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garry wills
ediciones B
Grupo zeta
Barcelona -Bogotá -Buenos Aires –Caracas- Madrid –México D.F.- Montevideo –
Quito -Santiago de Chile
Título original: Papal Sin Traducción:
José Arconada Rodrigue?.
1.a edición: mayo 2001
© Garry Wills 2000 © Ediciones B,
S.A., 2001
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
www. edicionesh. com
Printed in Spain ISBN: 84-666-0331-X
Depósito legal: B. 17.683-2001
Impreso por DOMINGRAF, S.L.
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Pecado papal
GARRY WlLLS
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ría en afirmarlo; y hay señales de que algunas cosas aún no son
perfectas. Incluso de un vistazo se detectan detalles discordantes. Hay,
por ejemplo, una especie de doble conciencia en la Iglesia que se revela
en este hecho: las noticias sobre el catolicismo parecen volver una y otra
vez sobre temas tales como el control de la natalidad, el aborto, el
celibato de los sacerdotes, el acceso de las mujeres a la ordenación
sacerdotal. Sin embargo, en veinte años de asistencia regular a misa en
una iglesia, seguidos de veinte años en otra, jamás he escuchado un
sermón que abordara ninguno de esos puntos. ¿Qué puede significar
esto? ¿Que la prensa no tiene contacto con lo que de verdad les interesa
a los católicos? Puede que haya algo de eso.
Por otra parte, estos temas no son ajenos a los intereses de los
católicos, en particular el estado civil de los sacerdotes, ya que el
requisito del celibato incide en la creciente merma del número de
ordenaciones en la comunidad católica. Y, como es obvio, las parejas
jóvenes, en especial las mujeres, se ven afectadas por las actitudes
hacia el control de la natalidad y el aborto. Estoy seguro de que los
sacerdotes consultados sobre estos temas tan delicados están
dispuestos a tratarlos en privado. Sin embargo, jamás los mencionan en
el pulpito, al menos en las iglesias de las universidades católicas a las
que he asistido. He preguntado a otros parroquianos si mi impresión
concuerda con la suya, y así es. ¿Podemos decir que esto nos sucede
sólo a nosotros porque nuestras iglesias universitarias son «liberales»?
Quizá sea un factor. Pero incluso así, podría pensarse que algunos de
los jóvenes más interesados por estos temas, o las personas con
profesiones intelectuales, se mostrarían particularmente atentos a lo que
los no católicos y la prensa laica dicen sobre ellos. Entonces, ¿por qué
ese silencio sobre lo que, según la prensa, son temas candentes de
nuestra vida católica?
Una respuesta podría ser que el Evangelio no tiene nada que decir sobre
el control de la natalidad, el aborto, los sacerdotes casados o de la
ordenación de las mujeres, y que las grandes verdades de la fe —la
Santísima Trinidad, la Encarnación, el cuerpo místico de Cristo— son
más importantes para nuestras creencias que los polémicos temas de
hoy. Esta respuesta puede ser una manera liberal de «ganarle la
partida» a la gente que no ve más allá de lo que cuenta la prensa
sensacionalista. Pero, a decir verdad, en nuestros
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sermones dominicales no se escucha gran cosa sobre estas místicas
doctrinas de la fe. Un domingo de la Trinidad, el cura casi pidió
disculpas cuando tuvo que referirse a ella: «un tema harto abstruso»,
dijo. Me pregunto para qué pensaba él que estábamos nosotros ahí si
las doctrinas centrales de la fe no venían al caso.
Los católicos conservadores alegan que los legos son demasiado
refractarios a «las enseñanzas de la Iglesia» sobre estas polémicas
como para querer debatirlas con ellos, y que los sacerdotes son
demasiado cobardes para abordar temas desagradables para su
audiencia. El silencio en el pulpito no se debe en absoluto a que la
curia romana, la burocracia papal del Vaticano, no ordene que se
impartan estas enseñanzas. Si los legos no escuchan no es porque la
jerarquía no sea lo bastante clara o insistente en sus directrices: al fin
y al cabo, son sus exigencias lo que la prensa reseña en sus
artículos. El papa Juan Pablo II y otras figuras influyentes de su
entorno, como el cardenal Ratzinger, han elevado los grados de
obligatoriedad en puntos favoritos de la doctrina llamándolos
«definitivos» e «irreversibles». Aun así hay todavía un vacío, una
laguna cada vez mayor entre los órganos doctrinales de Roma y los
feligreses que ocupan los bancos en las iglesias. La transmisión por
intermedio de los sacerdotes es defectuosa o inconexa. Roma ha
intentado remediarlo imponiendo disciplinas más severas en los
seminarios y en las universidades católicas, insistiendo en que se
enseñe la «doctrina de la Iglesia». Hasta ahora el esfuerzo no ha
tenido éxito. Esto sorprende a algunos que consideran la Iglesia
católica la última institución con autoridad en el mundo. Eric
Hobsbawm, historiador de izquierdas, piensa que la religión misma
debe de estar desapareciendo de la vida moderna cuando se pierde
la docilidad en la más estricta de las religiones. 2 Robert Bork, jurista
de derechas, dice que «la Iglesia católica romana constituye el caso»
cuyo resultado decidirá la suerte del concepto de autoridad en la
América moderna.3
¿Qué puede explicar esta disparidad entre lo que se emite por los
fuertes altavoces de Roma y lo que en sus iglesias se recibe como un
susurro entre la población seglar (que acude todavía en buen
número, pese a su sordera respecto a los apremios de Roma)? No
basta con decir que en su indolencia los católicos han actuado como
clientes de bar, buscando y escogiendo los dogmas que toca-
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rán para el almuerzo del domingo. Suelen ser los fieles más devotos
—y los curas— los que con mayor tranquilidad desoyen las
apasionadas señales que vienen de fuera. Deberíamos observar las
líneas de transmisión de un extremo a otro: al sacerdote que predica,
a los que —cada vez son menos— escuchan confesiones, los que
ofician bodas, bautizos y unciones. ¿Por qué parecen indispuestos o
incapacitados para establecer un contacto entre las altas exigencias
de sus superiores y la baja receptividad de sus congregaciones? ¿Es
una simple falta de valor, o claridad, o lealtad, por su parte? Una vez
más, ésta es una acusación que hacen algunos conservadores. Para
ellos, la trahison des clercs le devuelve su sentido original a la
expresión «traición del clero».
¿Por qué se ha producido una transmisión tan defectuosa ahora que
se ha progresado tanto en el conocimiento de las Sagradas
Escrituras, la participación litúrgica y la formación intelectual? No es
sólo porque los sacerdotes se opongan al requisito del celibato. Eso
explicaría por qué tantos han dejado los hábitos, pero no por qué
aquellos que los conservan siguen esforzándose en muchos otros
sentidos pero se muestran, sin embargo, confusos o callados sobre lo
que Roma quiere que proclamen con meridiana claridad. Al fin y al
cabo no es una situación muy agradable verse atrapado entre
altoparlantes y sordinas. ¿Por qué querría nadie adoptar una posición
tan incómoda si se puede evitar?
Los sacerdotes creen que no pueden evitarlo. Es algo que se les
impone, contra sus propias preferencias y su historia de servicio, por
una sencilla incapacidad de dar la cara y mantener la conciencia
tranquila —de preocuparse sinceramente por aquellos a quienes
sirven— si se hacen eco de lo que Roma dice sobre las mujeres o el
sacerdocio, el matrimonio o el derecho natural. Su propia integridad
se rebela, a contracorriente de los cálculos del beneficio personal o
las presiones del ascenso profesional. Los argumentos a favor de
gran parte de lo que se presenta como doctrina eclesiástica actual
son tan desdeñables desde el punto de vista intelectual que la mera
autoestima le prohibe a un hombre proclamarlos como propios. El
simple hecho de haber elevado el nivel intelectual de la Iglesia hace
más difícil para un sacerdote tragarse el fundamentalismo doctrinal al
que ha vuelto Roma al proclamar que los sacerdotes deben ser
célibes o que las mujeres no pueden ser sa-
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cerdotes. La versión caricaturesca de la ley natural usada como
argumento contra la contracepción, la inseminación artificial o la
masturbación, haría sonrojar a un adolescente. El intento de encubrir
ciertas actitudes del pasado hacia los judíos es tan deshonesto en el
uso que hace de las pruebas históricas que cualquier hombre se
condenaría ante sí mismo si afirmara encontrarlo válido.
Es éste un factor que suele pasar desapercibido en los numerosos
debates sobre el drástico descenso de vocaciones sacerdotales (y
monjiles) en los últimos años. Decir que el requisito del celibato en el
mundo moderno es suficiente para disuadir a casi todos los
aspirantes al sacerdocio si han de atenerse a las viejas reglas es
frecuente, fácil, e incluso en parte correcto. Pero otra razón, aún más
desalentadora, es que los jóvenes idealistas, los más inclinados a
abrazar el sacerdocio, son precisamente la clase de personas para
quien la honestidad consigo mismo es el reto principal. ¿Cómo se
puede aspirar a una llamada de las alturas si se acepta un listón bajo
para la propia sinceridad sobre lo que realmente se cree? ¿Cómo se
puede estar al servicio de los demás y a la vez venderles «verdades
religiosas» cuya veracidad parece tan palmariamente huera? He visto
crecer este problema con los años, en casos de hombres que he
conocido o cuya situación he llegado a conocer.
Cuando ha habido casos de escándalo sexual en la Iglesia moderna
—no tan frecuentes como en el escandaloso pasado, sino los
causados por las inevitables debilidades humanas—, los sacerdotes
han ido más allá de la normal tendencia institucional de proteger a los
suyos. Ello se explica en parte por la mala fe que los hace fingir, de
cara a sus superiores, que creen en el celibato cuando no es así,
tanto si son homosexuales como heterosexuales. Y en parte porque
se sabe que son muchos los curas homosexuales, propensos o
activos, que han sido aceptados sin mayores aspavientos y desde
siempre, por amigos que no consideran que lo que hacen esté tan
mal (como tampoco lo ven mal algunos de sus feligreses) siempre y
cuando se trate de un asunto de mutuo consentimiento entre adultos
y que no implique a niños, y que, en cualquier caso, no es tan
pernicioso como los extraños argumentos que Roma les obligaría a
defender abiertamente. Así pues, rompen las reglas con discreción
(incluso aquellos que preferirían que se respetaran). Al fin y al cabo,
¿por qué castigar a un hombre cuando se le pilla en falta
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si las de tantos otros quedan sin descubrir? Las relaciones
heterosexuales estables de los sacerdotes también son conocidas y
mantenidas en secreto, porque otros sacerdotes no están
convencidos de que las razones para el celibato sean convincentes,
aun cuando ellos mismos lo practiquen.
Las pequeñas deshonestidades, si convergen en una situación dada,
se prestan a múltiples y diversas reacciones cuando el escándalo
explota. Los hombres pueden sentirse prisioneros de concesiones
hechas con anterioridad, de aquello con lo que han transigido. En
cierta forma es una revuelta contra esa deshonestidad lo que impide
a los sacerdotes abonar la hipocresía enseñando algo en lo que no
creen. Supone una terrible carga para aquellos que tratan de
mantener la integridad intelectual en esta situación.
Pero ¿quiénes, si no los sacerdotes, deberían creer? ¿No es ésa su
obligación? Si no quieren enseñar lo que Roma dice que es el
contenido de la fe, ¿para qué fingen ser sacerdotes? De hecho, ¿por
qué no abandonan la Iglesia todos los católicos que discrepan del
Papa? Constantemente recibo cartas diciéndome que eso es lo que
yo debería hacer. ¿Quién soy yo —o quién es nadie excepto el
Papa— para decidir lo que un católico puede o no puede aceptar
como doctrina obligatoria? Es una pregunta muy seria, no sólo el
gruñido de los autoritarios que comparten con el Papa el poder de
excomunión. Pero la pregunta se basa en una premisa que no sólo es
cuestionable sino también extremadamente malsana. Se supone que
la prueba principal del catolicismo, la esencia de la fe, es la sumisión
al Papa. Durante largos períodos en la historia de la Iglesia, ésta no
fue la norma. San Agustín, por mencionar un ejemplo, habría
suspendido ese examen. Y todavía hoy es una prueba que diezmaría
las filas de feligreses. No es una posición que se apoye en una sólida
base teológica, por muy común que sea como noción popular
(vulgaris opinio).
Por desgracia es una opinión con arreglo a la cual se actúa, y que
sigue siendo inculcada (aunque más implícita que explícitamente),
por algunos miembros de la curia romana. Sólo así se explica la
forma en que el entorno del Papa promueve con fervor ideas
incoherentes. No son hombres carentes de inteligencia, aunque a
veces parecen pensar que todos los demás sí lo son. ¿Cómo pueden
respaldar argumentos filosóficamente extravagantes y
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doctrinalmente primarios? Porque no se plantean los temas por sus
propios méritos, sino desde arriba, juzgando cada cosa por su
probabilidad de confirmar o cuestionar el grado de veracidad del
papado. Así, un hombre tan sabio y devoto como el papa Pablo VI
pudo apoyar una teoría realmente perversa sobre la contracepción —
rechazada por el grupo que él mismo escogiera entre católicos leales
e inteligentes, sacerdotes y seglares, expertos y sensatos— porque
sus consejeros le convencieron de que un cambio de rumbo del
papado minaría la fe de la gente en la Iglesia (véanse capítulos 5 y 6).
Como ilustración de lo que veremos más adelante como pauta de
conducta recurrente, la verdad quedó subordinada a las tácticas
eclesiásticas. Para mantener la impresión de que no yerran, los
papas engañan —como si distorsionar la verdad en el presente no
fuera peor que haberla interpretado mal en el pasado—.
Paradójicamente, el aparato doctrinal de la Iglesia se mantiene
apartado de la verdad, o se le hace huir de sus consecuencias,
precisamente porque reivindica para sí un acceso especial a la
verdad. El historial del papado ha de ser blanqueado, incluso cuando
este esfuerzo inhiba sinceros intentos de hacer un buen trabajo, como
sucedió cuando se bloqueó en todo momento el intento de expresar
dolor por el Holocausto, a causa de una angustiada, nerviosa
reafirmación de que la conducta de la Iglesia hacia los judíos había
sido en lo esencial inocente (véase capítulo 1). Esta afirmación
descansa en tan masiva cantidad de errores de lectura, interpretación
y representación de la historia, que constituye un nuevo acto de
injusticia contra el mismo pueblo al que se trataba de expresar
compasión.
No hay nada aquí tan bien definido y directo como la simple mentira.
Es por eso por lo que hablo de las «estructuras del engaño», que
recluían gente de modo casi imperceptible, para calladas labores
cosméticas que consisten en apuntalar la Iglesia «mejorando» su
infraestructura. Estos continuos reajustes de las fundaciones están
destinados a debilitarla, al mismo tiempo que destruyen toda norma
de trabajo honestamente ejecutado en aquellos que piensan que
están salvando su Iglesia al embaucarla con artificios
intelectualmente vacuos. Lo irónico es que el mero intento de
demostrar que la Iglesia nunca ha cambiado lleva a argumentos
innovadores, a ajustes modernos o adiciones que no hacen más que
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poner en evidencia lo a contrapelo que van con el monumento que
tratan de apuntalar, como cuando se recurre al sexo de los apóstoles
como argumento para defender el monopolio masculino del
sacerdocio, ahora que la antigua y verdadera razón de tal monopolio
—la creencia en la inferioridad femenina— se ha vuelto inutiliza-ble
(véase capítulo 7). Cuando se retiran los antiguos apoyos de ciertos
valores morales, o se derrumban solos, no se permite que el objeto
sostenido caiga con ellos. Se le incrustan nuevos artilugios, a cual
más frágil y precario, para mantenerlos en su lugar, tal como sucedió
cuando la interpretación del texto bíblico (Gen. 38:9) que soportó el
peso de la condena a la contracepción se reveló resquebrajada y
errónea, y se implantó en su lugar una psicología de aficionado, un
raquítico apaño provisional que pretendía presentarse como verdad
eterna.
Los papas tampoco contribuyen demasiado a esta innovación. No
tienen por qué. Son otros los que se ocupan de urdir engaños
pontificios en su nombre. Sin embargo, suelen tratar con tolerancia,
cuando no con decidido aliento, esta maquinaria de falsedades.
Incluso a veces se dejan engatusar con falsos valores por su propio
bien, como cuando Pablo VI permitió que le llevaran al punto de
proferir absurdos contra la contracepción «por el bien de la Iglesia».
Existen muchas personas que se arrogan la tarea de mantener en
buen estado las estructuras del engaño. Al afirmar con exageración
su certeza sobre extremos cuestionables, hacen lo que John Henry
Newman decía que era la función de los papaloters en el siglo XIX;
crear «en los católicos educados el hábito del escepticismo o la
infidelidad secreta respecto de toda verdad dogmática».4
El perjuicio indirecto de los papaloters a la verdad puede parecer una
bagatela comparado con los espeluznantes pecados del Vaticano en
el pasado, como el que ocasionó que pintaran a un Papa en las
paredes de la iglesia sufriendo tormentos eternos. Sin embargo, es un
engaño que se hunde más en la ciudadela de los valores espirituales
que la simple avaricia personal o la ambición de mando. Juega con la
verdad invocando el nombre de Jesús, que dijo que El es la verdad
(Jn. 14:6). Degrada el Evangelio. Hace que la verdad busque
falsedades en las que apoyarse. Es la forma de engaño que san
Agustín consideraba más pecaminosa (véanse capítulos 17 y 18).
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Es también una forma de engaño para la que el mundo moderno
reserva poca tolerancia. La verdad es una virtud moderna en el
sentido en que cobró una nueva urgencia en el siglo XIX (véase
capítulo 16). Este período ha visto el nacimiento de la historia como
una disciplina científica, la profesionalización de la investigación, la
secularización de instituciones buscadoras de la verdad, como las
universidades. Se ha impuesto un nuevo rigor metodológico
precisamente en aquellas instituciones —escuelas, grupos
profesionales, archivos y bibliotecas— a las que están adscritas las
autoridades católicas, que además las dirigen. Profesar dedicación a
estos valores y al mismo tiempo urdir evasivas, distorsiones y
encubrimientos es autocondenarse, incluso ante los ojos del mundo,
por no hablar de interpelaciones a la verdad procedentes de un orden
superior.
