debería incitarnos a encontrar en el
judaismo un ambiente hospitalario para mujeres con el don de
una Edith Stein. 9
—65—
¿Significa esto que Edith Stein no representa tanto una conversión
del judaismo al cristianismo como una convergencia de ambos, tal
como lo sugiere Rachel Feldhay Brenner en un profundo y
conmovedor ensayo? No del todo. Aunque Stein pensaba
constantemente en «su pueblo», siempre se trataba de un pueblo
cuyas escrituras se cumplían en Jesús. Ella no pensaba que todos los
judíos tenían que convertirse, uno por uno, sino más bien que Jesús
los incluiría en la salvación prometida a pesar de su falta de fe en Él.
Ése es el significado de las palabras que se supone que dirigió a su
hermana cuando llegaron los guardias para llevarlas a la muerte:
«Ven, vamos por nuestro pueblo.» Por ellos, no con ellos. Ella ofreció
sus sufrimientos, al unísono con los de Cristo en la cruz, como
redención de su pueblo. Escribió, antes de ser capturada, pero
consciente de poder morir en las persecuciones, que ofrecía su vida
«por el pueblo judío, por que el Señor sea recibido por los suyos y
llegue la gloria de su reino».10 Es significativo que no ofrende su
sacrificio para redimir los pecados de los perseguidores cristianos,
sino para redimir la incredulidad de los perseguidos. Esto inutiliza la
presentación de Stein como una base para la reconciliación. La
reconciliación de dos creencias no es lo mismo que el reemplazo de
una por otra.
La vida y obra de Stein son fuente de inspiración, al margen de
cualquier afirmación que hiciera en nombre de su Iglesia sobre las
persecuciones del Holocausto. De hecho, su primera promoción en el
proceso de beatificación no describe su muerte como un martirio. Fue
promovida como «confesor» de la fe. En la nomenclatura de santidad
católica, confesores son aquellos que llevan una vida de santidad
ejemplar, en oposición a los mártires, que dan la vida por su fe. En los
inicios de la Iglesia, los primeros en ser declarados santos fueron los
mártires y sus reliquias fueron veneradas. Todavía hoy son los santos
«privilegiados». Los mártires pueden no haber tenido vidas tan
ejemplares, pero purgaron sus pecados con sangre. Bajo las normas
actuales de la Iglesia, el caso de un mártir es mucho más duro que el
de un confesor, tanto que en el primero no hace falta verificar
oficialmente dos milagros para beatificarlo, mientras que en el
segundo sí.11 (De hecho, si la presunción de la dignidad del mártir es
sólida, la realización de los milagros le será más fácil y corriente, por
la lógica del sistema.)
—66—
Stein fue propuesta como confesora, ya que se asumió que no había
muerto por su fe, como debe hacerlo un mártir. No la mataron por ser
católica. Uno de sus primeros defensores, también converso del
judaismo, monseñor John Oesterreicher (de cuya gran labor por la
declaración sobre los judíos en el Concilio Vaticano ya tenemos
noticia), dijo: «Por supuesto que si sus padres no hubiesen sido
judíos nunca habría sido asesinada.»12 Supongamos por un momento
que su causa hubiese seguido.ese camino y se hubiera justificado:
que hubiera sido beatificada y luego canonizada como confesora.
Incluso en ese caso, si su propio sentido del tormento en aras de sus
descreídos parientes hubiese salido a colación, no habría razón para
decir que fue una figura de reconciliación, pero tampoco habría
motivo para que los judíos se ofendiesen por el honor que se le
rendía. Nadie habría sostenido que muriese por otra razón que no
fuera la de sus vínculos sanguíneos.
Eso no fue lo que sucedió. Un confesor, como ya he dicho, se
diferencia de un mártir en que es preciso demostrar su intervención
en dos milagros confirmados para ser declarada beato (bendito), y
durante años no se le pudo atribuir ni uno a Stein. Como veremos
más adelante, no fue nada fácil dar con el milagro necesario. Ni
siquiera en el momento de su beatificación había un milagro más o
menos convincente que esgrimir. Por supuesto, es bastante común
que se proponga la beatificación de una persona y luego languidezca
en esa condición de candidato por muchos años —incluso para
siempre— si no se puede demostrar el milagro. Pero en el caso de
Stein había una urgencia que no dependía tan sólo de sus virtudes.
La canonización tiene para la Iglesia un propósito didáctico. Se
proponen santos por las lecciones que enseñan, las necesidades que
cubren, las prioridades que los líderes de la Iglesia quieren resaltar.
Los mártires son el modelo a seguir en tiempos de persecución; los
monjes, en períodos de ascetismo. La mayoría de los confesores han
sido vírgenes, sacerdotes o religiosas, lo cual sugiere que estas
condiciones son superiores a la de estar casado. Cuando se
canonizaba a un laico, a menudo era también un mártir (como Tomás
Moro). Siempre ha habido un empeño especial en canonizar a los
fundadores de órdenes religiosas para mostrar su legitimidad y
alentar a sus miembros. Los santos especialmente devotos
—67—
de María (como Bernardette de Lourdes) promueven el culto a la
Virgen. Algunas veces también se tienen en cuenta las sensibilidades
nacionales. Durante muchos años, no se canonizó a los sacerdotes
jesuítas martirizados en la época de Isabel I porque eso podría haber
ofendido a los ingleses. Por otro lado. Pablo VI mantuvo en suspenso
los expedientes de los mártires de la guerra civil española como
muestra de su desaprobación del régimen de Franco, que era el que
los apoyaba.13 Pero la sensibilidad judía no tenía peso específico en
el proceso de Stein.
¿Cual fue el aspecto de la vida de Stein que provocó entre los
funcionarios la urgencia de su promoción, a pesar del evidente recelo
de los judíos? El Vaticano niega que fuera para fomentar
conversiones entre los judíos. Lo urgente no era en principio celebrar
su martirio, puesto que en su origen no se la llamó mártir. ¿O
después de todo sí fue una mártir? Lo que en un primer momento
parecía una forma de ir más allá del asunto de la dispensa para los
milagros necesarios pronto se convirtió en una salida que entusiasmó
a los abogados de Stein: la idea de que ella murió por su fe y no por
su parentesco. Pero para demostrarlo, los funcionarios tenían que
probar que los asesinos actuaron impulsados por odium fidei, un odio
obsesivo de la religión. En las historias tradicionales de mártires, este
motivo se refleja en que se le ordena a la víctima renunciar a su fe o
realizar actos contra ella, como rendir culto a ídolos paganos, o
cometer sacrilegio contra el crucifijo. Nada de esto se verificaba en el
caso de Stein. No se le pidió renunciar al cristianismo, ni fue tentada
al sacrilegio. Ella era cristiana, pero también las demás monjas del
convento donde la arrestaron, y a ellas no se las llevaron. Sólo
detuvieron a su hermana Rose, también conversa al catolicismo, que
vivía en el convento aunque no era monja. •Las religiosas de su orden
sabían qué estaba en juego cuando la obligaron a ir de un convento a
otro: sus orígenes judíos hicieron que incluso sus compañeras
carmelitas le dispensaran un trato diferencial.14 No hay ninguna
indicación de que el trato que se le dio en el campo de concentración
haya sido diferente del recibido por sus correligionarios judíos.
Tampoco ella vio su propia muerte como testimonio de su fe, tal como
lo indica el hecho de que intentara eludirla: dejó varias notas en las
paradas del tren rumbo al campo de concentración pi-
—68—
diendo ayuda al consulado suizo, incluso ofreciendo dinero a cambio.
No hay nada cuestionable en ese comportamiento tan sensato si lo
hacía por huir del odio antijudío. Ahora bien, de haberlo hecho por no
querer ser testimonio de la fe, ya no sería tan admirable, sino algo así
como sobornar para alejarse de los cristianos y de los leones que los
esperaban en la arena del circo. Sabía a ciencia cierta que no era
odio hacia la fe católica lo que movía a sus asesinos. Sobre sus
motivaciones no cabe la menor duda.
Pero los defensores de Stein estaban decididos a plantear la
cuestión. Crearon una mentira histórica para promover su causa.
¿Acaso lo hicieron sólo para darle la vuelta al requisito del milagro? Si
nos restringimos a su beatificación, eso puede discutirse. Pero si
vamos a su canonización, y la unimos con otras canonizaciones
relacionadas con el Holocausto, está claro que Stein resulta de gran
utilidad para defender el argumento de Nosotros recordamos: que la
Iglesia estaba más con los perseguidos que con los perseguidores
durante el Holocausto. A fin de limpiar parcialmente la culpa de la
Iglesia por el Holocausto, usurparían en parte el sufrimiento de los
judíos separando a Stein a la hora de su muerte. Estaban
convirtiéndola en un signo de división, lo último que hubiera querido
ser.
¿De dónde sacó el Vaticano la absurda idea de que Stein murió por
ser católica y no por judía? De una serie de oblicuas artimañas. Stein
fue arrestada en una redada de judíos holandeses que había
provocado las protestas de las autoridades cristianas en los Países
Bajos. En una declaración conjunta de obispos católicos y ministros
protestantes, los clérigos cometieron el error de señalar a un grupo
con especial énfasis: «En el caso de los cristianos de ascendencia
judía, nos mueve una consideración especial; a saber, tales medidas
les haría romper con la participación en la vida de la Iglesia.» 15 Eso
les proporcionó a los nazis una carta negociable. Dijeron que harían
una excepción con los judíos bautizados si los obispos silenciaban
sus protestas, lo que hicieron de inmediato. Pero cuando las
deportaciones continuaron, los clérigos volvieron a levantar la voz. La
mayoría de ellos calló de nuevo cuando el comisario del Reich en los
Países Bajos prohibió la interferencia, pero el obispo de Utrecht envió
una carta pastoral a sus parroquias denunciando las deportaciones.
Los nazis, en respuesta, cancelaron
—69—
las excepciones a los bautizados, y fue entonces cuando sacaron del
convento a Edith Stein.
Los abogados de la causa de Stein alegan que la respuesta nazi a la
protesta del obispo equivale a odium fidei, y que ésa fue la causa
inmediata de la muerte de Stein. Pero, ante todo, la religión no era el
argumento en el intento de chantaje de los nazis. Ellos iban a
deportar judíos. Reconocieron que, para comprar el silencio del
obispo, no tratarían a los conversos como judíos; pero que de no ser
así, seguirían tratándolos como judíos. El castigo no era para
cualquier católico, o para católicos por católicos. Si así hubiera sido,
habrían expulsado a otras monjas del convento, y no sólo a aquellas
de padres judíos. Rose Stein fue la única persona laica sacada del
convento, donde vivía con Edith. También ella era católica conversa,
pero no fue por eso por lo que la arrestaron.
Si la razón era el odio al obispo, los nazis lo habrían arrestado a él.
Pero, aparte de los que nacieron judíos, ningún otro católico fue
castigado a resultas de su carta. No se formuló otra nueva política
centrada en los católicos. Se aplicó la vieja política a todos los judíos,
sin excepciones. Si alguien le hubiera preguntado a cualquier oficial
de la cadena de mando nazi si las Stein fueron arrestadas con arreglo
a algún otro programa que no fuera el antisemita, habría respondido
que no sabía de qué se le estaba hablando. Además, la respuesta
inmediata a la declaración del obispo se confinó a la deportación
holandesa. No tenemos noticia de que se trasmitiera a Polonia ningún
mensaje para quienes recibían a los deportados en Auschwitz, con la
consigna de que a las Stein había que tratarlas como católicas y no
como judías. No existe ningún indicio que sugiriera que «a éstos los
matamos por judíos, pero a éstos por católicos». Además, si había
odiufidei por ]udith, ¿por qué no por Rose? ¿Cómo es que el martirio
que se le infligió a la hermana no bastó para hacerla beata? Puede no
haber sido tan santa como su hermana, pero la sangre de un mártir
lava todos sus pecados, y Rose tampoco necesitaría ningún milagro
para ser beatificada si era una mártir.
Era tan débil el vínculo causal entre la declaración del obispo
holandés y los asesinatos en Polonia que hasta el relator oficial de
Stein ante el Vaticano (defensor de la beatificación) tuvo que darle un
carácter más vago y lato (y más útil a efectos eclesiásticos) a sus
—70—
declaraciones sobre el supuesto ánimo anticatólico de los
perseguidores. El dominico alemán que promovía su causa, Ambrose
Eszer, proclamó que puesto que no había una política evidente de
perseguir a la Iglesia católica como tal, la misma falta de evidencia de
esa política era la prueba de lo demoníacamente brillante de la
persecución:

El tirano moderno es muy sofisticado. Pretende no estar en


contra de la religión, ni siquiera interesado en ella, por lo que
no indaga en la fe de sus víctimas. Sin embargo, en realidad, o
no tiene religión o convierte una ideología en una especie de
religión. Lo vemos con los comunistas y lo vimos con los nazis.
En mi positio [documento jurídico] sobre Edith Stein, mi
argumento principal es que la Iglesia no puede aceptar los
argumentos que criminales y perseguidores esgriman en
relación con ella. No podemos dar ventaja en este proceso a
quienes sabemos que son unos mentirosos, sólo porque digan
que no están contra la religión.16

En un lapsus significativo, el padre Eszer habla de los oficiales del


campo de concentración como si estos se opusieran a la beatificación
de Stein y mintieran con su silencio respecto a sus motivos reales.
Mal podían cuestionar un proceso del que no sabían nada, ni se les
podía «dar ventaja» en el mismo. Está claro que Eszer metía en el
mismo saco a los mudos ejecutores y a quienes se oponían a la
beatificación de Stein, entre quienes figuraba James Baaden, el
biógrafo de Stein, con quien Eszer mantuvo una agria discusión en &
público. Hablando de él, Eszer dijo de manera explícita que era a
Baaden a quien no había que escuchar en ese proceso (darle
ventaja), pues «la Iglesia católica es soberana en asuntos de fe y
moral y no depende de interferencias externas».17 También estaba
pensando en Baaden cuando añadió:

Hoy, muchos escritores judíos no admiten que los católicos


hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé, en el caso de
Edith Stein, que la mataron porque la Iglesia católica hizo algo
por los judíos. Nuestros críticos dicen que debe ser honrada
como un mártir judío, y eso no podemos aceptarlo. 18

— 71 —
Es preocupante que un hombre tan importante para la beatificación
de Stein interpretara tan mal los motivos de quienes la objetan. Éstos
no querían honrar a Stein como mártir judío. Quisieron decir que ella
no fue un mártir católico, que es algo muy diferente y muy obvio. Por
eso el problema no radica en los motivos de Stein. El problema son
sus asesinos. Si actuaron por odium fidei, la. fides era judía. La
incapacidad de Eszer para entender eso es mucho peor cuando
recordamos que su defendida hizo de la empatia, la entrada en las
mentes de otros, la base de su sistema moral.
Kenneth Woodward, cuando entrevistó a Eszer para su interesante
libro sobre la canonización, notó que éste se mostraba ansioso por
exonerar no sólo a su Iglesia sino a sus colegas alemanes —y en
especial a su familia— de toda culpa por el Holocausto. Decía que su
padre había sido un oficial nazi a quien no le gustaban los nazis, pero
«un jesuíta le aconsejó entrar en el ejército y tratar de cristianizarlo».
También negó que los católicos —al menos los verdaderos católicos,
los convencidos— hubieran trabajado en los campos de
concentración: «Todos los campos de exterminio estaban fuera de
Alemania. Había pocos católicos verdaderos en los campos de
exterminio porque la SS no quería católicos convencidos. Hasta
llegaron a expulsarlos.»11^ Uno se pregunta qué método usaría la SS
para distinguir a los católicos verdaderos de los aparentes, a los
convencidos de los dudosos, qué sistema tendrían para clasificar
estas categorías. También planteó la desagradable sugerencia de
que los protestantes —incluso los verdaderos y convencidos
protestantes— fueron los únicos cristianos que quedaron para hacer
todo el trabajo sucio.
Una vez beatificada Stein, en 1987, el siguiente paso en el proceso
era la canonización, y para ello, con arreglo a las reglas modernas del
Vaticano, un mártir sí necesita un milagro. La dificultad para
demostrar que se ha realizado un milagro no sólo estriba en
demostrar que ocurrió algo fuera de las explicaciones naturales, sino
que además está directamente ligado a la intercesión del candidato a
la santidad. En el pasado, se solía demostrar por contacto con una
reliquia de la persona, bien fuera primaria (alguna parte del cuerpo) o
secundaria (alguna pertenencia de la persona). Pero el campo de
concentración no dejó restos identificables de Stein, ni
-71-
siquiera una nota o un libro de oraciones. A falta de tales pruebas, los
funcionarios de antaño tenían que confiar en la palabra de la persona
en quien se hubiera operado el milagro, o en beneficio de quien se
había solicitado, y creer que era por ese milagro por lo que le había
rezado a ese difunto en cuestión, y no a otros santos (o no con tanta
intensidad), para evitar enredos en las líneas de responsabilidad.
En realidad, la prueba de la intercesión de Stein era muy clara en el
caso que finalmente decidieron como milagroso. Le ocurrió a una niña
que nació el 8 de agosto, en teoría la víspera de la muerte de Stein
(no hay un registro oficial de la fecha), y a quien sus padres, devotos
de Stein, llamaron Benedicta en honor del nombre religioso de Stein.
Cuando la niña tenía dos años, tragó una gran cantidad de píldoras
de Tylenol, quedó inconsciente y la llevaron al hospital. Allí, el doctor
Ronald Kleinman comenzó a tratarla y consultó al doctor Michael
Shannon, pediatra y toxicólogo especializado en sobredosis de
Tylenol en niños en la unidad de Toxicología de Massachusetts del
Hospital Infantil de Bostón. Shannon, autor del capítulo sobre Tylenol
de un libro de texto sobre el tema, fue la persona con mayor autoridad
consultada en este caso. Entre tanto, a pesar de los esfuerzos del
doctor Kleinman bajo las recomendaciones del doctor Shannon, la
niña estaba entrando en un coma que podía resultar irreversible. Los
padres, al enterarse de la situación, le rezaron a Edith Stein, y la niña
se recuperó. ¿Fue un milagro? El doctor Kleinman no se pronunció ni
a favor ni en contra: «Soy judío. Creer en milagros no forma parte de
mi manera de pensar.»20
Los padres, comprensiblemente agradecidos por lo que consideraban
un milagro de su amada hermana Benedicta, le contaron la historia al
Catholic Digest, el cual alertó al Vaticano de la posible solución al
problema de la canonización de Stein. Los funcionarios de la Iglesia
entrevistaron al doctor Shannon, el más experto en la materia:
«Recuerdo que me preguntaron sin rodeos: "¿Usted piensa que fue
un milagro?", a lo que respondí: "No." Eso fue todo. Se marcharon.
En febrero de 1993 recibí una nota de agradecimiento, y nunca oí
nada más al respecto.»2' En una entrevista de James Carroll para The
New Yorker, Shannon explicó mejor su opinión del caso:

•73-
Como toxicólogo, en los últimos catorce años he atendido
cientos de casos de sobredosis de Tylenol cada año, y en mi
carrera probablemente miles. Yo vi las complicaciones que tuvo
Benedicta. A veces suceden. Pero esto no cambia el hecho de
que en el 99 % de las veces los niños se repongan por
completo de las sobredosis de Tylenol.22

A pesar de que los dos médicos más calificados para juzgar el caso
se negaron a aceptar que fuera un milagro, Stein fue canonizada
aduciendo la curación de Benedicta. ¿Qué explicación puede tener
esto? Sin duda, la misma que explica la distorsión de la historia
necesaria para hacer de la carta de un obispo la causa de la muerte
de Stein, es decir, la determinación de encontrar en Stein una víctima
católica del Holocausto sin que importe cuántas estructuras de
engaño haya que desplegar para lograrlo.
Los encargados de las canonizaciones se las arreglaron para lograr lo
que Edith Stein intentó evitar a lo largo de toda su vida: verse
separada de su pueblo. Peor que eso, resultó ser causa de ofensa
para ellos. Todos hemos perdido en este caso, puesto que las
divisiones causadas por su canonización hacen más difícil que la
gente se acerque a sus valiosos escritos con una actitud abierta.
Incluso las hermanas de su orden parecen haber perdido su mensaje
de empatia e interés por otras mentes. Con áspera falta de
sensibilidad para con el pueblo judío, en 1978 levantaron un convento
justo al lado del campo de concentración de Dachau (el cardenal
Karol Wojtyla lo consagró). En 1985, fueron más lejos al levantar otro
convento a las puertas de Auschwitz, en un edificio que los nazis
utilizaban para almacenar el gas exterminador. Cuando los judíos
protestaron ante la pretensión de decir que Edith Stein había sido la
verdadera (y católica) mártir de Auschwitz, el cardenal Glemp de
Polonia estuvo de acuerdo con ellos. Por último, el cardenal
Macharski de Cracovia, cuya diócesis incluye Auschwitz, accedió a
trasladar el convento en 1989, cosa que no se hizo en la fecha
prevista y provocó violentas manifestaciones en la localidad. 23 Los
católicos todavía declaraban que no tenían intención de usurpar el
Holocausto, pero el caso de Stein no ha sido el único. Ha habido
otras actividades coadyuvantes que serán analizadas en el próximo
capítulo.
—74—
NOTAS

1. Zev Garber, «Jewish Perspectives on Edith Stein's Martyrdom»,


The Unncccessary problem o f Edith Stein, Harry James Cargas
(editor), University Press of América, 1994, p. 42.
2. Suzanne Batzdorff, «'witnessing my Aunt's Beatification», Cargas,
op. cit., p. 42.
3. Judith Herschcopk Banki, «Some reflections on Edith Stein»,
Cargas, op. cit., p. 44.
4. Edith Stein, On the Problem of Empathy, traducido al inglés por
Waltraut Stein, ICS Publications, 1989, pp. 88-89,116.
5. Edith Stein, Life in a Jewish Family, 1891-Í916, traducido al inglés
porJosephine Koeppel, O.C.D., ICS Publications, 1986, pp. 333-341.
6. Banki, op. cit., p. 46.
7. Herbstrith, op. cit., p. 78.
8. Rachel Feldhay Brcnner, «Ethical Convergence in Religious
Conversions», Cargas, op. cit., p. 78.
9. Banki, op. cit.,p. 48.
10. Herbstrith, op, cit., p. 95.
11. Kenneth L. Woodward, Making Saints, Simón & Schuster, 1990,
pp. 84-85. Ahora la regla general establece que se necesitan dos
milagros para la beatificación como confesor, y otros dos para la
canonización. Para la beatificación como mártir no se necesita ningún
milagro; para la canonización se necesita uno.
12. Banki, op. cit., p. 48.
13. Woodward, op. cit.,p.133.
14. Herbstrith, op. cit., pp. 93-96.
15. Ibíd., p. 104.
16. Woodward, op. cit., p. 141.
17. Ibíd.,p.l43.
18. Ibíd., p. 142.
19. Ibíd., p..142.
20. James Carroll, «The Saints and the Holocaust», The New Yorker,
7 de junio de 1999.
21. Ibíd.
22. Ibíd.
23. Jonathan Kwinty, Man of the Century: The Life and Times of
PopeJohn Paul II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 602-603.
-75-
4
Reproches de las víctimas

Aunque Edith Stein es el ejemplo más famoso del empeño de los


católicos por lucir como mártires de su fe en los campos de
concentración, no es el primero. Ya antes de beatificarla, Maximi-lian
Kolbe había sido canonizado. Existían razones para que el papa Juan
Pablo II tuviera especial interés en Stein, su colega en filosofía, otra
fenomenóloga scheleriana. Pero sus nexos afectivos con el padre
Kolbe eran anteriores y más profundos. Kolbe fue un sacerdote
polaco, un franciscano que había fundado una organización mundial:
los Caballeros de la Inmaculada, lo que refleja su «intensa devoción,
casi fanática, a la Virgen María» (en palabras de Kenneth
Woodward).1 Algunos capítulos polacos del grupo reflejaron el
antisemitismo general de la cultura polaca del momento, e hicieron
manifestaciones Contra algunos comerciantes judíos. 2 La revista
católica Commonweal escribió sobre Kolbe:

Aunque Maximílian Kolbe no fue de ninguna manera el violento


antisemita que sugieren sus acusadores, no cabe duda del
carácter antisemita de algunas de sus creencias y
observaciones. Simple y llanamente, Kolbe creía en Los
protocolos de los sabios de Sión y en la existencia de una
conspiración comunista-masónico-sionista para derrocar y
destruir el cristianismo.3

Karol Wojtyla nunca fue un antisemita; pero compartía la ardiente


devoción de Kolbe por la Inmaculada Concepción, y admiraba
personalmente el indudable heroísmo de la muerte de Kolbe.
•77-
La resistencia de su grupo al control nazi de los grupos juveniles hizo
que lo arrestaran. Kolbe sacrificó su vida por un compañero de prisión
al que ni siquiera conocía. En castigo por una fuga del campo,
escogieron a diez hombres al azar para hacerlos morir de hambre.
Uno de los elegidos imploró por su vida, pues tenía familia; entonces
Kolbe dio un paso adelante, dijo que era sacerdote, y se encaminó en
lugar del otro hombre hacia una muerte sórdida y larga. Los
condenados agonizantes bebieron su propia orina. Al cabo de 16 días
sin agua ni comida habían muerto seis, mientras los demás, incluido
Kolbe, apenas sobrevivían. Luego los mataron con una inyección
letal.4
El acto bondadoso del padre Kolbe, bien documentado, hizo de él el
mejor candidato para la canonización entre todos los católicos que
murieron en Auschwitz. A diferencia de Edith Stein, que intentó
escapar cuando iba al campo, él escogió su muerte cuando pudo
haberla evitado. (El hombre por quien dio la vida testificó en el
proceso de su beatificación.) Se identificó la celda de Kolbe en la
cárcel y fue convertida en lugar de peregrinación, cosa que Wojtyla
fomentó. Mientras Wojtyla fue obispo de Cracovia, donde se
encuentra Auschwitz, cada Día de Difuntos celebraba misa en el
campo de concentración, y sus sermones siempre alababan la noble
muerte de Kolbe. Para la beatificación de Kolbe, en 1971, Wojtyla
congregó a 1.500 polacos en la ceremonia. El después papa Juan
Pablo II pronunció entonces el discurso más conmovedor sobre el
evento.5 Kolbe cumplió sin dificultad el requisito de los dos milagros
para su beatificación como confesor: no tuvo el mismo problema que
Edith Stein.
Como también se habían producido los milagros requeridos para la
canonización, no hacía falta inventar un caso de martirio para salvar
el obstáculo. Sin embargo, Wojtyla y otros, incluidos algunos
miembros de los Caballeros de la Inmaculada, estaban decididos a
que fuera nombrado mártir. Hicieron muchas peticiones al papa Pablo
hasta que por fin accedió a concederse el nombramiento de cortesía
de «mártir de la caridad» en lugar de mártir de la fe; pero a nivel
oficial lo beatificó bajo la designación de confesor.
Cuando Wojtyla se convirtió en Juan Pablo II, estaba decidido a
canonizar a Kolbe, pero quería también ascenderlo a mártir
-78-
de la fe, lo cual no sólo acabaría con las dudas sobre las actitudes
antisemitas de Kolbe en el pasado (la sangre de un mártir limpia
todos sus pecados) sino que además impulsaría la tesis del Papa de
que los católicos fueron víctimas del Holocausto y no victimarios. El
problema radicaba en que, a lo largo de todas las investigaciones
realizadas para la beatificación y canonización, nadie había podido
aducir un argumento convincente de que Kolbe había muerto por su
fe. Fue arrestado bajo cargos políticos. Si los guardias hubieran
querido matarlo por ser sacerdote, lo habrían escogido a él en lugar
de al hombre con familia. Cuando Kolbe lo sustituyó, fue un acto
noble, pero era algo que un laico o un no católico podían haber
hecho. Después de todo, Sydney Cartón no era sacerdote. Kurt Peter
Gumpel, el jesuíta encargado de abogar por la canonización de
Kolbe, dijo que no había forma de presentar la religión de Kolbe como
causa de su encarcelamiento. Después de investigar con detalle las
circunstancias de su arresto, Gumpel se las describió a Woodward:

Fue parte de una operación de gran envergadura, una gran


barrida. Los nazis se estaban preparando para invadir Rusia, y
como parte de esa operación tenían que asegurarse, desde el
punto de vista logístico, de que las líneas de suministro fueran
seguras para el transporte de municiones, alimentos,
combustible, repuestos para los tanques y demás. Para
garantizar esto, arrestaron a todos los intelectuales que
pudieran ocasionarles problemas: ateos, comunistas, católicos.
Así que Kolbe no fue arrestado por razones de fe.
Tampoco tuvo nada que ver la fe de Kolbe cuando fue condenado a
muerte:

Hemos hecho indagaciones más profundas entre los


sobrevivientes que vieron y escucharon lo que sucedió. Les
preguntamos si oyeron o vieron en la cara del comandante o en
cualquiera de los guardias algún gesto de satisfacción porque
fueran a matar a un sacerdote. No hubo nada de eso. El
comandante simplemente le dijo a Kolbe: «Bien, si tú quieres ir,
adelante.»6

•79-
En otras palabras, Kolbe no tuvo un relator —como el padre Eszer lo
fue de Edith Stein— deseoso de urdir un entramado de pruebas
históricas.
Sin embargo, el Papa quería que su víctima polaca favorita fuera
declarada mártir. Dando por perdida la posibilidad de apoyo por parte
de los órganos oficiales involucrados en el caso, nombró una
comisión especial de veinticinco miembros para reunirse con la
Congregación de la Doctrina de la Fe del cardenal Ratzinger y
reconsiderar el caso de Kolbe como martirio. Los obispos polacos y
alemanes de la comisión argumentaron denodadamente a favor del
deseo del Papa, deseo que compartían; pero el padre Gumpel
testificó ateniéndose a los resultados de los grupos de investigación,
y la mayoría de la comisión tuvo que concluir que las decisiones
tomadas por sus predecesores eran las correctas. A pesar de las
presiones para cumplir con algo que el Papa deseaba con fervor, le
informaron de que Kolbe no reunía los suficientes requisitos para ser
considerado mártir. Pero éste no era un Papa que aceptara un «no»
por respuesta. Cuando canonizó a Kolbe en 1982, declaró:
«Y así, en virtud de mi autoridad apostólica yo decreto que Maximilian
Kolbe, quien desde su beatificación ha sido venerado cómo confesor,
sea de ahora en adelante venerado también como mártir.»7 Esta no
sería la última vez que el Papa demostrase queden lo que respecta a
católicos en los campos de concentración nazis, él seguiría sus
propias reglas especiales.
Tres años después de la beatificación de Kolbe, fue beatificado un
sacerdote carmelita, Titus Brandsma. Brandsma murió en Dachau,
después de ser arrestado por sus actividades como líder de la prensa
católica en Holanda, donde hizo valer, en los periódicos que él
supervisaba, el derecho a no imprimir propaganda ni publicidad de los
nazis. También rehusó expulsar a niños judíos de los colegios de los
carmelitas. Su relator decidió que Brandsma había actuado de
conformidad con sus principios católicos, y en consecuencia murió
por su fe. Sin embargo, tal como lo señaló Kenneth Woodward, la
libertad de educación y de prensa no son doctrinas específicamente
católicas; de hecho el historial de la Iglesia en la defensa de estas
libertades no es precisamente inmaculado. Cualquier periodista
consecuente habría apoyado las medidas de Brandsma sin ser
católico.8 Pero el deseo de tener víctimas caróli-
—80—
cas en el Holocausto hacía que tas autoridades de la lglesia
rompieran sus propias reglas.
En 1999, el Papa llegó a canonizar como mártir a una monja polaca
capturada por la Gestapo en 1939 y asesinada en el bosque de
Piasnica después de haberla obligado a cavar su propia tumba.
Afirmaron que había muerto por su fe, por haber escondido los
cálices litúrgicos de una requisa de los nazis, aunque, al parecer, los
soldados estaban más interesados en él oro y la plata que en los
artículos religiosos. 9 Los intentos de la Iglesia por revindicar para sí el
flagelo del Holocausto han atacado varios frentes, por lo que no debe
sorprendernos la audaz tergiversación histórica que la llevó a afirmar
que Edith Stein murió por católica y no por judía.
La reivindicación católica de la condición de víctima ha ido tan lejos
que hasta declaran victima al papa Pío XII pues los judíos no se han
mostrado tan agradecidos como debían por los esfuerzos que él,
calladamente, hiciera para salvarlos. Esto produce libros como el de
Michael 0'Carroll, Pius XII, Greatness Dishonored [Pío XII, o la
grandeza deshonrada]. Cuando Pablo VI , dedicó un monumento a
Pío XII en San Pedro, sintió que debía defenderlo de los «injustos y
desagradecidos clamores de culpa y acusación» sobre su silencio
durante el Holocausto (10) El jesuita Peter Gumpel, a quien conocimos
como relator en el proceso de beatificación de Maximilian Kolbe, es
también relator en el proceso para canonizar a Pío XII, y él,
públicamente (cosa rara en los. relatores), ha deplorado «los
injustificados ataques contra este grande y santo varón».(11) El
Vaticano no hubiera podido presentar su supuesta disculpa a los
judíos. Nosotros recordamos, «sin alabar lo que el papa Pío XII hizo
personalmente, o por intermedio de sus representantes para salvar
cientos de miles de vidas judías» y como apéndice de esta
observación figura una larga, nota al pie de la página sobre «la
sabiduría de la diplomacia del Papa Pio XII»12 (La única nota en todo
el documento que no es una simple cifra) La conmiseración con las
víctimas que perdieron sus vidas tendrá que esperar mientras el
documento se demora en la defensa de esta víctima, tema éste que
podía haberse abordado en otras instancias ya que Pío, a pesar de
ser una figura defendible, apenas es ecuménica.
Pablo VI, no contento con llamar a Pio defendible; describe las
«cimas de su heroísmo», y añade:

-81-
Hasta donde las circunstancias se lo permitieron,
circunstancias que él evaluó en intensa y consciente reflexión,
siempre utilizó su voz y su actividad para proclamar los
derechos de la justicia, defender a los débiles, ayudar a los que
sufren, prevenir males mayores y allanar el camino de la paz.
Si incontables e inconmensurables males cayeron sobre la
humanidad, no se pueden atribuir a cobardía, falta de interés o
egoísmo del Papa.13

No es mi intención renovar aquí los argumentos sobre la diplomacia


de Pío XII en tiempos de guerra. A los efectos de este libro, estoy
dispuesto a admitir que en privado sí hizo mucho para ayudar a los
judíos, que estaba atenazado por el miedo de provocar que los
tiranos endurecieran la represión, que sentía que la Iglesia podía
desempeñar un mejor papel por preservar la paz si se mantenía
neutral. Todos estos extremos se han tratado hasta la saciedad y
siguen estando sub júdice. Lo que interesa en estas páginas se
refiere a la honestidad con que las autoridades de la Iglesia se
justifican a sí mismas, y en ese aspecto podemos observar que otros
continúan lo que Pío inició, la reformulación de su actuación en la
historia. Pío nunca explicó su silencio en el Holocausto, puesto que
afirmó que no había ningún silencio que explicar, que él había
levantado su voz por la tragedia no una sino varias veces. Por
ejemplo, el 3 de agosto de 1946 dijo: «En varias ocasiones en el
pasado hemos condenado la persecución que un antisemitismo
fanático ha infligido al pueblo hebreo.»14
Se trata de una falsedad deliberada, pues nunca mencionó en público
el Holocausto. Su silencio sobre el asunto causó gran preocupación
en mucha gente. En 1942, el embajador británico ante el Vaticano,
Francis Osborne, le envió una carta rogándole su intervención,
aunque luego le confió a su secretario que, lamentablemente, no
pensaba que la carta fuera a tener ningún resultado: «Es muy triste.
El hecho es que la autoridad moral de la Santa Sede, que Pío XI y
sus antecesores convirtieron en un poder mundial, ha venido muy a
menos.»15 Ese año, poco después, el Papa pidió a los aliados que no
bombardeasen Roma. Osborne pensó entonces:
«Por un lado, estoy deshecho por la masacre de los judíos a manos
de Hitler, y por el otro con la actitud del Vaticano, cuya exclusiva
—82—
preocupación parece ser el bombardeo de Roma.» 16 Cuando Myron
Taylor llegó al Vaticano como representante de Estados Unidos,
repitió la petición de Osborne al Papa de que rompiera su silencio. Un
memorándum del cardenal Tardini, secretario de Estado del Papa, la
registra: «El señor Taylor habló de la oportunidad y necesidad de una
palabra del Papa contra las inmensas atrocidades de los alemanes.
Dijo que en todas partes están esperando esa palabra.» 17
Los defensores del Papa afirman que estas observaciones son
anteriores al discurso de Navidad del Papa del 4 de diciembre de
1942, el cual se cita como prueba de que sí protestó por el
Holocausto. Aquel discurso, que mantuvo la posición neutral del
Papa, atribuyó la responsabilidad de la guerra no a un bando en
particular sino a una generalizada ambición de poder y riquezas. Hizo
un llamamiento a toda la humanidad por el arrepentimiento y regreso
a las leyes de Dios:

La humanidad le debe este voto a todos aquellos innumerables


exiliados que el huracán de la guerra arrancó de su suelo natal
y dispersó por tierras extranjeras, ellos pueden hacer suyo el
lamento del profeta: «Nuestra herencia fue dada a extraños, y
nuestras casas a extranjeros.» La humanidad le debe este voto
a esos cientos de miles que, sin culpa alguna, a veces sólo por
su nacionalidad o raza, son marcados por la muerte o la
extinción gradual.18

Tanto el desplazamiento y desarraigo de personas como


animosidades raciales de todo tipo es lo que le valió al conflicto que
describe el Papa el título de guerra «mundial». Un discurso que se
presentó como neutral, que no quiso nombrar a los judíos ni a los
nazis ni a los alemanes específicamente, a duras penas se puede
considerar lo que el Papa luego quiso llamar «varias» condenas a
«un antisemitismo fanático». Al responder al embajador francés en el
Vaticano a su pregunta de por qué no había nombrado a los nazis, el
Papa admitió que de haberlo hecho tendría que haber nombrado
también a los comunistas si quería ser específico. Sus propias
palabras demuestran que él no fue específico respecto a las
atrocidades de los nazis. Sin embargo, se apoya en esas dos frases
—83—
para afirmar haber atacado específicamente al antisemitismo en
varias ocasiones. El simple hecho de que hiciera esta afirmación
posterior puede indicar que él habría querido protestar, o al menos
que la gente pensase que lo deseaba, del mismo modo en que la
pregunta del embajador francés prueba que la gente nunca creyó que
hubiera condenado con claridad a los nazis.
Los admiradores de Pío entendieron su señal y lo hicieron no sólo
inocente del Holocausto, sino además un héroe del Holocausto, aquel
que levantó su voz de protesta cuando los demás callaron; héroe que
encima es víctima si alguien llega a expresar dudas sobre su postura.
Y si alguna calló, dicen ellos, fue sólo en virtud de los más elevados y
desinteresados motivos. Permítaseme repetir que yo admito que Pío
pudo haber sido sincero al seguir lo que él pensaba que era el mejor
camino para' cualquiera en una situación trágica, y que incluso si se
equivocó de camino fue un error honesto, pues se impone la
prudencia ante una situación en la que toda reacción implica riesgo.
Pero la cuestión de la honestidad emerge cuando para defender a Pío
se construyen argumentos que falsean la historia. Algunos, por
ejemplo, han defendido el silencio de Pío basándose en una historia
de la hermana Pasqualina, la devota asistente y confidente de Pío,
quien cuenta que el Papa había escrito un documento en el que
denunciaba a los nazis, pero luego lo quemó delante de ella cuando
oyó que la carta del obispo de Utrecht en la que denunciaba la
deportación de judíos en Holanda había originado como represalia la
deportación de cuarenta mil judíos. 19 Éste es el episodio que condujo
al arresto de Edith Stein, relatado en el capítulo anterior. Pero en ese
incidente, la carta del obispo no causó la deportación de los judíos:
ésta se estaba llevando a cabo sin obstáculos, y fue lo que originó la
carta, después de todo. Y tampoco se castigó a cuarenta mil judíos
por la carta. Sólo los judíos bautizados fueron reintegrados a la
deportación, noventa y dos en total, y de todas formas habrían sido
deportados, salvo por la excepción temporal que se hizo con la
esperanza de que los líderes de la Iglesia aceptaran este soborno a
cambio de su silencio sobre lo que les estaba pasando, en mucha
más cantidad, a los judíos no bautizados. En otras palabras: en caso
de creer la historia de la hermana Pasqualina, Pío no estaría basando
su silencio en lo que sucedía con los judíos, sino en el desti-
—84—
no de los católicos. Pío XI y su sucesor siempre hablaron claro (nadie
lo duda) a favor de los católicos conversos, pues su suerte era
materia de explícitas disposiciones que figuraban en los concordatos.
Es ilegítimo valerse del episodio de Holanda para juzgar la actitud de
Pío hacia los judíos.
Si beatifican a Pío, como muchos lo desean, se levantará una
polémica aún mayor que la que rodeó la beatificación y canonización
de Edith Stein. Aquélla no implicaba críticas a la propia Stein, sino al
uso que se hizo de ella para indicar que los católicos fueron más
víctimas que victimarios en el período de persecución nazi. La crítica
sería aún más válida en el caso de que Pío XII fuera elevado a los
altares.
Independientemente de sus méritos y virtudes, Pío XII está atrapado
en la larga serie de tergiversaciones con las que el Vaticano trata de
negar la lamentable historia de su relación con los judíos. La
negación del silencio de Pío, perpetrada por aquellos que tienen que
hacer falsas declaraciones para defender las palabras de un santo,
harán de él una nueva fuente de engaños estructurados sobre las
deshonestidades del pasado. 20

NOTAS

1. Kenneth L. Woodward, Making Saints, Simón Sí Schuster, 1990, p.


144.
2. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope
John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, p. 237.
3. Harry James Cargas, The Unnecessary Problem o f Edith Stein,
üniversity Press of América, 1994, pp. i-ii.
4. Woodward, op. cit., p. 144.
5. Kwitny, op. cit., pp. 237, 240.
6. Woodward, op. cit., p. 146.
7. Ibíd., p. 147.
8. Ibíd., p. 134.
9. Diane Struzzi, «Nuns Savor Step to Sainthood for One of Their
Own», Chicago Tribune, 16 de agosto de 1999.
—85—
10. Pablo VI, Heights of Heroism in the Life of Pope Pius XII,
traducción del Vaticano, St. Paúl Editions, 1964, p. 5.
11. Kurt Peter Gumpel, S.J., «Pius XII As He Really Was», The
Tablet, 12 de febrero de 1999, p. 106.
12. Comisión Vaticana para las Relaciones Religiosas con el
Hebraísmo, We Remember; A Reflection on the Shoah, traducción del
Vaticano, Pauline Books, 1998, pp. 17-18.
13. PabloVI,op.cit.,p.7.
14. Pío XII, «Discurso al Concilio Supremo de los Pueblos Árabes de
Palestina» (AAS 38, p. 323), citado en John Cornwel!, Hitler's Pope,
Viking,1999,p.l97.
15. Ibíd.,p.284.
16. Ibíd.,pp. 290-291.
17. Ibíd..p.289.
18. Ibíd.,p.292.
19. Ibíd.; p. 287. Es muy poco probable que Pío destruyera un
documento que formaba parte del registro oficial del Vaticano, que
además implica la asistencia de otras personas para su redacción y
copia (sin embargo, sólo la hermana Pasqualina dijo haberlo visto), y
que reflejaba su actitud si tuviera que justificarlo más tarde. No habría
razón para tomar la historia de la hermana Pasqualina en serio si ella
no la hubiese presentado como testimonio para las investigaciones de
la beatificación de Pío, y si tantas otras historias sobre su santidad no
se derivasen directa o indirectamente de sus relatos en vanas
ocasiones.
20. Guenter Lewy ofrece una explicación plausible para el silencio de
Pío XII. La amenaza de excomunión para todo el que colaborase con
Hitler habría sido desobedecida en masa en el fervor patriótico de
Alemania, lo que hace que las declaraciones de Nosotros recordamos
sobre la no complicidad de los católicos con el régimen nazi sea un
disparate. Véase Lewy, The Catholic Church and Nazi Germany,
McGraw-Hill, 1964, pp. 90-91, 303-304.
86-
II
DESHONESTIDADES DOCTRINALES

Nosotros [los obispos] no queremos autorización alguna para


engañaros.
SAN AGUSTÍN
5

La tragedia de Pablo VI: preludio

El papa Pablo VI, con sus ojos tristes hundidos en unas oscuras
cuencas de italiano, fue un hombre bueno y noble, un hombre de
intelecto amplio y amistades emocionalmente ricas. Su pontificado
(1963-1978) tuvo muchos momentos de grandeza: su intervención en
el Concilio Vaticano para reforzar el decreto sobre el ecumenismo, su
alegato por la paz ante las Naciones Unidas, su declaración conjunta
con el patriarca Atenágoras renunciando a las enemistades entre el
cristianismo de Oriente y Occidente, su renuncia a la corona papal y a
la silla gestatoria. La escena que más me conmueve es la última: su
ataúd de madera, sin otro adorno que el evangelio abierto sobre él.
Mereció nuestro respeto, como un hombre de Dios que trató de hacer
lo mejor tanto para el mundo como para su Iglesia.
Aun así, asestó el golpe más paralizante y misterioso al catolicismo
organizado de nuestro tiempo. Quizás, a la larga, se le recordará por
el bien que hizo, en especial al llevar adelante, contra viento y marea,
el Concilio del papa Juan durante las dos sesiones y media que
faltaban para concluir sus trabajos. Pero en nuestra actual y más
corta memoria destaca por la publicación del documento papal más
desastroso del siglo, la carta encíclica Humanae Vitae (1968). Por el
destrozo que causó, se equipara al más desastroso documento papal
del siglo XIX, el Syllabus errorum de Pío IX, y su encíclica adjunta
Quanta Cura (1864). Que hombres tan diferentes cometieran el
mismo tipo de error es la prueba fehaciente de que las restricciones
pontificias a la verdad imponen un patrón continuo. En términos de
personalidad y estrategias insti-
—89—
tucionales, estos hombres representan un tratado de los opuestos:
Pablo, estudioso, diplomático, cauto (a veces hasta el extremo de la
parálisis); Pío, pobremente educado, tosco, volátil (a veces casi
frenético).
Tampoco los dos documentos podrían ser más diferentes, al menos
vistos de un modo superficial. El Syllahus fue grandioso en lo
disparatado: atacó la ciencia, el secularismo, el materialismo, el
relativismo, la democracia, la libertad de expresión y las
competencias de todos los gobiernos modernos. Dejó pasmado al
mundo entero (véase capítulo 10). La encíclica sobre el control de la
natalidad de Pablo fue, en cambio, pacata y pueblerina. En lugar de
dejar al mundo pasmado, parecía más bien atrapado en la cómica
angustia de las parejas católicas tratando de arreglárselas con el
«método del ritmo» para limitar su descendencia. Sin embargo, las
misivas eran básicamente iguales. Marcaron dos etapas en una
batalla sin cuartel contra el mundo moderno: Pío arrastrando sus
enormes cañones y disparándolos contra todo cuanto veía, Pablo
disparando a sus propios heridos al final de la batalla. Humánete
Vitae no versa de hecho sobre el sexo. Trata de la autoridad. Pablo
resolvió el tema con arreglo a ese único argumento. Quería refrenar
la noción de que la doctrina católica podía cambiar. Y en lugar de
conseguirlo, promovió esa idea. Cinco años después de la carta, un
42 % de los sacerdotes en Estados Unidos pensaba que su
publicación había sido un abuso de autoridad por parte del Papa y el
18 % lo consideró un uso inapropiado de esa autoridad, lo que
suponía que menos de un tercio de sus legionarios le ofrecía apoyo.
El mundo laico estaba aún más indignado. En 1963, el 70 % creía
que el Papa recibía su autoridad para predicar de Cristo a través de
Pedro. En 1974, esa cantidad se había reducido a un 42 %, un
drástico abandono de las actitudes históricas en la Iglesia
estadounidense.1
¿Cómo pudo cometer Pablo VI semejante error de cálculo? Estaba
atrapado por sus declaraciones anteriores y por las de sus
antecesores. En relación con el tema de la autoridad moral de la
Iglesia en el mundo moderno, el Vaticano había apostado tontamente
a una sola carta, cuyo resultado fue otra encíclica papal, de Pío XI,
Casti Connuhii, publicada en 1930. Ese documento es el vínculo entre
el Syllahus y Humanae Vitae. Puso en juego el ma-
—90—
gisterio de la Iglesia de un solo golpe: el control de la natalidad. Eso
supuso una importante reorientación de la energía moral de los
católicos. Ofrecía una nueva enseñanza bajo la máscara de una vieja
verdad. Más tarde, un repique de afirmaciones de Pío XII, el siguiente
Papa, hizo resonar sin cesar la condena del control de la natalidad
desde aulas, panfletos, confesionarios, con una insistencia histérica.
La contracepción era pecado mortal. Sus impenitentes practicantes
irían al infierno.
La cultura católica moderna empezó a reconocerse por las familias
numerosas, la prueba de que algunos pueblos, incluso en el mundo
«ateo», eran fieles a las leyes naturales y a la voluntad de Dios. Si de
algo estaba seguro el Vaticano en la esfera moral, era de eso. Para
ello habían exigido enormes sacrificios en la vida cotidiana de sus
creyentes. Si el Papa se equivocaba, podía quedarse sin derecho
para supervisar la vida más íntima de sus seguidores. O así lo
estipulaban los defensores de Casti Connubii. Cuando en 1960 se
cuestionó por fin la contracepción, los defensores de Roma no
volvieron a sus enseñanzas anteriores, ya bastante confusas y
erráticas. La autoridad moderna que se exigía reconocer en las
encíclicas y en la nueva investidura de infalibilidad del Papa hicieron
de Casti Connubii la base pétrea de la doctrina católica en pie de
guerra, lo que terminaría siendo la soga atada al cuello de Pablo VI
cuando se preparaba para publicar su propia y subversiva encíclica
sobre el control de la natalidad. Su estructura presenta el trasfondo
básico para entender el desastre de Pablo VI.

Casti Connubii (1930)


A pesar de ser cierto que podemos encontrar una especie de crítica a
la contracepción en la historia cristiana a partir del siglo III, sería un
error decir que ha sido una doctrina constante. Leer La contracepción
(1966), el mejor y más extenso libro al respecto, escrito por el
conservador historiador jurídico John T. Noonan, Jr., es deambular
por una galaxia de batallas libradas en una vertiginosa variedad de
frentes, contra diversas combinaciones de adversarios, apoyados por
diversos pelotones de aliados. Los primeros ataques a la
contracepción calificaron las pociones que se usaban
—91—
para provocarla de cosas de magia y brujería.2 Pero hubo otros
argumentos para condenar la contracepción. Desde los comienzos,
los Padres de la Iglesia compartían con los estoicos la convicción de
que todo acto sexual que no tuviese la intención de procrear era
inmoral. Así pensaba san Agustín, citado por Pío XI en Casti
Connubii. Pero el estoicismo agustino no dio cabida a cosas que Pío
aceptaría más tarde, como por ejemplo el contacto sexual en edad
avanzada, o cuando uno de los cónyuges era estéril. En otros frentes
—en conflicto con varias herejías opuestas al matrimonio, al sexo, a
las mujeres o a la procreación (herejías como las del gnosticismo, el
maniqueísmo, el catarismo)—, los instructores de la Iglesia hicieron
concesiones tácticas a las posturas más extremas del ascetismo
tratando de retener los valores básicos de respeto por la vida o la
familia.
Así, cuando miramos la era patrística y su legitimidad, encontramos
varias campañas contra la contracepción limitadas a contextos
particulares. Y el punto central en estas batallas no solía ser la
contracepción por sí misma sino mayores contiendas, como la de la
bondad o maldad del cuerpo, o las expectativas apocalípticas de la
historia, o el sacrificio del matrimonio a la virginidad. En la
antigüedad, toda actitud hacia el sexo, ya fuera pagana, judía o
cristiana, estaba desfigurada por la misoginia, el miedo al cuerpo y el
aliciente de una falsa espiritualidad. No es el ambiente para buscar
cordura en estos asuntos. En esa época, la bestialidad del sexo
estaba comprobada por la creencia de que la serpiente había
sodomizado a Adán y Eva en el Edén.3 Por mucho tiempo, el
cristianismo mantuvo nociones extrañas sobre lo que era «natural» en
el sexo. En el siglo XIII, Tomás de Aquino todavía diría que mantener
relaciones en otra postura que no fuera la del hombre encima de la
mujer era pecar contra las leyes naturales, y que la contracepción era
un pecado peor que el del incesto.4 La Edad Media añadió sus raras
opiniones sobre lo que era normal, incluyendo la doctrina de
amplexus reservatus: la teoría de que el coitus interruptus podía
practicarse sólo si no se derramaba la simiente. 5
Un aspecto particularmente molesto de la declaración papal moderna
es la afirmación de que la contracepción viola leyes naturales. Si
fuese cuestión de moral correcta o equivocada perceptible para la
razón natural, los antiguos paganos deberían haber visto su
—92—
inmoralidad. Sin embargo, los griegos y romanos clásicos, que
originaron la teoría moral occidental (incluida la teoría de las leyes
naturales), no tuvieron noticias del mal de la contracepción, y no por
falta de métodos anticonceptivos. Tal como lo concluye Noonan: «La
ausencia de referencia alguna al tema en la literatura clásica romana
se entiende quizá mejor si se interpreta como una sosegada
aceptación general de las prácticas anticonceptivas.»6 Para los
católicos, creyentes en la inspiración de las escrituras judías, es aún
más molesto el hecho de que los judíos no prohiban la contracepción
en sus extensas y detalladas leyes (aunque Pío trató de demostrar lo
contrario por una falsa interpretación de la historia de Onán en el
Génesis). Incluso hoy en día, algunos protestantes conservadores
han afirmado estar de acuerdo con la Iglesia católica en la oposición
al aborto, pero no han encontrado base moral para oponerse a la
contracepción.7 Como golpe final al recurso a las leyes naturales,
algunos de los teólogos participantes en la redacción de Humanae
Vitae están de acuerdo en vedar la contracepción pero no en que las
leyes naturales justifiquen dicha veda.8
Así, la historia de la teología sobre la contracepción presentaba esta
anomalía cuando llegó al mundo moderno: decía basar sus opiniones
en la filosofía de las leyes naturales derivada de la antigüedad clásica
(la cual no presentaba objeción a la contracepción) pero tomaba sus
opiniones sobre el sexo, supuestamente empíricas, de la antigüedad
tardía y de la Edad Media (rebosante de supersticiones). Eran
problemas que empezaron a clamar por una solución en el siglo XIX,
cuando la ciencia, la revolución industrial, los estudios demográficos y
la psicología científica cambiaron los modelos familiares. La
preocupación por el desequilibrio demográfico, combinado con la vida
urbana, la tecnología más avanzada y un nivel de vida más alto,
provocó un descenso de la natalidad. (La tecnología del preservativo
hizo grandes progresos cuando Charles Goodyear vulcanizó la goma
en 1839 y Thomas Hancock mejoró el proceso en 1843.)
En lugar de aprovechar esta oportunidad para reconsiderar la
herencia de opiniones mezcladas sobre la contracepción (y sobre el
sexo mismo), el prolongado pontificado de Pío IX (1846-1878) vio el
modernismo como un asalto a la religión. Opuso una fuerte
resistencia a la ciencia como deseo faustiano de rehacer la
naturaleza.
—93—
Darwin era tan inaceptable como lo había sido Galileo, pero sin el
poder de la Iglesia para acallarlo. La contribución de la psicología a
los conocimientos sobre la sexualidad era despreciada como
hedonismo disfrazado. El intento de ajustar la procreación a pautas
industriales suponía una forma de dar paso libre a la indulgencia
sexual: hemos visto en el capítulo anterior cómo los judíos fueron
tratados de libertinos por su bajo índice de nacimientos. A comienzos
del siglo XX, el jesuíta belga Arthur Vermeersch organizó el
contraataque católico a la contracepción. En 1905 se celebró en Lieja
una conferencia internacional sobre el control de la natalidad,
Vermeersch la denunció y aconsejó a los obispos belgas instruir a sus
sacerdotes para luchar hasta la muerte contra ese mal moderno.
Cuando la Iglesia anglicana, durante su encuentro en la conferencia
de Lambeth en 1930, permitió la práctica de la contracepción,
Vermeersch, entrado en años pero todavía en la lucha, dijo que los
anglicanos ya no podrían llamarse cristianos, y ese mismo año
escribió para Pío XI la encíclica Casti Connubii.9
Aunque la encíclica pretendía ser expositora de las leyes naturales,
también hizo algunas revelaciones. John Noonan ha mostrado que la
historia de Onán, quien «derramó su simiente en la tierra» (Gen.
38:9), ha sido usada durante siglos para condenar la contracepción,
aunque nunca fuera una fuente importante de doctrina en ese punto.
Por alguna razón, incluso considerando su acto como una forma de
contracepción, sólo condena el método específico que describe: el
coitus interruptus. En ocasiones, se le dio un uso subsidiario a este
pasaje para condenar la masturbación. Pero el tándem Vermeersch-
Pío lo convirtió en un mandato bíblico contra cualquier forma de
contracepción, desde las duchas hasta los preservativos. El término
preferido por los teólogos europeos para la contracepción llegó a ser
«onanismo»:
Por lo tanto, no es de extrañar que las Sagradas Escrituras atestigüen
que la Divina Majestad ve con gran desprecio este horrible crimen, y
que en algunas ocasiones lo haya castigado con la muerte. Como
señala san Agustín: «Todo contacto sexual, incluso con la legítima
esposa, en el que la concepción de los hijos sea evitada es ilegal e
infame. Onán, el hijo deJudá, así lo hizo, y el Señor lo mató por
ello.»10
—94—
Hay un gran problema con este pasaje. Los eruditos modernos
coinciden en que lo que se condena en el pasaje de Onán no es la
contracepción en sí misma (no hay ninguna condena explícita en
todas las disposiciones de la ley judía), sino el hecho de privar a un
hermano del heredero que le corresponde (Dt. 25:5-6)." Así, en esta
autorizada condena del «onanismo», aquello sobre lo que se supone
que el Papa posee la mayor autoridad, el «depósito» de las verdades
reveladas, está erróneamente citado (y será omitido en Humanae
Vitae y en todos los documentos recientes del Papa sobre la
contracepción).
Sin embargo, para las autoridades eclesiásticas posteriores, el
razonamiento utilizado por Pío en la redacción de su declaración era
menos importante que el hecho de haberla presentado, haciéndola
formal y obligatoria, y emplazando a la Iglesia a usar todos sus
recursos contra este peligro. Pío concedió a sus sacerdotes la
autoridad —sin precedentes en las instrucciones anteriores sobre
contracepción— de vigilar las conciencias individuales:

Por lo tanto, exhortamos a los sacerdotes que escuchan


confesiones y a otros guías espirituales, en virtud de nuestra
suprema autoridad y nuestra solicitud para con la salvación de
las almas, a no permitir a los creyentes a ellos confiados errar
respecto a esta vital ley de Dios, ni mucho menos a dejarse
influir por falsas opiniones, ni confabularse con ellas. Si algún
confesor o pastor de almas, Dios le perdone, llevara a quienes
le han sido confiados a estos errores o los aceptase por
aprobación o silencio culposo, tenga en mente que deberá
rendir cuentas a Dios, el Juez Supremo, por traicionar la
confianza sagrada, y que haga suyas las palabras de Cristo:
«Son ciegos y guían a los ciegos, y cuando un ciego guía a
otro ciego, ambos caen en el pozo.»12

La instrucción de los católicos en este aspecto de sus vidas


empezaba ahora en serio. Y ya que la prohibición, al igual que en la
Biblia, se basaba en leyes naturales, se suponía que incluso los no
católicos debían atenerse a su dictamen. Eso significaba ilegalizar o
mantener en la ilegalidad la venta de anticonceptivos. En Estados
Unidos, los obispos trataron de evitar que Margaret Sanger habla-
—95—
se a favor del control de la natalidad. Cuando un policía irlandés la
arrestó en un mitin en Nueva York, le dijo que lo hacía por orden del
arzobispo .Patrick Hayes." Sanger trató de que el presidente Franklin
Roosevett apoyara sus esfuerzos por legalizar la venta de
anticonceptivos, pero encontró su camino bloqueado por monseñor
John A. Ryan, un hombre conocido como «el Muy Reverendo New
Dealer»*, por 'su alianza con Roosevelt (el presidente le necesitaba
para oponerse a la llamada a los católicos de Charles Coughlin, un
sacerdote antisemita).14
Cuanto más se aplicaba esta disciplina, más imposible era pensar en
la reversión dé las bases sobre las que se había impuesto. ¿Cómo
podía la Iglesia confesar que se había equivocado, después de insistir
durante mas de un siglo en la teoría? Como dijo un sacerdote cuando
llamaron a los expertos para considerar la posibilidad en el Concilio
Vaticano II, «¿qué pasa con los millones de personas que mandamos
al infierno, si ahora resulta que las normas no eran válidas?». 15 Otro
sacerdote, muy comprometido con la encíclica Humanae Vitae, dijo
que si la Iglesia daba marcha atrás ahora significaría que el Espíritu
Santo había estado con los anglicanos en Lambeth, y no en Roma
con el Papa.16 Eso no podía admitirse en Roma.
Dada la incomodidad del Papa con la ciencia, resulta curioso que los
primeros cambios de Casti Connubii vinieran de avances del
conocimiento técnico. Los estudios de Kyusaku Ogino en Japón y de
Hermann Knaus en Austria se hicieron muy populares en los años
siguientes a 1930, el año de la encíclica de Pío. Estos médicos
lograron identificar los días infértiles del ciclo de ovulación de la
mujer, por lo que parecía entonces posible impedir el embarazo si el
contacto sexual se producía en esos días. ¿Podrían los católicos
conseguir una nueva forma permisible de planificar sus familias
aprovechando esta información? Algunos teólogos dijeron que sí,
puesto que (a pesar de san Agustín) las autoridades de la Iglesia ya
permitían entonces el contacto sexual entre parejas estériles.
Parecía, pues, que los católicos podían aprovechar un in-
____
*
New Dealer, referencia al New Deal (nuevo reparto): política de Frankiin D. Roosevelt
para hacer frente a la crisis económica provocada en Estados Unidos por la Gran
Depresión. '(N. •dfl T.)
•96-
tervalo del mes naturalmente infértil para tener relaciones sexuales,
una conclusión autorizada por Pío XII en 1951 en una comunicación a
parteras católicas. Se declaró el «método del ritmo» como forma
natural de controlar la natalidad.
Esta decisión cambió la doctrina sobre la contracepción. Antes, se
objetaba la intención contraceptiva; ahora, la gente podía espaciar
sus actos sexuales con la intención de evitar la concepción siempre
que no se interfiriera en «la integridad del acto», lo cual imponía una
mecánica sacrosanta del sexo por encima de la voluntad de sus
autores, invirtiendo así las prioridades normales del razonamiento
moral. La mecánica para matar a una persona, por ejemplo, no se
considera el factor primario al juzgar la moralidad del hecho de dar
muerte. Los moralistas católicos aprobaron la imposición de la
muerte, sin importar el método utilizado, si el motivo era permisible:
defensa propia, ejecución autorizada de un criminal o la participación
en una guerra justa. Ahora parece que el acto sexual está bien si se
realiza «naturalmente», sin contar con la intención contraceptiva de la
pareja involucrada. Agustín quedaría estupefacto. Sus opositores
maniqueos sostenían una teoría primitiva sobre los días infértiles que
ponían en práctica para evitar la procreación (que ellos consideraban
inmoral). Agustín dirigió contra esta temprana forma del «ritmo» sus
primeros y más fuertes ataques a la contracepción. Así lo comenta
John Noonan:

El método anticonceptivo practicado por estos maniqueos que


Agustín conoció es el uso del período estéril tal como lo
determinó la medicina griega... En la historia del pensamiento
teológico sobre la contracepción, sin duda es curioso que el
primer pronunciamiento al respecto, hecho por el más
influyente teólogo en la materia, haya sido un ataque tan
vigoroso contra el único método anticonceptivo aceptado como
moralmente legal por los teólogos del siglo XX.17

El énfasis en la integridad del acto, en la forma en que la naturaleza


indica que ha de llevarse a cabo, tuvo el infeliz resultado de recordar
la antigua limitación del acto sexual a una sola manera correcta,
incluida la teoría de Tomás de Aquino, que sostenía que el
—97—
incesto, si conservaba la integridad de la fertilidad del acto, era
menos pecaminoso que la contracepción.
Esta insistencia en la observancia de la mecánica adecuada no hizo
más que sembrar problemas para el Papa, que germinaron cuando se
produjo la siguiente innovación científica: la píldora anticonceptiva,
que estaba en período de pruebas cuando Pío XII aprobó el ritmo
(aunque su uso no fue aprobado en Estados Unidos hasta 1960). Las
píldoras no interferían en el acto sexual como tal, pero sí suprimían la
ovulación por medios artificiales (químicos). Las primeras respuestas
de los teólogos católicos a este avance fueron negativas, y así lo
confirmó Pío XII en 1958 cuando condenó la píldora en una carta a
los hematólogos católicos. Pero cuando Pío era ya anciano se volvió
profetice y no dejó de pronunciarse en relación con todo tipo de
novedades antes de que se dispusiera de todos los datos; y, en señal
de un nuevo ambiente en la Iglesia, algunos teólogos y doctores
católicos continuaron explorando los interrogantes que planteaba la
píldora.
En 1963, mientras se celebraba el Concilio Vaticano II, y con la
esperanza de que se produjeran cambios en las orientaciones de la
Iglesia, John Rock, un médico católico de la Facultad de Medicina de
Harvard que había colaborado en el desarrollo de la píldora, publicó
un libro, The Time Has Come [Ha llegado la hora], argumentando que
la naturaleza misma suprime la ovulación para impedir la concepción,
no sólo durante el período infértil del mes sino también durante el
embarazo y la lactancia. La naturaleza, sin embargo, a veces falla,
como lo demuestra el caso de numerosas mujeres. ¿Por qué no dejar
que la píldora confirme o estabilice lo que la naturaleza de todas
formas iba a hacer? Después de todo, los médicos prescriben
productos químicos, o implantes mecánicos, para resolver arritmias
cardíacas u otros síndromes físicos.
En Roma, el nerviosismo de los prelados les llevó a pensar que la
píldora era sólo una excusa para deshacerse de la resentida y sitiada
posición del Vaticano sobre el control de la natalidad. La euforia
desatada por las nuevas libertades formaba parte del vértigo social
que caracterizó la década de los sesenta, tanto en la Iglesia como en
el mundo secular. Era un momento de revolución sexual, feminismo y
nuevas actitudes hacia la autoridad. En tal ambiente, los
pronunciamientos del Papa sobre las leyes naturales se analizaban
-98-
al microscopio por razones naturales, y se hacían más débiles con
cada observación. Había un gran temor en la curia del Vaticano de
que ese ambiente invadiera el Concilio que el papa Juan había
convocado (como de hecho ocurrió). Todo el asunto del control de la
natalidad estaba en peligro, y se luchó con ahínco en dos foros de
Roma, uno público y otro privado. La batalla del primero, en las
sesiones del Concilio Vaticano, alcanzó un punto muerto en el
decreto conciliar sobre la Iglesia en el mundo moderno, Gaudium et
Spes. La otra batalla, librada en secreto por la propia comisión
especial del Papa, llegó a la sorprendente derrota de esa comisión
por la misma encíclica papal Humanae Vitae.

Gaudium et Spes (1965)

El papa Juan XXIII provocó el enfado del sector más conservador de


la Iglesia con sus dos encíclicas sociales, Mater et Magister (1961) y
Pacem in Terris (1963), esta última presentada durante la primera
sesión del Concilio. La apertura hacia el mundo que se evidenciaba
en esas cartas y la llamada a la colaboración con el mismo fueron
consideradas ingenuas por el personal del Papa (la curia), al igual
que la convocatoria del Concilio. Las diferentes congregaciones del
Vaticano se asignaron la tarea de frenar el Concilio, primero cuando
prepararon el borrador de los documentos de trabajo, y luego al
presentar una lista de candidatos para presidir las comisiones del
Concilio. Esa carga burocrática estaba destinada a sepultar los
debates en un mar de detalles que sólo los expertos residentes de la
curia podían explicar a los obispos reunidos. A cada participante le
esperaban a su llegada a Roma en 1962 setenta documentos de
trabajo: 2.000 páginas, todas escritas en el latín de la curia, que la
mayoría de los obispos había olvidado desde sus tiempos de
seminaristas.18 Los documentos reiteraban las posiciones mantenidas
por los funcionarios. No ofrecían nada nuevo al mundo. Estaban
atiborrados de anatemas y condenas, a pesar de que el Papa Juan
les había hecho saber que deseaba un enfoque pastoral y no
doctrinal.
En materia sexual, la curia sintió una urgencia especial por establecer
parámetros que frenaran a los obispos y a sus asesores
-99-
teológicos. El documento sobre moralidad sexual lo había escrito uno
de los conservadores favoritos de la curia, el franciscano Ermenegildo
Lio, y sus cuatro capítulos contenían veintiuna condenas. 19 Sólo el
título ya mostraba dónde se ponía el énfasis: «Sobre el matrimonio, la
castidad y la virginidad.»20 Cuando el obispo McGrath presentó por
escrito una objeción al documento, el padre Lio, el experto del Santo
Oficio (anteriormente, la Inquisición) en materia matrimonial,
respondió con una carta acusadora. Quedaba claro que los obispos
estaban ahí para escuchar a los expertos, no para tomar cartas en el
asunto.21
Pero las tomaron. Cuando se les presentó una lista de funcionarios
que había preparado la curia, y se les invitó a votar antes de que los
obispos tuvieran tiempo de enterarse de quiénes eran los diversos
candidatos, el cardenal Lienart, de Lille, intervino en la primera sesión
de trabajo y rompió las reglas al pedir que se pospusiera la elección
hasta que los obispos pudiesen elaborar su propia lista de
candidatos.22 Fue la primera señal inequívoca de que la curia estaba
perdiendo el control. De ahí en adelante aplicaría una política de
obstruccionismo con la ayuda de varios obispos presentes que, si
bien ocupaban posiciones de alto rango, constituían una minoría
menguante. El documento sobre la castidad se cambió por otro sobre
el amor en el matrimonio, al que el padre Lio se opuso párrafo a
párrafo con el apoyo de su superior en el Santo Oficio, el cardenal
Ottaviani. El borrador del documento conoció cinco redacciones
completas (sin contar las numerosas enmiendas de cada borrador).
Ottaviani le pidió ayuda al moralista americano John Ford, quien junto
a sus colegas jesuítas había escrito el manual de ética usado en los
seminarios y las escuelas para reforzar los preceptos de Casti
Connubii y el método del ritmo. Ford era bien visto por el papa Pablo,
pero la mayoría no dejó de ganar terreno en las sesiones del Concilio
a medida que el documento sobre el matrimonio iba orientándose a
plantearlo como un sacramento de amor, y no como un simple
mecanismo de procreación.
Puesto que se probó que era imposible incluir referencias a la
información científica moderna en la redacción del documento sobre
el matrimonio, en el que, según los teólogos célibes, el laicado no
tenía nada que decir, el cardenal Leo Joseph Suenens, de Bélgica,
convenció al papa Juan de que nombrara una comisión especial
—100—
que sopesara las evidencias empíricas disponibles en relación con el
control de la natalidad. De los seis hombres nombrados para esta
comisión pontificia, cuatro eran seglares, y los cuatro estaban
casados: dos médicos, un demógrafo y un economista. De los dos
sacerdotes, uno era diplomático y el otro sociólogo. El Papa estaba
buscando nuevas luces sobre el tema. La comisión se reunió entre
las dos primeras sesiones, pero no se atrevió a sugerir cambios
fundamentales; sólo recomendó que se hicieran estudios más
profundos, lo que significaba recomendar la continuidad de su propia
existencia. Al morir el papa Juan durante la segunda sesión, la
comisión, cuya existencia era todavía un secreto (incluso para la
mayoría de los padres del Concilio), fue heredada por el papa Pablo.
Aunque pudo haberla disuelto, Pablo la amplió, y le dio así mayor
representatividad. Por primera vez se solicitó la colaboración de las
mujeres en un asunto que afectaba tan íntimamente a sus vidas.
Cuando se corrió la voz de la existencia de la comisión, el Papa
admitió, entre la segunda y la tercera sesión, que se había realizado
un estudio independiente sobre el control de la natalidad, pero que
«entretanto» la antigua estrechez de miras seguía vigente. 23 La
mayor parte del Concilio utilizó esta información para impedir que la
facción de Lio reinsertara en el documento sobre el matrimonio una
arrolladora reafírmación de las condenas de Casti Connubii. Era un
asunto «reservado», dijeron. Estas maniobras les llevaron a la
penúltima votación sobre el documento relativo al matrimonio, el que
habría de preceder a la versión definitiva. Aunque no se suponía que
el grupo de redacción introdujera cambios sustanciales en lo
acordado por todo el cuerpo del Concilio, una intervención de última
hora del Papa pareció cancelar todo el trabajo precedente de los
padres del Concilio. El 24 de noviembre de 1965, el cardenal
Ottaviani, que presidía la comisión mixta que editaba el documento,
mandó leer una carta del secretario de Estado del Papa. Según la
carta, «una autoridad superior» exigía la inserción de cuatro modi
(enmiendas), entre ellas la condena específica de los «mecanismos
anticonceptivos» y una reafirmación explícita de la autoridad de Casti
Connubii.
Para echar más leña al fuego, Ottaviani añadió que esas directivas no
eran materia de debate, sino que apelaban a la «santa obediencia»,
así que los teólogos asesores podían marcharse. El carde-
—101—
nal Browne dijo: Christns ipse locutus est («Ésta es la palabra de
Cristo»), mientras en los rostros de los padres Ford y Lio se dibujaba
una expresión de triunfo, aunque Ford más tarde se ruborizaría
cuando alguien señaló un error gramatical en el latín de la carta y lo
señalaba como autor de la misma.24 La mayoría entonces puso en
tela de juicio la negativa de Ottaviani sobre su posible debate. ¿Acaso
el Concilio ya no era operativo? ¿Acaso el Papa lo había disuelto
para emitir su propia declaración? ¿Cómo que no podían discutirlo, si
todos habían participado en la declaración? El autoritario cardenal
tuvo en cierto modo que ceder. Así, redujeron poco a poco los modi
sin rechazarlos en su totalidad. La prohibición expresa sobre los
«dispositivos anticonceptivos» quedó en «prácticas ilícitas contra la
generación humana». Muy poco espacio se le dejó a la comisión
pontificia para sugerir cambios sobre cómo se juzga si una práctica es
ilícita. Se mencionó Casti Connubii, pero sólo como nota al pie y
acompañada de una referencia al hecho de que la comisión pontificia
consideraba el tema abierto a investigación.
La sección final de Gaudium et Spes (capítulo 2, párrafos 47-52) es
cuidadosamente ambigua en ciertos puntos, lo suficiente para que los
papas Pablo VI y Juan Pablo II pudieran afirmar después que el
Concilio había confirmado Casti Connubii y para que Bernard Háring
y otros afirmasen que había sido retirada de la encíclica. 25 Lo que no
puede negarse es que la libertad del Concilio se vio seriamente
comprometida cuando el Papa alteró la libre expresión de dos tercios
de la asamblea de obispos de la Iglesia. A pesar de afirmar que el
Espíritu Santo hablaba a través de los obispos de la asamblea, el
Concilio existió dentro de las estructuras del engaño. Y todavía no se
ha zanjado del todo el asunto del control de la natalidad. Aunque se
habían construido los cimientos, la desastrosa encíclica Humanae
Vitae estaba aún por escribirse.

-102-
NOTAS

1. Encuestas del Centro de Investigación de Opinión Nacional


reseñadas por Andrew Greeley en The American Catholics: A Soáal
Portrait, Basic Books, 1977, pp. 134, 156. Otros indicadores de
aceptación de guías espirituales también cayeron, incluidas las
donaciones a las parroquias. En 1963, los católicos irlandeses
educados en las escuelas parroquiales manifestaron que les gustaría
mucho que alguno de sus hijos se dedicara al sacerdocio. En 1974,
sólo el 45 % pensaba aún así. (Greeley, p. 162).
2. John T. Noonan,Jr., Contraception, A History ofits Treatment by the
Catholic Theologians and Canonists, Harvard University Press, 1966,
pp. 25-27,44-45, 98.
3. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renunciation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988, p.
95.. [El cuerpo y la sociedad, traducido por Antonio Juan Desmonts,
Muchnik Editores, 1993.] Para el ascetismo extremo en la antigüedad
reciente, véase Brown, pp. 92-100, y Robin Lañe Fox, Pagans and
Chrístians, Al-fred A. Knopf, 1986, pp. 356-377. Para la misoginia de
la época, y las mujeres como «puertas del Infierno», véase cap. 4.
Brown (p. 166) indica que el temor y el odio al sexo llevaron a muchas
más autocastraciones como la del famoso Orígenes.
4. La posición «normal» (Commentary on the Sentences of Peter
Lombard, 4.31) «refleja la creencia de la superioridad natural del
hombre sobre la mujer» (Noonan, op. cit., p. 239), y las uniones
incestuosas al menos retenían la integridad del acto sexual
(fertilización) según ST 2-2, ql54,llr.
5. Noonan, op. cit., pp. 196-199. Los teólogos del siglo xn se
apoyaron en esta rara opinión para defender las doctrinas anteriores
sobre la «deuda» del matrimonio, o débito conyugal (debitum). Un
cónyuge debe honrar la deuda de respuesta sexual al otro; incluso
aunque él/ella no quiera cometer el pecado de sexo sin procreación,
el varón puede complacer los deseos de la esposa mientras no
derrame su simiente como Onán. Una de las bases de esta
aberración era la opinión patrística de que las mujeres, por ser el
sexo débil, eran presa más fácil de la lujuria que los hombres (véase
cap. 4).
6. Ibíd., p. 28. Para los anticonceptivos en los tiempos de Jesús,
véase Sorano, Gynecology, traducido por Owsei Temkin, Johns
Hopkins University Press, 1956.
7. James Neuchterlein, «Catholics, Protestants, and Contraception»,
•103-
First Things, abril 1999, pp. 10-11, y «Correspondence», First Things,
agosto/septiembre 1999, pp. 2-6.
8. Véase cap. 6 deJohn Ford, S.J., y Germain Grisez.
9. Noonan, op. cit.,pp. 419-426.
10. Pío XI, Christian Marriage, traducción del Vaticano, Pauline Books
and Media, n.d., p. 28, citando a Agustín, Adulterio 2.12.
11. Claude F. Mariotini. «Onan», ABD 5.20-21.
12. Pío XI, op. cit., p. 29, citando a Mt 15:14.
13. Ellen Chesler, Woman of Valor: Margaret Sanger and the Birth
Control Movement in América, Simón & Schuster, 1992, p. 203.
14. Ibíd.,pp. 345-346.
15. Robert McCIory, Turning Point: The Inside Story ofthe Papal Birth
Control Commission, Crossroad, 1995, p. 1.
16. John C. Ford, S. J., citado por Robert Blair Kaiser, The Politics of
Sex and Religión, LeavenPress de The National Catholic Repórter,
1985, p.145.
17. Noonan, op. cit., p. 120.
18. Geraid P. Fogarty, «The Council Gets Underway», en Giuseppe
Alberigo, History of Vatican II, traducido por Joseph A. Komonchak,
Orbis, 1997, vol. 2, p. 69. [Historia del Concilio Vaticano II, Ediciones
Sigueme.]
19. Ambrogio Valsecchi, Controversy: The Birth Control Debate,
1958-1968, traducido por Dorothy White, Corpus Books, 1968, p. 120.
20. Charles Moeller, «Pastoral Constitution on the Church in the
Modern Woril: History of the Constitution», de Herbert Vorgrimier
(editor), Commentary on the Documents of Vatican II, Herder and Her-
der,1969,vol.5,p.l3.
21. Bernard Háring, «Fostering the Nobility of Marriage and the
Family», en Vorgrimier, op. cit., p. 225.
22. Andrea Riccardi, «The Tumultuous Opening Days of the Council»,
Alberigo, op. cit., pp. 27-32.
23. Noonan, op. cit., p. 473.
24. F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Vatican Council II, Parrar, Straus
y Giroux, 1968, p. 555, Háring, op. cit., p. 228, Kaiser, op. cit., pp.116-
117.
25. Háring, op. cit., pp. 228-245.
.104.
6
La tragedia de Pablo VI: la encíclica

La forma de actuar del papa Pablo VI en los años que precedieron a


Humanae Vitae (1968) era tan contradictoria que parecía perversa.
Por una parte, se puso del lado de la minoría en el Concilio para
inhibir cualquier cambio sobre la contracepción, hasta el punto de
intervenir directamente a última hora al verse sin una forma indirecta
de frustrar la voluntad de la mayoría; mientras que por otra ampliaba
la comisión pontificia que el papa Juan había nombrado para el
debate sobre el control de la natalidad, abriendo así el abanico de sus
deliberaciones. ¿Cómo explicar esta conducta?
Creo que sólo una combinación de cálculo y sinceridad puede
resolver el misterio. En el lado calculador vemos que el trato que
Pablo le dio a la comisión modificó sutilmente su objetivo original. El
cardenal Suenens le sugirió al papa Juan la creación de la comisión
como una fuente independiente de información para su uso en el
Concilio. Esto les daría un renovado material de reflexión a los
obispos en sus debates finales. Cuando Pablo amplió el territorio de
la comisión, dijo que sus conclusiones podrían serle útiles para
preparar la respuesta a la conferencia de la ONU de 1964 sobre
planificación familiar. La conferencia pasó sin que la comisión pudiera
cristalizar ninguna conclusión útil, y siguió trabajando, pero Pablo se
aseguró de que las opiniones resultantes se mantuvieran totalmente
separadas de lo que estaba sucediendo en el Concilio. Habiendo
fracasado en su intento de reinsertar la doctrina de Casti Connubii en
el decreto sobre la Iglesia en el mundo moderno, bien hubiera podido
retirar del temario del Concilio to-
—105—
do lo relativo al control de la natalidad, aduciendo que la comisión se
estaba encargando de su estudio. La sola existencia de la comisión le
daba margen para maniobrar. Sin embargo, fue la comisión la que le
encerró en su condena de la contracepción.
Existe una razón por la que él no pudo sospechar el resultado:
la comisión era un secreto papal, y el Vaticano había vivido por
décadas seguro de poder mantener sus secretos. Incluso cuando el
Papa aceptó la existencia de la comisión, mantuvo el misterio sobre
sus miembros y su función. Todos los participantes tenían la orden de
guardar en estricto secreto sus acciones. No habría ninguna
publicación oficial de actas o resultados. En una ocasión, cuando un
informador gráfico logró infiltrarse en una de sus reuniones, le
atraparon y destruyeron su película." Ni siquiera sus miembros podían
tomarse fotos informales durante la existencia de la comisión. (Una
vez disuelto el cuerpo se hicieron algunas fotos.) Todo lo que dijeran
o hicieran debía ser informado de manera confidencial al Papa, quien
podía utilizarlo o suprimirlo a discreción. Si el plan original hubiera
seguido adelante, y el Papa hubiera querido ignorar lo hecho por la
comisión, no habría quedado ningún registro de su existencia, tal
como sucedió con el borrador secreto de la encíclica sobre los judíos
de Pío XI. La idea de una comisión «clandestina» no estaba en la
mente de Pablo. Lo único que quería era que no afectase a los
debates de los padres del Concilio.
Pero Pablo era un auténtico creyente, no un simple político
eclesiástico; y creo que estaba tan convencido de que las doctrinas
de la Iglesia no podían errar, que confiaba en que una visión más
amplia del tema terminaría confirmando Casti Connubii quizá sobre
nuevas bases. No hay duda de que John Ford, el experto preferido de
la curia, le animaba a pensar así. Ford tenía claro que los viejos
argumentos de leyes naturales sobre la contracepción eran débiles,
pero la Iglesia no podía estar equivocada, así que tenían que
encontrar nuevas bases para reforzar la verdad. Del mismo modo que
pudieron sacrificar la historia de Onán, podían hacerlo con las
opiniones convencionales de las leyes naturales, siempre que la
Iglesia mantuviera sus condenas, basándose en cualquier otra cosa.
Ford llevó a Roma a un filósofo católico, Germain Grisez, que le
ayudó a desarrollar un nuevo argumento de «voluntad
—106—
de vida».2 El Papa probablemente esperaba que coincidiese con los
resultados de las reflexiones de la comisión. Sin duda quedó
estupefacto cuando la comisión atacó todo lo estipulado por Casti
Connubii. Y además, furioso, cuando se filtró a la prensa el rechazo
de la comisión por el pasado. Lo que creía estar fomentando como
una forma astuta de postergar un problema se había vuelto contra él,
dificultando la tarea de redactar Humanae Vitae más de lo que nunca
pensó. Aun así, tenía que hacerlo.