Se puede objetar que estos mentirosos en cuestión han sido los
primeros en engañarse, que han sido sinceros en su lealtad a
falsedades, de modo que no pueden ser acusados de actuar con
arreglo a sus verdaderas opiniones. Aun así, el teólogo preferido de la
jerarquía romana, Tomás de Aquino, sostenía que existe la llamada
«ignorancia cultivada», ignorantia affectata, una ignorancia tan útil
que quien se vale de ella la protege y la oculta para poder seguir
usándola (ST 1-2, q 6, 8r). A este tipo de ignorancia no la llamó
exculpatoria, sino inculpatoria. Es una ignorancia deseada, aunque no
por ello confesada. No cabe duda de que en una época que exige la
honestidad intelectual como imperativo, hacer la vista gorda ante los
interrogantes más básicos relativos a la deshonestidad es
descalificarse a sí mismo como interlocutor válido para cualquier
debate serio; una descalificación difícil de ignorar, por mucho empeño
que se ponga en que pase desapercibida. Es indudable que el apego
a las verdades católicas ha de protegerse de aquellos que las
manipulan con obvias e infames falsedades históricas, doctrinales o
filosóficas.
Mi libro es, en parte, un tributo a la honestidad que ha llevado a
tantos sacerdotes a guardar silencio bajo el peso de las falacias
exigidas por sus superiores; y es una exhortación a que se retire
dicha carga. No pretendo atacar ni al papado ni a sus defensores. Mis
propios héroes, se verá claramente, son los numerosos portadores de
la verdad en las filas católicas, en especial san Agustín, el carde-
—18—
nal Newman, lord Acton y el papa Juan XXIII. Se nos ha dicho que la
verdad nos hará libres. Es hora de liberar a los católicos, tanto a los
seglares como al clero, de la opresión del engaño, que es la versión
moderna y silenciosa del pecado pontificio. Más tenue, más sutil,
menos espectacular que los pecados denunciados por Orcagna o
Dante: es la discreta corrupción de la traición intelectual.
NOTAS
1. J. N. D. Kelly, The Oxford Dictionary of Popes, Oxford University
Press, 1986, pp. 126-127.
2. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, traducido por
Juan Faci, Jordi Auraud y Carmen Castells, Editorial Crítica, 2000. Si
bien los católicos constituyeron «las reserva básicas de la fe» en el
siglo xix, «la autoridad moral y material de la Iglesia sobre la fe
desapareció» en las postrimerías del siglo XX, mientras que las
Iglesias «con un control más débil sobre sus miembros» se vinieron
abajo aún con más estruendo.
3. Robert H. Bork, Slouching Towards Gomorrah: Modern Liberalism
and American Decline, ReganBooks, 1996, p. 292.
4. John Henry Newman a Ambrose De Lisie, 24 de julio de 1870, en
Charles Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries ofJohn
Henry Newman, Oxford University Press, 1973, vol. 25, p. 165.
19-
I
DESHONESTIDADES HISTÓRICAS
Nosotros recordamos
Declaración definitiva
NOTAS
-40-
2
Hacia el Holocausto
Pío XI
-43.
clica e intentaron buscar más información al respecto. La versión
francesa del borrador desapareció misteriosamente de los
documentos de La Farge, no sin que antes se hiciera una copia de la
misma en microfilme. El borrador alemán estaba en los documentos
jesuítas en la provincia de Gundlach, pero a los investigadores se les
negó el acceso a ellos. El Vaticano reconoció tener una copia de la
versión en latín (la que vio Pío XII), pero no la publicó. Las dos
personas que rastrearon las pruebas con más empeño, Georges
Passelecq y Bernard Suchecky, recopilaron en un libro lo que se logró
descubrir del borrador en francés y de las cartas encontradas entre
los documentos de La Farge. El libro fue publicado en Francia en
1997, acompañado de un recuento de las frustraciones que
impidieron mayores descubrimientos, bajo el título de Encyclique
cachee de Pie XI, y traducido al inglés ese mismo año [La encíclica
de Pío XI que Pío XII no publicó}.
¿Qué fue lo que provocó el aborto de esta encíclica preparada con
tanto cuidado y potencialmente histórica? Cuando se supo de ella,
muchos expresaron su pesar por no haberla visto aparecer en 1939;
aunque otros, considerando los defectos de la redacción y
preguntándose qué correcciones se le habrían hecho antes de su
promulgación oficial (en manos del padre Rosa, de miembros de la
curia y del secretario de Estado de Pío, Eugenio Pacelli), no
lamentaron que así hubiera sido. Es cierto que el borrador tenía
defectos, incluso tal como salió de la mano de sus tres autores. Pero
si algo como la severa condena del antisemitismo hubiera sido
adoptado por el pontificado en los últimos meses de Pío XI —una
condena que todavía faltaba en el historial del papado—, a Pío XII le
habría sido mucho más difícil mantener sus ambigüedades y silencios
sobre el Holocausto ya en curso. De hecho, preservar esa
ambigüedad para los futuros pontífices fue una razón encubierta para
la eliminación de la encíclica.
De todas formas, el proyecto de la encíclica estuvo condenado desde
sus inicios, no porque quienes la redactaban no quisieran hacer algo
por el destino de los judíos, sino porque ninguno de ellos pudo
escapar de las estructuras de engaño levantadas a su alrededor
durante su trabajo. Todos menos La Farge tenían trapos sucios que
ocultar en relación con los judíos, empezando por el mismo Papa. En
1928, sexto año de su pontificado, el Papa supri-
—44—
mió una organización católica, los Amigos de Israel, quienes, en pro
de la reconciliación con los judíos, trataron de cambiar el rumbo de
viejas actitudes asumidas por la Iglesia. El grupo abogaba por la
eliminación de la teoría del deicidio, de la maldición sobre los judíos y
del asesinato ritual. El decreto papal de supresión decía que el
programa de la organización no reconocía «la continua ceguera de
este pueblo», y que los Amigos no le otorgaban a la Iglesia crédito
alguno por la forma en que había «protegido a ese pueblo de
persecuciones injustas». Los planteamientos de los Amigos eran
«contrarios al sentido y espíritu de la Iglesia, al pensamiento de los
santos Padres y a la liturgia».6 Hemos visto en el capítulo anterior las
atrocidades que los «santos» Padres de la Iglesia dijeron de los
judíos (como ejemplo: Juan Crisóstomo declaró que los judíos eran
demonios), pero ¿qué significaba «contrarios a la liturgia [católica]»?
Sin duda se referían a las notorias palabras «los pérfidos judíos»
mencionadas en la liturgia de Semana Santa; palabras pronunciadas
por la Iglesia hasta la época de Juan XXIII, quien finalmente las
eliminó.
Los comentarios católicos sobre el decreto de supresión de los
Amigos de Israel se basaban en que era ilegítimo «ocultar el papel
desempeñado por Israel respecto a Cristo»; ignorar «el castigo divino
de la destrucción de Jerusalén», negar «los largos siglos de
incredulidad [judía]», y mostrarse irrespetuoso por las escrituras de
los Padres de la Iglesia. 7 Sabemos que La Farge no desconocía este
decreto de suspensión, pues se cita en el borrador de la nueva
encíclica, y por una triste razón: el decreto alegaba que su propio acto
no era antisemita, aduciendo la distinción entre opiniones religiosas y
antisemitismo secular, en el mismo estilo de limpieza de fachada que
vimos en Nosotros recordamos. Pero incluso esta renuncia pro forma
al antisemitismo era la única que los artífices de la nueva encíclica
podían atribuirle a un Papa. El mero hecho de citar esta renuncia
fuera de contexto —sugiriendo que, así aislada, expresaba una
sincera y arraigada posición papal— no era inocente y muestra hasta
qué punto es fácil que las estructuras del engaño puedan sesgar
argumentos que fueron escritos para expresar actitudes oficiales de la
Iglesia adoctrinante.
Habida cuenta de su participación en este decreto, el expediente de
Pío XI hasta 1939 no prometía una oposición particularmen-
-45
te radical a la persecución de los judíos, no porque la aprobara, sino
porque estaba demasiado preocupado por lo que él veía como la
persecución de los católicos a manos del mundo moderno. Pío
heredó el problema del Estado Vaticano legado por Pío IX (1846-
1878). Cuando la unificación de la Italia moderna le arrebató a la
Iglesia sus dominios temporales en Italia (1871), el nuevo gobierno
italiano le garantizó al Papa independencia dentro de su palacio
amurallado y en los terrenos de la basílica (el actual Estado del
Vaticano), y le ofreció indemnización financiera por las tierras
expropiadas. Pío IX acusó de ilegítimo al nuevo Estado y rechazó las
condiciones y la recompensa. Se calificó a sí mismo como «prisionero
en el Vaticano», y prohibió a los católicos tener relación alguna con el
poder usurpador: ni siquiera podían votar en las elecciones italianas,
so pena de excomunión.
Los sucesores de Pío (León XIII, Pío X y Benedicto XV) fueron
retirándose lentamente de los puntos más extremos de esta política
de distanciamiento respecto del gobierno italiano. Para cuando Pío XI
llegó al papado, las relaciones todavía no se habían reanudado de
manera formal. Sin embargo, en 1937, en un momento en que
Mussolini quería que la Iglesia aprobara sus acciones, Pío firmó el
Tratado de Letrán, por el que el Vaticano reconocía la legitimidad del
gobierno italiano, y el gobierno le pagó al Vaticano la indemnización
por los dominios perdidos (aunque un importe inferior al que en un
principio se le había ofrecido a Pío IX en 1871). 8 Al mismo tiempo, Pío
firmaba un acuerdo en el que definía a la Iglesia como políticamente
neutral en Italia, aunque se • reconocía el catolicismo como la religión
oficial del Estado, con derechos sobre el matrimonio y la educación
de los hijos.
A Pío le gustó la idea de estos acuerdos. Firmó otros similares con
México, España y Alemania, mediante los cuales se concedía a la
Iglesia una esfera de libertad en lo que se percibía como el mundo
hostil de los Estados seculares. La Iglesia renunció a la acción
política directa, que reemplazó con la «Acción Católica» (dedicada
principalmente al trabajo de evangelización con las organizaciones
juveniles y piadosas). Esta retirada de la política para proteger el
reino espiritual de la Iglesia afectó a los líderes de partidos católicos
—don Luigi Bosco, en Italia; Gil Robles, en España; y el Partido
Central, en Alemania— y facilitó el ascenso del
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fascismo en dichos países. A Pío XI no le preocupó mucho, pues ya
albergaba un recelo antidemocrático hacia los parlamentos, otro
legado de Pío IX (véase capítulo 10). Ratti, como buen bibliotecario
que era, se apoyó en documentos de acuerdos vinculantes con jefes
de Estado, más que en las promesas electorales que bailaban al son
del humor cambiante «del pueblo». Cada vez que protestaba por el
crecimiento del totalitarismo en España, Italia o Alemania, lo hacía en
referencia a las violaciones de los concordatos que había suscrito con
ellos, lo que significa que él defendía sólo aquellos derechos de los
católicos especificados en los acuerdos.
Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII, había sido nuncio papal en
Alemania y, como secretario de Estado, redactó el concordato
alemán. Fue particularmente cuidadoso con su obra y ayudó a que la
protesta de Pío XI contra su transgresión (Con ardiente ansiedad)
entrara subrepticiamente en el país germano. Su actitud como
diplomático consistía en demostrar que el Vaticano estaba en todo su
derecho legal —si no el único permitido por el acuerdo— cuando
criticaba incumplimientos concretos de los compromisos por parte de
los gobiernos.
El resultado fue una apretada vigilancia de la red de disposiciones
que figuraban en los acuerdos, lo que más tarde se conocería como
la lucha de la Iglesia contra el totalitarismo. Si Pío XI atacaba a algún
gobierno en particular en términos que fueran más allá de los
concordatos, estaría poniendo en peligro la política de acuerdos con
otras potencias. Cuando los gobiernos evaluaron esta situación, como
era de suponer que hicieran, se dieron cuenta de que lo que para
ellos era una telaraña podía ser una cota de malla para el Vaticano,
que seguía depositando todas sus esperanzas en ese fino e
ingenioso tejido de tratos, satisfactorio para el bibliotecario que
maneja sus papeles cual raros documentos guardados durante
décadas con esmero, y para el legalista secretario de Estado que
estira sus disposiciones con sutileza.
Tal enfoque ya había evitado conflictos con los gobiernos en asuntos
como la persecución de los judíos, en especial cuando dicho enfoque
se reforzó con dos factores: la actitud del Vaticano hacia el
bolchevismo en general y hacia la supuesta afinidad de los judíos con
el bolchevismo. El cardenal Pacelli era el principal precursor de la
opinión del Vaticano que consideraba que el bolche-
—47—
vismo representaba la amenaza más seria a la que se enfrentaba la
Iglesia en el mundo moderno. Quizá los nazis corrompieran las
Iglesias, pero las dejaban existir. Los bolcheviques las abolían por
completo. Incluso cuando el nazismo se empezó a ver como un mal,
seguía siendo no sólo el mal menor sino un baluarte contra el mayor.
Esto ocasionó que las críticas a Alemania, si se hacían, fueran cautas
y negociadoras,
Esta cautela se aplicaba en particular a los judíos, pues se
sospechaba de ellos como íntimos partícipes de los conciliábulos del
socialismo internacional (a pesar de su persecución en Rusia). Como
prueba de esta obsesión del Vaticano, no hace falta ir más allá del
borrador de la encíclica de Pío XI; Humani Generis Unitas, que en
teoría defendía a los judíos, tiene un pasaje donde se mete a los
judíos en el mismo saco que a las almas descarriadas y llevadas «a
aliarse con quienes de manera activa promueven movimientos
revolucionarios que aspiran a destruir la sociedad borrando de la
mente de los hombres el conocimiento, la reverencia y el amor a
Dios».9
¿Cómo puede un pasaje así tener cabida en un documento
supuestamente contrario al antisemitismo? Muy sencillo. El padre
Ledochowski se aseguró de que así fuera cuando escogió como
colaboradores de La Farge a quienes él consideraba «de fiar». Al fin y
al cabo, Desbuquois había ayudado a Pacelli en la encíclica
anticomunista, Divini Redemptoris, y Gundlach había escrito un
párrafo sobre el «antisemitismo permisible» en Teología y léxico
eclesiástico de 1930. En él indica que el antisemitismo es condenable
sólo cuando es «político-racial», no cuando es «político-
gubernamental». Los judíos no deben ser discriminados sólo por ser
judíos. Pero los gobiernos tienen que protegerse de los judíos
«"asimilados", quienes, en su mayoría, se han dado al nihilismo moral
y, desprovistos de todo lazo de tipo nacional o religioso, operan tanto
en el campo de la plutocracia mundial [esto es, los judíos banqueros]
como en el del bolchevismo internacional, dando así rienda suelta a
los rasgos más oscuros del alma del pueblo judío desterrado de su
patria». Está claro que Gundlach pensó que ésa no era una actitud
peyorativa, pues trataba de igual forma «tanto a las sabandijas
semitas como a las "arias"». Además, los judíos tendían a ser, encima
de radicales, libertinos, y con ello obligaban
—48—
a Gundlach a proclamar un antisemitismo «asociado al avance de la
decadencia moral (la disminución de nacimientos)». 10
Que un sacerdote que se refiere a seres humanos como sabandijas
sea reclutado como paladín de los derechos humanos en nombre del
Papa es un claro indicador de la actitud del Vaticano hacia los judíos
en la década de los treinta.
Gundlach tampoco escondió sus opiniones en el texto creado por él y
sus compañeros jesuítas. He aquí otras partes de la «encíclica
oculta»:
Aunque injusta y despiadada, esta [actual] campaña contra los
judíos ha tenido al menos una ventaja, si puede llamarse así,
sobre la lucha racial, pues recuerda la verdadera naturaleza, la.
auténtica base de la separación social de los judíos del resto
de la humanidad [...]. [El Salvador] fue rechazado por ese
pueblo, violentamente repudiado y condenado por el más alto
tribunal de la nación judía como un criminal, de común acuerdo
con las autoridades paganas [...]. El acto por el que el pueblo
judío llevó a la muerte a su Rey y Salvador fue, en el fuerte
lenguaje de san Pablo, la salvación del mundo. Por otra parte,
cegados por una visión de provecho y dominio nacional, los
israelitas perdieron lo que ellos mismos habían salvado. 11
De esta manera se pedía a Pío XI que abrazara la causa de los
judíos, que no debían ser perseguidos a pesar de haber matado a
Cristo.
Más adelante, en otra triste ironía, la encíclica inspirada en los
argumentos de La Farge contra la segregación de los negros en el
sur de Estados Unidos pasa a abogar por la segregación de los
judíos:
Como resultado del rechazo del Mesías por Su propio pueblo, y
de Su correspondiente aceptación por el mundo de los gentiles,
que no era partícipe de las promesas hechas a los judíos,
encontramos una animosidad histórica del pueblo judío para
con el cristiano [la culpa la tienen las víctimas], que creará una
tensión perpetua entre ambos [...] [así, la esperanza de la
Iglesia en los judíos] no la ciega a los peligros espirituales a
que
—49—
se exponen las almas por el contacto con los judíos, ni hace
que ignore la necesidad de salvaguardar a sus hijos del
contagio espiritual [...]. Del mismo modo en que la Iglesia ha
alertado contra el exceso de familiaridad con comunidades
judías, que puede llevar a costumbres y formas de pensar
contrarias a las normas de la vida cristiana. 12
Pío IX
NOTAS
Usurpando el Holocausto
La respuesta es que no, por supuesto, y por razones que van incluso
más allá de lo que Banki sugiere. Podemos preguntar,
parafraseándola, si en esas circunstancias se habría propuesto la
canonización de Stein, si se habrían manipulado las reglas del
proceso sólo para ella, si se habría escrito la historia de su tormento,
si se le habría atribuido un milagro para asegurarse de que iba a
ganar su aureola. Porque eso es lo que está en tela de juicio aquí, no
los grandes méritos de Stein ni su profunda santidad. El problema no
radica en lo que ella fue, sino en los servicios postumos que se le
exige realizar.
Antes de entrar en materia, deberíamos hacer historia y analizar
quién fue y qué hizo. Eso hará que todo parezca más extraordinario
que la forma en que se la utiliza contra su propio pueblo. Fue la última
de los siete hijos que sobrevivieron (cuatro murieron al nacer) de una
devota madre ortodoxa que heroicamente levantó esta numerosa
familia y administró un negocio huérfano de jefe tras la muerte de su
esposo (cuando Edith tenía dos años). Por nacer el día de Yom
Kippur, Edith fue la favorita de su madre, la hija más brillante en un
grupo de genios, un prodigio que tuvo que adentrarse en lo
desconocido: al principio, en el ateísmo de ado-
-62
lescente; y luego, en la formación como filósofa profesional. Se
doctoró summa cum laude en Góttingen, donde fue la estudiante
predilecta del fundador de la fenomenología, Edmund Husserl.
También estudió con el disoluto fenomenologista católico Max
Scheler, en cuyo libro, The Nature of Sympathy, basó su tesis
doctoral: El problema de la empatia. (Otra persona que hizo su tesis
doctoral sobre Scheler, sin tener la ventaja de haber estudiado con él,
fue Karol Wojtyla.) Su primer trabajo erudito constituye la clave de su
espiritualidad. He aquí su razonamiento: formamos una personalidad
y alcanzamos nuestra propia interioridad sólo a través de la
interacción con otras interioridades. La nuestra es una subjetividad
reflexiva. Exploro otras personas parecidas a mí y diferentes de mí, y
al hacerlo defino una personalidad: de manera que la persona aislada
es una no-persona. El progreso moral consiste en crear una
personalidad que pague sus deudas a las otras personalidades que la
ayudaron a ser. Romper o socavar esta interacción respetuosa con
otras mentes es morir desde el punto de vista moral:
— 71 —
Es preocupante que un hombre tan importante para la beatificación
de Stein interpretara tan mal los motivos de quienes la objetan. Éstos
no querían honrar a Stein como mártir judío. Quisieron decir que ella
no fue un mártir católico, que es algo muy diferente y muy obvio. Por
eso el problema no radica en los motivos de Stein. El problema son
sus asesinos. Si actuaron por odium fidei, la. fides era judía. La
incapacidad de Eszer para entender eso es mucho peor cuando
recordamos que su defendida hizo de la empatia, la entrada en las
mentes de otros, la base de su sistema moral.
Kenneth Woodward, cuando entrevistó a Eszer para su interesante
libro sobre la canonización, notó que éste se mostraba ansioso por
exonerar no sólo a su Iglesia sino a sus colegas alemanes —y en
especial a su familia— de toda culpa por el Holocausto. Decía que su
padre había sido un oficial nazi a quien no le gustaban los nazis, pero
«un jesuíta le aconsejó entrar en el ejército y tratar de cristianizarlo».
También negó que los católicos —al menos los verdaderos católicos,
los convencidos— hubieran trabajado en los campos de
concentración: «Todos los campos de exterminio estaban fuera de
Alemania. Había pocos católicos verdaderos en los campos de
exterminio porque la SS no quería católicos convencidos. Hasta
llegaron a expulsarlos.»11^ Uno se pregunta qué método usaría la SS
para distinguir a los católicos verdaderos de los aparentes, a los
convencidos de los dudosos, qué sistema tendrían para clasificar
estas categorías. También planteó la desagradable sugerencia de
que los protestantes —incluso los verdaderos y convencidos
protestantes— fueron los únicos cristianos que quedaron para hacer
todo el trabajo sucio.
Una vez beatificada Stein, en 1987, el siguiente paso en el proceso
era la canonización, y para ello, con arreglo a las reglas modernas del
Vaticano, un mártir sí necesita un milagro. La dificultad para
demostrar que se ha realizado un milagro no sólo estriba en
demostrar que ocurrió algo fuera de las explicaciones naturales, sino
que además está directamente ligado a la intercesión del candidato a
la santidad. En el pasado, se solía demostrar por contacto con una
reliquia de la persona, bien fuera primaria (alguna parte del cuerpo) o
secundaria (alguna pertenencia de la persona). Pero el campo de
concentración no dejó restos identificables de Stein, ni
-71-
siquiera una nota o un libro de oraciones. A falta de tales pruebas, los
funcionarios de antaño tenían que confiar en la palabra de la persona
en quien se hubiera operado el milagro, o en beneficio de quien se
había solicitado, y creer que era por ese milagro por lo que le había
rezado a ese difunto en cuestión, y no a otros santos (o no con tanta
intensidad), para evitar enredos en las líneas de responsabilidad.
En realidad, la prueba de la intercesión de Stein era muy clara en el
caso que finalmente decidieron como milagroso. Le ocurrió a una niña
que nació el 8 de agosto, en teoría la víspera de la muerte de Stein
(no hay un registro oficial de la fecha), y a quien sus padres, devotos
de Stein, llamaron Benedicta en honor del nombre religioso de Stein.
Cuando la niña tenía dos años, tragó una gran cantidad de píldoras
de Tylenol, quedó inconsciente y la llevaron al hospital. Allí, el doctor
Ronald Kleinman comenzó a tratarla y consultó al doctor Michael
Shannon, pediatra y toxicólogo especializado en sobredosis de
Tylenol en niños en la unidad de Toxicología de Massachusetts del
Hospital Infantil de Bostón. Shannon, autor del capítulo sobre Tylenol
de un libro de texto sobre el tema, fue la persona con mayor autoridad
consultada en este caso. Entre tanto, a pesar de los esfuerzos del
doctor Kleinman bajo las recomendaciones del doctor Shannon, la
niña estaba entrando en un coma que podía resultar irreversible. Los
padres, al enterarse de la situación, le rezaron a Edith Stein, y la niña
se recuperó. ¿Fue un milagro? El doctor Kleinman no se pronunció ni
a favor ni en contra: «Soy judío. Creer en milagros no forma parte de
mi manera de pensar.»20
Los padres, comprensiblemente agradecidos por lo que consideraban
un milagro de su amada hermana Benedicta, le contaron la historia al
Catholic Digest, el cual alertó al Vaticano de la posible solución al
problema de la canonización de Stein. Los funcionarios de la Iglesia
entrevistaron al doctor Shannon, el más experto en la materia:
«Recuerdo que me preguntaron sin rodeos: "¿Usted piensa que fue
un milagro?", a lo que respondí: "No." Eso fue todo. Se marcharon.
En febrero de 1993 recibí una nota de agradecimiento, y nunca oí
nada más al respecto.»2' En una entrevista de James Carroll para The
New Yorker, Shannon explicó mejor su opinión del caso:
•73-
Como toxicólogo, en los últimos catorce años he atendido
cientos de casos de sobredosis de Tylenol cada año, y en mi
carrera probablemente miles. Yo vi las complicaciones que tuvo
Benedicta. A veces suceden. Pero esto no cambia el hecho de
que en el 99 % de las veces los niños se repongan por
completo de las sobredosis de Tylenol.22
A pesar de que los dos médicos más calificados para juzgar el caso
se negaron a aceptar que fuera un milagro, Stein fue canonizada
aduciendo la curación de Benedicta. ¿Qué explicación puede tener
esto? Sin duda, la misma que explica la distorsión de la historia
necesaria para hacer de la carta de un obispo la causa de la muerte
de Stein, es decir, la determinación de encontrar en Stein una víctima
católica del Holocausto sin que importe cuántas estructuras de
engaño haya que desplegar para lograrlo.
Los encargados de las canonizaciones se las arreglaron para lograr lo
que Edith Stein intentó evitar a lo largo de toda su vida: verse
separada de su pueblo. Peor que eso, resultó ser causa de ofensa
para ellos. Todos hemos perdido en este caso, puesto que las
divisiones causadas por su canonización hacen más difícil que la
gente se acerque a sus valiosos escritos con una actitud abierta.
Incluso las hermanas de su orden parecen haber perdido su mensaje
de empatia e interés por otras mentes. Con áspera falta de
sensibilidad para con el pueblo judío, en 1978 levantaron un convento
justo al lado del campo de concentración de Dachau (el cardenal
Karol Wojtyla lo consagró). En 1985, fueron más lejos al levantar otro
convento a las puertas de Auschwitz, en un edificio que los nazis
utilizaban para almacenar el gas exterminador. Cuando los judíos
protestaron ante la pretensión de decir que Edith Stein había sido la
verdadera (y católica) mártir de Auschwitz, el cardenal Glemp de
Polonia estuvo de acuerdo con ellos. Por último, el cardenal
Macharski de Cracovia, cuya diócesis incluye Auschwitz, accedió a
trasladar el convento en 1989, cosa que no se hizo en la fecha
prevista y provocó violentas manifestaciones en la localidad. 23 Los
católicos todavía declaraban que no tenían intención de usurpar el
Holocausto, pero el caso de Stein no ha sido el único. Ha habido
otras actividades coadyuvantes que serán analizadas en el próximo
capítulo.
—74—
NOTAS
•79-
En otras palabras, Kolbe no tuvo un relator —como el padre Eszer lo
fue de Edith Stein— deseoso de urdir un entramado de pruebas
históricas.
Sin embargo, el Papa quería que su víctima polaca favorita fuera
declarada mártir. Dando por perdida la posibilidad de apoyo por parte
de los órganos oficiales involucrados en el caso, nombró una
comisión especial de veinticinco miembros para reunirse con la
Congregación de la Doctrina de la Fe del cardenal Ratzinger y
reconsiderar el caso de Kolbe como martirio. Los obispos polacos y
alemanes de la comisión argumentaron denodadamente a favor del
deseo del Papa, deseo que compartían; pero el padre Gumpel
testificó ateniéndose a los resultados de los grupos de investigación,
y la mayoría de la comisión tuvo que concluir que las decisiones
tomadas por sus predecesores eran las correctas. A pesar de las
presiones para cumplir con algo que el Papa deseaba con fervor, le
informaron de que Kolbe no reunía los suficientes requisitos para ser
considerado mártir. Pero éste no era un Papa que aceptara un «no»
por respuesta. Cuando canonizó a Kolbe en 1982, declaró:
«Y así, en virtud de mi autoridad apostólica yo decreto que Maximilian
Kolbe, quien desde su beatificación ha sido venerado cómo confesor,
sea de ahora en adelante venerado también como mártir.»7 Esta no
sería la última vez que el Papa demostrase queden lo que respecta a
católicos en los campos de concentración nazis, él seguiría sus
propias reglas especiales.
Tres años después de la beatificación de Kolbe, fue beatificado un
sacerdote carmelita, Titus Brandsma. Brandsma murió en Dachau,
después de ser arrestado por sus actividades como líder de la prensa
católica en Holanda, donde hizo valer, en los periódicos que él
supervisaba, el derecho a no imprimir propaganda ni publicidad de los
nazis. También rehusó expulsar a niños judíos de los colegios de los
carmelitas. Su relator decidió que Brandsma había actuado de
conformidad con sus principios católicos, y en consecuencia murió
por su fe. Sin embargo, tal como lo señaló Kenneth Woodward, la
libertad de educación y de prensa no son doctrinas específicamente
católicas; de hecho el historial de la Iglesia en la defensa de estas
libertades no es precisamente inmaculado. Cualquier periodista
consecuente habría apoyado las medidas de Brandsma sin ser
católico.8 Pero el deseo de tener víctimas caróli-
—80—
cas en el Holocausto hacía que tas autoridades de la lglesia
rompieran sus propias reglas.
En 1999, el Papa llegó a canonizar como mártir a una monja polaca
capturada por la Gestapo en 1939 y asesinada en el bosque de
Piasnica después de haberla obligado a cavar su propia tumba.
Afirmaron que había muerto por su fe, por haber escondido los
cálices litúrgicos de una requisa de los nazis, aunque, al parecer, los
soldados estaban más interesados en él oro y la plata que en los
artículos religiosos. 9 Los intentos de la Iglesia por revindicar para sí el
flagelo del Holocausto han atacado varios frentes, por lo que no debe
sorprendernos la audaz tergiversación histórica que la llevó a afirmar
que Edith Stein murió por católica y no por judía.
La reivindicación católica de la condición de víctima ha ido tan lejos
que hasta declaran victima al papa Pío XII pues los judíos no se han
mostrado tan agradecidos como debían por los esfuerzos que él,
calladamente, hiciera para salvarlos. Esto produce libros como el de
Michael 0'Carroll, Pius XII, Greatness Dishonored [Pío XII, o la
grandeza deshonrada]. Cuando Pablo VI , dedicó un monumento a
Pío XII en San Pedro, sintió que debía defenderlo de los «injustos y
desagradecidos clamores de culpa y acusación» sobre su silencio
durante el Holocausto (10) El jesuita Peter Gumpel, a quien conocimos
como relator en el proceso de beatificación de Maximilian Kolbe, es
también relator en el proceso para canonizar a Pío XII, y él,
públicamente (cosa rara en los. relatores), ha deplorado «los
injustificados ataques contra este grande y santo varón».(11) El
Vaticano no hubiera podido presentar su supuesta disculpa a los
judíos. Nosotros recordamos, «sin alabar lo que el papa Pío XII hizo
personalmente, o por intermedio de sus representantes para salvar
cientos de miles de vidas judías» y como apéndice de esta
observación figura una larga, nota al pie de la página sobre «la
sabiduría de la diplomacia del Papa Pio XII»12 (La única nota en todo
el documento que no es una simple cifra) La conmiseración con las
víctimas que perdieron sus vidas tendrá que esperar mientras el
documento se demora en la defensa de esta víctima, tema éste que
podía haberse abordado en otras instancias ya que Pío, a pesar de
ser una figura defendible, apenas es ecuménica.
Pablo VI, no contento con llamar a Pio defendible; describe las
«cimas de su heroísmo», y añade:
-81-
Hasta donde las circunstancias se lo permitieron,
circunstancias que él evaluó en intensa y consciente reflexión,
siempre utilizó su voz y su actividad para proclamar los
derechos de la justicia, defender a los débiles, ayudar a los que
sufren, prevenir males mayores y allanar el camino de la paz.
Si incontables e inconmensurables males cayeron sobre la
humanidad, no se pueden atribuir a cobardía, falta de interés o
egoísmo del Papa.13
NOTAS
El papa Pablo VI, con sus ojos tristes hundidos en unas oscuras
cuencas de italiano, fue un hombre bueno y noble, un hombre de
intelecto amplio y amistades emocionalmente ricas. Su pontificado
(1963-1978) tuvo muchos momentos de grandeza: su intervención en
el Concilio Vaticano para reforzar el decreto sobre el ecumenismo, su
alegato por la paz ante las Naciones Unidas, su declaración conjunta
con el patriarca Atenágoras renunciando a las enemistades entre el
cristianismo de Oriente y Occidente, su renuncia a la corona papal y a
la silla gestatoria. La escena que más me conmueve es la última: su
ataúd de madera, sin otro adorno que el evangelio abierto sobre él.
Mereció nuestro respeto, como un hombre de Dios que trató de hacer
lo mejor tanto para el mundo como para su Iglesia.
Aun así, asestó el golpe más paralizante y misterioso al catolicismo
organizado de nuestro tiempo. Quizás, a la larga, se le recordará por
el bien que hizo, en especial al llevar adelante, contra viento y marea,
el Concilio del papa Juan durante las dos sesiones y media que
faltaban para concluir sus trabajos. Pero en nuestra actual y más
corta memoria destaca por la publicación del documento papal más
desastroso del siglo, la carta encíclica Humanae Vitae (1968). Por el
destrozo que causó, se equipara al más desastroso documento papal
del siglo XIX, el Syllabus errorum de Pío IX, y su encíclica adjunta
Quanta Cura (1864). Que hombres tan diferentes cometieran el
mismo tipo de error es la prueba fehaciente de que las restricciones
pontificias a la verdad imponen un patrón continuo. En términos de
personalidad y estrategias insti-
—89—
tucionales, estos hombres representan un tratado de los opuestos:
Pablo, estudioso, diplomático, cauto (a veces hasta el extremo de la
parálisis); Pío, pobremente educado, tosco, volátil (a veces casi
frenético).
Tampoco los dos documentos podrían ser más diferentes, al menos
vistos de un modo superficial. El Syllahus fue grandioso en lo
disparatado: atacó la ciencia, el secularismo, el materialismo, el
relativismo, la democracia, la libertad de expresión y las
competencias de todos los gobiernos modernos. Dejó pasmado al
mundo entero (véase capítulo 10). La encíclica sobre el control de la
natalidad de Pablo fue, en cambio, pacata y pueblerina. En lugar de
dejar al mundo pasmado, parecía más bien atrapado en la cómica
angustia de las parejas católicas tratando de arreglárselas con el
«método del ritmo» para limitar su descendencia. Sin embargo, las
misivas eran básicamente iguales. Marcaron dos etapas en una
batalla sin cuartel contra el mundo moderno: Pío arrastrando sus
enormes cañones y disparándolos contra todo cuanto veía, Pablo
disparando a sus propios heridos al final de la batalla. Humánete
Vitae no versa de hecho sobre el sexo. Trata de la autoridad. Pablo
resolvió el tema con arreglo a ese único argumento. Quería refrenar
la noción de que la doctrina católica podía cambiar. Y en lugar de
conseguirlo, promovió esa idea. Cinco años después de la carta, un
42 % de los sacerdotes en Estados Unidos pensaba que su
publicación había sido un abuso de autoridad por parte del Papa y el
18 % lo consideró un uso inapropiado de esa autoridad, lo que
suponía que menos de un tercio de sus legionarios le ofrecía apoyo.
El mundo laico estaba aún más indignado. En 1963, el 70 % creía
que el Papa recibía su autoridad para predicar de Cristo a través de
Pedro. En 1974, esa cantidad se había reducido a un 42 %, un
drástico abandono de las actitudes históricas en la Iglesia
estadounidense.1
¿Cómo pudo cometer Pablo VI semejante error de cálculo? Estaba
atrapado por sus declaraciones anteriores y por las de sus
antecesores. En relación con el tema de la autoridad moral de la
Iglesia en el mundo moderno, el Vaticano había apostado tontamente
a una sola carta, cuyo resultado fue otra encíclica papal, de Pío XI,
Casti Connuhii, publicada en 1930. Ese documento es el vínculo entre
el Syllahus y Humanae Vitae. Puso en juego el ma-
—90—
gisterio de la Iglesia de un solo golpe: el control de la natalidad. Eso
supuso una importante reorientación de la energía moral de los
católicos. Ofrecía una nueva enseñanza bajo la máscara de una vieja
verdad. Más tarde, un repique de afirmaciones de Pío XII, el siguiente
Papa, hizo resonar sin cesar la condena del control de la natalidad
desde aulas, panfletos, confesionarios, con una insistencia histérica.
La contracepción era pecado mortal. Sus impenitentes practicantes
irían al infierno.
La cultura católica moderna empezó a reconocerse por las familias
numerosas, la prueba de que algunos pueblos, incluso en el mundo
«ateo», eran fieles a las leyes naturales y a la voluntad de Dios. Si de
algo estaba seguro el Vaticano en la esfera moral, era de eso. Para
ello habían exigido enormes sacrificios en la vida cotidiana de sus
creyentes. Si el Papa se equivocaba, podía quedarse sin derecho
para supervisar la vida más íntima de sus seguidores. O así lo
estipulaban los defensores de Casti Connubii. Cuando en 1960 se
cuestionó por fin la contracepción, los defensores de Roma no
volvieron a sus enseñanzas anteriores, ya bastante confusas y
erráticas. La autoridad moderna que se exigía reconocer en las
encíclicas y en la nueva investidura de infalibilidad del Papa hicieron
de Casti Connubii la base pétrea de la doctrina católica en pie de
guerra, lo que terminaría siendo la soga atada al cuello de Pablo VI
cuando se preparaba para publicar su propia y subversiva encíclica
sobre el control de la natalidad. Su estructura presenta el trasfondo
básico para entender el desastre de Pablo VI.