Humanae Vital

La comisión pontificia se reunió cinco veces. La primera, en el otoño


de 1963, convocó a seis hombres en Lovaina. El segundo encuentro
se celebró en Roma (como todos los demás), en la primavera de
1964, con la asistencia de trece hombres. En el verano del mismo
año se reunieron quince personas. Hasta ese momento, ninguno
había osado recomendar la alteración de las doctrinas de la Iglesia
sobre la contracepción. Las cosas cambiaron en la cuarta sesión, en
la primavera de 1965, cuando el número de participantes saltó a
cincuenta y ocho, con cinco mujeres entre los treinta y cuatro
miembros laicos. Uno de los expertos llamado como asesor era John
T. Noonan, de Notre Dame, Indiana, cuyos estudios sobre los
cambios de posición de la Iglesia respecto a la usura le habían hecho
ganar la admiración de los eruditos. Estaba trabajando en un estudio
similar sobre los cambios en la prohibición de la contracepción, obra
que iba a ser publicada justo cuando se disolvió la comisión. Noonan
le abrió los ojos a los miembros sobre el posible desarrollo de
doctrinas papales no infalibles.
Otro elemento revelador fue el resultado de un cuestionario que Pat y
Patty Crowley, una pareja laica, llevaron a Roma. Algunos miembros
activos del Movimiento Internacional de la Familia Cristiana habían
llevado a cabo un seguimiento de las experiencias de otros miembros
—devotos católicos todos— con el método del ritmo, que resultó ser
cualquier cosa menos natural. Dado que el período menstrual de la
mujer fluctúa con su salud, ansiedades, edad y otros factores, para
definir el período realmente estéril del ciclo se precisaba llevar
gráficos diarios de su temperatura y estnc-
—107—
tas comparaciones de los calendarios, e incluso así los resultados no
eran seguros. Los católicos más concienzudos, que siguieron con
precisión este procedimiento, lo encontraron muy poco fiable, y
quedaban muertos de miedo hasta la llegada de la siguiente
menstruación (que podía no llegar). Además, tanta concentración en
las condiciones físicas de la esposa obligaba a ignorar o reprimir sus
factores psicológicos: el afecto, las necesidades, las crisis, los
viajes...
Los comentarios de las parejas encuestadas se presentaron como
lectura de apoyo a la comisión. Un marido escribió:

El método del ritmo destruye el significado del acto sexual;


convierte una expresión espontánea de amor físico y espiritual
en un simple alivio corporal sexual; me mantiene obsesionado
con el sexo todo el mes; pone en grave peligro mi castidad;
tiene un efecto notorio en mi disposición hacia mi esposa y mis
hijos; me obliga a evitar por completo toda muestra de afecto
hacia mi esposa durante tres semanas seguidas. Por culpa del
ritmo, he visto disiparse una magnífica unión espiritual y física
para transformarse en una relación tensa y de daño mutuo. El
ritmo parece ser inmoral y profundamente artificial. Me parece
diabólico.

Su esposa también dio su versión de la historia:

Me encuentro malhumorada y resentida hacia mi esposo


cuando finalmente llega el momento de las relaciones
sexuales. Me molesta su obligada inhibición de cariño a lo largo
del mes y me doy cuenta de que no puedo responder de
repente. Creo también que mis sueños subconscientes y
pensamientos espontáneos son inevitablemente sexuales y me
hacen perder tiempo. Todo esto a pesar de un compañerismo
intelectual y emocional fantástico y de una vida conyugal y
familiar hermosa.3

Al tiempo que la comisión oía decir que el ritmo hacía que la gente se
obsesionase con el sexo y sus mecanismos, la minoría en el Concilio
argumentaba que el ritmo permitía a la gente escapar de
—108—
la simple necesidad animal y disfrutar de la serenidad procurada por
la sexualidad superada. La comisión escuchó también la explicación
de los médicos, de cómo la naturaleza hacía que las mujeres
sintiesen el mayor deseo sexual justo en los días fértiles que el ritmo
marca como no recomendados.
El efecto combinado de la historia de Noonan y de los
descubrimientos empíricos de los Crowley llevó a los miembros de la
comisión —buenos católicos todos ellos, escogidos por su lealtad a la
Iglesia— a analizar con honestidad los argumentos de las «leyes
naturales» que se oponían a la contracepción, y vieran, con sorpresa,
lo insustancial del razonamiento que hasta entonces habían
aceptado. El sexo existe para la procreación, de acuerdo, pero ¿en
todos y cada uno de los actos sexuales? Se come para subsistir, pero
no por ello se considera pecado mortal toda comida o bebida, más
allá de la necesaria para la subsistencia. De hecho, reducir el comer a
un impulso animal negaría el significado espiritual y simbólico de las
comidas compartidas: las fiestas de cumpleaños, las cenas de
celebración, el vino de Cana, incluso la Eucaristía. ¿La integridad del
acto? ¿Acaso es pecaminoso recibir alimentación intravenosa cuando
se requiere? ¿Se viola con ello la integridad del acto de comer?
Cuanto más analizaban la herencia de «sabiduría» de la Iglesia,
mejor veían las cuestionables raíces en que se sustentaba: el temor y
el odio al sexo, la sensación de que el placer que proporciona es un
soborno biológico para garantizar la perpetuación de la especie, que
cualquier uso que se le dé, diferente del de su objetivo, es
vergonzoso. Esto no procede de las escrituras ni de Cristo, sino de
Séneca y Agustín.
Los miembros de la comisión, incluidos teólogos de formación y
consejeros espirituales con años de experiencia en explicar las
doctrinas de la Iglesia, tuvieron la sensación de ver la realidad por vez
primera. La cultivada sumisión al papado había sido para ellos una
estructura de engaños que los alejaba de la honestidad para consigo
mismos, obligándolos a vivir en una mentira. Para su gran sorpresa,
se dieron cuenta de que no sólo deseaban apoyar la idea de que la
Iglesia cambiase, sino que sentían que tenía que cambiar en ese
aspecto, que, una vez descubierta la verdad, no podía ocultarse de
nuevo. Cuando se preguntó a los diecinueve teólogos de la comisión,
convocados a votar por separado, si la doctrina de la
•109-
Iglesia podría cambiar respecto a la contracepción, doce
respondieron que sí y siete que no (entre los que se contaba John
Ford, quien se había incorporado a la comisión en esa reunión). 4
Todo esto disparó las alarmas del Vaticano. Para la siguiente reunión,
la última y la más larga, de abril a junio de 1965, los miembros de la
comisión fueron degradados a «consejeros» (peri-ti) y la comisión la
formaron dieciséis obispos llamados para elaborar el informe
definitivo. Los obispos escucharon a quienes en verdad habían
participado en los debates, pero les correspondía a los obispos emitir
el veredicto final. El debate lo presidió el cardenal Ottaviani, del Santo
Oficio. Esta incursión de la artillería pesada habría acobardado a los
miembros en las primeras sesiones. Pero las cosas ya habían ido
demasiado lejos como para dejarse intimidar. Para el momento
decisivo los Crowley aportaron otro sondeo; éste versaba sobre 3.000
católicos —incluidos 290 devotos ^suscriptores de la revista St.
Anthony's Messenger [El mensajero de san Antonio]— de los que el
63 % dijo que el método del ritmo había perjudicado a su matrimonio;
el 65 %, que no era cierto que evitara la concepción, incluso
siguiendo el procedimiento rigurosamente (hasta neuróticamente). 5 El
doctor Albert Gorres habló de la autocensura practicada por los
católicos, algo que los miembros reconocieron como cierto. 6 El
sacerdote jesuíta Josef Fuchs, profesor de las normas de Casti
Connubii durante veinte años, prometió retirar su texto de moral y
renunciar a su puesto de profesor en la Universidad Gregoriana de
Roma, pues ya no podía mantener lo que antes profesaba. 7 Los votos
de los teólogos que presentaron sus hallazgos a los obispos pasaron
de quince a cuatro contra la afirmación de que la contracepción sea
intrínsecamente mala.8 El resultado de la votación en el grupo
completo fue de treinta a cinco.9
He aquí una perfecta prueba de laboratorio de que la teoría de la
contracepción es antinatural, en la medida en que sólo así lo puede
percibir el razonamiento naturalista. Se trataba de personas
preparadas, incluso expertas. Eran católicos de sólidas convicciones
(por eso fueron escogidos). Durante toda su vida estuvieron
condicionados para aceptar las doctrinas de la Iglesia, de hecho ya
las habían aceptado en el pasado. Si de alguien podía asegurarse
que abordaría las tesis oficiales con una actitud abierta era de ellos.
-110-
No había en ellos ninguna malicia hacia las autoridades de la Iglesia,
muchos habían dedicado gran parte de su vida (si no toda) a
colaborar con ellas. La mayoría entró en el proyecto de acuerdo con
la posición del Papa, o al menos dudosos de que pudiera cambiar.
Ahora se encontraban a sí mismos reconociendo que el cambio no
sólo era necesario sino además inevitable. No entendían cómo antes
habían podido pensar de otro modo. El cardenal Suenens explicó que
se les había condicionado para tener una doble conciencia, para vivir
una mentira:

Durante años, los teólogos han tenido que idear argumentos a


favor de una doctrina que no se les permitía contradecir.
Estaban obligados a defender la doctrina recibida, aunque creo
que tendrían muchas inquietudes al respecto. En cuanto se
dieron las primeras señales de tímida apertura, un amplio
grupo de moralistas llegó a la conclusión defendida por la
mayoría en esta reunión... Los obispos defendieron la posición
clásica porque la autoridad así se lo impuso. Los obispos no
estudiaron los pros y los contras. Ellos recibieron directrices, se
doblegaron ante ellas y luego trataron de explicárselas a su
diócesis.10

En cuanto la gente empezó a pensar en estas cosas con arreglo a su


propio criterio, la estructura del engaño se derrumbó con un soplido.
Ni siquiera la gente escogida por el Vaticano podía sostener las
posiciones del pasado, mucho menos los católicos menos
comprometidos que ellos. Y era absurdo hablar del mundo no
católico, pues ellos nunca reconocieron esta «ley natural de la razón
natural».
La necesidad de hacer frente a la perspectiva de cambio quedó
impresa en la comisión por los argumentos de los cinco teólogos que
defendían Casti Connubii. Redujeron sus propias tesis a argumentos
absurdos. John Ford dijo que el contacto sexual no es necesario en el
amor marital: «El amor conyugal es sobre todo espiritual (si el amor
es verdadero) y no necesita gestos carnales específicos, mucho
menos su repetición con alguna frecuencia determinada.»11 A Ford
también le gustaba decir que, si se cambiaba la teoría de que la
actividad sexual era sólo para la procreación, la gente podría
masturbarse impunemente. El doctor Gorres citó al

111
patriarca melquita. Máximo IV, quien dijo en las deliberaciones del
Concilio que los sacerdotes hacían gala de una «psicosis de celibato»
en todo lo relacionado con el sexo. 12 Los Crowley pudieron percatarse
de esta actitud cuando llegaron a un seminario vacío que servía de
residencia para los asistentes a la cuarta sesión. A Patty no se le
permitió quedarse en la misma habitación con su marido, tenía que
irse a pasar la noche a un convento de las cercanías. 13 No se podía
permitir el sexo en los confínes del seminario, incluso sin seminaristas
en la residencia.
La votación culminante de la comisión —la de los dieciséis obispos—
fue de nueve a tres a favor de cambiar la posición de la Iglesia sobre
la contracepción, con tres abstenciones. Antes de realizar la votación
se había acordado presentar un solo informe de la comisión, pero el
cardenal Ottaviani y el padre Ford, al ver cómo venían dadas,
prepararon por su parte un documento que luego sería trastocado
como documento oficial de la minoría. Había sólo un documento
oficial, el único votado por los obispos autorizados para reseñar los
hallazgos del grupo de trabajo (había sido Ottaviani quien trajera a
esos funcionarios, con la esperanza de obtener de ellos el resultado
que él quería. Cuando esto falló, se desentendió de su propio ardid).
El informe Ford, redactado con Germain Griscz, decía que cualquier
modificación era inconcebible. Y no porque hubiese argumentos
razonables contra el cambio: «Si pudiéramos plantear argumentos
claros y convincentes basados sólo en la razón, no sería necesario
que existiera esta comisión, y tampoco se habría producido esta
situación en la Iglesia.» No, la verdadera razón para mantener la
teoría era que ésa era la teoría: «La Iglesia no puede haberse
equivocado durante tantos siglos, ni siquiera un siglo, imponiendo
graves cargas en nombre de Jesucristo si Jesucristo no hubiera
impuesto de verdad esas cargas.»'4 O, como Ford lo expuso en un
debate anterior, si la Iglesia mandó al infierno a todas esas almas,
tiene que seguir manteniendo que ahí es donde están.
A esas alturas, ese argumento no tenía sentido para la comisión, ni
para los obispos ni para los teólogos ni para los laicos expertos. Pero
al final fue el único argumento que le importó a Pablo VI. Se
aprovechó del llamado «informe de la minoría» para decir que no
podía aceptar los hallazgos de la comisión, ya que éstos
-112-
no eran objeto de consenso. 15 Nueve de los doce obispos, quince de
los diecinueve teólogos y treinta de los treinta y cinco miembros no
episcopales de la comisión no eran suficientes para él. En los
decretos del Concilio las votaciones tampoco fueron unánimes, y no
por eso las declaró inválidas. Lo que de verdad preocupaba a Pablo
eran los argumentos que le trajo Ottaviani cuando se presentó el
informe. Él sabía lo que preocupaba al Papa y sabía cómo manejar
esas preocupaciones. F. X. Murphy había observado algo en la
conducta de Pablo a lo largo de las reuniones del Concilio:

El Papa era un hombre desgarrado por las dudas, atormentado


por los escrúpulos, perseguido por los pensamientos de
perfección y sobre todo, dominado por una preocupación
exagerada —algunos lo llamaron obsesión— por su prestigio
en su función de Papa. Sus observaciones en este sentido a
veces rayaban en el fervor mesiánico, un rasgo ausente en las
sosegadas expresiones de sus antecesores. Cada vez que
pudo, tanto en audiencias normales entre semana como en los
sermones del domingo desde la ventana de su apartamento,
hasta en las reuniones más solemnes en estación o fuera de
estación, hizo incontables declaraciones al respecto. Acusar a
la mayoría de deslealtad al Santo Padre formaba parte de la
estrategia de la minoría conciliar. Finalmente, dada la
constante cantinela de Pablo, la mayoría terminó por pensar
que quizás él compartía estas sospechas, al menos en cierta
medida. Los estudiosos de las actuaciones de Pablo notaron
que, mientras en otros aspectos lucía una actitud abierta, en el
tema del papado su mente permanecía extrañamente cerrada a
todo análisis.16

Estas líneas fueron escritas antes de la publicación de Humanae


Vitae, pero la explican completamente.
Los miembros de la comisión dejaron su labor convencidos de que el
Papa ya no podría mantener una doctrina desacreditada. Cuando el
informe cayó en manos de la prensa, los católicos del mundo entero
tomaron aliento con los aires de cambio. Lejos de opacar su fe, como
el Papa se temía, esto los animó. Lo que sí desequilibró su fe fue lo
que Pablo hizo a continuación: publicar Humanae Vitae reiterando la
prohibición manifestada en Casti Con-

113
nubii: «La Iglesia hace un llamamiento a sus seguidores para que
recuperen la obediencia a las leyes naturales, tal como las ve su
doctrina constante, que nos enseña que todos y cada uno de los
actos conyugales deben mantenerse abiertos a la transmisión de la
vida.»17 La respuesta de los católicos fue un rechazo sin precedentes
a la sumisión. Las encuestas registraron un desacuerdo inmediato
con la encíclica. En un festival católico de jóvenes devotos alemanes
en Essen, planificado con anterioridad, se propuso la resolución de
que los asistentes no obedecerían la encíclica; de los cuatro mil, sólo
noventa votaron en contra. 18 Otra encuesta simultánea entre católicos
alemanes arrojó como resultado que el 68 % de ellos pensaba que el
Papa estaba equivocado respecto a la contracepción.19 Desde todos
los confines del mundo llegaron notas similares.
¿Qué harían los obispos? Con la encíclica venía la orden, para ellos y
todos los sacerdotes, de explicar y apoyar la decisión del Papa.

Sed los primeros en dar, en el ejercicio de vuestro ministerio, el


ejemplo de obediencia leal interna y externa a las autoridades
doctrinales de la Iglesia [...]. Es de máxima importancia, para
tener la conciencia en paz y para la unidad del pueblo cristiano,
que en el terreno de la moral y del dogma todos escuchemos el
magisterio de la Iglesia, y hablemos todos el mismo idioma. 20

Pero por primera vez en la historia, los obispos declararon que, aun
manteniendo su respeto por la encíclica, los creyentes podían actuar
de otra forma si su conciencia así se lo indicaba. La Conferencia
Episcopal de los Países Bajos fue más rotunda: «La Conferencia
considera que el rechazo total de la encíclica a los métodos de
contracepción no es convincente a causa de los argumentos que
presenta.»21 Otros cuerpos episcopales fueron más circunspectos,
pero señalaron que no considerarían que aquellos que
desobedecieran la encíclica estuviesen incumpliendo los
sacramentos. Los obispos de Bélgica lo expresaron así: «Cualquier
persona competente en la materia y capaz de formarse un juicio
personal bien fundado —lo que supone un cierto conocimiento—
puede, después de serias reflexiones ante Dios, llegar a conclusiones
diferentes en ciertos puntos.» Dicho de otro modo; no hay que tratar
-114-
con ligereza las palabras del Papa, pero una vez bien analizadas,
pueden actuar según su conciencia. Ésta fue la posición que tomaron
los obispos de Estados Unidos (entran en juego las normas de la
disidencia lícita), Austria, Brasil, Checoslovaquia, México, Filipinas,
Alemania Occidental, Japón, Francia, los países escandinavos y
Suiza.22 La declaración de los escandinavos fue típica:

Si cualquiera de nosotros, por razones serias y


cuidadosamente analizadas, no se sintiera capaz de suscribir
los argumentos de la encíclica, está autorizado, como es bien
sabido, a tener una opinión diferente de la presentada en una
declaración no infalible de la Iglesia. Por lo tanto, ninguno
deberá ser considerado un católico inferior a causa de su
divergencia de opinión. 23

El Papa estaba perplejo. Pasó los diez años que le quedaban de


pontificado cual sonámbulo, incapaz de entender qué le había
sucedido, por qué se producía un disentimiento tan abierto en las
altas esferas del episcopado. Cuatro años después de la publicación
de Humanae Vitae se veía al Papa «cauto, nervioso, ansioso,
alarmado»; en un sermón en San Pedro lamentó el desafío a las
doctrinas de la Iglesia, y ésa fue la única explicación que encontró
para tal desafío: «El humo de Satanás ha entrado a través de algunas
grietas en el templo de Dios.» 24 Lo había invadido la melancolía y se
había vuelto propenso al llanto.25 ¿Fue él quien abrió esas grietas en
el templo de Dios? Incluso sólo como persistente sospecha ya era
una carga muy pesada. Esto explica el ambiente de oscura tragedia
que rondó sus últimos años. En esos diez años no volvió a producir
una encíclica. Fue prisionero del Vaticano de una forma muy diferente
de la sus antecesores. Estaba preso en las estructuras del engaño.
Mientras tanto, el padre Ford, que había ayudado a su colega jesuíta
Gustavo Martelet en la redacción del borrador de Humanae Vitae bajo
la dirección de Ottaviani, regresó al seminario donde había enseñado
teología moral durante años, pero los seminaristas jesuítas, a
sabiendas de lo que Ford había hecho en Roma, rehusaron tomar
clases con él.26 Como resultado de lo que él consideraba el gran
golpe de su vida, su carrera como profesor había terminado.

115
El disentimiento permitido para con Humanae Vitae imprimió cierto
giro a la actitud católica hacia la autoridad en general. 27 ¿Qué podía
hacerse al respecto? Pablo tenía las manos atadas por sus propios
actos. ¿Estarían igual las de los futuros papas? Juan Pablo I (Albano
Luciani), el sucesor inmediato de Pablo, dio indicios de querer
apartarse de las prohibiciones de Casti Connubii. Cuando nació el
primer bebé probeta, el Papa dio un paso extraordinario al enviar su
felicitación, a pesar de que Humanae Vitae condenase la fertilización
in vitro. Dijo a la prensa:

He enviado mi más sincera felicitación a la niña inglesa cuya


concepción se produjo artificialmente. No tengo derecho a
condenar a sus padres [...]. Antes bien, quizá tengan gran
mérito ante Dios por lo que quisieron y lograron hacer con
ayuda de los médicos.28

Juan XXIII fue conocido por este estilo de cálidas declaraciones


pastorales, y Luciani preocupaba a parte de la curia por el temor de
encontrarse frente a otro pontificado juanesco. Pero Luciani murió al
cabo de sólo un mes en el cargo, para ser sucedido por un hombre
que tomó su nombre, pero nada más. El papa Juan Pablo II, Karol
Wojtyla de Polonia, no tardó en demostrar, con sus palabras y sus
actos, que era aún más estricto que Pablo en lo relativo a la
contracepción. Montó una sostenida defensa disciplinaria y
conceptual de Humanae Vitae, insistiendo en su estricta aceptación
en todos sus viajes por el mundo. Celebró con solemnidad el décimo
aniversario de la encíclica en 1978. Al año siguiente lanzó una larga
serie de discursos sobre el sexo publicados en La teología del cuerpo
29
En el encuentro del sínodo de obispos de 1980 sobre la familia,
arremetió contra toda disidencia de Humanae Vitae.30 En 1981
escribió un documento de 120 páginas sobre el mismo tema, la
exhortación apostólica Familiaris Consortio. En 1988*, siguió en la
misma tónica con una encíclica igualmente larga (Veritatis Splendor),
en la que reafirmaba el poder doctrinal

--
*
Los archivos documentales de la Conferencia Episcopal Española fechan esta
encíclica en 1995, mientras que Aciprensa la sitúa en 1993. Ref:
www.conferenciaepiscopal.es. (N. del T.)

-116-
de la Iglesia en este y otros ámbitos. Además, se mostró claramente
decidido a designar sólo a obispos que lo respaldasen en su rechazo
a la contracepción, aunque el cuerpo de creyentes se había ido
alejando de él durante todo su papado. La doble conciencia de los
católicos está cada vez más estratificada: la jerarquía acepta la
opinión papal y el laicado la ignora. Sólo los sacerdotes, atrapados
entre los dos estratos, están obligados a incorporar ambas opiniones
a su conducta.

Familiaris Consortio
¿Por qué el papa Juan Pablo II querría convertir el punto más
polémico de su pontificado en el más importante? En un mundo
desgarrado por tantos y tan graves asuntos de vida o muerte, guerra
o paz, ¿por qué se empeña en reducir el número de aspirantes a
sacerdotes o religiosas; por qué insistir hasta la saciedad en un tema
en el que día a día pierde terreno? Hasta el papa Pablo pareció
titubear en su seguridad sobre Humanae Vitae, y evitaba abordar el
tema, o sugería que había margen para nuevas reflexiones sobre ese
extremo. A los cuatro días de hacer pública la encíclica, Pablo se
enfrentó a la ola de oposición con un gesto aplacador: «La encíclica—
dijo—no es un tratado completo sobre el matrimonio, la familia y su
significado moral. Se trata de un tema demasiado amplio al que el
magisterio de la Iglesia puede y quizá debe regresar con un análisis
más acabado, más orgánico y más sintético.»31
Pablo no estaba preocupado por el sexo en sí cuando condenó la
contracepción: no hay nada en su historial que sugiera su
preocupación por ese tema. Lo que le importaba era la autoridad, y
temía por su deterioro. Estaba obsesionado por la firmeza de su
papado. En el caso de Juan Pablo, autoridad y sexo son cruciales. Se
cree un experto en sexo, tanto desde el punto de vista psicológico
como teológico. A pesar de haber sido uno de los obispos llamados
para el voto final en la comisión pontificia sobre la contracepción, no
asistió a la reunión.32 Comunicó sus opiniones al respecto enviándole
al Papa una traducción de su primer libro, Amor y responsabilidad
(1960), obra inspirada en sus sesiones de montañismo con el grupo
de jóvenes que dirigía como sacerdote, y con

117-
quienes entablaba conversaciones «sorprendentemente francas»
sobre el sexo, con un énfasis constante en el askesis (autocontrol).
Otra fuente de su interés y experiencia en el tema fue la doctora
Wanda Poltawska, una católica superviviente de los campos de
concentración que dirigía a un grupo de médicos estudiosos de las
prácticas sexuales en Cracovia. Mientras los Crowley se enteraban
de que el método del ritmo llevaba a frustraciones «no naturales», la
doctora Poltawska afirmaba haber establecido empíricamente que las
prácticas contraceptivas producían neurosis, culpa, frigidez e
impotencia. Karol Wojtyla se basó en sus descubrimientos para
escribir Amor y responsabilidad, donde no sólo ensalza el sistema del
ritmo, sino que además muestra tablas para facilitar las anotaciones
mensuales.33
Ya como papa Juan Pablo II, Wojtyla afirma que las doctrinas de la
Iglesia sobre la contracepción siempre han sido las mismas, pero
también cree tener nuevas ideas «personalistas» que aportar a esa
doctrina. Presenta sus propias opiniones, especialmente en Familiaris
Consortio, como la continuación de una cadena de pensamientos
iluminados por el documento conciliar Gaudium et Spes y por la
encíclica de su antecesor, Humanae Vitae. Las tres pusieron un
nuevo acento en el acto del matrimonio como un acto de amor. Esto
hacía temblar a la minoría conservadora del Concilio. Ellos sabían
que gente como John Noonan había señalado un desvío en el énfasis
del siglo XII y subsiguientes, cuando el acto sexual —presentado
como bestial y degradante en las doctrinas primitivas de la Iglesia—
se aceptaba como noble si estaba ligado al matrimonio y a la
procreación. La minoría del Concilio temía que si la palabra amor se
ponía a la par con la intención de procreación, se podía ceder ante la
primera permitiendo que no todo contacto sexual estuviese «abierto a
la vida». (De hecho, fue entonces cuando Noonan pensó que sus
interpretaciones de la historia estaban destinadas al magisterio.) El
papa Pablo compartía la preocupación de la minoría, como lo
demostró en sus modi (enmiendas) de último minuto. Una de ellas
consistía en quitar una sola palabra, etiam («al igual que»), lo que
podía sugerir que la procreación es sólo uno de los fines del
matrimonio. La mayoría esquivó esa bala. Incluso aunque Gaudium et
Spes le hizo un favor al Papa al citar (en una nota al pie) Casti
Connubii como obligatoria, fue más po

-118-
sitiva respecto al sexo que la mayoría de los demás pronunciamientos
autoritarios. Señalaba sobre todo que el acto sexual en el matrimonio
era un «mutuo autorregalo» de la pareja.34
En su propia encíclica, Humanae Vitae, Pablo VI parece olvidar su
preocupación sobre la procreación como «fin primario» del
matrimonio. Cita la «unicidad» y el objetivo «procreativo» del contacto
sexual sin darles jerarquía alguna. 35 Ello se debe a que Germain
Grisez había convencido aJohn Ford y otros responsables de la
posición del Papa de que el énfasis en la mecánica de la procreación
(«la integridad del acto») era un argumento derrotado. Grisez prefería
decir que Dios era el «dador» y fortificador de la vida, y que oponerse
a la vida era oponerse a Dios. El Familiarís Consortio de Juan Pablo
desarrolla este planteamiento al condenar la contracepción como la
expresión de una «mentalidad antivida». 36 También retoma el
lenguaje del Concilio sobre entregarse a sí mismo. Ahora, en lugar de
degradar el acto sexual, el Papa lo alaba hasta la muerte. Es algo tan
maravilloso que debe ser siempre perfecto:

Así, el lenguaje innato que expresa la total y recíproca entrega


de marido y mujer está asfixiado por la contracepción, con un
lenguaje objetivamente contradictorio, a saber, el de no
entregarse totalmente al otro. Esto conlleva no sólo a un franco
rechazo a estar abierto a la vida, sino también a una
falsificación de la verdad interior del amor conyugal, el
requerido para una verdadera entrega total.37

En el sexo, como se ve, es todo o nada. El acto es inmoral a menos


que exprese siempre todos los valores posibles. Sería muy difícil
encontrar un paralelo a este principio en el mundo de la moral.
¿Podemos decir que, a menos que la caridad esté absolutamente
motivada, es pecado dar limosna por motivos menores, por ejemplo,
para reforzar la autoestima? Si así fuera, las donaciones a la Iglesia
bajarían de manera drástica.
Con el fin de ser totalmente perfecto a la vista del Papa, el acto
sexual debe expresar sus opuestos aparentes: continencia y
abstinencia. Un hombre vuelve a su esposa purificado y mejorado
después de refrenar sus instintos sexuales hacia ella. Sólo puede
entre-

119-
garse a ella una vez conquistada una identidad que valga la pena dar.
«El hombre es persona precisamente porque es el amo de sí mismo y
porque tiene autocontrol. De hecho, porque se posee a sí mismo,
puede darse al otro.»38 No se trata de que las ausencias llenen el
corazón de anhelos y añoranzas. La continencia periódica impuesta
por el ritmo es un bien de por sí: «El dominio de sí mismo
corresponde al edificio fundamental de la persona; es, qué duda
cabe, "un método natural".»39
Como es lógico, esto significaría que toda persona debe abstenerse
periódicamente del sexo, incluso al margen de toda intención
anticonceptiva, y es ahí adonde Juan Pablo quiere llegar. A menos
que se esté dispuesto a perfeccionarse a través de la abstinencia
periódica, es posible cometer adulterio con la propia esposa. Juan
Pablo llegó a esta extraordinaria visión de la concupiscencia hacia la
propia esposa en su alocución del 8 de octubre de 1980. Después de
citar a Cristo diciendo que «todo aquel que mire a una mujer con
lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt. 5:28), prosiguió
diciendo:

Cristo no hizo hincapié en que se tratase de la «esposa de otro


hombre», o de una mujer que no fuera la propia, sólo dijo,
genéricamente, una mujer [...]. Incluso si [un hombre] miraba
así a la mujer que era su esposa., podía cometer adulterio en
su corazón.40

Una persona así no ha logrado la pureza y el desprendimiento


necesarios para la autoentrega perfecta que el acto sexual implica;
sólo cuando esté «liberado del imperativo y del daño al espíritu
causado por el deseo de la carne, el ser humano, varón y mujer, se
encontrarán mutuamente libres para darse».41 Juan Pablo hace tan
sagrado el acto sexual que sólo los monjes serían dignos
practicantes. Hasta encuentra la manera de personalizar el ciclo
menstrual, diciendo que el respeto por el ciclo natural de la mujer
demuestra que su pareja reconoce su dignidad.

La aceptación de los ritmos naturales implica aceptar el ciclo de


la persona, es decir, de la mujer, y por lo tanto aceptar el
diálogo, el respeto mutuo, la responsabilidad compartida y el

—120—
autocontrol. Aceptar el ciclo y entrar en el diálogo significa
reconocer el carácter espiritual y corporal de la comunión
conyugal y vivir el amor personal con la fidelidad requerida.42

Las mujeres que expresaron su angustia en las encuestas de los


Crowley no tienen muchas probabilidades de sentirse dignificadas por
este místico enfoque de la menstruación.
Para Juan Pablo, el sexo es sagrado sólo si uno demuestra que
puede renunciar a él, que puede mantenerse libre de toda
concupiscencia hacia la pareja, manteniendo un corazón puro, una
especie de virginidad incluso en el matrimonio. Aquí alcanzamos la
fuente psicológica de la certeza mística de Juan Pablo en la doctrina
que incluso Pablo manejó con vacilación y que pocos católicos están
dispuestos a aceptar, incluidos aquellos que admiran a Juan Pablo en
otros temas. Veremos la misma certeza en otros asuntos: la
necesidad del celibato en los sacerdotes, la superioridad de la
virginidad, la reducción de la beatitud de «Bienaventurados los puros
de corazón» a una pureza sexual (en oposición a la erudición bíblica
de ese versículo). Todo ello está imbuido de la total devoción de Juan
Pablo a la virginidad de María. Juan Pablo quiere introducir el aura de
la virginidad hasta en el matrimonio, donde la concupiscencia hacia la
propia esposa está prohibida. Su lema pontifical Totus Tuus
(completamente tuyo) está dedicado a María. Sus peregrinaciones a
todos los santuarios marianos son una continuación de su sumisión
de juventud a la Virgen negra de Czestochowa.43 Todos los
argumentos de razonamiento natural, todas las consultas a teólogos,
todas las dudas de los obispos en el mundo: nada de esto puede
alterar la forma en que la devoción de un hombre se formula ahora
como medida de la verdad divina. El resto de la Iglesia tiene que vivir
en las estructuras del engaño porque este hombre es fiel a un sueño
intensamente personal.

121
NOTAS
1. Robert Blair Kaiser, The Politics of Sex and Religión: A Case His-
tory in the Developrnent o f Doctrine, 1962-1984, Leaven Press de
The National Catholic Repórter, 1985,pp. 95-96.
2. Para los rechazos de Grisez de los argumentos tomísticos a favor
de un nuevo enfoque, véase Janet E. Smith, Humanae Vitae: A
Generation Later, Catholic University of América Press, 1991, pp.
340-370.
3. Kaiser, op. cit., p. 95.
4. Robert McCIory, Turning Point: The Inside History ofthe Papal Birth
Control Commission, Crossroad, 1995, p. 71.
5. Kaiser, op. cit., pp. 135-136.
6. Ibíd.,p. 138.
7. McCIory, op. cit., p. 122.
8. Ibíd.,p.99.
9. Kaiser, op. cit., p. 147.
10. McCIory, op. cit., p. 125.
11. Kaiser, op. cit., p. 144.
12. Ibíd.,p.l39.
13. Ibíd.,p.78.
14. McCIory, op. cit., pp. 110-111.
15. Pablo VI, O f Human Life (Humanae Vitae), Pauline Books, 1968,
párr. 6, p. 3. [Humanae Vitae, Ediciones Palabra, 1990.J
16. F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Concilio Vaticano II, Parrar,
Straus y Giroux, 1968, p. 429.
17. Pablo VI, op. cit., párr. 11. pp. 5-6.
18. John Horgan (editor), «Humanae Vitae» and the Bishops: The
Encydical and the Statements of the National Hierarchies, Irish
University Press, 1972, pp. 15-16.
19. Ibíd., p. 16.
20. Pablo VI, op. cit., párr. 28, p. 14.
21. Horgan, op. cit., p. 192.
22. Ibíd., pp. 81, 61, 73-74, 99, 205-206, 309-310,169-170,127,238,
260,276.
23. Ibíd., p. 238. Evidentemente algunos órganos episcopales
aceptaron la doctrina papal sin expresar la posibilidad de
excepciones: Inglaterra, Irlanda, Italia, Corea, España, Yugoslavia y
una docena más. Pero lo que sorprende es la inconformidad que
apareció en el resto. Además, si bien la cantidad de órganos
nacionales conformes es impresionante, la verdadera cantidad de
diócesis que ellos representan es mucho menor
-122-
que la representada por los discordantes. Al separar las
declaraciones de los obispos según las diócesis que representaban,
el padre benedictino Philip Kaufman demostró que, a escala mundial,
sólo el 17% aceptó la encíclica sin sugerir las posibles dudas de los
católicos al respecto, mientras que el 56 % dio cabida al
cuestionamiento de la conciencia individual, y el 28 % estaba dudoso.
Véase Kaufman, Why You Can Disagree and Remain aFaithful
Catholic, Crossroad, 1991, pp. 72-83.
24. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist
Press, 1993, p. 595.
25. Ibíd., p. 594.
26. Ibíd., p. 488 (en Martelet); Kaiser, op. cit., pp. 214-215.
27. Este es el tema de varios libros del sociólogo Andrew Greeley.
Véase por ejemplo, Crisis in the Church: A Study of Religión in
América, Thomas More Press, 1979.
28. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope
John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 286-287.
29. Juan Pablo II, The Theology of the Body: Human Love in the
Divine Plan, Pauline Books, 1997. [El amor humano en plan divino,
Fundación Gratis Date, 1993.]
30. Jan Grootaers yJoseph A. Selling, The 1980 Synod of Bisbops
«On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an
Analysis of its Texts, Bibliotheca ephemeridum theologicarum
Lovaniensium, 64.
31. Kaiser, op. cit., p. 200.
32. Después dijo que él no viajaba si su obispo superior no podía ir,
aunque en otras ocasiones había encontrado razones para viajar.
33. Kwitny, op. cit., pp. 159-166.
34. Gaudium et Spes, párrs-, 48, 51, Walter M. Abbott, S. J. (editor),
The Documents of Vatican II, Herder and Herder, 1966, pp. 250-
251,256.
35. Pablo VI, op. cit., párr. 12, p. 6.
36. Juan Pablo II, El papel de la familia cristiana en el mundo
moderno (Familiaris Consortio), traducción del Vaticano, Pauline
Books, 1997, párr. 30, p. 48. [Familiaris consortio: la familia,
traducción políglota vaticana, Ediciones San Pablo, 2000.]
37. Ibíd., párr. 32, pp. 51-52.
38. Juan Pablo II, The Theology ofthe Body, p. 398.
39. Ibíd., p. 397.
40. Ibíd., p. 159.
41. Ibíd., pp. 158-159.
42. Familiaris Consortio, párr. 32, p. 52.
43. Kwitny, op. cit., pp. 37-38, 52, 83,120,132, 326-327,435.
123-
7
No se admiten mujeres

Cuando el papa Juan Pablo II visitó Estados Unidos en 1979, en


todas partes fue recibido con un entusiasmo rayano en la adulación.
Pero cuando llegó a Washington y habló ante una asamblea de
religiosas, encontró un recibimiento respetuosamente disidente. La
hermana Theresa Kane no era una joven exaltada ni una rebelde; era
la superiora de las hermanas de la caridad y había sido nombrada
principal de la Dirección de la Conferencia de Religiosas (que no era
en modo alguno un grupo radical). Siendo designada para recibir al
Papa, aprovechó la ocasión para pedirle públicamente que se
reconociera el mérito que tenía «la mitad de la humanidad» para ser
«incluida en todos los ministerios de la Iglesia». El Papa respondió
que la Virgen María debía ser el modelo de las religiosas y que María
no fue sacerdote. 1
En otras oportunidades el Papa expuso las mismas razones que
Pablo VI había escrito cuatro años antes para la exclusión de las
mujeres, cuando se opuso a la decisión de los anglicanos de ordenar
sacerdotes mujeres, objeción que la Congregación para la Doctrina
de la Fe (el antiguo Santo Oficio) acompañó de una solemne
declaración, Inter Insigniores (1976). El documento decía que la
Iglesia no podía ordenar mujeres, porque Cristo escogió a sus
apóstoles sólo entre hombres. A pesar de una posición oficial que
ahora abre sus brazos a la interpretación erudita de las escrituras, el
Vaticano puede regresar, cuando lo considera útil, al
fundamentalismo bíblico más primario. Los doce apóstoles fueron
hombres, así que todos los sacerdotes tienen que ser hombres. Pero
los doce apóstoles estaban casados, y las autoridades de la Igle-
—125—
sia decidieron que podían cambiar eso; de hecho, Juan Pablo dice
que en ese aspecto la Iglesia no puede retornar a la situación original.
San Pedro tuvo esposa, pero ningún Papa o sacerdote moderno
puede tenerla. ¿Vamos a decir ahora que todos los sacerdotes tienen
que ser judíos conversos? Los doce lo eran. ¿Tienen todos que
hablar arameo? En ese caso, si vamos a hacer obligatorias todas las
situaciones del evangelio, tendremos que aceptar que los apóstoles
no eran sacerdotes. Y que hubo al menos una mujer apóstol en el
Nuevo Testamento, Junia (Rom. 16:7). 2 Quizá pensando que este
argumento era muy débil, se trató de afianzar la declaración con otros
dos, que obraron el efecto contrario. Terminaron de hundir lo que ya
se tambaleaba. El primer argumento tiene el mérito de ser muy corto.
Las mujeres no se parecen a Jesús:

Cuando se tiene que expresar sacramentalmente el papel de


Cristo en la Eucaristía, tiene que haber un parecido natural
entre Cristo y su ministro en el papel de Cristo, el cual no
existiría si éste no fuese un hombre. De no ser así sería difícil
ver la imagen de Cristo en el ministro. Pues Cristo fue y sigue
siendo un hombre.3

Tenemos que volver sobre esto de desempeñar el papel de Jesús


(véase capítulo 6). No hay mucho que decir sobre un argumento tan
estrambótico. ¿Será el otro algo mejor? Dice así: dada la
dependencia de la Iglesia medieval del «salomónico» Cantar de los
Cantares para indicar el místico matrimonio de Cristo con su Iglesia,
el sacerdote debe hacer el papel del novio, representando a Cristo,
mientras que la Iglesia es la novia. Cuando la Congregación tiene que
admitir, a través de este tortuoso argumento, que el sacerdote
también representa a la Iglesia, la parte femenina, la Congregación
entra en la lógica de Lewis Carrol: el sacerdote es la Iglesia sólo
porque es la cabeza de la Iglesia; por lo tanto el sacerdote tiene que
ser el novio incluso cuando es la novia. ¿Está claro?

Aun así, quizá más adelante se objete que el sacerdote,


especialmente cuando preside las funciones litúrgicas y
sacramentales, representa también a la Iglesia: actúa en su
nombre con la «intención de hacer lo que ella hace». En este
sentido,
—126—
los teólogos de la Edad Media decían que el ministro también
actúa in persona Ecciesiae, es decir, en nombre de toda la
Iglesia y representándola [...]. Es cierto que el sacerdote
representa la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Pero si lo
hace, es precisamente porque antes representa a Cristo
mismo, que es cabeza y pastor de la Iglesia. 4

Entonces, Cristo es cabeza de la Iglesia: es la novia, y el Padre es el


novio. Un círculo agotador, ¿no? Así opinaron algunos eruditos de las
escrituras, que trataron amablemente de recordarle a la •
Congregación que el Cantar de los Cantares no tenía nada que ver
con el sacerdocio, que sus aplicaciones «místicas» generalmente se
basan en una mala exégesis, en analogías borrosas y suposiciones
sociales de otro tiempo.5 ¿Cuándo fue la última vez que alguien oyó
un sermón basado en la teología de Bernard de Clairvaux del Cantar
de los Cantares? Además, cuando los profetas de Israel acusaron a
los sacerdotes y dirigentes varones de estar violando el «vínculo
matrimonial» de Israel con Yahvé, no hubo dificultad en verlos como
«la novia».6 Los estereotipos sexuales no son el contenido de las
revelaciones. Es más, los estudiosos de la Iglesia estaban tan
disconformes con este pasaje como los exégetas. Decir que un
sacerdote está por encima de la Iglesia no es lo que la mayoría de los
teólogos consideraría una doctrina ortodoxa.
Naturalmente, los católicos en general encontraron estos argumentos
tan convincentes como el caso de la «ley natural» en oposición a la
contracepción. Antes de la declaración, el 29 % de los católicos
apoyaba la idea de las mujeres sacerdotes. Pablo VI actuó para
contener esa tendencia, pero aceleró el proceso, vertiginosamente.
Un mes después de conocerse la declaración en Estados Unidos, la
aprobación era del 31 %; tres semanas más tarde, 36 %; en dos
semanas más, 41 %.7 La opinión favorable se consolidó
gradualmente, aumentando en un 10 % en cinco semanas como
reacción a la declaración. Desde entonces ha seguido subiendo. En
los años ochenta estaba por encima del 66 %.8
¿Y cuál fue la reacción de Juan Pablo ante el problema que le había
dejado Pablo VI? Decir que Pablo VI había sido demasiado blando al
respecto. Ésa fue la opinión de Joseph Ratzinger, quien había
colaborado en el documento como profesor de teología en
—127—
Regensburg, y a quien Juan Pablo había nombrado sucesor del
cardenal Ottaviani en el Santo Oficio. Ratzinger habría sido más duro
en Inter Insigniores en cuanto a las órdenes dadas a los católicos,
como lo fue Juan Pablo en su carta apostólica de 1994, Sacerdotalis
Ordinatio9

Por lo cual, a fin de disipar toda duda sobre un asunto de gran


importancia, un asunto que pertenece a la constitución divina
de la Iglesia, en virtud de mi ministerio para confirmar a los
hermanos, declaro que la Iglesia no tiene autoridad alguna para
conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este
Juicio deberá ser mantenido definitivamente por todos los
creyentes de la Iglesia. 10

El Papa provocó la misma reacción que cuando reforzó Hu-manae


Vitae con Familiaris Consorcio: una rebelión más intensa. El titular del
National Catholic Repórter rezaba: «Los católicos tratan de digerir la
bomba del Papa.» La facultad de Teología de la Universidad de
Lovaina expresó «consternación» por la carta. Los obispos belgas
acordaron remitir sus dudas a Roma. Varios teólogos y algunos
obispos cuestionaron públicamente las lecturas bíblicas del Papa. El
editor de Commonweal dijo que el Papa, más que haber zanjado el
tema, había abierto el debate. n
¿Cómo pudo el Vaticano esgrimir razones de tan escaso peso para
mantener su norma de sólo admitir varones? Era lo único que le
quedaba a las autoridades: los argumentos originales estaban
demasiado desprestigiados para que Roma siguiera voceándolos.
Solo hubo dos razones a lo largo de los siglos para excluir a las
mujeres del sacerdocio: que eran seres inferiores, inmerecedores de
tal dignidad, y que su impureza ritual las alejaba del altar. El primer
argumento procedía principalmente de la antigüedad pagana; el
segundo de las prácticas del templo judío, ínter Insigniores (párrafo 6)
admitió que estas opiniones habían sido expresadas en el pasado,
pero negó que tuviesen efecto alguno en la disciplina de la Iglesia, lo
cual es una falsedad comprobada, un engaño patente en todas las
declaraciones del actual pontificado al respecto.
Cuando Tomás de Aquino adujo el motivo principal para negar la
ordenación a las mujeres, no era una voz solitaria sino el;vo-

—128—
cero de un consenso: «Puesto que el sexo femenino, que tiene un
estatus inferior, no puede expresar supremacía en ninguna categoría,
este sexo no puede recibir la ordenación» (ST Supl. q. 39r). San
Buenaventura añadió que, ya que sólo el varón fue hecho a imagen
de Dios, sólo el varón puede recibir el oficio divino de sacerdote. 12
Tuan Duns Escoto dijo que las mujeres, como sucesoras de Eva,
quien provocó la caída del hombre, no pueden encargarse de la
salvación del hombre. 13
¿Por qué estos hombres estaban tan seguros de que las mujeres
eran inferiores? Tomás de Aquino tenía la garantía de Aristóteles:
En lo que se refiere al funcionamiento de la propia naturaleza, la
mujer, además de ser un error, es inferior. El agente causante que
está en la simiente del hombre trata de producir algo completo, de
género masculino. Pero cuando se produce una hembra es porque el
agente causante ha sido frustrado, bien sea por la ineptitud de la
materia receptora [de la madre] o por alguna interferencia
deformadora, como los vientos del sur, que son demasiado húmedos,
según se lee en La reproducción de los animales [de Aristóteles] (ST
1 q 92, 1 ad 1).
Según la fisiología de Aristóteles, la simiente masculina es la causa
esencial de la concepción; es activa, en conjunto con los elementos
nobles predominantes, que son el fuego y el aire. La mujer es sólo la
causa material de la concepción, pasiva, en conjunto con los
elementos inferiores predominantes, la tierra y el agua. Cuando la
causa esencial tiene éxito, se genera un varón que se parece al
padre. Pero cuando se empantana en el cieno receptor pasivo (que
Aristóteles asocia con la sangre menstrual) se genera (en orden
descendiente) un varón que se parece a la madre, una hembra que
se parece al padre o una hembra que se parece a la madre. 14 Puesto
que la mujer, cuando es concebida, es en verdad un varón
defectuoso, una deformación {anaperia), tarda más en formarse en la
matriz y, aún así, después de un proceso más largo, emerge más
pequeña y débil que el varón; una vez fuera del útero envejece más
deprisa, se deteriora antes.'5 Su misma estructura le da menos
capacidad de razonamiento, virtud y disciplina que al varón, en
palabras de Aristóteles: «más desvergonzada, mentirosa y engaño-

—129—
sa», y la hace inestable y veleidosa, presa de las pasiones, incapaz
de controlarse a sí misma.16 San Juan Crisóstomo se limitó a decir
que las mujeres no tienen la suficiente inteligencia para ser
sacerdotes.17
La de Aristóteles no fue la única forma clásica de misoginia heredada
por el cristianismo, pero la suya alcanzó gran divulgación por la
impresionante articulación que dio a sus argumentos. Se basaba en
experimentos científicos como la disección de animales preñados.
Esto le confirió una gran influencia sobre muchos autores antiguos
que se hicieron eco de sus teorías implícita o expresamente.
Clemente de Alejandría (c.l50-c. 215) lo transmitió a la Iglesia oriental
y Tertuliano (c.l55-c. 220) a la Iglesia occidental.18 Clemente escribió:
«La mujer, considerando cuál es su naturaleza, debería avergonzarse
de serlo.»19 Tertuliano opinaba que las mujeres, siguiendo el papel de
Eva la tentadora, eran «las puertas por las que entra el diablo». 20
La visión clásica general de la sexualidad femenina fue la antítesis del
sentimiento Victoriano sobre la mujer tímida y vergonzosa, agredida
por hombres brutales. Los autores griegos y romanos pensaban que
las mujeres tenían una sexualidad voraz a causa de su escaso control
del raciocinio y de sus pasiones alocadas, implícitas en las teorías
clásicas sobre su naturaleza. En esto también Aristóteles se lleva la
palma con sus afirmaciones sobre el apetito sexual de los animales
femeninos en general. 21 El apoyo popular a estas observaciones
viene en parte del hecho de que las mujeres pueden tener contacto
sexual en cualquier momento, ya que no necesitan de la erección ni
la eyaculación (como se lamentaba Mark Twain, ya anciano: «Son
como candeleros encendidos»). Esto suscitó temores sobre la
incapacidad de los hombres para satisfacer sus incesantes
exigencias. En el locus classicus de la misoginia romana, la sexta
sátira de Juvenal, se aconseja al hombre estar con chicos, en vez de
mujeres, pues los chicos no se burlan como lo hace una mujer si uno
no satisface sus deseos sexuales (6.36-37). Juvenal describe a la
emperatriz Mesalina yendo a un burdel para ser poseída toda la
noche y todavía regresar «con la vulva insatisfecha, congestionada y
ardiendo» (6.129). El médico escritor Sorano (siglo l) describió a las
mnfómanas como poseedoras de «un irresistible deseo de relaciones
sexuales y una cierta desvergüenza de-

—130—
mencial (debida a la reacción simpática del tejido cerebral con el
útero)».22
Estos vampiros sexuales poblaban las pesadillas de los célibes
cristianos, lo que impulsó a Epifanio, el obispo de Chipre, a escribir:
«Las mujeres son fáciles de seducir, débiles y cortas de
entendederas. El demonio trabaja a través de ellas para propagar el
caos» (PG. 42.740). Las mujeres eran más vulnerables a la posesión
demoníaca.23 En el siglo xm, Alberto Magno (maestro de Tomás de
Aquino) todavía decía cosas como ésta:
Las mujeres contienen más líquido que los hombres, y es una
propiedad de los líquidos el capturar las cosas con facilidad y ser
débiles para retenerlas. Los líquidos se mueven fácilmente, por lo
tanto las mujeres son inconstantes y curiosas. [...] La mujer es un
hombre ilegítimo y tiene una naturaleza incorrecta y defectuosa en
comparación con el hombre. En consecuencia es insegura de sí
misma. Cuando no consigue algo por sí misma trata de lograrlo a
través de mentiras y engaños diabólicos. Y así, para ser breve, con
toda mujer hay que estar en guardia, como si se tratase de una
serpiente venenosa o el diablo con cuernos.24
Habida cuenta de la friabilidad natural de la mujer, la fuerza de las
vírgenes mártires les parecía algo sorprendente a los cristianos:
se decía que se habían convertido en varones.25
Por muy contundentes que pudieran considerarse estos argumentos
para excluir a las mujeres del sacerdocio, había otro aún más fuerte
ante los ojos de los'hombres: la impureza ritual de las mujeres. No
existe en el Nuevo Testamento disposición alguna sobre el ritual del
sacerdocio. Tal como lo señala el distinguido teólogo dominico Yves
Congar:
Estos son los hechos. La palabra hiereus (sacerdote, oficiante)
aparece más de treinta veces en el Nuevo Testamento, y la palabra
archiereus más de ciento treinta veces. El uso de estas palabras es
tan constante que muestra claramente una intención deliberada y
altamente significativa, sobre todo porque los escritores de la primera
generación cristiana siguen
—131—
cuidadosamente la misma línea. Para ellos, así como para el Nuevo
Testamento, hiereus (o archiereus) 'se emplea para definir, bien a los
sacerdotes de la orden levítica, bien a los sacerdotes paganos.
Aplicada a la religión cristiana, la palabra hie-reus se usa sólo para
referirse a Cristo o a los creyentes. Nunca se aplica a la jerarquía de
los ministros de la Iglesia.26
Sin embargo, cuando el eco del sacerdocio del templo regresó al
cristianismo, trajo consigo los tabúes rituales que lo rodeaban. Se dijo
a los obispos que, al igual que los sacerdotes judíos, ellos tampoco
podían dormir con sus esposas la víspera de la ofrenda del
sacrificio.27 Este tabú desempeñó su papel en la ampliación gradual
de la obligación de los sacerdotes de renunciar a tener esposa.
Jerónimo y Orígenes incluso pensaron que el laicado debía
abstenerse del contacto sexual la víspera de recibir el sacramento. 28
Se dio a los sacerdotes el monopolio de oficiar los sacramentos,
especialmente la consagración de la Eucaristía: un acto separado de
la vida ordinaria hasta el punto de convertir el santuario de la Iglesia
en una especie de mini templo, con misterios conocidos sólo por los
iniciados. En aquellos tiempos, la «reja» obstruía la visión del laicado,
y el latín sacerdotal garantizaba que aun siendo escuchados no
revelasen gran cosa de lo que sucedía en el sanctasanctórum. Los
dedos del sacerdote tenían ahora el crisma especial de la
consagración: la falta del índice o del pulgar podía descalificar a un
hombre para la ordenación, pues los demás dedos no eran lo
bastante puros para la tarea. Al laicado, evidentemente, no se le
permitía tocar la hostia consagrada sino con la lengua (y las
entrañas). En el siglo XI, una vez impuesto el celibato sacerdotal en la
Iglesia occidental, san Pedro Damián escribió que Cristo, habiendo
nacido de una virgen, debía ser tocado sólo por manos virginales. 29
En cuanto apareció el requisito de la pureza ritual, se definió a la
mujer como no cualificada para el servicio sagrado. Es ritualmente
impura a causa de su menstruación. Si su presencia profanaría
incluso el patio interno del templo judío, cuanto más el
sanctasanctórum. Aunque los judíos no veían con tanto pánico como
otras culturas la menstruación de la mujer, le concedieron la
suficiente atención como para que el erudito de la Biblia, Jacob Mil-
grom, dijera que «la actitud general hacia la mujer durante la

—132—
menstruación seguía dominada por el miedo».30 La mujer, como tal,
era tan impura que una mujer que diese a luz a una niña quedaba
impura después del parto el doble del tiempo que una que diera a luz
a un varón. Después de alumbrar un niño no se le permitía tocar nada
consagrado ni entrar en el recinto sagrado durante treinta tres días,
pero si había tenido una niña eran sesenta y seis días (Lev. 12:1-5).31
La retención de las mujeres en la parte externa de las sinagogas, tras
rejas de separación, era otra expresión de lo mismo: su incapacidad
para manipular objetos sagrados. Los cristianos aplicaron las mismas
restricciones cuando crearon su propio ritual del sacerdocio. Según el
patriarca Dionisio de Alejandría (siglo IIl), durante la menstruación
«las mujeres piadosas y devotas jamás pensarían en tocar la mesa
sagrada ni el Cuerpo y la Sangre del Señor» (PG 10.1281). Incluso
fuera de la menstruación, no se les permitía entrar en el santuario,
acercarse al altar ni tocar los cálices sagrados. El Concilio de
Laodicea (siglo iv) decretó: «Está prohibido que las mujeres entren en
el área del altar.»32 En el siglo IX, el obispo Haito de Basilea incluyó
en su promulgación lo siguiente:
Todos deben procurar que las mujeres no se acerquen al altar;
incluso las mujeres consagradas a Dios no pueden inmiscuirse en
ningún tipo de servicio litúrgico. Cuando haya que lavar los manteles
del altar, los clérigos se encargarán de retirarlos, pasarlos por encima
de la baranda del altar y recuperarlos de la misma forma. Lo mismo
sucederá cuando las mujeres traigan ofrendas: los sacerdotes las
recibirán allí y las llevarán al altar. 33
Sí las mujeres tenían prohibido hasta acercarse al altar, lo que las
mantenía al margen de todo lo santo y sagrado, ordenarlas
sacerdotes era, por supuesto, impensable. Son nociones que ni
siquiera hoy en día han perdido del todo su vigencia. En fecha tan
reciente como 1917, el código de derecho canónico (canon 813.1)
dice: «Las mujeres no pueden en ningún caso llegar al altar, y pueden
responder sólo desde lejos.» Cuando yo era pequeño no se admitían
mujeres en el santuario, y en 1980 el Vaticano decretó que «las
mujeres no están autorizadas para actuar como ayudantes en el altar
[acólitos]».34 Puesto que no se admitían mujeres en la zona

•133-
del coro, que en las catedrales medievales estaba detrás del
santuario, los coros masculinos eran la norma, cosa que condujo a
que para disponer de sopranos tuvieran que recurrir a los castrati
(que tanta fama le dieron al coro del Vaticano). Los hombres, aun
mutilados, eran más limpios que las mujeres.
Todos estos requisitos rituales están muy lejos del Nuevo
Testamento, donde dice el Papa que encontraremos sólo sacerdotes
hombres. El problema es que cuando leemos el Nuevo Testamento
no encontramos a sacerdote alguno, hombre o mujer. Como dice el
católico conservador Raymond Brown;

¿Habrá pensado Jesús en la ordenación? El escogió a los


doce, y los sentó en tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel (Le. 22:30). No hay pruebas bíblicas de que haya
pensado en ninguno de sus seguidores, hombre o mujer, como
sacerdotes, puesto que ya había sacerdotes en Israel. En el
Nuevo Testamento aparece que la conceptualización clara del
sacerdocio cristiano surgió sólo después de la destrucción del
templo de Jerusalén en el año 70 d.C.35

Al emerger de tanto y tan insensato palabrerío sobre la inferioridad de


la mujer, se respira un mundo más limpio en el Nuevo Testamento.
De hecho, uno de los primeros documentos cristianos que se
conservan es un himno bautismal citado en el segundo texto más
antiguo del Nuevo Testamento (la epístola de san Pablo a los gálatas;
sólo su epístola a los tesalonicenses es anterior). En ella se niega
toda desigualdad entre hombres y mujeres.

Bautizados en Cristo,
de Cristo estáis revestidos.
Ya no hay judío ni griego;
no hay esclavo ni libre;
no hay varón m mujer;
porque todos vosotros sois uno
en Cristo Jesús.36

Lo asombroso, dadas las actitudes judías y paganas hacia la mujer,


es que el Jesús de los evangelios vive esta visión bautismal.
—134—
Se mezcla con mujeres, incluso con las impuras, con las prostitutas,
con las parias como la samaritana, así como con otras de «mala
vida». Esto escandalizó no sólo a sus oponentes sino también a sus
seguidores (Jn. 4:27).

Hay pocas razones para cuestionar la autenticidad de las


informaciones de que hubo mujeres que viajaron con Jesús y
los discípulos, aunque se trataba de una conducta inaudita y
considerada escandalosa en los círculos judíos. [...] Para una
mujer judía dejar su casa y viajar con un rabino era no sólo
inaudito sino también escandaloso. Más escandaloso aún era
el hecho de que entre los compañeros de viaje de Jesús había
mujeres tanto respetables como no respetables.37

Jesús sanó a la mujer que padecía de flujo de sangre (Me. 5:25-34),


aunque lo había tocado y lo había hecho impuro. Los períodos
irregulares eran todavía más contaminantes que la menstruación
regular, como lo vemos en Levítico 15:25-30, y es por ello por lo que
la mujer se acerca a Jesús furtivamente y toca su manto antes de que
la detengan.38 No había ningún canónigo medieval en los
alrededores, de esos-que evitan que las mujeres toquen el altar, para
impedir que ella tocase al Señor mismo. La disposición de Jesús a
estar con parias, con aquellos de espíritu impuro (los que sólo servían
para ser echados a los cerdos), los recaudadores de impuestos
(profanos publícanos), reluce en la genealogía que le asigna el
evangelio de san Mateo, en el que, cosa rara en cualquier genealogía
de la época, hay cuatro mujeres progenitoras, y todas ellas con una
«pizca de escándalo» en sus vidas.39
Y las mujeres «que le habían seguido» desde Galilea hasta Jerusalén
{synakolou-thousai. Le. 23:49) fueron quienes se quedaron con él
hasta el final, de pie junto a la cruz en el evangelio de san Juan
cuando todos los hombres habían huido menos uno. En tres
evangelios las mujeres de Galilea fueron las primeras en descubrir el
sepulcro vacío (sólo ellas lo atendían), y se encargaron de llevar la
buena nueva de la resurrección del Señor, es decir, de evangelizar.
Hasta Agustín, quien rara vez alabó a las mujeres, dijo en su sermón
232:
135-
Aquí debemos ponderar la aptitud providencial de la labor de
Nuestro Señor. Pues así decidió el Señor Jesucristo que fueran
las mujeres las primeras en proclamar su resurrección. Porque
el hombre cayó por una mujer, y porque la Virgen María tuvo a
Cristo, las mujeres ahora proclamarían que él había resucitado.
¿Por las mujeres, la muerte? ¡Por las mujeres, la vida! (PL
38.1108.)

Así pues, no hay nada en los evangelios que indique que Jesús haya
mostrado ninguna de las viles actitudes respecto a la inferioridad e
impureza femeninas que los maestros de la Iglesia han enseñado por
siglos, imponiéndolas en su nombre. Estas opiniones le fueron
imputadas, por los obispos, teólogos y santos que creyeron saber
más que el Evangelio. Predicaban a Aristóteles, no a Cristo.
Aun así se puede objetar que, si Jesús tenía a las mujeres en tan alta
estima, ¿por qué no escogió a una como sacerdote? Como nos
recuerda Raymond Brown, tampoco escogió a ningún hombre como
sacerdote. ¿Por qué tendría que hacer por María Magdalena lo que
no hizo por Pedro? Disponemos de listas completas de todos los
ministros de los primeros tiempos de la Iglesia: diez de ellos en la
primera epístola a los corintios, seis en la de los romanos, cinco en la
de los efesios. Hemos oído de emisarios {aposto-loi), trabajadores de
los evangelios (kopountes), profetas, ministros (diakonoi), mayores
(presbyteroi), evangelistas, maestros, pastores, guías, exhortadores,
milagreros, curanderos, lenguas, intérpretes, guías espirituales. 40
Todas estas funciones podían ser desempeñadas por mujeres, y no
había otras funciones que cumplir. No se dice una palabra sobre
sacerdotes individuales, sino del sacerdocio de toda la comunidad
cristiana (1 Pe. 2:5). Nadie ejercía funciones separadas como
bautistas, ministros de la Eucaristía, celebrantes de misa, ministros
de sacramentos. No se dice nada del oficio mismo, sino de personas
con varias funciones. Wayne Meeks ha observado en sus estudios
sobre las estructuras de las comunidades primitivas el sorprendente
parecido entre las reuniones de los cristianos y las helenísticas; y en
estas reuniones abundaban oficios graduados ordenadamente
(archai).41 En contraposición, el liderazgo cristiano era carismático,
dinámico, no jerárquico. Arlo J. Ñau ha llegado a argumentar que el
tratamiento que se le da a
136-
Pedro en el evangelio de san Mateo tiene la intención de inhibir toda
noción de jerarquía. 42 No se escogía a los líderes por su autoridad
humana sino por inspiración del Espíritu.
San Pablo se sale de la norma cuando dice que su trabajo no fue
autorizado por la Iglesia de Jerusalén, ni por los Doce, sino por el
Señor (Gal. 1:1-20). Se llama a sí mismo trabajador y se dirige a sus
colegas trabajadores, «Andrónico y Junia, mis parientes y mis
compañeros de prisiones, los cuales son muy estimados entre los
apóstoles y que también fueron antes de mí en Cristo» (Rom. 16:7).
Para el siglo IX, chocó a los misóginos cristianos que se calificase a
Junia de apóstol, siendo una mujer, así que le dieron un acento
diferente a la palabra haciéndola hombre, Junias, aunque ese nombre
no aparece en ninguna otra parte.43 También le bajaron el tono a la
cálida descripción del lugar de las mujeres en el sacerdocio de san
Pablo, donde dice que Evodia y Sintique «combatieron codo con codo
conmigo {synethlesan) en el Evangelio» como «colaboradoras mías»
{synergoi) en Filipenses 4:2. En Romanos 16, saluda a diez mujeres,
entre las que incluye, además de la apóstol Junia, a María «una gran
trabajadora» (kopiousa) de la Iglesia (kopiao es el verbo que emplea
para sus propios esfuerzos por el Evangelio). Elizabeth Castelli nota,
que tiene para él, «un sentido casi técnico que se refiere al trabajo de
misionero».44
Andrónico y Junia parecen ser uno de esos equipos misioneros que
vemos mencionados en cualquier otra parte. Priscila y Aquila, otro
equipo que trabajó con san Pablo, eran marido y mujer, así que Junia
y Andrónico (ambos llamados apóstoles) probablemente también
estuvieran casados.45 Hay cinco equipos de dos misioneros qué
incluyen mujeres: Priscila y Aquila (Rom. 16:3), Andrónico y Junia
(16:7), Filólogo y Julia (16:15), Nereo y su hermana (16:15), Evodia y
Sintique (Fil. 4:2-3).46 Cuando san Pablo se refiere a Priscila y Aquila,
pone primero el nombre de la esposa, lo que la señala como líder del
equipo (por ejemplo, Bernabé y Pablo, siendo Bernabé el apóstol
mayor).47 También se ha dicho que Pedro viajaba con su esposa (1
Cor. 9:5). ¿Eran esos dos otro equipo misionero? ¿Era apóstol la
señora de Pedro? ¿Podemos manejar esta idea, aunque sea como
una posibilidad?
«¡De ninguna rnianera!», dijeron los hombres del Papa (a quienes sin
duda les gustaría no ver a la señora de Pedro figurar en las
—137—
escrituras en Me. 1:29-31 y 1 Cor. 9:5). Se permiten esta negativa
apoyándose en sus dos ecuaciones falsas: primera, que por los Doce
se designaba a los apóstoles, y segunda, que por apóstoles se
designaba a los sacerdotes. Los Doce están contrastados con los
apóstoles por Pablo (1 Cor. 15:5-7), aunque los Doce también son
apóstoles y (según el evangelio de Mateo) estudiantes
(«discípulos»).48 Pero estos dos últimos términos tienen un significado
más amplio que el de los Doce, que simbolizaban las doce tribus que
serían jueces en el momento escatológico del Juicio. 49 Los Doce no
ordenan a ninguno de los (inexistentes) sacerdotes del Nuevo
Testamento. Pablo no estaba comisionado por los Doce. Luego de
ser bautizado por Ananías (que nada tenía que ver con los Doce), su
nombramiento vino de Dios y de la Iglesia de Antioquía cuando le
hizo emisario (el significado literal de apóstol) en Jerusalén. Los
emisarios que se iban de las Iglesias eran contrastados con aquellos
que realizaban funciones internas de la casa (por ejemplo profecías e
instrucción).
Puesto que la unidad primitiva básica de la Iglesia, tal como derivó de
las sinagogas, era la casa, el que presidía la comida comunal sería el
anfitrión.50 O, a menudo, la anfitriona, como Febe en Cen-creas,
quien es además colega de Pablo (diakonos) y «un líder (prostatis)
para muchos, entre ellos yo»; 51 o Lidia en Filipos (Ac. 16:14-15); o
Cloé en Corinto (1 Cor. 1:11); o Apia en la ciudad de Filemón (Fim.
1:2). Las sinagogas negaron el derecho de la mujer a hablar o
participar en los servicios. Pero cuando la Iglesia se trasladó a las
casas, las mujeres, además de profetizar y dirigir las oraciones (1
Cor. 11:4) eran «miembros fundadores» de Iglesias locales. 52 Cuando
Priscila y Aquila recibieron a Pablo en su casa, Priscila era la
superiora. ¿Significa que fue ella la «oficiante» de la comida comunal
(el ágape)? No, pero sólo porque no hubo un oficiante. El sacerdocio
fue el cuerpo entero.
Las múltiples funciones de los líderes parecen dividirse en dos grupos
principales: los maestros-profetas y los ministros-encargados de la
casa. Solemos pensar en el primer grupo como los «verdaderos»
ministros, los sacerdotales, y en el segundo como el trabajo de «las
monjas» o el equipo laico.que maneja las finanzas de una parroquia.
Pero lo que hoy llamamos vida sacramental —con deberes
comunales como el ágape— probablemente era compe-
—138—
tencia de los encargados de la casa en las comunidades primitivas.
La idea que Pablo tenía de lo que era la enseñanza no guardaba
mucha relación con los oficios sacramentales. Dijo haber bautizado a
pocos incluso en la Iglesia que estableció en Corinto (1 Cor. 1:14).
«Pues Cristo no me envió para bautizar sino para llevar la revelación»
(1 Cor. 1:17). Como lo demostró Markus Barth, no hay mención de
ninguna boda cristiana en las comunidades primitivas más que la
realizada por la pareja misma.53 No hay razón para pensar que en
estas actividades comunales se dividiese a los participantes por el
género, como tampoco en las doctrinales. Es muy significativo que
haya mujeres llamadas profetas, pues ésta era una tarea elevada. No
significaba predecir el futuro, sino —en la línea de los profetas
antiguos— hablar por mandato divino para prevenir, reprender o
confortar.54 Los profetas eran particularmente eficaces como
autoridades amonestadoras. Parecían tos Theresa Kane de la Iglesia
primitiva.
El audaz igualitarismo de las asambleas cristianas —que en Corinto
llegó al descontrol— las llevó a la imposición de una autodisciplina, a
ajustarse a las «reglas» del mundo helénico al terminar el siglo, como
lo vemos en las epístolas «pastorales» pospaulinas: por ejemplo, 1
Tim. 2:8 (¿c. 90 d.C.?).55 Estas epístolas restrictivas serían citadas
más tarde" como una prueba de que el papel de la mujer empezaba a
coincidir con el mundo donde el cristianismo se expandía.56 Al adquirir
nuevas disciplinas y estructuras la Iglesia fue absorbiendo una
misoginia ajena al evangelio original. Se ha dicho, y es cierto, que la
Iglesia, al crecer más allá de sus carismáticos e informales tiempos
primitivos, tenía que desarrollar nuevas disciplinas, así como nuevas
doctrinas que las apoyasen. De acuerdo. Pero hay que observar dos
cosas: los papas no han dicho que estén defendiendo una evolución
a partir de la primera situación, sino un confinamiento literal (de
hecho, fundamentalista) en esa primera situación, es decir,
mantenernos, al nivel de la primera selección de hombres que hizo
Jesús para que fuesen sus apóstoles. Pero si verdaderamente nos
fijamos en ese momento de la historia de la Iglesia, no encontraremos
sacerdotes y sí vemos mujeres con funciones muy activas en el
marco del sacerdocio informal. La segunda observación es que, al
margen de qué legítima evolución se haya realizado por aliento del
Espíritu, no se le pue-
—139—
den imputar a ese Espíritu inhalaciones contaminadas con la
misoginia de las culturas circundantes.
Sin embargo, la inhalación ocurrió, y dio inicio a un largo proceso de
exclusión de las mujeres de la historia de los evangelios. Con la
predicación y la iconografía redujeron o eliminaron a todas menos las
presencias más prominentes (episodios como el de la sa-mantana, el
de la mujer con hemorragia, las prostitutas). El grueso de las mujeres
que seguían a Jesús plácidamente («atendiéndole», akolouthein) fue
barrido o mostrado sólo al margen de la camarilla masculina cercana
al Señor. En las numerosas pinturas sobre la Ultima Cena, por
ejemplo, solamente hay hombres a la mesa. Es significativo que la
mayor parte de los grandes frescos y murales de la Última Cena
hayan sido creados para los refectorios de los monasterios y las
capillas (por ejemplo, la de Leonardo) o para las paredes de
santuarios de iglesias (por ejemplo, la famosa serie de Tmtoretto):
esto es: en dominios masculinos. No sólo eso, en las pinturas hay
apenas doce hombres, como si no existiesen más seguidores que
ellos.
En realidad, las mujeres fueron constantes en sus cuidados a Jesús a
lo largo de su ruta y sus más fíeles compañeras cuando llegaron los
tiempos de crisis. Fueron omitidas de la Última Cena porque no
merecían participar en la creación de la Sagrada Misa, como tampoco
merecerían celebrarla, y durante siglos ni siquiera acercarse al altar
donde se celebrase. Cuando las mujeres se hallaban en compañía de
Jesús no estaban aisladas tras una reja, ni enclaustradas consigo
mismas por toda compañía, cual grupo de protomonjas. Tampoco
eran vírgenes que errasen perdidas en Palestina. Sin duda estaban
casadas, como la mayoría de los discípulos, incluidos los apóstoles.
Estaban con sus maridos en la habitación de arriba, justo antes del
suceso de Pentecostés (Ac. 1:14). Pero en las pinturas las borraron
como por arte de magia antes de la venida del Espíritu en
Pentecostés. Sólo los Doce —y a veces la Virgen María— merecen
recibir este carisma.
Poco antes, cuando los discípulos se dispersaban desesperados por
la reciente muerte de Jesús, un hombre se juntó con dos discípulos
que iban camino de su casa (Le. 24:15). Se detuvieron a comer en
Emaús. Sólo se nombra a uno de los dos discípulos, y es varón. Lo
natural sería suponer que el otro fuera su esposa. ¿Quién
—140—
ha visto una imagen de la cena de Emaús donde aparezca Jesús
resucitado partiendo el pan con una mujer sentada a la mesa? Todo
en la manera de imaginar el evangelio ha falsificado el papel de la
mujer en la vida de Jesús y en la fundación de la Iglesia. El trabajo
lento de las nociones envenenadas —sobre la inferioridad e impureza
de la mujer— ha condicionado nuestra herencia de manera
inadvertida y muy difícil de extirpar.. Es por eso por lo que la
prohibición del sacerdocio femenino es importante; no tanto porque
algunas mujeres estén clamando por hacerse sacerdotes
(especialmente tal como está el sacerdocio), sino porque la
perpetuación de esta veda mantiene viva toda la subestructura
ideológica en la que se basa. Es el último y feroz bastión donde se ha
atrincherado la gran mentira cristiana sobre las mujeres. La
congregación del papa Pablo dijo que cualesquiera que hayan sido
las extrañas nociones al respecto en el pasado, no tienen ya ninguna
influencia práctica en las acciones de la Iglesia:

Es cierto que en los escritos de los Padres se encuentran


innegables influencias de prejuicios desfavorables a la mujer,
pero debe notarse que estos prejuicios difícilmente tienen
alguna influencia en sus actividades pastorales, y mucho
menos en sus direcciones espirituales.57

Es algo extraño para un Papa decir que la doctrina —lo que uno
piensa— no importa. Se parece a la actitud de los que dicen que
creer en la inferioridad de los negros no llevó a los sureños a actos de
auténtica injusticia contra los negros. Es como decir que mantener
que los judíos mataron a Cristo no contribuyó a los pogromos, las
persecuciones ni el Holocausto. No se podrá hacer justicia a la mujer
—ni a nadie— mientras las injusticias cometidas contra ella no se
reconozcan como tales. Esas injusticias del pasado no fueron
pecados pontificios, ya que quienes los cometieron —nuestros
pensadores, como Alberto Magno, nuestros santos, como Tomás de
Aquino— no sabían que estaban obrando mal. Pero no darse cuenta
ahora, cuando la evidencia es tan sobrecogedo-ra, cuando se tienen
las oportunidades para la enmienda, perpetuar las equivocaciones
respecto a la mujer como una forma de mantener que la Iglesia no
pudo errar en su trato a la mujer, ése es el pe-
—141—
cado moderno, y un pecado pontificio. La estructura que sostiene el
legado de equivocaciones no es una ignorancia invencible sino una
inocencia cultivada, ignorantia affectata.