-102-
NOTAS
Humanae Vital
Al tiempo que la comisión oía decir que el ritmo hacía que la gente se
obsesionase con el sexo y sus mecanismos, la minoría en el Concilio
argumentaba que el ritmo permitía a la gente escapar de
—108—
la simple necesidad animal y disfrutar de la serenidad procurada por
la sexualidad superada. La comisión escuchó también la explicación
de los médicos, de cómo la naturaleza hacía que las mujeres
sintiesen el mayor deseo sexual justo en los días fértiles que el ritmo
marca como no recomendados.
El efecto combinado de la historia de Noonan y de los
descubrimientos empíricos de los Crowley llevó a los miembros de la
comisión —buenos católicos todos ellos, escogidos por su lealtad a la
Iglesia— a analizar con honestidad los argumentos de las «leyes
naturales» que se oponían a la contracepción, y vieran, con sorpresa,
lo insustancial del razonamiento que hasta entonces habían
aceptado. El sexo existe para la procreación, de acuerdo, pero ¿en
todos y cada uno de los actos sexuales? Se come para subsistir, pero
no por ello se considera pecado mortal toda comida o bebida, más
allá de la necesaria para la subsistencia. De hecho, reducir el comer a
un impulso animal negaría el significado espiritual y simbólico de las
comidas compartidas: las fiestas de cumpleaños, las cenas de
celebración, el vino de Cana, incluso la Eucaristía. ¿La integridad del
acto? ¿Acaso es pecaminoso recibir alimentación intravenosa cuando
se requiere? ¿Se viola con ello la integridad del acto de comer?
Cuanto más analizaban la herencia de «sabiduría» de la Iglesia,
mejor veían las cuestionables raíces en que se sustentaba: el temor y
el odio al sexo, la sensación de que el placer que proporciona es un
soborno biológico para garantizar la perpetuación de la especie, que
cualquier uso que se le dé, diferente del de su objetivo, es
vergonzoso. Esto no procede de las escrituras ni de Cristo, sino de
Séneca y Agustín.
Los miembros de la comisión, incluidos teólogos de formación y
consejeros espirituales con años de experiencia en explicar las
doctrinas de la Iglesia, tuvieron la sensación de ver la realidad por vez
primera. La cultivada sumisión al papado había sido para ellos una
estructura de engaños que los alejaba de la honestidad para consigo
mismos, obligándolos a vivir en una mentira. Para su gran sorpresa,
se dieron cuenta de que no sólo deseaban apoyar la idea de que la
Iglesia cambiase, sino que sentían que tenía que cambiar en ese
aspecto, que, una vez descubierta la verdad, no podía ocultarse de
nuevo. Cuando se preguntó a los diecinueve teólogos de la comisión,
convocados a votar por separado, si la doctrina de la
•109-
Iglesia podría cambiar respecto a la contracepción, doce
respondieron que sí y siete que no (entre los que se contaba John
Ford, quien se había incorporado a la comisión en esa reunión). 4
Todo esto disparó las alarmas del Vaticano. Para la siguiente reunión,
la última y la más larga, de abril a junio de 1965, los miembros de la
comisión fueron degradados a «consejeros» (peri-ti) y la comisión la
formaron dieciséis obispos llamados para elaborar el informe
definitivo. Los obispos escucharon a quienes en verdad habían
participado en los debates, pero les correspondía a los obispos emitir
el veredicto final. El debate lo presidió el cardenal Ottaviani, del Santo
Oficio. Esta incursión de la artillería pesada habría acobardado a los
miembros en las primeras sesiones. Pero las cosas ya habían ido
demasiado lejos como para dejarse intimidar. Para el momento
decisivo los Crowley aportaron otro sondeo; éste versaba sobre 3.000
católicos —incluidos 290 devotos ^suscriptores de la revista St.
Anthony's Messenger [El mensajero de san Antonio]— de los que el
63 % dijo que el método del ritmo había perjudicado a su matrimonio;
el 65 %, que no era cierto que evitara la concepción, incluso
siguiendo el procedimiento rigurosamente (hasta neuróticamente). 5 El
doctor Albert Gorres habló de la autocensura practicada por los
católicos, algo que los miembros reconocieron como cierto. 6 El
sacerdote jesuíta Josef Fuchs, profesor de las normas de Casti
Connubii durante veinte años, prometió retirar su texto de moral y
renunciar a su puesto de profesor en la Universidad Gregoriana de
Roma, pues ya no podía mantener lo que antes profesaba. 7 Los votos
de los teólogos que presentaron sus hallazgos a los obispos pasaron
de quince a cuatro contra la afirmación de que la contracepción sea
intrínsecamente mala.8 El resultado de la votación en el grupo
completo fue de treinta a cinco.9
He aquí una perfecta prueba de laboratorio de que la teoría de la
contracepción es antinatural, en la medida en que sólo así lo puede
percibir el razonamiento naturalista. Se trataba de personas
preparadas, incluso expertas. Eran católicos de sólidas convicciones
(por eso fueron escogidos). Durante toda su vida estuvieron
condicionados para aceptar las doctrinas de la Iglesia, de hecho ya
las habían aceptado en el pasado. Si de alguien podía asegurarse
que abordaría las tesis oficiales con una actitud abierta era de ellos.
-110-
No había en ellos ninguna malicia hacia las autoridades de la Iglesia,
muchos habían dedicado gran parte de su vida (si no toda) a
colaborar con ellas. La mayoría entró en el proyecto de acuerdo con
la posición del Papa, o al menos dudosos de que pudiera cambiar.
Ahora se encontraban a sí mismos reconociendo que el cambio no
sólo era necesario sino además inevitable. No entendían cómo antes
habían podido pensar de otro modo. El cardenal Suenens explicó que
se les había condicionado para tener una doble conciencia, para vivir
una mentira:
111
patriarca melquita. Máximo IV, quien dijo en las deliberaciones del
Concilio que los sacerdotes hacían gala de una «psicosis de celibato»
en todo lo relacionado con el sexo. 12 Los Crowley pudieron percatarse
de esta actitud cuando llegaron a un seminario vacío que servía de
residencia para los asistentes a la cuarta sesión. A Patty no se le
permitió quedarse en la misma habitación con su marido, tenía que
irse a pasar la noche a un convento de las cercanías. 13 No se podía
permitir el sexo en los confínes del seminario, incluso sin seminaristas
en la residencia.
La votación culminante de la comisión —la de los dieciséis obispos—
fue de nueve a tres a favor de cambiar la posición de la Iglesia sobre
la contracepción, con tres abstenciones. Antes de realizar la votación
se había acordado presentar un solo informe de la comisión, pero el
cardenal Ottaviani y el padre Ford, al ver cómo venían dadas,
prepararon por su parte un documento que luego sería trastocado
como documento oficial de la minoría. Había sólo un documento
oficial, el único votado por los obispos autorizados para reseñar los
hallazgos del grupo de trabajo (había sido Ottaviani quien trajera a
esos funcionarios, con la esperanza de obtener de ellos el resultado
que él quería. Cuando esto falló, se desentendió de su propio ardid).
El informe Ford, redactado con Germain Griscz, decía que cualquier
modificación era inconcebible. Y no porque hubiese argumentos
razonables contra el cambio: «Si pudiéramos plantear argumentos
claros y convincentes basados sólo en la razón, no sería necesario
que existiera esta comisión, y tampoco se habría producido esta
situación en la Iglesia.» No, la verdadera razón para mantener la
teoría era que ésa era la teoría: «La Iglesia no puede haberse
equivocado durante tantos siglos, ni siquiera un siglo, imponiendo
graves cargas en nombre de Jesucristo si Jesucristo no hubiera
impuesto de verdad esas cargas.»'4 O, como Ford lo expuso en un
debate anterior, si la Iglesia mandó al infierno a todas esas almas,
tiene que seguir manteniendo que ahí es donde están.
A esas alturas, ese argumento no tenía sentido para la comisión, ni
para los obispos ni para los teólogos ni para los laicos expertos. Pero
al final fue el único argumento que le importó a Pablo VI. Se
aprovechó del llamado «informe de la minoría» para decir que no
podía aceptar los hallazgos de la comisión, ya que éstos
-112-
no eran objeto de consenso. 15 Nueve de los doce obispos, quince de
los diecinueve teólogos y treinta de los treinta y cinco miembros no
episcopales de la comisión no eran suficientes para él. En los
decretos del Concilio las votaciones tampoco fueron unánimes, y no
por eso las declaró inválidas. Lo que de verdad preocupaba a Pablo
eran los argumentos que le trajo Ottaviani cuando se presentó el
informe. Él sabía lo que preocupaba al Papa y sabía cómo manejar
esas preocupaciones. F. X. Murphy había observado algo en la
conducta de Pablo a lo largo de las reuniones del Concilio:
113
nubii: «La Iglesia hace un llamamiento a sus seguidores para que
recuperen la obediencia a las leyes naturales, tal como las ve su
doctrina constante, que nos enseña que todos y cada uno de los
actos conyugales deben mantenerse abiertos a la transmisión de la
vida.»17 La respuesta de los católicos fue un rechazo sin precedentes
a la sumisión. Las encuestas registraron un desacuerdo inmediato
con la encíclica. En un festival católico de jóvenes devotos alemanes
en Essen, planificado con anterioridad, se propuso la resolución de
que los asistentes no obedecerían la encíclica; de los cuatro mil, sólo
noventa votaron en contra. 18 Otra encuesta simultánea entre católicos
alemanes arrojó como resultado que el 68 % de ellos pensaba que el
Papa estaba equivocado respecto a la contracepción.19 Desde todos
los confines del mundo llegaron notas similares.
¿Qué harían los obispos? Con la encíclica venía la orden, para ellos y
todos los sacerdotes, de explicar y apoyar la decisión del Papa.
Pero por primera vez en la historia, los obispos declararon que, aun
manteniendo su respeto por la encíclica, los creyentes podían actuar
de otra forma si su conciencia así se lo indicaba. La Conferencia
Episcopal de los Países Bajos fue más rotunda: «La Conferencia
considera que el rechazo total de la encíclica a los métodos de
contracepción no es convincente a causa de los argumentos que
presenta.»21 Otros cuerpos episcopales fueron más circunspectos,
pero señalaron que no considerarían que aquellos que
desobedecieran la encíclica estuviesen incumpliendo los
sacramentos. Los obispos de Bélgica lo expresaron así: «Cualquier
persona competente en la materia y capaz de formarse un juicio
personal bien fundado —lo que supone un cierto conocimiento—
puede, después de serias reflexiones ante Dios, llegar a conclusiones
diferentes en ciertos puntos.» Dicho de otro modo; no hay que tratar
-114-
con ligereza las palabras del Papa, pero una vez bien analizadas,
pueden actuar según su conciencia. Ésta fue la posición que tomaron
los obispos de Estados Unidos (entran en juego las normas de la
disidencia lícita), Austria, Brasil, Checoslovaquia, México, Filipinas,
Alemania Occidental, Japón, Francia, los países escandinavos y
Suiza.22 La declaración de los escandinavos fue típica:
115
El disentimiento permitido para con Humanae Vitae imprimió cierto
giro a la actitud católica hacia la autoridad en general. 27 ¿Qué podía
hacerse al respecto? Pablo tenía las manos atadas por sus propios
actos. ¿Estarían igual las de los futuros papas? Juan Pablo I (Albano
Luciani), el sucesor inmediato de Pablo, dio indicios de querer
apartarse de las prohibiciones de Casti Connubii. Cuando nació el
primer bebé probeta, el Papa dio un paso extraordinario al enviar su
felicitación, a pesar de que Humanae Vitae condenase la fertilización
in vitro. Dijo a la prensa:
--
*
Los archivos documentales de la Conferencia Episcopal Española fechan esta
encíclica en 1995, mientras que Aciprensa la sitúa en 1993. Ref:
www.conferenciaepiscopal.es. (N. del T.)
-116-
de la Iglesia en este y otros ámbitos. Además, se mostró claramente
decidido a designar sólo a obispos que lo respaldasen en su rechazo
a la contracepción, aunque el cuerpo de creyentes se había ido
alejando de él durante todo su papado. La doble conciencia de los
católicos está cada vez más estratificada: la jerarquía acepta la
opinión papal y el laicado la ignora. Sólo los sacerdotes, atrapados
entre los dos estratos, están obligados a incorporar ambas opiniones
a su conducta.
Familiaris Consortio
¿Por qué el papa Juan Pablo II querría convertir el punto más
polémico de su pontificado en el más importante? En un mundo
desgarrado por tantos y tan graves asuntos de vida o muerte, guerra
o paz, ¿por qué se empeña en reducir el número de aspirantes a
sacerdotes o religiosas; por qué insistir hasta la saciedad en un tema
en el que día a día pierde terreno? Hasta el papa Pablo pareció
titubear en su seguridad sobre Humanae Vitae, y evitaba abordar el
tema, o sugería que había margen para nuevas reflexiones sobre ese
extremo. A los cuatro días de hacer pública la encíclica, Pablo se
enfrentó a la ola de oposición con un gesto aplacador: «La encíclica—
dijo—no es un tratado completo sobre el matrimonio, la familia y su
significado moral. Se trata de un tema demasiado amplio al que el
magisterio de la Iglesia puede y quizá debe regresar con un análisis
más acabado, más orgánico y más sintético.»31
Pablo no estaba preocupado por el sexo en sí cuando condenó la
contracepción: no hay nada en su historial que sugiera su
preocupación por ese tema. Lo que le importaba era la autoridad, y
temía por su deterioro. Estaba obsesionado por la firmeza de su
papado. En el caso de Juan Pablo, autoridad y sexo son cruciales. Se
cree un experto en sexo, tanto desde el punto de vista psicológico
como teológico. A pesar de haber sido uno de los obispos llamados
para el voto final en la comisión pontificia sobre la contracepción, no
asistió a la reunión.32 Comunicó sus opiniones al respecto enviándole
al Papa una traducción de su primer libro, Amor y responsabilidad
(1960), obra inspirada en sus sesiones de montañismo con el grupo
de jóvenes que dirigía como sacerdote, y con
117-
quienes entablaba conversaciones «sorprendentemente francas»
sobre el sexo, con un énfasis constante en el askesis (autocontrol).
Otra fuente de su interés y experiencia en el tema fue la doctora
Wanda Poltawska, una católica superviviente de los campos de
concentración que dirigía a un grupo de médicos estudiosos de las
prácticas sexuales en Cracovia. Mientras los Crowley se enteraban
de que el método del ritmo llevaba a frustraciones «no naturales», la
doctora Poltawska afirmaba haber establecido empíricamente que las
prácticas contraceptivas producían neurosis, culpa, frigidez e
impotencia. Karol Wojtyla se basó en sus descubrimientos para
escribir Amor y responsabilidad, donde no sólo ensalza el sistema del
ritmo, sino que además muestra tablas para facilitar las anotaciones
mensuales.33
Ya como papa Juan Pablo II, Wojtyla afirma que las doctrinas de la
Iglesia sobre la contracepción siempre han sido las mismas, pero
también cree tener nuevas ideas «personalistas» que aportar a esa
doctrina. Presenta sus propias opiniones, especialmente en Familiaris
Consortio, como la continuación de una cadena de pensamientos
iluminados por el documento conciliar Gaudium et Spes y por la
encíclica de su antecesor, Humanae Vitae. Las tres pusieron un
nuevo acento en el acto del matrimonio como un acto de amor. Esto
hacía temblar a la minoría conservadora del Concilio. Ellos sabían
que gente como John Noonan había señalado un desvío en el énfasis
del siglo XII y subsiguientes, cuando el acto sexual —presentado
como bestial y degradante en las doctrinas primitivas de la Iglesia—
se aceptaba como noble si estaba ligado al matrimonio y a la
procreación. La minoría del Concilio temía que si la palabra amor se
ponía a la par con la intención de procreación, se podía ceder ante la
primera permitiendo que no todo contacto sexual estuviese «abierto a
la vida». (De hecho, fue entonces cuando Noonan pensó que sus
interpretaciones de la historia estaban destinadas al magisterio.) El
papa Pablo compartía la preocupación de la minoría, como lo
demostró en sus modi (enmiendas) de último minuto. Una de ellas
consistía en quitar una sola palabra, etiam («al igual que»), lo que
podía sugerir que la procreación es sólo uno de los fines del
matrimonio. La mayoría esquivó esa bala. Incluso aunque Gaudium et
Spes le hizo un favor al Papa al citar (en una nota al pie) Casti
Connubii como obligatoria, fue más po
-118-
sitiva respecto al sexo que la mayoría de los demás pronunciamientos
autoritarios. Señalaba sobre todo que el acto sexual en el matrimonio
era un «mutuo autorregalo» de la pareja.34
En su propia encíclica, Humanae Vitae, Pablo VI parece olvidar su
preocupación sobre la procreación como «fin primario» del
matrimonio. Cita la «unicidad» y el objetivo «procreativo» del contacto
sexual sin darles jerarquía alguna. 35 Ello se debe a que Germain
Grisez había convencido aJohn Ford y otros responsables de la
posición del Papa de que el énfasis en la mecánica de la procreación
(«la integridad del acto») era un argumento derrotado. Grisez prefería
decir que Dios era el «dador» y fortificador de la vida, y que oponerse
a la vida era oponerse a Dios. El Familiarís Consortio de Juan Pablo
desarrolla este planteamiento al condenar la contracepción como la
expresión de una «mentalidad antivida». 36 También retoma el
lenguaje del Concilio sobre entregarse a sí mismo. Ahora, en lugar de
degradar el acto sexual, el Papa lo alaba hasta la muerte. Es algo tan
maravilloso que debe ser siempre perfecto:
119-
garse a ella una vez conquistada una identidad que valga la pena dar.
«El hombre es persona precisamente porque es el amo de sí mismo y
porque tiene autocontrol. De hecho, porque se posee a sí mismo,
puede darse al otro.»38 No se trata de que las ausencias llenen el
corazón de anhelos y añoranzas. La continencia periódica impuesta
por el ritmo es un bien de por sí: «El dominio de sí mismo
corresponde al edificio fundamental de la persona; es, qué duda
cabe, "un método natural".»39
Como es lógico, esto significaría que toda persona debe abstenerse
periódicamente del sexo, incluso al margen de toda intención
anticonceptiva, y es ahí adonde Juan Pablo quiere llegar. A menos
que se esté dispuesto a perfeccionarse a través de la abstinencia
periódica, es posible cometer adulterio con la propia esposa. Juan
Pablo llegó a esta extraordinaria visión de la concupiscencia hacia la
propia esposa en su alocución del 8 de octubre de 1980. Después de
citar a Cristo diciendo que «todo aquel que mire a una mujer con
lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt. 5:28), prosiguió
diciendo:
—120—
autocontrol. Aceptar el ciclo y entrar en el diálogo significa
reconocer el carácter espiritual y corporal de la comunión
conyugal y vivir el amor personal con la fidelidad requerida.42
121
NOTAS
1. Robert Blair Kaiser, The Politics of Sex and Religión: A Case His-
tory in the Developrnent o f Doctrine, 1962-1984, Leaven Press de
The National Catholic Repórter, 1985,pp. 95-96.
2. Para los rechazos de Grisez de los argumentos tomísticos a favor
de un nuevo enfoque, véase Janet E. Smith, Humanae Vitae: A
Generation Later, Catholic University of América Press, 1991, pp.
340-370.
3. Kaiser, op. cit., p. 95.
4. Robert McCIory, Turning Point: The Inside History ofthe Papal Birth
Control Commission, Crossroad, 1995, p. 71.
5. Kaiser, op. cit., pp. 135-136.
6. Ibíd.,p. 138.
7. McCIory, op. cit., p. 122.
8. Ibíd.,p.99.
9. Kaiser, op. cit., p. 147.
10. McCIory, op. cit., p. 125.
11. Kaiser, op. cit., p. 144.
12. Ibíd.,p.l39.
13. Ibíd.,p.78.
14. McCIory, op. cit., pp. 110-111.
15. Pablo VI, O f Human Life (Humanae Vitae), Pauline Books, 1968,
párr. 6, p. 3. [Humanae Vitae, Ediciones Palabra, 1990.J
16. F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Concilio Vaticano II, Parrar,
Straus y Giroux, 1968, p. 429.
17. Pablo VI, op. cit., párr. 11. pp. 5-6.
18. John Horgan (editor), «Humanae Vitae» and the Bishops: The
Encydical and the Statements of the National Hierarchies, Irish
University Press, 1972, pp. 15-16.
19. Ibíd., p. 16.
20. Pablo VI, op. cit., párr. 28, p. 14.
21. Horgan, op. cit., p. 192.
22. Ibíd., pp. 81, 61, 73-74, 99, 205-206, 309-310,169-170,127,238,
260,276.
23. Ibíd., p. 238. Evidentemente algunos órganos episcopales
aceptaron la doctrina papal sin expresar la posibilidad de
excepciones: Inglaterra, Irlanda, Italia, Corea, España, Yugoslavia y
una docena más. Pero lo que sorprende es la inconformidad que
apareció en el resto. Además, si bien la cantidad de órganos
nacionales conformes es impresionante, la verdadera cantidad de
diócesis que ellos representan es mucho menor
-122-
que la representada por los discordantes. Al separar las
declaraciones de los obispos según las diócesis que representaban,
el padre benedictino Philip Kaufman demostró que, a escala mundial,
sólo el 17% aceptó la encíclica sin sugerir las posibles dudas de los
católicos al respecto, mientras que el 56 % dio cabida al
cuestionamiento de la conciencia individual, y el 28 % estaba dudoso.
Véase Kaufman, Why You Can Disagree and Remain aFaithful
Catholic, Crossroad, 1991, pp. 72-83.
24. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist
Press, 1993, p. 595.
25. Ibíd., p. 594.
26. Ibíd., p. 488 (en Martelet); Kaiser, op. cit., pp. 214-215.
27. Este es el tema de varios libros del sociólogo Andrew Greeley.
Véase por ejemplo, Crisis in the Church: A Study of Religión in
América, Thomas More Press, 1979.
28. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope
John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 286-287.
29. Juan Pablo II, The Theology of the Body: Human Love in the
Divine Plan, Pauline Books, 1997. [El amor humano en plan divino,
Fundación Gratis Date, 1993.]
30. Jan Grootaers yJoseph A. Selling, The 1980 Synod of Bisbops
«On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an
Analysis of its Texts, Bibliotheca ephemeridum theologicarum
Lovaniensium, 64.
31. Kaiser, op. cit., p. 200.
32. Después dijo que él no viajaba si su obispo superior no podía ir,
aunque en otras ocasiones había encontrado razones para viajar.
33. Kwitny, op. cit., pp. 159-166.
34. Gaudium et Spes, párrs-, 48, 51, Walter M. Abbott, S. J. (editor),
The Documents of Vatican II, Herder and Herder, 1966, pp. 250-
251,256.
35. Pablo VI, op. cit., párr. 12, p. 6.
36. Juan Pablo II, El papel de la familia cristiana en el mundo
moderno (Familiaris Consortio), traducción del Vaticano, Pauline
Books, 1997, párr. 30, p. 48. [Familiaris consortio: la familia,
traducción políglota vaticana, Ediciones San Pablo, 2000.]
37. Ibíd., párr. 32, pp. 51-52.
38. Juan Pablo II, The Theology ofthe Body, p. 398.
39. Ibíd., p. 397.
40. Ibíd., p. 159.
41. Ibíd., pp. 158-159.
42. Familiaris Consortio, párr. 32, p. 52.
43. Kwitny, op. cit., pp. 37-38, 52, 83,120,132, 326-327,435.
123-
7
No se admiten mujeres
—128—
cero de un consenso: «Puesto que el sexo femenino, que tiene un
estatus inferior, no puede expresar supremacía en ninguna categoría,
este sexo no puede recibir la ordenación» (ST Supl. q. 39r). San
Buenaventura añadió que, ya que sólo el varón fue hecho a imagen
de Dios, sólo el varón puede recibir el oficio divino de sacerdote. 12
Tuan Duns Escoto dijo que las mujeres, como sucesoras de Eva,
quien provocó la caída del hombre, no pueden encargarse de la
salvación del hombre. 13
¿Por qué estos hombres estaban tan seguros de que las mujeres
eran inferiores? Tomás de Aquino tenía la garantía de Aristóteles:
En lo que se refiere al funcionamiento de la propia naturaleza, la
mujer, además de ser un error, es inferior. El agente causante que
está en la simiente del hombre trata de producir algo completo, de
género masculino. Pero cuando se produce una hembra es porque el
agente causante ha sido frustrado, bien sea por la ineptitud de la
materia receptora [de la madre] o por alguna interferencia
deformadora, como los vientos del sur, que son demasiado húmedos,
según se lee en La reproducción de los animales [de Aristóteles] (ST
1 q 92, 1 ad 1).
Según la fisiología de Aristóteles, la simiente masculina es la causa
esencial de la concepción; es activa, en conjunto con los elementos
nobles predominantes, que son el fuego y el aire. La mujer es sólo la
causa material de la concepción, pasiva, en conjunto con los
elementos inferiores predominantes, la tierra y el agua. Cuando la
causa esencial tiene éxito, se genera un varón que se parece al
padre. Pero cuando se empantana en el cieno receptor pasivo (que
Aristóteles asocia con la sangre menstrual) se genera (en orden
descendiente) un varón que se parece a la madre, una hembra que
se parece al padre o una hembra que se parece a la madre. 14 Puesto
que la mujer, cuando es concebida, es en verdad un varón
defectuoso, una deformación {anaperia), tarda más en formarse en la
matriz y, aún así, después de un proceso más largo, emerge más
pequeña y débil que el varón; una vez fuera del útero envejece más
deprisa, se deteriora antes.'5 Su misma estructura le da menos
capacidad de razonamiento, virtud y disciplina que al varón, en
palabras de Aristóteles: «más desvergonzada, mentirosa y engaño-
—129—
sa», y la hace inestable y veleidosa, presa de las pasiones, incapaz
de controlarse a sí misma.16 San Juan Crisóstomo se limitó a decir
que las mujeres no tienen la suficiente inteligencia para ser
sacerdotes.17
La de Aristóteles no fue la única forma clásica de misoginia heredada
por el cristianismo, pero la suya alcanzó gran divulgación por la
impresionante articulación que dio a sus argumentos. Se basaba en
experimentos científicos como la disección de animales preñados.
Esto le confirió una gran influencia sobre muchos autores antiguos
que se hicieron eco de sus teorías implícita o expresamente.
Clemente de Alejandría (c.l50-c. 215) lo transmitió a la Iglesia oriental
y Tertuliano (c.l55-c. 220) a la Iglesia occidental.18 Clemente escribió:
«La mujer, considerando cuál es su naturaleza, debería avergonzarse
de serlo.»19 Tertuliano opinaba que las mujeres, siguiendo el papel de
Eva la tentadora, eran «las puertas por las que entra el diablo». 20
La visión clásica general de la sexualidad femenina fue la antítesis del
sentimiento Victoriano sobre la mujer tímida y vergonzosa, agredida
por hombres brutales. Los autores griegos y romanos pensaban que
las mujeres tenían una sexualidad voraz a causa de su escaso control
del raciocinio y de sus pasiones alocadas, implícitas en las teorías
clásicas sobre su naturaleza. En esto también Aristóteles se lleva la
palma con sus afirmaciones sobre el apetito sexual de los animales
femeninos en general. 21 El apoyo popular a estas observaciones
viene en parte del hecho de que las mujeres pueden tener contacto
sexual en cualquier momento, ya que no necesitan de la erección ni
la eyaculación (como se lamentaba Mark Twain, ya anciano: «Son
como candeleros encendidos»). Esto suscitó temores sobre la
incapacidad de los hombres para satisfacer sus incesantes
exigencias. En el locus classicus de la misoginia romana, la sexta
sátira de Juvenal, se aconseja al hombre estar con chicos, en vez de
mujeres, pues los chicos no se burlan como lo hace una mujer si uno
no satisface sus deseos sexuales (6.36-37). Juvenal describe a la
emperatriz Mesalina yendo a un burdel para ser poseída toda la
noche y todavía regresar «con la vulva insatisfecha, congestionada y
ardiendo» (6.129). El médico escritor Sorano (siglo l) describió a las
mnfómanas como poseedoras de «un irresistible deseo de relaciones
sexuales y una cierta desvergüenza de-
—130—
mencial (debida a la reacción simpática del tejido cerebral con el
útero)».22
Estos vampiros sexuales poblaban las pesadillas de los célibes
cristianos, lo que impulsó a Epifanio, el obispo de Chipre, a escribir:
«Las mujeres son fáciles de seducir, débiles y cortas de
entendederas. El demonio trabaja a través de ellas para propagar el
caos» (PG. 42.740). Las mujeres eran más vulnerables a la posesión
demoníaca.23 En el siglo xm, Alberto Magno (maestro de Tomás de
Aquino) todavía decía cosas como ésta:
Las mujeres contienen más líquido que los hombres, y es una
propiedad de los líquidos el capturar las cosas con facilidad y ser
débiles para retenerlas. Los líquidos se mueven fácilmente, por lo
tanto las mujeres son inconstantes y curiosas. [...] La mujer es un
hombre ilegítimo y tiene una naturaleza incorrecta y defectuosa en
comparación con el hombre. En consecuencia es insegura de sí
misma. Cuando no consigue algo por sí misma trata de lograrlo a
través de mentiras y engaños diabólicos. Y así, para ser breve, con
toda mujer hay que estar en guardia, como si se tratase de una
serpiente venenosa o el diablo con cuernos.24
Habida cuenta de la friabilidad natural de la mujer, la fuerza de las
vírgenes mártires les parecía algo sorprendente a los cristianos:
se decía que se habían convertido en varones.25
Por muy contundentes que pudieran considerarse estos argumentos
para excluir a las mujeres del sacerdocio, había otro aún más fuerte
ante los ojos de los'hombres: la impureza ritual de las mujeres. No
existe en el Nuevo Testamento disposición alguna sobre el ritual del
sacerdocio. Tal como lo señala el distinguido teólogo dominico Yves
Congar:
Estos son los hechos. La palabra hiereus (sacerdote, oficiante)
aparece más de treinta veces en el Nuevo Testamento, y la palabra
archiereus más de ciento treinta veces. El uso de estas palabras es
tan constante que muestra claramente una intención deliberada y
altamente significativa, sobre todo porque los escritores de la primera
generación cristiana siguen
—131—
cuidadosamente la misma línea. Para ellos, así como para el Nuevo
Testamento, hiereus (o archiereus) 'se emplea para definir, bien a los
sacerdotes de la orden levítica, bien a los sacerdotes paganos.
Aplicada a la religión cristiana, la palabra hie-reus se usa sólo para
referirse a Cristo o a los creyentes. Nunca se aplica a la jerarquía de
los ministros de la Iglesia.26
Sin embargo, cuando el eco del sacerdocio del templo regresó al
cristianismo, trajo consigo los tabúes rituales que lo rodeaban. Se dijo
a los obispos que, al igual que los sacerdotes judíos, ellos tampoco
podían dormir con sus esposas la víspera de la ofrenda del
sacrificio.27 Este tabú desempeñó su papel en la ampliación gradual
de la obligación de los sacerdotes de renunciar a tener esposa.
Jerónimo y Orígenes incluso pensaron que el laicado debía
abstenerse del contacto sexual la víspera de recibir el sacramento. 28
Se dio a los sacerdotes el monopolio de oficiar los sacramentos,
especialmente la consagración de la Eucaristía: un acto separado de
la vida ordinaria hasta el punto de convertir el santuario de la Iglesia
en una especie de mini templo, con misterios conocidos sólo por los
iniciados. En aquellos tiempos, la «reja» obstruía la visión del laicado,
y el latín sacerdotal garantizaba que aun siendo escuchados no
revelasen gran cosa de lo que sucedía en el sanctasanctórum. Los
dedos del sacerdote tenían ahora el crisma especial de la
consagración: la falta del índice o del pulgar podía descalificar a un
hombre para la ordenación, pues los demás dedos no eran lo
bastante puros para la tarea. Al laicado, evidentemente, no se le
permitía tocar la hostia consagrada sino con la lengua (y las
entrañas). En el siglo XI, una vez impuesto el celibato sacerdotal en la
Iglesia occidental, san Pedro Damián escribió que Cristo, habiendo
nacido de una virgen, debía ser tocado sólo por manos virginales. 29
En cuanto apareció el requisito de la pureza ritual, se definió a la
mujer como no cualificada para el servicio sagrado. Es ritualmente
impura a causa de su menstruación. Si su presencia profanaría
incluso el patio interno del templo judío, cuanto más el
sanctasanctórum. Aunque los judíos no veían con tanto pánico como
otras culturas la menstruación de la mujer, le concedieron la
suficiente atención como para que el erudito de la Biblia, Jacob Mil-
grom, dijera que «la actitud general hacia la mujer durante la
—132—
menstruación seguía dominada por el miedo».30 La mujer, como tal,
era tan impura que una mujer que diese a luz a una niña quedaba
impura después del parto el doble del tiempo que una que diera a luz
a un varón. Después de alumbrar un niño no se le permitía tocar nada
consagrado ni entrar en el recinto sagrado durante treinta tres días,
pero si había tenido una niña eran sesenta y seis días (Lev. 12:1-5).31
La retención de las mujeres en la parte externa de las sinagogas, tras
rejas de separación, era otra expresión de lo mismo: su incapacidad
para manipular objetos sagrados. Los cristianos aplicaron las mismas
restricciones cuando crearon su propio ritual del sacerdocio. Según el
patriarca Dionisio de Alejandría (siglo IIl), durante la menstruación
«las mujeres piadosas y devotas jamás pensarían en tocar la mesa
sagrada ni el Cuerpo y la Sangre del Señor» (PG 10.1281). Incluso
fuera de la menstruación, no se les permitía entrar en el santuario,
acercarse al altar ni tocar los cálices sagrados. El Concilio de
Laodicea (siglo iv) decretó: «Está prohibido que las mujeres entren en
el área del altar.»32 En el siglo IX, el obispo Haito de Basilea incluyó
en su promulgación lo siguiente:
Todos deben procurar que las mujeres no se acerquen al altar;
incluso las mujeres consagradas a Dios no pueden inmiscuirse en
ningún tipo de servicio litúrgico. Cuando haya que lavar los manteles
del altar, los clérigos se encargarán de retirarlos, pasarlos por encima
de la baranda del altar y recuperarlos de la misma forma. Lo mismo
sucederá cuando las mujeres traigan ofrendas: los sacerdotes las
recibirán allí y las llevarán al altar. 33
Sí las mujeres tenían prohibido hasta acercarse al altar, lo que las
mantenía al margen de todo lo santo y sagrado, ordenarlas
sacerdotes era, por supuesto, impensable. Son nociones que ni
siquiera hoy en día han perdido del todo su vigencia. En fecha tan
reciente como 1917, el código de derecho canónico (canon 813.1)
dice: «Las mujeres no pueden en ningún caso llegar al altar, y pueden
responder sólo desde lejos.» Cuando yo era pequeño no se admitían
mujeres en el santuario, y en 1980 el Vaticano decretó que «las
mujeres no están autorizadas para actuar como ayudantes en el altar
[acólitos]».34 Puesto que no se admitían mujeres en la zona
•133-
del coro, que en las catedrales medievales estaba detrás del
santuario, los coros masculinos eran la norma, cosa que condujo a
que para disponer de sopranos tuvieran que recurrir a los castrati
(que tanta fama le dieron al coro del Vaticano). Los hombres, aun
mutilados, eran más limpios que las mujeres.
Todos estos requisitos rituales están muy lejos del Nuevo
Testamento, donde dice el Papa que encontraremos sólo sacerdotes
hombres. El problema es que cuando leemos el Nuevo Testamento
no encontramos a sacerdote alguno, hombre o mujer. Como dice el
católico conservador Raymond Brown;
Bautizados en Cristo,
de Cristo estáis revestidos.
Ya no hay judío ni griego;
no hay esclavo ni libre;
no hay varón m mujer;
porque todos vosotros sois uno
en Cristo Jesús.36
Así pues, no hay nada en los evangelios que indique que Jesús haya
mostrado ninguna de las viles actitudes respecto a la inferioridad e
impureza femeninas que los maestros de la Iglesia han enseñado por
siglos, imponiéndolas en su nombre. Estas opiniones le fueron
imputadas, por los obispos, teólogos y santos que creyeron saber
más que el Evangelio. Predicaban a Aristóteles, no a Cristo.