NOTAS

1. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of John
Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, p. 340.
2. ParaJunia véase nota 3.
3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inter Insigniores, 1997,
párrafo 27, de Leonard y Arlene Swidler (editores), Women Priest: A
Catholic Commentary on the Vatican Declaración, Paulist Press,
1997, pp. 43-44.
4. ínter Insigniores, párrafo 32, p. 45.
5. Dorothy Irwin, «Omnis Analogía Claudet», en Swidlers, op. cit.,
pp.271-277.
6. Carroll StuhmueUer, «Bridegroom: A Biblical Symbol of Unión, Not
Separation», ibíd-, pp. 278-283.
7. Leonard Swidler, «Roma Locuta, Causa Finita?», ibíd., p. 3.
8. Kwitny, op. cit., p. 637.
9. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist
Press, 1993, p. 667.
10. Juan Pablo II, On Reserving Priestiy Ordination to Men Alone
(Sacerdotalis Ordinatio), traducción al inglés del Vaticano, Pauline
Books, 1997, p. 7. [Carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la
ordenación sacerdotal reservada solamente a los varones,
Santandreu Editor, 1994.]
11. Peter Hebblethwaite, Pope John Paúl and the Church, Sheedand
Ward, 1995, pp. 276-278; Kwitny, op. cit., pp. 666-667.
12. Buenaventura, Commentary on the Sentences IV, distinción 25,
artículo 2, cuestión 1.
13. Juan Duns Escoto, Commentary on the Sentences IV, distinción
25, artículo 2, cuestión 2.
14. Aristóteles, Animal Conception (De Generatione Animalium) 766-
768. [Reproducción de los animales, traducido por Ester Sánchez,
Biblioteca clásica Gredos, 1994.] Véase Lesley Dean-Jones,
Women's Bodies in Classical Grcek Science, Oxford University Press,
1994, pp.176-199.
142.
15. Aristóteles, op. cit., 775a.
16. Aristóteles, Animal Investigations (De Historia Animalium) 68a 11-
12. [Investigación sobre los animales, traducido por Julio Pallí,
Biblioteca clásica Gredos, 1992.]
17. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio 2.2 (PG 48.633).
18. Emanuela Prinzivalli, «Donna e generazione nei Padri della
Chiesa», en Umberto Mattioli (editor), La donna nelpensiero cristiano
antico, Marietti, Genova, 1992, pp. 79-94.
19. Clemente, The Educator (Paedagogus) 2.33 (PG 8.430).
20. Tertuliano, Fémale Fashions (De Cultu. Feminarum} 1.1 (PL
1.1418).
21. Aristóteles, Investigación sobre los animales (De Historia
Animalium) 572. Véase los pasajes clásicos citados por R. A. B.
Mynors, Virgil, Gerogics, Oxford University Press, 1990, p. 224.
22. Sorano, Gynecology 3.3.
23. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renunciation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988,
pp.150,153.
24. Alberto Magno, Commentary on Aristotle's «Animáls» 15, q. 11,
citado por Uta Ranke-Heinemann, Eunuchs for the Kingdom of
Heaven, Penguin Books, 1990, p. 108. [Eunucos por el reino de los
cielos: Iglesia católica y sexualidad, traducido por Víctor Abelardo
Martínez de Lape-ra, Editorial Trotta, 1994.]
25. Jerónimo y Ambrosio en Occidente, Basilio y Gregorio de Nisa en
Oriente, todos dicen que las vírgenes heroicas se convierten en
hombres honorarios —véase Haye van der Meer, S. J., Women Priest
in the Catholic Church? A Theological-Historical Investigation,
traducido al inglés por Arlene y Leonard Swidler, Temple University
Press, 1973, pp. 78-80, y Susanna Elm, «Virgins of God»: The
Making of Asceticism in Late Antiquity, Oxford University Press, 1994,
pp. 91,101,120-121,134.
26. Yves Congar, S.O., Priest and Layman, traducido al inglés por P.
J. Hepburne-Scott, Darton, Longman & Todd, 1966, pp. 74-75.
27. Edward Schillebeeckx, The Church with a Human Face,
Crossroad,1988, pp.240-244.
28. Jerónimo, Epístola 48.15; Orígenes, Comentario sobre Ezequiel,
capítulo 7.
29. Pedro Damián, On the Dignity of the Priesthood, citado por
Ranke-Heinemann, op. cit., p. 108.
30. Jacob Milgrom, Leviticus 1-16 (AB, 1991), pp. 948-953.
31. La literatura del rabimsmo dice cosas aún más ásperas sobre la
mujer. En el Talmud, Sabbath 152a dice: «Una mujer es un cántaro
lleno
—143—
de porquería, con su boca llena de sangre, y aun así todos corren tras
ella.» Citado por Leonard Swidler, Bíblical Affirmations of Woman,
Westminster Press, 1979, p. 156.
32. Van der Meer, op. cit., p. 92.
33. Ibíd.,p.95. ,
34. Congregación Sagrada de los Sacramentos y el Culto Divino,
Instruction Concerning Worship ofthe Eucharísüc Mysteri (Inestimabile
Donum), confirmada por Su Santidad el papa Juan Pablo II,
traducción del Vaticano, párr. 18, Pauline Press, 1994, p. 8.
35. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing
the Church, Paulist Press, 1975, pp. 53-54.
36. Gal. 3:26-28. Los eruditos aislaron esto como himno basándose
en su forma de verso y paralelos en otras partes del Nuevo
Testamento. J. Louis Martyn, Galatians (AB, 1997), pp. 374-383.
37. Ben Witherington III, Women in the Ministry of Jesus, Cambridge
University Press, 1984, p. 117.
38. Vincent Taylor, The Gospel According to St. Mark, Macmillan,
1966, p. 290. [Evangelio según san Marcos, Ediciones Cristiandad,
S.L., 1980.] Véase Barbara E. Reíd, Choosing the Better Part?, The
Liturgical Press, 1996, pp. 135-143, y ElaineJ. Lawless, «The Issue
ofBlood», en Beverly Mayne Kienzie y Pamela J. Waiker (editores),
Women Preachers and Prophets Through Two Millennia of
Christianity, University of California Press, 1998,pp. 1-18.
39. Kari P. Dornfried, «Mary in the Gospel of Matthew», en Raymond
E. Brown y otros., Mary in the New Testament. Fortress Press, 1978,
pp. 77-83.
40. 1 Cor. 12: 8-30, Rom. 12; 6-8, Ef. 4:11. Este tipo de líderes están
enumerados y estudiados en Wayne A. Meeks, The First Urban
Christians: The Social Worid ofthe Apostie Paul, Yale University
Press, 1983, pp.131-136.
41. Ibíd.,pp. 134-139.
42. Arlo J. Ñau, Peter in Matthew: Discipleship, Diplomacy, and
Dispraise, The Liturgical Press, 1992.
43. Joseph A. Fitzmyer, Romans (AB 33,1993), pp. 737-738. Peter
Lampe, «Andronicus» (ABD 1.248-49) y «Junias» (ABD 3.1127).
44. Por ejemplo, en 2 Co. 6:5, Flp. 2:16, Elizabeth A. Castelli, «Paúl
on Woman and Gender», en Ross Shepard Kraemer y Mary Rose
D'Angelo (editores), Women and Christians Origins (Oxford University
Press, 1999), p. 225.
45. Reflejando la práctica de la Iglesia Marcos escribió (6:7) que
Jesús envió a sus misioneros «por parejas». Existían precedentes
para esto
—144—
según Joachim Jeremías, «Paarweise Sendung im Neun Testament»,
en A. J. B. Higgins (editor), New Testament Esays, Manchester
University
Press, 1959, pp. 136-141.
46. Respecto a los equipos, véase Margaret Y. MacDonaId, «Reading
Real Women Through the Undisputed Letters of Paúl», por Kraemer y
D'Angelo, op. cit., pp. 204-207.
47. Peter Lampe, «Frisca» (ABD 5.467-68) y «Aquila» (ABD
1.31920).
48. Raymond F. Collins, «Tweive» (ABD 6.670-71).
49. Ibíd.,p.671.
50. Meeks, op. cit., pp. 75-80.
51. Respecto a Febe (Rom. 16:1-2), ver Fitzmyer, op. cit., p. 731.
52. Ben Witherington III, «Lydia» (ABD 4.422-23).
53. Markus Barth, Ephesians 4-6 (AB 34a, 1974), pp. 774-853.
54. M. Eugene Boring, «Early Christian Prophecy» (ABD 5.495-502).
55. Kathleen E. Corley muestra que las presiones para coincidir con
las reglas helenísticas se registran en los evangelios escritos en el
período de las epístolas pastorales (pos 80 EC): Prívate Women,
Public Meals: Social Conflict in the Synoptic Tradition, Hendrickson
Publishers, 1993.
56. Hay una intrusión de los últimos códigos de conducta (Hausta-
feln) en las auténticas cartas de Pablo, la orden de que las mujeres
guarden silencio en las reuniones (1 Cor. 14:33-36). Pues esto choca
con las propias palabras de Pablo en la misma epístola donde invita a
las mujeres a llevar velos mientras ellos profetizan y oran
públicamente, muchos sospechan que aquí hay una interpolación
para hacer coincidir a Pablo con las epístolas pastorales. Sin
embargo, William E. OrryJames Arthur Walther, entre otros, piensan
que Pablo se refiere a algunos abusos espe-" cíficos de la situación
de los corintios, que implicaba llevar las querellas maritales a la
reunión. Véase Orr y Walther, I Corinthians, AB 32 (1976), pp. 311-
313. También, para efectos similares, Ben Witherington III, Women in
the Earliest Churches, Cambridge University Press, 1988,
pp.90-104.
57. ínter Insigniores, párr. 6, p. 38.
•145-
8
Los eunucos del Papa

Los «ajustes» {modi) sobre la contracepción realizados por el papa


Paulo VI en su intervención en el Concilio Vaticano II tenían la
finalidad de influir en las deliberaciones sobre la familia. Los padres
del Concilio alcanzaron a suavizar aquellas sugerencias. Poco antes,
en la cuarta sesión, cuando tocó la cuestión de la posibilidad de
autorizar a los sacerdotes a casarse, Pablo no corrió el mismo riesgo.
El 12 de octubre de 1965, Le Monde publicó el borrador de un
discurso del obispo Koop de Brasil, donde intentaba solicitar al
Concilio que se admitieran sacerdotes casados para suplir la carencia
de clérigos para su pueblo. Esta era sólo una de las muchas
peticiones que se preparaban, o al menos eso temía el personal del
Vaticano. Por lo tanto, un día antes de que Le Monde imprimiese su
historia, el Concilio quedó petrificado al recibir una carta del papa
Pablo leída en voz alta ante la asamblea. En su carta, el Papa
aseguraba no querer quitarle al Concilio la libertad para deliberar bajo
las alas del Espíritu Santo, pero eso fue exactamente lo que hizo:

Nos hemos enterado de que algunos padres intentan debatir en


el Concilio la ley del celibato eclesiástico tal como es
observado por la Iglesia Romana. Por consiguiente, y sin ánimo
de infringir en modo alguno el derecho de expresión de los
padres, os hacemos saber nuestra opinión personal sobre lo
inoportuno que sería entablar un debate público sobre este
tema, que es tan importante y exige tanta prudencia. [Así, ¿del
Concilio no se puede esperar prudencia ni capacidad para
tratar
—147—
asuntos importantes?] No sólo intentamos mantener esta
antigua, santa y providencial ley hasta donde podamos, sino
también reforzar su cumplimiento, haciendo un llamamiento a
todos los sacerdotes de la Iglesia Romana para que
reconozcan las causas y razones por las que esta ley debe
considerarse la más apropiada hoy día, especialmente hoy día,
para ayudar a los sacerdotes a consagrar todo su amor a Cristo
completa y generosamente al servicio de la Iglesia y de las
almas. Si algún Padre desea hablar al respecto, puede hacerlo
por escrito remitiendo sus observaciones a la Presidencia del
Concilio, quien luego nos las transmitirá a nosotros."

En otras palabras: «Si queréis hablar, no lo hagáis: escribidlo y


entregadlo para que el Papa lo examine.»
El padre Murphy, escribió bajo el seudónimo de «Xavier Rynne» en
The New Yorker:

Según Rene Laurentin [articulista de Le Fígaro}, el problema de


un clérigo casado en América Latina y otras áreas, de acuerdo
con la línea de la disciplina oriental, ha sido presentado ante la
Santa Sede desde los tiempos de Pío X, pero las autoridades
romanas siempre han sentido que cualquier concesión en esa
área inevitablemente llevaría a reconsiderar la situación del
estatus de quienes viven en concubinato clerical en Italia y
otros países, cuyo número se estima en varios miles; y eso es
algo que no están listos para afrontar.2

Para Murphy, ése era el verdadero peligro. Si se permitía a las


misiones albergar a sacerdotes casados, tal como ocurría en las
iglesias orientales reconocidas por Roma, entonces los sacerdotes de
todo el mundo querrían casarse con sus amantes. Sería como romper
el dique. Hay que seguir la línea establecida, incluso si al hacerlo la
afirmación de que el celibato, sacerdotal es una elección libre y no
una imposición pierde sentido.
La preocupación del Vaticano quedó indirectamente al descubierto
cuando el portavoz de la Secretaría de Estado del Vaticano,
monseñor Paúl Poupard, trató de explicar la acción del Papa de esta
manera:
148
Sus motivos [los de los miembros de la Curia que solicitaron al
Papa el cierre del debate] fueron el temor de permitir la
aparición pública de la división, que sería de graves
consecuencias para los sacerdotes ya dubitativos [Poupard
hablaba en francés, y utilizó la expresión souvent frágiles], y
también temieron que, dada la presión de los medios de
comunicación, sus intervenciones al respecto [las de los
padres] no fuesen libres. 3

En otras palabras, no era el Papa quien estaba coartándoles la


libertad, sino la prensa. Quizás ésta informara sobre los debates, y
entonces ya no podría haber debate. (La prensa estaba informando,
sin problemas, sobre todos los demás temas del Concilio. Si esta
política se hubiese aplicado a todo, habría que haber clausurado el
Concilio.) La idea de que el compromiso de los propios sacerdotes
con el celibato no pudiera sobrevivir a un debate público era otro
signo de una ansiedad que rayaba en el pánico. Sin duda Poupard
tenía razón al decir que el pontificado temía «la aparición de la
división». Esa es la fuente de muchos, por no decir la mayor parte, de
los engaños vaticanos.
El Papa le aseguró a su entorno que resolvería el problema
escribiendo una encíclica al respecto. La misma solución se aplicaría
también al tema de la contracepción. Es la forma normal de arreglar
los problemas en el papado moderno. Pablo VI promete remediar la
situación con una declaración pontificia que resulta un desastre.
Luego Juan Pablo consigue afianzar el peor aspecto de la encíclica
en su lugar, inamovible. Hemos visto la misma secuencia en los
temas de contracepción y el sacerdocio de las mujeres. Algo parecido
ocurrió con el Holocausto, con la salvedad de que Pablo VI no
intervino entre la declaración del Concilio y el Nosotros recordamos
de Juan Pablo. Ahora veremos cómo el mismo proceso sigue su
curso habitual en la cuestión del celibato.
Pablo presentó su encíclica, Sacerdotalis Caelihatus (Celibato
sacerdotal), el 12 de junio de 1967. Esta vez tuvo dificultades aún
mayores que las que tendría con su encíclica sobre la contracepción,
Humanae Vitae (1968). Al menos entonces podía apelar a un
ininterrumpido historial de condenas a lo largo de la biografía de la
Iglesia (aunque por diferentes razones). Sin embargo, desde el
—149—
primer siglo del cristianismo occidental, y hasta ahora en las iglesias
orientales, los sacerdotes están autorizados a casarse. Eso también
significa que el problema de Pablo era mayor que el que enfrentaría
la congregación con el documento contra la ordenación de las
mujeres, Inter Insigniores (1976). Cuando Pablo tuviese que respaldar
este producto de su curia, podría apoyarse en el fundamentalismo
bíblico, es decir, en el hecho de que los apóstoles eran hombres.
Ahora tendría que arreglárselas con el hecho de que los apóstoles
también eran casados.
Una muestra de la importancia de este problema puede verse en las
flagrantes omisiones en que incurre Sacerdotalis Caelibatus. Si se
observan las notas al pie de página, se aprecia un flujo continuo de
citas del Nuevo Testamento. Sin embargo sólo en tres ocasiones el
Nuevo Testamento aborda directamente el tema de esta encíclica,
dos de las cuales se mencionan, sin citarlas, en una misma nota de la
encíclica.4 La tercera y más relevante ni siquiera se menciona. Las
dos primeras dicen así: «Un obispo debe ser irreprensible, marido de
una sola mujer» (1 Tim. 3:2), y «[un presbítero debería ser] un
hombre intachable, marido de una sola mujer, y tener hijos
creyentes» (Tit 1:7). Cuando le conviene, el Vaticano equipara la
palabra «presbítero» del Nuevo Testamento con sacerdote.
No obstante, es el tercer pasaje el que por sí mismo debería haber
evitado que Pablo VI tratase de escribir esta encíclica. San Pablo (por
quien el Papa siente especial devoción y de quien tomó su nombre) le
dice a los corintios que él no se impone a ellos de hecho, ni siquiera
ha hecho valer todos sus derechos «como apóstol». Continúa
diciéndoles: «¿Acaso no tengo el derecho (exousia) de tomar una
esposa cristiana para mí, como el resto de los apóstoles y los
hermanos del Señor, y Cetas?» 5 Claro que el Papa era reacio a citar
cualquier cosa que le recordara a la gente que Pedro (su antepasado
putativo y modelo) era casado. Pero el punto verdaderamente
embarazoso de este argumento es la palabra exousia (prerrogativa,
poder). Ya no es una cuestión de permiso o mera concesión hecha a
los apóstoles. Es un derecho que tiene Pablo aunque no lo ejerza y
que Pedro (Cefas) tuvo y ejerció, en parte lo que Pablo llama «el
derecho que me es dado por predicar» (1 Cor. 9:18). Si esto es una
prerrogativa apostólica, ¿qué autoridad tiene nadie para coartar ese
derecho? Omitir un texto tan relevante, sólo por
—150 —
su inconveniencia, es un ejemplo de la deshonestidad
intelectualanalizada en este libro.
La encíclica tiene que escatimar estos tres pasajes del Nuevo
Testamento, los más duros para el Papa. Prefiere extenderse en
otros dos que nada tienen que ver con el ministerio del sacerdocio.
Su pasaje favorito, citado cuatro veces, es la referencia a los eunucos
(Mt 19:11-12). En el evangelio de Mateo, Jesús acaba de prohibir el
divorcio, lo que impulsa a los discípulos a decir: «Si así es la
condición del hombre con su mujer, no conviene casarse» (versículo
10). Jesús dice que no es tan fácil. Si no os casáis, tendréis que vivir
como eunucos, pues la ley también prohibe la fornicación. Ésa fue la
lógica que utilizó para responder a sus objeciones; provocándoles,
pues la imagen del eunuco es innoble y hasta repulsiva. Un hombre
que naciera eunuco, aun en la tribu sacerdotal (Levita), jamás podía
ser sacerdote judío; la deformidad se consideraba impura, y la
procreación era el deber y el orgullo del hombre. Así pues, ¿por qué
alguien optaría por la impureza, desafiando además los deberes
familiares?
Los términos tendrían que traducirse de modo que reflejasen su
naturaleza chocante, pues la palabra «eunucos» se explota casi
cruelmente cinco veces en un verso: «Pues hay eunucos que
nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos
eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron
eunucos para ganarse el reino de los cielos. El que sea capaz de
consentir esto, que lo consienta.» El verbo consentir {chorein)
literalmente significa «abrir espacio para ello». Se usaba en los
ejércitos en retirada de sus asaltos. Las palabras de Jesús atacan el
orgullo y la integridad del hombre. Es típico que cuando se lee este
pasaje en el pulpito, nuestras suavizadas traducciones le hagan
perder su naturaleza repulsiva. El pasaje en sí parecería un ataque a
los eunucos salvo por las últimas palabras sobre el reino de los cielos
(basileia) cuya llegada rogamos en la segunda petición del
Padrenuestro.

Desde una perspectiva judía la estructura de este pasaje sobre


los eunucos procede desde el menos objetable (eunuco por
naturaleza) al objetable (hecho eunuco por los hombres por un
crimen o como castigo de un crimen), hasta el más objetable
(el que quiso hacerse eunuco). El pasaje llega a un climax, y el
ter-
—151—
cer grupo de eunucos se menciona de forma diferente de los
otros dos. Cuando Jesús dice: «el que sea capaz de consentir
esto», da a entender que se dirige a aquellos que tienen una
opción, a diferencia de los eunucos de los versículos 12a y
12b.6

¿Por qué habrá sido Jesús tan sensacionalista en este versículo? En


otras partes habla de mutilaciones: «Os digo que aquel que mira una
mujer con deseo, en ese momento (édé) la ha corrompido en su
corazón. Y si tu ojo te hace pecar, arráncatelo y tíralo» (Mt. 28-29).
Aquí también, el lenguaje es áspero y extremo: imaginar el adulterio
con una mujer es corromperla. Continúa diciendo que si se comete un
pecado con la mano derecha (ritualmente favorecida y por lo tanto,
preciosa), ésta debe ser cercenada (ekkoptó, versículo 30). Si los
sacerdotes estuviesen legalmente obligados a esto como el Papa
ahora los ciñe al pasaje de los eunucos, muchos de
ellos andarían por ahí sin su mano derecha para bendecir y
consagrar.
Estos pasajes corresponden al grupo de sentencias que proclaman
una alteración de todos los valores a la llegada del reino de Dios
{basileia}. Por eso vemos a un discípulo que tiene que odiar a su
padre y a su madre (Le. 14:25), tal como Jesús rehusó reconocer a
su madre (Me. 3:33). Oímos que hay que darle al ladrón lo que éste
olvidó pedir (Le. 6:29). El Vaticano intenta suavizar estas «duras
sentencias» considerándolos consejos para la perfección más que
órdenes de obligación, pero la ¡dea de odiar a los padres como una
señal de «perfección» es justamente lo que resulta repulsivo como
idea moral. Jesús dice cosas sin sentido, a menos que estuviese
hablando, con una simbología provocadora, de una ruptura con el
orden pasado. Pero el papa Pablo insiste en tomar una de estas
señales escatológicas misteriosas —la señal de los eunucos— y
convertirla en ley para los ministros del Evangelio. (Los doctores de la
Iglesia han tratado incluso de utilizar el pasaje de los eunucos para
justificar la virginidad de las monjas, aunque las mujeres no pueden
ser eunucos, palabra en cuya fea realidad Jesús hace hincapié.) ¿Por
qué el Papa no exige en el derecho canónico que los sacerdotes
odien a sus padres?
Cualquiera que sea el significado del pasaje de los eunucos, no
puede referirse al ministerio. No está dirigido a ninguna clase o
—152—
grupo, ni siquiera a los discípulos en general, sino a individuos que
puedan «consentir» este extraño llamamiento carismático. La prueba
de que el ministerio nada tiene que ver con ello es que los apóstoles
no «lo consintieron». Ellos estaban casados, lo cual demuestra que el
Evangelio no establece relación alguna entre Mateo 19:11-12 y el
ministerio, y mucho menos con el sacerdocio, que ni siquiera existe
en el Evangelio. Fuesen lo que fuesen los apóstoles, definitivamente
no eran eunucos por el reino de los cielos. Aun así, éste es el
principal punto de apoyo del Papa para establecer las escrituras
como base del celibato sacerdotal. Lo cita cuatro veces, incluso
cuando se niega a citar el pasaje del Nuevo Testamento más
relacionado con la idea del apostolado y el matrimonio (1 Cor. 9:5). 7
Esta parodia de la exégesis muestra una profunda falta de respeto
por la palabra revelada. Varios pasajes del Nuevo Testamento son
omitidos, retorcidos, ampliados, distorsionados y tergiversados para
darles el significado que el Papa quiere que tengan.
Semejantes procedimientos plantean una severa prueba a la
integridad intelectual de cualquier sacerdote. ¿Tiene que aceptar
mansamente un argumento absurdo y comprometedor? ¿Tiene que
vivir por ello como si fuese el verdadero significado del Evangelio al
que quiere servir? ¿Tiene que transmitirlo a su congregación sin que
se le escape la risa? ¿Debe pedirles que se traguen cualquier cosa —
hasta la falta de respeto hacia la Biblia— en nombre del respeto al
pontificado? ¿Tiene que convertirse en eunuco no por el reino
celestial, sino por los dominios del Papa? En el pasado los Papas
tenían sus castrati, adecuados para el canto en el coro de la Sixtina.
¿Querrá él ahora tener una guardia de eunucos para demostrar que
la doctrina papal sobre el celibato es la correcta, sin importar lo que
digan las escrituras? Hemos visto cómo prácticamente convirtió a los
obispos del Concilio en eunucos intelectuales cuando dijo que no
podían poner en tela de juicio las ordenanzas relativas al celibato,
obligándoles a aguardar su pronunciamiento, y luego, cuando por fin
se pronuncia, lo hace con un mezquino ataque a la Biblia.
Dijimos antes que tenía dos pasajes preferidos de las escrituras y que
excluía los verdaderamente relevantes. Además del texto de los
eunucos, citado cuatro veces, hay otro pasaje, que cita tres veces: el
argumento de san Pablo en el séptimo capítulo de I Co-
—153—
rintios (versículos 7-40), donde dice que prefiere que todos aquellos
que están solteros permanezcan solteros, como él. Ya que Pablo era
un celoso fariseo antes del llamamiento de Cristo, y siendo ya para
entonces un hombre maduro, es presumible que estuviese casado,
como era de esperarse en su secta. Lo que significa que su esposa
debía de estar muerta, o separada de él, cuando escribió la epístola.
Clemente de Alejandría (siglo ll) opinaba que la esposa de Pablo
estaba viva, pero que habían convenido en separarse durante su
apostolado.s En la iglesia primitiva, era normal que los hombres
estuviesen casados. Lo extraño era el celibato, y era una condición
que requería explicaciones. Es por eso por lo que san Pablo se
muestra tan cauto y permisivo al recomendar un camino que los otros
apóstoles no siguieron. Después de todo, él no podía quitarles lo que
más adelante llama el derecho a casarse mencionado en la misma
epístola (9.6). Por eso todo lo dice con respetuosos rodeos, casi
retractándose a medida que habla:

Mas esto digo por vía de concesión, no por mandamiento.


Quisiera más bien que todos los hombres fuesen como yo;
pero cada uno tiene su propio don de Dios, uno a la verdad de
un modo, y otro de otro (7:6-7).

Y a los demás yo digo, no el Señor (7:12).

En cuanto a las vírgenes no tengo mandamiento del Señor,


mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del
Señor para ser fiel (7:25).

Tengo (nomizó), pues, esto por bueno a causa de la necesidad


que apremia; que hará bien el hombre en quedarse como está
[ni disolver un matrimonio ni contraerlo] (7:26).
Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo
(7:35).

Pero es mi juicio, y pienso que también yo tengo el Espíritu de


Dios (7:40).
154
Pablo no se cansa de decir que esto no es un mandato. No es un
mandato de Dios. Ni siquiera es un mandato de Pablo (diferente de
una opinión). Unos tienen un carisma y otros, otro. Unos apóstoles
están casados y otros no. Él admite sus opiniones y dones. Ofrece
una variante para su consideración. La presenta no como un mandato
(6) sino como algo de «provecho» (35). Se apoya en razones de
pragmatismo (para afrontar «la necesidad que apremia» sin
distracciones). Es una cuestión de juicio prudente, abierta al debate,
no una revelación ni obligación ni exigencia.
William Orr y James Walther, comentando el versículo 25, dicen:

Está claro que Pablo no cree que el Espíritu haya otorgado a la


Iglesia el poder creativo para inventar ad hoc dichos de Jesús
que se ajusten a la situación de la Iglesia, como se da por
sentado algunas veces en la doctrina moderna. [...] Si algún
profeta cristiano primitivo gozó de tal poder, ciertamente ése
habría sido Pablo. 9

Pablo recibió muchas directrices del Señor y nunca dudó en enunciar


su origen. En el mismo capítulo, cuando habla de la fidelidad marital,
dice: «Mando, no yo, sino el Señor» (7:10). Él conocía la diferencia
entre tales directrices y su propia opinión. El papa Pablo no tiene los
mismos escrúpulos. Cuando él prefiere que «todos los hombres sean
como yo», lo impone como un mandato divino. Cree tener más
autoridad que aquel de quien tomó el nombre.
Incluso si las recomendaciones de Pablo se tomasen como un
requisito, no se estaba dirigiendo específicamente a los ministros del
Evangelio sino a todos los corintios. Asegura desear que todo el
mundo permanezca casado o permanezca soltero. Éste es un punto
importante, porque el Papa usa uno de los argumentos prácticos de
Pablo en favor del celibato como si se aplicase específicamente a los
sacerdotes, aduciendo que los libera para atender mejor los asuntos
de la Iglesia que sí tuviesen familia. Pero Pablo no propuso esto
como un código clerical, sino para todos los corintios:
•155-
Quisiera, pues, que estuvieseis sin congoja. El soltero tiene
cuidado de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor.
Pero el casado tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo
agradar a su mujer. Hay asimismo diferencia entre la casada y
la doncella. La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor,
para ser santa así en cuerpo como en espíritu; pero la casada
tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su
marido. Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos
lazo (7:32-35).

Al sugerir tímidamente que otros sean como él, ciertamente no brinda


una profunda teología sobre el matrimonio. Para eso hay que ir a la
epístola a los efesios 5:9-6:9, sea ésta de Pablo (como insiste Markus
Barth) o de algún brillante pensador paulino. Aquí encontramos una
consideración más pragmática de una situación específica (la
necesidad que apremia). Los tiempos de tensión hacen que Pablo
haga un llamamiento a todos y cada uno a mantener su estado
actual, que casi es un estado de batalla. Por ejemplo, después de
decir que casados y solteros deben mantenerse así, dice que los
esclavos deben permanecer esclavos (7:21). Esto es una parte
esencial del argumento, y sin embargo el papa Pablo no contempla el
sacerdocio en relación con este versículo, no dice que los sacerdotes
sean esclavos o libres según su condición pasada. Más tarde
analizaremos si la carencia de familia realmente hace más libre al
sacerdote. Pero aquí no se supone que el argumento de Pablo se
refiera a los sacerdotes (que todavía no existen) sino a todo el
mundo, y tampoco hoy se refiere a ellos. No les decimos a nuestros
adolescentes: «Si aún estáis solteros, quedaos así.» La situación ha
cambiado para los cristianos en general. Por lo tanto, el argumento en
su totalidad es inaplicable.
Aunque sólo cuenta con estos dos pasajes principales para apoyarse
seriamente, el Papa cita de un modo marginal otras partes del Nuevo
Testamento, como si ellas pudiesen respaldar su precaria
argumentación: por ejemplo, el llamamiento de Cristo a sus discípulos
a dejarlo todo y seguirle a él (que tampoco se dirige a los ministros
específicamente sino a todos los discípulos; además, los apóstoles no
dejaron a sus esposas), o lo que afirma Mateo en su evangelio
cuando dice que en el ciclo no habrá matrimonios (pero
—156—
los sacerdotes están en la tierra con todos nosotros). También apela
en general al Nuevo Testamento, sin relacionarlo con ningún pasaje,
cuando dice que los sacerdotes debían parecerse a Cristo, y puesto
que él fue virgen ellos también debían serlo.10 Esto recuerda su
argumento de que las mujeres no pueden ser sacerdotes porque no
se parecen a Cristo. El simbolismo de la virginidad de Cristo será
objeto de nuestra atención más adelante. Lo que hay que decir ahora
es que la imitación de Cristo, hasta donde se proponga en lo esencial,
no en lo accidental, es un llamamiento del Evangelio a todos los
cristianos, y no exclusivamente a los ministros del Evangelio. Si
estuviese vinculado a los ministros, entonces, habida cuenta de la
insistencia del Papa en la virginidad de Cristo, los apóstoles tendrían
que haber sido vírgenes.
Claro que toda esta farsa de llamadas de las escrituras no es lo que
realmente interesa a Pablo VI. Le interesa justificar las prolongadas
prácticas de la Iglesia (al menos la Iglesia Occidental, en el segundo
milenio del cristianismo). Quiere asegurar a los demás que la Iglesia
no puede haberse equivocado en esto, no más de lo que pudo
equivocarse respecto a los judíos, la contracepción o las mujeres
sacerdotes. Pero sí se equivocó en esos temas, y si analizamos en el
próximo capítulo las prácticas que Pablo está defendiendo, veremos
que también en este punto se equivocó.

NOTAS

1. «Xavier Rynne», Vatican Council II, Farrar, Straus y Giroux,


1968,p.520.
2. Ibíd.,p.521.
3. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist
Press, 1993, p. 442.
4. Pablo VI, The Celibacy ofthe Priest (Sacerdotalis Caelibatus),
traducción del Vaticano; sitio web del Vaticano, nota al pie 2. [Celibato
sacerdotal. Encíclica Sacerdotalis Caelibatus, Acción Católica, 1967.]
5. 1 Cor. 9:6 El texto literalmente dice «una hermana por mujer»,
refiriéndose a hermanas y hermanos de la hermandad cristiana. (No
todos
—157—
los apóstoles podían llevar consigo a sus hermanas auténticas, y no
las habrían hecho pasar por esposas.) La esposa de un apóstol tenía
que ser alguien del redil, así como los hijos tenían que ser
«creyentes», según Tito 1:7. Utilizo aquí la traducción de la Nueva
Biblia Inglesa. Ceras normalmente se traduce por «piedra» en inglés,
pero Pedro es el fundamento de la iglesia (Mt. 16:18); no decimos la
piedra fundadora.
6. Ben Witherington III, Women in the Ministry ofJesús, Cambridge
University Press, 1984, p. 31.
7. Las cuatro citas están en Sacerdotalis Caelibatus, notas al pie 2, 5,
35,36.
8. Eusebio, Historia eclesiástica, 3.39.1. Para el matrimonio de Pablo,
véase Jerome Murphy - 0'Connor, S. O., Paul, a Critica! Life, Oxford
University Press, 1996, pp. 62-65 y Joseph A. Fitzmyer, S. ]., Jerome
Biblical Commentary, Prentice-Hall, 1968, vol. 2, pp. 217-218.
9. William F. Orr y James Athur Walther, I Corínthians (AB 32,-
1976),p.218.
10. Le. 18:19-30 (citado en Sacerdotalis Caelibatus, nota al pie 33);
Mt 2-30 (citado en la nota al pie 66).
158-
9
Casta sacerdotal

La encíclica de Pablo VI sobre el celibato reconoce que en la iglesia


primitiva los sacerdotes eran casados, pero agrega que experiencias
posteriores, guiadas por el Espíritu Santo, llevaron a «una
penetración más profunda en los asuntos espirituales».' Admite que la
experiencia tardó un cierto tiempo en llegar a demostrar la sabiduría
espiritual del celibato sacerdotal. Apenas en el siglo IV la Iglesia
comenzó a legislar seriamente sobre la materia, e incluso entonces
hubo gran desacuerdo con la norma, por lo que obispos y sacerdotes
siguieron contrayendo matrimonio. Más tarde, en el mismo siglo,
Agustín todavía mantiene una amigable correspondencia con un
obispo casado, Memor de Capua, dándole consejos para la
educación de su hijo, quien también terminó siendo obispo, casado,
por cierto, con la hija de otro obispo. El santo Paulino de Ñola
compuso un himno nupcial para esa boda y esperaba que hubiese
una larga sucesión de obispos entre los herederos de unas familias
tan piadosas.2
Puesto que los sacerdotes y obispos estaban ya casados en el siglo
IV, no era cuestión de declarar inválidos tales matrimonios. Algunos
argumentaron que sería inmoral abandonar una esposa tomada en
concordancia con una prolongada práctica de la Iglesia. Dada esta
situación, los primeros esfuerzos por el celibato se limitaron a leyes
que prohibían a los sacerdotes tener relaciones sexuales con sus
esposas, bien sea antes de celebrar la Eucaristía, cuando eran
nombrados obispos o después del nacimiento de un heredero. Sólo
mucho más tarde (en el siglo Xll) se declararían inválidos los
matrimonios clericales.3
159-
Los fundamentos para el celibato masculino eran similares a los de la
exclusión femenina del ministerio: el requisito de pureza ritual
modelado en el sacerdocio levítico. Ambrosio dijo que los sacerdotes
que seguían manteniendo relaciones sexuales «rogaban por otros
teniendo la mente y el cuerpo impuros».4 San Pedro Damián dijo que
puesto que una virgen trajo al mundo a Jesús, sólo vírgenes debían
traerlo al altar en la Eucaristía.5 Este razonamiento para el celibato
sacerdotal se mantuvo hasta este siglo. En 1054, el cardenal
Humberto, delegado del papa León IX en Bizancio, condenó a las
Iglesias orientales por permitir el matrimonio de los sacerdotes:

Jóvenes maridos, exhaustos por la lujuria carnal, sirven en el


altar. E inmediatamente después abrazan de nuevo a sus
esposas con manos que han sido benditas por el inmaculado
Cuerpo de Cristo. Esto no es una señal de fe verdadera, sino
un invento de Satanás. 6

En 1130 el papa Inocencio II declaró en el Sínodo de Clermont: «Ya


que se supone que los sacerdotes son templos de Dios, cálices del
Señor y santuarios del espíritu Santo [...] es una ofensa para su
dignidad dormir en el lecho conyugal y vivir en la impureza.» 7 Tenía
tanta fuerza la tradición de la pureza ritual que Edward Schillebeeckx,
especialista en documentos de la Iglesia, dice que el pasaje de Mateo
sobre los eunucos (19:11) nunca se había citado oficialmente como
razón para el celibato hasta el Concilio Vaticano II, cuando lo
introdujeron a toda prisa para sustituir el ya insostenible argumento
del Levítico. ¿Por qué el celibato tardó cuatro siglos en convertirse en
un problema importante?
Un poco de empatia histórica hace que esta evolución se perciba
como algo más sensato de lo que a primera vista parece. El siglo IV
fue un período de tremenda agitación. En el 312, el emperador
Constantino, recién converso, reconoció el cristianismo como la
religión del Imperio, lo que podía verse como la solución de los
problemas de la Iglesia, intermitentemente perseguida hasta
entonces. Sin embargo, el inmediato período posconstantiniano fue
un tiempo de creciente tensión para el cristianismo, que se
encontraba destrozado por las herejías, inseguro de sus propias
autori-
—160—
dades internas y embarcado en una nueva carrera de aventuras
ascéticas de corte profundamente radical. En el preciso momento en
que el cristianismo parecía haber alcanzado el éxito mundial, el li-
derazgo espiritual de la Iglesia se alejó del mundo de manera
espectacular e intransigente. Mientras Constantino imponía desde
sus alturas un orden inesperado, dirigiendo los concilios de la Iglesia
como un derecho político, condenando herejías y nombrando
obispos, un tipo de autoridad diferente surgía desde abajo, aclamada
impetuosamente por la gente común. Los sacerdotes y obispos
quedaron atrapados entre estos impulsos totalmente diferentes. Si se
alineaban sin ambages con cualquiera de las dos dinámicas, podían
verse anulados por la otra. Una disciplina imperial derivada del
Estado de Roma podía acarrearles acusaciones de corrupción por
parte de las puristas comunidades del desierto. Por otro lado,
plegarse a los ingobernables monjes y místicos de Siria podía atraer
la represión de Roma, la pérdida del patrocinio del que se
beneficiaban los obispos, de sus ingresos y hasta de su sede.
Podemos apreciar diferentes etapas de esta contienda cuando
Atanasio de Alejandría se ocultó entre las comunidades del desierto
huyendo de la policía imperial alrededor del año 360;8 o cuando
Teófilo de Alejandría y Juan Crisóstomo de Constantinopla utilizaron
a un grupo de monjes insurgentes como peones en su propio torneo
de guerra, regateando la mejor forma de presentar al emperador el
trato que les dispensaban a principios del siglo V.9 Éstos son sólo dos
casos bien conocidos del problema que los ascetas aventureros
causaron a los obispos en el momento de su mayor atractivo popular.
Las autoridades no sabían cómo tratar a la gente que se había salido
de la estructura de la parroquia normal y que se sentía demasiado
pura como para someterse a clérigos que estaban casados o
manchados con el poder político, o que estaban tan por debajo de
ellos ante el favor del Señor, que bajar hacia ellos en vez de elevarse
hacia Dios significaba traicionar la vocación ascética.
Peter Brown es quien hizo posible que nosotros, gente moderna,
entendiésemos el extraordinario poder de los ascetas en los siglos IV
y v. En su The Body and Society (1988) [El cuerpo y la sociedad,
Muchnik Editores, 1993] y otras obras, ha descrito cómo estas osadas
almas cautivaron la imaginación de la sociedad de su
—161—
tiempo. Fueron los astronautas de un espacio espiritual plagado de
demonios, gente que se flagelaba a sí misma hasta entrar en un
estado completamente nuevo del ser.10 David Brakke les compara
con aquellos «técnicos de la personalidad» concebidos por Michel
Foucault, hombres que hacen de su propio cuerpo y psique el
laboratorio de la nueva era antropológica." Su fama, paradójicamente
adquirida alejados del antiguo mapa urbano, atrajo multitudes hacia
ellos: de todas partes venían para admirarles y consultarles, pues el
halo de la sabiduría ya no adornaba a los sacerdotes ni a los
políticos. La diferencia en autoridad moral entre los sacerdotes y los
ascetas puede palparse en estos datos: Gregorio Nacianceno
denunció a sus padres cristianos por haberlo convencido de dejar la
vida de asceta para ordenarse sacerdote.12 Juan Crisóstomo decidió
recibir las órdenes sagradas sólo después de perder su salud en el
desierto, lo cual le obligó a abandonar el ascetismo.13
Una forma de reducir la brecha entre las autoridades sacerdotales y
las ascéticas fue la imitación de los ascetas por parte de los
sacerdotes, que intentaban recuperar el terreno perdido
manteniéndose célibes y ayunando en la ciudad y en el desierto. Una
solución aún más rápida podía ser asimilar a los ascetas, haciéndoles
sacerdotes u obispos, de manera que el pueblo no pudiese confrontar
tan fácilmente las dos órdenes en detrimento de los sacerdotes. No
obstante, los santos del desierto se resistieron a esta práctica. Dejar
el desierto, abandonar la utópica igualdad de los monasterios o el
espléndido aislamiento de las ermitas supondrían un descenso a lo
común después de la larga lucha por las sutiles alturas. O como diría
Gregorio Nacianceno, significaría la renuncia al peligroso encanto de
los ascetas en favor del «esclavizador comercio de almas». 14
Atanasio tuvo que rogarles a las estrellas del desierto que aceptasen
ser obispos, y no siempre lo logró. 15 Cuando emplazaron al famoso
monje Amonio a que asumiese sus deberes como obispo, se cercenó
la oreja izquierda, y amenazó con cortarse la lengua si volvían a
insistir, descalificándose así para la ordenación. 16
Las mujeres vírgenes consagradas constituían otro poder potencial
en el siglo IV, tanto así que los arríanos tenían maestros que las
reclutaban para el conflicto con los trinitarios como Atanasio.' 7
Atanasio reaccionó en su propia sede de Alejandría creando una
162-
serie de escritos para probar que de acuerdo con las escrituras las
mujeres debían ser dóciles, ignorantes, y solitarias. 18 No podía utilizar
este enfoque con los héroes del desierto. A ellos se les cortejaba con
campañas para integrarles a la vida del laicado y a las parroquias,
doblegando sus excesos en la penitencia con argumentos de las
escrituras, animándoles a ser políticamente activos (pero de su lado)
y reformando sutilmente la imagen de su líder más simbólico: san
Antonio.
La obra Vida de san Antonio, de Atanasio, es uno de los clásicos
espirituales. Fue además importante en la conversión de Agustín.
Ayudó a extender el ideal monástico, si bien Atanasio hinchó la
reputación del santo al tiempo que reducía a dimensiones manejables
su quisquillosa individualidad. Como muestra, un botón: en su obra le
resta importancia a la erudición que Antonio exhibe en sus cartas,
representándolo como un dócil seguidor de Atanasio en sus propios
ataques a las eruditas pretensiones de los arríanos. 19 En la biografía,
Antonio aparece diciéndole a los filósofos neoplatónicos:

Nosotros los cristianos conseguimos la sabiduría secreta no


por nuestras habilidades con los argumentos griegos sino por
el poder de la fe que nos es dispensado a través de Jesucristo.
[.„] Vosotros, con vuestra seducción verbal, no podéis detener
el avance de las enseñanzas de Cristo, mientras que nosotros,
invocando a Cristo crucificado, podemos dispersar esos
demonios que veneráis como dioses. Contra el símbolo de la
cruz, vuestra magia se hace impotente, vuestras pociones
pierden su efecto.20

El poder de los ascetas emanaba de la oración, que obra milagros.


Atanasio, aunque celebraba esta santidad purificadora, tuvo que
controlarla. En una típica prueba entre el liderazgo carismáti-co y el
institucional, ganó la competición por no reclamar la victoria total para
su bando. En cambio, relativizó las diferencias entre ambos grupos.
Dijo que algunas veces, hasta los obispos hacían milagros21 y que
otras, gracias a sus esmeradas sugerencias, hasta los monjes podían
someterse a las disciplinas de la organización. Hizo más eclesiásticos
a los monjes y más ascetas a los sacerdotes.
—163—
Éste fue un paso importante en el camino hacia el total celibato
sacerdotal. Después de todo, algunos monjes habían rehusado recibir
la Eucaristía de obispos que consideraban demasiado mundanos. 22
Hacer a los sacerdotes ritualmente más puros era una forma de
remediarlo.
Tal como señala Peter Brown, fue la percepción de sus poderes
espirituales lo que dio renombre a los ascetas: el poder de sanar, de
prever, de exorcizar, de desafiar al diablo. 23 Atanasio no podía
competir en ese terreno, milagro a milagro, pero podía acentuar los
poderes que los sacerdotes tenían y los ascetas no: el milagroso
poder de consagrar pan y vino y convertirlo en el Señor. «Los monjes
participaron de la unidad al recibir los sacramentos de manos de los
obispos.»24 Con esta maniobra, Atanasio promovió la idea de que el
sacerdote era una persona cuyo poder residía en su consagración
eucarística. La Eucaristía era su carta de triunfo. Si los monjes no se
ordenasen, seguirían dependiendo de los obispos para «la
celebración de la cuaresma y la pascua, pues la Pascua cristiana era
un epítome de la vida cristiana», al margen de los ritos que los
ascetas pudiesen inventar. 25 El poder espiritual se apropió desde
abajo del triunfo de los monjes sobre el cuerpo. Pero otro tipo de
poder cayó desde arriba, cual relámpago, alcanzando las manos
consagrantes de los sacerdotes. Esta visión impulsaría la tendencia a
concentrar la autoridad en lo alto de las estructuras jerárquicas,
donde el poder para ordenar canalizaba el poder para consagrar
entre los sacerdotes. En aquel tiempo el poder de consagrar se
consideraba la esencia del sacerdocio. Para muchos todavía lo es.
Pablo VI habla en su encíclica de «el ministerio de la Eucaristía, que
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia». 26
El peligro de tal planteamiento estriba en que separa al sacerdote de
la comunidad, donde la comida colectiva era la condición original de
la Eucaristía. Esto se refleja en que en un momento determinado el
sacerdote comenzó a celebrar la Eucaristía solo; en definitiva, lo que
en verdad importaba era que consagrase los elementos sagrados. Se
podía prescindir de todo lo demás. Este poder fue la fuente del temor
que el sacerdote inspiraba en los fieles y que luego se vio como una
potencia mágica. Varias leyendas populares atribuyen usos extraños
a ese poder. Las monjas nos han contado algunas. A un sacerdote
descarriado le bastaba con pronunciar las
- 164
palabras mágicas en la ventana de una panadería para consagrar
todo el pan al Señor, de modo que otro sacerdote pío tuviera que
comerse hasta la última miga para evitar que otros profanasen el
cuerpo de Cristo. Si un comulgante tenía que salir a toda prisa de la
iglesia con el cuerpo de Cristo aún sin digerir, un acólito le seguía con
una vela encendida para señalar que el Señor todavía estaba
presente.
De joven, fui monaguillo de las misas privadas de un sacerdote que
era tan escrupuloso o tan piadoso que cuando llegaba a las
significativas palabras de la consagración pronunciaba cada sílaba
por separado, como asegurándose de que la fórmula mágica
conservara toda su fuerza: «Hoc est e-nim cor-pus me-um.» Se puso
en boga cuantificar los milagros, y así los sacerdotes llegaron a
considerar un «derroche» celebrar la Eucaristía juntos cuando cada
uno podía consagrar diciendo sus misas por separado.27 El signo
original de unión se había convertido en un medio de separación. La
actividad privada del sacerdote en el altar era algo que el laica-do
debía observar desde lejos, si acaso, pues el santuario se convirtió en
algo reservado a la casta sacerdotal. El sacerdote le dio la espalda al
laicado, como acurrucándose sobre su propio misterio. Se levantaron
separadores en las galerías entre el coro y la nave y barandillas para
la comunión, que apartaban al vulgo de los procedimientos sagrados.
El latín, el lenguaje sagrado, tenía más eficacia porque los fieles no lo
entendían. Las vestiduras decoradas, procedentes de una cultura
distante ya muerta, marcaban al sacerdote en el altar deteniéndole
fuera de su tiempo, el tiempo habitado por el común de los mortales
al otro lado de la baranda de la comunión. Un esfuerzo posterior por
alinear a los sacerdotes con fuentes de autoridad más ascéticas los
obligaba a leer en silencio una selección diaria de las horas
canónicas cantadas por órdenes de claustro, como si fuesen monjes
a tiempo parcial. Esta hora dedicada a la lectura del «breviario» en
latín alejó al sacerdote de la vida corriente de su entorno, como lo
noté cuando el sacerdote que era nuestro director de debate en
bachillerato detuvo el coche en que nos llevaba y se fue a cumplir las
obligaciones que le quedaban antes de la medianoche. De este
modo, fueron añadiendo barrera tras barrera para aislar la realidad
física del pan de la Eucaristía. Cada jugada hacia

165-
el control monopolístico de la transacción sagrada por parte de los
sacerdotes iba acompañada, al mismo ritmo, de la necesidad de la
pureza ritual del oficiante.
Puesto que el poder del sacerdote dependía de esta invocación a una
realidad física distinta en la Eucaristía, se inventaron cuentos que
hicieron más evidente esa materialidad. Cuando la hostia de Bolsena
fue «herida», ésta sangró: Rafael pintó el milagro en la Sala de
Heliodoro en el Vaticano. La realidad divina de la hostia (que no la del
vino), incluso separada de la comida eucarística, se demuestra en la
conservación de las hostias consagradas cuando se termina la misa,
su exposición en custodias durante las bendiciones y su reparto en
los hospitales. Dado que Cristo está presente en cada partícula de la
hostia, para que el comulgante lo reciba sin importar el tamaño del
segmento, se diseñó una extraña técnica panadera para fabricar
hostias que parecen hechas de un nuevo tipo de plástico que no se
fragmenta al romperse, de bordes lisos y que no hace migas. Aun
hoy, la legislación de la Iglesia mantiene ese ideal. Una instrucción
del Vaticano aprobada por Juan Pablo II en 1980 dice así: «La
preparación del pan requiere mucha atención para garantizar que el
producto no desmerezca la debida dignidad del pan eucarístico, que
pueda partirse de manera digna, sin dar lugar a fragmentos excesivos
y sin ofender la sensibilidad del feligrés al comerla.»28
Es muy extraño que el Nuevo Testamento —a pesar de la larga lista
de funciones y ministerios de la comunidad cristiana— no haga
mención alguna al poder de consagrar del sacerdote, tratándose de
algo en lo que se ha concentrado tanta atención. El catolicismo lo
considera el mayor poder heredado de los apóstoles. Incluso se llegó
a decir que ésa era la prueba de que la Iglesia católica es la única
secta cristiana válida, pues es la única que otorga a los sacerdotes el
poder de la consagración. Los demás servicios son meramente
humanos, cosa de hablar y conmemorar. De hecho, cuando le
comenté a un sacerdote de mi parroquia en los años sesenta que un
padre visitante había pronunciando un sermón muy bueno, me dijo:
«No debería venir a misa sólo para satisfacer su curiosidad.» Él era
de la opinión que los protestantes pronunciaban sermones buenos
porque en sus altares no sucedía nada realmente divino. La
transformación de la hostia convierte la misa en
166-
el acontecimiento divino por antonomasia, una réplica literal de la
Última Cena. Sin embargo, ni en el Nuevo Testamento ni en la
literatura cristiana temprana se describe a los apóstoles como
poseedores del poder de consagrar. Es más, no se describe a nadie
—apóstol o no— en el acto de presidir la comida comunitaria. Como
Raymond Brown indica:´

No hay ninguna prueba sólida de la clásica tesis [católica] de


que los Doce presidieran las reuniones cuando estaban
presentes, ni de que hubiese una cadena de ordenación que
trasmitiera el poder de los Doce para presidir la Eucaristía a los
apóstoles misioneros y a los presbíteros y obispos. [...] Algunos
han sugerido que por lo general los profetas [incluidas las
mujeres] presidían la Eucaristía. En Ac. 13.1-2 aparecen los
profetas «ministrando», y en Didajé 10.7 se permite a los
profetas dar gracias (eucharistein); y en 15.1 se relaciona el
«ministerio de los profetas» (leitourgia) con la celebración de la
Eucaristía en el día del Señor en 14.1.29

Como lo hemos visto antes, Brown dice que en el Nuevo Testamento


no hay sacerdocio alguno, ya que los primeros discípulos seguían
asistiendo al templo donde el sacerdocio de Dios mantenía su
vigencia.30 ¿Qué haría un sacerdote cristiano en las comidas eu-
carísticas originales? Es difícil imaginar a cualquier discípulo
haciendo lo que Pablo VI supone: desempeñar el papel de Jesús en
su representación dramática (eikon). 31 ¿Acaso los discípulos
volvieron a representar la Ultima Cena, con uno de ellos haciendo de
Jesús? Y si así fue, ¿acaso el sacerdote no comió el pan ni bebió el
vino? Cuesta imaginar a Jesús diciendo que el pan y el vino eran su
cuerpo y sangre y luego comiéndose su propio cuerpo y tomándose
su propia sangre.32 ¿Dónde terminaba el aspecto de actuación de
esta ceremonia? Si alguien asumía el papel de Jesús, ¿algún otro
desempeñaría el de Judas, o el del «discípulo bienamado» que se
apoyó sobre el hombro de Jesús? Si así fuese, la iconografía
moderna tiene un problema, pues representa al discípulo bienamado
como uno de los Doce, y los eruditos actuales no creen que haya sido
así.33 Si el sacerdote debe decir unas palabras mágicas en nombre
de Jesús, ¿cómo es que las palabras de la consagración nos llegan
-167-
en versiones diferentes en el Nuevo Testamento y en la literatura
cristiana primitiva?
Puesto que quien consagra es el Espíritu, actuando a través de toda
la comunidad, los teólogos occidentales coinciden cada vez más con
los orientales en que las verdaderas palabras para consagrar
deberían ser una invocación al Espíritu (epiklésis) para «venir sobre
estos dones y santificarlos», y no las palabras que se citan de la
Última Cena.34 De hecho, las palabras de Jesús: «Tomad y comed,
éste es mi cuerpo», son palabras de distribución, que probablemente
siguieron a su propia oración al Padre, que serían las verdaderas
palabras de consagración de la Última Cena. Como dice Bernard
Háring: «No somos los sacerdotes quienes consagramos, ni hacemos
que lo que antes era pan se convierta en la presencia de Cristo. Este
misterio ocurre en el momento de la epiklesis, por el poder del
Espíritu Santo.»35 Aun si no se acepta esta interpretación de los
sacramentos, está claro que el factor consagrante es la presencia del
Espíritu en la comunidad, de modo que todos esos cuentos de
sacerdotes que transforman pan y vino con una fórmula mágica,
hasta en panaderías o bares, no tienen ningún sentido. No poseen tal
magia, y el Espíritu no actuaría al margen de la comunidad.
Ya que el Espíritu consagra en el seno de la comunidad, si una
persona preside la Eucaristía, es simplemente como representante de
la comunidad, no de Cristo. La primera carta de Pedro (2:5) se refiere
a los cristianos como «piedras vivas edificadas como casa espiritual y
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales». De esa forma
hablaba de la comunidad, a principios del siglo II, Ignacio de
Antioquía, por lo general el primer testigo al que se recurre cuando se
trata de confirmar la fe en la verdadera presencia de Cristo en la
Eucaristía. En lugar de verse expulsados del altar, los fieles son de
hecho el altar, así como sus cuerpos son el templo:
«Vosotros contenéis a Dios en vosotros, al altar en vosotros, a Cristo
en vosotros, y la santidad en vosotros. [...] Guardad vuestro cuerpo
como el templo de Dios.»36 Quienes realmente se convierten en el
cuerpo y la sangre de Cristo son los feligreses y no el pan y el vino.
En la congregación hay «una unión del cuerpo y el espíritu de
Jesucristo».37 Los creyentes son «creados de nuevo en la fe, que es
el cuerpo del Señor, y en el amor, que es la sangre de Jesucristo». 38
No tiene sentido formar un ámbito sagrado separado de
—168—
los feligreses, los verdaderos altares y templos y portadores del
cuerpo y sangre de Cristo. No están alejados del misterio. Son el
misterio. Para Ignacio, la Eucaristía es la realización total de esa
unicidad {henosis) que él exhorta en todas las comunidades a las que
se dirige.
Casi tres siglos después, Agustín todavía hablaba de los fieles como
la materia transformada por la Eucaristía. Nunca menciona el poder
de los sacerdotes para consagrar (como tampoco el Nuevo
Testamento o Ignacio lo hacen). Afirma Agustín que son los fieles
receptores quienes hacen presente el cuerpo de Cristo al convertirse
en él. Una y otra vez sitúa la validez del sacramento en la unidad del
receptor con Dios y con los demás, no en las palabras ni en la magia
del sacerdote. Niega que el cuerpo físico de Cristo resucitado pueda
estar en varios lugares. Cuando se dice que Cristo está en varios
lugares diferentes, se refiere a los miembros de su cuerpo dentro de
la comunidad cristiana.39 Agustín se pregunta, cómo puede el cuerpo
de Cristo, que murió y subió a los cielos, estar en la Eucaristía, y se
responde:

Si deseáis saber qué es el cuerpo de Cristo, escuchad lo que el


apóstol [Pablo] le dijo a los creyentes: «Vosotros, pues, sois el
cuerpo de Cristo y miembros cada uno en particular» (1 Cor.
12:27). Si, entonces, sois el cuerpo y los miembros de Cristo,
es vuestro símbolo el que reposa en el altar del Señor: lo que
recibís es un signo de vosotros mismos. Cuando decís «amén»
a lo que sois, lo estáis afirmando. Escucháis [al sacerdote
decir]: «El cuerpo de Cristo», y respondéis: «Amén», y tenéis
que ser el cuerpo de Cristo para que ese «amén» surta efecto.
Y ¿por qué sois el pan? Escuchad de nuevo al apóstol,
hablando de este símbolo: «Nosotros, siendo muchos, somos
un solo pan, un cuerpo» (1 Cor. 10:17). 40

Agustín rechaza la idea de que los dientes, el masticar y el tragar


sean lo que hace que uno reciba el cuerpo y la sangre de Cristo:
«Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él
come, no muera» (Jn. 6:50). Pero estas palabras se aplican
sola-
—169—
mente a la validez del misterio, no a su visibilidad, a una
comida interior, no a una externa; a lo que consume el corazón,
no a lo que los dientes mastican.41

Agustín dice que no podemos tener a Cristo dentro de nosotros. «Se


recibe el símbolo, se come y desaparece, pero ¿puede desaparecer
el cuerpo de Cristo, desaparecer la Iglesia de Cristo, desaparecer los
miembros de Cristo? Nada más lejos de la verdad.»42 Nosotros
tenemos que estar dentro del cuerpo de Cristo, no él en el nuestro:
«Nosotros permanecemos en él cuando somos sus miembros, y el
permanece en nosotros cuando somos su templo. Y para hacernos
miembros suyos, la unidad tiene que atarnos unos a otros.» 43 Para
Agustín, la transformación eucarística es la conversión de la
comunidad en una cosa única, y el simbolismo que él encuentra en la
Eucaristía no es el del cuerpo físico de Cristo sino la unión mística de
sus miembros bajo el signo del pan, la unidad integrada por muchos
granos de trigo, y el vino, la unidad hecha de muchas uvas. Al
explicar el significado de la Eucaristía a los cristianos recién
bautizados les dice:

Este pan refleja cómo debéis amar vuestra unión. ¿Se habría
podido hacer el pan con un solo grano de trigo, o hicieron falta
muchos granos? Sin embargo, antes de unirse como pan, cada
grano estaba aislado. Se fundieron en agua, luego de ser
molidos todos juntos. Si el trigo no se muele, y luego no se
humedece con agua, no puede tomar la nueva identidad como
pan. Del mismo modo, tuvisteis que ser molidos en el sacrificio
del ayuno y el exorcismo para prepararos para el agua del
bautismo, y así fuisteis humedecidos para tomar la nueva
identidad de pan. Pero el pan está hecho cuando se hornea en
el fuego. Así vosotros habéis sido trillados y molidos, por la
humildad del ayuno y el misterio del exorcismo. Luego, el agua
del bautismo os humedeció para haceros pan. Pero la masa no
se hace pan hasta que no se hornea al fuego. ¿Y cuál es
vuestro fuego? Es la unción [pos-bautismal] de los óleos. El
aceite, alimento del fuego, es el misterio del Espíritu Santo. [...]
El Espíritu Santo viene sobre vosotros, fuego que sigue al
agua, y sois horneados en el pan que es el cuerpo de Cristo.
Ése es el símbolo de vuestra unidad.44

—170—
Hasta tal grado es el pan el signo de la unidad de los cristianos que,
en tiempos de Agustín, era costumbre enviar parte del pan sobrante
de la Eucaristía a otras comunidades, para expresar una unidad
general.45 Eso jamás sucedería hoy, cuando la gente piensa que la
sagrada forma queda profanada si la maneja alguien que no sea
sacerdote. Nadie llevaba velas que acompañaran al eulogion (como
lo llamaban). La única consecuencia de que un ateo coma el pan es
que ello no le convierte en miembro del cuerpo de Cristo. Mas no hay
cuerpo alguno en la hostia que pueda verse sangrado u ofendido.
Muchos católicos se escandalizaron ante los cientos de sermones
eucarísticos de Agustín en los que nunca «habla de una presencia
real» en el pan y el vino, como tuvo que admitir de mala gana F. van
der Meer, un estudioso de Agustín. 46 En el siglo IV, Agustín, al igual
que Ignacio en el siglo II, nunca habría pensado que venerar la
Eucaristía implicase despojarla de sus misterios a ojos de los
creyentes. No le habrían puesto barandas al altar, pues el pueblo era
el altar, así como era el pan que sobre el altar se ponía. No habrían
empleado un lenguaje que el pueblo no pudiese entender. Agustín a
menudo habló como si la homilía fuese la parte más importante del
servicio. Utilizaba la frase «partir el pan» para simbolizar la
divulgación del significado de las escrituras redentoras que él debía
explorar junto con sus compañeros creyentes. 47 Reiteradas veces
describió al discípulo bienamado «tomando la verdad» en la Ultima
Cena, y no tomando la copa cuando se inclinó sobre el hombro del
Salvador.48 Para Agustín las palabras de Cristo eran el misterio. No
deseaba una mistificación adventicia. No llevaba vestiduras de altar
en las comidas eucarísticas, sino su ropa de diario. 49 No le gustaba la
pompa. Fundió los metales preciosos de los cálices para rescatar
prisioneros.50 Sus compañeros en Cristo eran los verdaderos cálices
del cuerpo de Cristo. Coincidía con san Pablo, quien dijo que el
misterio per sé, como hablar en lenguas que nadie pudiese
interpretar, no constituía un servicio para la comunidad: «Y si no hay
intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios» (1
Cor. 14.28). Así, los murmullos del sacerdote en latín ante las
comunidades modernas equivale en la práctica a hablar a sí mismo o
a Dios. Originalmente el idioma de la misa era el que hablase la
comunidad: enJerusalén arameo,
—171—
griego en la diáspora y poco después latín en Roma. En la Ultima
Cena, Jesús no habló en alguna lengua exótica que sus discípulos no
comprendiesen. Cuando Pedro y Pablo fueron a Roma, las
comunidades judías de allí hablarían griego, la lingua franca del
Imperio, el idioma del Nuevo Testamento, lo que evitó que los
apóstoles de edad avanzada tuviesen que aprender latín.
Quizá por accidente, la liturgia fue el primer punto importante que se
discutió en el Concilio Vaticano II. Algunos observadores se
sorprendieron de que los obispos discreparan tan acaloradamente
sobre algo que les parecía simplemente un punto de práctica
eclesiástica, no un gran dogma: el uso del idioma vernáculo en lugar
del latín. Después de todo, las Iglesias orientales en comunión con
Roma decían la misa en griego. ¿Por qué tenía que ser tan extraño
volver a las prácticas de la Iglesia primitiva? Los observadores no se
percataban de que todo el ritual de pureza sacerdotal y el sistema
sacramental corrían riesgo. Que el sacerdote se volviese para darle la
cara a la comunidad en lugar de la espalda, que el lai-cado
respondiese a las palabras del sacerdote en un idioma compartido,
que expresaran la unidad del cuerpo de Cristo con saludos y
apretones de mano, que cantasen en términos de una cultura propia
(en lugar de cantos medievales en latín), todo esto ofendía a los
celosos guardianes de la Eucaristía como el rito místico que se
celebra sólo en el tráfico entre Dios y el sacerdote. ¿Dónde terminaría
todo esto? ¿Se aboliría la práctica de la misa en solitario?
La necesidad de mantener el latín como marca de categoría se hizo
patente en el Concilio Vaticano cuando los obispos no pudieron
expresarse espontáneamente ni con astucia por estar obligados a
hablar en latín. Aun así muchos pidieron que se mantuviese la lengua
muerta que los acordonaba y separaba del laicado en sus rituales
eclesiásticos. La prueba más elocuente fue escuchar al cardenal
Spellman de Nueva York defendiendo el uso del latín, pero
chapurreándolo de tal modo que los demás no podían entenderle. 51
Parte del laicado se ofendió con los cambios, que, según ellos,
empequeñecían la misa, le quitaban su halo de misterio y la situaban
al nivel de una tertulia. Una callada intimidad había crecido en el lado
laico de la barandilla de comunión, para ponerse a la par con el
idioma extranjero que se hablaba en el lado del sacerdote.
—172—
Incapaces de participar en una única actividad como un solo cuerpo
con el celebrante, los católicos optaron por el aislamiento, rezaban el
rosario, leían sus oraciones y no deseaban ninguna intrusión del
vecino en lo que era esencialmente un ejercicio privado. Trataban la
Eucaristía como si estuviesen haciendo una visita al Santísimo o
recibiendo la bendición con la hostia en custodia. William Buckiey,
que compartía el desdén de Evelyn Waugh por los cambios litúrgicos,
después de la muerte de Waugh hizo la siguiente reflexión: «No hay
imagen mental tan vivida como la de concebir al señor Waugh
interrumpido en sus oraciones para estrechar la mano del peregrino a
su derecha, a su izquierda, delante y detrás de él.»52 Buckiey estaría
de acuerdo con el cardenal Mdntyre de Los Angeles, quien dijo a los
obispos del Vaticano II que permitir a la gente participar en la misa no
haría sino distraerla.53
Los ministros del Vaticano temían los cambios litúrgicos por una
razón práctica muy real. Si se le^quitaba el halo mágico a la misa,
sería muy difícil justificar la existencia de una casta sacerdotal de
pureza ritual. Si se elimina el privilegio de entrar en el santuario, ¿qué
pasa con las normas del Levítico? Es por eso por lo que Pablo VI se
vio obligado a volver sobre argumentos cada vez más débiles para la
conservación del celibato de la casta. Trató de decir que el ascetismo
es de por sí testimonio de la pureza de la dedicación de una persona.
Eso fue cierto para los padres del desierto. Pero ellos no atendían
una comunidad, se fueron a su aventura espiritual para evitar los
deberes y los líos de los sacerdotes. Además, su ascetismo formaba
parte de un estilo de vida integral. Ayunaban, martirizaban sus
cuerpos, se abstenían de compañía, entretenimientos y placeres. El
sacerdote moderno no es un asceta en términos generales. Un
asceta como el Dalai Lama impresiona a la gente por la disciplina
monacal que observa. No sólo es célibe. Tampoco toma alcohol, ni
fuma, ni juega, ni va al cine.
Los sacerdotes pueden ser célibes; pero —salvo algunas honorables
excepciones— normalmente mantienen un estilo de vida bastante
confortable, especialmente si se compara con el de los pobres a
quienes aseguran servir. Todos conocemos sacerdotes con gustos
refinados en el comer y beber, buenos coches y costosos
—173—
equipos de música. En los años'cincuenta, cuando el papa Pío XII y el
general de los jesuítas, preocupados por la salud de los sacerdotes y
por los costes de los seguros médicos y los tratamientos, ordenaron a
los jesuítas dejar de fumar, la congregación, conocida por su
obediencia, hizo caso omiso del mandato. Sintieron que era pedir
demasiado. Algunos dijeron que el mero hecho de observar el
celibato le daba a los sacerdotes el derecho compensatorio a todos
los demás placeres legítimos. El papa Juan XXIII conocía tan bien a
los clérigos de su asamblea en el Vaticano II que estableció un salón
de café en una entrada lateral de San Pedro como refugio para los
fumadores durante las sesiones. Decía que, de lo contrario, «los
obispos estarán echando humo bajo sus mitras».54 Pueden ser
hombres muy apreciables, pero no son convincentes en calidad de
padres del desierto.
De hecho, los sacerdotes se permiten abiertamente el lujo de otros
placeres mucho menos inocentes que el fumar. Como dijo el Superior
General de los Padres Blancos, P. T. van Asten, en el sínodo de 1971
en Roma:

¿Qué testimonio da un sacerdote célibe, consagrado a Dios, si


no ha renunciado a la riqueza, la ambición o el honor? ¿Puede
ser más peligroso para un sacerdote cuidar de un hijo, o el
amor de una mujer, que atender la riqueza o los aromas del
incienso? ¿Por qué esta extraña indulgencia hacia la ambición,
el honor y la riqueza [...] y esta severidad hacia el
matrimonio?55

Si los sacerdotes están tan dispuestos a permitirse otros placeres,


entonces ¿por qué es el celibato su única abstención? No es el
testimonio del ascetismo en un sentido más amplio lo que puede
justificar esto, sino solamente la secreta e inconfesable herencia de
los estoicos y levitas lo que hace del sexo en sí algo impuro y
degradante. El Papa ya no puede admitirlo, pero de alguna manera
sus acciones revelan su instinto. Incapaz de dar la verdadera razón,
construye defensas como este argumento sobre la eficiencia:

La consagración a Cristo bajo un título adicional y tan elevado


como el celibato evidentemente otorga al sacerdote, incluso en
el campo de lo pragmático, un máximo de eficiencia y

—174—
la mejor disposición mental y emocional para el ejercicio
continuo de la caridad perfecta. [...] También le garantiza una
mayor libertad y flexibilidad en la atención pastoral. 56

Así, el celibato que originalmente intentó alejar al sacerdote de la


gente para colocarlo en una esfera sagrada, se presenta ahora como
una táctica para lograr disponibilidad y acceso. Al sostener este
argumento casi hasta el ridículo, el Papa mezcla el aislamiento y la
accesibilidad al decir que la separación del sacerdote le acercará a la
gente que no comparte su celibato:

Si esto supone que el sacerdote carece de la experiencia


personal directa de la vida matrimonial, será sin embargo
capaz, gracias a su formación, su ministerio y la gracia de su
cargo, de lograr una comprensión más profunda de los anhelos
humanos. Ello le permitirá hacer frente a problemas de este
tipo, entender su raíz y brindar un sólido apoyo con su consejo
y asistencia a las parejas y a las familias cristian"as. Para la
familia cristiana, el ejemplo del sacerdote que vive de forma
plena su vida de celibato recalcará la dimensión espiritual de
todo amor que se precie de serlo, y su sacrificio personal hará
meritoria la gracia de una unión verdadera para los fieles
unidos por el santo lazo del matrimonio. 57

¡La gente entonces no puede lograr una verdadera unión en el


matrimonio a menos que la soltería de alguien les conceda la gracia!
Aquí, sutilmente, se reafirma el viejo menosprecio por el matrimonio
casi contra la intención consciente del Papa. Sólo una vida más noble
puede bendecir a otra que lo es menos, que es incapaz de
mantenerse a sí misma valiéndose de su propio valor y
dignidad.
En términos prácticos, ¿cuan real es la «mayor disponibilidad»
del argumento del Papa? ¿Acaso alguno de nosotros piensa que
necesita encontrar un médico soltero, porque ningún otro le prestará
la debida atención a nuestra salud? ¿Exigimos que sean solteros
nuestro abogado, nuestros profesores, nuestros líderes? ¿Acaso el
presidente de Estados Unidos elude sus enormes responsabilidades
por tener esposa e hijos? Si deseamos para la nación un servi-
—175—
ció íntegro, inquebrantable, ¿debemos exigir el celibato a aquellos
que aspiren a altos cargos políticos? Miles de ejemplos de generosa
devoción a su profesión por parte de hombres y mujeres casados
evidencian la vacuidad de este argumento. Respecto a eso,
¿podemos afirmar honestamente que los ministros protestantes
casados, los sacerdotes ortodoxos o los rabinos son menos
dedicados que los sacerdotes católicos? ¿Tienen ellos una menor
disponibilidad, accesibilidad, compromiso o éxito para tratar con la
gente? En su mayoría parecen más abiertos y cercanos. Muchos
sacerdotes católicos poseen un instinto de conservación de la casta
forjado en ellos por su formación, una postura autoritaria y distante
que impide la comunicación. Lo hemos visto durante años en lo poco
que se preocupan por sus habilidades predicadoras, sobre todo en
comparación con el énfasis que dan a sus poderes sacramentales. Si
se supone que el celibato le proporciona al sacerdote más tiempo y
energía para dedicarlos a los fieles encomendados a su cuidado, la
evidencia empírica demuestra que los sacerdotes o bien no lo están
haciendo o carecen de las habilidades básicas para comunicar su
inquietud. Un importante informe de la Encuesta de Estudios Sociales
del Centro Nacional de Investigación de la Opinión de Estados Unidos
reveló que menos de la mitad de los católicos en 1974 creía que su
párroco entendiese gran cosa sobre problemas prácticos, y entre los
menores de 34 años sólo un tercio lo consideraba así, a pesar de que
los párrocos recibieron índices de aprobación general mayores que
los obispos o el Papa.58 Según la opinión popular, la gente
encontraba más comprensión en sus médicos de cabecera y en sus
representantes en el Congrego (casados). Los sacerdotes obtienen
bajas puntuaciones por sus sermones, una herramienta básica para
la enseñanza y para despertar simpatías y, para muchos, la única
manera de conocer y evaluar a sus sacerdotes. En Chicago, sólo el
15 % de los católicos alemanes pensaba que los sermones fuesen
excelentes; el 22 % de los católicos irlandeses así los consideraron. 59
La mayoría de los obispos viven su vida aislados de la gente. En una
ocasión necesité la atención de un obispo. Habría sido más fácil
obtener la del senador. Si en verdad se preocuparan por atender las
necesidades de los feligreses, tendrían que mostrarse más
asequibles, por ejemplo, permitiendo que haya mujeres sacerdotes
—176—
en quienes otras mujeres pudiesen confiar con más facilidad. ¿Y
cómo pueden atender las necesidades del laicado manteniendo un
sistema de castas que reduce drásticamente la cantidad de
sacerdotes? Aunque tengan la mejor voluntad del mundo para servir,
los sacerdotes que quedan para afrontar todas las tareas son cada
vez menos y mayores, lo que los hace más inaccesibles. En 1970, la
proporción de sacerdotes por parroquianos era de 1 por cada 1.100,
en 1990 fue de 1 por cada 2.200, y para el 2005 será de 1 por cada
3.100.60
Pablo VI dice que los sacerdotes deberían parecerse a Cristo. Bien,
en estos tiempos, ¿dónde se puede encontrar a Cristo en esta tierra?
Conozco a un sacerdote teólogo que cuando predica le dice a la
comunidad que él viene a misa para encontrar a Cristo y que lo
encuentra en los rostros que ve frente a sí. El Cristo a quien hay que
parecerse está ahí, en los miembros de su cuerpo. Aquél hombre es
Cristo. Y también esta mujer. En ese momento todos lo somos. Este
sacerdote también emplea la fórmula agustiniana para dar la
comunión: «Recibe lo que eres, el cuerpo de Cristo.»

NOTAS

1. Pablo VI, The Celibacy ofthe Priest (Sacerdotalis Caelibatus),


traducción al inglés del Vaticano en el sitio web del Vaticano; párr. 18.
[Celibato sacerdotal. Encíclica Sacerdotis Caelibatus, Acción Católica,
1967.]
2. Peter Brown, Agustine of Hippo, University of California Press,
1967, pp. 381-382. Julián de Eclano, el hijo de Memor, fue el más
áspero crítico de Agustín durante la controversia pelagiana.
3. Hans-Jürgen Vogeis, «The Community's Right to a Priest in Co-
llision with Compulsory Celibacy», en Edward Schillebeeckx yJohan-
Baptist Metz (editores), The Right ofthe Community to a Priest,
Seabury Press. 1980, pp. 88-90.
4. Ambrosio, On the Duties ofthe Servants ofthe Church 2.249, citado
por Uta Ranke-Heinemann, Eunuchs for the Kingdom of Heaven,
traducido al inglés por Peter Heinigg, Viking, 1990, p. 103. [Eunucos
por
—177—
el reino de los cielos: Iglesia católica y sexualidad, traducido por
Víctor Abelardo Martínez de Lapera, Editorial Trotta, 1994.]
5. Pedro Damián, On the Digmty ofthe Priest, citado por Ranke-
Heinemann, op. cit., p. 108.
6. Ranke-Heinemann, op. cit., p. 107.
7. Ibíd.,p.ll0.
8. David Brakke, Athanasius and the Politics of Ascetism, Oxford
University Press, 1995, pp. 129-141.
9. J. N. D. Kclly, Golden Mouth: The Story ofJohn Chrysostom —
Ascetic, Preacher, Bishop, Cornell University Press, 1995, pp. 191-
229.
10. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renuntiation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988,
pp. 213-240. [El cuerpo y la sociedad, traducido por Antonio Juan
Des-monts, Muchnik Editores, 1993.]
11. Brakke, op. cit.,pp. 142-144.
12. Gregorio Nacianceno, Oration 18.37 (PG 35.1035).
13. J. N, D. Kelly, op. cit., p. 34.
14. Gregorio Nacianceno, op. cit., p. 1035.
15. Finalmente Atanasio venció a Dracontius pero no pudo cobrar la
presa mayor, Pacomio. Brakke, op. cit., pp. 99-120.
16. Ibíd.,p. 109.
17. Ibíd., pp. 65-66.
18. Ibíd., pp. 139-140.
19. Ibíd., pp. 213-214.
20. G. J. M. Bartelink, Athanase d'Alexandrie, Vie d'Antoine, Editions
du Cerf, 1994, párrafo 78, pp. 332, 334.
21. Ibíd., p. 105.
22. Ibíd., p. 81.
23. Peter Brown, «The Holyman in Late Antiquity», en Society and the
Holly in Late Antiquity, University of California Press, 1982, pp. 1.121-
1.152.
24. Brakke, op. cit., pp. 109-110.
25. Ibíd., p. 144.
26. Sacerdotis Caelibatus, párr. 29.
27. Un teólogo les comentó a los obispos estadounidenses en el
Concilio Vaticano II que «cuando 100 sacerdotes hacían una
concelebración, a la Iglesia le faltaban 99 misas», según F. X. Murphy
(«Xavier Rynne»), Letters from Vatican City, Parrar, Straus Se
Company, 1963, p. 114.
28. Instruction Concerning Worship of the Eucharistic Mystery
(Inestimable Donum), presentada por la Sagrada Congregación de los
—178—
Sacramentos y la Doctrina Divina. Aprobada y confirmada por Su
Santidad el papa Juan Pablo II, Pauline Books, 1994, párr. 8, p. 7.
29. Raymond E. Brown, S. S., Priest and Bishop, Paulist Press, 1970,
p.41.
30. Ibíd., pp. 16-17.
31. Sacerdotis Caelibatus, párr. 31.
32. Joachim Jeremías, The Eucharistic Words of Jesús, traducido al
inglés por Norman Perrin, Fortress Press, 1977, p. 212.
33. Raymond E. Brown, Kari P. Donfried, Joseph A. Fitzmeyer y John
Reumann, Mary in the New Testament, Fortress Press, 1978, p. 211.
34. Yves Congar, I Believe in the Holy Spirit, traducido al inglés por
David Smith, Crossroad, 1997, vol. III, p. 233.
35. Bernard Háring, Priesthood Imperiled, Triumph Books, 1996,
p.131.
36. Ignacio de Antioquía, Epístola a los efesios 9:1; Epístola a los
Filipenses 7:2.
37. Ignacio, Epístola a los magnesianos 1:1. También Epístola a los
trallanos. Inducción.
38. Ignacio, Epístola a los trallanos, 8:1.
39. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 30.2,28.2.
40. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1247).
41. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 26.12.
42. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1101).
43. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 27.6.
44. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1100). .
45. Agustín, Epístolas 24.6,31.9, 32.3.
46. F. van der Meer, Agustino' the Bishop, traducido al inglés por
Brian Battershaw y G. R. Lamb (Sheed and Ward, 1961), p. 284.
Marie-Francois Berrouard pensó que podía demostrar que un texto de
Agustín confirmaba la presencia verdadera, pero EdwardJ. Kilmartm,
S. J., demuestra lo inconsistente de su argumento. Véase Berrouard,
«L'etre sacramental de l'eucharist selon saint Agustín», Nouvelle
Revue Théologique (1977), pp. 702-721. Kilmartin, «The Eucharistic
Gift: Augustine of Hippo's Tractate 27 onJohn 6.60-72», en David G.
Hunter (editor), Preaching in the Patristic Age, Paulist Press, 1989,
pp. 162-181.
47. Para el símbolo de las escrituras como pan véase Agustín,
Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 34.1,41.3.
48. Ibíd., 16.2,18,1,20.1.
49. Van der Meer, op. cit., p. 317.
50. Ibíd.
51. Murphy, op. cit., p. 99.
—179—
52. WUliam F. BuckIeyJr., Nearer, My God, Doubleday, 1997, p. 103.
53. Murphy, op. cit., p. 125.
54. Ibíd.,p.ll8.
55. Edward Schillebeeckx, The Church with a Human Face,
Crossroad,1988,p.226.
56. Sacerdotalis Caelibatus, párr., 32.
57. Andrew Greeley, Crisis in the Church; A Study of Religión in
América, The Thomas More Press, 1979, p. 157.
58. Ibíd.,p.l92.
59. Ibíd.,p.l58.
60. Chester Gillis, Román Catholicism in América, Columbia Uni-
versity Press, 1999, p. 246.

-180-
10

El menguante cuerpo de Cristo

En 1981, el sacerdote de la Compañia de Jesús John Coleman


escribió en el periódico jesuíta América:

Toda profesión en la que se verifiquen estas condiciones


(disminución de la cantidad total de sus miembros a pesar del
crecimiento de la población en general, significativas
dimisiones, reducción de las reservas de nuevos aspirantes y
una población en edad avanzada) puede considerarse en
estado de crisis profunda de identidad, independientemente del
ánimo interno del grupo.'