Aun así se puede objetar que, si Jesús tenía a las mujeres en tan alta
estima, ¿por qué no escogió a una como sacerdote? Como nos
recuerda Raymond Brown, tampoco escogió a ningún hombre como
sacerdote. ¿Por qué tendría que hacer por María Magdalena lo que
no hizo por Pedro? Disponemos de listas completas de todos los
ministros de los primeros tiempos de la Iglesia: diez de ellos en la
primera epístola a los corintios, seis en la de los romanos, cinco en la
de los efesios. Hemos oído de emisarios {aposto-loi), trabajadores de
los evangelios (kopountes), profetas, ministros (diakonoi), mayores
(presbyteroi), evangelistas, maestros, pastores, guías, exhortadores,
milagreros, curanderos, lenguas, intérpretes, guías espirituales. 40
Todas estas funciones podían ser desempeñadas por mujeres, y no
había otras funciones que cumplir. No se dice una palabra sobre
sacerdotes individuales, sino del sacerdocio de toda la comunidad
cristiana (1 Pe. 2:5). Nadie ejercía funciones separadas como
bautistas, ministros de la Eucaristía, celebrantes de misa, ministros
de sacramentos. No se dice nada del oficio mismo, sino de personas
con varias funciones. Wayne Meeks ha observado en sus estudios
sobre las estructuras de las comunidades primitivas el sorprendente
parecido entre las reuniones de los cristianos y las helenísticas; y en
estas reuniones abundaban oficios graduados ordenadamente
(archai).41 En contraposición, el liderazgo cristiano era carismático,
dinámico, no jerárquico. Arlo J. Ñau ha llegado a argumentar que el
tratamiento que se le da a
136-
Pedro en el evangelio de san Mateo tiene la intención de inhibir toda
noción de jerarquía. 42 No se escogía a los líderes por su autoridad
humana sino por inspiración del Espíritu.
San Pablo se sale de la norma cuando dice que su trabajo no fue
autorizado por la Iglesia de Jerusalén, ni por los Doce, sino por el
Señor (Gal. 1:1-20). Se llama a sí mismo trabajador y se dirige a sus
colegas trabajadores, «Andrónico y Junia, mis parientes y mis
compañeros de prisiones, los cuales son muy estimados entre los
apóstoles y que también fueron antes de mí en Cristo» (Rom. 16:7).
Para el siglo IX, chocó a los misóginos cristianos que se calificase a
Junia de apóstol, siendo una mujer, así que le dieron un acento
diferente a la palabra haciéndola hombre, Junias, aunque ese nombre
no aparece en ninguna otra parte.43 También le bajaron el tono a la
cálida descripción del lugar de las mujeres en el sacerdocio de san
Pablo, donde dice que Evodia y Sintique «combatieron codo con codo
conmigo {synethlesan) en el Evangelio» como «colaboradoras mías»
{synergoi) en Filipenses 4:2. En Romanos 16, saluda a diez mujeres,
entre las que incluye, además de la apóstol Junia, a María «una gran
trabajadora» (kopiousa) de la Iglesia (kopiao es el verbo que emplea
para sus propios esfuerzos por el Evangelio). Elizabeth Castelli nota,
que tiene para él, «un sentido casi técnico que se refiere al trabajo de
misionero».44
Andrónico y Junia parecen ser uno de esos equipos misioneros que
vemos mencionados en cualquier otra parte. Priscila y Aquila, otro
equipo que trabajó con san Pablo, eran marido y mujer, así que Junia
y Andrónico (ambos llamados apóstoles) probablemente también
estuvieran casados.45 Hay cinco equipos de dos misioneros qué
incluyen mujeres: Priscila y Aquila (Rom. 16:3), Andrónico y Junia
(16:7), Filólogo y Julia (16:15), Nereo y su hermana (16:15), Evodia y
Sintique (Fil. 4:2-3).46 Cuando san Pablo se refiere a Priscila y Aquila,
pone primero el nombre de la esposa, lo que la señala como líder del
equipo (por ejemplo, Bernabé y Pablo, siendo Bernabé el apóstol
mayor).47 También se ha dicho que Pedro viajaba con su esposa (1
Cor. 9:5). ¿Eran esos dos otro equipo misionero? ¿Era apóstol la
señora de Pedro? ¿Podemos manejar esta idea, aunque sea como
una posibilidad?
«¡De ninguna rnianera!», dijeron los hombres del Papa (a quienes sin
duda les gustaría no ver a la señora de Pedro figurar en las
—137—
escrituras en Me. 1:29-31 y 1 Cor. 9:5). Se permiten esta negativa
apoyándose en sus dos ecuaciones falsas: primera, que por los Doce
se designaba a los apóstoles, y segunda, que por apóstoles se
designaba a los sacerdotes. Los Doce están contrastados con los
apóstoles por Pablo (1 Cor. 15:5-7), aunque los Doce también son
apóstoles y (según el evangelio de Mateo) estudiantes
(«discípulos»).48 Pero estos dos últimos términos tienen un significado
más amplio que el de los Doce, que simbolizaban las doce tribus que
serían jueces en el momento escatológico del Juicio. 49 Los Doce no
ordenan a ninguno de los (inexistentes) sacerdotes del Nuevo
Testamento. Pablo no estaba comisionado por los Doce. Luego de
ser bautizado por Ananías (que nada tenía que ver con los Doce), su
nombramiento vino de Dios y de la Iglesia de Antioquía cuando le
hizo emisario (el significado literal de apóstol) en Jerusalén. Los
emisarios que se iban de las Iglesias eran contrastados con aquellos
que realizaban funciones internas de la casa (por ejemplo profecías e
instrucción).
Puesto que la unidad primitiva básica de la Iglesia, tal como derivó de
las sinagogas, era la casa, el que presidía la comida comunal sería el
anfitrión.50 O, a menudo, la anfitriona, como Febe en Cen-creas,
quien es además colega de Pablo (diakonos) y «un líder (prostatis)
para muchos, entre ellos yo»; 51 o Lidia en Filipos (Ac. 16:14-15); o
Cloé en Corinto (1 Cor. 1:11); o Apia en la ciudad de Filemón (Fim.
1:2). Las sinagogas negaron el derecho de la mujer a hablar o
participar en los servicios. Pero cuando la Iglesia se trasladó a las
casas, las mujeres, además de profetizar y dirigir las oraciones (1
Cor. 11:4) eran «miembros fundadores» de Iglesias locales. 52 Cuando
Priscila y Aquila recibieron a Pablo en su casa, Priscila era la
superiora. ¿Significa que fue ella la «oficiante» de la comida comunal
(el ágape)? No, pero sólo porque no hubo un oficiante. El sacerdocio
fue el cuerpo entero.
Las múltiples funciones de los líderes parecen dividirse en dos grupos
principales: los maestros-profetas y los ministros-encargados de la
casa. Solemos pensar en el primer grupo como los «verdaderos»
ministros, los sacerdotales, y en el segundo como el trabajo de «las
monjas» o el equipo laico.que maneja las finanzas de una parroquia.
Pero lo que hoy llamamos vida sacramental —con deberes
comunales como el ágape— probablemente era compe-
—138—
tencia de los encargados de la casa en las comunidades primitivas.
La idea que Pablo tenía de lo que era la enseñanza no guardaba
mucha relación con los oficios sacramentales. Dijo haber bautizado a
pocos incluso en la Iglesia que estableció en Corinto (1 Cor. 1:14).
«Pues Cristo no me envió para bautizar sino para llevar la revelación»
(1 Cor. 1:17). Como lo demostró Markus Barth, no hay mención de
ninguna boda cristiana en las comunidades primitivas más que la
realizada por la pareja misma.53 No hay razón para pensar que en
estas actividades comunales se dividiese a los participantes por el
género, como tampoco en las doctrinales. Es muy significativo que
haya mujeres llamadas profetas, pues ésta era una tarea elevada. No
significaba predecir el futuro, sino —en la línea de los profetas
antiguos— hablar por mandato divino para prevenir, reprender o
confortar.54 Los profetas eran particularmente eficaces como
autoridades amonestadoras. Parecían tos Theresa Kane de la Iglesia
primitiva.
El audaz igualitarismo de las asambleas cristianas —que en Corinto
llegó al descontrol— las llevó a la imposición de una autodisciplina, a
ajustarse a las «reglas» del mundo helénico al terminar el siglo, como
lo vemos en las epístolas «pastorales» pospaulinas: por ejemplo, 1
Tim. 2:8 (¿c. 90 d.C.?).55 Estas epístolas restrictivas serían citadas
más tarde" como una prueba de que el papel de la mujer empezaba a
coincidir con el mundo donde el cristianismo se expandía.56 Al adquirir
nuevas disciplinas y estructuras la Iglesia fue absorbiendo una
misoginia ajena al evangelio original. Se ha dicho, y es cierto, que la
Iglesia, al crecer más allá de sus carismáticos e informales tiempos
primitivos, tenía que desarrollar nuevas disciplinas, así como nuevas
doctrinas que las apoyasen. De acuerdo. Pero hay que observar dos
cosas: los papas no han dicho que estén defendiendo una evolución
a partir de la primera situación, sino un confinamiento literal (de
hecho, fundamentalista) en esa primera situación, es decir,
mantenernos, al nivel de la primera selección de hombres que hizo
Jesús para que fuesen sus apóstoles. Pero si verdaderamente nos
fijamos en ese momento de la historia de la Iglesia, no encontraremos
sacerdotes y sí vemos mujeres con funciones muy activas en el
marco del sacerdocio informal. La segunda observación es que, al
margen de qué legítima evolución se haya realizado por aliento del
Espíritu, no se le pue-
—139—
den imputar a ese Espíritu inhalaciones contaminadas con la
misoginia de las culturas circundantes.
Sin embargo, la inhalación ocurrió, y dio inicio a un largo proceso de
exclusión de las mujeres de la historia de los evangelios. Con la
predicación y la iconografía redujeron o eliminaron a todas menos las
presencias más prominentes (episodios como el de la sa-mantana, el
de la mujer con hemorragia, las prostitutas). El grueso de las mujeres
que seguían a Jesús plácidamente («atendiéndole», akolouthein) fue
barrido o mostrado sólo al margen de la camarilla masculina cercana
al Señor. En las numerosas pinturas sobre la Ultima Cena, por
ejemplo, solamente hay hombres a la mesa. Es significativo que la
mayor parte de los grandes frescos y murales de la Última Cena
hayan sido creados para los refectorios de los monasterios y las
capillas (por ejemplo, la de Leonardo) o para las paredes de
santuarios de iglesias (por ejemplo, la famosa serie de Tmtoretto):
esto es: en dominios masculinos. No sólo eso, en las pinturas hay
apenas doce hombres, como si no existiesen más seguidores que
ellos.
En realidad, las mujeres fueron constantes en sus cuidados a Jesús a
lo largo de su ruta y sus más fíeles compañeras cuando llegaron los
tiempos de crisis. Fueron omitidas de la Última Cena porque no
merecían participar en la creación de la Sagrada Misa, como tampoco
merecerían celebrarla, y durante siglos ni siquiera acercarse al altar
donde se celebrase. Cuando las mujeres se hallaban en compañía de
Jesús no estaban aisladas tras una reja, ni enclaustradas consigo
mismas por toda compañía, cual grupo de protomonjas. Tampoco
eran vírgenes que errasen perdidas en Palestina. Sin duda estaban
casadas, como la mayoría de los discípulos, incluidos los apóstoles.
Estaban con sus maridos en la habitación de arriba, justo antes del
suceso de Pentecostés (Ac. 1:14). Pero en las pinturas las borraron
como por arte de magia antes de la venida del Espíritu en
Pentecostés. Sólo los Doce —y a veces la Virgen María— merecen
recibir este carisma.
Poco antes, cuando los discípulos se dispersaban desesperados por
la reciente muerte de Jesús, un hombre se juntó con dos discípulos
que iban camino de su casa (Le. 24:15). Se detuvieron a comer en
Emaús. Sólo se nombra a uno de los dos discípulos, y es varón. Lo
natural sería suponer que el otro fuera su esposa. ¿Quién
—140—
ha visto una imagen de la cena de Emaús donde aparezca Jesús
resucitado partiendo el pan con una mujer sentada a la mesa? Todo
en la manera de imaginar el evangelio ha falsificado el papel de la
mujer en la vida de Jesús y en la fundación de la Iglesia. El trabajo
lento de las nociones envenenadas —sobre la inferioridad e impureza
de la mujer— ha condicionado nuestra herencia de manera
inadvertida y muy difícil de extirpar.. Es por eso por lo que la
prohibición del sacerdocio femenino es importante; no tanto porque
algunas mujeres estén clamando por hacerse sacerdotes
(especialmente tal como está el sacerdocio), sino porque la
perpetuación de esta veda mantiene viva toda la subestructura
ideológica en la que se basa. Es el último y feroz bastión donde se ha
atrincherado la gran mentira cristiana sobre las mujeres. La
congregación del papa Pablo dijo que cualesquiera que hayan sido
las extrañas nociones al respecto en el pasado, no tienen ya ninguna
influencia práctica en las acciones de la Iglesia:
Es algo extraño para un Papa decir que la doctrina —lo que uno
piensa— no importa. Se parece a la actitud de los que dicen que
creer en la inferioridad de los negros no llevó a los sureños a actos de
auténtica injusticia contra los negros. Es como decir que mantener
que los judíos mataron a Cristo no contribuyó a los pogromos, las
persecuciones ni el Holocausto. No se podrá hacer justicia a la mujer
—ni a nadie— mientras las injusticias cometidas contra ella no se
reconozcan como tales. Esas injusticias del pasado no fueron
pecados pontificios, ya que quienes los cometieron —nuestros
pensadores, como Alberto Magno, nuestros santos, como Tomás de
Aquino— no sabían que estaban obrando mal. Pero no darse cuenta
ahora, cuando la evidencia es tan sobrecogedo-ra, cuando se tienen
las oportunidades para la enmienda, perpetuar las equivocaciones
respecto a la mujer como una forma de mantener que la Iglesia no
pudo errar en su trato a la mujer, ése es el pe-
—141—
cado moderno, y un pecado pontificio. La estructura que sostiene el
legado de equivocaciones no es una ignorancia invencible sino una
inocencia cultivada, ignorantia affectata.
NOTAS
1. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of John
Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, p. 340.
2. ParaJunia véase nota 3.
3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inter Insigniores, 1997,
párrafo 27, de Leonard y Arlene Swidler (editores), Women Priest: A
Catholic Commentary on the Vatican Declaración, Paulist Press,
1997, pp. 43-44.
4. ínter Insigniores, párrafo 32, p. 45.
5. Dorothy Irwin, «Omnis Analogía Claudet», en Swidlers, op. cit.,
pp.271-277.
6. Carroll StuhmueUer, «Bridegroom: A Biblical Symbol of Unión, Not
Separation», ibíd-, pp. 278-283.
7. Leonard Swidler, «Roma Locuta, Causa Finita?», ibíd., p. 3.
8. Kwitny, op. cit., p. 637.
9. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist
Press, 1993, p. 667.
10. Juan Pablo II, On Reserving Priestiy Ordination to Men Alone
(Sacerdotalis Ordinatio), traducción al inglés del Vaticano, Pauline
Books, 1997, p. 7. [Carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la
ordenación sacerdotal reservada solamente a los varones,
Santandreu Editor, 1994.]
11. Peter Hebblethwaite, Pope John Paúl and the Church, Sheedand
Ward, 1995, pp. 276-278; Kwitny, op. cit., pp. 666-667.
12. Buenaventura, Commentary on the Sentences IV, distinción 25,
artículo 2, cuestión 1.
13. Juan Duns Escoto, Commentary on the Sentences IV, distinción
25, artículo 2, cuestión 2.
14. Aristóteles, Animal Conception (De Generatione Animalium) 766-
768. [Reproducción de los animales, traducido por Ester Sánchez,
Biblioteca clásica Gredos, 1994.] Véase Lesley Dean-Jones,
Women's Bodies in Classical Grcek Science, Oxford University Press,
1994, pp.176-199.
142.
15. Aristóteles, op. cit., 775a.
16. Aristóteles, Animal Investigations (De Historia Animalium) 68a 11-
12. [Investigación sobre los animales, traducido por Julio Pallí,
Biblioteca clásica Gredos, 1992.]
17. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio 2.2 (PG 48.633).
18. Emanuela Prinzivalli, «Donna e generazione nei Padri della
Chiesa», en Umberto Mattioli (editor), La donna nelpensiero cristiano
antico, Marietti, Genova, 1992, pp. 79-94.
19. Clemente, The Educator (Paedagogus) 2.33 (PG 8.430).
20. Tertuliano, Fémale Fashions (De Cultu. Feminarum} 1.1 (PL
1.1418).
21. Aristóteles, Investigación sobre los animales (De Historia
Animalium) 572. Véase los pasajes clásicos citados por R. A. B.
Mynors, Virgil, Gerogics, Oxford University Press, 1990, p. 224.
22. Sorano, Gynecology 3.3.
23. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renunciation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988,
pp.150,153.
24. Alberto Magno, Commentary on Aristotle's «Animáls» 15, q. 11,
citado por Uta Ranke-Heinemann, Eunuchs for the Kingdom of
Heaven, Penguin Books, 1990, p. 108. [Eunucos por el reino de los
cielos: Iglesia católica y sexualidad, traducido por Víctor Abelardo
Martínez de Lape-ra, Editorial Trotta, 1994.]
25. Jerónimo y Ambrosio en Occidente, Basilio y Gregorio de Nisa en
Oriente, todos dicen que las vírgenes heroicas se convierten en
hombres honorarios —véase Haye van der Meer, S. J., Women Priest
in the Catholic Church? A Theological-Historical Investigation,
traducido al inglés por Arlene y Leonard Swidler, Temple University
Press, 1973, pp. 78-80, y Susanna Elm, «Virgins of God»: The
Making of Asceticism in Late Antiquity, Oxford University Press, 1994,
pp. 91,101,120-121,134.
26. Yves Congar, S.O., Priest and Layman, traducido al inglés por P.
J. Hepburne-Scott, Darton, Longman & Todd, 1966, pp. 74-75.
27. Edward Schillebeeckx, The Church with a Human Face,
Crossroad,1988, pp.240-244.
28. Jerónimo, Epístola 48.15; Orígenes, Comentario sobre Ezequiel,
capítulo 7.
29. Pedro Damián, On the Dignity of the Priesthood, citado por
Ranke-Heinemann, op. cit., p. 108.
30. Jacob Milgrom, Leviticus 1-16 (AB, 1991), pp. 948-953.
31. La literatura del rabimsmo dice cosas aún más ásperas sobre la
mujer. En el Talmud, Sabbath 152a dice: «Una mujer es un cántaro
lleno
—143—
de porquería, con su boca llena de sangre, y aun así todos corren tras
ella.» Citado por Leonard Swidler, Bíblical Affirmations of Woman,
Westminster Press, 1979, p. 156.
32. Van der Meer, op. cit., p. 92.
33. Ibíd.,p.95. ,
34. Congregación Sagrada de los Sacramentos y el Culto Divino,
Instruction Concerning Worship ofthe Eucharísüc Mysteri (Inestimabile
Donum), confirmada por Su Santidad el papa Juan Pablo II,
traducción del Vaticano, párr. 18, Pauline Press, 1994, p. 8.
35. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing
the Church, Paulist Press, 1975, pp. 53-54.
36. Gal. 3:26-28. Los eruditos aislaron esto como himno basándose
en su forma de verso y paralelos en otras partes del Nuevo
Testamento. J. Louis Martyn, Galatians (AB, 1997), pp. 374-383.
37. Ben Witherington III, Women in the Ministry of Jesus, Cambridge
University Press, 1984, p. 117.
38. Vincent Taylor, The Gospel According to St. Mark, Macmillan,
1966, p. 290. [Evangelio según san Marcos, Ediciones Cristiandad,
S.L., 1980.] Véase Barbara E. Reíd, Choosing the Better Part?, The
Liturgical Press, 1996, pp. 135-143, y ElaineJ. Lawless, «The Issue
ofBlood», en Beverly Mayne Kienzie y Pamela J. Waiker (editores),
Women Preachers and Prophets Through Two Millennia of
Christianity, University of California Press, 1998,pp. 1-18.
39. Kari P. Dornfried, «Mary in the Gospel of Matthew», en Raymond
E. Brown y otros., Mary in the New Testament. Fortress Press, 1978,
pp. 77-83.
40. 1 Cor. 12: 8-30, Rom. 12; 6-8, Ef. 4:11. Este tipo de líderes están
enumerados y estudiados en Wayne A. Meeks, The First Urban
Christians: The Social Worid ofthe Apostie Paul, Yale University
Press, 1983, pp.131-136.
41. Ibíd.,pp. 134-139.
42. Arlo J. Ñau, Peter in Matthew: Discipleship, Diplomacy, and
Dispraise, The Liturgical Press, 1992.
43. Joseph A. Fitzmyer, Romans (AB 33,1993), pp. 737-738. Peter
Lampe, «Andronicus» (ABD 1.248-49) y «Junias» (ABD 3.1127).
44. Por ejemplo, en 2 Co. 6:5, Flp. 2:16, Elizabeth A. Castelli, «Paúl
on Woman and Gender», en Ross Shepard Kraemer y Mary Rose
D'Angelo (editores), Women and Christians Origins (Oxford University
Press, 1999), p. 225.
45. Reflejando la práctica de la Iglesia Marcos escribió (6:7) que
Jesús envió a sus misioneros «por parejas». Existían precedentes
para esto
—144—
según Joachim Jeremías, «Paarweise Sendung im Neun Testament»,
en A. J. B. Higgins (editor), New Testament Esays, Manchester
University
Press, 1959, pp. 136-141.
46. Respecto a los equipos, véase Margaret Y. MacDonaId, «Reading
Real Women Through the Undisputed Letters of Paúl», por Kraemer y
D'Angelo, op. cit., pp. 204-207.
47. Peter Lampe, «Frisca» (ABD 5.467-68) y «Aquila» (ABD
1.31920).
48. Raymond F. Collins, «Tweive» (ABD 6.670-71).
49. Ibíd.,p.671.
50. Meeks, op. cit., pp. 75-80.
51. Respecto a Febe (Rom. 16:1-2), ver Fitzmyer, op. cit., p. 731.
52. Ben Witherington III, «Lydia» (ABD 4.422-23).
53. Markus Barth, Ephesians 4-6 (AB 34a, 1974), pp. 774-853.
54. M. Eugene Boring, «Early Christian Prophecy» (ABD 5.495-502).
55. Kathleen E. Corley muestra que las presiones para coincidir con
las reglas helenísticas se registran en los evangelios escritos en el
período de las epístolas pastorales (pos 80 EC): Prívate Women,
Public Meals: Social Conflict in the Synoptic Tradition, Hendrickson
Publishers, 1993.
56. Hay una intrusión de los últimos códigos de conducta (Hausta-
feln) en las auténticas cartas de Pablo, la orden de que las mujeres
guarden silencio en las reuniones (1 Cor. 14:33-36). Pues esto choca
con las propias palabras de Pablo en la misma epístola donde invita a
las mujeres a llevar velos mientras ellos profetizan y oran
públicamente, muchos sospechan que aquí hay una interpolación
para hacer coincidir a Pablo con las epístolas pastorales. Sin
embargo, William E. OrryJames Arthur Walther, entre otros, piensan
que Pablo se refiere a algunos abusos espe-" cíficos de la situación
de los corintios, que implicaba llevar las querellas maritales a la
reunión. Véase Orr y Walther, I Corinthians, AB 32 (1976), pp. 311-
313. También, para efectos similares, Ben Witherington III, Women in
the Earliest Churches, Cambridge University Press, 1988,
pp.90-104.
57. ínter Insigniores, párr. 6, p. 38.
•145-
8
Los eunucos del Papa
NOTAS
165-
el control monopolístico de la transacción sagrada por parte de los
sacerdotes iba acompañada, al mismo ritmo, de la necesidad de la
pureza ritual del oficiante.
Puesto que el poder del sacerdote dependía de esta invocación a una
realidad física distinta en la Eucaristía, se inventaron cuentos que
hicieron más evidente esa materialidad. Cuando la hostia de Bolsena
fue «herida», ésta sangró: Rafael pintó el milagro en la Sala de
Heliodoro en el Vaticano. La realidad divina de la hostia (que no la del
vino), incluso separada de la comida eucarística, se demuestra en la
conservación de las hostias consagradas cuando se termina la misa,
su exposición en custodias durante las bendiciones y su reparto en
los hospitales. Dado que Cristo está presente en cada partícula de la
hostia, para que el comulgante lo reciba sin importar el tamaño del
segmento, se diseñó una extraña técnica panadera para fabricar
hostias que parecen hechas de un nuevo tipo de plástico que no se
fragmenta al romperse, de bordes lisos y que no hace migas. Aun
hoy, la legislación de la Iglesia mantiene ese ideal. Una instrucción
del Vaticano aprobada por Juan Pablo II en 1980 dice así: «La
preparación del pan requiere mucha atención para garantizar que el
producto no desmerezca la debida dignidad del pan eucarístico, que
pueda partirse de manera digna, sin dar lugar a fragmentos excesivos
y sin ofender la sensibilidad del feligrés al comerla.»28
Es muy extraño que el Nuevo Testamento —a pesar de la larga lista
de funciones y ministerios de la comunidad cristiana— no haga
mención alguna al poder de consagrar del sacerdote, tratándose de
algo en lo que se ha concentrado tanta atención. El catolicismo lo
considera el mayor poder heredado de los apóstoles. Incluso se llegó
a decir que ésa era la prueba de que la Iglesia católica es la única
secta cristiana válida, pues es la única que otorga a los sacerdotes el
poder de la consagración. Los demás servicios son meramente
humanos, cosa de hablar y conmemorar. De hecho, cuando le
comenté a un sacerdote de mi parroquia en los años sesenta que un
padre visitante había pronunciando un sermón muy bueno, me dijo:
«No debería venir a misa sólo para satisfacer su curiosidad.» Él era
de la opinión que los protestantes pronunciaban sermones buenos
porque en sus altares no sucedía nada realmente divino. La
transformación de la hostia convierte la misa en
166-
el acontecimiento divino por antonomasia, una réplica literal de la
Última Cena. Sin embargo, ni en el Nuevo Testamento ni en la
literatura cristiana temprana se describe a los apóstoles como
poseedores del poder de consagrar. Es más, no se describe a nadie
—apóstol o no— en el acto de presidir la comida comunitaria. Como
Raymond Brown indica:´
Este pan refleja cómo debéis amar vuestra unión. ¿Se habría
podido hacer el pan con un solo grano de trigo, o hicieron falta
muchos granos? Sin embargo, antes de unirse como pan, cada
grano estaba aislado. Se fundieron en agua, luego de ser
molidos todos juntos. Si el trigo no se muele, y luego no se
humedece con agua, no puede tomar la nueva identidad como
pan. Del mismo modo, tuvisteis que ser molidos en el sacrificio
del ayuno y el exorcismo para prepararos para el agua del
bautismo, y así fuisteis humedecidos para tomar la nueva
identidad de pan. Pero el pan está hecho cuando se hornea en
el fuego. Así vosotros habéis sido trillados y molidos, por la
humildad del ayuno y el misterio del exorcismo. Luego, el agua
del bautismo os humedeció para haceros pan. Pero la masa no
se hace pan hasta que no se hornea al fuego. ¿Y cuál es
vuestro fuego? Es la unción [pos-bautismal] de los óleos. El
aceite, alimento del fuego, es el misterio del Espíritu Santo. [...]
El Espíritu Santo viene sobre vosotros, fuego que sigue al
agua, y sois horneados en el pan que es el cuerpo de Cristo.
Ése es el símbolo de vuestra unidad.44
—170—
Hasta tal grado es el pan el signo de la unidad de los cristianos que,
en tiempos de Agustín, era costumbre enviar parte del pan sobrante
de la Eucaristía a otras comunidades, para expresar una unidad
general.45 Eso jamás sucedería hoy, cuando la gente piensa que la
sagrada forma queda profanada si la maneja alguien que no sea
sacerdote. Nadie llevaba velas que acompañaran al eulogion (como
lo llamaban). La única consecuencia de que un ateo coma el pan es
que ello no le convierte en miembro del cuerpo de Cristo. Mas no hay
cuerpo alguno en la hostia que pueda verse sangrado u ofendido.
Muchos católicos se escandalizaron ante los cientos de sermones
eucarísticos de Agustín en los que nunca «habla de una presencia
real» en el pan y el vino, como tuvo que admitir de mala gana F. van
der Meer, un estudioso de Agustín. 46 En el siglo IV, Agustín, al igual
que Ignacio en el siglo II, nunca habría pensado que venerar la
Eucaristía implicase despojarla de sus misterios a ojos de los
creyentes. No le habrían puesto barandas al altar, pues el pueblo era
el altar, así como era el pan que sobre el altar se ponía. No habrían
empleado un lenguaje que el pueblo no pudiese entender. Agustín a
menudo habló como si la homilía fuese la parte más importante del
servicio. Utilizaba la frase «partir el pan» para simbolizar la
divulgación del significado de las escrituras redentoras que él debía
explorar junto con sus compañeros creyentes. 47 Reiteradas veces
describió al discípulo bienamado «tomando la verdad» en la Ultima
Cena, y no tomando la copa cuando se inclinó sobre el hombro del
Salvador.48 Para Agustín las palabras de Cristo eran el misterio. No
deseaba una mistificación adventicia. No llevaba vestiduras de altar
en las comidas eucarísticas, sino su ropa de diario. 49 No le gustaba la
pompa. Fundió los metales preciosos de los cálices para rescatar
prisioneros.50 Sus compañeros en Cristo eran los verdaderos cálices
del cuerpo de Cristo. Coincidía con san Pablo, quien dijo que el
misterio per sé, como hablar en lenguas que nadie pudiese
interpretar, no constituía un servicio para la comunidad: «Y si no hay
intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios» (1
Cor. 14.28). Así, los murmullos del sacerdote en latín ante las
comunidades modernas equivale en la práctica a hablar a sí mismo o
a Dios. Originalmente el idioma de la misa era el que hablase la
comunidad: enJerusalén arameo,
—171—
griego en la diáspora y poco después latín en Roma. En la Ultima
Cena, Jesús no habló en alguna lengua exótica que sus discípulos no
comprendiesen. Cuando Pedro y Pablo fueron a Roma, las
comunidades judías de allí hablarían griego, la lingua franca del
Imperio, el idioma del Nuevo Testamento, lo que evitó que los
apóstoles de edad avanzada tuviesen que aprender latín.
Quizá por accidente, la liturgia fue el primer punto importante que se
discutió en el Concilio Vaticano II. Algunos observadores se
sorprendieron de que los obispos discreparan tan acaloradamente
sobre algo que les parecía simplemente un punto de práctica
eclesiástica, no un gran dogma: el uso del idioma vernáculo en lugar
del latín. Después de todo, las Iglesias orientales en comunión con
Roma decían la misa en griego. ¿Por qué tenía que ser tan extraño
volver a las prácticas de la Iglesia primitiva? Los observadores no se
percataban de que todo el ritual de pureza sacerdotal y el sistema
sacramental corrían riesgo. Que el sacerdote se volviese para darle la
cara a la comunidad en lugar de la espalda, que el lai-cado
respondiese a las palabras del sacerdote en un idioma compartido,
que expresaran la unidad del cuerpo de Cristo con saludos y
apretones de mano, que cantasen en términos de una cultura propia
(en lugar de cantos medievales en latín), todo esto ofendía a los
celosos guardianes de la Eucaristía como el rito místico que se
celebra sólo en el tráfico entre Dios y el sacerdote. ¿Dónde terminaría
todo esto? ¿Se aboliría la práctica de la misa en solitario?
La necesidad de mantener el latín como marca de categoría se hizo
patente en el Concilio Vaticano cuando los obispos no pudieron
expresarse espontáneamente ni con astucia por estar obligados a
hablar en latín. Aun así muchos pidieron que se mantuviese la lengua
muerta que los acordonaba y separaba del laicado en sus rituales
eclesiásticos. La prueba más elocuente fue escuchar al cardenal
Spellman de Nueva York defendiendo el uso del latín, pero
chapurreándolo de tal modo que los demás no podían entenderle. 51
Parte del laicado se ofendió con los cambios, que, según ellos,
empequeñecían la misa, le quitaban su halo de misterio y la situaban
al nivel de una tertulia. Una callada intimidad había crecido en el lado
laico de la barandilla de comunión, para ponerse a la par con el
idioma extranjero que se hablaba en el lado del sacerdote.
—172—
Incapaces de participar en una única actividad como un solo cuerpo
con el celebrante, los católicos optaron por el aislamiento, rezaban el
rosario, leían sus oraciones y no deseaban ninguna intrusión del
vecino en lo que era esencialmente un ejercicio privado. Trataban la
Eucaristía como si estuviesen haciendo una visita al Santísimo o
recibiendo la bendición con la hostia en custodia. William Buckiey,
que compartía el desdén de Evelyn Waugh por los cambios litúrgicos,
después de la muerte de Waugh hizo la siguiente reflexión: «No hay
imagen mental tan vivida como la de concebir al señor Waugh
interrumpido en sus oraciones para estrechar la mano del peregrino a
su derecha, a su izquierda, delante y detrás de él.»52 Buckiey estaría
de acuerdo con el cardenal Mdntyre de Los Angeles, quien dijo a los
obispos del Vaticano II que permitir a la gente participar en la misa no
haría sino distraerla.53
Los ministros del Vaticano temían los cambios litúrgicos por una
razón práctica muy real. Si se le^quitaba el halo mágico a la misa,
sería muy difícil justificar la existencia de una casta sacerdotal de
pureza ritual. Si se elimina el privilegio de entrar en el santuario, ¿qué
pasa con las normas del Levítico? Es por eso por lo que Pablo VI se
vio obligado a volver sobre argumentos cada vez más débiles para la
conservación del celibato de la casta. Trató de decir que el ascetismo
es de por sí testimonio de la pureza de la dedicación de una persona.
Eso fue cierto para los padres del desierto. Pero ellos no atendían
una comunidad, se fueron a su aventura espiritual para evitar los
deberes y los líos de los sacerdotes. Además, su ascetismo formaba
parte de un estilo de vida integral. Ayunaban, martirizaban sus
cuerpos, se abstenían de compañía, entretenimientos y placeres. El
sacerdote moderno no es un asceta en términos generales. Un
asceta como el Dalai Lama impresiona a la gente por la disciplina
monacal que observa. No sólo es célibe. Tampoco toma alcohol, ni
fuma, ni juega, ni va al cine.
Los sacerdotes pueden ser célibes; pero —salvo algunas honorables
excepciones— normalmente mantienen un estilo de vida bastante
confortable, especialmente si se compara con el de los pobres a
quienes aseguran servir. Todos conocemos sacerdotes con gustos
refinados en el comer y beber, buenos coches y costosos
—173—
equipos de música. En los años'cincuenta, cuando el papa Pío XII y el
general de los jesuítas, preocupados por la salud de los sacerdotes y
por los costes de los seguros médicos y los tratamientos, ordenaron a
los jesuítas dejar de fumar, la congregación, conocida por su
obediencia, hizo caso omiso del mandato. Sintieron que era pedir
demasiado. Algunos dijeron que el mero hecho de observar el
celibato le daba a los sacerdotes el derecho compensatorio a todos
los demás placeres legítimos. El papa Juan XXIII conocía tan bien a
los clérigos de su asamblea en el Vaticano II que estableció un salón
de café en una entrada lateral de San Pedro como refugio para los
fumadores durante las sesiones. Decía que, de lo contrario, «los
obispos estarán echando humo bajo sus mitras».54 Pueden ser
hombres muy apreciables, pero no son convincentes en calidad de
padres del desierto.
De hecho, los sacerdotes se permiten abiertamente el lujo de otros
placeres mucho menos inocentes que el fumar. Como dijo el Superior
General de los Padres Blancos, P. T. van Asten, en el sínodo de 1971
en Roma:
—174—
la mejor disposición mental y emocional para el ejercicio
continuo de la caridad perfecta. [...] También le garantiza una
mayor libertad y flexibilidad en la atención pastoral. 56
NOTAS
-180-
10
Aun así, el Vaticano sigue negando que exista un gran problema con
la captación o retención de sacerdotes, del mismo modo que niegan
que las monjas estén desapareciendo, aunque ya casi no haya. En
1965, cuando terminó el Concilio Vaticano II, había casi 50.000
seminaristas preparándose para el sacerdocio en Estados Unidos. En
1997, la matrícula alcanzaba apenas el 10 %.2 Dos años más tarde,
quedaba la mitad, lo que representa una caída del 70 % en una
década.3 Hay menos ordenaciones sacerdotales,'y los que han sido
ordenados siguen abandonando, cuanto más jóvenes más
rápidamente, elevando la edad promedio del menguado grupo
restante. Una de cada diez parroquias carece de sacerdote
residente.4 La jerarquía intenta ocultar la crisis, incluso a sus propios
ojos. El arzobispo de Omaha asegura que la crisis es «artificial e
inventada», hinchada por los católicos «desleales a las doctrinas del
Papa».5 El Directorio Católico Nacional subestima los cambios y
—181—
utiliza nuevos métodos para contabilizar los sacerdotes en Estados
Unidos, como incluir en la cuenta interna a los misioneros que están
en el extranjero.6 Gran Bretaña no suministra los números de las
dimisiones.7 Cuando se les presentan las cantidades y datos de las
dimisiones, los miembros de la jerarquía responden como el obispo
de Ontario, G. M. Cárter: «No tomamos decisiones morales en
función de las encuestas.»8
El déficit es tan marcado que las diócesis han tenido que admitir en el
sacerdocio a aspirantes que en el pasado habrían considerado no
elegibles: hombres mayores, que no podrán ejercer durante mucho
tiempo, viudos y divorciados, sacerdotes episco-palistas conversos.9
Otros obispos tienen la esperanza de que la Iglesia norteamericana
recupere la costumbre de importar sacerdotes, como cuando la
Iglesia en sí tenía estatus de inmigrante. Ahora quieren traer
sacerdotes de Nigeria, pues los seminarios africanos tienen índices
altos de aspirantes (principalmente en las zonas rurales, aunque todo
el continente vive un acelerado proceso de urbanización). Sin
embargo, eso mermaría las reservas de un continente que ya de por
sí carece de sacerdotes, sobre todo porque no se reemplaza los
misioneros coloniales que se han jubilado o han muerto. En los años
setenta, el 70 % de los sacerdotes de
África eran misioneros, y en el campo todavía hay 38.138 misiones
sin párroco.10
Así que las esperanzas estadounidenses de reponer su sacerdocio
desde el exterior son ilusorias. La mitad de los centros misioneros del
Tercer Mundo no tienen sacerdote residente." El mundo desarrollado
padece los mismos problemas que Estados Unidos. El coeficiente de
reemplazos refleja la situación. Por cada 100 sacerdotes que mueren
o se jubilan, Italia sólo tiene 50 para ocupar su lugar, España 35,
Alemania 34, Francia 17 y Portugal 10.12 En 1999, la edad promedio
de los sacerdotes diocesanos en Estados Unidos era de cincuenta y
ocho años, y aproximadamente el 25 % del total estaba por encima
de los setenta. 13 El sacerdocio va por el mismo camino que los
conventos, donde la mayoría de las monjas tiene alrededor de
setenta años, y toda joven lo bastante temeraria para unirse a una
congregación pasaría la mayor parte del tiempo atendiendo a sus
hermanas jubiladas, enfermas o moribundas.