Aun así, el Vaticano sigue negando que exista un gran problema con
la captación o retención de sacerdotes, del mismo modo que niegan
que las monjas estén desapareciendo, aunque ya casi no haya. En
1965, cuando terminó el Concilio Vaticano II, había casi 50.000
seminaristas preparándose para el sacerdocio en Estados Unidos. En
1997, la matrícula alcanzaba apenas el 10 %.2 Dos años más tarde,
quedaba la mitad, lo que representa una caída del 70 % en una
década.3 Hay menos ordenaciones sacerdotales,'y los que han sido
ordenados siguen abandonando, cuanto más jóvenes más
rápidamente, elevando la edad promedio del menguado grupo
restante. Una de cada diez parroquias carece de sacerdote
residente.4 La jerarquía intenta ocultar la crisis, incluso a sus propios
ojos. El arzobispo de Omaha asegura que la crisis es «artificial e
inventada», hinchada por los católicos «desleales a las doctrinas del
Papa».5 El Directorio Católico Nacional subestima los cambios y
—181—
utiliza nuevos métodos para contabilizar los sacerdotes en Estados
Unidos, como incluir en la cuenta interna a los misioneros que están
en el extranjero.6 Gran Bretaña no suministra los números de las
dimisiones.7 Cuando se les presentan las cantidades y datos de las
dimisiones, los miembros de la jerarquía responden como el obispo
de Ontario, G. M. Cárter: «No tomamos decisiones morales en
función de las encuestas.»8
El déficit es tan marcado que las diócesis han tenido que admitir en el
sacerdocio a aspirantes que en el pasado habrían considerado no
elegibles: hombres mayores, que no podrán ejercer durante mucho
tiempo, viudos y divorciados, sacerdotes episco-palistas conversos.9
Otros obispos tienen la esperanza de que la Iglesia norteamericana
recupere la costumbre de importar sacerdotes, como cuando la
Iglesia en sí tenía estatus de inmigrante. Ahora quieren traer
sacerdotes de Nigeria, pues los seminarios africanos tienen índices
altos de aspirantes (principalmente en las zonas rurales, aunque todo
el continente vive un acelerado proceso de urbanización). Sin
embargo, eso mermaría las reservas de un continente que ya de por
sí carece de sacerdotes, sobre todo porque no se reemplaza los
misioneros coloniales que se han jubilado o han muerto. En los años
setenta, el 70 % de los sacerdotes de
África eran misioneros, y en el campo todavía hay 38.138 misiones
sin párroco.10
Así que las esperanzas estadounidenses de reponer su sacerdocio
desde el exterior son ilusorias. La mitad de los centros misioneros del
Tercer Mundo no tienen sacerdote residente." El mundo desarrollado
padece los mismos problemas que Estados Unidos. El coeficiente de
reemplazos refleja la situación. Por cada 100 sacerdotes que mueren
o se jubilan, Italia sólo tiene 50 para ocupar su lugar, España 35,
Alemania 34, Francia 17 y Portugal 10.12 En 1999, la edad promedio
de los sacerdotes diocesanos en Estados Unidos era de cincuenta y
ocho años, y aproximadamente el 25 % del total estaba por encima
de los setenta. 13 El sacerdocio va por el mismo camino que los
conventos, donde la mayoría de las monjas tiene alrededor de
setenta años, y toda joven lo bastante temeraria para unirse a una
congregación pasaría la mayor parte del tiempo atendiendo a sus
hermanas jubiladas, enfermas o moribundas.
¿Cuál es el estado de ánimo en el círculo, cada vez más cerrado,
—182—
de los sacerdotes? ¿Cuál puede ser si el 80 % de los sacerdotes
jóvenes piensa que el Papa se equivoca respecto a la contracepción,
el 60 % opina que se equivoca en cuanto a la homosexualidad, y aun
así el Vaticano mantiene la presión para que ellos se hagan eco de
algo en lo que no creen?14 Una cosa es sacrificarse por una causa en
la que uno crea de todo corazón, y otra muy diferente estar atrapado
entre equívocos y evasivas en relación con las propias convicciones.
Además, las exigencias en cuanto a tiempo, energía y compostura se
intensifican a medida que el suministro de sacerdotes se reduce y la
población católica continúa creciendo. Un estudio encargado por los
obispos de Estados Unidos en 1985 reveló que el 40 % de los
sacerdotes había sufrido «graves problemas personales, de conducta
o mentales, en los doce meses anteriores».15 Cuando repararon en lo
deprimentes que podían resultar las conclusiones, los obispos se
desmarcaron de ellas, y algunos hasta pusieron en duda la validez de
los resultados publicados. 16
¿Quién va a ingresar en el seminario con esta perspectiva de vida
sacerdotal? Un artículo de New York Times Magazine dio una posible
respuesta sobre la «nueva raza» de seminaristas, hombres escogidos
ante la insistencia de Roma por su subordinación al tipo de
argumentos que hemos considerado productos del Vaticano respecto
a la contracepción, el celibato y la mujer. Los sinceros idealistas
descubiertos en el seminario de Mount Saint Mary, en Maryland,
piensan que el único problema de la Iglesia es que no se está
predicando su mensaje en su integridad, especialmente en asuntos
como la masturbación. Tom Holloway, de veintinueve años, confirma
su intención de predicar sobre un tema tan escabroso como éste.
Brian Bashista lo expone de esta manera: «Somos la generación de
Juan Pablo II.»17 Ciertamente lo demuestran de muchas formas.
Varios de ellos se confesaron por haber leído el informe Starr sobre el
pecado sexual del presidente Clinton. Otro dijo que tuvo que dejar de
ver su programa de televisión favorito, Seinfeld, porque sospechaba
que «Jerry utilizaba métodos anticonceptivos».' 8 La gente seria bien
puede vacilar antes de buscar estas compañías y someterse a la
disciplina de Roma animados por colegas tan entusiastas como
éstos. Mientras tanto, la cantidad de parroquias sin sacerdotes sigue
aumentando.
Esta situación jamás se habría producido en los primeros siglos
—183—
de la Iglesia. Entonces la comunidad no esperaba a que una
autoridad superior le enviara un sacerdote desde los cielos
jerárquicos, que de paso tuviera que aceptar le gustase o no. Las
comunidades elegían a sus propios sacerdotes, quienes estaban
comprometidos a quedarse con la comunidad que había votado por
ellos. No había lista de candidatos remitida por Roma. Cualquiera
podía salir electo, si la comunidad así lo deseaba. Ésa era la prueba
de la vocación. De hecho ésa era la vocación, el llamamiento del
cuerpo cristiano de Cristo a un líder de su propia elección. Cuando
Ambrosio fue elegido obispo de Milán, ni siquiera estaba bautizado
todavía.
El hombre llamado al sacerdocio estaba obligado a atender este
reclamo, en virtud de su sentido del deber para con la comunidad
cristiana que era el cuerpo de Cristo. Cuando eligieron a Agustín, éste
protestó alegando que acababa de convertirse, pero la comunidad de
Hipona le convenció. Incluso podían obligar a cualquier visitante del
pueblo a ocupar el cargo. La comunidad escogía también hombres
casados si lo estimaba conveniente. En el capítulo anterior vimos que
los monjes del desierto declinaban la invitación a hacerse obispos o
sacerdotes: tal era la medida de su osada y nueva independencia. En
contraste, Juan Crisóstomo tuvo que presentar una esmerada
defensa de su primera resistencia al sacerdocio, una resistencia que
ofreció cuando todavía aspiraba a ser un asceta.19 Ambrosio presentó
como alegato que tenía una excusa válida para no servir: era un
magistrado civil, y hasta entonces no se permitía el ingreso de
quienes desempeñaban ese tipo de cargos. La comunidad no se la
aceptó y pidió que se hiciera una excepción, no al Papa ni al Concilio,
sino al emperador cristiano Valentiniano (residente en Milán). 20
Una vez escogido el hombre, éste no era nombrado sacerdote como
ente independiente. Era el sacerdote de la comunidad que lo había
elegido. No podía irse de allí por su propia iniciativa. Incluso los
diáconos estaban atados a su lugar. Una vez vieron a un diácono de
la diócesis de Agustín lejos de su comunidad y le hicieron el siguiente
reproche: «Estás atado a una esposa [la comunidad], no busques el
divorcio.»21 Se podía expulsar a un sacerdote sólo si cometía algún
pecado grave: en el año 335 el emperador Constantino desterró a
Atanasio de su sede en Alejandría bajo sospecha de herejía, 22 lo que
puede identificarse como la semilla de la posterior
—184—
evolución que llevaría a Roma a hacerse con el monopolio de las
ordenaciones sacerdotales. No se despojó de este poder al pueblo
mismo sino a los gobernantes políticos, que poco a poco habían
asumido mayor control del poder de designación y proclamación de
las comunidades cristianas. El control político se estableció al
principio como una medida pacificadora, cuando las comunidades
estaban divididas por facciones, bien sea heréticas o cismáticas.
Constantino marcó un precedente de usurpación cuando retiró a los
obispos donatistas de sus cargos en el África romana. Siglos
después, cuando surgió la polémica sobre la «investidura laica», el
poder para ordenar no volvió a su origen, las gentes de cada
comunidad: un papado agresivo y en expansión se lo arrebató a los
gobernantes laicos.
Pero este monopolio fue una evolución tardía, pues las comunidades
locales llevaban siglos escogiendo a sus sacerdotes por sí mismas o
de común acuerdo con las autoridades políticas. Y una vez que lo
hacían, el sacerdote era responsable de su sede o parroquia. Cuando
Agustín necesitaba tomarse un tiempo libre de sus deberes
episcopales para dedicarse a sus estudios y escritos, tenía que pedir
permiso a la comunidad. 23 Una vez trató de impedir que su
congregación eligiese a un hombre reacio al cargo, pero hicieron caso
omiso de sus deseos y persistieron en sus exigencias. Agustín tuvo
que elaborar una solución de compromiso que le obligase al cargo
aun sin ordenarse (cartas 125, 126). Estando ya enfermo, expresó su
preferencia respecto a quién debía ser su sucesor, pero tuvo que
someterlo a la votación de su congregación. 24 Esta responsabilidad
mutua era tan íntima en los primeros tiempos que nunca se oyó
hablar de «curas miseros» —hombres ordenados para oficiar los
sacramentos, sin ningún tipo de lazo con una comunidad en
particular— hasta el siglo IV, cuando se les llamó «visitantes» para
distinguirlos de los sacerdotes normales (permanentes).25
En aquellos días era impensable que una comunidad asentada no
contase con un sacerdote. Si no lo tenían simplemente escogían a
uno. Si el elegido era un laico, a partir de ese momento pasaba a ser
sacerdote. Raymond Brown nos habla de la época del Nuevo
Testamento en que se inició esta práctica:
185
Un sustituto más adecuado para la teoría de la cadena [de
«sucesión apostólica»] es la tesis de que los «poderes»
sacramentales formaban parte de la misión de la Iglesia y que
había varias formas en que la Iglesia (o las comunidades)
podían designar individuos para ejercer dichos poderes, siendo
siempre el elemento esencial el consentimiento de la iglesia o
de la comunidad (lo que viene a ser la ordenación, con
independencia de que este consentimiento se simbolice en una
ceremonia especial como la imposición de manos). 26

Cierto es que, tal como sostienen Fritz Lobinger y otros, nadie


debería tener autoridad para negarle a una iglesia su derecho a tener
líderes.27 Ese derecho es más importante que el que tuvo después
Roma, de enviar a las iglesias sólo a personas aprobadas, lo que
equivale a privar a muchas iglesias del liderazgo que es el símbolo de
su unidad, que las convierte en el cuerpo de Cristo. Roma conculca
este derecho al decir que sólo pueden oficiar los sacramentos
aquellos a quienes Roma apruebe, y luego mantiene una disciplina y
una serie de doctrinas que limitan la cantidad de sacerdotes que
puedan calificarse de aptos. Roma sitúa sus requisitos por encima de
los de las comunidades por y para las que se supone que existen los
sacerdotes. La mayoría de los clérigos piensa hoy que Roma abusó
de su autoridad cuando, en la Edad Media o el Renacimiento, impuso
a comunidades enteras y países un interdicto (suspensión de todos
los sacramentos) para castigar a los gobernantes reñidos con el
Vaticano. Ahora la Iglesia vuelve a imponer una especie de interdicto
silencioso y progresivo al dejar poco a poco a las comunidades sin
sacerdotes. El eminente teólogo moral Bernard Háring ha destacado
que el catecismo católico considera pecado grave no comulgar los
días de fiesta, pero considera que el pecado grave lo cometen las
autoridades que han imposibilitado la comunión para tantos
católicos.28
¿Cómo justifica la Roma moderna su control sobre el suministro de
sacerdotes? Afirmando que sólo la sucesión apostólica puede dar a
los hombres el poder de consagrar la Eucaristía. Pero Ray-mond
Brown cuenta el comentario que le hizo un colega erudito de las
escrituras cristianas cuando le dijo que saltaba a la vista que a los
sabios católicos no se les prestó atención cuando el Concilio
—186—
Vaticano II declaró a los obispos sucesores de los apóstoles. 29 Para
ser más específicos. Pablo VI les llamó descendientes de los Doce,
quienes sólo confirieron las órdenes sagradas a hombres. Si ya
hemos visto que en el Nuevo Testamento no había sacerdotes,
tampoco pudo haber ordenaciones. De hecho, como lo señala Markus
Barth, la idea de un «laicado» separado de la autoridad de la Iglesia
es ajena al Nuevo Testamento (cita una parte de su comentario sobre
Efesios 4-6 «The Church Without Laymen and Príest's» [La iglesia sin
laicado ni clero]). 30 Entonces, ¿de dónde sacó Roma la idea de que
los apóstoles ordenaran sacerdotes? El texto que normalmente se
invoca es esa parte de los Hechos de los Apóstoles donde la
congregación entera escoge a los diáconos (pas ho pléthos, 6:5) por
imposición de manos de los Doce. Incluso la idea de elegir a las
personas para estos cargos nació del cuerpo entero, de la
comunidad. Además, en Hechos 6:3-4 se nos dice expresamente que
estos diáconos son elegidos para dar alimentos a los necesitados y
no para enseñar la palabra; por lo tanto, tampoco son sacerdotes en
sentido alguno. Como dice Raymond Brown:

La teoría del traspaso de poderes por la ordenación choca con


el serio escollo de que el Nuevo Testamento no muestra a los
Doce haciendo imposiciones de manos sobre obispos ni como
sucesores ni como auxiliares para oficiar los sacramentos. Una
posible excepción parcial es la imposición de manos sobre los
líderes helenistas en Hechos 6:6, pero incluso en ese caso no
está claro si quien impone las manos son los Doce o la
comunidad como un todo. Y si nos ceñimos a la idea de la
sucesión, todavía podemos mantener que de acuerdo con el
ideario del Nuevo Testamento no puede haber sucesores de
los Doce como tales. [...] El simbolismo de los Doce se asocia
con la idea de que el movimiento cristiano representa la
renovación de Israel. Entonces, así como Israel se fundó sobre
doce tribus descendientes de los doce hijos de Jacob-Israel,
Jesús para su renovación se basa en sus Doce discípulos para
proclamar la buena nueva de lo que ha sucedido. De acuerdo
con este simbolismo los Doce son únicos. Cuando Judas
traiciona a Jesús y reduce el número a once, tienen que elegir
a alguien para reemplazarlo. Pero a medida que los miembros
van muriendo, no

—187—
son reemplazados; por el contrario, son inmortalizados como
fundadores del nuevo Israel. Según Revelaciones 21:14, las
doce fundaciones de la celestial ciudad de Jerusalén llevan
«los doce nombres de los Doce apóstoles del Cordero». Es
más, no pueden ser reemplazados porque, precisamente por
tratarse de los Doce, tienen un papel escatológico que cumplir:
en las escenas del Juicio han sido señalados para sentarse en
doce tronos y juzgar a las doce tribus de Israel (Le. 22:30, Mt.
19:28).31

La imposición de manos es un gesto usado con muchos propósitos


en las escrituras judeocristianas: bendiciones, curaciones,
invocaciones de espíritus sobre víctimas propiciatorias, bautizos. No
hay ningún rito específico de ordenación que incluya este gesto.
Después de todo, los Doce afirmaron haber recibido la autoridad de
Jesús, y en ninguna parte se menciona que él les hubiera hecho una
imposición de manos en el momento de escogerlos. La adopción del
gesto con las manos en los ritos cristianos aplicados a los sacerdotes
probablemente procede de la práctica judía de imponer las manos
sobre los rabinos cuando son nombrados, práctica ésta de la que no
hay noticia sino hasta finales del siglo I y que no implica una
«sucesión» rabínica. 32 Lo mismo sucede con la fórmula primitiva de
ordenación cristiana que aparece por primera vez después del
período del Nuevo Testamento. El documento bautismal de finales del
siglo 1, Didajé (15.1) dice que los obispos quedan electos cuando la
comunidad local impone las manos sobre la persona elegida.
Nada sugiere que la comunidad creyera estar repitiendo un acto de
los Doce. Por el contrario, Pablo y Bernabé, que no eran de los Doce
ni habían sido nombrados por ellos, impusieron sus manos sobre los
elegidos para ser mayores en Asia Menor (Ac. 14:21 -23). Brown se
basa en esto para decir que «hay ciertos indicios de que Pablo
nombrase presbíteros y obispos, pero nada indica que los Doce lo
hicieran».33 De los Doce, sólo Pedro se fue de Jerusalén. Y el papel
de los Doce en Jerusalén estaba tan fuera de este mundo que en los
Hechos de los Apóstoles se presenta otra figura totalmente diferente
como autoridad principal de la iglesia: Santiago, el hermano del Señor
(que no es ni Santiago el hijo de Ze-

—188—
bedeo, ni Santiago el hijo de Alteo, que son los Santiagos de los
Doce).34
Así pues, si Pedro fue el único de los Doce que salió de Jerusalén,
¿puede derivar de él la cadena de sucesión como obispo de Roma?
Así lo afirman los defensores del papado.35 Sin embargo, Brown
afirma que «Pedro nunca ofició como obispo ni diácono de iglesia
alguna, incluidas Antioquía y Roma».36 Y cita este pasaje de D. W.
0'Connor con la aprobación del autor:

Es sumamente dudoso que Pedro haya fundado la Iglesia de


Roma y que haya sido su primer obispo (tal como lo
entendemos hoy) ni siquiera durante un año, y mucho menos
los veinticinco años que se le adjudican. Es una tradición sin
fundamento y cuyo origen no se puede rastrear más allá del
siglo III. Las celebraciones litúrgicas relacionadas con la
ascensión de Pedro al episcopado romano hacen su aparición
apenas en el siglo iv. Además, no se menciona el episcopado
romano de Pedro en el Nuevo Testamento, ni en Yo, Clemente-
, la carta a la Iglesia de Corinto, atribuida al papa Clemente I, ni
en las epístolas de Ignacio. La tradición se vislumbra apenas
vagamente en Hegesipo y puede estar implícita en la carta que
se sospecha de Dionisio de Corinto a los romanos (c.170). Ya
para el siglo III la anterior suposición, basada en inventos o
tradiciones sin fundamento, se había transformado en «hecho»
histórico.37

Ni siquiera las historias católicas del papado presentan ya a Pedro


como obispo de Roma.38 La tradición más reciente considera a
Clemente de Roma el tercer obispo (Papa) de Roma, pero Eamon
Duffy tiene otra opinión sobre la epístola que se le atribuye (y que
algunos llaman «la primera encíclica papal»):

Clemente jamás afirmó que escribiese en calidad de obispo. El


envía la carta en nombre de toda la comunidad romana; en
ninguna parte se identifica ni escribe en su propio nombre, y de
él no sabemos absolutamente nada. La epístola no hace
distinción entre presbíteros y obispos, a quienes siempre
menciona en plural, lo cual sugiere que en Corinto [destinataria
de la

—189—
epístola], como en Roma, la Iglesia de esos tiempos estaba
organizada por un grupo de obispos o presbíteros y no por un
solo obispo gobernante. Una generación más tarde, en Roma
se aplicaba el mismo sistema. El visionario tratado El pastor de
Hermas, escrito en Roma a principios del siglo II, habla siempre
colectivamente de los «gobernantes de la iglesia», o de los
«mayores que presiden la iglesia», sin que el autor intente
hacer distinción alguna entre obispos y mayores. Es cierto que
menciona a Clemente (si es que el Clemente nombrado por
Hermas y el autor de la epístola escrita una generación atrás
son el mismo hombre, cosa que no podemos dar por sentada),
pero no como obispo principal. Más bien menciona que era el
mayor encargado de escribir «a las ciudades extranjeras», es
decir, la correspondiente secretaría de la Iglesia romana. 39

Ignacio de Antioquía, escritor de la primera década del siglo II, es el


primer autor que hace clara la distinción entre obispos y mayores,
pero describe a los obispos como algo nuevo, en pie de guerra, que
necesita defensa y que todavía no se conoce en Roma. En seis de
sus siete cartas insiste en reunir a la gente con sus obispos como
señal de la unidad de la iglesia. Sólo cuando escribe a Roma evita
referirse a ellos, lo que evidencia que en Roma no había obispo. Esto
es especialmente cierto puesto que en sus cartas a Roma sí
menciona a Pedro y Pablo, que murieron allí, y si pensara que Pedro
había sido obispo, de seguro se habría referido a ello, para reforzar
su campaña en pro de la importancia de ese cargo. 40 Si no hubiese
percibido tanta resistencia a esa figura, Ignacio no se habría
empecinado tan apasionadamente en defender la autoridad de los
obispos. Nos dice que la gente de Magnesia no acepta a los obispos
por su juventud, los efesios tampoco porque no hablan bien, en
Esmirna se quejan de que Policarpo, su obispo, no es lo bastante
agresivo.41 Peor aún era su propio caso, pues, proponiéndose como
modelo de obispo, no fue capaz de imponer su autoridad en su propia
iglesia de Antioquía.
Ignacio escribió sus siete apasionadas cartas durante la semana del
viaje que lo llevaba a Roma para su ejecución.42 Se creía que, por
una extraña razón, los romanos habían escogido precisamente a este
hombre de esta ciudad como parte de una política general

—190—
de persecución de los cristianos. No obstante, basándose en el texto
de las cartas, P. N. Harrison demuestra que Ignacio fue apresado
como responsable de las revueltas sociales de una comunidad
cristiana dividida, y que en sus primeras cartas pide ayuda a otros
obispos y comunidades para rehabilitar su buen nombre ante los
cristianos de Antioquía, cosa que consiguió como se ve en las cartas
de agradecimiento a los filipenses y a los esmirnos.43 Aparentemente,
Ignacio, con su lenguaje tan fogoso, tenía gran habilidad para
meterse en líos. Incluso una breve parada en Filadelfia dio lugar a
graves acusaciones en su contra. Se le acusaba de llegar con un plan
concertado para apoyar al obispo local imponiendo sus opiniones.
Más tarde escribió una petición de disculpa en la que aseguraba no
haber actuado de común acuerdo con el obispo y que había
expresado su opinión en la exaltación del momento.44
Ignacio, a pesar de ser el primer y principal autor al que se recurre
para apoyar la idea de una sucesión apostólica de obispos, se
desmarca de los apóstoles —niega haber tenido los mismos poderes
que ellos— en sus cartas a la iglesia de Tralles (3:3) y a los romanos
(4:3). Su mejor estudiante moderno afirma que en su trabajo «el
episcopado no parece haber reforzado la idea de la sucesión [...] se
habla de los apóstoles básicamente como figuras del pasado». 45 Insta
a los cristianos a honrar a sus líderes como lo habrían hecho con los
apóstoles, pero cuando dice eso no se refiere a los obispos. El papel
de los apóstoles lo desempeñan los mayores, los subordinados de los
obispos (Esmirnos 81, Trallanos 2:2 y 3:1). A los obispos no se les
asigna un papel apostólico. Los cristianos deben honrarlos como
Jesús honró al Padre (Magnesios 7:1, Trallanos 2:2). Esto es lo que
hace que los cristianos sean cuerpo de Jesucristo, el superior de los
apóstoles y el igual del Padre al que honra. Ignacio utiliza esta
analogía porque la comunidad cristiana es, primera y principalmente,
el cuerpo de Cristo, el lugar de la santidad terrena. El obispo, como
símbolo de su unidad, representa la concentración de Jesús en su
misión respaldada por el Padre. Ignacio no está tan interesado en la
autoridad del obispo como en la unicidad (henósis) de la comunidad
que el obispo simboliza. En sus cartas, el elemento profundo no es la
teoría de la autoridad sino la santidad conjunta de la comunidad que
es Cristo. Tal como le escribió a los efesios (9:1):

191
Todos estáis formados como piedras para el templo del Padre,
levantados hacia las alturas por el andamiaje de Cristo (que es
su cruz), halados hacia lo alto por el Espíritu Santo. La fe es
vuestro lazo, y el amor vuestro camino hacia Dios. Esto os
hace compañeros en el proceso, encarnando a Dios, el templo,
a Cristo y a los cálices sagrados en vosotros.

Es cierto que Ignacio aconseja reiteradamente a los cristianos no


hacer nada sin sus obispos, incluida la celebración de la Eucaristía.
Pero eso no significa que los obispos sean los únicos que puedan
consagrar. De hecho, los diáconos parecen ser los custodios de los
actos sacramentales, según Justino el Apologista.46 Ignacio utiliza el
símbolo de los obispos en oposición a las facciones de la iglesia
(entre ellas la suya) que se han retirado del cuerpo central para
celebrar sus propios oficios, basados en la herejía do-cetista (la
creencia de que la naturaleza humana de Cristo no es algo real sino
un fantasma). Los cristianos son Jesús sólo cuando están unidos a su
cuerpo único, capaces de celebrar su propia realidad. ¿Qué convierte
a los obispos en el símbolo principal de esta unicidad? El hecho de
que ellos los eligieron. El documento coetáneo Didajé, el siguiente
texto que habla de la autoridad de los obispos, le dice a la
comunidad: «Vosotros mismos debéis imponer las manos sobre los
obispos y los diáconos que sean dignos del Señor» (15:1). Al obispo
ignaciano se le llama «monárquico» porque Ignacio aspiraba a que
fuese la única autoridad sobre la comunidad. Sin embargo, el
calificativo no es apropiado. Se trata de un líder democrático electo
por el pueblo. Toda su autoridad deriva de esa elección del cuerpo de
Cristo. Aquellos que se retiran de la congregación en favor de las
facciones están rechazando la elección popular, la autoridad del
cuerpo que escoge al obispo.
Así que Ignacio, lejos de apoyar una «sucesión apostólica» la niega.
Los apóstoles no escogen a los obispos para que se sitúen por
encima de la comunidad. Son elegidos por la comunidad en ejercicio
de su papel de Cristo, y se les honra como Cristo honró al Padre, su
igual. Y del mismo modo en que Jesús se atuvo a la voluntad de su
Padre sin por ello estar subordinado a él, tampoco la comunidad está
subordinada al obispo. La formula recurrente de Ignacio es «no
hagáis nada separados del obispo (aneu o choris}»."

—192—
«Sed uno con él», o «en armonía con él». 48 «Formad filas con él
(hypotassein) y con cada uno de vosotros.»49
El papado moderno afirma proceder del cargo obispal tipificado por
Ignacio. Nada puede estar más lejos de la verdad. Los papas no
admiten que su autoridad emane del pueblo, antes bien, proclaman
ser gobernantes señalados por antepasados apostólicos desde los
tiempos de la mítica imposición de manos de los Doce o del
inexistente episcopado de Pedro en Roma. Y no es que se limiten a
negar la autoridad del pueblo. A pesar de lo mucho que se habló de
«corresponsabilidad» en el Concilio Vaticano II —de la actuación del
Papa con y en el cuerpo de obispos—, tanto Pablo VI como Juan
Pablo II se negaron a compartir poder alguno con ellos. Como más
tarde veremos, John Henry Newman, basándose en la historia de la
iglesia, opina que las autoridades eclesiásticas deberían consultar al
laicado en materia de doctrina y disciplina.50 Los papas modernos
rehusan consultar incluso a los clérigos, a los obispos o a los sínodos
nacionales de la jerarquía.
Con ocasión de un sínodo de obispos celebrado en 1971, ya pasado
el Concilio, había grandes expectativas de que esto abriera un canal
por el que los católicos podrían comunicar su descontento a Roma.
Ya que el tema sobre el tapete era el ministerio, sin duda se hablaría
de la carencia de sacerdotes. En las primeras rondas de debates la
mayoría de los obispos dejó clara su opinión sobre la necesidad de
ciertas distensiones respecto a los requisitos del celibato. Sin
embargo, la curia manipuló el planteamiento de las propuestas y
cambió en secreto la redacción del texto final que se sometería a
votación, frustrando así la voluntad de la mayoría.51 En 1980 se
celebró un nuevo sínodo, esta vez para abordar el tema de la familia.
El cardenal Ratzinger, que había decidido el temario, simplemente se
negó a reconocer la resistencia generalizada hacia Humanae Vitae y
ciñó el debate a los grados de rigor con que se debía poner en
práctica esa encíclica. 52 Toda la farsa que ha sido la consulta a los
obispos se ha llevado a cabo en un ambiente de desconfianza y
resentimiento, regida por una curia papal que ya de entrada no
simpatizaba con el procedimiento y que hizo todo lo posible para
vaciarlo de significado. El Papa adopta una postura de imposición
sobre sus clérigos, levantando una barrera entre ellos y sus
congregaciones, que son la auténtica fuente de su autoridad y de la
de sus clérigos.

—193—
La curia ni siquiera aguarda a que los obispos vayan a Roma.
Interfiere en los esfuerzos de los obispos por atender sus
necesidades pastorales en sus propios terrenos, como sucedió con la
carta predestinada al fracaso sobre el estatus de la mujer, que los
obispos norteamericanos prepararon trabajosamente durante una
década. En 1983 iniciaron un proceso de consulta dirigido a las
mujeres con relación a sus intereses e inquietudes (la consulta a los
fieles es un proceso que Newman considera un deber de la Iglesia).
En 1988, cuando los obispos vieron el primer borrador, que se
pronunciaba solidario de los reclamos y reivindicaciones de las
mujeres consultadas, Juan Pablo publicó una carta sobre la mujer en
la que establecía los límites de lo que podían decir los obispos. En
ella presentaba a la Virgen María como modelo de humildad para la
mujer. El segundo borrador de la carta de los obispos trató de
acomodarse a las directrices del Papa, citando su carta veinte veces,
pero se dijo que dejaba el camino abierto para algunos cambios. El
Papa les prohibió debatir el borrador antes de consultarlo con él. Una
delegación viajó a Roma para escuchar que la propuesta aún no
hacía suficiente hincapié en la humildad de la Virgen como norma
para la mujer. Elaboraron un tercer borrador más ajustado aún a la
línea del Vaticano. Pero entonces las mujeres, que hasta ese
momento habían apoyado el esfuerzo, se retiraron en protesta por lo
que le estaban haciendo a su trabajo (una réplica de lo sucedido dos
décadas atrás con las encuestas sobre el control de la natalidad). Los
obispos liberales renunciaron al proyecto, dejando el cuarto y último
borrador en manos de un obispo conservador. E¡ arzobispo Rembert
Weakiand de Milwaukee advirtió que publicar un documento tan
retrógrado como aquél surtiría un efecto similar a la publicación de
Humanae Vitae. La conferencia de obispos votó contra su propio
producto, algo nunca visto en su historia. 53
Ahora se nos pide aceptar que sólo el Papa es competente para
indicar a los cristianos cómo vivir. Nadie más puede decir nada al
respecto: ni el Concilio, ni el colegio de todos los obispos, ni el sínodo
nacional de obispos, ni el pueblo cristiano. Ahora el Espíritu Santo le
habla a una sola persona en la Tierra, de competencias ilimitadas, el
cabeza de la Iglesia, una Iglesia que es toda cabeza, sin
extremidades. Si así fuese, entonces el cuerpo de Cristo se habrá
visto vergonzosamente menguado.

—194—
NOTAS

1. John A. Coleman, S. J., «The Future of the Ministry», America, 28


de marzo, 1981, p. 247.
2. Chester Gillis, Roman Catholicism in America, Columbia University
Press, 1999, p. 256.
3. Jennifer Egan, «Why a Priest», New York Times Magazine, 4 de
abril,1999, p.30.
4. Charles R. Morris, American Catholic, Times Books, 1997, p. 246. ,
5. Gillis, op. cit., p. 249.
6. Ibíd.,p.246.
7. David Rice, Shattered Vows: Priest Who Leave, William Morrow
and Company, 1999, p. 23.
8. Andrew M. Greeley, Crisis in the Church: A Study of Religión in
America, Thomas More Press, 1979, p. 11.
9. Ibíd.,p.246.
10. Jan Kerkhofs, «Priest and "Parishes" — A Statistical Survey», en ,
The Right ofthe Community to a Priest, Seabury Press, 1980, p. 3, y
Fritz Lobinger, «The Right of the Community to Develop in Its Fait»,
ibíd., p.52.
11. Kerkhofs, op. cit., p. 4
12. Rice, op. cit., p. 24.
13. Egan, op. cit., p. 30.
14. Morris, op. cit., p. 293.
15. Rice, op. cit., p. 23.
16. Thomas C. Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller,
1995,pp.171-174.
17. Egan, op. cit., pp. 33, 54.
18. Ibíd, p. 33.
19. J. N. D. Kelly, Golden Mouth: The Story of John Chrysostom,
Cornell University Press, 1995, p. 28.
20. Neil B. McLynn, Ambrose of Milán: Church and Court in a
Christian Capital, University of California Press, 1994, pp. 44-52.
21. F. van der Meer, Augustine the Bishop, traducido por Brian Bat-
tershaw and G. R. Lamb, Sheed and Ward, 1961, p. 228.
22. Timothy D. Barnes, Athanasius and Constantius: Theology and
Politics in the Constantinian Empire, Harvard University Press, 1993,
pp.23-25.
23. Van der Meer, op. cit., p. 272.
24. Ibíd.

-195-
25. Edward Schillebeeckx, The Church with a. Human Face: A New
Expanded Theology of Ministry, traducido porJohn Bowden, Cross-
road,1988,pp.140-141.
26. Raymond E. Brown, S. S., Priest and Bishop: Biblical Reflections, Paulist
Press, 1970, pp. 41-42.
27. Lobinger, op. cit.,pp. 51-56.
28. Bernhard Háring, C. SS. R., traducido porJoyce Gadoua, CSJ, Priesthood
Imperiled, Trmmph Books, 1998, p. 133.
29. Brown, op. cit., pp. 47-48.
30. Markus Barth, Ephesians 4-6, AB34A, pp. 477-484.
31. Brown, op. cit., p. 58.
32. Robert F. 0'Toole, «Hands, Laying on of», ABD 3.47-49. 33; Ibíd.,p.43.
34. Florence Morgan Gillman, «James, Brother of Jesús», ABD 3.620-621, y
Donaid A. Hagner, «James», ABD 3.616-618.
35. Los defensores de la supremacía papal quieren ver en Pedro al antecesor
del Papa en tanto que obispo de Roma asumiendo como declaración
pontificia lo expresado en Mateo 16:18: «Y yo también te digo, que tú eres
Pedro (Petros), y sobre esta roca (petra) edificaré mi iglesia;
y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.» Pero para los exégetas,
tanto los católicos como los protestantes, este pasaje ya no significa un
nombramiento papal. Incluso Giacomo Martina, S.J., al defender la
declaración de la infalibilidad papal, acepta que ésta no puede ya basarse en
el argumento del Concilio Vaticano I, fruto de este pasaje, sino en la mera
aceptación de la declaración por parte de la Iglesia.
36. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing the
Church, Paulist Press, 1975, p. 70.
37. D. W. 0'Connor, Peter in Rome, Columbia University Press, 1969,p.207.
38. Véase por ejemplo, Richard P. McBrien, Lives oft he Popes, Har-perSan
Francisco, 1997, pp. 29-30, y Eamon Duffy, Saints and Sinners: A History
ofthe Popes, Yale University Press, 1993, pp. 7-8.
39. Duffy, loe. cit.
40. Ignacio, Epístola a los Romanos 4:3.
41. Véanse el texto y los comentarios en William R. Schoedel, Ignatius of
Antioch, Fortress Press, 1985, de Ignacio a los magnesios 3:1-2, a los efesios
15:1, a Policarpo 1:2 (Schoedel, pp. 77-78, 108-110,259-260).
42. Para la rapidez en la composición de las cartas, véase P. N. Ha-rrison,
Polycarp's Two Epistles to the Philippians, Cambridge University Press, 1993,
pp. 111-112.
43. Ibíd., pp. 79-106. Cf Schoedel, op. cit., pp. 212-213.

—196—
44. Ignacio a los filadelfinos 7:11-12 (Schoedel, pp. 204-206).
45. Schoedel, op. cit., pp. 22,113. Aunque por lo general se cita a
Ignacio como apoyo del obispo «monárquico», «en su visión del
ministerio el elemento colegial tiene gran importancia» (p. 46).
46. Ignacio a los fraílanos 2:3 (Schoedel, pp. 141).
47. Ignacio a los magnesios 7:1, a los trallanos 2:2 (aneu), a los tralla-
nos 7:2, a los esmirnos 8:2 (choris).
48. Ignacio a los filipenses intro., magnesios 6:1, 6:2.
49. Ignacio a los magnesios 13:2. En algunos casos se pide a los
cristianos que «cierren filas en torno a los obispos y los mayores»
(Efesios 20:1, Magnesios 2:1, Romanos 13:2), o sólo «en torno a los
mayores» (Trallanos 2:3), o sólo «en torno a los obispos» (Efesios
2:1, Trallanos 2:1).
50. John Henry Newman, On Consulting the Faithfull in Matters of
Doctrine, Sheed and Ward, 1961.
51. Schillebeeckx, op. cit., pp. 211-236.
52. Jan Grootaers y Joseph A. Selling, The 1980 Synod o f Bishop s
«On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an Analy-
sis ofits Texts, Leuven University Press, 1983, pp. 84-88.
53. Fox, op. cit., pp. 235-243.

-197-
11

Hidráulica de la gracia

Cuando Agustín se preguntó en qué consistía un matrimonio válido,


meditó en detalle sobre la situación, dándole vueltas y más vueltas
hasta llegar a una serie de hipótesis sobre los motivos de quienes se
ven en esa circunstancia. Su estricto análisis toma sus ideas de la
descripción de su propia unión con la mujer que le dio un hijo en sus
tiempos mozos. Vivió con esa mujer quince años, «y sólo con ella,
pues siempre le fui fiel».' Sólo tuvieron un hijo. Como en ese entonces
era maniqueo, Agustín practicaba la contra-cepción, pues dicha
religión le prohibía la procreación. He aquí el recuento de su
situación, acompañado de las posibilidades morales, tal como
aparecen en El bien del matrimonio (capítulo 5):

Suele preguntarse si algo como esto es un verdadero


matrimonio: cuando un hombre y una mujer, ambos solteros,
viven juntos movidos sólo por el deseo que uno siente por el
otro y no para engendrar hijos, pero en el claro entendimiento
de que ni él yacerá con otra mujer ni ella con otro hombre.

[Primera hipótesis]

Desde cierta lógica, esto podría considerarse un matrimonio si


ambos acordaron vivir así hasta que uno de los dos muriese, y
si, aunque no tengan la intención de tener un hijo, ninguno lo
impide por decisión expresa o haciendo uso de métodos
prohibidos para asegurarse de no concebir.

—199—
[Segunda hipótesis]

Pero si estas condiciones no se cumplen o una sola de ellas no


se cumple, no veo cómo esto podría considerarse un
matrimonio. Digamos que un hombre vive con una mujer
durante un tiempo, pero sólo hasta que encuentra otra más
adecuada para él en lo que a rango o bienestar se refiere, y a
quien toma como esposa. Para mí, es adúltero en su intención,
no con la mejor que está buscando sino con la que cohabita
fuera del matrimonio. Y también ésta es adúltera si, estando al
tanto del acuerdo y aceptándolo, yace con él a pesar de estar
fuera del vínculo matrimonial.

[Tercera hipótesis]

Pero si ella se mantiene fiel y no busca otra pareja una vez que
el hombre se ha ido con su novia y está determinada a
abstenerse del sexo, de seguro no la consideraría adúltera,
aunque es bien sabido que es pecado yacer con un hombre
que no es el marido.

[Cuarta hipótesis]

De hecho, si ella quería tener hijos, y suya era la decisión, pero


de mala gana hizo lo que hubiera que hacer para evitarlo,
pensaría mejor de ella que de muchas mujeres, legalmente
casadas y por lo tanto no adúlteras, que obligan a sus maridos
reacios a cumplir con sus deberes sexuales, no por el deseo de
un hijo sino por el exceso libidinoso de reclamar lo que es su
derecho.

[Quinta hipótesis]

Aun así no es tan malo, porque al menos están casados. Pues


las mujeres se casan para llevar la lujuria a dominios legítimos
y no dejarse llevar por ella sin control (pues no tiene res-

-200-
tricciones de por sí), sino haciéndola estable en fiel
compañerismo, donde los ilimitados impulsos sexuales están
suavizados por el casto propósito de tener hijos. Entonces,
aunque sentir lujuria es algo bajo, incluso por el marido, no deja
de ser bueno desear solamente al propio marido y no tener
otros hijos que los suyos.

Luego de una descripción general de la relación, analizada desde


fuera, se interna en las actitudes íntimas de la pareja. La primera
hipótesis describe lo que sería un matrimonio válido si ambos
hubiesen observado las dos condiciones de permanente fidelidad y
de procreación. La segunda hipótesis describe lo que de hecho
constituía su culpa: adulterio a su pareja, pues él no cumplía ninguna
de las dos condiciones. Uno podría preguntarse cómo podía ser
adúltero si de entrada su actitud invalidaba el matrimonio. Afirma que
el adulterio no es literal ni legal sino «en intención» (in animo). Es su
manera de poner de relieve que él engañó a la mujer que abandonó,
no a aquella con quien pensaba casarse. Su pareja habría sido
igualmente adúltera en intención de no haber guardado fidelidad
eterna y haber evitado tener hijos.
Sin embargo, al no casarse de nuevo, ella sí guardó fidelidad eterna
(tercera hipótesis). Por lo tanto cumple una de las condiciones de la
primera hipótesis, de modo que Agustín no se anima a juzgarla,
incluso sin estar legalmente casada. Al cumplir una sola de las dos
condiciones ya se sitúa fuera del alcance de las condenas normales
por adulterio. Sin embargo, ahí no acaba el asunto. Dice además que
ella también cumple la otra condición, en la medida de sus
posibilidades (cuarta hipótesis), ya que sí quería tener más hijos,
aunque él no se lo permitió. Esto la hace menos adúltera de lo que se
colegía de la hipótesis anterior. Es más, la hace más noble (situada
por encima, anteponenda) que las mujeres legalmente casadas que,
en el seno de su matrimonio, separan el sexo de la procreación.
Estas mujeres son iguales que Agustín cuando practicaba la
contracepción en sus relaciones ilícitas.
Pero Agustín, que quiere ser honesto cuando honra a estas mujeres
menos que a su anterior amante, dice que al menos aquéllas limitan
su actividad sexual a los confínes del matrimonio, donde deben
cumplir con su «deber» conyugal. Y además, aunque las

—201—
casadas no tengan hijos, de tenerlos con alguien los tendrían con sus
maridos, siempre y cuando mantengan su actividad sexual confinada
al matrimonio. Éstos son los grados de mérito o culpa que pueden
darse tanto dentro como fuera del vínculo matrimonial.
Agustín dispensa aquí un trato sensible, una especie de tributo
enmascarado a la mujer que engañó, exculpándola a ella al tiempo
que se condena sólo a sí mismo. Sus lectores cristianos (de los que
ella bien podía formar parte) sabían de su aventura, que por cierto
describió abiertamente en sus Confesiones, por lo que entenderían
sin problema de lo que estaba hablando. Pero lo que más debería
sorprendernos e interesarnos de toda esta disquisición es lo que no
aparece allí, lo que aparecería si un obispo moderno hablara de la
validez del matrimonio. No se menciona la boda «por la iglesia». La
primera hipótesis describe un matrimonio válido, aunque ningún
sacerdote lo bendice ni se ha administrado sacramento alguno. De
los cientos de sermones de Agustín, ninguno se da en una boda, por
una sencilla razón: en el siglo IV el matrimonio no era un sacramento
de la Iglesia.
Es cierto que Agustín menciona tres requisitos para un matrimonio:
descendencia (proles), compañerismo (fides) y un vínculo simbólico
(sacramentum}. El término sacramentum, uno de los favoritos de
Agustín, no significa lo que los católicos entienden hoy por
sacramento: uno de los siete canales autorizados para vehicular la
gracia que administra la Iglesia. «Está claro que para él la palabra
sacramentum es todavía algo impreciso.»2 Utilizada para referirse al
matrimonio, sacramentum significa para Agustín el lazo simbólico de
la historia de la creación, donde Dios crea al hombre y a la mujer para
que se conviertan en «una sola carne» en el matrimonio (Gen. 2:24),
haciendo permanente su unión. «Toda señal sagrada —es decir, toda
señal cuyas referencias a cosas divinas procedan bien de las
Escrituras, bien de la Iglesia— es para él un "sacramento".»3 Incluso
cuando el Nuevo Testamento habla de la permanencia del
matrimonio, se refiere a los textos del Génesis (Mt. 19:5, Me. 10:7, Ef.
5:31). La frase del Nuevo Testamento donde dice que los maridos
deben amar a sus esposas como Cristo ama a la Iglesia (Ef. 5:25) se
ha convertido en una proclama sacramental para las bodas, pero
Markus Barth opina que este pasaje de los Efesios se refiere al amor
no legalista en perfecta libertad del Espíritu. 4

—202—
Puesto que Dios estableció la naturaleza del matrimonio en la
creación, la iglesia primitiva no consideró que tuviese jurisdicción
alguna sobre ello. Para Agustín, como hemos visto, los motivos
internos de la pareja constituyen la realidad del matrimonio. En La
ciudad de Dios (6.9) se burla de la pompa (y la obscenidad) del rito
del matrimonio pagano. El matrimonio legal es necesario para
asegurar los derechos de propiedad y la legitimidad de la
descendencia heredera. Pero la realidad espiritual de «una sola
carne» sólo puede ser el producto del fides de los cónyuges, que
hace de uno y otro un compañero fiable (fidus). Así, el Concilio
Eclesiástico de Toledo (499 d.C.) reconoció la validez de lo que
llamamos «matrimonio de ley o derecho natural», lo que habría sido
la unión de Agustín si hubiese cumplido las dos condiciones internas
de la primera hipótesis. Al mismo tiempo el derecho romano
reconocía el concubinato como una forma de monogamia.5
No fue sino hasta el siglo v, ya muerto Agustín, cuando la Iglesia
comenzó a validar los matrimonios por su cuenta, intervención ésta
que intentaba ocupar el lugar de la menguada autoridad del Estado
en el imperio cristiano. 6 La primacía del padre de la novia en el
matrimonio romano fue cediendo gradualmente ante la autoridad del
sacerdote. Ya que la condición sacramental del matrimonio lo
convertía en un cauce para la gracia, se impuso la apropiada
celebración" eclesiástica como condición para legitimar la
cohabitación de los católicos. Si ésta se omitía, cualquier contacto
sexual era pecaminoso, incluso si se daba dentro de un matrimonio
civil. A los católicos que no cumpliesen este sacramento se les
impedía recibir los demás. Estar casado «fuera de la Iglesia»
acarreaba la excomunión de tacto. No se podía recibir la Eucaristía
hasta no arrepentirse del pecado, deshaciendo el matrimonio falso o
celebrando el verdadero con un sacerdote.
El objetivo de la creación de este sacramento era conferir nueva
fuerza y espiritualidad al matrimonio, convertirlo en una fuente
especial de gracia para las parejas casadas. No obstante, su
paradójico resultado fue la degradación de todos los matrimonios
salvo los de nuevo cuño. Si Agustín hubiese observado las
condiciones de la primera hipótesis, su unión habría sido un lazo
sagrado tal como lo describe el Génesis. Pero ahora la Iglesia sentía
que podía degradar su matrimonio divino reemplazándolo por uno

—203—
eclesiásticamente sancionado. Puesto que los otros matrimonios no
son verdaderos, no tienen por qué ser permanentes. Los cónyuges no
se hicieron «una sola carne» porque ningún sacerdote los había
bendecido. Aquellos católicos que pecaminosamente hubiesen
contraído ese matrimonio, o los no católicos que lo hubiesen hecho
inocentemente, podían después abandonar a su pareja y entrar en la
Iglesia a recibir un matrimonio «de verdad».
Puesto que sólo el matrimonio por la Iglesia es permanente, éste no
admite el divorcio. Sin embargo la Iglesia ha encontrado la manera de
deshacer este matrimonio sacramental: si se puede determinar que
uno o ambos cónyuges sufrían de algún defecto (físico, mental o de
actitud) que los descalificase para el matrimonio cuando éste se
celebró, puede declararse nulo. No hay divorcio, porque, para
empezar, nunca hubo matrimonio. Jamás se contrajo realmente. Así
fue como Sheila Rauch Kennedy, dos años después de divorciarse de
Joseph Kennedy, sobrino del presidente John Kennedy, se enteró de
que su matrimonio, que había durado doce años y producido dos
hijos, nunca había existido. Su ex marido quería casarse de nuevo
por la Iglesia, y la condición fue que ella aceptase que en la primera
ceremonia había habido un defecto. Ella no creía que hubiese ningún
defecto. Ambos se conocieron durante nueve años antes de casarse.
Ambos eran maduros, responsables, estaban enamorados, conocían
los requisitos de la Iglesia y estaban seguros de cumplirlos. ¿Por qué
tenía que negar todo eso ahora? ¿Debía afirmar, contra su
conciencia, que había traído sus hijos al mundo sin la debida
consideración por la sagrada unión que los concibió?
Las autoridades de la Iglesia que trataron con ella la animaron a
hacerse cómplice de lo que ella consideraba una mentira. Es más, no
podían entender su negativa. Incluso insinuaron que su posición
quizá fuese una señal de su defectuosa actitud catorce años atrás.
Ella quedó escandalizada de su encuentro con las estructuras del
engaño. Su ex marido no entendía por qué lo castigaba a él y a su
novia de esa manera. Ella afirma que en su intento por convencerla le
dijo: «Escucha, Sheila, tienes que controlarte. Por supuesto que yo
tomé en serio nuestro matrimonio y a los niños. Y claro que pienso
que tuvimos un matrimonio de verdad. Pero eso no importa ahora. Yo
no creo en todo esto. Nadie cree realmente. So-

—204—
lo son fórmulas burocráticas, Sheila. Pero tienes que hacerlo así
porque así es la Iglesia.»7
Aunque él no lo haya dicho, muchos católicos sí que lo dicen. El
proceso de anulación se ha vuelto algo tan común, mecánico y
deshonesto que ahora es ampliamente aceptado como el «divorcio
católico». Sólo en Estados Unidos se efectúan más de sesenta mil
anulaciones por año. El 90 % de los solicitantes lo consiguen.8 Por
extraño que parezca, muchos sacerdotes «liberales» apoyan esta
situación pues piensan que el requisito de la Iglesia de una fidelidad
eterna es demasiado riguroso. En lugar de ser capaces de decir con
sinceridad que ellos apoyan la engañosa idea de que los matrimonios
como el de los Kennedy jamás existieron. Dado que Sheila Kennedy
no quiso cooperar con el engaño, Joseph Kennedy tuvo que
depender del testimonio de amigos políticos y partidarios para
«demostrar» que él no era lo bastante maduro para tomar los votos
del matrimonio a los veintisiete años, aunque, por supuesto, ahora sí
estaba preparado para contraer un verdadero matrimonio, una vez
comprobada la irrealidad del primero.
Puede ser que los católicos se sorprendan al saber que en el siglo IV
de Agustín el sacramento de la penitencia, al igual que el de
matrimonio, no existía. En los primeros días de la Iglesia se creía que
el bautismo creaba una persona nueva, incorporada al cuerpo de
Cristo y llena del Espíritu Santo. El pecado era una forma de vida bajo
el dominio del demonio. Los errores y las riñas dentro del amor de la
comunidad podían tolerarse por el perdón entre hermanos y
hermanas. San Pablo no manda a los alborotadores de Corinto
confesarse ni cumplir ningún otro rito de penitencia. Las ofensas
verdaderamente serias causaban la expulsión permanente del cuerpo
de Cristo, como cuando Pedro maldijo a Ananías por «mentir al
Espíritu Santo» (Ac. 5:3-5). Ananías se había desgajado del cuerpo
de Cristo, donde el Espíritu unificaba a todos. El ejemplo de Judas
enseñaba que aquel que se pone del lado del demonio está perdido.
Durante las persecuciones romanas algunos cristianos desertaron por
miedo o debilidad. Rigoristas como los seguidores de Donato en
África pensaron que la única forma de que estos miembros alejados
se reunieran con el cuerpo de Cristo era volverlos a bautizar. Agustín
y otros se opusieron a esta reiniciación. A estos gran-

—205—
des pecadores se les ofreció una oportunidad de hacer penitencia
pública. Se reintegraron en el cuerpo al cabo de un período
predeterminado de humillación y buena conducta, y se les desgradó
cuando se consideraba apropiado (los sacerdotes perdían su
sacerdocio). Si después de esto el pecador volvía a caer, lo
excomulgaban.
Este primer concepto de penitencia era totalmente comunal. El
pecador sé había retirado públicamente del cuerpo de Cristo, había
deshonrado su bautismo y roto la solidaridad mística con los
miembros de Cristo. Aunque el obispo establecía las condiciones del
regreso —que a menudo incluían meses de testimonio público y actos
de penitencia—, era la comunidad entera la que aceptaba de nuevo al
pecador, restaurando su igualdad con ella en la unidad del cuerpo del
Redentor. No había lugar para negociaciones privadas con un
sacerdote que por sí solo pudiese arrogarse el poder de perdonar el
pecado en secreto.9
La introducción de la penitencia privada para pecados menores se
produjo, como las anulaciones, por motivos de compasión, pero vino
acompañada de la sacralización del sacerdocio, el monopolio de la
gracia y la separación de los sacerdotes jueces del lai-cado pecador.
Así como el sacerdote terminó siendo el único capaz de consagrar la
Eucaristía, retirado en un santuario sagrado vedado a los laicos, así
también se convirtió en juez de cada aspecto de la vida de las
personas en el confesionario. Se instauró un comercio de la gracia,
considerada un artículo cuantificable. El pecado mortal agotaba toda
la gracia del alma. El pecado venial bajaba el nivel del depósito. Los
motivos de gracia volvían a llenar el tanque. Se animaba a la gente a
confesarse con frecuencia, por cualquier pecado menor, pues cada
vez se recibía un poco más de gracia.
La gracia también podía adquirirse con oraciones autorizadas,
incluido un pase más corto por el purgatorio si se obtenían las
indulgencias. En lugar del Espíritu como una presencia continua en la
iglesia, manifestada de diferentes formas pero siempre positiva para
todos, la gracia vino a ser una posesión (o una privación) privada. Se
decía que las plegarias aumentaban las reservas privadas de gracia.
Rezar el rosario significaba la indulgencia de una cuota fija de días en
el purgatorio (si el rosario estaba bien bendito). Se podía ganar
indulgencias yendo a determinadas iglesias en ciertas

—206—
fiestas (algunos entraban y salían varias veces para aumentar la
dosis). El clero manejaba un sistema hidráulico que bombeaba gracia
hacia las almas, controlando el flujo o el caudal con arreglo a esta o
aquella buena causa.
El respetado teólogo dominico Yvcs Congar preguntó por qué el
Espíritu Santo, que en la temprana historia de la Iglesia se invocaba
continuamente, en nuestro tiempo había pasado a ser el pariente
pobre de la Trinidad. Congar sugiere que se ha producido una
sustitución de la libre acción de la Divinidad por agencias humanas.
En lugar de la presencia del Espíritu, iluminando por doquier, en la
interacción del Padre con el Hijo en Su cuerpo, aparece la gracia
como algo controlado por el sistema papal de acueductos espirituales
y tanques de almacenamiento. En una nueva forma de idolatría, el
Papa se ha convertido en el sustituto del Espíritu. Congar cita esta
afirmación del Papa Pío IX en 1864:

La Iglesia católica es una sola con una unidad visible y perfecta


en todo el mundo y entre todos los pueblos, el principio, la raíz,
y cuya fuente indefectible es la autoridad suprema y el
«excelente principado» de Pedro bendito, el príncipe de los
apóstoles y de sus sucesores en el trono romano.10

Pío XII dijo casi lo mismo en 1950, cuando escribió que el iluminador
de la Iglesia no es el Espíritu sino la doctrina del Vaticano:

Dios ha dado a su Iglesia, junto con las fuentes sagradas (las


Escrituras y las tradiciones), un magisterio vivo para iluminar y
explicar aquellos asuntos contenidos en los yacimientos de la
fe de una manera oscura e implícita.11

Este modelo de Papa como oráculo de competencias ilimitadas que


reemplaza a las Escrituras y al Espíritu es lo que Juan Pablo II admira
en su antecesor Pío XII.

-207-
NOTAS

1. Agustín, Confesiones 4.2.


2. F. van der Meer, Augustine the Bishop, traducido por Brian Bat-
tershawy G. R. Lamb, Sheed and Ward, 1961. p. 280.
3. Ibíd.,p.298.
4. Markus Barth, Ephesians 4-6 (AB 34A, 1960), pp. 738-753.
5. Antti Arjwa, Women and Law in Late Antiquity, Oxford Univer-sity
Press, 1996, pp. 205-210.
6. Ibíd.,pp. 193-202.
7. Sheila Rauch Kennedy, Shattered Faith, Pantheon Books, 1997,
pp. 10-11.
8. Ibíd., p. 12.
9. Van der Meer, op. cit., pp. 382-387.
10. Yves Congar,I Believe in the Holy Spirit, traducido por David
Smith, Crossroad, 1983, vol. I, p. 162 El espíritu santo, traducido por
Abelardo Martínez de Lapera, Editorial Herder, 1991], citando la carta
de Pío del 16 de septiembre de 1864, donde rechaza la unión con
cualquier rama de la cristiandad que no reconozca la supremacía
papal.
11. Ibíd., p. 162, citando la encíclica de Pío XII Humani Generis.

-208.
12

La conspiración del silencio

Uno de los aspectos más estremecedores en los casos de acoso


sexual de sacerdotes a niños o jóvenes es que, naturalmente,
persiguen a sus víctimas más fáciles: buenas familias católicas. Tal
como lo señala una encuesta entre médicos que han tratado a
víctimas del abuso de menores: «El papel de los religiosos
profesionales como líderes morales incuestionables aparentemente
proporciona a los mismos un acceso especial a los niños, muy
parecido al acceso que han tenido familiares de confianza en casos
de incesto.»' Las familias católicas devotas serían las últimas en
sospechar de la conducta de un sacerdote y también las más
intimidadas a la hora de desafiar a la Iglesia. Precisamente por su fe y
confianza, también serán las más profundamente sacudidas por la
traición. La familia Miglini, de Dallas, Tejas, es un buen ejemplo.
Gente piadosa que pagaba a la Iglesia más del diezmo de sus bienes
terrenales, tenían sacerdotes en su familia y en su círculo de
amistades. Se sentían agradecidos por la atención que estos
eminentes hombres de Dios prestaban a sus hijos. Es por eso por lo
que fue tan grande la conmoción de Mike, su hijo mayor, cuando se
despertó con un sacerdote clavándole los dedos en las caderas y
tratando de introducirle el pene por el ano.2
En 1984, Mike fue invitado a visitar al padre Robert Peebles en su
puesto de capellán en Fort Benning, Georgia. Le conocía de los
tiempos en que Peebles era sacerdote en la parroquia de los Miglini,
en Dallas, y jefe de exploradores del equipo de Boys Scouts católicos
de la diócesis. La señora Miglini había cosido su uniforme de jefe de
exploradores. Mike se sintió halagado con la invitación

— 209 —
para inspeccionar las maniobras de vuelo de Fort Benning. Pero en
lugar de darle una vuelta por la base, el padre Peebles llevó a Mike
directamente a su habitación, donde tomaron cerveza tras cerveza
mientras renovaban su amistad. Cuando Mike se despertó del sopor
de la cerveza con el asalto del sacerdote, corrió al puesto de la policía
militar, que arrestó al padre Peebles, Sin embargo, en consonancia
con las pautas de deferencia de las que se benefician los sacerdotes,
los agentes que efectuaron el arresto no lo notificaron a los padres de
Mike ni lo llevaron a las autoridades civiles. En cambio, lo dejaron
bajo la custodia de otro sacerdote.
Quizá supusieron que ese sacerdote se ocuparía de las necesidades
de Mike: llamar a sus padres, o llevar al quinceañero a un médico, o
ambas cosas. Eso es lo que yo o cualquiera de ustedes habría hecho,
y a nosotros no se nos atribuye el desprendido interés por los demás
que el celibato confiere a los sacerdotes. No, este hombre —que,
según se nos ha enseñado, se guía por criterios de compasión más
elevados— llamó a otro sacerdote de la iglesia de Todos los Santos
en Dallas para hablar de cómo paliar al máximo el perjuicio que se les
podía venir encima. Su primera preocupación fue para la reputación
del agresor y no el daño sufrido por el agredido. El no era un
acosador de niños ni un defensor del acoso. No pensó que estaba
protegiendo a un delincuente. Estaba protegiendo a la Iglesia de las
imputaciones (verdaderas o falsas) de crueldad, y estaba
personificando la crueldad al tratar de negarla. No tenía razones para
temer que sus superiores reprochasen su conducta. Más razones
tenía para pensar que sería castigado si no protegía el «buen
nombre» de un sacerdote. Sin duda sabía que a otros sacerdotes les
había sucedido. Ni siquiera tuvo que pensárselo mucho. En estas
situaciones afloran automáticamente las viejas costumbres, los
profundos instintos de «apoyo» mutuo de los sacerdotes. La gran
visión del Papa, de hombres liberados de la familia para prestar
servicio a los demás con valentía y honestidad puede reducirse
rápidamente a la incapacidad de alcanzar el grado mínimo de
decencia común, cuando «el bien de la Iglesia» corre peligro.
Retuvieron a Mike todo el día y la noche siguientes en la casa del
sacerdote, nada menos adecuado después de su humillante
experiencia. Al día siguiente le enviaron a casa, donde fue recibido en

—210—
el aeropuerto no por sus padres (que todavía no sabían nada), sino
por el sacerdote al que se había llamado la noche del suceso, quien
lo llevó a la parroquia de Todos los Santos. Sólo entonces se informó
a los padres de un «intento» de asalto. El pastor, monseñor Raphael
Kamel —prelado de la diócesis—, les aseguró que esto jamás había
sucedido antes. Los padres se entrevistaron con el vicario judicial de
la diócesis, el padre David Fellhauer (posteriormente obispo
Fellhauer). Este estuvo de acuerdo en que Mike debía ver a un
psicólogo, uno que colaboraba con la diócesis (y que también era el
psicólogo del padre Peebles, cosa que los padres no sabían). El
doctor dictaminó que el trauma de un juicio sería perjudicial para su
hijo. Entre tanto, monseñor Kamel, amigo de la familia, pidió a los
padres que no permitiesen que la policía militar llevase al padre
Peebles ante un consejo de guerra. Necesitaba ayuda, no veinte años
de prisión en Fort Leavenworth. Los padres accedieron, pensando en
el escándalo que algo semejante podría causarle a la Iglesia.
No le dijeron nada de lo sucedido a su hijo menor, Tony, para no
desilusionarlo de la Iglesia. Fue una mala idea. Según Tony dijo más
tarde, de haberlo hecho, él les habría contado lo que ocultaba por
vergüenza. Había sido objeto de abusos sexuales por parte de otro
sacerdote en Todos los Santos, el padre Rudolph Kos. (Poco tiempo
después, un tercer padre residente de Todos los Santos en la misma
época, el padre William Hughes, fue procesado por agresión sexual a
una joven.)
Los padres no se dieron cuenta de que los protectores del padre
Peebles les habían hecho cómplices de encubrimiento. Su única
culpa fue su devoción a la Iglesia. En parte, eso encendió la pasión
del padre Peebles, según su posterior confesión: «Jamás he acosado
a un extraño, ni a un conocido casual. Siempre tiene que haber ese
elemento de confianza y hasta adulación por parte del chico y de sus
padres.»3 Había sido un abusador sexual en Todos los Santos, y lo
enviaron a Fort Benning después de haber confesado esto último. Su
confesor le dijo que se arrepintiera sinceramente, pero que no se
torturase con la culpa: los chicos eran jóvenes y «se repondrían». Por
intercesión de la carta de los Miglini, se permitió a Peebles dejar las
dependencias del ejército con algo menos que un despido honorable
y sin consejo de guerra. La dióce-

-211
sis lo envió a un centro de ayuda, donde —al cabo de un mes—
dijeron que estaba curado y lo destinaron a otra parroquia de Dallas
como párroco. Cuando de nuevo surgieron nuevas acusaciones en su
contra, lo volvieron a enviar al centro de ayuda. Según su historia
clínica, Peebles reconoció haber acosado entre quince y veinte chicos
en un período de siete años. La diócesis, entonces, lo despidió, pero
le dio 22.000 dólares para la matrícula en la Facultad de Derecho de
la Universidad de Tulane y le pagó durante dos años una
mensualidad de 800 dólares.4
En cierto sentido, Mike y Tony fueron afortunados. A Mike le
quedaron las marcas en las caderas. En cuanto a Tony, el padre Kos
sólo se masturbó con su pie. De haber permanecido más tiempo con
los sacerdotes, habrían sido atacados anal y oralmente por los dos
sacerdotes, como le sucedió a otros chicos. Lo que salvó a Tony de
un acoso más osado fue que sus padres no le permitieron pasar la
noche con el club de monaguillos que Kos había formado en la
parroquia. Kos instaba a los demás padres a confiarle a los chicos
para que le hicieran compañía a su hijo adoptivo. A los treinta y un
años el «hijo» se enteró de que nunca lo había adoptado legalmente,
aunque Kos le había dicho a su madre, una trabajadora soltera, que
lo adoptaba para «ayudarla a criar al chico». Kos dirigía un club
juvenil donde los chicos encontraban alcohol, juegos de televisión,
marihuana y sexo. Los demás sacerdotes de la rectoría ignoraban
esta actividad. (Aunque después se supo que otros dos sacerdotes
también abusaban de los menores.)
Sólo cuando lo trasladaron a otra parroquia, en 1985, el párroco de
allí se quejó a la diócesis por la manera en que Kos mantenía chicos
en su habitación.5 Monseñor Robert Rehkemper, segundo prelado de
la diócesis, ordenó a Kos que depusiese su actitud. Como Kos no
desistiera, el párroco volvió a escribir a Rehkemper, mencionándole la
cantidad de chicos que todavía pernoctaban allí. Nada ocurrió. El
párroco escribió por tercera vez. El personal del consejo diocesano se
enteró de las infracciones y solicitó a Rehkemper que le ordenase
tajantemente por escrito que pusiera fin a su conducta. Rehkemper,
en lugar de escribir, le hizo a Kos una advertencia verbal. De nuevo,
el sacerdote persistió. El párroco escribió al obispo, pero lo único que
supo fue que Kos iba a ser trasladado a Ennis, Tejas, donde sería
párroco de su propia iglesia.

—212—
Al año siguiente, una pareja de la iglesia de Kos le escribió al obispo
quejándose de que Kos alojaba chicos en la casa parroquial. Dos
años después de eso, un sacerdote auxiliar fue.a ver a monseñor
Rehkemper para informarle del comportamiento mantenido por Kos.
Enviaron a Kos a un psiquiatra católico que no encontró •motivos para
retirarlo (pese a que siguió cometiendo abusos durante el tratamiento
psiquiátrico). Un asistente social que se había familiarizado con el
caso escribió a Rehkemper diciéndole que la conducta de Kos
coincidía con la «clásica pedofilia». Fue entonces cuando el auxiliar,
asustado, escribió una carta pormenorizada (de doce páginas) al
obispo Charles Grahmann. Enviaron a Kos a un centro de ayuda en
Nuevo México, desde donde llamó a una de las víctimas para fijar una
cita con ocasión de un permiso en el centro.6
Finalmente, en 1993, primero un chico, luego varios, hasta llegar a
once chicos —ya hombres— llevaron a juicio al padre Kos por su
largo historial de abusos. Uno de los chicos del «club» de Kos no
pudo sumarse a la demanda: se había suicidado después de salir del
grupo. (Los padres, ignorantes de su papel en la tragedia, le pidieron
a Kos que oficiase el funeral de su hijo.) El jurado, furioso por la
reiterada negligencia de la Iglesia ante cada caso de abuso, adjudicó
a los demandantes la cifra récord de 110 millones de dólares por
daños y perjuicios en demandas por negligencia. (Tiempo después
Kos fue declarado culpable en otro pleito y enviado a prisión.)
Durante el juicio se supo que Kos, de joven, abusaba también de sus
hermanos menores. Su matrimonio de juventud fue anulado cuando
su esposa le dijo al sacerdote del tribunal de matrimonios que «Kos
tenía problemas con los chicos». Después de un intento frustrado de
entrar en el seminario diocesano de Irving, Tejas, Kos fue admitido
por el director vocacional, haciendo caso omiso de la aprensión de
quien lo había rechazado antes. Dado que su expediente de abusos
fue continuo antes e inmediatamente después del seminario, se
presume que también se mostró activo durante su estancia en el
seminario, pese a lo cual le ordenaron sacerdote.
El jurado se sintió especialmente ofendido por la conducta en el
estrado del obispo Grahmann y de monseñor Rehkemper, por lo que
le pidieron a la juez autorización para escribirles una carta

—213—
de reproche que acompañase su veredicto. Rehkemper dijo que
jamás un parroquiano le había presentado queja alguna sobre el
padre Kos, aunque una mujer había testificado que ella misma lo
había hecho. Uno de los psiquiatras que examinó a Kos afirmó bajo
juramento que Rehkemper había ocultado información sobre el
paciente que monseñor le había remitido. Rehkemper admitió haber
leído la carta de doce páginas que el sacerdote auxiliar de Kos había
enviado al obispo, pero cuando el abogado de los demandantes le
remitió al párrafo donde el auxiliar afirmaba haber visto a Kos en la
cama con un chico, Rehkemper dijo que no recordaba ese pasaje.
¿Alguna vez le preguntó directamente a Kos si había abusado de
algún chico? «No tenía razón para hacerlo.»7 La juez advirtió
entonces a Rehkemper que desestimaría su testimonio si seguía
respondiendo a las preguntas con esa actitud arrogante.
Aunque monseñor Rehkemper no encontró motivos para interrogar al
sacerdote —a pesar de las advertencias del pastor por un lado, del
auxiliar por otro, del laicado y del asistente social que le dijo que Kos
era un pedófilo clásico—, después del juicio declaró que los padres
deberían haber percibido las señales de lo que él no alcanzó a
discernir. En una entrevista grabada, dijo airadamente que ese caso
nunca debería haber llegado a los tribunales, que el jurado estaba
equivocado y que los padres eran los negligentes. 8

Nadie dijo una palabra sobre el papel de los padres en todo


esto. Ellos debían haber estado al tanto porque están más
cerca de los chicos. Los padres son los primeros responsables
de la seguridad de los hijos. No quiero juzgarlos de una u otra
forma, pero tal parece que no se ocupaban mucho de sus hijos.

Por un lado, Kos no había hecho tanto daño, pues, de todas formas,
los chicos ya estaban echados a perder:

Estoy seguro de que algunos chicos resultaron perjudicados,


pero pienso que el daño se habría producido incluso sin el
padre Kos, ¿me entiende? Muchos de ellos ya tenían
problemas antes de conocer al padre Kos.

-214-
Por otro lado, los chicos perjudicados debían ser completamente
responsables a los siete años, más que el adulto que los estaba
seduciendo desde una posición ventajosa de poder y autoridad
moral:

Ellos [las víctimas] sabían lo que estaba bien y lo que estaba


mal. Cualquiera que alcanza la edad de uso de razón comparte
responsabilidades en lo que hace. Eso nos hace responsables
a todos cuando llegamos a los seis o siete años.

Durante la misma entrevista, Rehkemper dijo que desde el punto de


vista diocesano, no era sospechoso que los chicos se quedasen a
pasar la noche:

No cuando los sacerdotes tienen juegos de Nintendo y esas


cosas. A todos los niños les gustan esos juegos. No es nada
nuevo en las iglesias. Los chicos pasan mucho tiempo ahí. Al
menos no andan por la calle, ¿sabe? Eso no significa que los
estén acosando.

Pero al mismo tiempo dice que la circunstancia sí resultaba


sospechosa, o por lo menos así debería habérselo parecido a los
padres:

¿Por qué les dejan salir y quedarse tanto tiempo en la rectoría


de la iglesia con los sacerdotes? Simplemente no lo entiendo.

Al calificar la indemnización monetaria de «excesiva» y «muy, muy


injusta», se consuela pensando que, en definitiva, quizá dañe a los
beneficiarios:

Me parece una cantidad de dinero escandalosa para lo que les


ha sucedido. Ni siquiera creo que la diócesis pueda pagarlo.
Usted sabe que la gente que gana la lotería casi siempre acaba
en la ruina. Que no importa si el dinero procede de un fallo
judicial o de la lotería, porque de todos modos tienen que saber
cómo usarlo y no dejarse estafar ni tirarlo.

—215—
Cuando en el programa de televisión Larry King Live le preguntaron al
padre John Bell, portavoz de la diócesis, si podía justificar el arrebato
de Rehkemper, Bell respondió, enigmáticamente, que sus palabras
reflejaban «un tiempo en que las cosas se podían explicar fácilmente
según la lógica aristotélica». Rehkemper le había dicho al
entrevistador que grabó sus palabras que estaba orgulloso de su
testimonio en el juicio, y que no tenía la menor intención de renunciar
a su puesto actual como encargado de la parroquia de Todos los
Santos, la misma que había albergado a tres pedófílos la década
anterior. Sin embargo, la tormenta que desencadenó con sus
comentarios llevó al obispo Grahmann a decidir que tenía que pagar
su «lógica aristotélica» con su puesto.
Aunque Grahmann pidió disculpas en público por el posible daño
infligido a los niños en caso de que se les hubiera hecho daño —los
abogados le habían advertido que las compañías de seguros no
pagarían los daños si la Iglesia admitía la negligencia—, su propia
actitud salió a relucir en las notas de un encuentro privado con sus
consejeros (notas que llegaron a las manos de uno de los abogados
de los demandantes, Sylvia Demarest). Un sacerdote «comentó que
se sentía víctima de los abusos del sistema legal; está muy
resentido». A lo que el obispo Grahmann respondió: «Somos la
iglesia de los abusados y de los abusadores.» Parecía estar de
acuerdo con el director del periódico diocesano en que la víctima de
este caso era la Iglesia. Los hombres se reunieron para planificar «el
siguiente paso». Querían lograr que se retirase a la juez del caso
cuando presentasen los recursos posteriores al fallo. Se esperaba
que las acciones para descalificarla tuviesen éxito, pues el expediente
de recurso se presentaría ante un juez católico que le había
asegurado a un abogado presente en aquella reunión que tenía la
intención de asignarse el caso. Pero tuvo que retractarse cuando las
actas del encuentro salieron publicadas en el periódico. Aseguró que
no se había dado cuenta de que el abogado estaba relacionado con
la diócesis (entonces, ¿de qué otra forma pudo enterarse de la
estrategia de la diócesis, si ésta todavía era secreta?). 9
Lo que resulta desalentador del caso de Kos es que todas sus
características principales se repiten en otros (y frecuentes) ejemplos
de acoso sexual por parte de sacerdotes: la prolongada ceguera ante
las evidentes señales de lo que estaba ocurriendo, la repeti-

-216-
ción compulsiva del delito a pesar de las advertencias y consejos, el
traslado de los sacerdotes a otros lugares sin prevenir a nadie en el
nuevo puesto de las costumbres de los sacerdotes; la lentitud, la
arrogancia y la falta de cooperación por parte de las autoridades de la
Iglesia cuando las víctimas se atreven a hablar: todos estos
elementos estuvieron presentes en el primer caso que recibió
completa cobertura pública, una década antes del juicio de Kos: el
nido de siete sacerdotes acosadores en los alrededores de
LaFayette, Luisiana, que Jason Berry reflejó en su libro, Lead Us Not
into Temptation [No nos dejes caer en la tentación]. Este caso
comenzó con el descubrimiento de múltiples abusos por un tal padre
Gil-bert Gauthe. Un abogado canónico de la representación
diplomática del Vaticano en Washington, el sacerdote dominico
Thomas Doyie, trató de crear una política para ocuparse
honestamente de estos casos. Con la ayuda de un sacerdote médico
y de un abogado asignado al padre Gauthe, Doyie concibió una serie
de principios que presentó en el encuentro de obispos
estadounidenses de 1985. Contenía hallazgos que habrían evitado el
irresponsable reciclaje de sacerdotes en Dallas de una iglesia a otra
en la década siguiente.

Nos enfrentamos a hábitos compulsivos que el sacerdote


puede suspender temporalmente ante presiones legales o
canónicas, pero no en todos los casos. Existen muchos
ejemplos donde el abuso sexual se comentó poco tiempo
después de que el sacerdote se encarase con su obispo. Debe
considerarse que ese sacerdote sufre un trastorno psiquiátrico
superior a su capacidad de control.10

Los obispos debatieron el informe en secreto y luego lo presentaron.


Algunos no querían revelar que el problema fuese tan común como
para tener que adoptar una política al respecto. Otros sentían un viejo
desprecio sacerdotal por la psiquiatría (se supone que la confesión
cura las almas). Otros más afirmaron que Doyie y sus compañeros
sólo trataban de crear un centro de poder para ellos. Toda diócesis es
celosa del control externo. Aunque del ejercido por Roma no pueden
escapar, les molesta el de cualquier otra parte, sea Washington u otra
diócesis. Albergaban la esperan-
—217—
za de que la epidemia de casos denunciados fuese una aberración,
algo que remitiría. Algunos obispos siguen resentidos con Doyie. En
el juicio de Kos, los demandantes lo llamaron para testificar sobre los
patrones de conducta de acoso en todo el país: una información que
los obispos no quieren recibir, y mucho menos ver divulgada en la
prensa o en la televisión. En «los buenos viejos tiempos», los
escándalos de la Iglesia se manejaban discretamente en privado. Los
obispos no podían hacerse a la idea de que aquellos tiempos se
habían terminado, que los medios modernos son demasiado
omnipresentes para que se les desafíe o silencie. Algunos obispos
todavía se niegan a aceptar esta realidad. Doyie propuso la
honestidad como la mejor política: una recomendación que los
obispos, por su formación, eran incapaces de aceptar.
Los ministros de la Iglesia han tratado de restringir la cobertura
informativa de los hechos en los casos de acoso sacerdotal. Los
católicos prominentes llaman a los periódicos para instarlos a suprimir
determinados artículos. Las actas del encuentro con el obispo
Grahmann revelaron un resentimiento contra los medios: como si
estos hubiesen creado los problemas de los que informaron. El
periódico local que cubrió el caso del sacerdote del condado de La
Salle fue boicoteado y quedó casi en bancarrota por la pérdida de los
ingresos por publicidad.r Pero la verdad no puede suprimirse. Se trata
de un problema grave que ha degenerado en el transcurso de los
años. Una encuesta reveló que, desde 1983 hasta 1987, se había
denunciado un caso de abuso sexual por semana, y éste, al igual que
el incesto, es el clásico delito que se denuncia con muy poca
frecuencia.12 Ninguna diócesis, de las ciento ochenta y ocho del país,
se ha quedado sin su caso de pedofilia. En septiembre de 1994 había
sesenta sacerdotes o hermanos en la cárcel por abuso de menores, y
muchos más en programas de rehabilitación.13 Ya bastante
lamentables son los casos individuales, como el del famoso sacerdote
franciscano Bruce Ritter, fundador de la Casa de la Alianza de la
Ciudad de Nueva York, a quien se había comparado con el padre
Flanagan, protector de la juventud.14 Más triste aún es el
encubrimiento de auténticos cultos a la pedofilia, como en Mount
Cashel, el orfanato de los hermanos cristianos de Terránova:

-218-
Nueve hermanos cristianos, dos de los cuales eran amantes,
sodomizaron, azotaron, golpearon, manosearon y degradaron a
un total de al menos treinta niños de Mount Cashel a lo largo
de más de veinte años. Los testimonios aportaron indicios de la
existencia de un círculo de solapados pedófilos y
homosexuales sadomasoquistas, entre los que se contaban
cinco hombres que vivían en el pueblo, que habían crecido en
el orfanato y volvían a él para abusar de los niños.15

Terránova era una especie de paraíso de pedófilos, donde cuatro


sacerdotes diocesanos (de los siete acusados) fueron condenados
por ese delito. 16 Este es un problema internacional de la Iglesia. En
las escuelas de los hermanos cristianos de Australia se descubrieron
casos de abusos como el del orfanato de Terránova. 17 En Irlanda, en
1994, el primer ministro se vio obligado a dimitir por la insuficiente
represión de los abusos sexuales en que había incurrido el clero. 18
Si bien el primer instinto de los superiores religiosos es afirmar
que los abusos denunciados son faltas aisladas, lo cierto es que
todos los sacerdotes denunciados han sido agresores reincidentes,
que han cometido sus abusos por años. Se trata de un delito
profundamente compulsivo. Además, suele reproducirse de
generación en generación: muchos de los que cometen abusos
sexuales con niños han sido a su vez niños víctimas de abusos
sexuales. En las cárceles australianas, el 93 % de los hombres que
cumplen condena por acoso infantil dice haber sido objeto de
agresiones sexuales en su infancia, la mitad de ellos por sacerdotes o
hermanos.19 Un estudio de «pedófilos regresivos» calcula que un
hombre así «tendrá encuentros sexuales con un promedio de 265
jóvenes a lo largo de su vida» si no se le descubre y controla. 20 Pero
¿cómo se le controla? El especialista en estudios sexuales de la
Universidad Johns Hopkins, John Money, dice: «Si metéis un pedófilo
en la cárcel, no hay ninguna posibilidad de que crezca y aprenda a
amar a una mujer de su edad. [...] Porque cuando salga lo hará de
nuevo. Todos los pedófilos encarcelados que conozco dicen que sus
fantasías les vuelven locos.» 21
Cuando Larry King Live dedicó un programa al caso de Dallas, en
agosto de 1997, un abogado de la diócesis aseveró que el

—219—
crimen del padre Kos no tenía nada que ver con el celibato
sacerdotal. Señaló que entre personas no célibes que se dedican
profesionalmente a la asistencia juvenil también se dan casos de
pedofi-lia: consejeros, profesores, guías de exploradores y otros. Esto
ocurre en las «profesiones asistenciales» en general. Según una
encuesta de 1989, un 5,5 % de los psicólogos varones tenían
relaciones sexuales con sus pacientes. Un 10 % reconoció realizar
«prácticas eróticas» sin relaciones sexuales. 22 Pero la mayoría de
esos pacientes eran adultos. Y la pedofília de los sacerdotes difiere
de las demás en tres puntos importantes, todos ellos relacionados
con el celibato.
Primero, el monitor de exploradores no es alguien que haya
proclamado públicamente pertenecer a un grupo con votos de
abstinencia eterna de cualquier forma de sexo, con cualquier pareja,
hombre o mujer, joven o vieja. A un sacerdote se le considera
especialmente fiable por tratarse de alguien que ha asumido un acto
heroico de autocontrol. El célibe declarado es visto como un atleta del
dominio sexual. Tratar con jóvenes para él es, de acuerdo con la
ideología oficial, un encuentro de inocentes con inocentes. Después
de todo. Pablo VI dijo que ésa es la ventaja del celibato: que confiere
a quien lo practica un halo de espiritualidad especial, una «señal
escatológica» de transcendencia humana. Según Sacerdotalis
Caelibatus, la vida sacerdotal nos deja entrever que «en la
resurrección ellos no serán ni casados ni dados en matrimonio, sino
como ángeles en el cielo».23 Esto se tradujo a efectos prácticos en
que muchos de los padres de los perjudicados confiaron sus hijos a
los sacerdotes casi como a Dios, y ciertamente con muchas menos
reservas que a cualquier otro profesor o tutor. Puesto que ésta era la
confianza traicionada, la consecuente amargura, desilusión o pérdida
de fe era proporcionalmente mayor. Ser traicionado por Dios no es
una experiencia corriente.
Otro motivo por el que el celibato incide en la pedofília sacerdotal es
que la reverencia que inspira la heroica abstención impone una
actitud de cautela a los funcionarios civiles a la hora de investigar,
denunciar o enjuiciar los delitos de los célibes. Como hemos visto, la
policía militar entregó a Mike Miglini a otro sacerdote, honrando la
condición de célibe como una clase a pesar de que estaban
arrestando a un individuo de dicha clase. Asimismo, acep-

—220—
taron la petición de los padres de Mike de no procesar al padre
Peebles, pues querían evitarle el escándalo a la Iglesia. Durante años
la policía ha hecho la vista gorda ante los sacerdotes que ha
sorprendido ebrios. Durante la investigación en LaFayette, Lui-siana,
un fiscal público le dijo al abogado del padre Gauthe: «Quiero que le
lleves un mensaje al obispo. La otra noche los oficiales de brigada
detuvieron al padre Tom Bathay [seudónimo] por buscar contactos
sexuales en el baño de hombres de una parada de autobuses en las
afueras del pueblo. No se le imputaron cargos. Es la segunda vez que
le pasa esto. Dile al obispo que si vuelve a ocurrir lo meto de culo en
la cárcel.»24 La sola advertencia demuestra un trato deferente (pero
no infinito). Una de las razones por las que el clero está tan resentido
con la recién descubierta agresividad de la prensa es porque estaba
acostumbrado a que sus deseos fuesen atendidos. La prensa católica
se sentía protectora, y la no católica no quería ofender
susceptibilidades religiosas. Los policías eran buenos con los
sacerdotes, como en las películas. La imagen que la gente quería
conservar de los sacerdotes era la de Bing Crosby o Spencer Tracy
con alzacuello. Nada es más dañino para esa imagen que la pedofília.
Lo que está en juego es mucho más grave, en todos los aspectos,
cuando el delincuente sexual es un sacerdote.
Mucho más grave resulta, por supuesto, para los sacerdotes, y éste
es el tercer y más importante aspecto que hace que la pedofília
sacerdotal sea diferente. Para un sacerdote, ser pedófilo plantea la
duda de si la disciplina del celibato para toda una clase de hombres
(no sólo para los espiritualmente dotados) es un ideal falso por
irrealizable. Si un hombre no es capaz de controlar siquiera las
pulsiones más degradantes de la depredación sexual en sí mismo,
¿podemos en verdad creer que en su mayoría controlan instintos más
normales y comunes? Los mismos sacerdotes lo dudan ampliamente,
y algunos han empezado a admitirlo. Hasta el respetado cardenal
Seper declaró ante el sínodo de obispos de 1971 en Roma: «No soy
en absoluto optimista respecto a que el celibato esté siendo
respetado.»25
Los que están en posición de saberlo comparten esa certeza. El
trabajo más respetado sobre ese asunto es el de Richard Sipe, que
ha sido monje durante veinte años y además psiquiatra especializado

-221
en el estudio de las costumbres sexuales del clero. Basándose en
años de entrevistas, tutorías, encuestas y debates con otros expertos,
realizó en 1990 un cálculo conservador según el cual el 20 % de los
sacerdotes son sexualmente activos con mujeres en algún momento
dado, a lo que se debe añadir de un 8 a un 10 % que todavía explora
algún tipo de vínculo íntimo con mujeres. Descubrió que el 20 % de
los sacerdotes tiene inclinaciones homosexuales, y que de ellos el 10
% es activo sexualmcnte (4 % de éstos, con niños). Y concluyó que el
80 % de los sacerdotes se masturba, al menos ocasionalmente. 26
Otros investigadores han obtenido cifras igualmente elevadas en
otras categorías. El sociólogo jesuíta Joseph H. Fi-cher, S. J.,
acredita un recuento de más del 30 % de los sacerdotes alemanes
que mantienen relaciones con mujeres. 27 Andrew Greeley afirma que
el 25 % de los sacerdotes menores de treinta y cinco años son
homosexuales, y la mitad de ellos sexualmente activos. 28 Jason Berry
señala que los seminaristas le han dicho que las cifras de Greeley
deberían multiplicarse por dos. 29 El doctor Willian Masters descubrió
que de los cien sacerdotes que incluyó en su estudio, noventa y ocho
se masturbaban.30 Sipe revisó sus cifras al alza con los nuevos datos
que había recabado para un libro que publicó cinco años después del
primero (véase capítulo 13).
Al margen de lo que uno piense de la moralidad de estos actos, estas
cifras están obviamente ligadas a la tesis de este libro: la vida de las
autoridades eclesiásticas transcurre dentro de estructuras de
múltiples engaños. No es de extrañar que los sacerdotes se muestren
reticentes a imponer exigencias morales a los demás en terrenos
como la contracepción y el papel de la mujer, cuando ellos viven en
diaria contravención de las directrices del Papa respecto al sexo y su
propio celibato. La masturbación y la homosexualidad no son, por sí
mismas y siempre, el «trastorno objetivo» que la doctrina papal dice
que son. Pero ésa es la doctrina. Y los sacerdotes tienen que ocultar
al laicado, a sus superiores y a los demás (y a veces a sí mismos) lo
que Pablo VI llamó el «testimonio de sus vidas».
Esto explica en gran parte las lamentables acciones descritas al
principio de este capítulo. Para empezar podemos preguntarnos
cómo es posible que los sacerdotes, los superiores y los obispos
desviaran la mirada mientras se estaba abusando de los chicos.

—222—
Desviar la mirada es una costumbre profundamente inculcada y una
necesidad: una táctica de supervivencia para hombres cuyas vidas
están plagadas de gestos furtivos. La propia vida, la de los amigos o
la de las personas de quienes dependemos no admite un escrutinio
muy severo. Sería peligroso —en cuanto al escándalo y el disgusto
del laicado, para los observadores mismos— permitir que la luz
inundase el sombrío submundo de secretos, evasivas y
desfiguraciones que conforma el estilo de vida sacerdotal. Es
comprensible que un sacerdote homosexual vacile en señalar los
casos de abuso infantil, e incluso que se resista a darse por enterado:
¿por qué exponer su propia situación hurgando en los problemas de
otro? Ésta es la ocasión perfecta para mantener una ignorantia
affectata. Pero ¿por qué los sacerdotes heterosexuales protegen a
los agresores homosexuales? Según Sipe, algunos de ellos cargan
con sus propias víctimas en la conciencia, quizá no tan indefensas
como los niños, pero igualmente deslumbradas por el aura del
sacerdocio y por lo general abandonadas una vez que el sacerdote
termina el «experimento» sobre su propia sexualidad. La indulgente
comunidad de sacerdotes que acoge de nuevo en el redil al
transgresor heterosexual generalmente culpa a la «provocadora» que
lo apartó de su deber, dándole nueva vida a la antigua imagen de las
mujeres como señuelos carnales. 31 Se ha llegado a exigir a algunas
mujeres que aborten para no desvelar la aventura del sacerdote (Sipe
conoce a un grupo de apoyo a cincuenta víctimas de esa
experiencia).32
Mi objetivo no es juzgar a los sacerdotes sino volver sobre la
disonancia entre las afirmaciones del Papa y la vida real. La brecha
entre ambas se ensancha cada día que el Papa continúa haciendo
caso omiso de la realidad y reafirmándose en sus proclamas con una
bravuconería autoritaria. Pongamos el caso de la masturbación.
Hasta hace poco tiempo, se enseñaba a los chicos que cada vez que
se masturbasen cometían pecado mortal, de esos que vacían el alma
de gracia y les manda al infierno si llegan a morir antes de
arrepentirse y confesarlo. Hasta se les daban argumentos teológicos
de peso. En cuanto al sexto mandamiento (en la numeración
católica), no hay pecado venial ni falta leve: todo acto sexual excepto
aquel entre cónyuges que no practiquen la contracepción es «grave»
(es decir, cada uno de estos pecados es un pecado mortal).

—223—
Esto convertía a los adolescentes en pecadores empedernidos que
envilecían sus almas una y otra vez, en el transcurso de su
adolescencia. Sin embargo, a menudo se confesaban con hombres
que, sin la excusa de la adolescencia, también se masturbaban.
Pero ¿será verdad que ahora las cosas han cambiado? ¿Los
sacerdotes ya no enseñan eso de la levedad de la falta? Las cosas
no han cambiado en la esfera oficial, ¿cómo iban a cambiar? En esa
esfera la Iglesia declara que nunca cambiará sus doctrinas. En 1994,
al cabo de largos años de preparación, Juan Pablo II escribió una
carta comendataria para el nuevo catecismo aprobado por el cardenal
Ratzinger, en la que dice:

Debe entenderse por masturbación la estimulación deliberada


de los órganos genitales con el fin de obtener placer sexual.
Tanto el Magisterium de la Iglesia, con arreglo a una tradición
constante, como el sentido moral de los creyentes no han
dudado y han sostenido firmemente que la masturbación es
una acción intrínseca y gravemente enfermiza. 33

Todavía no se habla de ausencia de pecado venial, sólo de acción


«gravemente enfermiza». ¿Así que nada ha cambiado? Bueno, hay
una nota «pastoral» anexa, diciendo que la inmadurez moral —la
misma que invalidó el matrimonio deJoseph Kennedy—puede
suavizar la sentencia:

Para hacer una valoración equitativa de la responsabilidad


moral del sujeto y para guiar la acción pastoral, debe tenerse
en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza del hábito adquirido,
las condiciones de ansiedad u otros factores psicológicos o
sociales que atenúen o incluso eliminen la culpabilidad moral.

Hay un trasfondo en esto, detrás de la mera afirmación defensiva de


que la doctrina jamás ha cambiado. Ceder en ese punto pondría en
peligro la condena de otros actos «no naturales». Toda actividad
sexual, salvo el acto sexual como tal en circunstancias lícitas, es
contra natura, lo que vincula todo placer sexual, necesariamente, a la
procreación. No se puede tener un bebé masturbán-dose. Lo que es
más, no se puede recurrir a la masturbación ni

—224—
siquiera con el fin de tener un bebé. La congregación del cardenal
Ratzinger presentó un polémico documento en 1987 con la
aprobación de Juan Pablo II, llamado Donum Vitae [El don de la vida],
que dice así:

La inseminación artificial como sustituto del acto conyugal está


prohibida por razones de la disociación voluntariamente
lograda de los dos propósitos del acto conyugal [la procreación
y la expresión del amor]. La masturbación, que es como
normalmente se obtiene el esperma, es otra señal de esta
disociación: incluso si se realiza con el propósito de procrear,
se sigue privando al acto de su significado unificador. 34

En el Concilio Vaticano II se acogió como un gran avance que el


Magisterium finalmente admitiese la expresión del amor como un
elemento válido en el acto marital (mientras no se disociase de la
procreación). Ahora bien, ese «avance» se utiliza para decir que un
marido que desea expresar su amor hacia su esposa dándole un hijo
que ella no puede concebir de otra manera, tiene que hacerlo
solamente por la compenetración sexual directa de sus cuerpos. El
amor no puede transmitirse a través de un acto «no natural» que
incluya la masturbación.
La «doctrina inmutable» vuelve a aparecer en formas absurdas y
numerosas. Por ejemplo, no se puede conjurar el peligro del sida con
el uso de condones, y menos en relaciones homosexuales (que de
todas formas son contra natura), pero tampoco en una pareja casada
donde uno de los dos tenga el sida. Monseñor Cario Caffara, decano
del Instituto de Estudios de Asuntos Matrimoniales y Familiares del
Vaticano, declaró que una pareja así tiene dos opciones: abstenerse
del sexo o correr el riesgo de infección practicándolo de forma
«natural» sin la interferencia artificial del condón. 35 La mayoría de la
gente pensó que la oposición del cardenal 0'Connors de Nueva York
a la distribución de condones para la prevención del sida iba dirigida a
los homosexuales. Resulta que no le importó atentar también contra
la vida de las personas casadas. El condón es más maligno que
morirse de sida.
¿Hay algo de extraño en que los sacerdotes no tomen en serio
semejante «doctrina» sobre el sexo? La doctrina papal se ha trivia-

—225—
lizado a sí misma. Al aferrarse a la imagen de pecado mortal de los
actos no naturales, el debate se ha reducido a un nivel carente de
toda seriedad. Se oponen al condón y a la masturbación tanto como
al adulterio o a la pedofilia. Bernard Háring lamenta el hecho de que
la gente le haya restado importancia al tema del aborto por la
machacona insistencia de las autoridades de la Iglesia en la con-
tracepción como otra forma de «matar bebés». Si a algunos les
resulta imposible admitir las razones de la Iglesia en lo relativo a la
contracepción, por la misma lógica pueden perder la confianza en
argumentos de la misma fuente sobre otros asuntos. 36 Los sacerdotes
saben que la insistencia del Papa en que las mujeres no pueden ser
sacerdotes no tiene ningún sentido lógico ni bíblico. Entonces, ¿por
qué no sospecharían lo mismo sobre el celibato sacerdotal o la
homosexualidad? Es difícil para ellos hacer distinciones cuando los
superiores prohiben la libre discrepancia en relación con todo, desde
lo trivial hasta lo trágico.
Las distinciones, en consecuencia, tienen que hacerse en privado, sin
la saludable corrección del debate abierto. A los sacerdotes no se les
permite separar públicamente lo sensato de lo absurdo, condenar el
aborto pero aprobar la contracepción, condenar la pedofilia pero
aprobar la homosexualidad. Todo ello queda sujeto a la misma
prohibición. La discrepancia crece en secreto. La libertad que el
celibato en teoría debía darles para la acción desinteresada muere en
la semilla si se prohibe la libertad de debate. Una conspiración de
silencio oculta muchos gestos bondadosos: desviaciones de las
líneas oficiales para atender las necesidades pastorales de los
católicos perplejos. El sacerdote se ve obligado a realizar sus buenas
obras furtivamente. La conspiración también oculta muchas cosas
vergonzosas y depravadas, como cientos y cientos de niños víctimas
de abusos sexuales y de mujeres abandonadas por sacerdotes.
Irónicamente el resultado se elimina a sí mismo. El Papa ha hecho
que el número de sacerdotes disminuya marcadamente por insistir en
el celibato y se ha quedado no sólo con menos sacerdotes sino que
también son menos célibes. Casi todos los sacerdotes que colgaron
los hábitos en la deserción masiva de las décadas de los setenta y los
ochenta lo hicieron para casarse. Los sacerdotes homosexuales se
quedaron, con lo que su proporción aumentó a pe-

-226-
sar de que su cantidad absoluta se mantuvo igual. Y ahora incluso
esa cantidad absoluta está creciendo. Muchos observadores
sospechan que el verdadero legado de Juan Pablo a su Iglesia es un
sacerdocio homosexual.

NOTAS

1. Bette L. Bottoms, Philip R. Shaver, Gail S. Goodman y Jianjian Qin,


«In the Ñame of God: A Profile of Religion-Related Child Abuse»,
Journal of Social Issues 51,1995, p. 95.
2. Para el relato de la familia Miglini me he basado en mis propias
entrevistas con Tony Miglini y con su abogada, Sylvia Demarest, en
un artículo de Dan Michaiski, «Innocence Lost», en la edición de D de
septiembre de 1995, pp. 98-103,139,141,143, y en la cobertura que el
Dallas Morning News le dio al juicio de Kos.
3. Ed Housewright, «El historial de otro sacerdote entra en el caso
Kos», Dallas Morning News, 18 de junio, 1997.
4. Ibíd.
5. El Dallas Morning News publicó una cronología muy útil del historial
diocesano de Kos, recopilada de los reportajes del periódico sobre el
caso, «Rudolph Kos y la diócesis católica de Dallas», 25 de julio,
1997.
6. Ed Housewright, «Víctima dice que Kos telefoneó desde el centro»,
Dallas Morning News, 29 de mayo, 1997.
7. Ed Housewright, «Ex funcionario dice que nunca interrogó a Kos»,
Dallas Morning News, 6 de junio, 1997.
8. Ed Housewright, «Los padres del chico agredido comparten la
culpa en el caso Kos, afirma ex funcionario de la diócesis», Dallas
Morning News, 8 de agosto, 1997.
9. Brooks Egerton, «El juez católico renuncia al caso de la diócesis de
Dallas», Dallas Morning News, 23 de agosto, 1997.
10. Jason Berry, Lead Us Not into Temptation: Catholic Príest and the
Sexual Abuse of Children, Doubleday, 1992, p. 100.
11. Ibíd., p. 165.
12. A. W. Richard Sipe, A Secret Worid: Sexuality and the Searchfor
Celibacy, Brunner/Mazel Publishers, 1990, p. 162.
13. A. W. Richard Sipe, Sex, Priests, and Power: Anatomy ofa Crisis,.
Brunner/Mazel Publishers, 1995, p. 26.

—227—
14. Berry, op.cit.,pp. 316-317.
15. Ibíd.,p.302.
16. Ibíd.,pp.314-316.
17. Jack Taylor, «Pedófilos culpan a la Iglesia Católica de un ciclo de
abusos, revela un estudio», Agence France Presse, 6 de enero, 1995.
18. Sipe, Sex, Priests and Power, p. 26.
19. Taylor, op. cit. Los profesores Freda Briggs y Russell Hawkins de
la Universidad de Adelaide realizaron la encuesta.
20. Berry, op. cit., p. 159.
21. Ibíd.,p.75.
22. Sipe, Sex, Priests, andPower, p. 129.
23. Pablo VI, Sacerdotalis Caelibatus, traducción del Vaticano, párr.
34. [Celibato sacerdotal. Acción Católica, 1967.]
24. Berry, op. cit., p. 51.
25. Ed-ward Schillebeeckx, The Church With a Human Face,
traducido al inglés porJohn Bowden (Crossroad, 1985), p. 228. .
26. Sipe, .A Secret World, pp. 74,133-134,139.
27. Sipe, Sex, Priests, and Power, p. 115.
28. Thomas C. Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller,
1995,p.176.
29. Berry, op. cit., pp. 259-273.
30. Sipe, A Secret World, p. 139.
31. Ibíd.,pp. 122-130.
32. Ibíd.,p.l24.
33. Cathechism of the Catholic Church, Liguori Publications, 1994,
p.564.
34. Respect for Human Life (Donum Vitae), traducción del Vaticano,
Pauline Press, 1987, Parte II, Sección 6, p. 32.
35. Fox, op. cit., p. 297.
36. Bernard Háring, «A Theological Evaluation», en John T. N00-
nanJr. (editor), The Morality ofAbortion: Legal and Historical
Perspectives, Harvard University Press, 1970, p. 134, sobre «la
urgente necesidad de una distinción más exacta y cuidadosa entre
acciones tan radicalmente diferentes entre sí como el aborto y la
contracepción».

•228-
13

Un sacerdocio homosexual

Las cifras citadas del trabajo de Richard Sipe demostraron que la


actividad sexual de los sacerdotes homosexuales y heterosexuales
era prácticamente la misma: el 20 % sentía inclinación por las
actividades sexuales, y la mitad de ellos las practicaban. Este balance
está lejos del que presenta la sociedad en general. Las cifras de los
sacerdotes homosexuales pueden estar por encima de la proporción
de homosexuales en la sociedad, pero las de actividad heterosexual
están muy por debajo. La mitad de los que tienen preferencias
homosexuales las ponen (o ponían) en práctica, pero sólo un octavo
de aquellos con inclinaciones heterosexuales ceden a ellas. No es de
extrañar que el grueso de los que abandonan el sacerdocio lo haga
para casarse. Como diría Willie Sutton, ahí es donde están las
mujeres.
No es de extrañar que, proporcionalmente, haya más homosexuales
activos en el mundo de los seminarios y las casas parroquiales. Es un
ambiente totalmente masculino. Las tentaciones y oportunidades se
presentan más a menudo que para los heterosexuales, cuyo contacto
con mujeres es menos frecuente, aislado, y visto con mayor
suspicacia. Esto se verifica en todas las situaciones exclusivamente
masculinas: en el ejército, en los colegios no mixtos, en los Boy
Scouts. Para empezar, tales ambientes atraen a algunos
homosexuales. El estudio del sacerdocio que los obispos solicitaron
en la década de los ochenta y que luego, al ver el rumbo que tomaba,
decidieron suspender, definió estos rasgos en los seminarios
(resumidos por Sipe):

-229-
1. Dependencia, la tendencia a depender de otros más que de
sí mismos.
2. Bajo interés sexual por el sexo opuesto.
3. Elevados intereses estéticos en contraposición con
ocupaciones atléticas o mecánicas.
4. Dominio materno, o un predominio de la imagen inconsciente
de la madre dominante (idealización de la mujer).

No es una descripción de todos los homosexuales, pero indica que


algunos de ellos, que coinciden en otros aspectos, se encontrarían a
gusto con estas compamas. Como lo presenta Sipe: «¿Reflejan estos
hallazgos un componente homosexual más grande en el clero célibe
que en la población en general? La respuesta es que sí.» Las
«profesiones asistenciales», como las llamaban antes, cuentan en
cierta medida con más homosexuales que otras ocupaciones, en gran
parte porque los homosexuales tienen talento para ello.
Aunque esto siempre fue cierto, las evoluciones recientes han
acelerado las tendencias ya presentes. Por una parte, las renuncias
masivas de los sacerdotes heterosexuales alteraron la composición
total de las comunidades sacerdotales. Incluso los heterosexuales
que se quedaron han demostrado en las encuestas que aprobarían
un clero casado, y esto parece haber reducido su propia resistencia al
sexo con mujeres. Esto a su vez puede afectar a la actitud de los
homosexuales hacia la legitimidad del sexo en el sacerdocio,
especialmente dado que la sociedad circundante —incluidos los
sacerdotes heterosexuales— se ha vuelto mucho más tolerante hacia
la homosexualidad, ya no está tan segura de que sea un «trastorno
objetivo» y se guarda de que la consideren o la tilden de
«homofóbica». Al fin y al cabo, vivimos en un tiempo en que la policía
de Nueva York está reclutando abiertamente a homosexuales con el
propósito de entablar una relación más servicial con algunos
segmentos de la comunidad.
Paralelamente, el sistema tácito de apoyo homosexual, el mismo que
todas las minorías tienen que formar para su autoestima o protección,
se ha vuelto más abierto y seguro, desafiando con más libertad a la
desacreditada homofobia. Además, la cantidad de sacerdotes en
tratamiento por sida, o muertos por su causa ha roto en cierta forma
el tabú en los debates sobre la homosexualidad sa-

—230—
cerdotal. Un extenso estudio realizado por el Kansas City Star
demostró que se sabe al menos de 400 sacerdotes que han muerto
de sida, y probablemente la cifra verdadera ascienda al doble, es
decir, entre cuatro y ocho veces la proporción registrada entre la
población común.2
Sumando todas estas razones, los analistas han deducido que en los
seminarios hay más homosexuales que antes. Sipe advirtió este
cambio en las estadísticas a lo largo de sus años de observación.
Thomas Fox, el editor de The National Catholic Repórter, analizando
sus entrevistas y la cobertura de la cultura católica en su periódico,
llegó a la siguiente conclusión: «En algunos casos ha habido informes
sobre seminarios predominantemente gays, donde el ambiente
homosexual se agudizó tanto que hizo sentir incómodos a los
seminaristas heterosexuales, que terminaron por marcharse.» 3 Los
homosexuales también han notado el cambio. En una encuesta
realizada a 101 sacerdotes gays, los que se ordenaron antes de 1960
recuerdan sus seminarios con un 51 % de homosexuales. Los que se
ordenaron después de 1981 dicen que sus seminarios tenían una
población 70 % homosexual. 4
La mera existencia de estas encuestas constituye de por sí una señal
del cambio que ha experimentado la condición de homosexual en el
sacerdocio. Una mayor tolerancia ha posibilitado un mejor
conocimiento de la existencia y actitudes de los sacerdotes
homosexuales, cuyas redes internas eran casi invisibles desde fuera
hasta hace pocas décadas. Evidentemente, los encuestados pueden
estar hinchando sus cifras, deliberada o inconscientemente, para
proclamarse como la norma. No hay muchos que quieran responder a
las encuestas, ni siquiera anónimamente: no son una muestra
representativa. Quizá también estén contando como gay a cualquiera
que a ellos les «parezca» que tenga orientaciones homosexuales,
incluso si la persona no ha reconocido su tendencia. Pero lo que
realmente importa es la proporción, no las cantidades absolutas. Los
homosexuales más jóvenes tienen la impresión de que sus filas
aumentan. La mayoría de los observadores también lo ve así.
Uno podría preguntarse por qué los homosexuales querrían
responder a tales encuestas. Los resultados muestran que los que
responden se sienten frustrados al no poder unirse al movimiento

—231—
de liberación homosexual de manera más abierta. Acogieron con
agrado esta oportunidad —brindada por su silencioso sistema de
autoapoyo— de decir lo que desearían decir a todo el mundo si no
corriesen el riesgo de ser expulsados de un sacerdocio por el que
sienten verdadero amor. De hecho, hubo dos encuestas. En general
ambas coinciden en sus hallazgos, lo que podría interpretarse como
una confirmación de los resultados de no ser por el hecho de que,
dado que se permitió el anonimato en las respuestas, se desconoce
el grado de yuxtaposición que hubo entre ambos grupos,
probablemente no poco, pues la edad promedio de ambos grupos fue
prácticamente la misma (hombres que rondaban los treinta y cinco). 5
La importancia particular de cada encuesta no radica en que los
grupos fuesen totalmente diferentes sino en las distintas tribunas que
cada una ofreció a los encuestados al utilizar métodos y espectros de
interrogación distintos. La primera la realizó un sacerdote, Richard
Wagner, para su disertación de 1980 en el Instituto de Estudios
Avanzados de la Sexualidad Humana en San Francisco. 6 Aunque
Wagner sólo pudo encuestar a 50 sacerdotes, tuvo la oportunidad de
entrevistarse durante hora y media con cada uno. El otro proyecto,
con una muestra de 101 sacerdotes, permitía escribir respuestas
largas y disertaciones, algunas de las cuales se publicaron con la
encuesta, editada por James G. Wolf.7
En ambas encuestas la mayoría se declaró feliz, con un sacerdocio
satisfactorio y un futuro bastante asegurado. Los de la encuesta de
Wolf lamentaron el limitado campo de búsqueda de amantes, pero los
de Wagner alcanzaron un promedio de 226 parejas sexuales, cifra
que se obtuvo solamente porque el 22 % de ellos afirmó haber tenido
más de 500.8 La mitad de la muestra de Wagner y tres cuartos de la
de Wolf sabían que eran homosexuales antes de su ordenación. 9
Aquellos que lo sabían tuvieron experiencias sexuales en el
seminario, y algunos de sus superiores lo supieron. Se les permitió
proceder con la ordenación, quizás (esto no está claro) con la idea de
que se trataba «sólo de una fase» o un desliz. (Las autoridades
católicas han sostenido tradicionalmente que el pecado está bajo el
control de la voluntad, razón por la que muy pocos buscan ayuda
temprana para tratar el alcoholismo.) Alrededor de un tercio de los
superiores de los sacerdotes saben de su homosexualidad, la misma
proporción de padres que lo saben de sus hijos.10

—232—
La elevada prominencia de homosexuales en los seminarios ha
llevado a algunos hombres homofóbicos a no ingresar en el seminario
o a salirse de él. De hecho, la admisión de hombres y mujeres
casados en los seminarios —que tiene que llegar algún día— puede
darse por las razones equivocadas, no porque la mujer y la
comunidad lo merezcan, sino por el pánico a la idea de que el
sacerdocio se está volviendo predominantemente gay.
¿Cómo hacen los homosexuales del sacerdocio actual para conciliar
sus votos de celibato y su vida sexual activa? Algunos piensan que la
orden de abstenerse del sexo es absurda, un formalismo. Otros
piensan que implica una íntima dedicación al Evangelio. Una cantidad
significativa (35 % en Wolf, 22 % en Wagner) cree que el celibato
significa no casarse con una mujer: una definición que haría célibes a
todos los homosexuales, hasta los más promiscuos." Los
homosexuales parecen tener algunos problemas teológicos con las
nociones más elementales de la moralidad de la homosexualidad
misma. Después de todo, las escrituras no dicen nada sobre el
aborto, la contracepción o un sacerdocio no célibe. Sin embargo,
tanto en la Biblia judía como en el Nuevo Testamento sí que hay
algunas claras y graves condenas a algún tipo de homosexualidad.
La mayoría de los encuestados por Wagner (el 88 %) había leído
algún cuestionamiento de los mandatos bíblicos contra la
homosexualidad —The Church and the Homosexual [La Iglesia y los
homosexuales], deJohn McNeill, S.J.—ya casi todos ellos (el 95 %)
les había parecido tranquilizador.12 Cuando apareció el libro de
McNeill en 1976, contó con el apoyo de sus superiores jesuítas y con
su licencia para publicarlo (imprimí potest). Pero no había transcurrido
un año cuando el Vaticano ordenó a los jesuitas rescindir la licencia y
prohibió a McNeill hablar o publicar nada sobre la homosexualidad.
McNeill observó la prohibición hasta que el cardenal Ratzinger publicó
en 1986 una nueva declaración en la que condenaba toda forma de
sexo homosexual. McNeill rompió su silencio, denunció la carta y fue
expulsado de los jesuítas.
McNeill se inspiró en el significativo libro que precedió al suyo —
Homosexuality and the Western Christian Tradition [La
homosexualidad y la tradición cristiana occidental], del anglicano
Derrick Sherwin Bailey (1955)— y en las investigaciones deJohn
Bosweil, un erudito católico homosexual cuyo propio libro,

—233—
Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality [Cristiandad,
tolerancia social y homosexualidad], apareció con gran éxito en 1980.
La idea más importante de Bailey, Bosweil y McNeill es que las
condenas de san Pablo a la homosexualidad no se dirigían a la
orientación homosexual en sí, una «inversión» aún sin descubrir, sino
contra los heterosexuales que cometían la «perversión» de realizar
actos homosexuales. Los eruditos bíblicos siguen sin convencerse de
este punto.13 No obstante, el trabajo de estos tres hombres llevó a
posteriores y mejores análisis de los pasajes relevantes de las
Escrituras, principalmente la ecuánime obra de Robin Scroggs, The
New Testament and Homosexuality [El Nuevo Testamento y la
homosexualidad] (1983).
Scroggs señala que las Escrituras apenas se ocupan de la cuestión
de la homosexualidad. La Biblia judía supuestamente se refiere a ella
sólo cuatro veces y el corpus paulino del Nuevo Testamento tres
veces. Cada pasaje presenta sus problemas. Empecemos con la
escritura judía:
1. La sodomía adquiere su significado moderno en la historia de Lot,
en el Génesis 19. Cuando los ángeles vengadores, disfrazados de
hombres, visitaron a Lot en la ciudad de Sodoma, los perversos
vecinos le pidieron a Lot que sacase a los hombres «para que los
conozcamos» (19:8). Eal les ofreció darles sus hijas vírgenes en su
lugar, pero los villanos insistieron en los hombres. Como la historia
del Génesis de Onán «derramando la simiente» había sido
erróneamente interpretada como un delito sexual, más que como una
ofensa al código familiar, Bailey y McNeill trataron de encontrar un
paralelismo en este caso: que el delito intentado no era la
homosexualidad, sino una transgresión del código de la
hospitalidad.14 Pero Bosweil y luego Scroggs desarrollaron un
argumento más apropiado al decir que el delito está en el intento de
violación, independientemente del sexo de la persona agredida. 15
Otra historia de violación confirma este paralelo, la del levita que
visita Gabaa, segunda ocasión en la que se supone que se condena
la homosexualidad.
2. De nuevo los hombres se reúnen y piden al anfitrión que haga salir
al forastero «para que lo conozcamos» (Jueces 19:22). En su lugar
envía a su concubina, a quien violan y asesinan. El crimen (la
violación) es el mismo que el de Sodoma, al margen del sexo de

—234—
la víctima. Así, dos de los cuatro pasajes de las escrituras judías en
realidad no son en absoluto contra la homosexualidad.
3. Los pasajes tercero y cuarto sí que se refieren a la
homosexualidad. En Levítico (18:22) se prohibe «yacer con varón
como con mujer», pues «es abominación».
4. Esta prohibición se repite en Levítico 20:13-14, añadiendo al veto
la pena de muerte. Estas leyes forman parte del Código de Santidad,
que declara impuras muchas cosas. Mary Douglas ha analizado el
razonamiento de puntos aparentemente arbitrarios de este código en
su libro sobre impurezas rituales, donde dice que el apareamiento
adecuado (o el mal emparejamiento) es la norma.16 William
Countryman se sirvió de las normas de Douglas para debatir las leyes
levíticas sobre la homosexualidad, señalando que es «una confusión
de tipos» lo que crea la impureza:

Es igualmente contaminante mezclar asuntos que no están


hechos para juntarse [...] [así que] no debe permitirse que
diferentes especies de animales domésticos se apareen [por
ejemplo, para engendrar muías], ni que un campo abrigue dos
diferentes tipos de semillas, ni que una tela sea tejida con dos
tipos de fibras [...] ésta es la razón para condenar los actos
homosexuales, tal como lo explica claramente la formulación
de la regla: describe el delito literalmente, como hombre que se
ayunta con hombre «como con mujer». El hombre que
desempeña el papel «femenino» es una combinación de tipos y
por lo tanto impuro, como un tejido compuesto de lino y lana; y
el acto que lo vuelve impuro es responsabilidad conjunta de
ambas partes. Lo mismo se señala en la prohibición de que
hombre y mujer se vistan de lo que no son (Dt. 22:5).17

Para la mayor parte del mundo moderno, la pureza ritual no es una


categoría moral.
Entonces, ¿qué dice el Nuevo Testamento sobre la homosexualidad?
En los evangelios no hay nada, pero en Pablo hay dos pasajes y en
las epístolas pastorales uno:
1. El primer pasaje (1 Cor. 6:9) forma parte de una lista de malas
acciones, en las que se ligan dos expresiones, «afeminados»
(malakoi) y «los que yacen con varones» (arsenokoitai). El primer

—235—
término lo traduce como «afeminados» la Biblia del reyJacobo I de
Inglaterra; como el equivalente en alemán de «mariquitas» lo
traducen Lutero y la versión alemana de la Biblia deJerusalén. Pero el
amaneramiento difícilmente puede considerarse voluntario, y todo
cuanto figura en esta lista es motivo de exclusión del reino de Dios,
más bien severo para con una carencia de virilidad. Es por ello por lo
que el término se emplea como un eufemismo para el de homosexual
en general, que, curiosamente, carece de equivalente en griego. Pero
entonces ¿qué significa la otra expresión? La primera edición de la
Revised Standard Versión pone de relieve el problema traduciendo
ambas palabras de la misma forma: ¡«los homosexuales y los
homosexuales» serán excluidos!
Scroggs suscribe la opinión de otros (incluido Bailey) que ven aquí a
los miembros pasivo y activo de la pareja en la pederastía
característica de la forma griega de homosexualidad. Esto tiene
sentido, puesto que Pablo le escribía a un pueblo griego conocido por
su libertinaje sexual, más sentido que pensar que hablaba de las
«prostitutas del templo». El judío griego Filón, coetáneo de Pablo, fue
particularmente feroz en su denuncia de la pederastía:

Cuando Filón examina estas leyes (Lev. 18:22 y 20:13),


introduce el tema con la siguiente frase: «Hay otro mal que ha
trepado hasta las ciudades, mucho más vil que el anterior
[hombres casados con mujeres estériles], a saber: la
pederastía.» Todo el análisis que sigue se centra en la
pederastía y en lo deshonroso que Filón la considera. Aunque
está claro que cuando Filón lee las leyes generales de su Biblia
contra la homosexualidad masculina .está pensando en las
manifestaciones culturales de su propio entorno [la
pederastía].18

Lo mismo puede decirse de Pablo.


2. La epístola pastoral a Timoteo (1:10) también incluye a «los
sodomitas» en una lista de delincuentes, esta vez precedidos por los
«fornicarios» (pornoi) y seguidos de los «secuestradores». Dado que
el secuestro se utilizaba comúnmente como una táctica para
conseguir esclavos, y que los fornicarios (hombres prostituidos) solían
ser esclavizados, Scroggs sostiene que, una vez más, la pederastía
explica esta unión de términos. 19

—236—
Las palabras más duras están en la epístola de Pablo a los romanos,
donde la lista de actos cuyos autores merecen la muerte incluye ésta
(1:26-27):

Por esto Dios los entregó [a los paganos] a pasiones


vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural
por el que es anormal, y de igual modo también los hombres,
dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su
lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos
hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución
debida a su extravío.

Traduzco como «anormal» lo que suele presentarse en las versiones


más al uso como «contrario a la naturaleza» (paraphysin). Esta
traducción ha llevado a los moralistas católicos a interpretar este
pasaje como una ley natural teórica. Pero Pablo no tiene tal teoría de
leyes naturales. Para él physis significa la forma normal de las cosas.
A veces es bueno apartarse de lo común. En la misma epístola a los
romanos, Pablo dice (11:24) que los gentiles se injertan en la
salvación que procede de los judíos, como ramas cortadas, contra la
naturaleza —para physin, la misma frase empleada en el pasaje— de
su propio árbol e injertados en otro. En ocasiones physis se refiere a
una costumbre social que conviene cumplir, como cuando dice que
«la naturaleza misma (physis) enseña que es deshonroso (atimia) [la
misma palabra usada cuando habla de los hombres y las mujeres en
el texto de los Romanos] para el varón dejarse crecer el cabello» (1
Cor. 11:14).
La ley natural no entra en juego. Entonces, ¿qué entra? Scroggs
alega que aquí Pablo todavía está hablando de pederastía, como en
su carta a los corintios (y como lo hizo Filón). La verdadera sorpresa
es la mención del lesbianismo, la única en todas las Escrituras tanto
judías como cristianas. Pablo está describiendo la corrupción del
mundo pagano en su totalidad (no son pecados en general sino las
pruebas que da de la vergüenza de los gentiles), y por ello tiene que
encontrar la forma de mostrar que las mujeres están incluidas en la
vergüenza general. Pablo dice que el caso de las mujeres es paralelo
(homoiós) al de los hombres, hay que imaginarlas también a ellas
acosando a niñas. Filón habló de la pede-

—237—
rastia femenina en su Vida contemplativa (59-62).20 Scroggs se
justifica al concluir que Pablo se parece a Filón en su desprecio por la
pederastía, lo que no equivale a una condena de la homosexualidad
en general.
Incluso si se discrepa de Scroggs, es evidente que ya no pueden
sostenerse las condenas bíblicas de la homosexualidad como contra
natura. No es que esto pueda cambiar la opinión de los firmes
opositores de los homosexuales. Reaccionarán como lo hicieron los
conservadores teológicos cuando se les quitó la historia de Onán
como base para condenar el control de natalidad. Se inspirarán en
otras fuentes que no sean la Biblia: el temor y el desprecio por el sexo
en sí, la creencia de que las «leyes naturales» exigen la procreación
en todo acto sexual y otras por el estilo. Las leyes humanas
modernas respecto a la dignidad de homosexuales y lesbianas no
podrán borrar prejuicios de tan larga tradición. Sólo lograrán
enfurecer a algunos. Por eso creo que solamente la aversión hacia
los homosexuales les hará cambiar de actitud en relación con otros
aspectos, como la admisión de la mujer y de heterosexuales casados
en el sacerdocio. Incluso eso les resultará menos abominable que un
sacerdocio homosexual.
¿Qué hay de malo en tener homosexuales y lesbianas como
sacerdotes o ministros? No hay nada de malo; otros cultos ya se han
dado cuenta de ello al ordenarlos. Pero eso no implica que la
presencia de sacerdotes homosexuales «célibes» en el sacerdocio
católico actual sea saludable. Ellos podrán sostener que son
«célibes» según su definición privada de la palabra. Pero han hecho
un voto público de celibato, y la intención de todo juramento es
comunicativa, es un compromiso contractual. Ambas partes del
contrato deben estar de acuerdo con sus términos. Los sacerdotes
homosexuales viven una mentira. Quizá les fue impuesta por reglas
sin sentido. Aun así, contribuyen a apuntalar las estructuras del
engaño. Están engañando a la gente. Una de las razones por las que
los pedófilos tienen acceso a los niños es que los padres católicos
cometen la equivocación de pensar que los sacerdotes se abstienen
de toda actividad sexual. Según los sondeos realizados, los
sacerdotes homosexuales dicen que tienen que cuidarse para que los
demás no conozcan su secreto. Deben calibrar cada movimiento para
mantener al menos a algunas personas en la ignorancia.

-238-
En las encuestas, los sacerdotes más francos o arriesgados parecen
estar deseosos de hablar. Sin embargo, de ese grupo, dos tercios se
las ha ingeniado para ocultar la verdad a sus superiores y hasta a sus
padres, esos padres católicos orgullosos del estatus de su hijo y de
su desprendimiento. Uno de los encuestados del estudio de Wolf,
después de enumerar las formas en que había logrado estar en paz
consigo mismo, dijo:
Algunos temores todavía permanecen. ¿Qué harían los parroquianos
si descubriesen que soy homosexual? Este temor me entristece.
Temo el posible rechazo de mi propia gente «a la que tanto amo y
añoro, que es mi gozo, mi corona, mis seres amados», como lo
escribió san Pablo (Fil. 4:1). La gente me quiere pero no me conocen
por completo. No puedo darme a conocer como en verdad soy ni ser
amado por lo que realmente soy. Hay mucho dentro de mí que no
puedo compartir con la gente. Tengo mucha riqueza interior en mi
experiencia de la vida y en la forma de ver el mundo, y sin embargo
tengo que esconderla. Revelar a^mis parroquianos mi orientación
homosexual podría causar, a mi entender, las siguientes situaciones:
la polarización de la gente a mi favor y en mi contra; sospechas o
acusaciones de actividades inmorales, especialmente con
adolescentes y niños; la solicitud de mi destitución; la necesidad de
que el obispo hiciese alguna declaración o tomase alguna medida
respecto a mí; una cacería de brujas contra otros sacerdotes que no
han salido del armario; y la acentuación del temor en aquellos
jóvenes que estén tomando conciencia de su homosexualidad. El
riesgo es demasiado grande.21
El temor a lo que el sacerdote califica de cacería de brujas de los
sacerdotes que no han salido del armario enrola a muchos
homosexuales en la conspiración de silencio que abriga a los
pederastas. Los homosexuales de seguro serán tan reacios a que se
descubra su pederastía como lo era un sacerdote no homosexual que
le dijo a Richard Sipe:

Un sacerdote de mi diócesis fue uno de los tres involucrados


en acoso juvenil este verano. Estuve asignado con él des-

—239—
pues de mi ordenación y lo sentí mucho por él. No puedo
imaginarme lo mal que lo está pasando. No conozco a los otros
dos. El que conozco acarició a un chico de dieciocho años en
una fiesta organizada en la rectoría por su reciente
nombramiento como monseñor. Realmente no me sorprendió.
Lo que si me sorprendió fue que el chico saliera corriendo a la
policía esa noche, a las dos de la mañana. El sacerdote estaba
ebrio, y cualquiera habría pensado que el chico lo dejaría
correr. Salió en toda la prensa.22

Como lo señala Sipe, este hombre expresaba mucha compasión


cuando decía imaginar lo que el sacerdote estaría sufriendo, pero no
le importó en absoluto lo que le había sucedido al chico. Y según
asegura Sipe, su interlocutor es un «sacerdote célibe muy consciente
y activo». El sistema causa un instinto ciego de preservación del aura
sacerdotal, sea cual sea el precio que tenga que pagar la víctima del
acoso. «Atraer la atención pública hacia el sacerdote no es el peligro
mayor; la revelación psicológica —que se descubra el funcionamiento
del sistema, cómo todo encaja en su lugar— representa una amenaza
superior para el poder institucionalizado y es por ello por lo que se
resisten tenazmente.»23 Con la excusa de «proteger a la Iglesia de
escándalo» se sella un pacto corrupto: «El sistema es una
hermandad que garantiza empleo, respetabilidad, prestigio y poder. El
precio es la apariencia del celibato; ya que todos los beneficios se
acumulan automáticamente siempre que se adopte la apariencia del
celibato, pública u oficialmente.»24
Los homosexuales pueden alegar que ellos no están haciendo nada
que los sacerdotes heterosexualmente activos no hagan. Es cierto.
Estos últimos también están viviendo una mentira, procurándose
acceso emocional a las mujeres bajo una pretendida virtud,
aprovechándose de ellas y abandonándolas porque no pueden
asumir un compromiso verdadero y abierto con una mujer, o
recluyéndolas en una vida de falsedades si llegan a prolongar su
aventura furtiva. Ellos también tienen que observar una disciplina del
engaño por temor a que se descubra su secreto. Viven en su propia
prisión de falsedad. Nada puede estar más lejos del ideal evangélico
del «diálogo abierto» (parrhésia). Los pederastas no son los únicos
sacerdotes que se aprovechan de los demás.

—240—
NOTAS

1. A. W. Richard Sipe, A Secret Worid: Sexuality and the Search for


Celibacy, Brunner/Mazel Publishers, 1990, p. 71.
2. Kansas City Star, serie realizada porJudy L. Thomas, enero de
2000. En una encuesta a 800 sacerdotes, dos tercios dijeron conocer
al menos un sacerdote fallecido a causa del sida y un tercio conocía
al menos un sacerdote enfermo de sida.
3. Thomas Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller, 1995,
p.177.
4. James G. Wolf (editor), Gay Priests, Harper & Row, 1989, p. 60.
5. Ibíd., p. 20. Richard Wagner, O. M. I., «Gay Catholic Priests: A
Study of Cognitive and Affective Dissonance», p. 17.
6. Wagner, op. cit. La abogada Sylvia Demarest me facilitó
amablemente una fotocopia de la disertación.
7. Wolf, op. cit., p. 26.
8. Wagner, op. cit., p. 26.
9. Wolf, op. cit., p. 34.
10. Wagner, p. 93, Wolf, p. 52.
11. Wagner, p. 56, Wolf, p. 38.
12. Wagner, p. 64. John McNeill, S. J., The Church and the
Homosexual, Sheed, Andrews & McNeill, 1976.
13. Véase por ejemplo, de Joseph A Fitzmyer, S. J., Romans (AB,
1993), pp. 286-288, donde acusa a Bosweil de traducir
tendenciosamente el «contra natura» de Pablo (para physin) como
«fuera de lo natural». Para un tratamiento aplastante de las
traducciones tendenciosas de Bosweil en su último libro, Same-sex
Unions in Premodern Europe, véase Daniel Mendelsohn, «The Man
Behind the Curtain, Arion, Otoño 1995, pp. 204-273.
14. D. S. Bailey, Homosexuality and the Western Christian Tradition,
Longmans,GreenandCo.,1955,pp. 1-28. John McNeill, S.J.,
TheChurch and the Homosexual, Sheed, Andrews & McNeill, 1976,
pp. 42-50.
15. John Bosweil, Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality,
University of Chicago Press, 1980, pp. 92-99. [Cristianismo, tolerancia
social y homosexualidad, traducido por Marco Aurelio Galmarini,
Muchnik Editores, 1998.] Robin Scroggs, The New Testament and
Homosexuality, Fortress Press, 1983, pp. 73-75.
16. Mary Douglas, Purify and Danger: An Analysis of Concepts of
Pollution and Taboo, Routledge & Kegan Paúl, 1966, capítulo 3, «The
Abominations of Leviticus», pp. 41-57. [Pureza y peligro: análisis de

—241—
los conceptos de contaminación y tabú. Siglo XXI de España Editores
S.A.,2000.]
17. L. William Countryman, Dirt, Greed, and Sex: Sexual Ethics in
the New Testament and Their Implications for Today, Fortress Press
1988,pp.26-27.
18. Scroggs, op. cit., p. 88.
19. Scroggs, ibíd.,pp. 118-121.
20. Ibíd.,p.ll5.
21. Wolf, op. cit., p. 151.
22. Sipe, Sex, Príests, and Power, p. 64.
23. Ibíd.,p.85.
24. Ibíd.,p.85.

-242-
14

Política mariana

Existe un apoyo del sistema del celibato que aún no se ha tratado: la


Virgen María. Los papas modernos recomiendan a los sacerdotes
que se consideren vírgenes consagrados a la Virgen. El estudio del
sacerdocio mencionado anteriormente —el que los obispos
encargaron y luego, al ver el rumbo que tomaba, cancelaron—
encontró en los seminaristas este rasgo: «El dominio de la madre, o
el predominio de la imagen inconsciente de una madre dominante (la
idealización de la mujer).» A menudo se dice que María realza la
dignidad de la mujer. Pero para los misóginos una madre idealizada
constituye tanto una seguridad en si misma como una alternativa para
mujeres inferiores. Constantemente se menciona a la Virgen para
evitar la ordenación de las mujeres: si María no fue sacerdote, ¿por
qué habrían de serlo? Juan Pablo II llegó a decirles a las mujeres que
no necesitan ser sacerdotes puesto que ellas crían y se dedican a los
niños que han de ser sacerdotes, y que ellos las tienen en su
pensamiento cuando están en el altar y consagran la hostia. 1 Hemos
visto en un capítulo anterior cómo se utilizaron los documentos del
Vaticano sobre el tema de la humildad de María para torpedear el
intento de los obispos estadounidenses de formular una declaración
sobre el papel de la mujer en el mundo moderno. No es extraño que
la novelista católica Mary Gordon haya escrito lo siguiente:

En mis tiempos, María era una vara para golpear a las chicas
listas. Se presentaba como ejemplo constante; un ejemplo de
silencio, de subordinación, de la satisfacción que debe pro-

— 243 —
porcionar ocupar el lugar secundario... Para mujeres como yo
era necesario rechazar esta imagen de María a fin de no perder
la frágil esperanza de logros intelectuales, la independencia de
identidad, la satisfacción sexual. Sin embargo, no se nos
ofreció alternativa alguna a esta imagen mariana; por lo tanto,
se nos negó una poderosa imagen femenina cuya aplicación
fuese universal. 2

Precisamente porque la imagen mariana inhibía a la mujer, contribuía


a la inmadurez masculina tanto como al poder masculino en la Iglesia
(a menudo ambos van juntos). Sipe piensa que el sentimiento de ser
«hijo de María» puede infantilizar la vida espiritual: «Tanto la
idealización de la mujer como virgen-madre como su degradación a
un papel inferior al del hombre anulan el crecimiento emocional y de
hecho retrasan el desarrollo del celibato.»3 La beatería infantil
desarrollada en los seminarios menores explica en parte los
sermones simplistas elaborados más adelante por los sacerdotes, así
como la interminable concentración en las festividades y devociones
a María a lo largo de todo el año. La aventura intelectual y los
sermones profundos no eran apropiados para la «gente sencilla» que
imita la sumisión de María.
Aunque las oraciones como las novenas y los rosarios se han visto
menguadas en gran parte del laicado, la jerarquía está más
marianizada que nunca, y las apariciones privadas a mujeres y niños
producen oleadas de emotivos sollozos.4 De este forma, la devoción
mariana se mantiene al rojo vivo en dos frentes, por así decirlo, el
centro y la periferia. La minoría conservadora se lamentó en el
Vaticano II de la poca atención que se le estaba dedicando a María,
que ella debía haber sido objeto del tratado sobre la Iglesia, que se
debería reafirmar y subrayar su papel en la redención y en la
distribución de la gracia. Los dos únicos ejercicios solemnes de la
infalibilidad del Papa en los últimos tiempos han sido definiciones
sobre dogmas marianos: el de su Inmaculada Concepción, por Pío IX
y el de su Ascensión a los Cielos de Pío XII.
La popularidad de María dificulta la oposición a las declaraciones
infalibles que sobre ella se han hecho. Sus festividades colman el
calendario, y existe una presión constante para añadir otras. Se
celebran las fechas de sus múltiples apariciones, Juan Pablo II

-244-
asegura que Nuestra Señora de Fátima lo salvó de ser asesinado,
porque el atentado contra su vida se perpetró en el aniversario de la
primera aparición de María a los niños de Fátima en Portugal. Luego
peregrinó hasta allí para dar gracias por su intervención, y la bala
disparada por Mehmet Ali Agca se engastó en la corona de la estatua
de la Virgen en la capilla de Fátima.5
Ya he citado en un capítulo anterior el lamento del dominico Yves
Congar por el olvido del papel del Espíritu Santo en la Iglesia.
Entonces me referí a su tesis de que en cierta medida el culto del
Papa había sustituido el papel de orientador activo de la Iglesia que
antaño le incumbía al Espíritu. Luego añadió que se había efectuado
otra sustitución: la del Espíritu por María. Lo cierto es que ambas se
refuerzan mutuamente. Como ejemplo del erróneo tratamiento de
María, Congar cita una encíclica papal de 1894 que avala estas
palabras de san Bernardino de Siena: «Toda la gracia comunicada a
este mundo nos llega en un movimiento triple. [Supuestamente lo
triple se refiere a la acción de la Trinidad, ¿cierto? Pues no:] Es
enviada de acuerdo con un orden perfecto, de Dios a Cristo, de Cristo
a la Virgen y de la Virgen a nosotros.» 6 Congar cita a un teólogo más
reciente (1965): «Cuando empecé el estudio católico de la teología,
en todas partes donde esperaba encontrar una muestra de la doctrina
del Espíritu Santo, encontré a María.»7 Esta situación se refleja en las
excusas que presentara un sacerdote, al que me he referido con
anterioridad, por tener que tratar algo tan abstracto como la Trinidad
el día de su festividad. María no es abstracta. Nadie se disculpa por
predicar sobre ella.
Los católicos se sorprenderían al saber lo que tardó en aparecer esta
proliferación de títulos y festividades marianas. La Iglesia no le
reservaba celebración alguna, al menos en Occidente, hasta bien
entrado el siglo v. En los cientos de sermones de Agustín nunca se la
menciona. De hecho, habla mucho más de las otras dos Marías del
Evangelio: María de Betania (símbolo de contemplación) y María
Magdalena (símbolo de amor). Cuando aparece la madre de Jesús en
los pasajes del Evangelio que Agustín comenta, a él no le parece tan
profunda la importancia de su papel como a los predicadores
modernos. Por ejemplo, en el evangelio de San Juan, cuando Jesús
mira desde la cruz a María y a san Juan y les dice: «Madre, he ahí a
tu hijo» e «Hijo, he ahí a tu madre» (19:27). He oído en

-245-
muchos sermones de cuaresma que con esa frase se nos entrega a
todos, junto con Juan, al cuidado de María como nuestra protectora,
convirtiéndola en un símbolo de la Iglesia. Pero Agustín se detiene en
las siguientes palabras del evangelio: «Y desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa», y llega a la conclusión obvia de que
es a ella a quien Jesús encomienda al cuidado de Juan. Agustín dice
incluso que Jesús recuerda a sus discípulos su deber de cuidar a las
ancianas y las viudas. María no está protegiendo, antes bien,
necesita protección. No sería éste el papel que Juan le daría a la
Iglesia personificada.8
Puesto que Juan le atribuye un significado simbólico a todo lo que
sucede en la crucifixión, es probable que lo que aquí se simbolice
sea, como lo expuso una reunión de eruditos ecuménicos, la
adopción de María en la familia escatológica de Jesús, la nueva
familia formada por sus discípulos, una familia de la que por lo
general había estado excluida durante su ministerio, al igual que otros
familiares consanguíneos (compárese Jn. 7:1-10 con Me. 3:31-35, Mt.
12:46-50 y Le. 8:19-20).9 Más que ser la Iglesia, a María se la admite
por fin en la Iglesia.
Hay otro pasaje en el evangelio de San Juan que resulta importante
por ser el único texto del Nuevo Testamento que Juan Pablo II pudo
encontrar para declarar a María como la mediadora de todas las
gracias. Es la interpretación de una boda en Cana. Cuando María le
dice a Jesús que se ha acabado el vino de la fiesta, él responde:
«¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora» (Jn. 2:4).
Sin embargo, María le indica a los sirvientes que hagan lo que Jesús
les diga, y él transforma el agua en vino. El Papa, en su exposición de
esta historia en la encíclica Redemptoris Mater, dice que la aparente
aspereza de Jesús y la serena reacción de ella sólo muestran «el
profundo entendimiento que existía entre Jesús y su madre».10 Alega
que efectivamente María «contribuye a ese comienzo de las señales
que revelan el poder mesiánico de su Hijo», es decir, el milagro se da
por su intercesión, a pesar de que Jesús diga que su hora no ha
llegado. Ella puede de hecho doblegar la voluntad del Padre, quien
había fijado la hora de su hijo:

Existe, pues, una mediación. María se sitúa entre su Hijo y la


humanidad en la realidad de sus deseos, sus necesidades, sus

—246—
sufrimientos. Se pone «en medio», es decir, actúa como
mediadora, no como extraña sino en su posición de madre.
Sabe que como tal puede señalar a su Hijo las necesidades de
la humanidad; es más, «tiene derecho» a hacerlo. Sus
mediaciones revisten por tanto carácter de intercesión.11

La lectura que hace Agustín de este pasaje es bastante diferente. El


advierte que algunos tratan de suavizar la dureza de las palabras de
Jesús hacia ella. Mas él no. 12 Dice que las palabras quieren señalar
un misterio:

Como ella no era la madre de su divinidad, y el milagro que


estaba pidiendo tenía que obrarse a través de su divinidad, él
le respondió: «¿Qué tienes conmigo? Pero a menos que
pienses que no te reconozco como madre, te digo además que
aún no ha venido mi hora. Entonces te reconoceré cuando la
debilidad que pariste haya comenzado su hora colgando de la
cruz.» [Es entonces cuando] confía la madre al cuidado de su
discípulo. Al morir antes que la madre, para resucitar ante la
madre, él, como humano, encomienda a otro humano el
cuidado de ese humano de quien él derivó su humanidad.13

María es la madre de la debilidad de Jesús, no de su fuerza. Él deja


claro que hará el milagro, pero no por ella, pues su divinidad tiene sus
propios objetivos, ligados con la hora de su muerte, a la que se dirige
de la mano del Padre. Ella no tiene derecho a esa elevada misión. El
pagará su deuda mortal hacia ella en tanto que humano débil, al velar
por su cuidado cuando él haya muerto.
Lo más impactante de este sermón de Agustín es la forma en que
anticipa la mejor exégesis moderna del relato de Cana en todos los
puntos importantes. Raymond Brown señala que el Padre controla la
hora de Jesús, y que éste le obedece. Eso es lo que debe recalcarse:

Antes de realizar esta señal, Jesús tiene que aclarar su


rechazo a la intervención de María; ella no puede desempeñar
papel alguno en su ministerio; sus actos deben reflejar la
soberanía de su Padre, y no la de ningún humano ni factor
familiar. 14

—247—
Juan Pablo II, ansioso por vender su imagen de mediadora de la
palabra revelada, logró exactamente lo contrario. ¿Cómo llegamos
desde la visión mañana de Agustín hasta la de Juan Pablo? La
historia de la doctrina cristiana en cinco tomos de Jaroslav Pelikan
nos muestra parte del camino, aunque éste subraya que las
devociones litúrgicas y privadas a menudo fueron tan importantes
como los debates doctrinales. No fue sino hasta la Edad Media
cuando empezó a aparecer una mariología independiente. A lo largo
de la antigüedad tardía María había sido sujeto de especulaciones
sólo en cuanto ramificación de la cristología. A principios del siglo u,
Ignacio de Antioquía, cuya teología (como ya hemos visto) estaba
impregnada del Espíritu, recalcó que Jesús «nació de María» para
oponerse a las opiniones «docetistas» según las cuales Jesús no era
un hombre verdadero.15 La expresión «portador de Dios» (Theotokos}
se usó para combatir el error contrario, el de creer que Jesús no era
el verdadero Dios. Aparentemente el obispo Alejandro fue el primero
en emplear este término.16 Una vez derrotadas las primeras herejías,
se produjo una tregua en la actividad doctrinal, colmada por la
beatería popular. En la Iglesia oriental las ceremonias de la corte y los
nombramientos nobiliarios presentaron a María como una emperatriz,
reverenciada en iconos milagrosos y celebrada por poetas en la
tradición de Romanos el Melodista (siglo vi).17 En Occidente, el le-
galismo feudal convirtió a María en un abogado ante el señor feudal.
En palabras de Ildefonso de Toledo (siglo vil): «No podemos
encontrar a nadie más poderoso en méritos de lo que vos sois para
aplacar la ira del Juez.»18 En el Nuevo Testamento, quien le da al
pueblo la seguridad para dirigirse al Padre como hijos adoptados es
el Espíritu Santo. Ahora se les separa de la vida interior de la
Trinidad, como los esclavos feudales a quienes no se permite entrar
en la casa grande. María tiene que hacer los recados de los humildes.
La Edad Media se obsesionó con los datos físicos de la virginidad de
María. Los comentaristas modernos a menudo utilizan el término
«nacimiento virginal» para referirse a la concepción virginal (el
advenimiento del Espíritu en la Anunciación) o la Inmaculada
Concepción (la propia exención de María del pecado original). Pero la
Edad Media literalmente entendía por nacimiento virginal que Cristo
de alguna manera había nacido sin romper el himen de María:

-248-
Sin embargo, lo que planteó un problema entre Radbert y su
monástico colega Ratramno (siglo IX), no fue la forma en que
María concibió, ni el modo en que ascendió a los cíelos, sino la
manera en que dio a luz a Cristo. La tradición patrística era
ambigua en este aspecto, pues «está claro que los padres se
ocuparon de la concepción virginal, no del nacimiento
milagroso» de Cristo; pero los detalles del parto tenían que
formar parte de la doctrina de la virginidad perpetua de María.
Cualquier alternativa a la virginidad perpetua era impensable.
La formula «virgen antes de dar a luz, virgen durante el
alumbramiento, virgen después del parto» fue aceptada
universalmente. Ratramno lo interpretó como que «su inviolada
virginidad concibió como mujer y dio a luz como madre». El
milagro consistía en la conservación de la virginidad en la
concepción y en el nacimiento.19

Todo el nacimiento fue tan milagroso que una iglesia declaró tener
como reliquia un poco de su leche materna.20
Hacia mediados del siglo xiii, María ya tenía una biografía detallada
descrita en Leyenda áurea, de Jacobo de Vorágine, una biografía que
guardaba una evidente similitud con la de su hijo. Su nacimiento,
también, incluyó una anunciación (a su padre), una visitación (a su
madre), un nacimiento milagroso, una presentación en el templo y
una selección de pretendientes que equivale en cierto modo a la
masacre de los inocentes. 21 Estas escenas de la Leyenda fueron
pintadas una y otra vez, en especial por Giotto en la capilla del Foro
en Padua. Una especie de caballerosidad competitiva en el cortejo
amoroso ocasionó que los hombres rindiesen halagos cada vez
mayores a María. No sólo era la más elevada entre los mortales,
según Pedro Damián (siglo Xl), sino también superior a los ángeles,
con lo que la ponía aún más fuera de alcance como modelo para las
otras mujeres.22
Ni siquiera ese elogio era suficiente. Se utilizaron para ella las
mismas palabras que para cada persona de la Trinidad. El texto de
san Juan 3:16 fue remodelado situándola a ella en lugar del Padre:
«María amó tanto al mundo, es decir, los pecadores, que dio su único
Hijo para la salvación del mundo.»23 Se usurpó la actuación de su
Hijo cuando se dijo que «el mundo fue redimido a través de

—249—
ella».24 Le dieron los títulos del Espíritu cuando la llamaron «consuelo
y enseñanza».25 Duns Escoto (siglo xiv) racionalizó esta inflación
titular con su principio maximalista de las dignidades ma-rianas: todo
privilegio que su hijo le pudiese dar, él se lo daría (¿no lo haría
cualquier buen hijo?). Todo lo que era posible con ella era plausible, y
si era plausible se llevaba a cabo. Potuit, decuit, fecit.26
Se levantaron algunas voces de alerta. Bernardo de Claraval (siglo
Xll), un elocuente admirador de María en general, negaba que
pudiese haber sido concebida inmaculadamente. Después de su
muerte nació la leyenda de que Dios dejó una marca negra en su
alma por escribir contra su madre. 27 Tomás de Aquino (siglo Xlll), sin
dejarse intimidar por la amenaza de la marca negra, cuestionaba
firmemente la inmaculada concepción de María. Sostenía que todos
los humanos vinieron de Adán, heredando así la plaga del pecado
original. Eximir a María de esta condición humana significaría que
Jesús no se hizo hombre en la línea de David, asumiendo la
condición humana del pecado que él quería derrotar. Además, si
María no necesitaba la redención, como el resto de los hijos de Adán,
«esto le quitaría a Cristo el honor de ser el redentor de todo el
mundo» (ST 27 2r).
Las primeras doctrinas de la gloria de María aclararon el carácter de
la Encarnación y se centraron en el hijo de María. Esta doctrina
enturbió y confundió la naturaleza de la Encarnación. La exención de
la condición humana histórica convertía a María en un superhumano.
También complica la explicación de por qué sufrió los efectos del
pecado original (dolor, cansancio, muerte) sin haberlo contraído.
Jesús podía sufrir en su naturaleza humana porque también tuvo una
naturaleza divina. Establecer un paralelo entre Jesús y María le daría
a ella una naturaleza divina. Algunos alegan que de hecho ella no
murió. Incluso se llegó a decir que Dios apartó una porción de
«materia prima» cuando creó el mundo, que mantuvo separada del
curso pecador del universo para cuando le tocase hacer a María. 28 Su
misma carne era una maravilla cósmica, inmortal, como la kriptonita.
Cuando Henry Adams visitó las catedrales francesas dedicadas a
Nuestra Señora, construidas en la alta Edad Media, encontró en sus
capillas una deidad separada, con valores diferentes de los de Dios.
El Dios masculino era todo severidad y justicia, el femeni-

—250—
no todo gracia y perdón. El no podía competir con ella. Era preferible
no entrar en la iglesia por la puerta de Él, coronada con un severo
juicio final, sino más bien escurrirse por la puerta lateral, bajo la
escena de la coronación de María esculpida en el frontispicio. Adams
declaró que la devoción que construyó las catedrales de María,
«expresaba una intensidad de convicción nunca antes alcanzada por
ninguna pasión, ya sea religiosa, de lealtad, de patriotismo o de
riqueza».29
Cuando llegó la Reforma, los iconoclastas arrasaron a esta diosa-
ídolo de su puerta lateral, lo que aumentó la lealtad y la defensa de
los católicos hacia ella. Sufrió de nuevo las afrentas de las
revoluciones del siglo XVlll y XIX, así que —en una época de
creciente secularismo— Alfonso de Ligorio (siglo xviii) revivió las
normas de Escoto sobre la necesidad de favorecer cualquier «opinión
que tienda de alguna forma a honrar a la más bendita de las
Vírgenes». Él defendió esta posición en Las glorias de María, que
Pelikan califica de «uno de los libros más influyentes jamás escritos
sobre María».30 Alfonso declaró que es María quien nos librará de la
muerte.31 El siglo XIX estrenó lo que Pelikan llama la edad de las
principales apariciones: a Catherine Labouré (1830), a los niños de La
Salette (1846), a Bernardette en Lourdes (1858).
Nadie mostró más devoción por estas apariciones que el Papa Pío IX,
a quien conocimos antes por el secuestro de Edgardo Mortara. Su
beatería mariana, al igual que la de Juan Pablo, se modeló durante su
infancia. Fue un niño enfermizo, sujeto a ataques que pueden haber
sido epilépticos y que se vio forzado a vivir una escolaridad irregular.
No obstante, fue sumamente devoto de la virgen. Su madre le llevaba
a orar por su salud a la Santa Casa de Lo-reto (el hogar palestino de
María milagrosamente trasladado a Italia). A Juan Pablo, cuando era
el joven Karol Wojtyla, su padre le llevaba a la capilla de la Virgen
negra de Czestochowa. La madre de Karol había muerto siendo él un
niño, y conforme crecía se consideró completamente entregado a la
Virgen (su lema episcopal, Totus Tuus, así lo demuestra). Cuando
Pío IX, siendo Papa, sobrevivió al derrumbe de un convento que
estaba visitando, atribuyó su rescate a la Virgen de Loreto e hizo un
peregrinaje hasta su capilla, del mismo modo que Juan Pablo fue a
dar gracias a Nuestra Señora de Fátima por haberle salvado de un
asesino.32

—251—
Pío sintió que la Virgen estaba estrechamente asociada con su
papado. La Virgen apareció en La Salette durante su primer año de
pontificado. Su anterior aparición ante Catherine Labouré fue
interpretada como un llamamiento a que se calificase de dogma
infalible su inmaculada concepción. Después de que Pío definiese el
dogma en 1854, la Virgen se presentó a Bernardette en Lourdes (en
1857) diciendo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», con lo que le
demostró a Pío que había hecho lo correcto. Pío trató de vincular
importantes acciones y declaraciones con el 8 de diciembre, día de la
festividad de la Inmaculada Concepción. No sólo proclamó el dogma
en esa fecha de 1854. Publicó su mayor denuncia del mundo
moderno, su Syllabus errorum el mismo día en 1864, e inauguró el
Concilio del Vaticano que declararía su infalibilidad al respecto en
1869.
El dogma de la Inmaculada Concepción estaba estrechamente
vinculado con otras dos cosas muy apreciadas en su corazón, la
resistencia al mundo moderno (cuyo estilo democrático condenó en el
Syllabus) y el poder de su propio cargo. La conexión entre estos tres
factores está claramente expuesta en el segundo volumen de los tres
que conforman la magistral historia del pontificado de Pío escrita por
Giacomo Martina. Cuando el pánico se apoderó de Pío por el
Risorgimento, movimiento que estaba unificando Italia, expulsando
los poderes extranjeros y apoderándose de los dominios del Papa, se
reconfortó con el pensamiento de que María le protegería si él
luchaba con más ahínco por ella. Las acciones del sínodo de los
obispos de Umbría, reunidos en Spoleto en 1849, le sugirieron los
métodos para lograrlo. El año anterior había sido testigo de la
publicación del Manifiesto comunista de Marx y de las revoluciones
socialistas en Europa. En respuesta a esta amenaza de la izquierda,
los obispos publicaron una lista de los errores del mundo moderno.
Pío, muy impresionado por este documento, elaboró su propia lista,
más larga, que publicó en su Syllabus errorum enl864."
Pero antes tenía que encargarse del asunto de la Virgen, al que
consideraba parte integrante de la lucha contra la modernidad. Para
ello se inspiró en un libro que apareció en 1851, An Essay
Considering Socialism and the Socialist Teaching and Tendencles
[Ensayo sobre el socialismo y la enseñanza y las tendencias socia-

—252—
listas], del conde Emiliano Avogardro della Motta, en el que decía que
la concentración en la pureza de María haría que la gente se diera
cuenta de la maldad del ataque comunista-socialista a la Iglesia.34
Otro fanático del libro, inducido por Pío, o por sí mismo, fue el Jesuíta
editor de La Civilta Cattolica, donde revisaron el libro de cabo a rabo y
lo utilizaron como premisa para su artículo «The Social Aptness of a
Dogmatic Definition of the Inmaculate Conception of the Blessed
Virgin Mary» [La idoneidad social de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción de la Bendita Virgen María].
Cuando Pío fue temporalmente expulsado de Roma por el avance del
Risorgimento, se quedó en Gaeta, un pueblo al sur de Italia, hasta
que las tropas francesas lo acompañaron de nuevo a Roma. Regresó
con la determinación de convocar a la Virgen a la batalla declarándola
inmaculadamente concebida. Como señala el padre Martina:

Las especiales circunstancias de este período —el exilio en


Gaeta, la inminente proclamación de la República romana—
estaban destinadas a llevar al Papa por el sendero elegido, el
cual, como era su actitud característica, no parecía
simplemente una cuestión de teología, sino una poderosa cura
para recuperar la Iglesia, de sus líderes y del mundo, de las
manos de los malvados que la habían puesto en peligro. 35

Ya que era así como él concebía la definición del dogma, Pío estaba
ansioso por seguir la sugerencia de Della Motta y del editor de Civilta,
de combinar un ataque a los errores modernos (que luego reuniría en
el Syllabus) con la definición del dogma mañano. Dom Guéranger, el
respetado abad del monasterio de Solemes, a quien Pío había
llamado a Roma para escribir un esbozo de la definición, quedó sin
habla cuando éste le dijo que tenía que incluir en el documento una
acusación al liberalismo político. Guéranger trató de resistirse, pero el
Papa fue inflexible.36 Cuando entregó el borrador, su ataque a la
modernidad no resultó lo bastante fuerte para Pío, quien encomendó
entonces la tarea a una comisión que pasó tanto tiempo tratando de
encontrar bases bíblicas y patrísticas para la doctrina que nunca llegó
a la parte moderna.

—253—
Los teólogos se enfrentaban a objeciones a la definición planteadas
mucho tiempo atrás: no sólo la resistencia de Tomás de Aquino, que
la veía como una rebaja de la dignidad de Cristo, sino también los
reparos que ocasionaron que el predecesor de Pío, Gregorio XVI,
rechazase las peticiones de los seguidores de María por su
proclamación. El papa Gregorio sintió que no era algo tradicional el
definir doctrinas sin la necesidad de combatir algún error opuesto y
que el uso de la autoridad papal para fijar dogmas sin el apoyo del
Concilio sería una brusca afrenta a las actitudes modernas. 37 Pero
era justamente la oportunidad de doblegar su propia autoridad lo que
atraía a Pío. Realizó la diligencia de consultar a los obispos
enviándoles una carta donde les preguntaba si los católicos de sus
diócesis estarían a favor del dogma. De 603 respuestas, 546 fueron
afirmativas.38 Este apoyo popular al dogma no disipó las objeciones
de los teólogos sobre la oportunidad y jurisdicción de su definición,
pero Pío no quiso que se ventilasen estas actitudes. Contaba con la
popularidad de María entre los católicos para superar restricciones
tan insignificantes.
Después de pasear el proyecto de proclamación por interminables
propuestas de texto redactadas por diferentes comités, el Papa
anhelaba definir el dogma en 1854 el día de la correspondiente
festividad, el 8 de diciembre (mostraría el mismo apremiante deseo
de conseguir los resultados deseados en el Concilio, cuando los
teólogos empezaron a pasar demasiado tiempo debatiendo la
infalibilidad). Convocó a los obispos a Roma para la festividad, no
para consultarles. Se reunió con ellos en un consistorio secreto el 1
de diciembre, más para informarles que para pedir su consejo. El 4 de
diciembre se reunió con cuatro cardenales para revisar el boceto final
(el séptimo) del documento de la definición. El Papa, deseoso de
estampar su sello en él, les ordenó invertir el orden de los temas en el
texto y comprimir varios artículos. Esto supuso una ofensa al trabajo
de los teólogos, pero más tarde se justificó aduciendo que «era
necesario, para evitar que se dijera que todo lo habían hecho los
jesuítas».39 Era su labor, y de nadie más, y quería que eso quedase
claro.
A causa de los cambios de última hora que pidió, no se pudo preparar
el documento para el día de la proclamación, así que Pío —en una
ceremonia de cuatro horas— leyó solamente la parte ofí-

—254—
cial de la definición. Tardó ocho minutos en leer dos páginas, por lo
vencido que se sentía, derrumbándose repetidamente, sollozando y
derramando lágrimas sobre las páginas, atemorizado por la lealtad
que le estaba demostrando a María, y por el poder que estaba
ejerciendo para hacerlo.40 Se estaba exaltando a María. Pero también
al papado:

Por el honor de la Santísima e Indivisa Trinidad, y por la gracia


y dignidad de la Virgen Madre de Dios, por la exaltación de la
fe católica y el avance de la religión cristiana, por la autoridad
de Nuestro Señor Jesucristo y de los santos apóstoles Pedro y
Pablo, y por nuestra propia autoridad, declaramos,
pronunciamos, y definimos...

Como dijo el historiador de la Iglesia Owen Chadwick: «Ningún Papa


anterior en dieciocho siglos ha hecho una definición de doctrina como
ésta.»41 Cinco años más tarde, cuando en el Concilio Vaticano
algunos alegaron que el Papa no era infalible, respondió con la
seguridad de haber probado que lo era, en la fórmula por la que
definió la Inmaculada Concepción. María fue su caballo de Troya para
deslizar el dogma de su propio poder en la ciudade-la, entrando por la
puerta lateral especial de la Virgen. Cuando su propio secretario de
Estado le dijo que estaba enajenándose del mundo con esta
campaña a favor de una declaración oficial de infalibilidad, respondió:
«Tengo a la Santa Virgen de mi lado.»42
El uso político de María contra el comunismo se inició con el libro de
Della Motta en 1851 y continuó a lo largo del pontificado de Pío IX, y
fue renovado en el siglo XX por el llamamiento de Nuestra Señora de
Fátima a orar por la conversión de Rusia, lo que produjo la formación
del «Ejército azul» a su servicio.43 En 1951 Pío XII informó de que
había tenido una visión en Fátima en 1917 en la que se repetía la
petición.44 La devoción del papa Juan Pablo a Nuestra Señora de
Fátima guarda relación con su resistencia al comunismo en su
Polonia natal. Sin embargo, él tuvo una visión más grande y
espléndida de su servicio a la Virgen, comparable a la de su héroe.
Pío IX. En 1997 nombró una comisión de veintitrés eruditos para
discutir el nombramiento de María como corredentora de la raza
humana.45 Esto va más allá de la usurpación de las actividades

—255—
del Espíritu al llamarla la Mediadora de todas las gracias. Ahora la
quieren hacer asistente adjunto del trabajo divino. Una vez más se
retira la íntima acción del Espíritu en el cuerpo de Cristo hasta una
distancia que sólo ella puede recorrer para nuestra salvación. Nada
puede ser más ajeno al tratamiento de María en los evangelios.
Sólo hay una parte (pero una importante) donde se da a María un
papel principal en el Evangelio: la narración de Eucas de la Natividad
(en los pasajes equivalentes de Mateo, el papel principal lo lleva
José). Eucas toma las oraciones y los himnos de la Iglesia sobre la
llegada de Jesús a su vida y los presenta como un preludio a su
relato del ministerio terrenal de Cristo. En el evangelio más
helenístico, cuatro cánticos en formato judío proporcionan el marco
para la narrativa: el Magníficat de María (Ec 1:46-55), el Benedictus
de Zacarías (Ec 1:67-79), el Gloria in Excelsis de los ángeles (Ec.
2:13-14) y el Nunc Dimittis de Simeón (Ec. 2:28-32).46 En la narrativa
que Eucas construye sobre estos pilares, no se alaba a María por ser
única, ni por el privilegio de su maternidad física (el cual Jesús
rechaza al proponer la alternativa, la familia escatológi-ca). Se
incorpora a María en el cuerpo de creyentes por su respuesta al
mensaje enviado por Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra» (Ec. 1:38). Al asignarle esta respuesta, Eucas
está afirmando que María reúne los requisitos para pertenecer a la
nueva familia (en oposición a la natural), como la define Jesús en el
Evangelio: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la
palabra de Dios y la obedecen» (Ec. 8:21).
Eucas resalta este pumo cuando Isabel le dice a María: «Bendita
seas entre todas las mujeres, bendito es el fruto de tu vientre. [...]
Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho
de parte del Señor» (Ec. 1:42-45). Esto es similar a la descripción que
hace Eucas de la mujer que le grita a Jesús: «Bienaventurado el
vientre que te trajo, bienaventurado el seno que te amamantó», a lo
que Jesús respondió: «Antes bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la guardan» (Ec. 11:28). El recuerdo que la Iglesia
guarda de María como un discípulo más no la sitúa por encima de los
cristianos, sino entre ellos. Aquí Eucas se parece a Juan cuando
admite a María en la familia escatológica al pie de la cruz. Esta
aseveración explícita de que María pertenece al entorno de los
discípulos refleja la aparente resistencia de otros fa-

—256—
miliares de Jesús. El lugar especial de María entre los discípulos
queda ratificado cuando Eucas pone en sus labios el propio himno de
la iglesia, el Magníficat:

Engrandece mi alma al Señor; 47


Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de
su siervo; 48
pues, desde ahora me dirán bienaventurada las generaciones porque me ha
hecho grandes cosas el poderoso; 49
santo es su nombre.
Y su misericordia es de generación en generación 50
a los que le temen. Hizo proezas con su brazo, 51
esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los
tronos a los poderosos 52
y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes 53
y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, 54
acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, 55
para con Abraham y su descendencia para siempre.

Aparentemente el himno original comienza en el versículo 50. Eucas


lo presenta asignándole a María (al hablar en primera persona) la
alabanza general del himno a los actos de Dios. De esta manera el
versículo 47 (engrandece mi alma) anticipa el sentido del versículo 53
(colmó de bienes). El versículo 48 (la bajeza de su sier-va) anticipa el
sentido del versículo 52b (exaltó a los humildes); el versículo 48b
(desde ahora las generaciones) el del versículo 50a (de generación
en generación); el versículo 49b (santo es su nom-' bre) el del
versículo 55 (de la cual habló). El triunfo mesiánico reflejado en el
himno se aplica con especial propiedad a María, modelo continente
de la gracia que anima todo el cuerpo de Cristo.
Así, Eucas nos enseña cómo rezar a María, o mejor dicho, con ella.
No como a una reina o emperatriz (el último aspecto que los
evangelios sugerirían), sino como a nuestra hermana en el Espíritu,
testigo del poder de Dios, no la ejecutora del mismo. Ele aquí

—257—
una profunda dignidad, alejada de los títulos huecos y rimbombantes
amontonados sobre ella para que pueda presidir sobre la estructura
papal del engaño. El Magníficat celebra los actos de Dios, quien quita
a los poderosos de sus tronos y envía vacíos a los ricos. Esa es la
auténtica voz de María, la discípula que se une a la compañía
cristiana en vez de gobernarla, una voz silenciada y tergiversada por
la manipulación papal.
Esta utilización de María para propósitos papales se puede apreciar
desde tiempos tan remotos como el final del siglo XV. En la galería de
los Uffizi de Florencia, las pinturas de Botticelli de la Coronación de la
Virgen muestran a Dios tocado con la tiara papal cuando corona a
María en el cielo, ofreciendo con ello una pauta de la glorificación
papal de María en la Tierra y una comparación simultánea del Papa
con Dios. Ea sustitución del Espíritu por María, tan lamentada por
Yves Congar, puede apreciarse en todas partes en Florencia. En la
galería de la Academia, el Pentecostés de Orcagna (c. 1365) muestra
a los apóstoles en el momento en que el Espíritu desciende sobre
ellos como lenguas de fuego, arrodillados en adoración, no hacia el
Espíritu que los inspira, sino hacia la Virgen que aparece entre ellos.
Hasta los ángeles se desvían de la paloma, símbolo del Espíritu, para
adorar a María. En otra parte de la Academia, la Disputa sobre la
Inmaculada Concepción de Sogliani (c. 1550) presenta a la Virgen
suspendida en el cielo sobre el cuerpo yerto de Adán, pero no sacada
de su carne como Eva sino engendrada en el cielo (de nuevo
acompañada por ángeles), comenzando en realidad la nueva
creación delante del segundo Adán que ella engendrará.
Una razón para esta semideifícación de la Virgen es que las
funciones «femeninas» de Dios —la formación y nutrición de la
Iglesia— no están asignadas ni al Padre ni al Hijo, cuya relación es
simbólicamente masculina. Algunos teólogos feministas se oponen a
este monopolio de análogos masculinos y sugieren el reemplazo de
Padre e Hijo por madre e hija, lo que conservaría el monopolio de
género simplemente inviniéndolo. Las circunstancias históricas de las
revelaciones del Nuevo Testamento convierten esto en un
revisionismo arbitrario. El mejor camino es aceptar una analogía
femenina de Dios, asignándosela a la tercera persona de la Trinidad.
Hasta el lenguaje de los teólogos y de los traductores de

—258—
la Biblia es engañoso cuando se refieren al Espíritu como Ello:
«Ello inspira por doquier.» La personificación de Dios hace que el
hecho de que lo traten como un objeto resulte degradante. El
pronombre del Espíritu debería ser Ella, lo que aclararía que muchas
de las funciones asignadas a María (como símbolo de la Iglesia, o
como su protectora) corresponden a la Trinidad en su análogo
femenino. Uno debería orarle a Ella tanto como a Él. Congar alega
que el Espíritu enmarca y abriga la nueva creación de la Iglesia del
mismo modo en que flotaba sobre las caóticas aguas para formar el
mundo en el Génesis. Ésta es una visión maternal del Espíritu que
Gerard Manley Hopkins expresó en su soneto «La grandiosidad de
Dios»:

Porque el Espíritu Santo sobre los humildes


al mundo cría con cálido pecho y con ¡oh! brillantes alas.

NOTAS

1. Juan Pablo II, Carta del 25 de marzo, 1995, párrs. 1 y 3, Donne e


Prete, Pauline Editoriale Libri, pp. 74, 77.
2. Mary Gordon, «Coming to Terms With Mary», Commonweal, 15 de
enero,!982,p.11.
3. A. W. Richard Sipe, Sex, Priests, and Power: Anatomy ofa Crisis,
Brunncr/Mazel, 1995, p. 102.
4. Una amplia cobertura de los diferentes tipos de apariciones
mañanas que hacen que la gente se compadezca del mundo al ver a
María sufrir por él aparece en el libro de Michael W. Cuneo, The
Smoke of Satán: Conservativo and Traditionalist Dissent in
Contemporary Amerícan Catholicism, Oxford University Press, 1997,
capítulo 5, «Mystical Marianism and Apocalypticism», pp. 121-177.
5. Eamon Duffy, Saints and Sinners; A History of the Popes, Yale
University Press, 1997, pp. 286-289.
6. Yves Congar, O. P., I Believe in the Holy Spirit, traducido al inglés
por David Smith, Crossroad, 1997, vol. 1, p. 163. [£/ espíritu santo,
traducido por Abelardo Martínez de Lapera, Editorial 1-j.erder, 1991.]

-259-
7. Ibíd.
8. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 119.1-3. Agustín dice,
con razón, que con «su propia» (sua, en griego idia) se refiere al cuidado de
Juan (officia), no a su propiedad (propria).
9. Raymond E. Brown, Kari P. Donfricd, Joseph A. Fitzmyer yJohn Reumanm,
Mary in the New Testament Fortress Press, 1978, pp. 194,213. [María en el
Nuevo Testamento, Ediciones Sigúeme, S.A., 1994.J
10. Juan Pablo II, Mother of the Redeemer {Redemptoris Mater), traducción
del Vaticano, Pauline Books, 1987, p. 30. [Redemptoris mater, traducción del
Vaticano, Ediciones San Pablo].
11. Ibíd., p. 31.
12. «Qué me reclamas» literalmente es: «Qué tengo yo contigo». Las mismas
palabras reflejan un rechazo en el griego en II Reyes 3:13 (Eliseo dice que los
reyes no tienen derecho a exigirle profecías) y en Oseas 14:8 (Efraín no tiene
derecho a tener ídolos).
13. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 8.9.
14. Raymond E. Brown, S. S., The Gospel According to John, AB, 1966, vol.
1, p. 109. [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.]
15. Ignacio de Antioquía a los efesios 19:1. Véase William R. Schoedel,
Ignatius of Antioch, Fortress Press, 1985, pp. 89-91.
16. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition,vol. 1, The Emergence of the
Catholic Tradition (100-600), University of Chicago Press, 1971, p. 241.
17. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 2, The Spirit of Eastern
Christendom (600-1700), University of Chicago Press, 1974, pp. 139-141.
18. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 3, The Growth of Medieval
Theology (600-1300), University of Chicago Press, 1978, pp.69-70.
19. Ibíd., pp. 72-73.
20. Ibíd., p. 170.
21. Jacobo de Vorágine, The Golden Legend, traducido al inglés por 'William
Granger Ryan, Princeton University Press, 1993, pp. 149-158. [La leyenda,
dorada, traducido por fray José María Macías, Alianza Editorial.]
22. Pelikan, Growth, p. 161.
23. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 4, Reformation of Church
and Dogma. (1300-1700), University of Chicago Press, 1984, p.40.
24. Pelikan, Growth, p. 71.
25. Pelikan, Reformation, p. 40.

-260-
26. Ibíd., pp. 49-50.
27. Ibíd, p. 46.
28. Ibíd, pp. 49-50.
29. Henry Adams, Mont Saint Michel and Chartres, Library of América, 1983,
p. 428.
30. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 5, Christian Doctrine and
Modern Culture (since 1700) University of Chicago Press, 1989,p.144.
31. Théodule Rey-Mermet, Moral Choices: The Moral Theology of Saint
Alphonsus Liguori, traducido al inglés por Paúl Laverdure, Liguo-ri Press,
1998, p. 19.
32. Frank J. Coppa, The Modern Papacy Since 1789, Longman, 1998,pp.102-
104.
33. Giacomo Martina, S. J., Pio Nono (1851-1866), Editrice Pontificia
Universitá Gregoriana, 1986, pp. 289-290.
34. Ibíd, pp. 266-267.
35. Ibíd, pp. 263-264.
36. Ibíd, p. 268..
37. Owen Cha-dwick, A History of the Popes, 1830-1914, Oxford University
Press, 1998, p. 120.
38. Martina, op. cit, pp. 263-265.
39. Ibíd, p. 274.
40. Ibíd, p. 274.
41. Chadwick, op. cit, p. 121.
42. Frank J. Coppa, «Cardinal Antonelli, the Papal States and the Counter-
Risorgimento», Journal of Church and State 16 (1974), p. 469.
43. Cuneo, op. cit., p. 121.
44. John Cornweil, Hitler's Pope: The Secret History of Pius XII, Vi-king, 1999,
pp. 242-243. [El Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío XII, Editorial
Planeta, S.A., 2000.]
45. Kenneth L. Woodward, «Hail Mary», Newsweek, 25 de agosto, 1997.
46. Sobre estos cánticos como himnos de las comunidades cristianas judías,
que expresan el significado de la llegada de Jesús al mundo, véase Raymond
E. Brown, S. S., The Birth of the Messiah: A Commentary on the Infancy
Narrativos in Mattheiu and Luke, Doubleday, 1977, pp. 346-355. [El
nacimeinto del Mesías, Ediciones Cristiandad, S.L., 1982.] Las diferencias
respecto a los versículos helénicos iniciales del Evangelio están reseñadas
por Loveday Alexander, The Preface to Luke's Gospel: Literary Convention
and Social Context in Luke 1:1-4 and Acts 1:1, Cambridge University Press,
1993.

-261-
15

El don de la vida

El Vaticano tiene con el aborto casi los mismos problemas que con la
contracepción. Ninguna de las dos cuestiones se menciona en las
Escrituras judías ni en el Nuevo Testamento. Dado el alto lugar que les
asignan los líderes religiosos modernos en la lista de crímenes
importantes, uno pensaría que figuraría como condenable en alguno de
esos textos. Puesto que no hay ninguna doctrina revelada al respecto,
los argumentos contra el aborto deben emanar de las leyes naturales, y
esto los sitúa dentro del concepto de las leyes naturales del Vaticano,
concepto que resultó tan desacreditado cuando se trató la contracepción.
(En algunos casos, la práctica del aborto jamás se habría planteado si el
Vaticano no hubiera estado siempre y en todas partes oponiéndose a los
condones y otros dispositivos para el control de la natalidad.)
Ocurre con el aborto lo mismo que con la contracepción, que el argumento
de la moralidad natural debería estar al alcance de la capacidad de una
persona normalmente inteligente y de buena voluntad. Entonces ¿por qué
este argumento no resulta convincente para tanta gente que tampoco
mantiene una actitud perversa respecto a otros conceptos? El Instituto de
Derecho de Estados Unidos, la Asociación Médica Americana y la
Asociación de Salud Pública Americana apoyan el derecho de la mujer al
aborto. John Noonan escribe sobre esto:

Los decanos de todas las facultades de medicina de California, la


Unión Americana de Libertades Civiles del Sur de California y unos
ochenta profesores de derecho, de ginecolo-

—263—
gía, y practicantes de obstetricia venidos de todos los rincones
del país han solicitado al Tribunal Supremo de California que
haga valer el derecho constitucional de la mujer a someterse a
un aborto cuando ella lo solicite y el derecho constitucional de
un médico a practicar un aborto si lo considera médicamente
apropiado.1

Cierto es que muchas sociedades han condenado el aborto, pero


algunas de esas prohibiciones se parecen a las que vimos antes en el
caso de la contracepción: se consideraba que era malo porque se
usaba la magia para prevenir los nacimientos, o condenaban a la
mujer por privar a un hombre de herederos (los derechos del niño
importaban menos que las prerrogativas del patriarca). Sólo algunas
de estas sociedades trataron el delito como un asesinato. Ni siquiera
los modernos cruzados contra el aborto lo tratan realmente como un
asesinato. Aunque lo impidan o castiguen al médico autor del aborto,
rara vez castigan a la madre. Sin embargo, si el delito es un asesinato,
entonces la culpa más grande le corresponde evidentemente a ella.
Ella mata a su propio hijo, lo que se ha considerado, por lo menos
desde los tiempos de Medea, un acto particularmente atroz.
Aún más significativo es que las autoridades católicas no tratan al
feto como una persona, ya que no lo bautizan. Si, como el Vaticano lo
predica, cada óvulo humano fecundado contiene un alma humana, y
cada alma (menos la de María, concebida inmaculadamente) hereda el
pecado original, y se necesita del bautismo para librar al alma del
pecado original y poder entrar en el cielo, entonces todo feto desde la
etapa de óvulo fecundado requeriría el bautismo. Pero ni siquiera las
monjas en los hospitales católicos bautizan cada aborto (suponiendo
que sea un aborto lo bastante tardío como para encontrar el feto en la
materia evacuada). Incluso los que protestan por el aborto vituperando
a los «asesinos de bebés» no han organizado una campaña pacífica
para bautizar a todos los fetos, aunque sí han administrado algunos
espectaculares bautizos de fetos para la prensa. De hecho, Tomás de
Aquino se opuso al bautizo de fetos.2
Otras personas que se oponen al aborto hacen excepciones en casos
de incesto o violación, lo que demuestra que no consideran

—264—
al feto una persona. Sea lo que sea que haya hecho el hombre, el feto
no tiene la culpa, y si es una persona inocente, no debería pagar con
su vida el pecado del padre. Algunos casuistas han mostrado su punto
de vista de que en esos casos se puede matar al feto tal como
lícitamente se puede matar a un agresor por forzar el cuerpo de
alguien. Pero por lo general el feto no representa una amenaza para la
vida de la madre, y sólo el temor por la propia vida autoriza el
asesinato del agresor. Y el feto en sí no es el agresor: el hombre ya
está lejos para el momento en que se practica el aborto. La única
comparación y aún así parcial sería la búsqueda de un invasor a cuyo
ataque se sobrevivió, y luego se mata a sangre fría en venganza, pero
ni siquiera ésa es una buena comparación, pues no se mata al padre,
sólo al feto que dejó atrás. ¿Qué hipótesis se podría construir que
fuese valedera? Digamos que un asaltante entra en tu casa, pone tu
vida en peligro y sin darse cuenta deja a su hijo en un rincón. Una vez
que se ha ido, no estimas afortunado salvar al inocente de un padre
tan violento. No, matas al chico por pura rabia contra su padre. Esto se
parece más a lo que sucede en un caso de violación si de verdad se
cree que el feto es una persona.
Mucha gente, incluso muchos de los que no perdonan el aborto en
caso de incesto o violación, estarían de acuerdo en matar al feto si la
continuación de su vida amenaza la de la madre. Pero también eso
demuestra que no se está viendo al feto como una persona. Si el feto y
la madre tienen la misma categoría como personas, debería preferirse
la muerte natural y no la infligida. Si dos personas están muriendo de
hambre, una no debería matar a la otra, ni siquiera por el último
bocado. La muerte indeseada de la madre sería, en palabras de las
compañías aseguradoras, un «acto de Dios». La muerte deseada del
feto —teniendo en mente que estamos considerando al feto como una
persona— sería un acto de asesinato.
Es más, pocos de los que afirman creer que el feto es una persona
con todos los derechos de una persona recomiendan la vigilancia y el
castigo de las agresiones contra esa persona cometidas por las
mujeres embarazadas que agreden la integridad corporal del feto y su
desarrollo mental al fumar, beber, consumir drogas o guardar
costumbres poco saludables. Huyen de tales actos, que obligan al feto
a luchar contra su portadora, y luego tienen pro-

—265—
blemas para marcar los límites entre una mujer que le hace todas
esas cosas al feto y otra que decide si debe o no abortar.
Todos estos hechos indican lo difícil que es, incluso para los que más
se oponen al aborto, pensar honesta y coherentemente en el feto
como persona, equiparable con las personas cuyos derechos a la
vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, todos admitimos.
Por otra parte, es imposible tratar al feto como un simple apéndice
desechable de la mujer embarazada. Tiene su propia teología,
determinada a convertirlo en un ser incluso si la mujer paga con su
vida, y siempre es una persona en potencia. El único punto de partida
honesto para reflexionar sobre el feto es un respetuoso agnosticismo
al respecto, que es el que veremos que Agustín adoptó.
Lo que dificulta el tratar respetuosamente las doctrinas del Vaticano al
respecto es su rechazo a la incertidumbre que la mayoría de la gente,
incluso aquellos dispuestos a reflexionar sobre los problemas morales,
deja entrever con sus palabras y sus actos. Los miembros de la
Congregación para la Doctrina de la Fe son felices en su certeza de
que el alma está presente en el óvulo fertilizado. Sólo esa certeza
puede explicar un pasaje como éste, que condena la fertilización in
vitro:

Se retira cierta cantidad de óvulos, se fertilizan y luego se


cultivan in vitro durante unos días. Generalmente no todos son
transferidos al tracto genital de la mujer; algunos embriones,
llamados por lo general «de repuesto», se destruyen o congelan.
En ocasiones, se sacrifica a algunos de los embriones
implantados por razones varias, eugenésicas, económicas o
psicológicas. Semejante destrucción deliberada de seres
humanos o su utilización para diferentes propósitos en
detrimento de su integridad y de su vida es contraria a la
doctrina sobre el aborto provocado antes recordada. La
conexión entre la fecundación in vitro y la destrucción voluntaria
de embriones humanos se da con demasiada frecuencia. Esto
es significativo: a través de estos procedimientos, con propósitos
aparentemente contrarios, la vida y la muerte están sujetas a la
decisión del hombre, quien se convierte así en el dador de vida y
muer-

—266—
te por decreto. Esta dinámica de violencia y dominio puede
pasar inadvertida para aquellos individuos que, en su deseo de
utilizar el procedimiento, quedan sujetos a él. 3

No es de ninguna ayuda que entremos aquí en la misma retórica


contra la ciencia demoníaca que en el anticontraceptivo Humanae
Vitae (de hecho la misma anticiencia del documento sobre el
Holocausto, Nosotros recordamos). A aquellos que desean tener un
hijo por el método in vitro se les tilda de víctimas de una «dinámica de
violencia y dominio», aunque todo lo que persiguen es la libertad de
tener hijos a pesar de los defectos físicos que les impiden tenerlos
naturalmente. El Vaticano insiste en que la naturaleza no puede ser
corregida en su mecánica fundamental del acto sexual, aunque todos
los días se corrigen múltiples defectos en diferentes formas, como
llevar gafas o alterar la deficiencia de insulina. El documento que he
citado es el mismo que asevera que la fecundación in vitro es inmoral
porque conlleva la masturbación para recolectar el semen masculino;
el mismo que dice también que los médicos no deben hacer
exploraciones prenatales de la matriz si sospechan que los padres
pueden abortar al descubrir un feto gravemente deforme o
mortalmente enfermo.4
Restringiéndonos al pasaje citado anteriormente, se nos dice que
la pérdida de óvulos fecundados, incluso antes de ser implantados en
la matriz (nidación), equivale a destruir almas humanas. Pero la
naturaleza misma, a fin de asegurar la procreación, «pierde» muchos
óvulos fertilizados, probablemente más de los que se cuentan «de
repuesto» en el procedimiento in vitro:

Experimentos con animales han demostrado que las pérdidas


prenatales desde el momento de la fertilización oscilan entre el
40 y el 50 %. Dada la organización superior del humano, las
pérdidas pueden ser aún mayores. Al menos un quinto o hasta
un cuarto de los óvulos fertilizados puede perecer antes de su
implantación en el útero o durante el proceso.5

Aquellos que hablan del aborto como si del «holocausto» de bebés


nonatos se tratara, deberían tener en cuenta el «holocausto» de todos
esos óvulos fecundados que se pierden en el proceso na-

— 267 —
tural. ¿Qué ocurre con esas almas? Nadie puede bautizarlas, aunque
quiera. ¿Es Dios mismo quien las envía por millones al limbo donde
nunca podrán disfrutar de la visión bendita?
El respetado teólogo moral Bernard Háring plantea otros problemas
sobre la tesis de los óvulos fecundados como poseedores de alma
instantáneos. Por una parte, una vez que se produce la fecundación,
el óvulo se puede desarrollar de diversas maneras, incluida su división
en gemelos. Si en el momento de la fecundación comienza a existir un
alma, ¿ese alma engendró más tarde otra alma?6 Háring sugiere que
el feto evoluciona para ser una persona humana, del mismo modo que
los animales evolucionaron para ser humanos en el largo proceso de
la Tierra. A pesar de que en ambos casos existe un potencial para
llegar a ser seres humanos, un mono no lo es, y quizás un feto
primario tampoco lo sea.
Esta idea de un desarrollo hacia lo humano coincide con las opiniones
de Tomás de Aquino sobre el feto, que derivan a su vez de Aristóteles.
Aristóteles pensaba que el embrión se desarrollaba a partir de un alma
nutritiva (la forma de vida en todas las plantas) que estaba
potencialmente en la madre, al añadirle un alma potencialmente
sensible (presente en todos los animales) y un alma racional aportada
por el hombre. Estas potencialidades se desarrollan en tres etapas,
indefinidas, aunque todas ellas presentes al momento del nacimiento. 7
Aquino adoptó este esquema, insistiendo en que sólo había un alma
en un humano, la racional, que Dios infundía al final del proceso de
generación, y que incluye la vida nutritiva y animal, provista con
anterioridad por la cópula del hombre y la mujer (ST 1 q 118, 2 ad 2).
De forma que el alma no está presente en la concepción del cuerpo
humano, que era una de las razones por las que Tomás se oponía al
concepto de Inmaculada Concepción. No había allí ningún alma que
pudiese ser inmaculada.8
Agustín barajó varias hipótesis sobre el feto, sin decidir su
categoría, ya que «no he sido capaz de descubrir en los libros
aceptados de las Escrituras nada seguro sobre el origen del alma» (ep.
190.5).9 A la extracción del feto en una fase temprana primaria la llamó
«matarlos antes de vivir» (esto es, antes de tener almas). 10 Pensaba
que era posible que los fetos expulsados simplemente muriesen,
puesto que carecían de sensación y por lo tanto de alma,

—268—
o quizás adquiriesen su cuerpo predestinado en la vida futura. 11
Aunque opinó que el feto podía obtener su alma en el cuadragésimo
sexto día de su gestación, según la analogía con el templo, construido
en cuarenta y seis años, su pasaje más completo sobre la moral del
aborto no toma en consideración el destino del feto sino la intención de
la pareja que aborta para desvirtuar el objetivo ¿el matrimonio. En ese
caso su acto deja de ser marital. No se les llama asesinos sino
adúlteros casados.12
Entonces, ¿cuándo y de qué manera contrae el alma el pecado
original? Agustín no lo sabía. Todo cuanto sabía era que los hijos de
Adán viven en una especie de comunidad espiritual con él. Al
principio Adán era toda la raza humana en potencia, y todavía vivimos
en él, como lo vio John M. Rist en un excelente análisis de los últimos
textos de Agustín, donde se atribuye una doble vida a la humanidad,
una vida en la sombra, una oscura, menguada vida de debilidad, a la
que se le añade, cuando somos bautizados en el cuerpo de Cristo,
una brillante y prolongada vida de fuerza. Y somos esta combinación
en una forma personal única, una visión que ayuda a explicar la
capacidad de Agustín para encontrar profundidades y estratos en su
propia estructura psicológica.

La complejidad humana, que incluye el cuerpo, es en Adán y en


Cristo más misteriosa y está más individualizada que su
humanidad común o incluso su semejanza común con Dios. La
teoría de Agustín de la «doble vida», aunque desarrollada, como
hemos visto, por razones predominantemente teológicas, bien
puede parecer atractiva por razones más filosóficas. En cierta
manera parece querer hacer justicia tanto a las afirmaciones
metafísicas de Plotino sobre la identidad humana de unos con
otros, como a las declaraciones históricas del cristianismo sobre
la importancia de la individualidad y unicidad humanas. 13
Aunque Agustín no sabía con certeza en qué momento aparecía
el alma, se trataba de un alma interpersonal desde el principio, en
comunicación con la historia de la humanidad en Adán. La persona,
según las reflexiones de Agustín sobre la Trinidad, debe existir en
una relación interactiva con otras personas. Tomás de Aqui-

—269—
no dijo algo al respecto cuando se opuso al bautizo del feto porque
«mientras exista en el vientre de la madre, no puede estar sujeto a la
acción de los ministros de la Iglesia, ya que los hombres no le
conocen».14 No está en comunicación con las autoridades de la
Iglesia. Ni siquiera está en comunicación con las autoridades naturales
(lo que Tomás entendía en su cultura por los padres de la criatura,
especialmente el padre). Cuando Tomás puso en duda el bautizo de
los niños pequeños, quienes también parecen incomunicados, puesto
que todavía no hablan ni deciden, san Agustín respondió:

El hombre está estructurado hacia Dios por la razón, que es


capaz de conocer a Dios. Por eso un niño, antes del ejercicio de
su propia razón, está por naturaleza estructurado hacia Dios a
través de la razón de los padres, por lo que cumple sus deberes
religiosos según la dirección de los padres (ST 3 q 68, 10ad3).

Así pues, incluso un niño tiene deberes y puede encauzarse.


Existe en una relación recíproca al nacer, no antes: lo cual envuelve a
Tomás en la consecuencia lógica de que el alma se adquiere al nacer.
Virgilio señala la comunicación del niño con otras personas al decir
que un recién nacido puede «reconocer a su madre con una sonrisa»
(Égloga 4.60). Hemos visto en un capítulo anterior que Edith Stein
mostraba la necesidad de una empatia recíproca con los demás —una
«intersubjetividad»— en la formación de la personalidad. Aquí podría
objetarse que reconocemos derechos en personas incapaces de
asumir deberes recíprocos: los locos, los seniles, los comatosos. Pero
todos ellos estuvieron en algún momento en comunicación con los
demás, participaron en el sistema de intercambio humano,
desarrollaron personalidades reconocibles en nuestro trato con ellos.
No se puede decir lo mismo de un feto.
El obstáculo para Agustín y Tomás en sus debates sobre el tema
residía en la premisa de que el alma era infundida por Dios, completa y
entera, en un único acto realizado en algún momento después de la
concepción. No aceptaban el desarrollo de la personalidad como un
proceso, como lo ve Bernard Háring al compa-

—270—
rarlo con la humanización de las especies. Sin embargo, la ciencia
moderna está mucho más familiarizada con sistemas de desarrollo. La
persona no es algo determinado, un producto expedido total completo.
Algunos temen que, si se legaliza el aborto, la eutanasia sea el
próximo solicitante, aunque he hecho la distinción entre el feto y
aquellos cuya personificación se ha visto disminuida después de tomar
parte en el intercambio interpersonal. El moralista Paúl Ramsey (que
se opone al aborto) ha presentado una comparación interesante entre
la cuestión del derecho a la vida y el movimiento por el derecho a la
muerte. Señala que hasta los moralistas católicos han aceptado que
no deben utilizarse métodos extraordinarios para prolongar la vida.
Pero la ciencia moderna añade constantemente nuevos métodos
extraordinarios para iniciar la vida, y la mayoría de los que se oponen
al aborto lamenta la omisión de cualquiera de ellos.

Cierto porcentaje de imperfecciones genéticas serían, en el


curso normal de las «deliberaciones de la naturaleza respecto al
hombre», eliminadas mediante abortos naturales. Si el firme
avance de las prácticas de medicina científica favorecen el
nacimiento de estas vidas en un aumento gradual, y llegan a
adolescentes, y luego a la capacidad de engendrar o de
embarazarse a su vez, el resultado será un aumento constante
de individuos seriamente defectuosos en las poblaciones de
todas las generaciones futuras. La fetología parece dispuesta a
acelerar esta tendencia. Estas consideraciones plantean serios
interrogantes médicos y morales. La cuestión de principios es si
no sería moralmente responsable, o al menos moralmente
tolerable, anular algunas de las consecuencias negativas de la
práctica de salvar vidas. ¿No debería eliminarse esta práctica en
pro de una especie de respeto que estima a la vida lo suficiente
como para permitir en ocasiones su muerte aun pudiendo
salvarla técnicamente?15

La preocupación de Ramsey por las «imperfecciones» podría


acarrearle la acusación de tener motivaciones eugenésicas; pero él no
se refiere a la planificación deliberada de un tipo ideal de vida,

—271—
sólo a no usar métodos extraordinarios para frustrar un proceso de
eliminación natural. Con lo que él y otros prudentes opositores al
aborto se tropezaron en el movimiento a favor de la vida, fue con la
actitud del Vaticano contra cualquier control de la ciencia sobre la vida,
y que habla de la «cultura de la muerte» como si todas y cada una de
las adiciones de vida fuesen queridas y necesitadas por Dios. Los más
sentimentales incluso hablan de niños que quieren ser concebidos y a
quienes se niega ese «derecho», como si sus almas existiesen no sólo
antes del nacimiento sino también antes de la concepción. (De hecho,
si concebir tantas nuevas almas como fuera posible fuese un objetivo
en sí, el Papa debería ordenar a todos los célibes que se casasen.)
No obstante, incluso si el aborto no es un asesinato, tampoco es algo
que pueda proponerse como un ideal. Debería evitarse, principalmente
recurriendo a las medidas seguras que existen para el control de, la
natalidad, precisamente las medidas eficaces contra el aborto que el
Vaticano no permitirá. Aunque el feto no sea una persona, es una vida
humana, con el potencial para convertirse en una persona. Es algo que
no debería ser suprimido a la ligera ni privado de todo el respeto. La
mujer tiene el derecho legal de decidir si debe abortar, pero no debe
tomar esto como una dispensa de la tarea de tomar la decisión moral
que va más allá de la ley. No estoy seguro de cuándo empieza la
personalización, como Agustín tampoco estaba seguro del momento
en que se infunde el alma. Pero contra todos aquellos que nos dicen,
con total seguridad, cuándo comienza la vida humana, deberíamos
contemplar parte del conocimiento agustiniano sobre nuestros límites.
Sobre el tema de los orígenes de la vida, dice: «Cuando algo
desconocido de por sí desafía nuestra capacidad, y no hay página de
las Escrituras que venga en nuestro auxilio, no es seguro para los
mortales suponer que pueden pronunciarse al respecto» (ep. 190.5).

-272-
NOTAS

1. John T. Noonan (editor), The Morality ofAbortion, Harvard Uni-


versity Press, 1970, pp. ix-x.
2. Tomás de Aquino, On the Sentences ofPeter Lombard 4.6. Véase
Noonan, op. cit., p. 54.
3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instructions on Respect
for Human Life in Its Origen and on the Dignity of Procreation
(Donum Vitae), en Edmund D. Pellegrino,John Collins HarveyyJohn
P. Langan (editores), Gift o f Life: Catholics Scholars Respond to the
Vatican Ins-truction, Georgetown University Press, 1990, pp. 19-20.
4. Ibíd.,pp. 13-14.
5. Bernard Háring, «A Theological Evaluation», en John T. Noonan
(editor), The Morality of Abortion: Legal and Historical Perspectives,
Harvard University Press, 1970, p. 130.
6. Ibíd.
7. Aristóteles, Reproducción de los animales, 736b-737a.
8. Tomás de Aquino, Commentary on the Four Books of the Sentences
3.1.1. Véase Noonan, op. cit., p. 23.
9. Otto Wermelinger, «Abortus», Cornelius Mayer y otros, editores,
Agustinus-Lexikon, Basel: Schwabe, 1986, col. 6-10.
10. Agustín, Ora Marriage and Concu.fiscen.ce 1.15.
11. Agustín, Encheiridion 85, The Trinity 22.13.
12. Agustín, Ora Marriage and Concupiscence 1.15-17.
13. John M. Rist, Augustine: Ancient Thought Baptized, Cambridge
University Press, 1994, p. 129.
14. Véase nota 2.
15. Paúl Ramsey, «Points in Deciding About Abortion», en Noonan, op.
cit., p. 99.

-273
III

EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD

Ya que el papel del sacerdote es principalmente el de ser un testigo


fiable, es de vital importancia que todas las estructuras de la Iglesia,
todas las relaciones básicas en el seno de la Iglesia y el total de la
formación moral promuevan y fomenten la absoluta sinceridad y
transparencia.
BERNARD HARING
16

La era de la verdad

En 1896, cuando lord Acton estaba elaborando el plan para su gran


proyecto, la Historia moderna de Cambridge, dijo que por fin era
posible realizar una consideración objetiva del pasado, pues sus
fuentes podían finalmente ser escudriñadas:

Desde que se permitió la consulta casi ilimitada de los


manuscritos, y multitudes de estudiosos los analizan con
detalle gracias a un suministro de documentos que excede al
suministro de historias, no sólo ha habido progreso sino
también subversión y renovación. La política de ocultación, en
tantas partes en desuso —pues ni Italia ni Prusia estaban
interesadas en guardar los secretos de gobiernos caídos cuyos
expedientes estaban en sus manos—, se ha derrumbado de
golpe, y por fin el Vaticano revela los tesoros escondidos de la
torre de Galileo [el lugar de los archivos secretos]. 1

El terremoto de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas


hicieron caer los archivos de sus recónditos nichos en las bibliotecas
reales, de Estado y aristocráticas, y la conmoción de estos
acontecimientos sísmicos puso al descubierto nuevas fisuras de los
documentos: las revoluciones francesa y prusiana de 1848, la
reconquista austríaca de Venecia ese mismo año, la toma italiana de
las bibliotecas papales en 1848 y 1870. El mismo Acton se benefició
de la mayoría de estos viejos documentos que por fin salían a la luz y
fue uno de los que los recibieron como si de nuevos papiros se
tratase fluyendo cual torrente de oro para los eruditos.

—277—
Napoleón había marcado el paso cuando se llevó a París los archivos
del Vaticano (3.230 baúles) a carretadas. 2 Hacía mucho tiempo que la
gente deseaba confirmar sus peores sospechas sobre el juicio de
Galileo, la Inquisición, el papado de Borgia, el Concilio de Trento y
otros oscuros secretos del papado. El mismo Napoleón pidió ver el
expediente de Galileo, y cuando, a su caída, los documentos
saqueados regresaron a Roma, ese expediente había desaparecido,
para regresar sólo años después, incompleto. 3 Esto excitó la
curiosidad general, sumada al exacerbado celo de los eruditos.
Comenzó entonces la cacería de documentos.
Es evidente que antes había habido agitaciones políticas que hicieron
vulnerables estos archivos: durante el saqueo de Roma a manos del
ejército de Carlos V en 1527 los documentos fueron dispersados y
utilizados como camas para animales.4 La diferencia ahora estribaba
en que los historiadores conocían el valor de estos tesoros
almacenados. Había aparecido una nueva actitud hacía la historia,
por lo común simbolizada por el famoso ideal de Lcopoíd von Ranke
de recuperar «simplemente lo que en algún momento sucedió» (wie
es eigentlich gewesen). El historiador del Renacimiento Anthony
Grafton señala que en realidad Ranke no había descubierto ninguna
técnica de investigación y que ni siquiera vivió de acuerdo con su
famoso lema, pero sí añadió dos cosas esenciales al trabajo del
historiador: un entusiasmo casi de culto por el documento original y el
seminario diplomado formal que convirtió la historia en una disciplina
profesional.5
Acton, nacido en 1834, recurrió a estas dos novedades en su fuente
alemana. Por ser un católico de la nobleza, no pudo asistir a Oxford o
Cambridge en un tiempo en que ello todavía suponía profesar la
religión establecida (anglicana). En cambio, cursó intensos estudios
en Munich, desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, con un
sacerdote bávaro, Ignatz von Dóllinger, que fue uno de los pioneros
de la historiografía de la época. Viajaron juntos a los archivos
recientemente abiertos en Vcnecia, Roma y en cualquier parte,
intoxicados por los horizontes abiertos sobre el pasado. 6 Acton, joven
como era, pudo ayudar al famoso Dóllinger gracias a su amplia red de
familiares bien situados entre la aristocracia europea. Reflejo de estos
contactos, Acton creció hablando cuatro idiomas en la mesa familiar.
Los viajes de Acton y Dóllinger

—278—
eran exploraciones de un mundo espléndido y nuevo para ambos.
Inspirado en eso, Acton concibió la vocación de historiador como una
nueva forma de sacerdocio de la verdad. Para él, el siglo XIX se
había convertido en la era de la verdad, y veía caer archivo tras
archivo como bombas explosivas que derribaban las estructuras
míticas de las viejas instituciones, todas menos la Iglesia católica, que
él consideraba (en ese entonces) la mayor beneficiaría de estas
evoluciones. Después de todo, ¿cómo podía oponerse a la verdad el
mismo depósito de la verdad de Dios?
Acton ha sido acusado, con cierta razón, de una epistemología
ingenua sobre la capacidad de llegar a la verdad desnuda. Pero tuvo
una profunda conciencia de lo que era original en las investigaciones
de su época. Sabía que su búsqueda de la verdad era de naturaleza
diferente de la mera información sobre historias del pasado. La
historia clásica, en sus mejores exponentes (como Tucídides), sentó
las bases de los elementos de la investigación científica, aunque
restringidas a una estructura de retórica, cuya norma de trabajo era la
probabilidad (to eikos).7 Las motivaciones de los actos se
enmarcaban en términos de discursos pronunciados por los
protagonistas principales de la historia. Los evangelios del Nuevo
Testamento, en la medida en que se pueden considerar siquiera
historia (y no era ése su género principal), han presentado este tipo
de historia, como lo demuestra el encuentro entre Jesús y Pilato.
La historia griega estaba orientada hacia el futuro y extraía lecciones
de la investigación (historia) sobre lo sucedido antes, mientras que la
historia judía estaba orientada al pasado y recordaba en todo
momento las relaciones contractuales de la nación con su Dios. 8 La
historia medieval se hizo para aportar testimonio de las declaraciones
de santidad, curaciones o milagros. 9 Esta concentración en el poder
de la santidad se interpretó fácilmente a posterio-ri como la santidad
del poder cuando naciones enteras se convirtieron por mandato de
sus líderes. El documento fundador de la historia medieval fue,
significativamente, la historia de la Iglesia firmada por Eusebio, con
una celebración de la conversión del emperador Constantino como su
piedra fundamental. 10 Gran parte de la historia reciente depende de la
reivindicación de esa declaración de poder, incluso hasta el punto de
favorecer la fraudulenta

—279—
«donación» con la que Constantino proporcionó a la Iglesia su reino
terrenal.
La historia del Renacimiento y de la Reforma tamizaron estos asuntos
de manera más refinada, volviendo a menudo del poder a la
probabilidad, mientras el renovado interés en la antigüedad clásica
presentaba a Tucídides como modelo, en vez de a Eusebio. Lorenzo
Valla, por ejemplo, refutó la autenticidad de la donación de
Constantino, en 1440, no basándose en los instrumentos filológicos o
arqueológicos que el siglo XIX le brindaba, sino sometiendo ciertos
anacronismos aparentes a la prueba del eikos. La historia de la
Ilustración —la de Montesquieu, Hume y Gibbon— fue «filosófica»
porque hizo de la probabilidad una «conjetura» más explícita sobre lo
que había sucedido en el pasado." La famosa propuesta de Gibbon,
de respuestas alternativas a preguntas sucesivas, con el implícito
interrogante de «¿qué es más probable?», confirió trasparencia a
este procedimiento.
El salto adelante del siglo XIX en materia de rigor histórico no podría
haberse dado sin un desarrollo paralelo y fortalecedor de otras
disciplinas. La arqueología transformó la Tierra en un archivo abierto
de los secretos de civilizaciones perdidas. Las teorías geológicas de
Charles Lyell y otros hicieron añicos la cronología del mundo que se
había deducido de la Biblia; y la filología bíblica estaba rompiendo las
estructuras que mantuvieron unidos los viejos esquemas. Se abrieron
intervalos de tiempo amplios y nuevos, que propiciaron un foro para
las lentas transformaciones biológicas que Darwin y otros modelarían
como procesos de la evolución. Estos descubrimientos convergentes
envalentonaron a la ciencia para cuestionar los milagros y las
supersticiones que prevalecían en los relatos del pasado. Los
conservadores de los mitos oficiales se lanzaron a la defensiva, pero
con un estrecho margen de opciones: podían acomodarse a las
nuevas tendencias, o bien ponerlas en tela de juicio, con diferentes
grados de flexibilidad o rigidez. Si se acomodaban, se les acusaría de
rendirse al espíritu de una era atea. Si se resistían, se les llamaría
oscurantistas, débiles defensores de un pasado muerto.
El desmoronamiento de los viejos bastiones documentales también
significó la pérdida de su patrocinio, lo cual hizo aparecer como
tendencioso el uso de los documentos por parte de sus cus-

—280—
todios. Había que buscar el apoyo para las investigaciones en lugares
nuevos. Por ejemplo, los científicos ingleses del siglo XIX no se
formaron en las universidades de orientación clásica como Oxford y
Cambridge: «Salvo pocas excepciones no fueron educados en las
universidades inglesas, sino en su equivalente escocés, o en las
escuelas de medicina de Londres, en el servicio civil, el militar, o en
comunidades disidentes de provincia.»12 En algunos ámbitos nuevos
hicieron falta recursos privados para impulsar los nuevos trabajos,
como el caso de Heinrich Schiiemann, quien invirtió su propia fortuna
en explorar las excavaciones de Micenas. En historia, el acceso a los
archivos, para lo que solía necesitarse dinero y contactos con
investigadores de alta extracción social, originó la paradójica situación
de que los aficionados fuesen los primeros en explorar una disciplina
profesional (estaban más adelantados en cuanto a conceptos y
técnicas que sus contemporáneos universitarios). Acton era la
perfecta personificación de este tipo de investigador (e instituyó las
normas profesionales cuando fundó la Historia moderna de
Cambridge); pero hubo otros con los mismos objetivos, aunque pocos
con su rigurosa inteligencia. Por ejemplo, en Inglaterra estaban
George Grote, James Mili, Thomas Cariyie, Thomas Macaulay y su
sobrino George Treveiyan, W. E. H. Lecky y J. A. Froude. En Estados
Unidos había un grupo similar: Wi-Iliam H. Prescott, Francis Parkman,
Georges Bancroft, Henry Ca-bot Lodge, Theodore Rooseveit y Henry
Adams. Estos hombres eran, en efecto, sus propios mecenas,
subsidiaban sus propias investigaciones y declararon que la historia
ya no era la provincia de instituciones impenetrables al escrutinio
exterior ni estaba comprometida con las versiones oficiales del
pasado.
El primer esfuerzo de Acton a su regreso de Munich a Inglaterra, en
1858, puede parecer contradictorio con su elevado ideal de la
independencia de los historiadores respecto de los prejuicios
institucionales. Con la intención de expresar su profunda lealtad a su
Iglesia de origen, subsidió y editó publicaciones trimestrales católicas.
Mas, en esa fase, no vio contradicción alguna entre la historia
científica y la veracidad de los evangelios. Cierto es que en el pasado
se ha empañado la Iglesia con historias deshonestas y engañosas
reivindicaciones de su poder; pero sólo porque carecía de las
herramientas que ahora se le ofrecían para encontrar y desple-

—281—
gar las verdades naturales en apoyo de su apertura sobrenatural a las
realidades de todo tipo. Regresó a Inglaterra con la erudición de
Alemania para ofrecerla en el altar. Refutaba de esta forma lo que
consideraba un bulo:

Sé, porque lo he experimentado, que los grandes prejuicios de


los ingleses cultos contra la Iglesia no son de orden religioso en
contra de los dogmas, sino de orden ético y político; ellos
piensan que ningún católico puede ser sincero, honesto o libre
y que si trata de serlo está sujeto a persecución. 13

Acton tuvo al principio ciertas razones para albergar las esperanzas


que pronto se verían defraudadas. Dóllinger, su mentor, era un
historiador honesto y minucioso además de un sacerdote en buenas
relaciones con su Iglesia. Hasta entonces había sido conocido en su
carrera como un defensor del papado que había descubierto
documentos comprometedores para los luteranos. Fue bien recibido
en todos los centros de estudio católicos que visitó con su brillante y
joven pupilo Acton al comienzo de la década de 1850. En Roma,
Augustin Theiner, otro erudito historiador, alemán y sacerdote, ayudó
a Dóllinger en su trabajo en el archivo del Vaticano, del cual era el
director. Theiner había disfrutado de mayor libertad que sus
antecesores gracias a un Papa que comenzó su reinado como el
favorito de los nacionalistas italianos. En el momento de su elección
en 1846, Pío IX era joven para ser Papa (54 años), cuatro años más
joven de lo que lo sería Juan Pablo II cuando fue bienvenido como
Papa joven en 1978. Pío parecía estar abierto a las nuevas ideas, tal
como lo parecía Juan Pablo en su primer año en el Vaticano. Más
tarde, Acton describió los falsos albores del papado de Pío IX de esta
manera: «Él se había esforzado por ser un Papa liberal y patriótico; a
Metternich le pareció casi un revolucionario, y a [el padre Gioacchino]
Ventura casi un racionalista; los teólogos luteranos han citado con
admiración sus opiniones sobre la salvación de los protestantes.» 14
Acton fue recibido en audiencia por el Papa consumidor de rapé en la
década de 1850, tanto en compañía de Dóllinger como a solas (Pío
conocía a algunos de los muchos familiares nobles de Acton), y el
Papa no le pareció ni muy interesante ni muy peligroso. La única
amenaza que podía

—282—
presentar era la de su evidente ignorancia, que sin duda rebajaría el
nivel de su entorno: «Ahora nadie piensa que el Papa lo subestimara
por no saber nada de nada.»15 Ninguno de los dos acertó a
imaginarse que ambos terminarían considerándose mutuamente casi
la personificación del diablo.
Así pues, Acton comenzó con la publicación trimestral católica,
Rambler (Paseante), con la plena seguridad de que elevaría el nivel
intelectual del catolicismo inglés con largos informes sobre la
erudición continental y nuevas investigaciones del pasado de la
Iglesia. El cardenal de la recientemente restaurada jerarquía inglesa,
Nicholas Wiseman, era un conservador, pero Acton había sido
alumno del colegio católico para niños de Wiseman (Oscott), y
suponía que no tendría problemas con su antiguo maestro, quien
además conocía su lealtad a la Iglesia. No obstante, la influencia de
los entusiastas católicos conversos iba en aumento en Inglaterra —el
sucesor de Wiseman sería un converso idólatra del Papa, Henry
Edward Manning—, y estos conversos no querían escuchar ninguna
crítica de su Iglesia. Presionaron a Wiseman para que castigase la
franqueza del Rambler, y el cardenal escribió una carta reprochando
a Acton que imprimiese un escrito de Dóllinger en el que afirmaba
que Agustín era el padre de la herejía jansenista. Acton se entrevistó
con el distinguido converso procedente del anglicanismo, John Henry
Newman, a quien había conocido en una visita con Dóllinger desde
Munich, y Newman —para su desgracia— aceptó la dirección del
Rambler, en una jugada que en teoría les daría a los conversos la
seguridad de que una cabeza más sabia y experimentada estaba
ahora al cargo. (Newman rondaba los cincuenta años, Acton todavía
estaba en los veinte.)16
Resultó ser que los propios escritos de Newman enfadaron a los
fanáticos más que los del mismo Acton. Newman publicó un largo
artículo en la edición de julio de 1859: «Consulta a los fieles en
asuntos de doctrina», donde afirmaba que la infalibilidad le pertenece
solamente y siempre a la Iglesia como un todo, y no solamente y
siempre a su sector doctrinal: «La Ecclesia docens no es siempre el
instrumento activo de la infalibilidad de la Iglesia.» 17 Para probarlo
decía que, en el período arriano del siglo IV (que fue objeto de un
estudio especial conjunto de cuando estaba derivando hacia su
conversión al catolicismo), el laicado había sido más

-283
ortodoxo que la jerarquía. Este artículo molestó tanto a los partidarios
del Papa en Inglaterra (quienes estaban seguros de que sólo el Papa
es infalible) que lo enviaron a Roma para su censura, y Newman tuvo
que dar explicaciones. Por esos tiempos, el consejero inglés más
cercano a Pío IX en Roma, monseñor George Talbot, calificó con
gran temor a Newman de «el hombre más peligroso de Inglaterra».
Los días del Rambler estaban más que contados.
Mientras tanto, Acton había estado buscando otra publicación, y
encontró el Home and Foreign Review, que esperaba mantener fuera
de la polémica católica. Sin embargo, en 1864 se sintió obligado a
abandonar el proyecto por solidaridad con Dóllinger, a quien Pío IX
había reprendido por un discurso en Munich (resumido y alabado por
Acton en su Rambler) donde afirmaba que se debería liberar a los
teólogos del agotado escolasticismo y permitirles adoptar los métodos
de la investigación moderna.18 Hasta tal punto era ésa la ideología de
la revista actual de Acton que sintió que ya no podía editarla bajo la
implícita prohibición del Papa. Sus intentos de poner la era de la
verdad al servicio de su Iglesia habían fracasado.
Acton salió justo a tiempo del campo del periodismo católico. Poco
después de suspender la edición del Rambler, Pío IX publicó su
respuesta a la era de la verdad: un claro rechazo a todos sus
principios. Presentó una lista de posiciones condenables que incluía
todo el programa liberal de un hombre como Acton. Condenó ochenta
proposiciones, incluidas éstas:

15. Todo hombre es libre de abrazar y profesar aquella religión que,


guiado por la luz de la razón, considere cierta.
55. La Iglesia no debe estar separada del Estado, ni el Estado de la
Iglesia.
63. Es legal rehusar la obediencia a príncipes legítimos e incluso
rebelarse contra ellos. [Pío se consideraba príncipe de sus
propiedades temporales, como se deduce de las próximas tesis.]
76. La abolición de los poderes temporales poseídos por la sede
apostólica contribuiría en grado sumo a la libertad y prosperidad de la
Iglesia.
77. En los tiempos actuales ya no es conveniente mantener

—284—
la religión católica como la única religión del Estado ni excluir con ello
las demás formas de culto.
78. Por lo tanto se ha decidido sabiamente por ley, en algunos países
católicos, que las personas que vayan a vivir en ellos gocen del
derecho al ejercicio público de su propia religión.
80. El pontífice romano puede, y debe, reconciliarse y aceptar el
progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
¿Cómo llegó una persona del siglo XIX a horrorizarse ante estas
ideas? Newman trató de justificar esta lista señalando que no la
firmaba el Papa, sino el secretario de Estado, y que los miembros de
la curia de rango inferior solían ser más papistas que el Papa. Como
él dice: «La Piedra de San Pedro disfruta en su cima de una
atmósfera pura y serena, pero hay bastante malaria romana a sus
pies.»19 Pude ser verdad que así lo creyese, ya que hubo cierto
manejo por parte de los clérigos inferiores en la composición del
Syllabus. Pero de hecho la fuerza de empuje subyacente fue Pío,
tanto en su concepción general como en todos sus detalles.
Hemos visto en un capítulo anterior que Pío trató de incluir una
condena de los errores modernos en su definición de la Inmaculada
Concepción. Como los redactores de esta proclama no encontraron la
forma de elaborar sus argumentos teológicos para el dogma y al
mismo tiempo formular un ataque a la modernidad, Pío les mantuvo
en la tarea después de la ceremonia de proclamación de la doctrina
mariana. Dom Guéranguer y otros presentaron un documento con el
que trataron de sentar una amplia base teológica que les permitiera
criticar los objetivos mundanos del siglo XIX, pero era demasiado
abstracta para Pío. Él quería una lista concreta de todas las cosas
malas que veía en el siglo. Les ofreció como modelo la lista redactada
por el oportunista ex liberal Phi-lippe Gerbet, quien había trepado
hacia la derecha después de que el Papa condenase a quien había
sido su héroe, Felicité de Lamme-nais. A Gerbet, un obispo muy poco
respetado por otros miembros de la jerarquía francesa, le gustaba
dirigir grandilocuentes cartas pastorales a su diócesis; una de las
cuales, publicada en el verano de 1860, captó por desgracia el interés
de Pío IX. Contenía una lista de 85 tesis que las autoridades católicas
debían condenar.
—285—
Pío le dijo a su comité redactor que ése era el tipo de cosas que él
quería. Giacomo Martina, en su informe sobre el pontificado de Pío,
enfoca esto como la raíz de muchos patinazos que precedieron al
desastre del Syllabus.

Uno se pregunta qué motivos llevaron al pontífice a dejar de


lado el primer borrador [en enero de 1869], que era mucho
mejor que el de Gerbet, y preferir una lista tan vulnerable en
diversas formas. La elección, que tuvo muy poco que ver con
las personalidades de sus asesores romanos, dependió
esencialmente del carácter y los conceptos de Pío IX, un
hombre incapaz de concebir profundamente un argumento
como un todo, más inclinado a mirar casos aislados que
amplias síntesis o el examen profundo de los principios. 20

A partir de entonces, tras atravesar una larga serie de versiones de


diferentes comités. Pío se aferró a su idea de que la mejor forma de
atacar al mundo moderno era catalogando sus atrocidades. Según él,
éstas suponían una afrenta tan flagrante que la sola mención de ellas
les haría estremecer. No se daba cuenta de que la impactante
concreción de semejante lista sería tan vivida para sus detractores
como lo era para él. Exponía su tesis de tal manera que resultaba
muy fácil de caricaturizar; casi era una caricatura de por sí.
El formato de la lista tenía la ventaja adicional, en su opinión, de qué
a medida que tomaba forma se le podían agregar nuevas molestias
que fuesen apareciendo. Así, cuando en 1860 Charles de
Montalembert, en la conferencia eclesiástica de Malinas, hizo un
llamamiento en favor de «una Iglesia libre en un Estado libre». Pío
enseguida reaccionó añadiendo cinco nuevos puntos a la lista que
condenaban las opiniones de Montalembert. 21 Gracias a la redacción
de una de las refutaciones de las tesis de Montalembert, Luigi Bilio,
un recién llegado a Roma, captó la atención de Pío. El Papa puso al
padre Bilio al cargo de las reformas de la lista en curso, desoyendo la
opinión de consejeros más versados en la cuestión.

Como suele suceder en la historia de la Iglesia, se entabló una


colaboración entre el Papa, la curia romana con sus diversas
tendencias y ciertos miembros de la jerarquía. Sin embargo,

—286—
en el curso de esta tarea, que Pío siguió muy de cerca (como lo
demuestran varios documentos en los archivos), el pontífice
impuso su sesgo personal, que no sólo reforzaba el sesgo de
los que se aferraban a la línea dura [intransigenti] sino que
mostró una cierta tendencia a la asociación libre [eclecticismo]
de su propia cosecha, basándose apenas en la necesidad de
una síntesis sólida e internamente coherente que,
concentrándose en lo esencial, no se disipase en los detalles.
En definitiva, las contribuciones de teólogos maduros como el
abad Guéranguer, monseñor Pie (el obispo de Poitiers),
monseñor De Ram (el rector de la Universidad de Lovaina)
surtieron poco efecto, mientras que las iniciativas básicas
vinieron de un desconocido obispo francés, monseñor Gerbet
de Perpiñan, y de un teólogo bernabita relativamente joven, el
padre Luigi Bilio, quien se ganó la total confianza del Papa y
que luego, una vez nombrado cardenal, participó íntimamente
en las decisiones más importantes tomadas por Pío IX,
especialmente durante el Concilio Vaticano. 22

Pío mantuvo a Bilio trabajando durante años en la lista de sus


sueños, que saltó de 70 tesis a 62, luego bajó a 55, o a 22, antes de
volver a 84 para terminar en un total definitivo de 80.
Mientras tanto el Papa trató de suscitar una correspondencia de
apoyo por parte de los obispos, como hizo con la definición mariana.
Cuando se reunieron en Roma en 1860 para la canonización de los
mártires del siglo XVI en Japón, les pidió que le diesen por escrito sus
opiniones particulares sobre si debían condenarse los errores del
liberalismo moderno. Por supuesto, no se les facilitó la lista específica
de los errores que Pío tenía en mente (¿cómo dársela, si se mantenía
en un estado de flujo constante?). De los 255 obispos a quienes se
les solicitó, 96 no respondieron. De los que respondieron, un tercio se
opuso a la idea de la lista, alegando que puesto que ya se habían
emitido constantes advertencias papales, incluido un discurso
apocalíptico que el Papa acababa de pronunciar con ocasión de las
canonizaciones japonesas, no había necesidad de mostrarse
inútilmente provocativo con condenas oficiales.23 El Papa no se dejó
amilanar.
Entre los que trataron de desviar al Papa de su carrera por ese

—287—
peligroso derrotero estaba la plana mayor de los cardenales
inquisidores, quienes dijeron que la corriente de declaraciones que ya
se habían hecho sobre el asunto hacía inútil la condena oficial. Este
intento por mejorar las cosas las empeoró, pues Bilio, tratando de
aplacar a los cardenales, buscó una declaración anterior de Pío como
cita para cada tesis. Al arrancar citas cortas de su contexto original,
hizo que las tesis pareciesen más vagas o más específicas de lo que
pretendía. El caso más famoso fue el de la tesis 80, que condenaba
la idea de que el Papa pudiese reconciliarse con el progreso
moderno. La cita original se dirigía a los Estados modernos que
trataban abiertamente de romper los acuerdos con la Iglesia o de
suprimir la religión, pero su uso sugería que el Papa tenía que
oponerse a todos los Estados modernos.24 La necesidad de presentar
las tesis en un marcó de citas exactas de diferentes documentos
papales también ayudó a darle a la lista ese extraño estilo de
condena a los inequívocos señalamientos de errores. Esto llevó, en el
caso de la tesis 79, a la estrambótica redacción de una doble
negación, según la cual lo que se condenaba era la declaración falsa
de que la libertad civil no corrompe la moral.
Como suele ocurrir con los proyectos transcendentales emprendidos
por Pío, eternizó el proceso movido por su obsesión, luego se aburrió
de él y exigió su rápida conclusión. En la prisa por cerrar el asunto,
Bilio decidió por sí mismo borrar dos tesis que condenaban los
regímenes constitucionales y el Risorgimiento italiano. El Papa no se
enteró; y cuando la publicación del documento levantó ampollas, le
remitió todas las preguntas al respecto a Bilio. «Era sumamente
extraño que el verdadero responsable del documento resultase
totalmente incapaz de explicar en su momento el significado exacto
de las posiciones que había adoptado.» 25 Su mente ya había pasado
a la fase siguiente de su guerra contra la modernidad. Dos días antes
de firmar el Syllabus, el Papa anunció a su entorno su intención de
convocar un concilio general. Mientras que el resto del mundo decía
que había ido demasiado lejos, él sentía que (todavía) no había
llegado lo bastante lejos. Hacía falta más: «La definición de la
Inmaculada Concepción, el Syllabus y el Vaticano I, aunque eran
cosas separadas, estaban íntimamente unidas en una única
campaña: las tres etapas de la estrategia papal.»26
A pesar de que el Papa concibió cada etapa de esta campaña co-

—288—
mo un castigo a los designios diabólicos de la modernidad, el
Syllabus supuso un golpe demoledor contra él. Tuvo suerte que
algunos lo tomasen como un chiste, pues los que lo tomaron en serio
estaban casi histéricos. Se trataba de un líder del siglo XIX que
negaba toda validez a la libertad de conciencia, de expresión o de
gobierno. En sus esfuerzos por controlar el daño, el cortés cardenal
Dupanloup defendió el Syllabus en Francia, extrayendo lo esencial de
sus significados recuperables. Señaló que las citas papales estaban
tomadas fuera de contexto (por los propios autores de la lista);
alegaba que la lista no podía significar lo que parecía, ya que
resultaría internamente contradictoria, e hizo-la distinción entre una
«hipótesis» ideal (sería muy bueno para todos tener un temor tan
claro de la verdad que el error no fuese aprobado) y una «tesis» real
(el mundo está más confundido que eso). Como dijo Owen Chadwick:
«Para cuando Dupanloup terminó con el Syllabus casi parecía que
jamás hubiera existido.»27
El Papa, hasta donde fue capaz de entender las sutiles distinciones
de Dupanloup (y la sutileza no era el punto fuerte de Pío), estuvo en
desacuerdo con ellas, pero Filippo Antonelli, el secretario de Estado
papal, que no era teólogo (ni tampoco sacerdote), fue lo bastante
realista para ver que se trataba del mejor método para contener el
daño que Pío había ocasionado con el Syllabus, y persuadió al
pontífice a escribir una carta de apoyo a la interpretación de
Dupanloup. Esta declaración papal de la irresponsabilidad por sus
propios ataques le dio a Newman la oportunidad de argumentar con
la conciencia tranquila que alguien tuvo que influir en el Papa para la
publicación del Syllabus. No obstante, Pío, lejos de arrepentirse de lo
que había dicho en el Syllabus, planeaba reafirmarlo con renovadas
fuerzas: las de la infalibilidad. Al convocar el concilio ecuménico para
ello, concitó a Acton de nuevo a la acción. Acton estaba decidido a
evitar cualquier cosa que estampara en el Syllabus el sello de verdad
eterna. Para él, era una falsedad eterna, el encierro de su iglesia en
una deshonestidad fundamental y autodestructiva.

-289-
NOTAS

1. Acton3.677.
2. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening of the
Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, p. 17.
3. Ibíd.,pp. 20-21.
4. Ibíd.,p.5.
5. Anthony Grafton, The Footnote: A Curious History, Harvard
University Press, 1993, pp. 223-226.
6. Véase el recuento personal de Acton de sus aventuras en los
archivos reproducidos por Damián McEIrath, Lord Acton: The
Decisive Decade, 1864-1874, Essays and Documents, Publications
universitaires de Louvain, 1970, pp. 1.127-1.140.
7. Gordon S. Shrimpton, History and Memory in Ancient Greece,
McGill-Queen's University Press, 1997, pp. 21-48,114-115.
8. Amoldo Momigliano, The Classical Foundations ofModern
Historiography, University of California Press, 1990, pp. 18-21.
9. Peter Brown, «Arbiters of the Holy», en Authority and the Sacred,
Cambridge, 1995, pp. 55-78.
10. Amoldo Momigliano (op. cit., pp. 137-141) señala que Eusebio
fundamenta sus obras en documentos. Sin embargo, éstos se
esgrimen para probar la coherencia doctrinal en los textos bíblicos,
conciliares y patrísticos. Véase también Momigliano, Essays in
Ancient and Modern Historiography, Wesleyan University Press,
1977, pp. 115-119.
11. Sobre esta historia de conjeturas, véase J. G. A. Pocock,
Barbarism and Religión, Cambridge University Press, 1999, vol. 1, p.
156, vol. 2,p.310.
12. Frank M. Turner, Contesting Cultural Authority: Essays in Victorian
Intellectual Life, Cambridge, 1993, p. 181.
13. Francis A. Gasquet (editor), Lord Acton and His Circle, Londres
1906,p.xlvii.
14. Acton 3.390: «Review of Friedrich's Geschichtc des Vatikanish
Konzils», 1877.
15. Acton, Cambridge Manuscripts Add. MSS. 5751.
16. lan Ker, John Henry Newman, Oxford University Press, 1988,
pp.472-477.
17. John Henry Newman, On Consulting the Faithful in Matters of
Doctrine, editado por John Coulson, Sheed & Ward, 1961, p. 86.
18. Sobre el tratamiento de Acton del discurso de Dollinger en
Munich, véase «The Munich Congress» (Acton 3.215-23).

-290-
19. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke
ofNorfolk, 1875, en Alvan Ryan (editor) [Carta al duque de Norfolk,
Edicones Rialp, S.A., 1996], Newman and Gladstone on the Vatican
Decrees, University of Notre Dame Press, 1962, p. 166.
20. Giacomo Martina, Pio Nono (1851-1866), Editrice Ponteficia
Universitá Gregoriana, 1986, p. 301.
21. Ibíd.,p.338.
22. Ibíd.,p.288.
23. Ibíd.,pp. 310-314.
24. Ibíd., pp. 343-344.
25. Ibíd., p. 349.
26. Ibíd., p. 147.
27. Owen Chadwick, A History ofthe Popes, 1830-1914, Oxford
University Press, 1998, p. 178.

-291
17

La imprudente verdad de Acton

Pío IX era una figura improbable para acompañar al mundo moderno


y elevar el papado a sus más vertiginosas alturas de poder espiritual.
Era un hombre blando, lloroso, que encandilaba a la gente con sus
emociones contagiosas y su voz suavemente melodiosa. Casi puede
decirse que llegó al poder a fuerza de gimoteos. Cuanto más
lamentaba la pérdida de sus dominios temporales, más se agrupaban
alrededor de él los católicos que, compadecidos, lo abrumaban con
otros regalos. Como dijo Acton: «Los defensores de la infalibilidad
eran capaces de convertir en recursos la enemistad mostrada a la
Iglesia.» Criticarle se convirtió en una forma de sumarse a sus
perseguidores, que le sacaron de Roma en 1858 y le encerraron en el
Vaticano en 1870. Podía haber aprovechado esta simpatía para
redcfinir la misión de la Iglesia en una nueva era. Pero en cambio
miró atrás para ver lo perdido y exigió estridentemente su
restauración. Roger Aubert, el mejor estudioso francés del Concilio
Vaticano de Pío, describe al pontífice con una sagacidad que invita a
citas extensas:

Pío IX trabajó con una desventaja triple. En su juventud sufrió


una enfermedad parecida a la epilepsia, que le dejó una
tendencia a los excesos emocionales que en ocasiones lo
llevaba a ataques violentos de irascibilidad o a expresiones
imprudentes que rápidamente inflaban a quienes no
compartían sus intereses. Esta volatilidad explica también sus
frecuentes cambios de política en función del último consejo
que le diesen, lo que no quiere decir que no mostrase fuerza de
voluntad o en-

—293—
carase sus problemas valientemente si veía sus prerrogativas
en peligro.
En segundo lugar, tuvo que contentarse, como la mayoría de
los clérigos italianos de su tiempo, con una educación
incompleta, particularmente precaria en cuanto a métodos
modernos de estudio, sobre todo en el terreno de la historia.
Incluso en el campo de la teología y el derecho canónico
recibió una instrucción superficial que no siempre le permitió
tomar en cuenta la complejidad de algunos temas o la
incertidumbre de ciertas posiciones. No era que no se
interesase por asuntos espirituales, o que careciese del instinto
italiano que les permite, sin mayor instrucción, comprender lo
fundamental y ponderar situaciones concretas con sentido
común, al menos si se le presentan con exactitud.
Desafortunadamente —y ésta era su tercera desventaja— se
rodeó de un equipo débil. Sus consejeros confidenciales fueron
en su mayoría piadosos y muy devotos, pero también
excitables: todo lo veían a través de presupuestos
encorsetadamente ortodoxos y desconectados del
pensamiento contemporáneo. En estas circunstancias, no es
de extrañar que Pío no pudiese dirigir la Iglesia en
concordancia con los profundos cambios que transformaban
gradualmente los demás grupos sociales, o con los cambios de
perspectiva que el progreso de las ciencias naturales y de la
historia reclamaban de ciertas afirmaciones teológicas
tradicionales.2

¿Cómo logró un hombre con estas debilidades y desventajas arrancar


de la Iglesia una exaltación del papado? Disponía de una fuente de
energía que erguía su espina dorsal y templaba sus disgustos. No
creyó en sí mismo, pero creyó —sencilla, apasionada e
indefectiblemente— en su cargo, al que consideraba la única puerta
de entrada de Dios en el mundo. Algunos alimentaban esta creencia
con una actitud casi idólatra. En un momento en que otros símbolos
de autoridad estaban perdiendo su poder —los reyes, los aristócratas,
incluso la Biblia—, aquellos que anhelaban un punto de estabilidad y
certidumbre se volcaron en este último receptáculo de autonomía.
Los teólogos del pasado cerraban filas en su defensa, como aquel
que defendió las indulgencias di-

—294—
ciendo: «No tenemos la autoridad de las Escrituras [para ello] pero
contamos con la autoridad superior de los pontífices romanos.»3 O
como el obispo que afirmó «que en asuntos de fe prefería creer a un
solo Papa que a mil padres, santos y doctores [de la Iglesia]». 4
Cuando Pío envió a los obispos la convocatoria oficial para el concilio
ecuménico, les anunció que se trataba de la reforma de la Iglesia y de
examinar los errores modernos. No se mencionó el uso del Concilio
para declarar al Papa infalible, pero los liberales de la Iglesia
sospecharon que ése era el verdadero objetivo de la convocatoria, y
acertaron. El padre Martina señala en su autorizada historia del
pontificado de Pío:

El cabeza de la Iglesia era un buen conocedor de los trucos


para gobernar y sabía que más valía no imponer un plan desde
arriba sino inspirar el movimiento popular para luego reforzarlo
y guiarlo una vez puesto en marcha. Durante estos años,
encaminó su política a apoyar a los ortodoxos (intransigenti),
alimentando su deseo de definir la doctrina. La diplomacia
papal, La Civilta Cattolica, las frecuentes audiencias-del Papa,
todo eran artilugios para su propósito.5

Newman, quien pensaba que los cambios en la Iglesia debían nacer


de la interacción de todos sus miembros en reacción abierta y
compartida con el Espíritu, condenaría más tarde la manera de colar
una doctrina en el seno de las creencias (véase el capítulo 21 sobre
parrhesia). Afirmó que el cardenal Manning le había dicho al
embajador británico que la infalibilidad era algo que «se ha intentado
implantar [en el Concilio] desde hace tiempo. ¡Mucho tiempo, y aun
así se guarda en secreto! ¿Alguna vez se trató a los fieles de esta
manera? ¿A esto le llaman en algún sentido seguir las tradiciones?». 6
En cierto momento, mientras avanzaban los preparativos del Concilio,
Pío se cansó de los métodos sutiles para animar a las fuerzas pro
infalibilidad y publicó en el periódico del Vaticano, La Civilta Cattolica,
una falsa noticia que causó una fuerte impresión en los observadores
externos. Se trataba de una carta procedente de Francia en la que el
autor solicitaba el pronunciamiento del

-295-
Concilio a favor de la infalibilidad del Papa por aclamación, sin debate
ni votación. Eso era lo que Pío en verdad deseaba, pero fue una
tontería dar una señal tan evidente de ello.
Los defensores del Papa acusaron de indiscreción al jesuíta director
del periódico, Pietro Picirillo, al tiempo que afirmaron que Pío no
sabía nada de ese artículo antes de su publicación. Sin embargo,
Picirillo era un aliado del Papa que vivía en constante comunicación
con él (durante el Concilio los dos juntos concertaban las estrategias
casi a diario), lo que justifica la conclusión de Martina de que no lo
habría hecho sin el conocimiento del Papa:

Pío IX, ajeno a todo contacto vital con la realidad, rodeado de


estrictos consejeros con poca o ninguna sensibilidad hacia las
necesidades y expectativas de los intelectuales de clase media,
no calculó las consecuencias negativas que podía provocar esa
jugada y que se confirmaron inmediatamente: sorpresa e
irritación por parte de muchos, acompañadas de discusiones y
emociones alteradas, todas ellas hicieron muy tenso el
ambiente de las vísperas del Concilio.7

La causa de semejante ansiedad no fue simplemente la sospecha de


que el Papa estuviese llevando el agua al molino de su infalibilidad,
sino la incertidumbre sobre el alcance que le pensaba dar a esa
prerrogativa. ¿Incluiría el Syliabas errorum entre sus declaraciones
infalibles? ¿Todas las encíclicas? ¿Todas sus declaraciones
políticas? Estas preguntas pueden parecer alarmistas
retrospectivamente, pero Martina y otros encontraron en los archivos
datos que justificaban la ansiedad. El cardenal inglés Manning trabajó
con otros obispos del Concilio para hacer la definición de infalibilidad
papal «lo bastante amplia para proteger las declaraciones doctrinales
ordinarias del Papa de cualquier desestimación liberal o galicana,
incluso cuando no declarase que determinadas posiciones habían de
considerarse oficialmente heréticas u ortodoxas: es decir, sus
encíclicas, el Syllahus, la prohibición de posiciones temerarias,
etcétera».8 Para los reaccionarios más cercanos a Pío en espíritu,
éste era el primer objetivo de la definición, y él fomentaba esa actitud.
Le expresó a Picirillo su amargura por aquellos que trataban de limitar
tanto la definición que acabaría por ser una in-

—296—
falibilidad vacía, una que les permitiese seguir siendo liberales a
pesar del Syllabus. «A los ojos del Papa, el Syllabus era
esencialmente una defensa del orden sobrenatural, y eso era lo más
preciado para su corazón.»9 El Papa hizo evidentes sus propios
deseos. Una delegación de obispos alemanes le había enviado una
carta cuidadosamente preparada y respetuosamente redactada, no
para cuestionar su infalibilidad como tal sino para indicarle que no era
el momento adecuado para hacerla oficial. Cuando llegaron a Roma
para celebrar una audiencia con el Papa, éste no les dio a besar su
mano sino que adelantó hacia ellos su pie (un gesto favorito de Pío
para con los católicos que le disgustaban), y tuvieron que besárselo,
uno por uno.10
Como estaba claro qué pretendía conseguir el Papa con su Concilio,
Acton ideó un plan audaz para concertar una estrategia con los
obispos liberales a fin de desafiar al pontífice. Después de haber
renunciado a su propio periódico, el Home and Foreign Review, había
escrito largos artículos en revistas trimestrales dirigidas por amigos
católicos, el Chronicle y North British Review. Continuó con sus
estudios sobre la historia de la Iglesia y permaneció en contacto con
Dóllinger, sus discípulos y sus promotores. Seguía en consulta
permanente con el cardenal Dupanloup, el hombre que sacó las
garras para defender el Syllabus. Como parte de la extraordinaria
educación internacional que Acton recibió, pasó un tiempo en el
colegio para niños de Dupanloup en las afueras de París (antes de
seguir en Oscott con Wisemann y con Dóllinger en Munich).
Dupanloup era un amigo de la familia de Acton, y al crecer él pasó
también de discípulo a amigo. Camino del Concilio, Dupanloup hizo
una pausa en una de las residencias ancestrales de Acton,
Herrnsheim en el valle del Rin, para reunirse con Acton y sus obispos
amigos que encabezarían los esfuerzos contra la declaración de
infalibilidad en el Concilio: Hétele de Rottenberg y Ketteler de
Maguncia." Allí compararon sus conocimientos sobre argumentos
históricos contra la infalibilidad y evaluaron a otros obispos como
posibles aliados. Es asombroso que estos experimentados y hasta
famosos líderes de la Iglesia aceptasen el liderazgo de Acton, un
laico apenas entrado en la treintena. Pero Acton y su familia eran
íntimos de la jerarquía en muchos países (uno de sus tíos era
cardenal), y de funcionarios gubernamentales de toda

—297—
Europa. Más importante aún, Acton era amigo íntimo y consejero del
primer ministro británico, William Ewart Gladstone. La profundidad de
los estudios de Acton y su amplio círculo de amistades predisponían
a la gente, incluso cuando era joven, a aceptar su consejo.12 Además,
los obispos reunidos en Herrnsheim en 1869 se percataron de que
Acton, como laico, gozaría en el Concilio de la libertad de movimiento
y de propugnación de ideas que ellos no podrían disfrutar bajo la
disciplina que, suponían, Pío impondría a los obispos.
Sus temores y sospechas se confirmaron desde el inicio del Concilio.
Puesto que la curia tenía claro el deseo del Papa, estableció las
normas para el debate y la votación y elaboró el temario, de manera
que pudiesen amañar el resultado. Al evidenciarse que estallaría un
disentimiento considerable, se decretó que ningún debate podía
interrumpirse por la moción simple por parte de diez obispos, y que
todos los decretos del Concilio quedarían zanjados con la mayoría
simple, aunque en otros Concilios se aspiraba al consenso. 13 Incluso
en el Concilio de Trento del siglo XVI, que se consideró autoritario y
manejado por el Papa, se había exigido la aprobación de los decretos
por abrumadora mayoría y se había dado mucha más libertad de
debate en la preparación de los decretos. El Papa no quiso que se
mencionasen tales precedentes, así que ordenó a su bibliotecólogo y
documentalista Augustin Theiner, que llevaba años preparando los
archivos de Trento para su publicación, que no autorizase su consulta
a ningún obispo. La historia de la Iglesia .estaba sellada para los
obispos de la misma Iglesia. Aunque se habían reunido para
proseguir el trabajo de los concilios anteriores, se les negaban los
medios para estudiarlos. Algunos obispos, sin embargo, mencionaron
lo que había ocurrido en Trento citando otras fuentes, y Theiner fue
erróneamente acusado de dejar filtrar los archivos a su cuidado:

Pío IX llamó repentinamente a Theiner a su presencia. Estaba


irritado y furioso. Dijo haber sido informado de que Theiner
había llevado a lord Acton a los archivos secretos facilitándole
documentos para su estudio. Theiner lo negó categóricamente,
pero su negativa pareció irritar más todavía al Papa. Entonces
Theiner se ofreció a rendir solemne juramento de

—298—
que aquello era falso. El Papa se tranquilizó. Pero empezó a
culpar a Acton —«él no es uno de los nuestros»—, a [Johann]
Friedrich [otro alumno de Dóllinger] y a Dóllinger, y luego a
todos los obispos alemanes.14

Incluso se utilizó la acústica para controlar a los obispos. Se hicieron


esfuerzos para celebrar las sesiones generales en alguna otra iglesia
romana que no fuese la cavernosa San Pedro, pues, en aquella
época previa a los micrófonos y los altavoces, era muy difícil, si no
imposible, mantener allí cualquier debate. (Tal como se temía, los
resultados de las votaciones tenían que comunicarse a voces entre la
multitud de obispos, lo cual da una idea de lo mal que se debieron de
oír los discursos normales.) El Papa no quiso contemplar siquiera la
posibilidad de llevar a cabo las sesiones en alguna otra parte. Quería
que las sesiones se celebrasen en su propio campo, bajo su propio
escrutinio: en el crucero de San Pedro más cercano a su palacio.
Incluso prohibió a los obispos reunirse informalmente fuera de San
Pedro. Veía el resto de Roma como territorio en cierta forma
extranjero, ya que las tropas francesas habían ocupado el lugar para
ayudarle a dominar las revueltas a la sazón frecuentes. En cuanto al
problema de la mala acústica de San Pedro, dijo: «Los oradores
tendrán que hablar más fuerte o la audiencia tendrá que charlar
menos.»' 5 A las dificultades de comunicación del Concilio se sumaba
el requisito de tratar todos los asuntos en latín. Incluso la minoría de
los obispos que hablaba bien latín tenía problemas para entender la
pronunciación italiana, que era el sello distintivo de los miembros
activos de la curia, que presidían los actos.
Acton fue el arma más valiosa que pudieron encontrar los obispos de
la oposición al dominio papal del Concilio. Conocía Roma y su
maquinaria por haber trabajado en el pasado con Theiner en los
archivos. Trascendía las barreras del lenguaje entre los obispos que
se resistían a la manipulación de la curia, enlazando a los
estadounidenses con los franceses y a los británicos con los
alemanes. Organizó redes de comunicación dentro del Concilio y
coordinó una operación de difusión hacia el mundo exterior. Él y su
condiscípulo Johann Friedrich informaban a Dóllinger de los intríngulis
del Concilio en informes sorprendentemente fehacien-

—299—
tes que éste publicaba en Munich en el periódico Allgemeine Zeitung
bajo el seudónimo de «Quirinus.» El resto del mundo no tardó en
reconocer a Quirinus como la mejor fuente de noticias sobre el
Concilio.
Dado que Roma todavía estaba bajo gobierno secular del Estado
Vaticano, la libertad de expresión seguía denegada incluso a los
laicos fuera del Concilio, de forma que el correo público podía ser
interceptado: Acton tuvo entonces que confiar en su familia báva-ra y
sus contactos políticos para enviar sus mensajes por valija
diplomática. El cardenal Hoheniohe, su aliado en la resistencia dentro
del Concilio, era hermano del primer ministro bávaro. Se efectuó una
minuciosa pesquisa policial sobre Quirinus para expulsarlo de Roma
en cuanto fuese descubierto. Sospecharon de Acton, y los espías se
convirtieron en su sombra. Tenían razones para ello. Cuando Acton
supo con certeza que el Vaticano iba a silenciar a quienes se oponían
a la infalibilidad, comenzó a solicitar la intervención de los
gobernantes seglares de Europa para evitarlo. Esto puede parecer
infame a los lectores modernos, pero no olvidemos que la
participación de los Estados en los concilios había sido lo más común
desde los tiempos del papel presidencial de Constantino en el
Concilio de Nicea en el siglo IV. Incluso en Trento, el primer concilio
desde la ruptura con los Estados protestantes, se invitó a los poderes
católicos, aunque no a los protestantes. De hecho. Pío IX había
estado atormentado por la duda de si invitar o no al Concilio a los
representantes de otros Estados, en atención a las antiguas
tradiciones. Eludió la decisión sobre la base de que los gobernantes
seculares (de los cuales él formaba parte, después de todo) podían
asistir, aun sin invitación formal."' Debido a esto, el llamamiento de
Acton a la intervención de los Estados resultó menos fuera de lugar
de lo que cabría pensar de entrada. Esto es especialmente cierto si
tenemos en cuenta que Francia —un Estado católico bajo Napoleón
III— estaba protegiendo los menguados dominios de Pío con fuerzas
ocupantes en Roma. El Concilio tuvo que interrumpirse cuando la
guerra contra Austria ocasionó que Francia retirase sus tropas, con lo
que las tropas de la Italia independiente llegaron en riadas hasta las
mismas puertas de la ciudad del Vaticano.
La intervención inglesa también tenía una buena justificación,

—300—
a pesar de ser un Estado protestante. Acton había trabajado de cerca
con Gladstone por la causa de la emancipación católica en Irlanda, en
la que tuvieron que rechazar acusaciones de que los católicos no
podrían ser buenos ciudadanos británicos ya que su lealtad real
estaba consagrada al Vaticano. Si la infalibilidad papal empujaba a
los católicos a aceptar el Syllabus como obligatorio, con sus
condenas de las libertades británicas, el Parlamento podría revocar
los derechos garantizados a los subditos del Papa en Irlanda. Este
argumento convenció a Gladstone cuando Acton se lo planteó, y el
primer ministro propuso que Inglaterra enviase una protesta formal al
Vaticano; pero el Parlamento lo rechazó. Algunos políticos ingleses
estuvieron de acuerdo con su embajador en Roma, Odo Russell, en
que era conveniente para Inglaterra y el protestantismo que el Papa
debilitase los derechos católicos en el mundo moderno declarándose
infalible.17
El único éxito de Acton con «los poderes» (como él lo llamó) fue con
Bismarck de Prusia. Acton había cultivado la amistad del embajador
prusiano, el conde Von Arnim, y le inspiró mensajes para Bismarck
diciendo que los ataques del Concilio a los protestantes suponían una
afrenta internacional. El prefacio de uno de los documentos era tan
hostil a la reforma que el cardenal Stross-mayer causó sensación en
el Concilio al denunciarlo durante los debates de marzo; fue
interrumpido por el oficiante que presidía la sesión y no se le permitió
continuar, lo cual puso de manifiesto la falta de libertad de expresión
en el Concilio.18 Bismarck amenazó con retirar al embajador de su
gobierno en Roma, pero suavizaron el prefacio del documento y su
protesta se desvaneció. 19 Visto en retrospectiva, el gran esfuerzo de
Acton para bloquear la infalibilidad puede parecer inútil, pero en su
momento atemorizó a Pío y a su curia. Odo Russell, el embajador que
esperaba que el éxito dejara en ridículo a Pío, tuvo que admirar el
trabajo de Acton en contra del resultado que él había favorecido:

Tanto Dupanloup como Strossmayer [el líder bávaro de los


obispos opositores] admitieron que la oposición no se habría
podido organizar sin lord Acton, cuyo sorprendente
conocimiento, honestidad de propósitos, claridad mental y
capacidad organizadora habían hecho posible lo que al
principio parecía

—301—
imposible. El partido que tan poderosamente ayudó a crear
está lleno de respeto y admiración por él. ¡Por otra parte, los
partidiarios de la infalibilidad le ven como el diablo! 20

El mismo Pío concibió tanta antipatía por Acton, a quien consideraba


la fuente de toda la oposición a su dogma, que en una audiencia se
negó a darle la bendición a sus hijos. 21
A medida que el Concilio se alargaba durante meses, el Papa se
enfurecía con la resistencia organizada que se mantenía vigente a
pesar de todos sus esfuerzos por controlarla. (Para empezar,
después de ver sus ingresos reducidos por la pérdida de gran parte
de su reino temporal, le fastidiaba tener que dar apoyo a 300 obispos
que carecían de recursos para pagar su alojamiento por una estancia
tan larga.)22 Una vez, impresionó incluso a su íntimo aliado, el padre
Picirillo, al decir: «Estoy tan decidido a lograrlo que si el Concilio no
termina de pronunciarse al respecto lo clausuro y proclamo el dogma
por mi propia autoridad.»23 Estaba particularmente enfadado con el
respetado dominico Filippo María Guidi, arzobispo de Bolonia, quien
pronunció el 16 de junio un discurso cuidadosamente preparado en el
que sostenía que el Papa nunca podía ser infalible si actuaba por su
cuenta, al margen de la Iglesia. Este discurso, de cuya preparación se
tenía noticia, fue recibido con desbordantes aplausos por parte de la
minoría resistente y con un amargo silencio de la mayoría, que
apoyaba a Pío. Guidi fue recibido como un héroe en los pasillos y en
sus habitaciones, donde un centenar de obispos fue a felicitarle. Un
prelado italiano hizo un juego de palabras con su nombre: «Hoy fue
Guidi mal guiado [Guidi sguidato}, pero dijo la verdad.»24
El Papa convocó a Guidi a una entrevista en privado. Guidi defendió
su posición con citas de toda la tradición de la Iglesia, pero s"ólo logró
que el Papa le gritase furioso: «Yo soy la tradición; yo soy la Iglesia.»
Guidi, atónito, refirió a sus amigos el intercambio de opiniones cuando
salió de la audiencia. El relato recorrió toda la ciudad. El Papa le
envió un mensaje ordenándole que negase haber oído tal cosa: se le
pedía que mintiese por el bien de la Iglesia. Guidi, un hombre de
honor, no deseaba mentir, pero aceptó guardar silencio, sin
confirmarlo ni negarlo.25
Cuando quedó claro que alguna forma de infalibilidad iba a ser

—302—
decretada, los opositores y los moderados colaboraron para atenuar
la definición. Bilio, el autor del Syllabus, ya para entonces cardenal
Bilio, fue uno de ellos, y su moderación le acarreó la ruptura con el
Papa a quien hasta entonces había servido de manera tan
obsequiosa. Pío estaba ampliamente convencido de que no podría
declarar lo que quería: que la infalibilidad era su prerrogativa
personal, no algo válido sólo en y con la iglesia. 26 Aun así se las
arregló para insertar la frase concluyeme en el documento definitivo:

Cuando el Pontífice Romano habla ex cátedra, es decir,


cuando al margen del ejercicio de sus funciones como Pastor y
Maestro de todos los cristianos, de acuerdo con su suprema
autoridad apostólica, defina una doctrina sobre fe o moral que
deba ser abrazada por toda la Iglesia, por la divina asistencia
que san Pedro le prometió, está poseído de esa infalibilidad
con la que el divino Redentor quiso ver revestida a su Iglesia
para definir la doctrina sobre fe y moral; y por lo tanto dichas
definiciones del Pontífice Romano son irreformables de por sí y
no dependen del consentimiento de la Iglesia.

Cuando se realizó la votación preliminar de este texto, 88 obispos


votaron en contra, 62 votaron en parte a favor (juxta modum: su
objeción probablemente se refiera a la frase subrayada), y entre 80 y
90 se abstuvieron de votar. Estas cifras no pueden registrar los
posibles reparos de otros 80 o 90 que tuvieron que regresar a sus
diócesis en el transcurso del prolongado Concilio y que no
participaron en la votación final. 27 Los disidentes se reunieron para
decidir qué hacer. Acton quería que todos los disidentes se quedasen
en Roma y votasen por el no, evidenciando así la magnitud de la
oposición, pero el cardenal Dupanloup dijo que los obispos no
estaban dispuestos a transmitir personalmente el insulto al Santo
Padre, por lo que instó a los disidentes a marcharse de Roma antes
de la definición ceremonial. Sólo se contaron tres votos negativos en
esa sesión. Incluso si todos los obispos que inauguraron el Concilio
se hubiesen quedado hasta la votación final, no habría sido una
muestra representativa de toda la Iglesia, pues el Papa había
convocado muchos más obispos de Italia y España que de otras
tierras

—303—
más distantes y menos dóciles. Gertrude Himmelfarb resume los
argumentos que Acton expuso en las cartas que firmaba como
Quinnus:

Los 700.000 habitantes de los Estados romanos fueron


representados por sesenta y dos obispos que conformaron
entre la mitad y dos tercios de cada comisión [del concilio],
mientras que el obispo de Breslau representó a 1.700.000
católicos polacos y no fue escogido para ninguna comisión; de
sesenta y dos obispos napolitanos y sicilianos, cuatro podían
vencer en una elección a los arzobispos de Colonia, Cambra! y
París, representantes de un total de 4.700.000 católicos, y lo
hicieron. Parece ser que en las estadísticas eclesiásticas,
veinte alemanes instruidos cuentan menos que un italiano
ignorante. Quirinus dedujo que «la predilección por la teoría de
la infalibilidad está en proporción directa a la ignorancia de sus
defensores».28

Había algo hueco en esta victoria, algo que impidió demostraciones


de verdadero entusiasmo incluso entre los más fundamen-talistas.29
Muchos de los obispos más respetados se mantuvieron en la
oposición hasta el final, junto con los teólogos más cultos
(principalmente alemanes). En Inglaterra, John Henry Newman se
negó durante mucho tiempo a reconocer la validez del decreto sobre
la infalibilidad. Según él, «un acto tan tiránico como el voto de la
mayoría» no podía tomarse como la unanimidad moral requerida para
identificar la actitud de la Iglesia.30 Dijo que no lo consideraría
vinculante a menos y hasta que la minoría de los obispos lo afirmase
así expresamente. 31 Acton comenzó a trabajar para evitar tal
capitulación por parte de la minoría. Aunque sentía que la mayoría de
ellos se habían mostrado cobardes en su conducta al final del
Concilio, no comprendía cómo algunos de los hombres que él
admiraba pudieron actuar contra sus conciencias al aceptar lo que
ellos mismos habían tachado de falso. Publicó una carta abierta en la
prensa alemana llamándoles a mantenerse fieles a sus convicciones.
El Concilio no se había disuelto, sólo estaba suspendido (se esperaba
que temporalmente), a causa de los inminentes desórdenes
suscitados por la retirada de Roma de las tropas pacificadoras
francesas. Al reanudarse, el Concilio podría atemperar o afinar el

-304.
decreto. Mantener abierta esa opción era el deber moral de la minoría
contraria a la infalibilidad. 32
La jerarquía británica no sabía qué hacer con Acton. Era difícil llamar
la atención a un admirado aristócrata amigo del primer ministro.
Podían hacer caso omiso de la carta publicada en Alemania, pero era
más difícil pasar por alto el encendido ensayo sobre el Concilio que
Acton publicó a los tres meses de su suspensión, ensayo en el que
éste castigaba a la minoría por su complacencia para con la tiranía:

Aprobaron lo que tenían que haber reformado y bendijeron


solemnemente con sus labios lo que sus corazones habían
condenado. La Corte de Roma se hizo desde entonces
temeraria en su desprecio de la oposición y actuó creyendo
que no habría protesta que no olvidasen, ni principio que no
traicionasen, todo antes que desafiar la ira del Papa.33

Cuando la traducción del extenso ensayo apareció en Alemania, el


Vaticano lo incluyó en el Índice de Libros Prohibidos. 34 En un
momento, pareció que Acton le ahorraría al cardenal Manning la
dificultad de excomulgarle, retirándose él mismo de la Iglesia. En
mayo de 1871, diez meses después de la aprobación del decreto, un
grupo de opositores alemanes, entre ellos Dóllinger, declaró la
formación de una Iglesia de la resistencia y el nombre de Acton
apareció en la declaración. Pero él aclaró que había sido un error y el
asunto quedo así hasta 1874, cuando Gladstone, ya fuera del cargo,
señaló que Acton le había convencido de que los miembros de una
Iglesia que profesaba la infalibilidad no podían expresar la libertad
indispensable para los buenos ciudadanos británicos. Publicó un
panfleto, The Vatican Decrees in Their Bearing on Civil Allegiance
[Los decretos vaticanos y su incidencia en la obediencia civil], que
alcanzó una popularidad inusitada y del que se vendieron 145.000
copias en los dos primeros meses.35
Newman, que había guardado un cauto silencio sobre la infalibilidad,
se sintió obligado a salir en defensa de su compañeros católicos y
escribió otro panfleto, A Letter Addressed to His Grace the Duke of
Norfolk [Carta al duque de Norfolk]. Pero Acton le lanzó una
respuesta aún más rápida en el Times de Londres. Supo

—305—
que Gladstone estaba preparando el panfleto y trató de disuadirle de
su proyecto. Al fracasar en su intento, preparó su propia respuesta
para expedirla al Times en el minuto que apareciese el folleto de
Gladstone. Fue una misiva desconcertante para los no católicos y
exasperante para muchos católicos. Decía que los líderes de la
Iglesia siempre habían predicado cosas extravagantes, que no
impidieron a los católicos honestos actuar según su conciencia
ignorando las directrices inmorales dictadas desde arriba. Después
de todo, a lo largo de la vida de la Iglesia como reino secular se
habían seguido prácticas maquiavélicas de otros reinos, permitiendo
la tortura y el asesinato. ¿Qué significaba el decreto del Vaticano
comparado con la Inquisición o la matanza de la noche de san
Bartolomé? A muchos esta táctica de exculpación por incriminación
les pareció torpe. ¿Qué clase de defensa es decir que la Iglesia es
peor de lo que Gladstone piensa, pero que eso no importa? Pero
Acton sólo estaba ejerciendo su habitual dedicación a la verdad.
Durante mucho tiempo había creído en todos esos pecados de la
Iglesia y no por ello había perdido su devoción por los evangelios, así
que ¿por qué tendría que ver diferente a la Iglesia ahora que había
perpetrado otra atrocidad? Ciertamente esperaba una respuesta
diferente del Vaticano en la era de la verdad, pero el Vaticano frustró
sus expectativas volviendo a los viejos malos tiempos. Acton
demostraría cuan malos eran. Como le escribió a Dóllinger más tarde:
«Es imposible aplicar honestamente una norma moral a la historia sin
desacreditar a la Iglesia en su acción colectiva.» 36
La carta del Times fue demasiado para Manning, quien entonces le
preguntó formalmente a Acton si se sometía al decreto del Vaticano.
Su respuesta fue evasiva: «No siento como un deber de mi laicado
atacar los comentarios de los divinos, menos aún intentar invalidarlos
con mis apreciaciones personales. Me contento con permanecer en
absoluta dependencia de la providencia de Dios en Su gobierno de la
Iglesia.»37 Fue un sincero informe del tipo de fe que tenía. Aunque
Dóllinger dejó la Iglesia, Acton siguió siendo un devoto participante en
su vida sacramental y de oración. De hecho, estaba menos dispuesto
a perdonarle sus pecados a la Iglesia que Dóllinger, quien —a ojos de
Acton— era demasiado indulgente en sus apreciaciones de los
prelados y potentados del pasado. La diferencia fue tan fundamental
para Acton que inte-

—306—
rrumpió sus relaciones con Dóllinger y llegó a confesar que su primer
mentor era acomodaticio con la verdad.
En tanto que historiador, Acton es considerado un juez feroz, que
aplica los más altos listones de moral a todas las acciones pasadas,
sin ceder a la ceguera cultural de épocas específicas. Esto se reflejó
en su propio código de integridad. Situó la honestidad en tan alto
escalafón que rechazó parte de su fortuna familiar —la que procedía
de su abuelo, que había sido primer ministro de Ñapóles— por haber
sido amasada con prácticas corruptas.38 Pero su crítica a la
deshonestidad de alto nivel se forjó principalmente en su experiencia
como crítico de los archivos históricos de la Iglesia. Era tan
agudamente consciente de la forma en que el clero utilizaba una
buena causa para justificar métodos malvados para su pro-, moción,
que adquirió visión de rayos equis para ver a través de los múltiples
subterfugios que siempre estaban a mano para justificar acciones
deshonrosas. Esto fue lo que más le ofendió de la Iglesia, pues debía
ser amiga de la verdad y no su enemiga. La mayor tristeza de su vida
fue descubrir que no era así.

NOTAS
1. Acton 3.305, «The Vadean Council», 1870.
2. Roger Aubert, Vatican I, Editions de 1'orante, 1964, pp. 35-36.
3. Acton 3.308, «The Vadean Council», 1870.
4. Ibíd.
5. Giacomo Martina, Pio Nono (1867-1878), Editrice Pontificia
Universitá Gregoriana, 1990, p. 172.
6. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry
Newman, Oxford, 1978, 25.82. [Vida y pensamiento del cardenal
Newman. Ediciones San Pablo, 1998.]
7. Ibíd., p. 157.
8. Ibíd., p. 198.
9. Ibíd., p. 17.
10. Ibíd., p. 163.
11. Damián McEirath, Lord Acton: The Decisivo Decade, 1864-1874,
Publications universitaires de Louvain, 1970, pp. 22-23.

—307—
12. Véase el exquisito capítulo, «With Gladstone», en Owen
Chadwick, Acton and History, Cambridge University Press, 1998, pp.
139-185.
13. Ibíd.,p.l82.
14. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening ofthe
Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, pp. 63-66.
15. Martina, op. cit., p. 164.
16. Ibíd.,pp. 146-147.
17. Chadwick, Acton and History, p. 82.
18. Acton3.330-3.332.
19. Ibíd.,pp. 84-85.
20. Ibíd.,p.82.
21. Gertrude Himmelfarb, Lord Acton: A Study in Conscience and
Politics, University of Chicago Press, 1962, p. 106.
22. Martina, op. cit., p. 167.
23. Ibíd.p. 175.
24. Ibíd.,p.206.
25. Ibíd., pp. 207-208.
26. Ibíd., p. 210.
27. Himmelfarb, op. cit., p. 106.
28. Ibíd.p. 102.
29. Martina, op. cit., pp. 215-216.
30. Dessain,op.cit.,25.132.
31. Ibíd., 25.185.
32. Himmelfarb, op. cit., pp. 110-1.11.
33. Acton 3.3.33.
34. Himmelfarb, op. cit., p. 113.
35. Ibíd., p. 117.
36. Acton 3.666.
37. Ibíd., pp. 122-123.
38. Robert L. Schucttinger, Lord Acton, Historian of Liberty, Open
Court,1976,pp. 140-141.

-308-
18

La cauta verdad de Newman

La era de la verdad no sólo hizo a Acton sospechar que la Iglesia


católica hubiese inculcado una disciplina de mentiras, de equívocos
hipócritas y solapamientos ideológicos. En Inglaterra, dichas
sospechas se centraron durante no poco tiempo en una persona:
John Henry Newman, cuya personalidad parecía ocultársele a los
hombres tras su enorme nariz aguileña, sus maneras afeminadas y
su suave voz seductora. Esta desconfianza se cristalizó en dos
momentos especiales, dos interpelaciones dirigidas a él en sendos
panfletos: What, Then, Does Dr. Newman Mean? (1864) [¿A qué se
refiere entonces el doctor Newman?] y What Will Dr. Newman Do?
(1870) [¿Qué va a hacer el doctor Newman?]. La primera se produjo
por un insulto casual pronunciado por un hombre famoso, Charles
Kingsley; la segunda por la inccrtidum-bre respecto de la aceptación
de Newman de la infalibilidad, incer-tidumbre de la que se hizo eco un
torvo personaje: Edward Husband.
Se ha dicho que Newman reaccionó con desmesura al insulto de
Kingsley, que había respondido a un disparo de salva con un
bombardeo de artillería retórica. Esta percepción se debe en parte a
la sensación de que Kingsley era un adversario insignificante, pero no
era así como se le veía en aquel tiempo. Kingsley no sólo era un
popular novelista sino también un líder religioso (del Canon de
Chester), además de profesor de historia moderna en Cambridge,
nombrado por el rey. Por otro lado, Newman percibía la presencia de
una sospecha más grande y antigua sobre él detrás de los toscos
argumentos de Kingsley. Aunque Kingsley declaró pú-

—309—
blicamente en una revista editada en 1864 que no albergaba el menor
resentimiento hacía Newman antes de su insulto, en privado confesó:
«Tengo una cuenta de más de veinte años por cobrar, y esto no es
más que un letra de esa deuda.» 1 Esta «cuenta» venía del
resentimiento de Kingsley, desde principios de la década de 1840, por
el hecho de que su prometida se sentía muy atraída por los autores
de los tractos, que en ese entonces publicaban los sacerdotes angli-
canos del Movimiento de Oxford, de los cuales Newman era uno de
los principales líderes. Kingsley le advirtió sobre las artimañas de
esos hombres: «Bien sea con intención o por autoengaño, esos
hombres son jesuítas; juran fidelidad a los Artículos con reservas
morales, lo que les permite explicarlos en sentidos totalmente
diferentes de los de sus autores. Son las peores características
doctrinales del papismo, en las que el señor Newman profesa creer.» 2
Ésa era la aprensión generalizada respecto al Movimiento de Oxford:
que se trataba de un intento para pasar de contrabando el catolicismo
a la Iglesia anglicana. Los líderes del movimiento sé oponían a la
modernidad con argumentos que Pío IX habría suscrito. Newman
calificaba el liberalismo de principio antidogmático, y por lo tanto lo
consideraba un asalto antirreligioso. En 1833 le escribió a su madre:
«La mayoría del laicado pensante se topa con la infidelidad. Los
sacerdotes han perdido gran parte de su influencia desde la paz
[alcanzada en el Congreso de Viena, en 1815]. La Revolución
francesa y el Imperio parecen haber generado una plaga que se va
extendiendo lentamente por todas partes.» 3 Incluyó esta misma nota
en algunos de sus tractos, alegando, por ejemplo, que la religión no
debería estar sujeta a la crítica racional en el tracto n.° 73 (1835).
El Movimiento de Oxford comenzó por lamentarse de que la religión
establecida estuviese cediendo en puntos como la emancipación
católica y la ordenación de sacerdotes que no eran estrictamente
ortodoxos. Resultó desconcertante, luego, que los mismos autores
comenzasen a estirar las normas de la ortodoxia, diciendo que los
artículos de fe anglicanos podían admitir interpretaciones católicas, lo
cual era una señal de que parte de los oxfordianos estaban
renunciando a la Iglesia establecida de Inglaterra por demasiado
liberal, desviándose hacia Roma. Cuando el mismo Newman rompió
con su pasado para hacerse católico en 1845, llevándose a

—310—
parte de sus seguidores con él, se dijo que lo había programado todo
para catolizar a la Iglesia británica y que se iba porque había fallado
en su proyecto subversivo. Los «honestos» tractistas como Edward
Pusey fueron los únicos que se mantuvieron fieles a su propia Iglesia.
Los abundantes escritos de Newman dieron municiones a sus
enemigos, pues se había movido con pasos agonizantes, marcando
cada uno con precisión, de una Iglesia a la otra, cancelando en cada
etapa lo dicho en la anterior, de forma que sus palabras se oponían
entre sí en aparente contradicción. Mientras aún trataba de
permanecer en la Iglesia británica, criticó el pontificado para
demostrar que no era el católico que todos pensaban. Algunas de las
cosas que escribió en esta etapa sonaban como lo que Kingsley diría
después en su contra. Por ejemplo, en el British Crític de
1840, escribió:

A nosotros los ingleses nos gusta la virilidad, la franqueza, la


coherencia, la verdad. Roma nunca nos convencerá, hasta que
aprenda estas virtudes y las utilice; y entonces quizá nos
convenza; pero será si deja de ser lo que ahora entendemos
por Roma, y si conquista el derecho, no «a dominar nuestra
fe», sino a merecer y poseer nuestro afecto en los lazos de los
evangelios.4

Los problemas de Newman con la aparente incoherencia tampoco


terminaron con su conversión. Su mente seguía en movimiento, ya
que le habían obligado a elaborar una teoría de desarrollo doctrinal
para justificar su propio traslado a Roma. Esto significó que el hombre
que comenzó como anglicano conservador, defensor de la jerarquía
británica, se convirtió en un católico liberal que negaba que la
jerarquía papal tuviese el monopolio de la verdad. Por lo tanto, sus
nuevos correligionarios le recibieron con gran desconfianza, y tuvo
que elaborar fórmulas aún más novedosas para explicarse. En todo
este movimiento de su desarrollo mental, algunos lectores percibieron
algo turbio o evasivo, como si constantemente abandonase a
hurtadillas la posición que acabara de adoptar. Fue esta impresión
que se tenía de Newman, avivada por el viejo resentimiento de su
influencia sobre su esposa, lo que

—311—
llevó a Kingsley a decir, en un paréntesis durante la revisión de una
historia de Inglaterra: «La verdad, por su propio bien, no ha sido
nunca una virtud del clero romano. El padre Newman nos hace saber
que no tiene por qué serlo, y que en general debiera no serlo.»
Cuando Newman le interrogó sobre las bases para tal acusación,
Kingsley citó un sermón pronunciado estando Newman fuera del
«clero romano» y añadió que tomaría la palabra a Newman si éste se
retractaba de lo que había dicho en aquella ocasión específica. Pero
no se retractó de la acusación general. Lógicamente Newman se
preguntó en voz alta por qué un hombre tomaría la palabra a alguien
a quien, en principios generales, había llamado mentiroso. Las cartas
iban y venían; Kingsley, incapaz de retirar la acusación;
Newman, resuelto a no dar por buenas las evasivas de un hombre
que le había acusado de hurtarse a la verdad.
Cuando Newman, ya furioso, publicó la correspondencia, la esposa
de Kingsley, consciente de la tensión nerviosa de su marido, le
aconsejó olvidar todo el asunto; pero él emprendió lo que confiaba
sería un golpe mortal, absoluto. Revisó todos los trabajos de Newman
buscando ejemplos de duplicidad y los arregló en su panfleto What,
Then, Does Dr. Newman Mean? La respuesta de Newman fue una
serie de panfletos, publicados cada jueves durante siete semanas
seguidas, que luego fueron compilados e impresos como la Apología
pro vita sua. Más que referirse una y otra vez a los argumentos de
Kingsley, Newman, trazando el recorrido completo de su pensamiento
religioso, etapa por etapa, demostró que' en cada una había hecho
declaraciones honestas de lo que sentía realmente en ese momento.
Una de las acusaciones más plausibles de Kingsley fue que Newman
redujo, matizó o escondió la verdad con fines polémicos o
apologéticos. Puso a Newman en un compromiso por un término muy
utilizado por él —una «economía» de la verdad— que insinuaba que
se podía ser tacaño con la verdad, al repartirla en mínimas
cantidades, guardarse parte de ella o negarla por completo a ciertos
públicos. Newman había aprendido el término en sus lecturas de los
padres griegos del siglo IV, quienes empleaban la palabra oikonomia
para describir las diversas leyes que afectaban al modo en que se
podía decir, adornar o retener la verdad. Todas estas palabras se
basaban en el supuesto de que Dios no puede ser

—312—
conocido, que Su verdad está más allá del alcance de la mente
humana. Como lo expuso san Agustín en la Iglesia latina: «Ya que
estamos hablando de Dios, vosotros no lo entendéis. Si lo pudieseis
entender, no sería Dios.»5
Aunque todas las afirmaciones hechas sobre Dios están destinadas a
ser insuficientes, algunas son más o menos suficientes, más o menos
apropiadas para diferentes tiempos o personas. Los padres decían
que las Escrituras judías eran una oikonomia, pues revelaban partes
de la verdad que recibirían una manifestación más completa en
Jesús. El mismo tipo de revelación por etapas se da cuando se le
habla a un niño o a un principiante en búsqueda de la verdad
religiosa. Dibujar un ángel alado es una economía, quiere sugerir a la
mente infantil cierta idea de un ser superior. Es falso, pero no es una
mentira.6 A medida que se avanza en conocimiento, la economía no
pierde importancia, sólo gana en sutileza. Kari Rahner y otros
teólogos modernos opinan que toda la teología de la Trinidad es una
economía, pues la paternidad y la filiación no son verdades más
literales sobre Dios que las alas de los ángeles. Existen términos
análogos útiles (aunque peligrosos, como por ejemplo todos los
nombres de Dios) para hablar de la revelación de Dios de Sí mismo
en la economía de la salvación. 7 De la misma manera, ya que el
pensamiento de Newman era siempre dinámico, un proceso de saltar
de una verdad a otra, Rahner dice que la verdad que uno deja detrás
no es necesariamente falsa sino una economía: una expresión menos
suficiente de la verdad que lleva a una más suficiente.
Afirma también que esta clase de progresión no es una simple
reformulación de proposiciones lógicas. La mente no avanza en forma
silogística en una única dimensión de especulación.

Para mí, no fue la lógica lo que me dirigió; sería como decir que
es el mercurio del barómetro lo que cambia el tiempo. El que
razona es el ser concreto; pasan unos años, y encuentro mi
mente en un lugar nuevo; ¿cómo? Todo el hombre se mueve;
el papel de la lógica no es otro que el de registrar ese
movimiento.8

Describió el proceso incluso a medida que lo iba viviendo. Este


extracto de un sermón anglicano anuncia ya su concepto final de

—313—
«consentimiento verdadero» en contraposición con la superficial
verdad «nocional»:

La mente se mueve hacia adelante y hacia atrás, y se extiende


y avanza con una velocidad casi proverbial y una sutileza y
versatilidad que escapan a la investigación. Pasa de un punto a
otro, a uno por alguna indicación; a otro por una probabilidad;
ya valiéndose de una asociación; ya recordando alguna norma
aprendida; o apoyándose en un testimonio; comprometiéndose
luego con alguna impresión popular, algún instinto interior o
algún recuerdo recóndito; y así progresa cual un escalador en
un risco escarpado, quien, gracias a la mirada rápida, la mano
dispuesta y el ipie firme, sube, ni él mismo sabe cómo, por un
don personal y por la práctica, más que por regla alguna, sin
dejar huella tras de sí, e incapaz de enseñarle a otro. No es
exagerado decir que el paso con el que los grandes genios
escalan la montaña de la verdad es tan inseguro y precario
para los hombres en general como el ascenso de un hábil
escalador de un risco literal. Es una senda que sólo ellos
pueden tomar; y su justificación reposa sólo en su éxito. Y ésta
es en general la forma en que todos los hombres, dotados o
no, comúnmente razonan, no por reglas, sino por una facultad
interior. El razonamiento, entonces, o el ejercicio de la razón,
es una energía espontánea que vive dentro de nosotros, no un
arte.9

Apuesto a que la mayoría de nosotros reconoce en este pasaje la


verdadera manera en que formamos nuestras opiniones, aunque no
somos tan honrados como para confesar que no es la pura razón la
que nos guía en los asuntos importantes o doctrinales. En otras
palabras, Newman fue acusado de deshonestidad precisamente por
ser tan sincero sobre las experiencias vividas en la formación del
consentimiento verdadero de nuestras convicciones más íntimas. En
calidad de observador de su propia psicología merece estar en las
filas de Agustín. La maravilla de la Apología es que transmite la
experiencia de llegar a nuevas profundidades de una manera
concreta y convincente. Acusado de deshonestidad, propone una
nueva norma de lo que debería ser la honestidad para con el propio
pensamiento. Gran parte de su trabajo posterior

—314—
será un ahondamiento en el análisis de este proceso mental, el cual
Chesterton plantea con rapidez característica en una especie de
taquigrafía simbólica: «Un hombre muy bien puede convencerse
mejor de una filosofía a partir de un libro, una batalla, un paisaje y un
viejo amigo que a partir de cuatro libros. El mero hecho de que las
cosas sean de diferentes tipos aumenta la importancia del hecho de
que todas apunten a una misma conclusión.»10
Un Kingsley cualquiera puede objetar que toda defensa de
explicaciones parciales de la verdad puede servir como argumento
para esconder o suavizar verdades desagradables o
comprometedoras. Por supuesto. Pero no hace falta la teología de la
economía para recurrir a eso. Y debemos recordar que el modelo de
Newman es el de las revelaciones económicas de Dios. No tienen por
objeto bloquear el acceso a la verdad sino ser guía hacia verdades
más amplias. Abren el campo visual en lugar de cerrarlo. No se
supone que pensemos en Dios siempre y únicamente como una
relación paternal consigo mismo (como padre e hijo). Es sólo una
ayuda para concepciones más elevadas, del estilo de las que Agustín
exploró en su Tratado sobre la Santísima Trinidad, donde la relación
paternal es menos importante que los aspectos de la estructura
interna de la mente. El uso humano de la economía, si está modelada
según la de Dios, no puede aprovecharse para engañar o para
desviarse de la verdad, sino sólo para ir hacia ella.
La Apología no sólo restauró la reputación de Newman como persona
sincera ante los protestantes, también hizo que los católicos viesen
que era honesto en su expresión de la necesidad del desarrollo
dentro de su propio rebaño. Pero cinco años después de la aparición
de la Apología, tuvo que superar una nueva prueba de sinceridad
cuando se convocó el Concilio Vaticano. Acton era tan abierto
denunciando la idea de la infalibilidad del Papa como lo era Manning
apoyándola. Sin embargo, Newman parecía dudar entre ambos, con
lo que hacía recordar su imagen de vacilante, de equívoco, lo que
llevó a Edward Husband, un anglicano, a cuestionar a Newman
cuando apareció el decreto del Vaticano. En su panfleto What Will Dr.
Newman Do ? Husband arguye que Newman debería regresar a su
iglesia original ahora que el Vaticano había ido demasiado lejos para
que él aceptase honestamente sus doctrinas.
En cuanto a la opinión de Newman respecto a la infalibilidad,

-315
suele pensarse que siempre creyó en ella, pero que pensó que el
Vaticano I se equivocaba en la forma y el momento de proclamarla.
Se escandalizó por el modo en que fue definida: bajo presión de
aquellos a quienes él regularmente llamó el «partido violento» o los
que «cruelmente» coaccionan'la conciencia de los hombres. 11 Esto lo
situó en el grupo, bastante nutrido, de los llamados «impertinentes»,
que eludían el asunto de la validez de la doctrina diciendo que no
debía sacarse a relucir de forma tal que pareciese apoyar el Syllabus,
con todo su desprecio de los valores modernos. Pero John R. Page,
recogiendo cuidadosamente todo cuanto Newman había dicho sobre
la infalibilidad a lo largo de toda la polémica, demostró que Newman
abrigaba reservas mucho más profundas sobre la doctrina que la
simple oportunidad de su declaración. Esto no debe sorprendernos.
Al principio de su carrera católica había sostenido que el laicado
debía ser consultado sobre las doctrinas, ya que ocasionalmente éste
era más fiel a las revelaciones que la propia jerarquía (incluyendo al
Papa). Afirmaba que la promesa del Espíritu era para toda la iglesia.
Pensaba que la Iglesia era como un triángulo que reposaba ora sobre
un lado, ora sobre otro, para afianzar su base en la verdad: algunas
veces sobre el laicado, otras sobre la comunidad teológica (schola
theologorum), y otras sobre la jerarquía (nunca exclusivamente sobre
el Papa).
Más aún, en la Apología había trazado el desarrollo de la doctrina en
el cuerpo de los creyentes como una analogía del crecimiento de la
mente individual. Así como «todo el hombre se mueve» para llegar a
una profunda aprehensión de la verdad, toda la Iglesia se mueve
hacia el encuentro de una sólida doctrina:

Quizás un maestro local, o un doctor en alguna escuela local,


aventura una proposición y se origina una polémica. Ésta, si
nadie se interpone, se apaga sin llama o arde en un lugar;
Roma se limita a dejarla estar. Luego llega ante un obispo; o
bien algún sacerdote o algún profesor en otro nivel de
aprendizaje la retoma; entonces pasa a una segunda etapa.
Más tarde llega a la universidad, y la Facultad de Teología
puede condenarla. Así la polémica continua año tras año, y
Roma sigue callada. Quizás entonces se haga un llamamiento
a un nivel de autoridad inferior al de Roma; y luego por fin,
después de mucho

—316—
tiempo, llega ante el poder supremo. Mientras tanto, la cuestión
se ha ventilado, se le han dado vueltas y vueltas, se ha
examinado desde cada ángulo, y se llama a las autoridades a
que tomen una decisión, que ya han alcanzado mediante la
razón. Pero incluso entonces quizá la autoridad suprema vacile
en hacerlo y pase años sin determinar nada sobre el asunto; o
lo haga de forma tan vaga y general que hace falta revisar toda
la controversia de nuevo, antes que se defina algo concluyeme.
Es evidente que semejante procedimiento sirve no sólo a la
libertad sino también al coraje de los individuos, teólogos o po-
lemizadores. Más de un hombre tiene ideas, que espera sean
ciertas y útiles para su tiempo; pero no está seguro de ellas y
desea que se discutan. Está deseoso, o más bien estaría
agradecido, de renunciar a ellas, si se probara que son
erróneas o peligrosas, con lo que conseguiría su objetivo
gracias a la controversia. Obtiene una respuesta y se inclina
ante ella, o, por el contrario, descubre que está seguro. No
osaría hacerlo si supiera que una autoridad, suprema y
definitiva, está atenta a cada una de sus palabras, dando
señales de asentimiento o de reprobación a cada frase que
pronuncia. De hecho, entonces, estaría luchando como los
soldados persas, bajo el látigo, y podría ciertamente decirse
que le fue arrancada la libertad de su intelecto.12

Este modelo de interacción entre los miembros del cuerpo de Cristo


está muy lejos de la forma en que una facción tiránica introdujo
subrepticiamente la infalibilidad en un Concilio donde ni siquiera se
había anunciado en el temario, donde se escatimó la libertad de
expresión y se penalizó la franqueza. Como Newman escribió
después de que se anunciase el decreto: «Sea lo que fuere lo que se
decida al final sobre la definición del presente Concilio, el escándalo
que lo ha acompañado permanecerá, así como la culpa de aquellos
que lo perpetraron.»13
También se opuso a la definición alegando que allí donde no hay
necesidad de imponer doctrinas obligatorias contra alguna herejía, es
poco inteligente cargar la conciencia de los creyentes con
obligaciones adicionales. «Hasta ahora nunca se había hecho nada
en los concilios a menos que fuese necesario, ¿qué necesidad hay de

•317-
esto?»14 Incluso puede que hubiese motivos adventicios para recurrir
a este tipo de definición innecesaria. «Vino a mi memoria un viejo
dicho, atribuido a monseñor Talbot, que afirmaba que lo que hizo tan
deseable e importante la definición de la Inmaculada Concepción era
que abría el camino a la definición de la infalibilidad del Papa. ¿Debe
entonces sorprender que estemos todos escandalizados?»15 Newman
se hacía eco de la misma crítica de Acton: «La gente ha llegado a
decir que el verdadero objetivo de aquel decreto (el de la Inmaculada
Concepción) fue el de crear un precedente que luego haría imposible
rechazar la infalibilidad papal.» 16
Otra razón para la objeción de Newman a la doctrina fue su sentido
inglés de lo que supone un buen gobierno constitucional. El veía el
colegio de obispos como el poder legislativo de la Iglesia y al Papa
como el poder ejecutivo. Así pues, «por nuestra experiencia política,
tenemos el derecho a juzgar lo que es apropiado o no, y a decir que
semejante unión del poder legislativo y el ejecutivo en una sola
persona no es apropiado, siendo, como la política humana nos
enseña que es, demasiado grande para que un solo hombre la
sostenga, además de una incitación al abuso».17 La definición, por lo
tanto, sería resultado de una corrupción endurecida, arraigada:
«Hemos llegado a un climax de tiranía. No es bueno que un Papa
viva veinte años. Es una anomalía y no rinde buenos frutos; se
convierte en un dios, nadie le contradice, ignora los hechos y comete
crueldades sin querer.»18
Continuando con su analogía política, para Newman el cuerpo de
magistrados de la Iglesia, la schola theologorum, es el poder judicial
de un régimen constitucional: «Todo esto es materia para el colegio
teológico, y los teólogos, con el tiempo, determinarán la fuerza de la
formulación del dogma, del mismo modo en que los tribunales de
justicia resuelven el significado y alcance de las leyes del
Parlamento.»19 Como Newman pensaba que toda la Iglesia debía
avanzar unida por el camino que el Espíritu indicase, le concedía una
gran importancia al papel de los teólogos, quienes hacían posible la
conversación interna de la Iglesia al elaborar los interrogantes y
presentarlos a los cristianos para someterlos a la prueba de sus vidas
y oraciones. Esta actitud hizo que viese con cierta sospecha al
Concilio Vaticano, pues muchos de los teólogos más preparados
habían sido excluidos.

—318—
Supongo que todas estas objeciones a la definición pueden
etiquetarse con la rúbrica de la impertinencia. Pero hay otros
momentos en los que Newman expuso rotundamente que la idea de
la infalibilidad del Papa era un error de por sí. Un mes después de la
publicación del decreto escribió: «No acepto ni puedo aceptar en el
presente la definición, ya que, hasta donde puedo entender, la
autoridad de la historia y el pasado en su contra compensan con
creces a la autoridad actual (la cual, mientras exista la minoría, está
privada de la mitad de su peso) a su favor.»20 A menudo se extendió
en el caso de Honorio I, el pontífice del siglo VII que negó que
hubiese una voluntad humana en Cristo y fue anatematizado como
hereje por el sexto concilio ecuménico (Newman incluso animó a un
escritor a investigar este caso en un panfleto que luego figuraría en el
Índice). «¿Cómo reaccionarán ante Honorio? Pues sus cartas se
basaban en de fide.»21 El no encontró la doctrina en sus Padres
favoritos de la Iglesia del siglo IV, así que rezó pidiéndoles que
evitasen la definición: «Salvad a la Iglesia, oh Padres míos, de un
peligro mayor que cualquier otro pasado.» 22
Newman escribió a los obispos animándoles a oponerse a la
definición, y su carta para su obispo, William Bernard Ullathor-ne,
causó gran escándalo cuando se hizo pública, pues denunciaba a
quienes impulsaban la definición tratándoles de «facción insolente y
agresiva».23 También oró por alguna intervención divina que
interrumpiese el Concilio antes de que lograse definir el dogma.
Esperaba que las fuerzas independientes italianas tomasen el
Vaticano, o que el Papa muriese. «Debemos tener esperanza pues
estamos obligados a guardar la esperanza, en que el Papa sea
retirado de Roma, y no siga con el Concilio, o que haya otro Papa. Es
triste que él nos obligue a albergar semejantes deseos.»24
Así pues, es imposible afirmar que Newman se opusiera a la doctrina
sólo por su inoportunidad. Estaba tan seguro de que era una
equivocación que predijo varias veces que el Espíritu Santo no
permitiría su definición en el Concilio.25 Y cuando el Concilio emitió la
definición, se negó a aceptar el resultado como válido hasta que
estuvo claro que los obispos de la minoría habían abandonado su
resistencia. Entonces aceptó la doctrina, más porque la Iglesia en
general la había aceptado que porque el Concilio, que no era un
cuerpo libre, la hubiese declarado. «Pienso que será más se-

—319—
guro creer en la "securusjudicat" [consenso de la Iglesia] que en el
voto del sínodo.»26
Sin embargo, después de aceptar el dogma, dijo que siempre había
creído en la infalibilidad, pero que deploraba las torpes tácticas de los
que habían trabajado en su definición. Es cierto que Newman había
aceptado la infalibilidad, de hecho la alabó en la Apología, pero
entonces se centró en la infalibilidad —a veces la indefectibili-dad—
de la Iglesia. Algunas veces ésta incluiría la infalibilidad papal, otras
—como lo sostuvo en su artículo sobre la consulta al laicado—
incluiría la infalibilidad del laicado, o aquella de la schola theologorum.
El Espíritu protegería a la Iglesia, pero sus métodos serían tan
misteriosos como la naturaleza divina del protector.
Acton creyó que Newman traicionaba la verdad al aceptar el dogma
que él (Acton) seguía rechazando. Pero la verdad siempre fue más
compleja para Newman que para Acton. Si la doctrina implicaba la
divina orientación de la Iglesia, se trataba del Dios indescriptible, y
cualquier intento de encorsetar a Dios en el estrecho cautiverio del
lenguaje humano tiene que ser examinado muy de cerca en busca de
su verdadero significado:

En los tiempos antiguos, el significado y los límites de los


decretos dogmáticos se determinaban por el choque de los
intelectos católicos con los intelectos católicos; pero no ha
habido ningún escrutinio intelectual, ninguna controversia hasta
ahora sobre las definiciones del Vaticano, y habrá que
encontrar sus significados...27

La definición no podría sostenerse por sí sola. Newman le recordó a


la comunidad que las bayonetas italianas habían interrumpido el
Concilio, que las consideraciones sopesadas todavía podían
reanudarse: «Existe un límite para el triunfo de los tiranos. Seamos
pacientes, y tengamos fe, un nuevo Papa y una nueva reunión del
Concilio pueden equilibrar el barco.» 28
Newman dedicó piadosas meditaciones a lo que podía ser el
verdadero sentido de la definición, y finalmente llegó a su
interpretación en su respuesta a Gladstone. Primero rebatió la
objeción de Gladstone de que el Papa promulgaría deberes
incompatibles con la ciudadanía británica. Los dogmas versan sobre
proposicio-

—320—
nes generales y verdades sobrenaturales, no sobre hechos concretos
y arreglos temporales, donde la conciencia es la guía suprema. Eso
corresponde a la naturaleza y «el Papa, que es fruto de las
Revelaciones, no tiene jurisprudencia sobre la naturaleza». 29
Respecto a todos estos extremos, dijo lo siguiente para tranquilizar al
ex primer ministro:

Ciertamente, si estuviese obligado a tratar la religión en un


brindis de sobremesa (lo cual ciertamente no parece lo más
apropiado) levantaría mi copa —por el Papa, si me lo permite—
, pero por la Conciencia primero, y por el Papa después.30

En cuanto a la esencia de la definición, Newman señala que el texto


mismo impone un límite al dominio del Papa, porque dice que el Papa
«está poseído de aquella infalibilidad con que el divino Redentor
quiso dotar a su Iglesia». Qué duda cabe de que esto significa que
sus declaraciones ex cátedra no derivan «del consentimiento de la
Iglesia». No obstante, éste es el poder que Dios da en primer lugar a
Su Iglesia. Si el Papa alguna vez va en contra de la Iglesia, no está,
eo ipso, hablando ex cátedra, incluso si piensa que así es. El Papa
Clemente V, por ejemplo, declaró solemnemente que defender la
usura era herejía, pero otros órganos de la Iglesia la toleraron, lo que
demuestra que la suya no era la voz de toda la Iglesia. 31 Aquí el caso
de Honorio, que había intrigado a Newman antes de la definición, se
convierte en una forma de mostrar los límites de la definición. Puesto
que el Concilio declaró hereje a Honorio, Honorio no podía estar
hablando ex cátedra.32 Las declaraciones del Papa, fuera de la
promesa dada a la Iglesia, no son infalibles:

¿Fue san Pedro infalible en aquella ocasión en Antioquía


cuando san Pablo se le opuso? ¿Fue san Víctor infalible
cuando apartó de su comunión a las Iglesias asiáticas? ¿O
Liberio cuando de forma similar excomulgó a Atanasio? Y, para
hablar de tiempos más recientes, ¿lo fue Gregorio XIII, cuando
le dieron una medalla en homenaje a la masacre de
Bartolomé? ¿O Pablo IV en su conducta hacia Isabel? ¿O Sixto
V cuando bendijo la Armada Invencible? ¿O Urbano VII cuando
persiguió a Galileo?33

— 321 —
Newman llegó a tiempo para ver un rescate providencial en el
resultado del Concilio Vaticano. No sólo Manning y el «partido
tiránico» habían sido incapaces de ampliar la infalibilidad para que
abarcase cosas como el Syllabus. Incluso Pío IX se había visto
obstaculizado en su verdadero objetivo. A pesar de haber añadido su
propia declaración de independencia de la Iglesia al final de la
definición, no se dio cuenta de que las fórmulas anteriores hacían de
esa frase algo insignificante. No se puede ejercer el don de la Iglesia
fuera de la Iglesia. Newman todavía lamentaba la declaración del
dogma, ahora más como un obstáculo para las buenas relaciones con
otros cristianos que como una ofensa a sus propias ideas, pero sabía
que cualquier lenguaje que se empleara para hablar del poder de
Dios —y era ése el tema del debate, y no el poder del Papa— debe
ser una economía. La prueba de una economía está en su utilidaíl
para llegar a verdades más plenas, no en servir de obstáculo a la
verdad. Ésa es la única interpretación que Newman aceptaría de la
definición del Vaticano.
Acton y Newman eran muy diferentes en temperamento y modo de
actuar, pero ambos fueron campeones de la verdad en el seno de la
Iglesia, Acton valientemente, si bien de manera un poco
indiscriminada; Newman cauta pero persistentemente y con esa idea
de misterio que siempre se impone cuando se intenta hablar de la
verdad de Dios. Si las autoridades de la Iglesia desprecian la verdad
en asuntos históricos y temporales, se privarán de la capacidad para
manejar las verdades más grandes, que son las más escurridizas.

NOTAS

1. Susan Chitty, The Beast and the Monk: A Life of Charles Kingsley,
Mason/Charter, 1974, p. 231,
2. Robert Bernard Martín, The Dust of Combat: A Life of Charles
Kingsley, Faber and Faber, 1959, p. 47.
3. Edward Sillem, The Philosophical Notehook of John Henry
Newman, Humanities Press, 1969, p. 44.

-322-
4. John Henry Newman, Apología Pro Vita Sua, editado por David J.
DeLaura, W. W. Norton & Company, 1968, p. 105. [Apología pro vita
sua, traducido por Víctor García Ruiz, Encuentro Ediciones, 1997.]
5. Agustín, Sermón 117.5.
6. Newman, op. cit., p. 206.
7. Kari Rahner, The Trinity, traducido porJoseph Donceel, Herder and
Herder, 1970, pp. 21rf.
8. Newman, op. cit., p. 136.
9. Ibíd.,p.427.
10. G. K. Chesterton, Orthodoxy, Doubleday, 1959, p. 143.
11. N 96,132,133,137,142,148,155.
12. N204-205.
13. N128.
14. N400.
15. N110.
16. Acton 3.295.
17. N30.
18. N163.
19. N202.
20. N137.
21. N. 45, 80. Sobre las continuas reflexiones de Newman acerca de
las deliberaciones del Concilio en este caso, véase N
62,66,153,211,227, 229,235,312,313,326,383.
22. N78.
23. N86.
24. N154, y véase pp. 162-163.
25. N80,84,89,90.
26. N135.
27. N208.
28. N187.
29. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke
of Norfolk, 1875 [Carta al duque de Norfolk, Ediciones Rialp, S.A.], en
Alvan S. Ryan, Newman and Gladstone: The Vatican Decrees,
University of Notre Dame Press, 1963', p. 133.
30. N138.
31. N195-196.
32. N179-181.
33. N135.

-323-
IV

EL ESPLENDOR DE LA VERDAD

Cristo desea que prefiramos la verdad antes que a Él, porque, antes
de ser Cristo, Él es la verdad. Quien se aparte de Él para ir a la
verdad, no llegará lejos, pues antes caerá en sus brazos.
SIMONE WEIL
19

Agustín contra Jerónimo

Agustín (354-430) escribió dos libros contra la mentira —Sobre la


mentira en el 395 d.C., Contra la mentira en el 420—, y el motivo para
cada uno fue el intento de algún correligionario de usar el engaño
para promocionar el cristianismo. El primer intento lo realizó un
contemporáneo de Agustín, san Jerónimo, quien pensó que dos
apóstoles habían recurrido a mentiras edificantes para instruir al
pueblo. Guiándose por comentarios anteriores de las Escrituras, que
Agustín desconocía, Jerónimo alegó que san Pedro y san Pablo
estaban sólo fingiendo su desacuerdo durante un conflicto que ambos
tuvieron en Antioquía, un encuentro que Pablo describió en su
Epístola a los gálatas. Es irónico que se intente llevar a cabo aquí un
piadoso encubrimiento, cuando las palabras del Nuevo Testamento
son tan francas e inequívocas. Pablo no se anda con rodeos en su
enojado relato de lo que sucedió en Antioquía, aunque los traductores
tienden a diluir el veneno de sus palabras:

Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara,


porque era de condenar. Pues antes que viniesen algunos de
parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que
vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de
la circuncisión. Y en su simulación participaban también los
otros judíos, de tal manera que aún Bernabé fue también
arrastrado por la hipocresía de ellos. Pero cuando vi que no
andaban rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, dije
a

—327—
Pedro delante de todos: «Si tú, siendo judío, vives como los
gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir
como judíos?» (Gal. 2:11-14).1

Jerónimo describe este franco y hasta mordaz pasaje de esta


manera: Pablo «a hurtadillas y con movimientos furtivos se abre
camino de un refugio a otro» (PL 26.310). Jerónimo no puede permitir
que estas bruscas palabras denoten su significado llano, pues eso
permitiría a los enemigos de Cristo «tildar a Pedro de equivocado y
presentar a Pablo como triunfador sobre aquél, y decir que
sostenemos doctrinas ficticias, con lo que los fundadores de nuestra
Iglesia se disgustarían» (310-311). Antes que dejar a los dos hombres
en desacuerdo, Jerónimo tiene que idear una situación en la que
ambos aparezcan como representando una comedia, donde cada uno
complace a una facción de la Iglesia hasta que el tiempo permita a
sus seguidores alcanzar una visión más avanzada de sus .
relaciones: «La observancia que fingía Pedro de las leyes judías (que
resultaba ofensiva para los creyentes gentiles) era refutada por el
fingido reproche de Pablo, de forma que ambos bandos permanecían
a salvo: aquellos a favor de la circuncisión seguirían a Pedro, y los
contrarios a ella alabarían la libertad predicada por Pablo» (339). Esto
es lo que Jerónimo llamaba una «disimulación beneficiosa» (utilis
simulatio), por la cual «uno disimula un rato, a fin de lograr la
salvación propia y la del otro» (340). Su solución le permitía sostener
que los dos apóstoles nunca podrían discrepar realmente en algo
fundamental.
Antes de examinar el ataque de Agustín a esta forma de santa
disimulación, es mejor ver un poco más de cerca la situación sobre la
que él y Jerónimo discutían: el conflicto de Antioquía (que estalló
hacia el 51 o 52 d.C., unos dos años antes de la descripción del
acontecimiento que Pablo hace en su Epístola a los gálatas). Se
trataba de un combate en la gran guerra interna que por un lado
dividía la Iglesia primitiva y por el otro contribuía a su extensión. El
cristianismo se propagaba como las amebas, por fisión bipolar. Los
polos en que se dividía se describían como «helénicos» y «hebreos»
en los Hechos de los Apóstoles (6:1), y como gentiles (ethne) y
«judaicos» por Pablo (Gal. 2:14). Otras interpretaciones más simples
y antiguas de estos polos dentro de la comunidad cristia-

—328—
na eran o bien étnicas o lingüísticas: se pensaba que los «helénicos»
(o gentiles) eran cristianos no judíos, que hablaban griego, mientras
que los hebreos (o judaicos) eran cristianos judíos, que no hablaban
griego (sino hebreo o arameo). Pero un examen más profundo de las
dinámicas de la situación ha proporcionado a los eruditos modernos
un entendimiento más complejo de los factores en juego. Había
cristianos judíos (por ejemplo, el propio Pablo, y algunas veces
Pedro) entre los helénicos, y cristianos gentiles (incluyendo algunos
en Antioquía) entre los hebreos, y los primeros podían hablar en
arameo tanto como los segundos podrían hablar en griego.
Entonces, ¿cuál era el principio de división entre estos dos grupos?
Los eruditos hoy coinciden en que los cristianos «hebreos» pensaban
que la misión de Cristo era cumplir las leyes judías, no sustituirlas por
otras, de modo que los cristianos debían mantener la observancia del
culto en el templo, la circuncisión y los ritos de la comida permitida
por los judíos (kosher). Los cristianos «helénicos» se sentían más a
gusto en la cultura del Imperio romano helenizado; pensaban que el
cristianismo podía y debía existir en ese mundo y apartarse de
algunas (quizá muchas) de las costumbres judías. La mejor
traducción de estos dos conjuntos de términos sería entonces
«cosmopolitas» para definir a aquellos en movimiento dentro del
mundo del Imperio culturalmente diversificado, y «separatistas» para
quienes querían restringir la expansión del cristianismo al círculo de
los rituales legales judíos. Ambos bandos no sólo eran cristianos:
ambos tuvieron en su seno fundadores primitivos, apóstoles y
santos.2
El primer choque del que se sabe entres estos dos partidos de la
Iglesia se produjo poco después de la muerte de Jesús, cuando el
sanedrín judío ejecutó al cristiano cosmopolita Esteban por blasfemia.
Esto obligó a los otros cosmopolitas a huir de Jerusalén y llevarse los
evangelios a otra parte (Ac. 6:8-7:3). Los cristianos separatistas se
quedaron atrás, ya que su posición todavía no era ofensiva para sus
compañeros judíos. El autor de los Hechos de los Apóstoles identifica
el ataque de Esteban a la adoración del Templo como la causa'de
esta primera división de la Iglesia, en un discurso radical compuesto
probablemente después de la destrucción del Templo en el 70 d.C.;
pero las opiniones que expresó son,

—329—
sin duda alguna, una extrapolación de las actitudes que representó en
el choque con los separatistas y con el sanedrín.
El segundo conflicto importante entre los cosmopolitas y los
separatistas tuvo lugar hacia 50 d.C., y tuvo que ver con la
circuncisión de los gentiles conversos. La iglesia deJerusalén, bajo el
li-derazgo de Santiago, el hermano de Jesús, exigía la circuncisión
pero a Pablo y Bernabé se les permitió que en las iglesias fundadas
por ellos, fuera deJerusalén, se admitiese a los no circuncisos (Ac.
15:6-21). Esto vino a crear un mundo cristiano de dos pistas, in-viable
si se mezclaban miembros de ambas pistas, como en Antio-quía.
Cuando Pedro llegó a Antioquía se unió a los cosmopolitas en
comidas que los judíos no permitían, pero «cortó con ellos» cuando
Santiago de Jerusalén le amonestó. Pablo lo tomó como si en efecto
estuviesen «forzando» a los cosmopolitas a seguir la línea de los
separatistas dictada desde Jerusalén, rompiendo así el acuerdo
anterior (Gal. 2:14). Como lo observa J. Louis Martyn: «Pablo ve
cualquier cosa menos amabilidad» en su ataque a Pedro, un hecho
que Jerónimo trató de negar y que Agustín afirmó.3
Sin embargo, antes de dar la interpretación de Agustín sobre el
conflicto de Antioquía, deberíamos echar una ojeada al curso que
tomaría la división entre cosmopolitas y separatistas antes de que la
brecha se cerrase. Pedro, al igual que Pablo, era un misionero; dejó
la iglesia de Jerusalén a cargo de Santiago, el hermano del Señor.
Los dos apóstoles misioneros, Pedro y Pablo, estaban en Roma
cuando Nerón perseguía a los cristianos. Ambos fueron capturados y
martirizados, aunque esta parte no se relata explícitamente en el
Nuevo Testamento. Abundan los indicios directos e indirectos de que,
en verdad, ambos encontraron la muerte de esa forma. Pero
entonces se plantea la interesante cuestión de la omisión de tan vital
información en el texto mismo del Nuevo Testamento.
Los eruditos han reconstruido la historia de su muerte, o al menos un
bosquejo de ella, a partir de la literatura extrabíblica sobre el reinado
de Nerón, y el resultado muestra por qué los cristianos no quisieron,
durante un tiempo, extenderse en detalles sobre las muertes de sus
apóstoles. En los años noventa un líder cristiano de Roma (Clemente)
escribió una carta diciendo que los apóstoles fueron asesinados por
un «ajuste de cuentas entre rivales», lo cual no parece describir los
motivos de Nerón: él mató a

—330—
los cristianos como chivos expiatorios, acusándolos del incendio de
Roma. Nerón difícilmente podía ser su rival. 4 Pero según el
historiador romano Tácito, Nerón no fue el único instrumento en la
ejecución de los cristianos. Dice Tácito que Nerón hizo prisioneros a
algunos cristianos que aseguraron no ser los responsables del
incendio, pero informaron de otros que sí lo habían sido. 5 Otro autor
romano, Plinio, dice que los cristianos solían delatarse unos a otros
durante las primeras décadas de su existencia.6 El mismo Pablo
habla de «hermanos falsos» que encontró en las iglesias
(cosmopolitas) que fundó, quizás una especie de separatistas (Gal.
2:4, II Cor. 11:26. véase II Cor. 11:13).
Osear Cullmann, Raymond Brown y otros sostienen
convincentemente que fueron los separatistas quienes colaboraron
con Nerón.7 Irónicamente, a pesar de su oposición a la helenización
de su religión, los separatistas estaban protegidos políticamente por
el Imperio helenizado, ya que el judaismo (que estos cristianos
profesaban) era un culto reconocido (religio licita), cubierto por el
acuerdo entre el gobierno romano y el sanedrín d.e Jerusalén. Para el
momento de la muerte de Pedro y Pablo, y también en el de la
ejecución de Esteban, unas décadas atrás, los vulnerables eran los
cosmopolitas.
Lo que encontramos, en las primeras cinco décadas del cristianismo,
es una incansable oposición entre dos grupos, y el de los separatistas
parece ser el vencedor en todos los encuentros de los que se tiene
noticia: en la expulsión de los cosmopolitas después de la muerte de
Esteban; en la concesión a Pablo de una dispensa parcial de la
circuncisión; en Antioquía, donde Pedro se aleja de Pablo; en la
entrega de Pedro y Pablo por parte de los separatistas de Roma. No
es extraño que los autores de las escrituras no quisiesen darnos una
versión completa del martirio de los apóstoles, ni tampoco que el
autor de los Hechos de los Apóstoles suavice al máximo esta
contienda, al omitir por completo el estallido furioso de Pablo con el
que comenzamos.
Cabe preguntarse, si los separatistas ganaban una y otra vez en los
primeros tiempos, ¿por qué a la larga prevalecieron los cosmopolitas?
El momento decisi-vo fue la destrucción del Templo a manos de los
soldados romanos en el 70 d.C. Esto pareció justificar a los cristianos
que se habían alejado del Templo, tanto así que los

-331
Evangelios, que adoptaron su forma definitiva después de este
suceso, hablan de Jesús como reconstructor del Templo. Ahora
Pedro y Pablo aparecen como triunfadores a título postumo, y
comienza una nueva era en la historia cristiana.
Jerónimo y Agustín se encuentran en medio de este tenso relato de
luchas cuando se enfrentan a las ardientes palabras de Pablo en
Antioquía. Éstas vienen a ser un informe inmediato desde el frente del
conflicto. De hecho, la epístola donde aparecen estas palabras
constituye el segundo texto más antiguo que se conserva del Nuevo
Testamento (siendo el primero la epístola de Pablo a los te-
salonicenses). El instinto de Jerónimo es el mismo que el del autor de
los Hechos: encubrir las señales del conflicto en una iglesia primitiva
idealizada. Sin embargo, los Hechos se limitaron a guardar silencio
sobre el estallido de Pablo, como también lo hicieron sobre el martirio
de Pedro y Pablo. Jerónimo va más allá —permite un acto de engaño
benigno por parte de los apóstoles—, y eso es lo que molestó
profundamente a Agustín, lo suficiente como para retar a un erudito
mayor y más reconocido de lo que él era cuando escribió la primera
carta sobre el asunto.
Cierto es que ni Jerónimo ni Agustín conocían la historia completa tal
como ha sido reconstruida pacientemente por los eruditos modernos,
y cada uno llegó a la interpretación de este pasaje con sus propios
conceptos anteriores. Jerónimo tenía una especial disposición para
proteger a Pedro, pues se pensaba que Pedro (anacrónicamente) era
obispo de Roma (es decir, el primer Papa) cuando lo mataron allí.
Jerónimo había servido a un sucesor del cargo cuando fue secretario
del papa Dámaso (un papel que, erróneamente, hizo suponer en
tiempos posteriores que Jerónimo era un cardenal). Por otra parte,
Agustín, aunque reconocía en el Papa un cargo especial, no se
sorprendió por la noción de que los papas pudiesen errar, tal como lo
hizo Pedro en Antioquía. De hecho, en el 418, Agustín obstaculizó un
intento del papa Zósimo por intervenir en los asuntos de la Iglesia
africana citando un cañón conciliar en su contra, y en el 419 participó
en las presiones que empujaron al propio Papa a reconsiderar su
decisión de exculpar al hereje Pelagio para en cambio condenarle. 8
Así pues, a pesar de que Agustín aceptaba la anacrónica idea de que
Pedro llegó a ser Papa, era capaz de percibir el franco sentido de la
epís-

—332—
tola de Pablo: que Pedro se había equivocado, y Pablo tuvo que
corregirle. El comentario de Agustín sobre los Gálatas —que
probablemente estaba preparando cuando consultó el comentario de
Jerónimo— dice así:

Pedro aceptó los obstáculos que estos hombres [de Jerusa-lén]


plantearon y actuó de mala fe, como si estuviese de acuerdo
en que los evangelios no podían salvar a los gentiles a menos
que ellos cumpliesen los estrictos requisitos de la Ley, así que
Pablo le hizo actuar de buena fe de nuevo. Y cuando lo hizo
«en presencia de todos», fue porque así tenía que ser, para
que todos se corrigiesen por su reprensión. Una solución
privada a un problema público es inútil (PL 35.2107, 2114).

Agustín pasa entonces a suponer que Pedro recibió la reprimenda en


el acto, enmendó su conducta y dejó que Pablo se impusiese, cosa
que ningún erudito moderno cree. Pablo no dice nada sobre la
respuesta de Pedro, y se va de Antioquía sin su viejo aliado Bernabé,
quien para entonces se había unido a Pedro, lo que parece indicar
que Pablo había sido derrotado en Antioquía por las fuerzas unidas
de Santiago, Pedro y Bernabé. Pero Agustín sin duda pensó que
Pedro había respondido al justo reclamo de Pablo con un
reconocimiento sincero de su equivocación:

Y, entonces, el equilibrio y el amor de Pedro —a quien el Señor


dijo tres veces: «Si me amas, apacienta mi rebaño»— lo
llevaron a aceptar la reprimenda rápidamente, incluso cuando
venía de un apóstol que había sido llamado más tarde que él.
Pues la persona reprendida es más admirable que el que hace
la reprimenda, ya que su papel es más difícil. Resulta más fácil
ver los errores en otra persona que en sí mismo, y aún más
que corregirlos con prontitud, bien sea por uno mismo o por
señalamiento de alguien, sobre todo si el que lo reclama fue
llamado más tarde, y especialmente «en presencia de todos»
(2114).

De modo que también Agustín sacó de apuros a Pedro, al no negar


que podía errar al tiempo'que admitía que sí podía mentir. Agustín
escribió a Jerónimo dispuesto a recibir una reprimen-

—333—
da, movido por el ánimo que alaba en Pedro. Quiere saber si
Jerónimo tiene un argumento para su interpretación que eluda el
problema de presentar a los apóstoles actuando engañosamente. Le
pide a Jerónimo que corrija lo que crea conveniente en su escrito:

Me cuesta juzgar con exactitud mi propio trabajo, pues soy o


bien muy tímido al respecto, o demasiado defensivo. Algunas
veces veo mis errores, pero prefiero el juicio de mentes
mejores, por temor a que, al descubrir yo mis faltas, me
absuelva a mí mismo, tratando mi propia condena como una
sutileza. (Ep. 40.4.)

Al principio no obtuvo respuesta alguna de Jerónimo. Luego llegaron


respuestas evasivas, y Agustín mantuvo la presión —insistiendo en
su petición durante más de una década— en su intento de conseguir
que Jerónimo se explicase. No se trataba de un asunto banal para
Agustín, como se aprecia en el hecho de haber escrito su libro Sobre
la mentira (De mondado) mientras esperaba la respuesta de
Jerónimo. Estaba dispuesto a enmendar su libro si Jerónimo le daba
motivos para una reflexión más profunda.
Me he extendido tanto en las circunstancias de esta querella del
Nuevo Testamento porque hay cinco proposiciones que tenemos que
asimilar para entender luego la doctrina de Agustín sobre la mentira.
La primera de ellas es:

1. El origen del interés de Agustín por la sinceridad está en la verdad


de las Escrituras.
La Biblia no sólo prohibe mentir: ensalza a un Cristo que dice que Él
es la verdad (Jn. 14:6). El noveno artículo del decálogo (Ex. 20.16)
prohibe los falsos testimonios. Sin embargo, Jerónimo afirma que
Pablo dio falso testimonio contra Pedro al decir que actuó contra su
conciencia sin temor, a sabiendas de que no era cierto. Si Pablo
miente en eso, ¿por qué la gente no puede decidir que miente en
cualquier otra situación cuando transmite el mensaje de Jesús? Por el
momento Agustín deja a un lado si la mentira puede justificarse, pero
sólo para decir que es a todas luces injustificable en el caso de un
autor de las Escrituras, cuando la escritura misma se considera la
verdad (ep. 28:3-4). Tampoco es suficiente alabar a los apóstoles,
como lo hizo Jerónimo, por su consideración hacia

—334—
las sensibilidades de su audiencia. Aun basándose en las escrituras,
Agustín muestra que se puede ser zalamero sin recurrir al engaño. El
mismo Pablo ha dicho que predicaba adoptando las actitudes de las
más diversas gentes: «A todos me he hecho de todo» (I Cor. 9:22).
En ese mismo pasaje dice algo que puede confundirse con lo que
Pedro hizo al aparentar que creía que las observancias judías eran
necesarias: «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los
judíos» (Cor. 9:20). Pero Agustín continúa:

Esto se dijo por compañerismo, no por falsas apariencias. Uno


enferma para atender a los enfermos, sin simular que padece
la misma fiebre, sino considerando, con una actitud de
simpatía, cómo uno quisiera que lo tratasen si uno fuese el
enfermo. (ep. 40:4.)

Esta preocupación por conciliar diferentes pasajes de las Escrituras


está en el corazón del tratado sobre la mentira que Agustín comenzó
a escribir incluso antes de recibir las respuestas de Jerónimo.
También inspiró su trabajo posterior. La concordancia de los cuatro
evangelistas (De consensu evangelistarum), donde mantiene que
diferentes relatos del mismo hecho no son falsos relatos. Para
entender de dónde saca este argumento, debemos tener en cuenta la
segunda proposición determinante de todo el razonamiento de
Agustín sobre la falsedad:

2. Mentir no es una falta de fidelidad al significado de las palabras


sino a la verdadera intención hacia otra persona.
Éste, el aspecto más importante de su razonamiento, sitúa a Agustín
fuera de cualquier escuela de pensamiento que permita la
equivocación, la tergiversación o la evasiva (si acaso algún
significado de las palabras usadas puede defenderse como cierto).
En el sentido más elemental, lo que uno dice es irrelevante en sí
mismo:
lo que cuenta es la intención de engañar. Tal como lo señala Agustín,
se puede mentir diciendo la verdad, con una mueca, con el lenguaje
corporal o incluso con el silencio. Estar callado puede ser de por sí-
una forma de comunicación. Supongamos que la policía investiga a
un amigo nuestro, y nos preguntan si está en el sótano. Si nos
negamos a responder, ellos deducirán de nuestro silencio que en
efecto

—335—
está ahí. Nosotros se lo habremos «dicho» (Sobre la mentira 13).
Pero si el silencio puede hablar, entonces puede mentir. Supongamos
que nos preguntan si hemos realizado cierto acto heroico, y sabemos
que el silencio será interpretado como modesta renuencia a afirmar lo
que es verdad (aunque no lo es). Nuestro silencio engañará al que
nos interroga. Esa sería nuestra intención; y la intención de engañar
es la definición de Agustín de lo que es una mentira.
Los que se valen de equívocos no considerarían el silencio una
mentira, pues el silencio es indeterminado. Es, de por sí, un equívoco.
Puede tomarse como se quiera. Algunos afirmarán que el que calla
no es responsable de la interpretación ajena de su silencio, del mismo
modo que el que habla con equívocos no es responsable del
significado que su interlocutor pueda escoger de entre los varios que
la palabra pueda tener. Para Agustín, ninguno de estos argumentos
viene al caso. Si uno cree que el silencio —o las palabras
equívocas— engañarán, uno está mintiendo. Incluso si no se logra el
engaño, uno miente, pues ésa era la intención. Si uno hace una
afirmación verdadera, sabiendo que no será creída y deseando que
no se crea, la afirmación es verdadera pero uno es falso.
Por lo tanto la mentira es una relación interpersonal. El instrumento
que se utilice para mentir —palabras verdaderas, palabras falsas,
equívocos, gestos, muecas o el silencio— no tiene la menor
importancia. Lo que importa es que la mente trata de frustrar a otra
mente en su búsqueda de la verdad. Lo que nos lleva a la tercera
proposición determinante:

3. La sinceridad no es legalista o minimalista, sino maximalista, un


esfuerzo por vivir en la verdad.
Gran parte del razonamiento moral sobre la mentira, especialmente
en la tradición católica, se basa en las penitenciarías medievales, que
tratan de establecer las normas mínimas de culpabilidad:
¿qué cosa es pecado venial, y qué mortal? ¿Qué es la efusividad
permisible o la no cooperación? Como en cualquier contexto legal, la
ofensa debe definirse con las mínimas condiciones previstas para su
reconocimiento. Para Agustín, la búsqueda de la verdad es un
requisito absoluto para tratar con Dios, que es la verdad. Engañar se
parece demasiado a engañarse como para que una persona ensucie
su alma con la mentira, que siempre es un velo que se in-

—336—
terpone entre uno mismo y la verdad. Hemos visto en su confesión
que le resulta difícil juzgar sus propias palabras, ya que el orgullo
puede distorsionar su juicio. El libro 10 de las Confesiones es una
larga introspección con la que pretende disipar de su conciencia tanto
como sea posible la niebla que la falsedad esparce en ella. Esto nos
lleva a la siguiente suposición principal en que se fundamenta la
discusión de Agustín:

4. Mentir es una forma de pecar particularmente espiritual.


Agustín consideraba el libro canónico secundario Sabiduría como
parte de la Biblia y meditaba con especial énfasis sobre el versículo
que dice: «Una boca mentirosa asesina el alma» (Sab. 1:11). Utilizó
este versículo para entender mejor el decálogo de prohibiciones
sobre los falsos testimonios: «Este mandamiento incluye todas las
formas de engaño, ya que todo significado que un hombre transmite
da testimonio de su propia alma» (Men. 5.6). Debe recordarse que
Agustín creía que Dios penetraba creativamente en cada acto mental
del hombre, tal como «la luz que ilumina a todo hombre que viene al
mundo» (Jn. 1:9). Ese es el profundo sentido que le dio al versículo
del salmo (35:9): «Por tu luz veremos luz.» Mentir era oponerse a la
luz en su punto de entrada al alma. Esto no apagaba la luz, por
supuesto, ya que no se derrota tan fácilmente a Dios. Pero al tratar,
en la medida en que es posible, de apagar la luz, el mentiroso
oscurece su alma. De forma que el primer significado que le dio al
poder de la mentira, de «matar el alma», era un tipo de acto suicida
de la mente. Sólo en segundo lugar la mentira trata de matar la vida
de la mente —que es el conocimiento— del otro. Así, las mentiras no
constituyen sólo una forma de violencia a la estructura de la realidad
interpersonal sino también intrapersonal.
Considera Agustín que el engaño es una forma de suicidio-ase-sinato
espiritual, lo que lo lleva al punto más difícil de aceptar por parte de
un público moderno. Cuando se le presentó el clásico caso de las
mentiras justificadas: engañar al malvado que trata de capturar a una
víctima inocente, Agustín dijo que evitar un asesinato físico por medio
de un asesinato espiritual no puede ser un buen acto. Enfrentado a
esa opción, dice: más vale negarse a responder que decir una
mentira sobre la víctima buscada, incluso si el precio de esa negativa
es la propia vida. También añade que uno
—337—
debe dejar claro que no responderá ninguna pregunta al respecto, por
temor a que la negativa a responder a una sola pregunta «hable» y
revele la verdad {Men. 13.22). Esta posición parece de una pureza
irreal, pero, después de todo, a los cristianos se les pedía dar su vida
antes que ofrecer sacrificios a dioses falsos en un templo pagano, y
honrar la falsedad es una idolatría en los sagrados precintos del alma.
El modelo de Agustín para esto fue un obispo de su pueblo natal,
Firmus («firme de nombre, más firme aún en sus resoluciones»),
quien fue torturado pero guardó silencio sobre el paradero de un
hombre que buscó asilo con él (Men. 13:23).
¿Se puede mentir para evitar la violación, de otro o la propia? «Ya
que el alma es superior al cuerpo, su corrupción es más culpable»
(Men. 7.10). Se ha acusado a Agustín de ser obsesivo con la pureza
corporal. De hecho, ataca a los paganos por valorarla demasiado.
Ellos alaban a Lucrecia por escoger la muerte antes que el deshonor
tras ser violada por Tarquino. En La ciudad de Dios (1.19), Agustín
dice que el crimen de Lucrecia fue mayor que el de Tarquino: «Él
tomó su cuerpo, ella tomó su vida. Él violó, ella asesinó.» Cuando se
instaba a las mujeres cristianas a suicidarse por haber sido violadas
en la caída de Roma (410 d.C.), él dijo que la violación de sus
cuerpos no podía violar su alma puesto que ellas no deseaban que
aquello les sucediera. En esto Agustín es coherente. Como la
sinceridad material de una afirmación no es lo importante en una
mentira, sino la intención del que la dice, así el acto material de la
violación no puede deshonrar el alma que se resiste. La superioridad
del alma sobre el cuerpo resulta un consejo piadoso para la mujer
violada y una dura amonestación para aquellas que evitan la violación
mintiendo. Agustín sabe lo severa que es su doctrina: opina que un
hombre no debe mentir para evitar su propia violación, incluso por
sodomía por la boca o el ano (Men. 9,13). Violar la propia alma es
peor que ser violado corporalmente por otros. No obstante, la
sinceridad en sí significa que uno no debe desconocer la práctica
imposibilidad de vivir con arreglo a tales requisitos, así que Agustín
tiene una proposición más que tener en mente.

5. La sinceridad es un modelo heroico.


Agustín admite que no puede confiar en que será capaz de seguir sus
propios consejos: «Pero somos hombres y vivimos entre hom-

—338—
bres. Y en cuanto a mí, confieso que todavía no me cuento entre
aquellos que no se conturban ante los pecados que hemos llamado
de compensación» (Contra Men. 18.36). Por «pecados de
compensación» se refiere a cosas como decirle a un moribundo,
preocupado por su hijo, que éste aún vive, aunque no sea cierto. La
verdad en este caso podría matar al padre, y el silencio puede dejar
traslucir la verdad. «Estas situaciones me desequilibran
profundamente; pero ¿puedo decir en el mismo grado, sabiamente?»
Si vamos a reconfortarnos unos a otros con mentiras que nos hagan
más llevadera la realidad, cada vez que la realidad se presente
amenazadora ¿qué ocurre con la franqueza luminosa hacia el Dios de
la verdad?

Sin embargo, cuando presento ante los ojos de mi corazón la


hermosura de aquel en cuya boca no se halla nada falso,
aunque el palpito de mi flaqueza reverbera precisamente allí
donde más fulgentemente brilla la verdad, me enciendo de tal
modo en el amor de esa clara hermosura que desprecio de
corazón todas las cosas humanas que pretendan apartarme de
mi contemplación. Pero sería mucho pedir que ese afecto
perseverara con tanta intensidad que no menguara el efecto de
la tentación. (Contra Men. 18.36.)

Así, aquellos que le dicen a Agustín que exige demasiado en nombre


de la verdad no le dicen nada que él no haya experimentado
constantemente, al tratar de mantenerse tan fiel como sea posible a
la visión de la «hermosura» de Dios. Después de todo, Pedro cayó
tres veces en la mentira cuando negó conocer a Cristo. Se arrepintió
de ellas. No negó que fuesen mentiras. No trató de excusarse.
El valor del esfuerzo de Agustín por la sinceridad total puede
certificarse al ver el precio del engaño en el caso de Jerónimo.
Cuando Agustín se dirigió por primera vez a Jerónimo en su lejano
monasterio de Belén, no sabía que estuviese buscando la verdad en
uno de los grandes mentirosos de la historia. El biógrafo de Jerónimo,
J. N. D. Kelly, ha demostrado que éste mintió cada vez que ello le era
útil para sus propósitos.9 Las respuestas de Jerónimo a Agustín,
cuando se le pidió que explicara sus comentarios sobre el conflicto de
los apóstoles en Antioquía, fueron una

—339—
sarta de evasivas, contraacusaciones, tergiversaciones y simples
negaciones del hecho. Al principio, dado que la carta inicial de
Agustín se extravió y nunca llegó a su destino, Jerónimo —
respondiendo a una segunda carta— da a entender que Agustín
deliberadamente se encargó de que no le llegase su misiva, que
Agustín quería ganarle puntos a Jerónimo sin darle la oportunidad de
responder, aunque aseguró a su interrogador que de todas formas no
le habría respondido, pues él no iba a dejarse importunar por cada
insolente sabelotodo que apareciese. (Para Agustín, lo más
impensable moralmente es la negativa de Jerónimo a responderle,
pese a que encuentra señales de herejía en él. Llamar a alguien la
atención sobre su error es, para Agustín, el primer deber de la
caridad.) Jerónimo respondió:

Algunos amigos, portadores de Cristo (hay muchos de ellos


aquí en Jerusalén y en Tierra Santa), me han señalado que
tienes como objetivo secreto granjearte la estima cristiana, la
alabanza de los aduladores, por la manipulación que haces de
mí, para hacer saber a todo el mundo que me lanzaste un reto
del que yo me he hurtado; que tú, el erudito, escribiste cartas,
mientras que yo, el necio, me quedé callado; que por fin se
encontró alguien que acallase mi parloteo. Bien, admito que
estuve dudando en escribirte, Eminencia, pues no estaba
seguro de que tu [segunda] carta fuese auténtica ni de que la
espada pudiese (según dice uno de nuestros humildes
compañeros) no estar untada con miel. Tampoco quería
desestimar a un obispo de nuestra fe [Jerónimo sólo era
sacerdote] respondiendo con correcciones una carta correctiva,
sobre todo porque he encontrado datos heréticos en ella. [...]
Así, si quieres intimidarme con tus enseñanzas, o fanfarronear,
busca jóvenes brillantes y bien nacidos (he oído que Roma
presume de muchos) que dispongan de los medios y la
voluntad para someterse a la tarea de debatir las escrituras con
un obispo. Estoy retirado de la milicia y me limitaré a aplaudir tu
proeza sin luchar contra ella con mis marchitos brazos, (ep.
72.2-3.)

Como Agustín insistió educadamente, tratando de traer el debate de


vuelta al pasaje de los Gálatas que tanto le preocupaba, Je-

—340—
rónimo le devolvió una diversidad de contradicciones. Trató de
defender su acusación de herejía diciendo que Agustín fue
demasiado amable con los judíos al decir que Pedro observaba sus
prácticas, y no fingía que lo hacía (como si el fingimiento fuese una
forma de ataque a las prácticas). Luego, después de acusar a Agustín
de herejía, afirma que después de todo no difieren tanto en sus
opiniones, y además, Jerónimo sólo estaba repitiendo lo que
Orígenes y otros habían dicho. Después de esta perorata
autocompasiva, vuelve a fingir que, para empezar, no piensa
responderle:

Tú —situado, joven como eres, en el pináculo de un


obispado— puedes enseñar a las naciones y decorar las casas
romanas con tus exóticos productos africanos, mientras yo me
contento con susurrar a mis humildes escuchas o leer en mi
rincón del monasterio, (ep. 75.22.)

Cabe contrastar esta actitud con la constante petición de Agustín de


que otros le corrijan si dice algo equivocado; no sólo otros obispos o
clérigos, sino quienes escuchan sus sermones. Es fascinante ver la
lección que extrajo de la conducta de Pedro en Antio-quía cuando —
durante los mismos meses que estuvo escribiéndose con Jerónimo y
redactando Sobre la mentira— escogió el texto de los Gálatas (fuera
de la secuencia normal de lecturas litúrgicas) para predicar como
invitado especial en la catedral de Cartago. Agustín dice que él y su
anfitrión —el obispo Aurelio de Cartago, sentado con Agustín en la
catedral— son obispos, y algunos pueden pensar que esto los sitúa
más allá de la reprobación ajena. Pero ¿cómo es ello posible cuando
nuestro gran predecesor, Pedro, necesitó que alguien le señalase su
error? «Si Pedro fue susceptible de corrección, ¿osaría yo estar por
encima de toda corrección? ¿No debería yo, débil oveja, cuidarme de
no caer en el río cuando veo al carnero todavía secando sus
lanas?»10
Agustín dice que algunas personas (no nombra a Jerónimo) piensan
que Pedro sólo estaba tomándole el pelo a su público en Antioquía, y
no haciendo algo que en verdad mereciese corrección. «Somos
obispos, seguimos la huella de los apóstoles, pero no quiero ser
capaz de tomaros el pelo. Si uno guarda algún significado secreto, en
contra de lo que se profesa públicamente, ¿en qué respon-

—341—
sabilidad sagrada se puede confiar? No queremos autorización
alguna para engañaros, o para que vosotros nos engañéis. Si
vosotros pensáis que os estamos engañando, y nosotros pensamos
que vosotros nos engañáis, ¿dónde encontraremos ese amor que
todo lo cree? Porque Pablo dice que "el amor todo lo cree" (I Cor.
13:7).»11
La idea de que Pedro pudiese haber errado pareció sorprender a su
audiencia, ya que uno de sus miembros gritó: «¿Qué le reprochó
Pablo a Pedro?» Agustín contestó: «Lo que el mismo Pablo acaba de
decir, lo que escribió» (en la lectura de los Gálatas que precedió al
sermón). Pero al rato volvieron a hacer la misma pregunta, y Agustín
pidió que el lector repitiese la lectura del pasaje donde Pablo
amonesta a Pedro, frente a todos los demás. 12 Agustín, lejos de
mantener a los líderes de la Iglesia libres de cuestiona-mientos y
correcciones, hizo una exacta distinción entre las Escrituras, que
siempre son verdaderas, y aquellos que las predican, que pueden
errar y necesitan a su vez una constante instrucción.

Nosotros, quienes estudiamos y escribimos sobre lo que está


escrito en los libros sagrados de la Biblia, no escribimos con la
autoridad de la Biblia: escribimos a medida que avanzamos,
enseñamos día a día, nos pronunciamos mientras seguimos
indagando, hablamos mientras llamamos a la puerta. No dejaré
de hablar ni de escribir mientras pueda ser útil para vosotros,
mis hermanos, mas ruego a vuestra caridad, por mí mismo
para mí mismo, que no tratéis nada de lo que escribo ni digo
sobre las Escrituras como si fuesen las Escrituras mismas. [...]
Veneremos las Escrituras como Escrituras, como la palabra de
Dios, y no tratemos en la misma forma a ningún humano falible.
[...] Yo me ofendería mucho más si una persona aceptase mis
palabras como Escrituras que si me corrigiese, incluso no
habiéndome equivocado. Perdonadme ahora, pues veo que
estáis concentrados en este extremo como si lo escuchaseis
por vez primera, y no quiero decir nada más, para que guardéis
esta lección grabada con fuerza en vuestra mente. 13

La sinceridad para Agustín es una constante búsqueda colectiva, en


la que debemos ayudarnos unos a otros. La equivocación es un
obstáculo a la búsqueda que debe ser salvado por todos. La

—342—
mentira, una equivocación creada deliberadamente y divulgada a los
demás, es una traición a la búsqueda, y la mayor traición es mentir
sobre las verdades sagradas de la religión.

NOTAS

1. Osear Cullmann sostiene que el «Cefas» arameo, el nombre que


Jesús le dio a Pedro, debería traducirse como Piedra, puesto que a
eso se refería cuando dijo que Pedro era la roca sobre la que se
edificaría la Iglesia (Mt. 16:17). En realidad, los traductores del
alemán de Cullmann utilizan la palabra Roca, pero en inglés no se
habla de una roca fundamental. Se dice colocar la primera piedra de
una fortaleza, o que fue derruida hasta no dejar piedra sobre piedra.
Cf. Cullmann, Peter: Disciple, Apostle, Martyr, traducido por Floyd V.
Fiíson, segunda edición y aumentada, Westminster Press, 1962.
Sobre el contraste entre «tribus» (ethné) y «judaicos» como
«cosmopolitas» y «separatistas», véase la próxima nota.
2. Sobre el choque de los cosmopolitas con los separatistas, véase
Johannes Munck, The Acts of the Apostles, AB, 1967, pp. 56-57; J.
Louis Martyn, Galatians, AB, 1998, pp. 236-240; Thomas W. Martin,
«Helle-nists» (ABD 3.135-36); A. Deán Forbes, «Stephen» (ABD
6.207-08);
Raymond E. Brown y John P. Meier, Antioch and Rome, Paulist
Press, 1982, pp. 1-8. Más adelante Brown divide a los cosmopolitas
en una rama liberal (tipificada por Pablo) y otra radical (Esteban),
mientras que a los separatistas los divide en un grupo conservador
(Pedro) y otro ultraconservador (Santiago). Por su parte, Cullmann
opina que Pedro, desde la ejecución de Esteban, está derivando
hacia el campo de los cosmopolitas, lo que explica el ataque que le
hace Pablo en Antioquía por apostasía (Cullmann, op. cit., pp. 52-53).
3. Martyn, op. cit., p. 235.
4. Yo, Clemente 5. Él utiliza un «endíadis» (dos términos para un
concepto), «rivalidad-y-rencor», como cuando los judíos entregaron a
JesúsaPilatopor/ío»os(Mt.27:18,Mc. 15:10), o entregaron a los
cristianos a otros porzelos (Ac. 5:17,13:45,17:5). Ésta es la misma
situación de los informantes que trataban con Nerón. En relación con
los separatistas en Roma, debe tenerse en cuenta que el Supuesto
Ambrosio, o Ambrosio Putativo («Ambrosiaster»), a pesar de escribir
en el siglo IV, bien

-343-
puede haber conservado una antigua tradición al decir que los
cristianos de aquella ciudad recibían su fe «de acuerdo con la
costumbre judía» (ritu judaico); véase Brown, op. cit.,pp. 110-111.
5. Tácito, Anales del Imperio romano, 15.44.
6. Pinio, Epístolas, 10.96.
7. Cullmann, op. cit., pp. 91-100; Brown, op. cit., pp. 122-127. Las
mismas fuerzas pueden haber actuado en un encuentro anterior en
Roma (49 d.C.), cuando, según Suetonio (quien escribió alrededor del
120 d.C.), el emperador Claudio expulsó a algunos judíos «por los
interminables alborotos causados por Crestus» (Life of Claudius
25.4). La mayoría de los estudiosos piensa que Suetonio confundió
Cristus con el nombre Crestus, muy común entre los libertos, y que
eran los judíos cristianos quienes estaban enemistados tanto con los
judíos romanos en general como con los cristianos separatistas
(«hebreos»). Esto coincidiría con la supuesta expulsión de los aliados
de Pablo para ese momento (los cosmopolitas), Aquila y Priscila (Ac.
18:2). Véase Brown, op. cit., pp. 100-102;William F. Orr y James
Arthur Walther, l Corinthians (AB 1976), pp. 81 -82; Peter Lampe,
«Aquila» (ABD 1.319). Obsérvese que el autor de los Hechos no
especifica el motivo de la expulsión, lo que encajaría con la renuencia
a admitir las divisiones entre cristianos en torno a las muertes de
Pedro y Pablo.
8. Sobre las relaciones de Agustín con el papa Zósimo, véase J. E.
Merdinger, Rome and the Afrícan Church in the Time of Augustine,
Ya-le,1977,pp.11-34,126-130.
9. J. N. D. Kelly, Jerome, Harper & Row, 1975,.pp. 64, 65, 78, 107,
149,150,178,201,239,252.
10. Mainz 1.9 (uno de los sermones descubiertos recientemente),
Francois Dolbeau, Augustine d'Hippone, vingt-six sermons au peuple
d'Afrique; Institut d'études augustiniennes, 1996, p. 46.
11. Ibíd.,p.47.
12. Ibíd., pp. 47-48., con relación al grito desde el público, véase la
introducción de Dolbeau al sermón, p. 42.
13. Ibíd., pp. 62-63.

•344.
20

Agustín contra Consencio

Más de dos décadas después de haber escrito Sobre la mentira, otro


intento de usar la mentira como estrategia religiosa llevó a Agustín a
escribir un segundo tratado, Contra la mentira (Contra Mendacium).
Ahora sabemos más sobre los motivos para este esfuerzo, pues en
1970, entre los viejos manuscritos de bibliotecas de Marsella y París,
se descubrieron dos cartas de Consencio, destinatario del tratado.
Las cartas de Consencio, junto con veintiséis cartas inéditas de
Agustín y una de Jerónimo, fueron publicadas en los años ochenta
por su descubridor, Johannes Divjak. Resultó que Consencio era un
entrometido, presumido y metomentodo, que escribió diciendo que
tenía problemas para leer a Agustín por la «odiosa brillantez»
(molesta splendor) de las Confesiones, pero que quizás Agustín
querría leer algunos de sus propios libros escritos para rebatir varias
herejías.' Consencio, que vivió en la isla de Menorca, cerca de las
costas de España, era lo bastante rico para dar rienda suelta a su
pasatiempo literario de vigilar la ortodoxia de otros, y le dice a Agustín
que escribe para otros famosos, quienes responden con sus
peticiones de que continúe con sus buenos libros. Es el tipo de
personaje conocido por cualquier autor cuyo nombre aparece en las
noticias. Aunque admite que debería leer -apenas leyó la Biblia
entera— se reconforta con el pensamiento de que los intelectuales
pueden terminar demasiado encerrados en sus propias ideas, como
Orígenes, e incluso tiene la desfachatez de insinuar que algo así le
podía suceder a Agustín.2 Por su parte, él puede regodearse en sus
tratados sin temor a parecer demasiado intelectual o «intimidador».

•345-
Nos enteramos más de lo que quisiéramos sobre Consencio en la
nueva carta, que lleva el número 12* (donde el asterisco diferencia la
carta de la número 12 del viejo catálogo de cartas reconocidas). En
su carta II*, encontramos una valiosa nueva información, la cual
inspiró a Agustín para su Contra la mentira. Consencio se jacta de su
ingeniosa habilidad para descubrir a los herejes en España, donde
según afirma, han ido a parar algunos seguidores secretos del
ejecutado Prisciliano. Uno de sus emisarios, llamado Frontón, incluso
se hizo pasar por hereje para infiltrarse en las filas enemigas.
Consencio anexa un informe de Frontón en el que pretende explicar
cómo desveló la protección de subversivos por parte de ciertos
obispos españoles. 3 Frontón sonaba como el senador Joseph
McCarthy cuando denunciaba comunistas en el Departamento de
Estado. Si el relato es cierto, nos da sorprendentes noticias de la
España cristiana del siglo V. E incluso si es exagerado, nos indica de
qué era capaz la calenturienta imaginación de aquel tiempo y lugar.
Agustín no muestra mucha confianza (ni interés) en las acusaciones
de Frontón, cuando dice: «si las cosas sucedieron o no como él dice»
(Contra Men. 3.4). Lo que le perturba son las tácticas que Frontón
afirma estar usando y que Consencio aprueba. Ambos declaran que
hay que descubrir a los herejes infiltrándose, ya que ellos mienten
sobre su verdadera devoción. Para Agustín, fingir que se abandona la
verdadera doctrina y profesar la falsedad es un pecado peor que el
que estos intrigantes están decididos a castigar. Dice Agustín que no
debemos «llevar a otros a la verdad abandonándola nosotros
mismos, de manera que, al descubrir mentirosos con mentiras, les
enseñamos una forma más profunda de mentir» (3.4). Le recuerda a
Consencio que Cristo nos advirtió contra los lobos envueltos en piel
de cordero (Mt. 10:16), lo cual no significa que, en respuesta a la
advertencia, nos debamos convertir en corderos envueltos en piel de
lobo (6:12).
Agustín aprovecha la oportunidad para repetir el ataque de Sobre la
mentira a la intención de utilizar mentiras con propósitos religiosos.
Estaba insatisfecho con su primer tratado. Como lo refleja en el
posterior catálogo de sus propios trabajos (Retractaciones}:

346-
Escribí también un libro, Sobre la mentira, que, aunque fatigoso
de leer, es de gran utilidad como ejercicio de ingenio y de
inteligencia y estimula grandemente el amor de la veracidad. Lo
había mandado retirar de entre mis opúsculos porque me
parecía oscuro, espinoso y sobremanera difícil, por lo cual ni
siquiera había llegado a publicarlo. Después de haber escrito el
otro opúsculo titulado Contra la mentira, me reafirmé en la
decisión de destruirlo, y así lo mandé; pero no se hizo. Al
revisar ahora todos mis opúsculos, lo he encontrado incólume
y, después de corregirlo, he mandado conservarlo, sobre todo
porque tiene algunos apuntes necesarios que no se encuentran
en el otro.4

Los pasajes importantes y los «tortuosos» de Sobre la mentira


probablemente están entrelazados: la descripción de complejas
situaciones hipotéticas y la clasificación de las mentiras en sutiles
categorías. Aunque no repitió estas técnicas en el segundo libro,
debe de haber decidido que, al fin y al cabo, tuvieron su utilidad.
Aunque pueden confundir al lector moderno, haciéndole pensar del
modo evasivo de aquellos que defendían las equivocaciones. En el
segundo libro hace un hincapié más sostenido y coherente en que la
intención de engañar es el elemento básico de la mentira.
Una de las razones es que Agustín intenta profundizar en el tema de
la sinceridad de las Escrituras. Entre la composición de sus dos
tratados sobre la mentira había escrito su libro La concordancia de los
cuatro evangelistas, donde explicaba que las incongruencias de la
Biblia no fueron escritas para engañar, y por lo tanto no son mentiras.
Esto no supone una evasiva por su parte, dado que siempre enseñó
que se puede decir la verdad diciendo lo que es literalmente falso, al
igual que se puede engañar con declaraciones verdaderas. En sus
comentarios sobre el Génesis, señala que la creación del cosmos en
siete días no puede ser literalmente verdadera (cómo puede haber un
día o una noche para la Tierra, siendo esta redonda, lo cual significa
que ambos, tanto el día como la noche, ocurren en ella en cualquier
momento).5 Por lo cual, lo que es obviamente falso no puede tener la
intención de engañar. Debe indicar un significado simbólico más
profundo. Del mismo modo, los relatos «no edificantes» de las
Escrituras judías no pueden es-

—347—
tar recomendando la inmoralidad: se presentan como modelos
profetices de lo que se cumplirá en el Nuevo Testamento (Contra
Men. 14.29).
En cuanto,al Nuevo Testamento, Agustín no niega las
incongruencias, sólo la intención de engañar. Tomó como ejemplo las
dos genealogías presentadas para vincular a Jesús con el linaje de
David. La de Marcos es diferente de la de Lucas. Pero se puede
trazar la ascendencia a través de diferentes ramificaciones del árbol
familiar. Mateo no presenta la suya como si fuese más exacta que la
de Marcos (que sería por lo tanto falsa). De acuerdo con los estudios
de las escrituras de su tiempo, Agustín encuentra más reyes en la
línea'de Mateo, y más sacerdotes en la de Marcos. Así, reunidas,
ambas muestran las características complementarias de Jesús, tanto
reales como sacerdotales (PL 34.1043-44), Un elemento más difícil
de la genealogía es éste: ambos trazan el linaje de José, no el de
María, y el Evangelio afirma que Jesús nació de una virgen. Aquí
Agustín presenta un argumento sorprendente, al probar quejóse era
un verdadero padre, aunque no un padre biológico (argumento que
los padres adoptivos de hoy acogerían con agrado):

¿Por qué el mismo evangelista llama a José padre de Jesús


(Le. 2:40) pero tenemos que aceptarle como el esposo de
María, no por contacto carnal (commixtio) sino por el
acoplamiento (copulatio) del lazo matrimonial? De seguro fue el
padre de Cristo en un sentido incluso más cercano que si
hubiese adoptado un hijo de cualquier otra mujer que no fuese
su propia esposa (PL 34.1072).

Cuando se trata de la sinceridad de las propias declaraciones de


Jesús en los evangelios, Agustín hace frente a un problema que los
eruditos modernos en general eluden. El pensó que Jesús, en virtud
de su divinidad, siempre fue omnisciente.6 Entonces, ¿cómo puede
decir, por ejemplo, que no supo quién lo tocó cuando sintió el poder
salir de él (Le. 8:45)? Agustín cree que la mujer que sanó al tocar a
Jesús era una gentil, y que Jesús estaba diciendo que Él, en tanto
que Dios, aún no la había reconocido bajo la antigua ley, destinada
sólo para los judíos (Contra Men. 13.27).
Agustín reflexionó concienzudamente sobre cada objeción a la

—348—
sinceridad de las Escrituras que pudo imaginarse. Puesto que no es
un fundamentalista en el sentido moderno, no busca la coherencia
literal en las palabras. Las Escrituras son un instrumento de
enseñanza, hechas para revelar lo inefable a través de símbolos y
parábolas (lo que Newman llamó «economía»). La aproximación
alegórica a los textos era un rasgo establecido de la crítica literaria
que Agustín heredó, y cosas como el simbolismo de los números se
adaptaban ampliamente. 7 Por supuesto, un crítico moderno puede
decir que permitir una declaración literalmente falsa para denotar un
significado superior abre la puerta a todo tipo de equivocaciones.
Pero esto pasa por alto el concepto clave. El que se vale de
equívocos utiliza el significado deleznable con la intención de
engañar. El principal argumento de Agustín se basa en que las
Escrituras no tratan de engañar (hacer creer a la gente, por ejemplo,
en los siete días de la creación en un sentido literal). Ésta no es una
enseñanza latitudinaria, sino estricta. No controla las fórmulas
verbales, sino la orientación interna del alma, que nunca puede
ponerse de parte del engaño. El tratado resultante es, según un
moderno erudito, «la explicación más compleja y exhaustiva de la
escritura de los evangelios en todo el cristianismo primitivo». 8 En
algunas partes anticipa el uso de herramientas modernas de la
crítica.9
Agustín establece las Escrituras como referencia de la verdad, que
deben observarse en todas sus predicaciones, así como en todas las
acciones que se tomen para promoverlas. Su tratamiento de la
falsedad en el ministerio puede apreciarse en su respuesta a una
acción fraudulenta cometida en el monasterio que mantenía dentro
del precinto de su catedral. Un miembro de la comunidad monástica,
un hombre llamado Januarius, murió en el 425. Antes de unirse a la
comunidad, había sido un sacerdote cuya esposa había muerto,
dejándole dos hijos, un hijo que ingresó en un monasterio y una hija
que ingresó en un convento. Cuando se le pidió que renunciase a
todas su propiedades a fin de poder unirse a la comunidad monástica
de Agustín, dijo que había entregado sus propiedades en fideicomiso
a nombre de su hija, en caso que dejase el convento. Pero al morir,
su testamento evidenció que él mismo había conservado la propiedad
de sus bienes, y que ahora se lo legaba todo a la iglesia de Agustín
en lugar de a su hija. La hija de Januarius impugnó el testamento. Su
hermano, por despecho hacia ella, defendió la acción

-349-
de su padre, que la privaba de la propiedad. El hijo de Januarius
declaró que el testamento de su padre era válido y legal.
¿Qué haría Agustín? Anunció a su congregación que tenía que
informarles de algo importante que les concernía, y los convocó en
masa a su próximo sermón. En aquella homilía (Sermón 355) reveló
el escándalo y dijo que jamás aceptaría el legado a la iglesia. Era
producto de un fraude, del rompimiento del voto del monje. Aceptarlo
convertiría a Agustín en cómplice del engaño al aprovecharse de él.
Quería que la comunidad supiese por qué debía rechazar lo que ellos
quizá pensasen que tenían derecho a aceptar.
Entonces, ¿qué debía hacerse con la propiedad? Agustín nombró un
jurado para adjudicar la división de la propiedad entre los dos hijos,
presidido por él mismo con la ayuda, «bajo la guía de Dios, de
algunos hermanos leales y respetados de vosotros, la congregación»
(PL 39.1573). Al mismo tiempo entabló otro proceso por el que pidió a
cada miembro de la comunidad monástica que informara sobre su
observancia del voto de pobreza. Si cualquier pertenencia no
declarada saliese a la luz, el monje debía renunciar a ella
inmediatamente o abandonar el monasterio. Agustín había ordenado
a todos los monjes con la expresa condición de que entraban al
monasterio bajo las reglas vigentes. Tenía derecho a despojarles de
su condición clerical si no habían cumplido sus votos. Les había
informado de su política desde el principio, pero ahora se la repetía,
por una razón característica. No quería tentar a los hermanos a
mentir ni a fingir que no tenían propiedades para proteger su posición.
«No quiero tener monjes falsos aquí. Ya es bastante malo —¿quién
no lo sabe?— romper sus votos. Mucho peor es fingir que se
cumplen» (PL 39.1753).
Agustín fijó una fecha límite para presentar los informes y tomar las
decisiones y le prometió a la congregación que, después de la fecha,
haría públicos los resultados, pues el laicado tenía derecho a pedir
cuentas del monasterio que apoyaba con sus donativos. Cuando llegó
el día, revisó los informes en público, hombre por hombre (Sermón
256). En primer lugar, estaba feliz de poder decir que, después de
todo, no había hecho falta su intervención para zanjar el litigio de los
hijos de Januarius, pues éstos habían resuelto el problema por su
cuenta, repartiéndose la propiedad a partes iguales. Además, pudo
anunciar que ninguno de sus sacer-

—350—
dotes poseía bien alguno y que los diáconos, que no habían hecho su
declaración final de los bienes que sus familias guardaban en su
nombre, se estaban despojando de ellos, emancipando esclavos en
algunos casos, y en otros, dividiendo bienes conjuntos para poder
vender sus partes. Un ejemplo interesante de estos últimos es el del
sobrino de Agustín, llamado Patricio en honor de su abuelo (el padre
de Agustín). Patricio poseía algunas propiedades junto con sus
hermanas, las sobrinas de Agustín. Este insistió en que definiese cuál
era su parte de la propiedad, la vendiese y renunciase al producto de
la venta. Una vez completada la revisión de cuentas de la condición
de cada uno, Agustín aseguró estar satisfecho de la obediencia de
sus monjes. Pero si llegase a saber de alguno que se hurtase a la
norma, se le aplicaría la política original, y perdería su condición
clerical:

He dicho, y sé que lo he dicho, que si alguno no quisiese


cumplir con los deberes de la vida de nuestra comunidad, yo no
le retiraré sus derechos clericales. Tendrá que irse por sí
mismo y vivir en la forma que encuentre para llevar una vida
piadosa. Les he dejado claro lo lamentable que es quebrantar
un voto; aun así, prefiero que mis hermanos vivan como tullidos
que llorar su muerte: el hombre que vive en la mentira está
muerto [según Sabiduría 1:11, «una boca mentirosa mata el
alma»]. [...] Pero ahora que han escogido vivir, con la ayuda de
Dios, en esta comunidad, si alguno de ellos viviese con una
mentira, si descubriésemos que posee alguna propiedad, no le
permitiré renunciar a ella y quedarse, sino que borraré su
nombre de la lista de clérigos. Aunque recurra mi decisión en
mil concilios, o busque cualquier otro arbitro donde sea —
donde pueda—, aun así, con la ayuda de Dios, no será clérigo
mientras yo sea obispo. Me habéis oído. Ellos me han oído.
Pero espero en Dios, en Su misericordia, que ya que ahora han
aceptado de buen grado esta norma de vida, la cumplan con
sencillez y vigor (PL 39.1580).

La conducta de Agustín no podía estar más lejos del manejo de los


escándalos en la Iglesia de hoy en día. Actuó con entera franqueza,
invitando al escrutinio, incluyendo a participantes laicos en

—351—
el tribunal para manejar los pleitos de propiedades e informando de
los resultados de sus investigaciones en cuanto dispuso de ellos.
Comparemos esto con la conducta del Vaticano cuando se vio
involucrado en los escándalos financieros del Banco Ambrosiano de
Milán (la ciudad donde el propio Ambrosio bautizó a Agustín). El
arzobispo Marcinkus y sus asistentes trasladaron su residencia al
Vaticano, para estar fuera del alcance de la ley italiana. El periódico
del Papa negó deudas que sin embargo el Vaticano pagó (250
millones de dólares), sin rendir cuentas a la feligresía del origen del
dinero. El Papa se entrevistó en privado con el presidente italiano en
el momento en que el escándalo era el tema más importante en las
relaciones entre el Vaticano y el gobierno italiano, pero negó
(increíblemente) que se hubiese tocado el tema. 10
O comparemos el trato que Agustín dispensó a Januarius, quien trató
de dar su dinero a la iglesia de Agustín, aunque de manera irregular,
con la protección del papa Juan Pablo II a su amigo, el sacerdote
polaco Michael Zembrzuski, cuya recolección de fondos para una
capilla de la Virgen en Nueva Jersey fue denunciada por los propios
investigadores del Papa. El Papa hizo caso omiso del informe,
encubrió el escándalo y mantuvo a Zembrzuski a salvo de la condena
pública." Se puede decir que el público no tiene derecho a saber
cosas que se definen con arreglo a la conciencia de sus superiores. A
Agustín esto le parecería intolerable. Él dijo que la rectitud de
conciencia no es suficiente. Eas autoridades de la Iglesia le deben a
sus miembros una reputación de honestidad.

La conciencia y la reputación son dos cosas diferentes. La


conciencia es para uno mismo, la reputación es para el prójimo.
Aquel que cuida su conciencia pero desprecia su reputación
actúa con crueldad hacia los demás, especialmente en una
posición [eclesiástica] como la nuestra, sobre la que el apóstol
[Pablo] escribió a sus seguidores: «Presentándote tú en todo
como ejemplo de buenas obras» (Tit. 2.7). Sermón 355 (PL
39.1569).

Agustín dice que la reputación de sinceridad de la Iglesia debe


protegerse escrupulosamente: «Es nuestro deber, con la ayuda de
Dios nuestro Señor, cuidar de nuestra conducta y reputación, que

—352—
aquellos que nos admiran no puedan ser confundidos por quienes
nos acusan» (PL 39.1574). Algunos clérigos modernos piensan que
cuidar la reputación supone encubrir defectos y errores. Para Agustín,
significa todo lo contrario: evitar la reputación de mentirosos que
protegen el vicio en nombre de la virtud.
La negación y la mentira respecto a escándalos sexuales en la Iglesia
es otro tipo de engaño que Agustín no aprobó como obispo. Cuando
se supo que uno de sus diáconos había acusado a uno de sus
sacerdotes de conducta homosexual, Agustín escribió una larga carta
a su congregación (no estaba allí, sino en un concilio en Cartago, por
lo que no pudo abordar el asunto en sus sermones, como era su
costumbre), pidiéndole que rezase por los clérigos suspendidos hasta
que se esclareciese la verdad de las acusaciones. Una vez más, hizo
un informe completo, en el que no negó que tales cosas pudiesen
ocurrir.

Ante Dios, que es testigo de mi yo interior desde el día que me


consagré a su servicio, confieso francamente ante vosotros,
mis hermanos, que —así como difícilmente puedo encontrar
mejores hombres que aquellos que viven obedientemente en
los monasterios— tampoco puedo encontrar peores hombres
que los monjes caídos en pecado. Incluso pienso que el pasaje
del Apocalipsis (22:11) les describe expresamente: «El que es
santo, santifíquese todavía, y el que es inmundo, sea inmundo
todavía.» (ep. 78.9.)

Y del mismo modo que Agustín no encubriría a sacerdotes que


declaran servir al Dios de la verdad, tampoco eludiría la
responsabilidad por sus propios fallos. En una ocasión, a fin de
nombrar un nuevo obispo para una iglesia donde le necesitaban con
urgencia, envió apresuradamente a un hombre a quien no había
puesto a prueba suficientemente y que resultó ser una desgracia para
la comunidad. Agustín se arrepintió públicamente, y se ofreció a
renunciar a su cargo. En una carta abierta al Papa escribió:

En cuanto a mí, Su Santidad, estoy considerando la renuncia al


ejercicio de mi cargo como obispo y dedicarme a la merecida
penitencia, torturado como estoy por el temor y la an-

—353—
gustia de dos posibles resultados: o bien tener que ver una
Iglesia de Dios perder sus miembros por culpa de un hombre
que yo imprudentemente nombré obispo, o que (Dios no lo
quiera) se pierda la Iglesia completa tras el hombre mismo (ep.
209.10).

Se ha dicho que las normas de Agustín respecto a la verdad son


demasiado elevadas y exigentes. Ciertamente él sabía cuan estrictas
eran las exigencias que se imponía a sí mismo. Pero ¿cómo podría
aceptar conductas menos francas en una Iglesia que se declara
servidora de Dios, que es la verdad?

NOTAS

1. Johannes Divjak (editor), Lettres de Saint Augustin, Etudes


augustiniennes, 1986, pp. 230-232.
2. Ibíd., p. 246: «Aunque ahora nosotros admitimos que lo que el
obispo Agustín escribe escapa a nuestros reparos, ¿qué juicio se
tendrá en el futuro de sus obras?» A pe'sar de que se tiende a
suponer que el Con-sencio de las cartas nuevas es el mismo
Consencio con quien Agustín discutió la Trinidad y la Resurrección de
Cristo en la correspondencia ya conocida (ep. 119-120,205),
Raymond Van Dam nos señala que el Consencio de esas canas no
es tan descarado y frivolo como el recién aparecido. Van Dam,
«"Sheep in Wolves' Clothing": the Letters of Consentius to
Áugustine»,Journal of Ecclesiastical History 37,1986, pp. 515-535.
3. Ibíd., pp. 186-222.
4. Reconsiderations [Retracciones], 1.27.
5. First Meanings in Génesis (De Genesi ad Litteram), 1.12.
6. Sobre las conclusiones de los eruditos modernos de que Jesús no
siempre era omnisciente, véase Raymond E. Brown, An Introduction
to New Testament Christology, Paulist Press, 1994, pp. 31-59.
7. Sobre esto, véanse los ensayos en Douane W. H. Arnold y Pamela
Bright (editores). De Doctrina Christiana: A Classic of Western
Culture, University of Notre Dame Press, 1995.
8. David Laird Duncan, A History ofthe Synoptic Problem, Anchor
Bible Reference Library, 1999,p. 112.

-354-
9. Las críticas a la cuestión del sexo (masculino-femenino), por
ejemplo, cuando Agustín dice que el texto de Mt. 21:5 se refiere
solamente a un animal, no a dos, pues Mateo está utilizando el
paralelismo de la poesía hebrea (PL 34.1 138-39).
10. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope
John Paul II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 460-462,492-493.
11. Ibíd., pp. 248-249,267-269, 335,339.

-355-
21

La verdad que hace libre

¿Qué significa decir que Cristo es la verdad? ¿No que habla


verazmente, o que defiende la verdad, o la representa, sino que
simplemente es la verdad? Hay un intento de responder a esta
pregunta que tiene probabilidades de resultar apropiado, porque es
tan radical como debe ser cualquier cosa para estar a la altura del
Evangelio revolucionario. El crítico cultural Rene Girard argumenta
(en una obra extensa) que las sociedades humanas son resultado de
una violencia inicial que controla sus propias expresiones posteriores
al tiempo que les da validez.1 Esto se refleja en el «asesinato
fundacional» que se descubre en tantas culturas —el asesinato de
Abel a manos de Caín, el de Remo a manos de Rómulo— así como
en los chivos expiatorios sacrificados para alejar amenazas de la
comunidad (Jonas, Edipo, Prometeo). La comunidad se construye
alrededor de una enemistad compartida y sella sus lazos mediante el
sacrificio del objeto de sus temores. Girard señala la forma en que las
furias de Esquilo lo expresan en su tragedia, Las euménides (996-
997);

Para muchos males el remedio es una actitud,


cuando coincide en lo que se odia.2

El resultado salvífico de tan creativa destrucción es lo sacro: algo que


se renueva en todas las formas de sacrificios religiosos. Este rasgo
universal del sacrificio sirve para aplacar —para halagar y a la vez
sobornar— a los dioses y la ira violenta que cabe esperar de ellos. La
rivalidad envidiosa (que Girard, algo equívocamente, lla-

—357—
ma mimetismo) conduce a una concentración en el enemigo (o en su
sustituto) y se alivia con ella, en lo que tenga que ser destruido para
que la comunidad conserve la vida. A partir de entonces, el Estado se
hace guardián de la violencia que construyó su estructura al principio.
Dado que la paralización lograda mediante el odio se basa en el
contagio irracional del pánico, la trama y urdimbre de la vida social es
esencialmente una estructura de engaño, que comienza con el
amoengaño. Es por esto por lo que Jesús llama a Satanás el Príncipe
de este mundo, «el padre de la mentira» (Jn. 8:44), la encarnación de
todo el sistema de violencia.
Girard es un cristiano creyente, de hecho, un católico romano, con
quien yo acostumbraba ir a misa cuando ambos impartíamos clases
en la Johns Hopkins. Está claro que su antropología radical está de
acuerdo con la doctrina del pecado original. Es más, el pensamiento
de Girard es muy cercano al de Agustín, aunque raramente lo cita.
También Agustín sostiene que la Ciudad del Hombre se fundó sobre
el asesinato de Abel, y que vive por la violencia, en contraposición a
la Ciudad de Dios, que se fundó, y se sostiene, sobre el amor. 3 Este
reconocimiento del amor como un principio estructural está muy lejos
del insípido principio del bienhechor. Jesús acusa al mundo entero de
odios creativos y violencias arquitectónicas:

Pero a vosotros, los que oís, os digo: amad a vuestros


enemigos, haced el bien a los que os aborrecen; bendecid a los
que os maldicen y orad por los que os calumnian. Al que te
hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te
quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te
pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo
devuelva. Y como queréis que hagan los hombres con
vosotros, así también haced vosotros con ellos. Porque si
amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también
los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a
los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también
los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de
quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también
los pecadores prestan a los pecadores, para recibir otro tanto.
Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced el bien y prestad,
no esperando nada de ellos; y será vuestro galardón grande, y
seréis hijos del Altísimo; porque él

—358—
es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues,
misericordiosos, como también vuestro Padre es
misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no
condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada,
remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la
misma medida con que medís, os volverán a medir (Le. 6:27-
40).

Jesús habla por un Dios de las cosas al revés, un Altísimo que se


pone del lado de los más bajos. Dar a los ingratos es el camino para
imitar a este Dios. Los malos son sus favoritos. Como dice Jesús en
Mateo (21:31): «Los publícanos y las rameras van delante de
vosotros [los principales sacerdotes] al reino de Dios.» Esta es una
frase particularmente provocadora de Jesús, pues parte de los
enemigos que tratarían de convertirlo en un chivo expiatorio y
profanado procedían de sus andanzas con los «impuros», con los
traidores y los pecadores (Mt. 9:11; Me. 2:18). La categoría entera de
los impuros viene del sagrado terreno de los sacrificios, un terreno
que él desafía desde sus raíces.
Este reto al principio fundacional de la existencia misma del mundo
une a los enemigos de Cristo a su alrededor, la enemistad de todos
los poderes, judíos y romanos, los soldados y el populacho. Girard
incluso señala el efecto unificador del sacrificio de chivos expiatorios
en el Nuevo Testamento (Le. 23:12): «Y se hicieron amigos Pilato y
Heredes ese día [del juicio de Jesús]; porque hasta entonces estaban
enemistados entre sí.» Los seguidores de Jesús se dispersaron,
incapaces de resistir la armonía de odio que florece de la violencia
sagrada. Todavía tienen que aprender que cuando Jesús dice que
sólo le puede seguir quien lleve la cruz (Mt. 10:38) se refiere a
enfrentarse a la violencia del mundo con un amor que no ofrezca
resistencia. Sólo esta voluntad libera del dominio del sistema de
poder llamado Satanás.
Girard afirma que Cristo revela el vacío de las aspiraciones de poder
terrenal, pero ¿cómo puede ser esto? Cuando el mundo se une para
oponerse a Él, y sus seguidores o bien abandonan o son silenciados,
¿acaso no es esto otro ejemplo de un sacrificio de chivos expiatorios
coronado con el éxito? Girard hace la distinción entre la situación de
Cristo y la de los chivos expiatorios, quienes

•359-
o bien concuerdan con sus acusadores o se oponen a ellos utilizando
argumentos que se inspiran en los mismos principios de poder
invocados contra ellos. Sólo Jesús actúa sobre el principio de la
absoluta ausencia de resistencia a la violencia, lo que despoja al
sacrificio de toda motivación. Él presenta una inocencia reivindicada
para rebatir la convicción de culpa. Girard encuentra un precursor
profetice de Jesús en aquel Job que hace protesta de su propia
inocencia, que rehusa aceptar la lógica de sus «consoladores»
acusadores.
La afirmación más radical de Girard es que Jesús no es un sacrificio.
Su Padre no es alguien de cuyas agresiones haga falta librarse a
cambio de algo. Jesús no es un artículo de trueque en el sistema de
intercambio que el sacrificio establece; Dios no acepta víctimas.
Acompaña a las víctimas en contra de sus verdugos, con lo que
subvierte toda la lógica del aplacamiento. Los profetas de Israel se
habían acercado a la idea de que Dios no desea sacrificios, pero
Jesús transforma su vacilante cuestionamiento en la resuelta
confirmación de su irrelevanria. Esto se hace evidente en su
oposición a que todas las actividades del Templo girasen en torno al
sacrificio. Su «limpieza» del Templo no fue un ataque a los abusos
periféricos como el comercio de los mercaderes en el antepatio. El
está rechazando la validez del sacrificio como senda para llegar a
Dios, una visión del episodio que, según Raymond Brown, es la
misma que quiere transmitir el texto de Juan. 4 «No hagáis de la casa
de mi Padre casa de mercado» (Jn. 2:16). Se acabó el comercio de
víctimas.
Jesús promete destruir el Templo y levantarlo de nuevo, no el Templo
anterior, donde se realizaban los sacrificios. Su cuerpo resucitado es
el nuevo Templo, la presencia del Padre en Cristo y la presencia de
Cristo en el cuerpo de creyentes. Este Padre no es una figura distante
cuya ira tenga que ser desviada, a quien haya que acercarse
ritualmente, sólo temblando de miedo. Él viene a nosotros, en el
Cristo que nos incorpora como piedras vivientes a su Templo viviente.
Agustín señala la paradoja envuelta en el hecho de que Cristo se
llame sí mismo el camino hasta el Padre: «Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.» (Jn. 14:6). El
Padre ya está aquí cuando el camino está aquí, hablándonos:
«¿Adonde iremos sino a El? ¿Y cómo hemos de llegar sino a través
de El? Así, El va hacia sí mismo [a la verdad] a través de sí mismo [el

—360—
camino], y nosotros vamos a Él gracias a Él, y ambos —Él y
nosotros— llegamos al Padre.»5 El acercamiento a Dios no se logra
mediante ritos ni violencias, sino recibiendo el camino de Cristo.
Los pasajes cobran uno tras otro nueva intensidad cuando los
examinamos a través de la lente que nos propone Girard. Veamos las
famosas, intrincadas palabras de Juan 16:8-11:

Y cuando El [el Paráclito] venga, convencerá al mundo de


pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen
en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más;
y de juicio, por cuanto el Príncipe de este mundo ha sido ya
juzgado.6

Es decir, el mundo toma a Jesús como el profanado, colmándole de


pecados, esperando reconciliarse con Dios al ofrendarlo en sacrificio.
Sin embargo, es justamente el sacrificio del chivo expiatorio —el
sistema satánico de violencia permitida— lo que se está condenando.
El modelo subyacente se desmorona cuando el triunfo sobre la
víctima se convierte en el triunfo de la víctima.
Girard aclara por qué el triunfo de Cristo es un combate con Satanás.
Jesús deja que la violencia del sistema mundial se derrote a sí misma
en su cuerpo moribundo: en lugar de ser un sacrificio para un Dios
vengativo, es la derrota paradójica del torturador. Es el mundo caído
de resistencia satánica a Dios lo que causa la violencia final, y no un
gesto de aplacamiento exigido por Dios. El único sacrificio de Jesús
es la ofrenda de su cuerpo inocente a la furia del sistema de
sacrificios que queda así suprimido. Esta era exactamente la posición
de Agustín. En una obra anterior, Agustín se opone a la teoría de la
redención por la muerte de Cristo, la teoría de que Jesús fue un
sustituto que aceptó el sufrimiento que el Padre quería infligir a otros,
como si el Padre encontrase satisfacción en, causar dolor: «La
muerte del Señor obviamente no fue una muerte de redención sino de
restauración (dignitatis non debiti).»7
En una obra posterior. Tratado sobre la Santísima Trinidad, libro
cuarto, Agustín explica su significado con mayor profundidad. Dios
nos reconcilia con Él mediante la Encarnación. Para Agustín, el eje
del drama siempre fue el nacimiento de Cristo como hombre, no la
muerte «expiatoria». En La Trinidad, habla de la

—361—
reconciliación como de una armónica proeza de Dios. La fuerza de
Satanás es de una simplicidad terrible: el espíritu errante, sin
componente corporal, exige la inmolación de la carne en el altar de su
espíritu superior. El sistema de sacrificios, tal como en el trabajo de
Girard, es la disciplina del demonio, «oprimiendo la vida en aras de la
purificación por ritos y sacrificios que ofenden a Dios» (4.3.17). Pero
así como la Trinidad tiene una unidad mayor que el solitario y aislado
espíritu de Satanás, Jesús, como la persona con dos naturalezas,
humana y divina, lleva al hombre escindido en alma y cuerpo a la
unión armónica con Dios. Por eso Cristo pudo «hacerse nuestro
amigo en la fraternidad de la muerte cuando nuestro enemigo
alardeaba de estar sobre nosotros por no condescender y unirse a
nosotros en eso» (4.3.18).
El sistema de la verdad de Dios es un escape de todo el régimen de
falsas afirmaciones que atrapan a la humanidad en la violencia del
pecado. La verdad es una disciplina tanto moral como intelectual. Si
estamos incorporados en el Cristo que es la verdad, se hace evidente
el motivo de la preocupación de Agustín por la idea de una mentira
cristiana, un engaño eclesiástico. Pablo ha dicho que aquellos
incorporados en Cristo no deben hacer al cuerpo de Cristo cómplice
del pecado sexual:

¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?


¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de
una ramera? ¡De ningún modo! ¿O no sabéis que el que se
une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: «Los
dos serán una sola carne» (Gen. 2:2). Pero el que se une al
Señor, un espíritu es con él (I Cor. 6:15-17).

Hemos visto antes que Agustín concibe los pecados espirituales


como peores que los físicos: mentir es peor que fornicar, pues
corromper el alma es una opción más fría que corromper el cuerpo.
Así, la condena de Pablo por prostituir los miembros de Cristo se
presta, por fuerza, a un juicio aún más severo para aquel que
prostituya la mente de Cristo.
Para un cristiano, para quien esté incorporado en Cristo, participar en
engaños significa hacer que la verdad misma mienta, si es que esto
es posible. Le hace regresar al sistema de mentiras del

— 362 —
Príncipe de este mundo, donde uno se impone por la oscuridad,
ocultando la realidad, borrándola (hasta donde se pueda). Esto no es
honrar la verdad que Cristo nos trae, que Cristo es, la verdad que Él
dice que nos hará libres (Jn. 8:32).
Los capítulos precedentes tratan sobre la conexión entre la sinceridad
cristiana y la verdad de Cristo. En el Nuevo Testamento, el Espíritu
representa el lazo entre ambos, cuando entra en los cristianos para
que hablen sin temor. Esta libertad de palabra es la parrhésia, que
literalmente significa «hablar todo» (pan-rhésia), no quedarse con
nada. En los textos cristianos, significa el habla de quien se hace
transparente para el mensaje transmitido, la verdad de las palabras
de Dios. No hay filtro de falsedad que se interponga entre el Espíritu y
la proclamación emitida por la boca del que habla. En los Hechos de
los Apóstoles se dice una y otra vez que los discípulos son abiertos
en el hablar.8 Esto significa a la vez libertad de palabra y palabra que
da libertad: «Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban
congregados tembló; y hablaban con denuedo (meta parrhésias), la
palabra de Dios» (Ac. 4:31). En el evangelio de san Juan, algunas
veces Jesús no habla con parrhésia, sino con señales y parábolas,
pues aún no ha terminado su misión (Jn. 10:24; 11:54; 16:25). Sin
embargo, cuando incorpora a los creyentes en su cuerpo por el poder
del Espíritu, «el Consolador vendrá, y mostrará la mentira del mundo»
(Jn. 16:8).
Eos padres primitivos de la Iglesia a menudo ponderaron el
significado de la parrhésia cristiana. La entendieron como la señal de
la libre comunicación con Dios que tuvo Adán y que luego perdió.
Orígenes dice que el candor desapareció cuando Adán, luego de
haber pecado, trató de esconderse de Dios, cual si una oscuridad
nublase ahora el libre trato con su creador.9 Metodio de Olimpia dijo
que Adán cubrió su cuerpo desnudo con pieles de animales del
mismo modo que cubrió la parrhésia de su mente con falsedades.10
Según Atanasio, Adán perdió el paraíso que era la contemplación de
Dios cuando perdió su «desvergonzada parrhésia».^ Pero en
Pentecostés, el Espíritu restauró en los miembros del cuerpo de
Cristo \3iparrhésia que Adán tuvo, el libre acceso a Dios que nos
impide escondernos de la verdad: «Acerquémonos, pues,
confiadamente (meta parrhesias), al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb 4:16). De
esta

—363—
forma tenemos una manera de probar la presencia del Espíritu.
Donde ella esté, hay parrhesia. ¿Qué nos dice esto de la Iglesia de
hoy?
¿Cómo sería una Iglesia que, al igual que Jesús, se hubiera disociado
de la violencia del sistema mundial de mentiras? Sería una víctima,
no un victimario como Satanás. Cuando Newman quiso referirse al
«escándalo» que provocaba Pío IX al confiar a las tropas francesas la
opresión de sus propios subditos romanos, dijo: «Cuando es
perseguido, está en el lugar que le corresponde, no cuando
persigue.»12 En otras palabras, toda la Iglesia sería esa señal
escatológica que Pablo VI restringió al celibato de los sacerdotes, una
vida proléptica en el reino de Dios (basileia) que, según dijo Jesús,
«está aquí entre vosotros» (Le. 17:21). 13
Sería una Iglesia llena del Espíritu que hablaría francamente del feliz
acceso a Dios. No levantaría frágiles barricadas contra la verdad
respecto a las actitudes pasadas de la Iglesia hacia los judíos. No se
apoyaría en el orgullo para reafirmar, contra toda evidencia, actitudes
pasadas respecto a la contracepción. No envolvería todo el tema del
sexo en la oscuridad que se creó cuando se consideraba a la mujer
un ser inferior y de sexualidad bestial. Volvería a la constelación de
libertades bautismales, a las múltiples declaraciones de
independencia, a la Epístola a los Gálatas 3:26-28:

Porque todos los que habéis sido


bautizados en Cristo,
de Cristo estáis revestidos.
Ya no hay judío ni griego,
no hay esclavo ni libre,
no hay varón ni mujer;
porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús.

Esta Iglesia no circunscribiría el sacerdocio a los hombres. De hecho,


no circunscribiría el sacerdocio a los sacerdotes, a los magos de la
transformación eucarística. No privaría a comunidades enteras de sus
propios sacerdotes en lugar de deshacerse de un código de celibato
jamás impuesto a los apóstoles.

—364—
No buscaría sustitutos para el Espíritu Santo convirtiendo al Papa en
el monarca de la Iglesia. No haría de María una emperatriz,
recurriendo a las imágenes del sistema violento del mundo. No
acallaría la voz libre del Espíritu en los corazones de los creyentes.
Si uno quiere saber todo lo que esa iglesia no sería, basta con mirar
al Concilio Vaticano I, donde se incubaron documentos de trabajo con
la intención de endosar por sorpresa una doctrina a los creyentes,
donde el Papa aplicó a hurtadillas una estrategia, defraudando a sus
propios seguidores al fingir que el Concilio no fue convocado para
cumplir su voluntad. No suprimiría la libertad de expresión
escondiendo sus debates tras un velo de silencio, ahogando la voz de
la conciencia de los obispos convocados, y modificando en secreto
sus decretos antes de la votación final. En ese Concilio no sólo se
excluyó a los fíeles, a los críticos, a los inquisitivos. También se
excluyó al Espíritu. Ninguna de las características distintivas del
Concilio —el secretismo, la coacción, el engaño— es característica
del Espíritu. Se restauró el viejo sistema del sacrificio, el que Cristo
abolió en la cruz: con la salvedad de que aquí los creyentes fueron
sacrificados a un ídolo, el papado. Pío IX no representó al que todo-
lo-habla (parrhesia) sino al no-habla (ou-rhesia), al sometimiento
ciego, en vez de la liberación en la Luz, la Luz que ilumina a todo el
que viene al mundo (Jn. 1:9).
Agustín dijo que Cristo es el camino a la verdad y es la verdad. Toda
verdad lleva a Él. Sólo la falsedad cierra el camino que El es. «Vamos
a Él a través de Él.» Es por eso por lo que, a su modo de ver, la
mentira de la Iglesia era la peor mentira: el uso de la falsedad para
proclamar la verdad. Habría dicho que el nuevo pecado pontificio, el
del engaño, es peor que los viejos pecados más intensos, como la
avaricia material, la ambición soberbia o el libertinaje sexual. Es un
pecado espiritual, un impedimento interno para el acceso del Espíritu
al alma. Es un acto frío, al que se llega a través de cuidadosas
maniobras y manipulaciones, una ceguera calculada, que cierra la
mente a la Luz.
Pero ¿dónde puede encontrarse esta Iglesia del Espíritu?
Ciertamente no en alguna pureza imaginaria del pasado. No hay
viejos buenos tiempos de la fe, distintos de los que hoy tenemos.
Hubo traición y amargura en el choque entre Pablo y Pedro, Pedro y
Pablo, como en la traición de ambos ante Nerón. Entonces, ¿dón-

—365—
de está la Iglesia de Pentecostés, aquel original festín de multicul-
turalismo multilingüe? Está en cualquier parte donde el Espíritu
infunda libertad en una comunidad cristiana, donde actúen los
conciliadores, donde la hermana Prejean le diga a la gente que la
pena capital es una venganza y no una acción cristiana, donde Daniel
Berrigan se ocupe de los enfermos de sida, donde la gente se una
para ayudar a los desamparados, donde Philip Berrigan nos recuerde
que nadie tiene derecho a construir armas que puedan destruir el
mundo.
Cuando Juan Bautista preguntó si el reino de Dios había llegado, la
respuesta de Jesús fue sencilla: «A los pobres es anunciado el
Evangelio» (Mt. 11:5). En un tiempo en que se nos dice que los
católicos son menos fieles a sus creencias que en el pasado, en las
iglesias universitarias que conozco hay gente joven más dispuesta de
lo que estábamos mis amigos y yo a su edad a trabajar en comedores
populares o en las barriadas. El Espíritu está en ellos. No necesita
autorización del Vaticano para repetir en los barrios, en los guetos y
en las chabolas la señal que recibió Juan Bautista.
No creo que mi Iglesia tenga el monopolio de un Espíritu que respira
donde Él quiere, en cada secta y denominación cristiana. De hecho,
Él respira en toda vida religiosa, allí donde se atienda a la llamada
divina, entre judíos y budistas, musulmanes y otros. Pero nosotros los
cristianos creemos que Él tiene un papel especial que cumplir en la
misión de Cristo en nosotros. Indignos como somos. El nos llama.
Incluso llama al Vaticano. Todos los cristianos tenemos que
responder a su llamada. También los papas.

NOTAS

1. El texto básico es de Rene Girard, Violence and the Sacred,


traducido al inglés por Patnck Gregory, Johns Hopkins University
Press, 1977. [La violencia y lo sagrado, traducido por Joaquín Jordá,
Editorial Anagrama, 1998.J Girard demuestra abundantemente su
conocimiento de los evangelios en Things Hidden Since the
Foundation ofthe World, traduci-

-366-
do al inglés por Stephen Bann y Michael Metteer, Stanford University
Press, 1987.
2. Rene Girard, Job, the Victim of His People, Stanford University
Press, 1987, p. 148. La traducción francesa con la que Girard ha
trabajado no hace mucho honor al juego de palabras típicamente
griego sobre uno y muchos, al que alude mi versión. Así pues, el texto
se acerca aún más al pensamiento de Girard, que hace hincapié en la
necesidad de unanimidad en el acto de violencia social.
3. Agustín, La ciudad de Dios 14.28.15.5, 8.
4. Raymond Brown, The Gospel According to John, I-XII (AB 1966), p.
122, [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.]
Girard admite que en la Epístola a los hebreos no se refleja la
oposición a los sacrificios, pero por lo visto esta carta se escribió
antes de la destrucción del templo y refleja la actitud de los cristianos
separatistas de los años 60 d.C.; véase Raymond Brown, An
Introduction to the New Testament (AB 1966), pp. 691-703. Sobre el
análisis de las diferencias entre el enfoque antisacrificios de Girard y
las opiniones anteriores prosacrificios, véase Raymond Schwager,
«Christ's Death and the Prophetic Critique of Sacrifice», Semeia 33
(1985), pp. 109-123. El sacerdocio de Cristo en la Epístola a los
hebreos es el fin del sacerdocio de los sacrificios.
5. San Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 69.2.
6. Brown, op. cit.,.p. 711, respecto a los problemas de los
comentaristas con este pasaje, empezando por el significado de
elenchein (exponer la mentira).
7. Agustín, Analysis of Some Theses in the Letter to the Romans 48,
texto en Paula Fredriksen Landes, Augustine on Romans, Scholars
Press 1982,p.19.
8. Hechos de los Apóstoles 2:29, 4:13, 4:29, 4:31, 9:27, 9:29,13:46,
14:3,18:26,19:8,26:16,28:31.
9. Orígenes, On the Oration 23.4, citado en G. J. M. Bartelink,
«Quelques observations sur parrhesia dans la littérature paléo-
chrétienne», en Graecitas et Latinitas Christianorum Primaeva,
Supplementa III, Dekker & Van de Vegt, 1970, p. 20.
10. Metodio de Olimpia, De la resurrección 225.3.
11. Atanasio, Contra los fáganos 2 (PG 25.8).
12. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry
Newman, Oxford University Press, 1978,25.217.
13. Para esta traducción de entos hymón, véase Joseph A. Fitzmyer,
The Gospel According to Luke X-XXIV(AS 1983), pp. 1.161-1.162. [El
Evangelio según Lucas, traducido por Dionisio Mínguez Fernández,
Ediciones Cristiandad, 1986.]
—367—
Abreviaturas de obras citadas

AB Anchor Bible, Doubleday, volumen 1,1964

ABD Anchor Bible Dictionary, Doubleday,


volúmenes
I-VII, 1992

Acton Lord Acton, Essays, editado por Rufus J.


Fears,
Liberty Classics, volúmenes II y III, 1985

Contra Men. Agustín, Contra la mentira

ep.(epp-) Carta (cartas)

Men. Agustín, Sobre la mentira

N John Page, What Will Doctor Newman Do?


[¿Qué hará el doctor Newman?], Liturgical
Press, 1994.
La correspondencia completa de Newman
sobre la infalibilidad del Papa, con un
excelente análisis de Page

PG Patrología Graeca, editado por Jacques-Paul


Migne
PL Patrología Latina, editado por Jacques-Paul
Migne

ST Tomás de Aquino, Summa Theologiae

-369-
Agradecimientos

Doy las gracias a James Carroll y Eugene Kennedy por haber leído el
manuscrito entero y haberme hecho sugerencias valiosas. Varios
especialistas me prestaron su ayuda respecto a temas concretos: Peter
Hayes sobre el Holocausto, Peter Brown y James 0'Donnell sobre los
apartados relativos a san Agustín, y Silvia Demarest sobre los
sacerdotes pedófilos. Mi agente Andrew Wylie y mi editor Trace
Murphy desempeñaron sus funciones esenciales con gran
profesionalidad. Los miembros del Sheil Center en la Universidad del
Noroeste me proporcionan información e inspiración constantes sobre
el Cristo que está en ellos. Dedico este libro al sacerdote concienzudo
que obró el efecto más profundo en mi vida.
Indice analítico

actitudes históricas hacia, 264


derecho de la mujer al, 263
en casos de violación o incesto, 264-265
para salvar la vida de la madre, 265
y bautizo de fetos, 264
y ciencia, 271-272
y desarrollo del alma, 268-270
y humanidad del feto, 268-269,
265-266
abstinencia y el método del ritmo,
119-121
abuso sexual, 209-222
amplitud del problema de, 218-220
caso Miglini, 209-212
manejo de la Iglesia del, 210-212, 213-219
por sacerdotes, 209-222
RudolphKos,212-218
y celibato, 220-222
actividad sexual de los sacerdotes, 222, 229, 240. Ver también celibato
sacerdotal; abuso sexual por sacerdotes
Acton, lord, 10,21
devoción de, a la religión católica, 281-285
oposición de, al decreto de infalibilidad, 302-307
sobre la historia (y archivos históricos) de la Iglesia, 306-307
y el Rambler, 283-284
acuerdos,46-47, 53
adulterio, 120,200
Agustín, san, 15
como sacerdote de su comunidad, 184-185
correspondencia con Jerónimo de,333,339-341
doctrina de la mentira de, 334-340
honestidad de, en el gobierno de los monjes, 351-352
sobre el desarrollo del alma, 268-269
sobre el matrimonio, 199-203
sobre el sexo,92
sobre el sistema de sacrificios, 361
sobre la capacidad de errar de los líderes de la Iglesia, 341-343
sobre la contracepción, 96-97
sobre la Eucaristía, 169-171
sobre la honestidad de las autoridades eclesiásticas, 352-354
sobre la humanidad del feto, 269
sobre la mujer, 135-136
sobre la veracidad de las Escrituras, 334-335,347-349
sobre la Virgen María, 246-247
sobre los judíos, 32
y el caso deJanuarius, 349-350
y la mentira con propósitos religiosos, 346
Alberto el Grande, 131
alma
desarrollo del, 268-270
en la concepción, 268-269
y el pecado original, 269
Ambrosio, 184
Amigos de Israel, 30, 45
Amonio, 162
Anglicanos y las mujeres sacerdotes, 125
Antioquía, conflicto en, 327-334 correspondencia entre Agustín y
Jerónimo respecto a, 339-341 interpretación de san Agustín de,332-
334 interpretación de san Jerónimo de, 327-328 y la división de la
Iglesia primitiva, 328- 332
antisemitismo. Véase también holocausto; judíos desde el Holocausto,
31
versus antijudaísmo, 24,28-29 y las creencias ortodoxas, 29 y Pío
XI, 41-46
Antonio, san, 163
anulaciones, 204-205
Apología Pro Vita Sua (Newman), 312-315
apóstoles. Véase también apóstoles individuales
como ejemplo sacerdotal, 125-126 matrimonio de los, 150,154-156,
157 mujeres como, 137-138 simbolismo de los Doce, 187-188 y
ordenación de sacerdotes, 187-189 y poder de consagración, 166-
167
Aquino de, Tomás
sobre bautizo de fetos, 270 sobre el desarrollo del alma, 268
sobre la falsedad de la teoría de la Inmaculada Concepción, 250
sobre la ignorancia cultivada, 18 sobre las mujeres como
sacerdotes, 128-129 sobre los judíos como deicidas, 32 sobre sexo,
92, 97-98
Archivos del Vaticano, 277-278
Aristóteles sobre el desarrollo del alma, 268 sobre la inferioridad de
la mujer,
129
ascetas autoridad moral de los, 161-163 papel de, en celibato
sacerdotal, 162
poder de los primeros, 161-164
ascetismo de los sacerdotes, 173-
175
Atanasio, 162,163-164
Aubert, Roger, 293-294
autoridad actitud católica hacia la, 116 del papado moderno, 193-194,
207,247 moral de los sacerdotes versus los ascetas, 161-163
Baaden, James, 71
Banco Ambrosiano, escándalo del, 352
Banki,Judith Herschcopf, 62, 65
Barth, Markus, 139 bautizo de fetos, 264,270
Bea, cardenal, 34 bebé probeta, 116
Benedicta (milagro de), 73-74
Benedicta de Cruce, hermana Teresa. Véase Stein, Edith
Benoit, Pierre, 31
Bilio, Luigi, 286, 288, 303
bolchevismo, actitud del Vaticano hacia el, 48
Bonhoeffer, Dietrich, 39n
Bork, Roben, 12
Brakke, David, 162
Brandsma, Titus, 80
Brown, Peter, 161
Brown, Raymond sobre la ordenación sacerdotal, 134 sobre la relación
de María con Jesús, 247 sobre la teoría de la sucesión apostólica,
185-186,187-188 sobre los apóstoles y el poder de consagrar, 167
Buckley,William,173
Buenaventura, san, 129

Caffara, Cario, 225


Cana, relato de, 246,247
canonización, 67-68
Cantar de los Cantares, 127
Castidad CoranM',91-99 los cambios de, 96-99 y la historia de Onán,
94 y la reiteración de las prohibiciones sobre la contracepción, 95-
96 y las actitudes históricas hacia la contracepción, 91-94
Celibato sacerdotal, 149-152 celibato sacerdotal, 11, 13, 14-15, 147-
158 argumentos para el, 174-177 Celibato sacerdotal, 149-152
como una forma de ganar autoridad moral, 162 historia del, 159-161
el Nuevo Testamento sobre el, 150-158, Pablo VI sobre el, 147-
151,156 realidad del, 220-224 y ascetismo, 173-175 y
homosexualidad, 232,238 y el abuso sexual, 219-222 y la pureza
ritual, 160-164 y la Virgen María, 243 chivos expiatorios, 359
Ciencia avances en la, 280-281; relaciones entre la Iglesia y la,26-
29,93-94 y aborto, 271-272
circuncisión, controversia sobre la, 330
Ciudad de Dios, La (Agustín), 32, 338
Civilta Cattolica, 43, 50-51
Clemente de Alejandría, 130
Clemente de Roma, 189
Coen, Giuseppe, 57
Coleman, John, 181
Comisión Pontificia sobre la contracepción, 105-114 actitud de los
miembros hacia los cambios en las enseñanzas de la Iglesia,
109,110-112
informe de la minoría de la, 112 trato de Pablo VI a la, 105-107
comunidades cristianas primitivas elección de sacerdotes en las,184-
186 las mujeres en las, 135-139 comunidad, como el cuerpo de
Cristo, 191-192
«Con Ardiente Ansiedad», 42
concepción Aristóteles sobre la, 129 el alma en la, 268-269
Concilio del Vaticano sobre la infalibilidad papal, 295-305 Concilio
Judío Mundial, 34 Concilio Vaticano II borrador sobre la cuestión del
deicidio, 35-36 debate sobre la contracepción en el, 99-102
declaración sobre los judíos en
el, 29-38 deliberaciones sobre el celibato en el, 147-148 propuesta
sobre el sexo en el, 99- 102 sobre la liturgia, 172
Concordancia de los cuatro Evangelistas, La (Agustín), 347-350
condones, 225-226
confesores, 66,67, 75n
Congar,Yves, 131,207,245
consagración, poder de, 164-171 como poder sacerdotal, 164-167 en
el Nuevo Testamento, 166-167 y el Espíritu Santo, 168
Consencio, 345-346
Constantino, emperador, 160-161,184
contracepción, 11,16,17,27,226 Casti Connubii, 91-99 Comisión
Pontificia sobre la, 105-114 como violación de la ley natural,92-93,
106,109 condones, 225-226 Familiaris Consortio, 117-121 Juan
Pablo II sobre la, 116,117- 121 método del ritmo de, 97, 107-
108,110,118,120 opinión de san Agustín sobre la, 92,96-97 pildora
del control de natalidad, 98 primeros ataques a la, 91-93 y la historia
de Onán, 94
Contra la Mentira, (Agustín), 345-346
control de la natalidad. Véase Contracepción
conventos, 182
cosmopolitas, 329-331
creencias ortodoxas y antisemitismo, 28-29
Crisóstomo, Juan, 31, 39n, 161,162,184
cristianos, papel de los, en el Holocausto, 24-27 Cristo. Véase también
Jesús cuerpo de, en la Eucaristía, 167- 171 cuerpo de, la
comunidad como el, 191-192 es la Verdad, 357-366 imitación de,
157 los judíos como asesinos de, 30-
37
Crowley, Pat y Patty, 107,109,110, 112
Curia romana, 12, 13, 14-15, 99-102

Dante, 9
deicidio borradores del Concilio sobre la cuestión del, 35-36
declaraciones de la Iglesia sobre los judíos y, 29-38 perspectiva
teológica sobre, 33
Desbuqois, Gustave, 43,48
Dionisio de Alejandría, 133
Dios, 312-313. Véase también Cristo; Espíritu Santo; Jesús como
camino a, 359-361 la imposibilidad de conocer a, 320
discípulos. Véase también apóstoles María como uno de los, 257
Divina Comedia, La (Dante), 9
divorcio, 204-205
doce, simbolismo de los, 187,188 doctrina de la Iglesia desarrollo de
la, 316-317 honestidad intelectual de la, 12-19,225,352-354
transmisión de la, por los sacerdotes, 12-15 y el laicado, 11-13 y la
sumisión al Papa, 15-18
Dóllinger, Ignatz von, 278, 282, 283,306-307
Donum Vitae (El don de la vida), 225
Doyle, Thomas, 217-218
Dupanloup, cardenal. 289,297,303

empatia, teoría moral de Edith Stein sobre la, 63


encíclicas, 30
Casti Connubii, ^-99 Celibato sacerdotal, 149-152 «Con Ardiente
Ansiedad», 42 Familiaris Consortio, 117-121 Gaudium et Spes, 99-
102,118 Humanae Vitae, 89-90,107-117 Humani Generis Unitas, 43-
53 Nosotros recordamos, 23-29, 37 Resumen de errores, 89-90,
285- 289
engaño. Véase también mentira uso de la, para promover la religión,
327-343
Epifanio, 131
equivocación, 336,349
escándalos, manejo de los, por el Vaticano, 3 51-3 54
Escoto, Donus, 129 escrituras judías, sobre homosexualidad, 234-235
Escrituras, veracidad de las, 334-335,347-349
Espíritu. Véase Espíritu Santo
Espíritu Santo como analogía femenina de Dios, 258 como poder de
consagrar,168 sustitución del, por los papas,207 sustitución del, por
María, 258-259,245,249 250
Eszer, Ambrose, 71-72, 80
eucaristía, 164-171 cuerpo de Cristo en la, 167-171 en el Nuevo
Testamento, 166-167 separación del sacerdote en la,164-165 y la
comunidad, 168-169 y la unidad de los fieles, 167-171 y san Agustín,
169-171
eunucos, 151-153
Eusebio, 280
eutanasia, 271-272
Evangelios
la mujer en los, 139-142 sobre la muerte de Cristo, 33 trato de María
en los, 245-247, 256-258

Familiaris Consortio, 117-121

fascismo, respuesta del Vaticano al,41-42 Fátima, Nuestra Señora de,


251,255
Fellhauer, David, 211
fertilización in vitro, 116,267-268
fetos. Véase también aborto bautizo de los, 264,270 humanidad de los,
265-266,268-269
Filón, 236
Ford, John, 100, 102, 106, 111,112,115
Fox, Thomas, 231
frontón,346
Fuchs,Josef, 110

Galileo, documentos sobre, 278


Gaudiam et Spes, 99-102,118
Gauthe,Gilbert,217
Génesis, 347
Gerbet, Phillippe, 285-286
Girard, Rene, 357, 358, 359, 360,361
Gladstone, 305
gobierno italiano, relaciones entre el Vaticano y el, 46-47
Golden Legend, The (Vorágine),249
Good There Is in Marriage, The (Agustín), 199-204
Gordon, Mary, 243-244
Gorres, Albert, 110,111
gracia, 206-207
Grahmann, Charles, 213,216
Gregorio Nacianceno, 162
Gregorio XVI, Papa, 254
Grisez, Germain, 106,112,119
Guéranger, Dom, 253
Guidi, Filippo Maria, 302
Gumpel, Kurt Peter, 79, 80
Gundlach, Gustav, 43,48

Haito de Basilea, obispo, 133


Háring, Bernard, 186 ; sobre el alma en la concepción,268; sobre el
poder de consagración,168; sobre la contracepción, 226
hebreos, 328-329
helénicos, 328-329
hermanos cristianos, 218-219
historia actitudes históricas hacia la, 279-280; de la iglesia primitiva,
138-139,
160-164; estudio de la, en el siglo XIX, 277-281; y los avances
científicos, 280
Hobsbawm, Eric, 12
holocausto, 23-38, 74. Véase también antisemitismo; judíos
antisemitismo desde el, 31-32; culpa católica en el, 72; Edith Stein
como víctima católica del, 61-75; Humani Generis Unitas, 43-53;
Nosotros recordamos, 23-30; papel de los cristianos en el, 24-27;
respuesta de la Iglesia al, 16; silencio del papa Pío XII durante el,
81-85; víctimas católicas del, 77-81
homosexualidad ley levítica sobre, 235; moralidad de, 233-239; y la ley
natural, 237 y pederastía, 236-238; de los sacerdotes. Véase
sacerdotes homosexuales y la pureza ritual, 235; las Escrituras
sobre, 234-237
honestidad. Véase también verdad de la doctrina de la Iglesia, 13-19
de las autoridades de la Iglesia,352-354; san Agustín sobre la, 333-
340, 350-354; y el celibato sacerdotal, 151-154
Honorio I, papa, 319, 321
hostia eucarística, 166,170-171
Hudal, Alois, arzobispo, 26
Humanae Vitae, 107-117 papel de la Comisión Pontificia en la
preparación de, 107-113; reaccion a, 113-115, 122n;
Humani Generis Unitas, 43-53; antisemitismo en, 48-50; papel de
Gundlach en, 48-49: papel de La Farge en, 42-44, 45,51,53; papel
de Ledochowski en, 42-43, 48, 50-52 prohibición de la, 43-44, 52-53
temor del bolchevismo en, 47-48 y Pío XI, 42-43, 44-46
Humberto, cardenal, 160 Husband, Edward, 315

Iglesia
colaboradores nazis en la, 25-26; definición de la, 27-28; del
Espíritu, 364-366; divisiones en la, 328-322 doctrina. Véase doctrina
de la Iglesia; historia de la, 138-139,160-164; influencia romana en
la, 160-161,330-332 misoginia en la, 139-140 ordenación de
sacerdotes en la 184-186; relaciones entre la ciencia y la, 26-29,93-
94
Iglesia y los homosexuales. La (Mc-Neill), 233
Iglesias norteamericanas, Escasez de sacerdotes en, 181-182
Ignacio de Antioquía sobre la Eucaristía, 168
ignorancia cultivada, 18
Inglaterra científicos del siglo xix en, 281; y el decreto papal de
infalibilidad, 301
Inmaculada Concepción, 250; como dogma infalible, 252-255: Tomás
de Aquino y la falsedad de la, 250; y la infalibilidad papal, 318
incesto y aborto, 264-265
indulgencias, 206
infalibilidad papal, 244, 255, 283-284 alcance de la, 296 declaración del
Concilio del Vaticano sobre la, 295-305; John Henry Newman sobre
la, 314-322; oposición de lord Acton a la, 297-298, 300-302, 303-
307 Pío IX y el decreto sobre la, 293- 307
Inocencio II, Papa, 160
inseminación artificial, 225
ínter Insigniores, 125-128, 150
Januarius, caso de, 349-350
Jerónimo, san correspondencia de, con Agustín, 333,339-341 sobre el
conflicto de Antioquía, 327-328, 332
Jesús. Véase también Cristo genealogía de, 348: no un sacrificio, 359-
362; relaciones de, con María, 245-247; sobre el amor, 358-359;
sobre los eunucos, 151-153; y las mujeres, 134-137,140-141
José, padre de Jesús, 348
Juan Pablo II, papa devoción a María de, 121, 251,255; Familiaris
Consortio, 117-121 papel de, en la canonización de Maximiliam
Kolbe, 77-80; protección de Michael Zembrzuski por, 352; sobre la
contracepción, 116-117, 118; sobre la masturbación, 224-225; sobre
la mujer como sacerdote, 128: sobre los judíos como deicidas, 30;
sobre María como intercesora, 246; visita a Estados Unidos de, 125
Juan XXIII, papa, declaración sobre los judíos de, 33-35
judíos. Véase también antisemitismo; holocausto y antisemitismo
versus antijudaísmo, 23-24; actitud del Vaticano hacia los, 41-53;
actitud de Pío IX hacia el, 53-59, acusación de deicidio contra los,
30-38 como raza maldita, 29-30 perspectiva teológica sobre los, 33 y
bolchevismo, 47-48, y EdithStein.61-75; y la contracepción, 93; y la
menstruación, 121
Junia, 126,137
Juvenal, 130

Kamel,Raphael, 211
Kane, Theresa, 125
Kennedy, Sheila Rauch, 205
Kingsley, Charles, 309-312
Klein, Charlotte, 31 Kleinman, Ronald, 73
Knaus, Hermann, 96
Kolbe, Maximilian, 77-80
Koop, obispo, 147
Kos.Rudolph.212-218

La Farge, John, 41, 42-44, 45, 51,53


laicado católico, 187; como víctimas del Holocausto,77-81; culpa del,
en el Holocausto, 72; reacción del, a Humanae Vitae, 113-115;
reacción del, a ínter Insigniores, 128; reacción del, a los cambios en
la misa, 172-17;3 reacción del, a Sacerdotalis Ordinatio, 128; y las
enseñanzas de la Iglesia, 11-13
latín, 165,171-172
Ledochowski, Wladimir, 42-43, 48,50-52
lesbianismo, 237
Lewy, Guenter, 86n
Ley Natural y contracepción, 92-93, 106, 109; y homosexualidad, 237
liberalismo. Véase modernidad
Lienart, cardenal, 100
Liga Antidifamación (ADL), 29
Ligorio, Alfonso, 251
Lio, Ermenegildo, 100
liturgia, 172,173
Lot, historia de, 234
Lucas, María en el evangelio de,256-257 ,
Luciani, Albano, 116

Magníficat, 256-258
maldición divina, 32
manos, imposición de, 188
María, virgen, 243-259 como discípulo, 257; como intercesora, 246;
como sustituto del Espíritu Santo. 245,249-250,258-259; devoción
a, entre la jerarquía de la Iglesia, 244; devoción de Juan Pablo II a,
121, 255; devoción de Pío IX a, 251-255 en el evangelio de Lucas,
256-257, historia de la adoración a, 248-251; Inmaculada
Concepción de, 250,;252-255 papel de, en la Iglesia primitiva, 245-
248; relación con Jesús de, 245-247; trato de, en los evangelios,
245-247,256-258; uso de, por el papado, 258, uso político de, 255, y
el celibato, 243, y el Magnificat, 256-258; y el nacimiento virginal,
248-249
Martina, Giacomo, 286,295,296
mártires, 66, 67-68, 75n
matrimonio de los sacerdotes, 11, 147-158, 175-176,233; de los
sacerdotes con la Iglesia, 126-127; esquema, 100-102; sacramento
del, 202-203; San Pablo sobre, 154-156; validez del, según san
Agustín,199-203; y anulaciones, 204-205; y los apóstoles, 150; y
sexo, 111,117-121
masturbación, 222,223-225
McNeill,John,233-234
medios de comunicación, resentimiento de la Iglesia con los, 218,221
Meeks,Wayne, 136
menstruación, 121,132-133
mentira. Véase también verdad como pecado espiritual, 337-338;
doctrina de san Agustín sobre la, 334-340; e intención, 335-336;
método del ritmo, 97, 107-108,110,118,120
Miglini, caso de los, 209-212,220-221
misoginia, 128-134 en la Iglesia, 139-140 y Aristóteles, 129 y la opinión
clásica de la mujer,128-132 y la pureza ritual de la mujer, 131-134
modernidad y el Movimiento de Oxford, 310 y Pío IX, 53-59, 251-253,
284-
289 monjas, escasez de, 182
Montalembert, Charles de, 286
moral de los sacerdotes, 183
Mortara, Edgardo, 54-58
MountCashel,218
Movimiento de Oxford, 310
mujer, la argumentos para la exclusión de, 126-134; Aristóteles
respecto a, 129; asistiendo a Jesús, 141; Atanasio respecto a, 163;
carta sobre el estatus de, de los obispos norteamericanos, 194;
como impura, 128,131-134, como ser inferior, 128-132 derecho al
aborto, 263-264 en el Nuevo Testamento, 134-141; en los
Evangelios, 139-142 exclusión de, del sacerdocio, 11,125-142; In
ter Insigniores, 125-128; Juan Pablo II respecto a, 194;Sacerdotalis
Ordinatio, 128; sexualidad de, 130-132; y el ejemplo de la Virgen
María, 243-244; y Jesús, 134-137; y la misoginia, 139-140 Murphy,
padre, 113,148 Mussolini, relaciones entre el Vaticano y, 46, 59n

nacimiento de Cristo, 248-249


nacimiento de la Virgen, significado de,248-249
nazis, 23-24 colaboración de la Iglesia con los, 25-26 respuesta del
Vaticano a los, 41-42
Nerón,280
Newman.John Henry, 17, 58,194,304, 309-322; Apología Pro Vita Sua,
312-315 ataque de Charles Kingsley a,309-312; inconsistencias de,
311-312; sobre la infalibilidad papal, 315-322;; sobre la modernidad,
310 y el Rambler, 283-284 y la economía de la verdad, 311-315
Nosotros recordamos, 23-29, 37; papel de los cristianos en el
holocausto, 24-27; sobre las relaciones entre la Iglesia y la ciencia,
26-29; y antisemitismo vs. antijudaísmo, 24, 28-29
Nuevo Testamento,incoherencias en el, 348; María en el, 245-247,
256-258; papel del Espíritu Santo en, 363-364; pasaje de los eunucos
en el, 151-153; sobre el celibato sacerdotal, 150-157; sobre el poder
de los sacerdotes para consagrar, 166-167; sobre el sacerdocio,
131,134; sobre la mujer, 134-141; sobre la homosexualidad, 234-238
New Testament and Homosexuality, The (Scroggs), 234
Noonan,JohnT..91,118
sobre el aborto, 263-264
Nostra aetate,''i7-3S
Nota, Johannes, 50

obispo de Roma, 189-190


obispos disentimiento de los, sobre la infalibilidad papal, 297-305;
farsa de consulta a, 193; Ignacio de Antioquía sobre, 190-193;
reacción de los, a Humanae Vitae,113-115; y los ascetas
primitivos, 161-162
Oesterreicher,John M., 30, 67
Ogino, Kyusaku, 96
Onán, relato de, 94
Orcagna, Andrea, 9
ordenación de sacerdotes, poder de Roma sobre la, 186; por la
comunidad, 184-186; y política, 185; y sucesión apostólica, 185-192
Orsenigo, Cesare, arzobispo, 26, 38n
Osborne, Francis, 82-83 Ottaviani, cardenal, 100, 101-102, 112,113

Pablo,san muerte de, 330; sobre el matrimonio de los apóstoles,


150,153-156 sobre la homosexualidad, 236-237; sobre la mujer
como apóstol, 137,145n; y el conflicto de Antioquía, 327-329,333;
Pablo VI, papa, 35; Celibato sacerdotal, 149-152; Humanae Vitae, 89-
90, 107;,117; preocupación por el prestigio,papal de, 113; reacción
de, al descontento por Humanae Vitae, 113-115; sobre el celibato
de los sacerdotes, 147-151,156; y la Comisión Pontificia
sobre,contracepción, 105-114
Pacelli, Eugenio (Pío XII). Véase Pío XII, papa
pan, símbolo del, 170-171
papado medieval, 9-10 moderno, autoridad del, 193-194,294-295
papal infalibilidad. Véase infalibilidadpapal
pecado, durante el Renacimiento, 9-10
papas infalibilidad de los, 255 sumisión a los, 14-18
parrhésia, 363-364
Pasqualina, hermana, 84, 86n
Passelecq, Georges, 44
pecado original, 269 pederastía, 236-238
pedofilia, 209-222
Pedro,san, como obispo de Roma, 189-190, 196n esposado, 137
muerte de, 330 y el conflicto de Antioquía, 327- 329,333
Peebles, Robert, 209-211,221 penitencia, sacramento de la, 205- 206
Picirillo, Pietro, 296
pildora, control de natalidad, 98
Pío Nono, Véase Pío IX, papa
Pío IX, papa,53-59,284; devoción a María de, 251-255; encuesta sobre
infalibilidad de, 293-307; lucha de, con el modernismo, 251-
253,284-289; Resumen de errores, 89-90, 285-289; sobre la Iglesia
como autoridad suprema, 207 temperamento de, 293; y el caso de
Edgardo Mortara, 54-58 y el Estado Vaticano, 46 y Giuseppe Coen,
57
Pío X,papa, 58
Pío XI, papa, 41-53; Casti Connubii, 91-99; Humani Generís Unitas, 43-
53; mandato a los sacerdotes sobre la contracepción, 94-95;
relaciones con los gobiernos extranjeros, 46-48 sobre el
antisemitismo, 41; sobre los judíos como deicidas, 30; y el Estado
Vaticano, 46-47; y la Alemania nazi y la Italia fascista, 41-42; y los
Amigos de Israel, 45
Pío XII, papa beatificación de, 85; nota de Navidad de 1942 de, 83;
silencio de, durante el Holocausto, 81-85, 86n; sobre la Iglesia como
autoridad suprema, 207; y Humani Generis Unitas, 52 y los
acuerdos con los gobiernos extranjeros, 46-48, poder espiritual de
la consagración, 164-171 de los ascetas, 163-164
Polish, David, 37
Poltawska,Wanda,118
Poupard, Paúl, 148-149
Problem of Empathy, The (Stein), 63
procreación, 118,119. Véase también contracepción
protestantes, sobre la contracepción, 93
pureza ritual de la mujer, 131-134 y el celibato sacerdotal, 160-164; y
homosexualidad, 235; y latín, 172

Racismo y la Iglesia, 26, 28 Rahner, Kari, 31


Rambler, 283-284
Ramsey, Paúl, 271
Ranke, Leopoíd von,278
Ratzinger,Joseph, 127
Rehkemper, Robert, 212-216
Reinach, Adolf, 64
Resumen de Errores, 89-90, 285-289
Rist John M.,269
Rock,John,98
Roma, obispo de, 189-190
Romanos, influencia de los, en la Iglesia primitiva, 160-161, 330-332
papel de los, en la muerte de Cristo, 32
Rosa,Enrico,43,51,58
Russell, Odo, 301
Ryan, John A., 96

sacerdocio
ausencia de, en la Iglesia primitiva, 136; conspiración de silencio
alrededor de, 239-240; exclusión de las mujeres del, 125-142, gay.
Véase sacerdotes homosexuales Nuevo Testamento sobre,
131,134,
Sacerdotalis Caelibatus, 149-152
Sacerdotalis Ordinatio, 128
sacerdotes. Véase también sacerdocio. abuso sexual por, 209-222;
actividad sexual de los, 222,229, 240; activos heterosexualmente,
240; ascetismo de los, 173-175 autoridad moral de los, vs. los
ascetas, 161-163; celibato de los. Véase celibato, sacerdotal
elección de los, por las comunidades primitivas, 184-186, escasez
de, 182, estado marital de los, 11, 147-158,175,233, mandato a los,
sobre la contracepción, 94-95, matrimonio de los, con la Iglesia,
126-127, moral de los, 182-183, «nueva raza» de, 183, ordenación
de los, 184-188, separación del, de la comunidad, 164-165,175-177,
transmisión de la doctrina de la Iglesia por los, 12-15, y el poder de
consagrar, 164-171,
sacerdotes gay, Véase sacerdotes homosexuales
sacerdotes homosexuales, 13-15, 222.223,226,229-240 actividad
sexual de los, 229 cantidad en aumento de, 231, 232-233
percepción pública de los, 238-240 y moralidad de la
homosexualidad, 233 y voto de celibato, 233, 238
sacramento de matrimonio, 202-203 de penitencia, 205-206 sacrificio,
357-362
Sanger, Margaret, 95 santidad, 67-68, 75n santuario, separación del,
165
Satanás, 358-359, 360-361
Scroggs, Robín, 234,236-238
seminarios, ambiente en los, 231
seminaristas, rasgos de los, 229-231
separatistas, 328-332
sexo, 109,111-112. Véase también celibato; contracepción actitudes
históricas hacia el, 91-92,93,103n; e inseminación artificial, 225;
integridad del acto en el, 97; Juan Pablo II como experto en, 117-
121; propuesta del Concilio Vaticano II sobre, 99-102; y
masturbación, 222,223-225; y matrimonio, 117-121, 199-202;
sexualidad femenina, 130-132;
Shannon, Michael, 73 sida,225,230
Sipe, Richard, 221,230,239-240
Sobre la mentira (Agustín), 346-347;
Sorano, 130
Stein,Edith,61-75 canonización de, 72-74; como mártir, 67-72; como
víctima católica del holocausto, 74; herencia judía de, 64-65;
milagro atribuido a, 72-74; objeciones judías a la santidad de, 61-62;
proceso de beatificación de, 66-72; sobre la empatia, 63-64; vida
de, 62-66
sucesión apostólica, 185-192
Suchecky, Bernard, 44
Suenens, cardenal, 111

Taylor, Myron, 83
Tertuliano, 130
Theiner, Augustin, 282, 298
Time Has Come, The (Rock), 98
Tratado de Letrán, 46
Trinidad, como una economía de la verdad,313

Última Cena, 140,167-168,171


Utrecht, obispo de, 69, 84

Vaticano archivos, 277-278; manejo del escándalo, 351-354; relaciones


con gobiernos extranjeros, 41-42, 52; relaciones entre el gobierno
italiano y, 46-47; y bolchevismo, 48
Vaticano II. Véase Concilio Vaticano II
verdad Cristo como, 357-366; de las Escrituras, 334-335, 347-349;
economía de la, 311 -315 perjuicio de la Iglesia a la, 17-19; san
Agustín sobre la, 327-343
Vermeersch, Arthur, 94
Vida de Antonio (Atanasio), 163
Vida en una familia judía (Stein), 65
violación y aborto, 264-265: y mentira, 338
violencia pasividad ante la, 359 sociedad fundada en la, 357-359
Virgen María. Véase María, virgen virginidad, 121, 248-249

Wagner, Richard, 232


Wardi, Chaim, 34
What Will Dr. Newman Do? (Husband),315
Wiseman, Nicholas, 283
Wojtyla, Karol. Véase Juan PabloII, papa
Woodward, Kenneth, 80

Zembrzuski, Michael, 352, 353, 355


Índice

Prólogo .............................................. 9

I DESHONESTIDADES
HISTÓRICAS

1. Recordando el Holocausto ................................................................. 23


Nosotros recordamos ......................................................................... 23
Concilio Vaticano II (1962-1965) ................... 29
2. Hacia el Holocausto ............................................................................ 41
Pío XI .................................................................................................. 41
Pio IX................................................................................................. 53
3. Usurpando el Holocausto ………………………....................... 61
4. Reproches de las víctimas ...................................................... 77

II
DESHONESTIDADES DOCTRINAEES

5. Ea tragedia de Pablo VI: preludio ........................................... 89


Casti Connubii (1930)................................................ .............. 91
Gaudiam et Spes (1965) .............................................................. 99
6. La tragedia de Pablo VI: la encíclica ...................................... 105
Humanae Vitae .................................. …………………………107
Familiaris Consortio …………………………….............................. 117
7. No se admiten mujeres .......................................................... 125
8. Los eunucos del Papa ............................................................... 147
9. Casta sacerdotal ....................................................................... 159
10. El menguante cuerpo de Cristo ...................-........................... 181
11. Hidráulica de la gracia .......................................................,..... 199
12. La conspiración del silencio .................................................... 209
13. Un sacerdocio homosexual ..................................................... 229
14. Política mariana ........................................................................ 243
15. El don de la vida ....................................................................... 263

III
EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD

16. La era de la verdad ................................................................. 277


17. La imprudente verdad de Acton ............................................. 293
18. La cauta verdad de Newman ................................................. 309

IV
EL ESPLENDOR DE LA VERDAD

19. Agustín contra Jerónimo ....................................................... 327


20. Agustín contra Consencio ..................................................... 345
21. La verdad que hace libre ....................................................... 357

Abreviaturas de obras citadas ..................................................... 369


Agradecimientos ...........;.............................................................. 371
Índice analítico ............................................................................. 373
OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN

MUJERES EN EL ALTAR

LAVINIA BYRNE

La publicación de este libro le costó a la autora abandonar la


orden religiosa a la que pertenecía. La monja católica Lavinia
Byrne no cometió ningún delito al escribirlo pero, una vez más, el
Vaticano no perdona que se cuestione el orden divino que sólo
desde la infalible Santa Sede se establece y modifica en función de
los divinos soplos de los tiempos.
Desde su fe, Lavinia Byrne se ha dedicado a buscar las
pruebas documentales que avalan el sacerdocio de la mujer y las
ha encontrado. Si han cambiado otras tradiciones de la Iglesia,
como que la misa fuera en latín, ¿por qué no habrían de
modificarse otras normas? ¿O acaso existe alguna razón oculta?
¿Teme el Vaticano que desde el sacerdocio se defienda la
igualdad de la mujer?
¿Tal vez le resulta más beneficioso tener a la mujer como
fuerza de trabajo perpetuo, cualificado y gratuito? Ningún texto de
las Sagradas Escrituras limita a los hombres el ejercicio del
sacerdocio. En todo caso, son interpretaciones interesadas de
quienes se han reservado el liderazgo y no están dispuestos a
compartirlo. ¿Hasta cuándo?
La voz de Byrne tiene el valor de quien ha dedicado su vida a la
Iglesia, una Iglesia, la católica, que le impide brindarse a los
demás.

«Una era de cambios exige a la Iglesia católica una nueva


comprensión de lo que significa ser mujer y haber sido hecha a
imagen y semejanza de Dios. [...] La ordenación sacerdotal de las
mujeres es una consecuencia de la santidad de todos los
bautizados; no una desviación de las enseñanzas de la Iglesia,
sino su cumplimiento.»

Lavinia Byrne
EL DESCONCIERTO DE LA EDUCACIÓN
SALVADOR CARDÚS

Salvador Cardús no comparte en absoluto los criterios morales


catastrofistas con que muchos juzgan los problemas actuales de la
educación. Que si los padres no quieren educar, que si los jóvenes
pasan de todo, que si los maestros han perdido la vocación, que si
estamos a la deriva por una profunda crisis de valores... La
cuestión, parece, es encontrar a los culpables morales del gran
desconcierto que padece la educación.
El autor reacciona contra estos planteamientos y nos ofrece un
análisis de la realidad con una mirada lúcida y objetiva. Los once
capítulos de que consta el libro sugieren la voluntad de provocar en
el lector una amplia y nueva reflexión, abordando cuestiones como
las dificultades de hacer de padres o las ventajas de la televisión.
El desconcierto de la educación no es un libro de recetas, pero la
comprensión del desconcierto puede favorecer una suerte de
conciencia personal que permita respuestas prácticas. Estamos, en
definitiva, ante un libro útil.
«La idea subyacente es que si se proporcionan las herramientas
para que cada uno analice por su cuenta cada caso particular,
posiblemente se estará en mejores condiciones para encontrar un
sistema de actuación propio. Este libro, pues, en ningún caso
pretende presentar recetas educativas; en él los ejemplos no son
más que un recurso para aclarar los conceptos y mostrar que han
sido pensados para que cada cual los aplique a su caso práctico.»
Salvador Cardús
EL VATICANO CONTRA DIOS
LOS MILENARIOS

Un libro publicado en febrero de 1999 se convertía en noticia de


portada de todos los periódicos del mundo cinco meses des.-pués.
El tribunal de la Sacra Rota había ordenado el secuestro de esta
obra en la librería vaticana y el proceso de monseñor Marinelli, uno
de los autores. El mundo conocía así la existencia de un libro que
el Vaticano censuraba.
Este texto es obra de un grupo de religiosos, no todos ellos
italianos, que se decidieron a contar lo que sólo se conoce de
puertas adentro del Vaticano.
Corrupción, connivencia de las altas jerarquías con los políticos y la
policía, el poder de la masonería, favoritismos y hasta asesinatos
son desvelados en esta investigación en la que los papas son
quienes quedan mejor parados. Según los autores, éstos, si bien
sabían lo que ocurría, no podían evitarlo, pues su entorno al
completo estaba implicado en este juego de poder.
Los autores en todo momento defienden la fe y la Iglesia entendida
en su sentido original: una Iglesia modesta, sin ánimo de lucro ni
ambiciones más propias de otros terrenos. Lo que denuncian es la
perversión de esta idea y la transformación del Vaticano en un
poder.
LA IRRACIONALIDAD NACIONALISTA
EDUARDO ÁLVARE2 PUGA

El nacionalismo es una realidad compleja, difícil de sintetizar en


esquemas rígidos y universales. Así, suele distinguirse entre
nacionalismos de izquierdas y de derechas, conservadores y
progresistas, etc. Sin embargo, a juicio de Eduardo Álvarez Puga,
todos ellos son fruto de una actitud basada más en sentimientos y
emociones que en reflexiones racionales. La sociedad actual
adolece de un notorio déficit de racionalidad que se ha manifestado
en las numerosas contiendas desatadas durante este siglo, de las
cuales la ideología nacionalista podría ser la ideología motriz.
A lo largo de las páginas de La irracionalidad nacionalista veremos
cómo las devociones patrióticas pueden poner en peligro las
conquistas democráticas, entre las que se encuentra la aplicación
de fórmulas equitativas para resolver pacíficamente las
controversias que se producen entre los miembros de una
determinada comunidad.
«La gran tarea de nuestro tiempo, la cuestión palpitante y prioritaria
es devolver al hombre concreto, con todas sus debilidades y
grandezas, al ciudadano, su posición en el centro del sistema de
valores políticos. El derecho a una vida digna y libre debe presidir
las organizaciones comunitarias. Ningún pueblo es soberano si no
lo son sus ciudadanos; ninguna colectividad es justa si tolera
abusos y discriminaciones entre sus miembros; nadie puede
ignorar que aunque los hombres somos distintos, somos iguales en
derechos y obligaciones, independientemente de cuál haya sido el
lugar de
nuestro nacimiento.»
Eduardo Álvarez Puga

Vous aimerez peut-être aussi