¿Cuál es el estado de ánimo en el círculo, cada vez más cerrado,
—182—
de los sacerdotes? ¿Cuál puede ser si el 80 % de los sacerdotes
jóvenes piensa que el Papa se equivoca respecto a la contracepción,
el 60 % opina que se equivoca en cuanto a la homosexualidad, y aun
así el Vaticano mantiene la presión para que ellos se hagan eco de
algo en lo que no creen?14 Una cosa es sacrificarse por una causa en
la que uno crea de todo corazón, y otra muy diferente estar atrapado
entre equívocos y evasivas en relación con las propias convicciones.
Además, las exigencias en cuanto a tiempo, energía y compostura se
intensifican a medida que el suministro de sacerdotes se reduce y la
población católica continúa creciendo. Un estudio encargado por los
obispos de Estados Unidos en 1985 reveló que el 40 % de los
sacerdotes había sufrido «graves problemas personales, de conducta
o mentales, en los doce meses anteriores».15 Cuando repararon en lo
deprimentes que podían resultar las conclusiones, los obispos se
desmarcaron de ellas, y algunos hasta pusieron en duda la validez de
los resultados publicados. 16
¿Quién va a ingresar en el seminario con esta perspectiva de vida
sacerdotal? Un artículo de New York Times Magazine dio una posible
respuesta sobre la «nueva raza» de seminaristas, hombres escogidos
ante la insistencia de Roma por su subordinación al tipo de
argumentos que hemos considerado productos del Vaticano respecto
a la contracepción, el celibato y la mujer. Los sinceros idealistas
descubiertos en el seminario de Mount Saint Mary, en Maryland,
piensan que el único problema de la Iglesia es que no se está
predicando su mensaje en su integridad, especialmente en asuntos
como la masturbación. Tom Holloway, de veintinueve años, confirma
su intención de predicar sobre un tema tan escabroso como éste.
Brian Bashista lo expone de esta manera: «Somos la generación de
Juan Pablo II.»17 Ciertamente lo demuestran de muchas formas.
Varios de ellos se confesaron por haber leído el informe Starr sobre el
pecado sexual del presidente Clinton. Otro dijo que tuvo que dejar de
ver su programa de televisión favorito, Seinfeld, porque sospechaba
que «Jerry utilizaba métodos anticonceptivos».' 8 La gente seria bien
puede vacilar antes de buscar estas compañías y someterse a la
disciplina de Roma animados por colegas tan entusiastas como
éstos. Mientras tanto, la cantidad de parroquias sin sacerdotes sigue
aumentando.
Esta situación jamás se habría producido en los primeros siglos
—183—
de la Iglesia. Entonces la comunidad no esperaba a que una
autoridad superior le enviara un sacerdote desde los cielos
jerárquicos, que de paso tuviera que aceptar le gustase o no. Las
comunidades elegían a sus propios sacerdotes, quienes estaban
comprometidos a quedarse con la comunidad que había votado por
ellos. No había lista de candidatos remitida por Roma. Cualquiera
podía salir electo, si la comunidad así lo deseaba. Ésa era la prueba
de la vocación. De hecho ésa era la vocación, el llamamiento del
cuerpo cristiano de Cristo a un líder de su propia elección. Cuando
Ambrosio fue elegido obispo de Milán, ni siquiera estaba bautizado
todavía.
El hombre llamado al sacerdocio estaba obligado a atender este
reclamo, en virtud de su sentido del deber para con la comunidad
cristiana que era el cuerpo de Cristo. Cuando eligieron a Agustín, éste
protestó alegando que acababa de convertirse, pero la comunidad de
Hipona le convenció. Incluso podían obligar a cualquier visitante del
pueblo a ocupar el cargo. La comunidad escogía también hombres
casados si lo estimaba conveniente. En el capítulo anterior vimos que
los monjes del desierto declinaban la invitación a hacerse obispos o
sacerdotes: tal era la medida de su osada y nueva independencia. En
contraste, Juan Crisóstomo tuvo que presentar una esmerada
defensa de su primera resistencia al sacerdocio, una resistencia que
ofreció cuando todavía aspiraba a ser un asceta.19 Ambrosio presentó
como alegato que tenía una excusa válida para no servir: era un
magistrado civil, y hasta entonces no se permitía el ingreso de
quienes desempeñaban ese tipo de cargos. La comunidad no se la
aceptó y pidió que se hiciera una excepción, no al Papa ni al Concilio,
sino al emperador cristiano Valentiniano (residente en Milán). 20
Una vez escogido el hombre, éste no era nombrado sacerdote como
ente independiente. Era el sacerdote de la comunidad que lo había
elegido. No podía irse de allí por su propia iniciativa. Incluso los
diáconos estaban atados a su lugar. Una vez vieron a un diácono de
la diócesis de Agustín lejos de su comunidad y le hicieron el siguiente
reproche: «Estás atado a una esposa [la comunidad], no busques el
divorcio.»21 Se podía expulsar a un sacerdote sólo si cometía algún
pecado grave: en el año 335 el emperador Constantino desterró a
Atanasio de su sede en Alejandría bajo sospecha de herejía, 22 lo que
puede identificarse como la semilla de la posterior
—184—
evolución que llevaría a Roma a hacerse con el monopolio de las
ordenaciones sacerdotales. No se despojó de este poder al pueblo
mismo sino a los gobernantes políticos, que poco a poco habían
asumido mayor control del poder de designación y proclamación de
las comunidades cristianas. El control político se estableció al
principio como una medida pacificadora, cuando las comunidades
estaban divididas por facciones, bien sea heréticas o cismáticas.
Constantino marcó un precedente de usurpación cuando retiró a los
obispos donatistas de sus cargos en el África romana. Siglos
después, cuando surgió la polémica sobre la «investidura laica», el
poder para ordenar no volvió a su origen, las gentes de cada
comunidad: un papado agresivo y en expansión se lo arrebató a los
gobernantes laicos.
Pero este monopolio fue una evolución tardía, pues las comunidades
locales llevaban siglos escogiendo a sus sacerdotes por sí mismas o
de común acuerdo con las autoridades políticas. Y una vez que lo
hacían, el sacerdote era responsable de su sede o parroquia. Cuando
Agustín necesitaba tomarse un tiempo libre de sus deberes
episcopales para dedicarse a sus estudios y escritos, tenía que pedir
permiso a la comunidad. 23 Una vez trató de impedir que su
congregación eligiese a un hombre reacio al cargo, pero hicieron caso
omiso de sus deseos y persistieron en sus exigencias. Agustín tuvo
que elaborar una solución de compromiso que le obligase al cargo
aun sin ordenarse (cartas 125, 126). Estando ya enfermo, expresó su
preferencia respecto a quién debía ser su sucesor, pero tuvo que
someterlo a la votación de su congregación. 24 Esta responsabilidad
mutua era tan íntima en los primeros tiempos que nunca se oyó
hablar de «curas miseros» —hombres ordenados para oficiar los
sacramentos, sin ningún tipo de lazo con una comunidad en
particular— hasta el siglo IV, cuando se les llamó «visitantes» para
distinguirlos de los sacerdotes normales (permanentes).25
En aquellos días era impensable que una comunidad asentada no
contase con un sacerdote. Si no lo tenían simplemente escogían a
uno. Si el elegido era un laico, a partir de ese momento pasaba a ser
sacerdote. Raymond Brown nos habla de la época del Nuevo
Testamento en que se inició esta práctica:
185
Un sustituto más adecuado para la teoría de la cadena [de
«sucesión apostólica»] es la tesis de que los «poderes»
sacramentales formaban parte de la misión de la Iglesia y que
había varias formas en que la Iglesia (o las comunidades)
podían designar individuos para ejercer dichos poderes, siendo
siempre el elemento esencial el consentimiento de la iglesia o
de la comunidad (lo que viene a ser la ordenación, con
independencia de que este consentimiento se simbolice en una
ceremonia especial como la imposición de manos). 26
—187—
son reemplazados; por el contrario, son inmortalizados como
fundadores del nuevo Israel. Según Revelaciones 21:14, las
doce fundaciones de la celestial ciudad de Jerusalén llevan
«los doce nombres de los Doce apóstoles del Cordero». Es
más, no pueden ser reemplazados porque, precisamente por
tratarse de los Doce, tienen un papel escatológico que cumplir:
en las escenas del Juicio han sido señalados para sentarse en
doce tronos y juzgar a las doce tribus de Israel (Le. 22:30, Mt.
19:28).31
—188—
bedeo, ni Santiago el hijo de Alteo, que son los Santiagos de los
Doce).34
Así pues, si Pedro fue el único de los Doce que salió de Jerusalén,
¿puede derivar de él la cadena de sucesión como obispo de Roma?
Así lo afirman los defensores del papado.35 Sin embargo, Brown
afirma que «Pedro nunca ofició como obispo ni diácono de iglesia
alguna, incluidas Antioquía y Roma».36 Y cita este pasaje de D. W.
0'Connor con la aprobación del autor:
—189—
epístola], como en Roma, la Iglesia de esos tiempos estaba
organizada por un grupo de obispos o presbíteros y no por un
solo obispo gobernante. Una generación más tarde, en Roma
se aplicaba el mismo sistema. El visionario tratado El pastor de
Hermas, escrito en Roma a principios del siglo II, habla siempre
colectivamente de los «gobernantes de la iglesia», o de los
«mayores que presiden la iglesia», sin que el autor intente
hacer distinción alguna entre obispos y mayores. Es cierto que
menciona a Clemente (si es que el Clemente nombrado por
Hermas y el autor de la epístola escrita una generación atrás
son el mismo hombre, cosa que no podemos dar por sentada),
pero no como obispo principal. Más bien menciona que era el
mayor encargado de escribir «a las ciudades extranjeras», es
decir, la correspondiente secretaría de la Iglesia romana. 39
—190—
de persecución de los cristianos. No obstante, basándose en el texto
de las cartas, P. N. Harrison demuestra que Ignacio fue apresado
como responsable de las revueltas sociales de una comunidad
cristiana dividida, y que en sus primeras cartas pide ayuda a otros
obispos y comunidades para rehabilitar su buen nombre ante los
cristianos de Antioquía, cosa que consiguió como se ve en las cartas
de agradecimiento a los filipenses y a los esmirnos.43 Aparentemente,
Ignacio, con su lenguaje tan fogoso, tenía gran habilidad para
meterse en líos. Incluso una breve parada en Filadelfia dio lugar a
graves acusaciones en su contra. Se le acusaba de llegar con un plan
concertado para apoyar al obispo local imponiendo sus opiniones.
Más tarde escribió una petición de disculpa en la que aseguraba no
haber actuado de común acuerdo con el obispo y que había
expresado su opinión en la exaltación del momento.44
Ignacio, a pesar de ser el primer y principal autor al que se recurre
para apoyar la idea de una sucesión apostólica de obispos, se
desmarca de los apóstoles —niega haber tenido los mismos poderes
que ellos— en sus cartas a la iglesia de Tralles (3:3) y a los romanos
(4:3). Su mejor estudiante moderno afirma que en su trabajo «el
episcopado no parece haber reforzado la idea de la sucesión [...] se
habla de los apóstoles básicamente como figuras del pasado». 45 Insta
a los cristianos a honrar a sus líderes como lo habrían hecho con los
apóstoles, pero cuando dice eso no se refiere a los obispos. El papel
de los apóstoles lo desempeñan los mayores, los subordinados de los
obispos (Esmirnos 81, Trallanos 2:2 y 3:1). A los obispos no se les
asigna un papel apostólico. Los cristianos deben honrarlos como
Jesús honró al Padre (Magnesios 7:1, Trallanos 2:2). Esto es lo que
hace que los cristianos sean cuerpo de Jesucristo, el superior de los
apóstoles y el igual del Padre al que honra. Ignacio utiliza esta
analogía porque la comunidad cristiana es, primera y principalmente,
el cuerpo de Cristo, el lugar de la santidad terrena. El obispo, como
símbolo de su unidad, representa la concentración de Jesús en su
misión respaldada por el Padre. Ignacio no está tan interesado en la
autoridad del obispo como en la unicidad (henósis) de la comunidad
que el obispo simboliza. En sus cartas, el elemento profundo no es la
teoría de la autoridad sino la santidad conjunta de la comunidad que
es Cristo. Tal como le escribió a los efesios (9:1):
191
Todos estáis formados como piedras para el templo del Padre,
levantados hacia las alturas por el andamiaje de Cristo (que es
su cruz), halados hacia lo alto por el Espíritu Santo. La fe es
vuestro lazo, y el amor vuestro camino hacia Dios. Esto os
hace compañeros en el proceso, encarnando a Dios, el templo,
a Cristo y a los cálices sagrados en vosotros.
—192—
«Sed uno con él», o «en armonía con él». 48 «Formad filas con él
(hypotassein) y con cada uno de vosotros.»49
El papado moderno afirma proceder del cargo obispal tipificado por
Ignacio. Nada puede estar más lejos de la verdad. Los papas no
admiten que su autoridad emane del pueblo, antes bien, proclaman
ser gobernantes señalados por antepasados apostólicos desde los
tiempos de la mítica imposición de manos de los Doce o del
inexistente episcopado de Pedro en Roma. Y no es que se limiten a
negar la autoridad del pueblo. A pesar de lo mucho que se habló de
«corresponsabilidad» en el Concilio Vaticano II —de la actuación del
Papa con y en el cuerpo de obispos—, tanto Pablo VI como Juan
Pablo II se negaron a compartir poder alguno con ellos. Como más
tarde veremos, John Henry Newman, basándose en la historia de la
iglesia, opina que las autoridades eclesiásticas deberían consultar al
laicado en materia de doctrina y disciplina.50 Los papas modernos
rehusan consultar incluso a los clérigos, a los obispos o a los sínodos
nacionales de la jerarquía.
Con ocasión de un sínodo de obispos celebrado en 1971, ya pasado
el Concilio, había grandes expectativas de que esto abriera un canal
por el que los católicos podrían comunicar su descontento a Roma.
Ya que el tema sobre el tapete era el ministerio, sin duda se hablaría
de la carencia de sacerdotes. En las primeras rondas de debates la
mayoría de los obispos dejó clara su opinión sobre la necesidad de
ciertas distensiones respecto a los requisitos del celibato. Sin
embargo, la curia manipuló el planteamiento de las propuestas y
cambió en secreto la redacción del texto final que se sometería a
votación, frustrando así la voluntad de la mayoría.51 En 1980 se
celebró un nuevo sínodo, esta vez para abordar el tema de la familia.
El cardenal Ratzinger, que había decidido el temario, simplemente se
negó a reconocer la resistencia generalizada hacia Humanae Vitae y
ciñó el debate a los grados de rigor con que se debía poner en
práctica esa encíclica. 52 Toda la farsa que ha sido la consulta a los
obispos se ha llevado a cabo en un ambiente de desconfianza y
resentimiento, regida por una curia papal que ya de entrada no
simpatizaba con el procedimiento y que hizo todo lo posible para
vaciarlo de significado. El Papa adopta una postura de imposición
sobre sus clérigos, levantando una barrera entre ellos y sus
congregaciones, que son la auténtica fuente de su autoridad y de la
de sus clérigos.
—193—
La curia ni siquiera aguarda a que los obispos vayan a Roma.
Interfiere en los esfuerzos de los obispos por atender sus
necesidades pastorales en sus propios terrenos, como sucedió con la
carta predestinada al fracaso sobre el estatus de la mujer, que los
obispos norteamericanos prepararon trabajosamente durante una
década. En 1983 iniciaron un proceso de consulta dirigido a las
mujeres con relación a sus intereses e inquietudes (la consulta a los
fieles es un proceso que Newman considera un deber de la Iglesia).
En 1988, cuando los obispos vieron el primer borrador, que se
pronunciaba solidario de los reclamos y reivindicaciones de las
mujeres consultadas, Juan Pablo publicó una carta sobre la mujer en
la que establecía los límites de lo que podían decir los obispos. En
ella presentaba a la Virgen María como modelo de humildad para la
mujer. El segundo borrador de la carta de los obispos trató de
acomodarse a las directrices del Papa, citando su carta veinte veces,
pero se dijo que dejaba el camino abierto para algunos cambios. El
Papa les prohibió debatir el borrador antes de consultarlo con él. Una
delegación viajó a Roma para escuchar que la propuesta aún no
hacía suficiente hincapié en la humildad de la Virgen como norma
para la mujer. Elaboraron un tercer borrador más ajustado aún a la
línea del Vaticano. Pero entonces las mujeres, que hasta ese
momento habían apoyado el esfuerzo, se retiraron en protesta por lo
que le estaban haciendo a su trabajo (una réplica de lo sucedido dos
décadas atrás con las encuestas sobre el control de la natalidad). Los
obispos liberales renunciaron al proyecto, dejando el cuarto y último
borrador en manos de un obispo conservador. E¡ arzobispo Rembert
Weakiand de Milwaukee advirtió que publicar un documento tan
retrógrado como aquél surtiría un efecto similar a la publicación de
Humanae Vitae. La conferencia de obispos votó contra su propio
producto, algo nunca visto en su historia. 53
Ahora se nos pide aceptar que sólo el Papa es competente para
indicar a los cristianos cómo vivir. Nadie más puede decir nada al
respecto: ni el Concilio, ni el colegio de todos los obispos, ni el sínodo
nacional de obispos, ni el pueblo cristiano. Ahora el Espíritu Santo le
habla a una sola persona en la Tierra, de competencias ilimitadas, el
cabeza de la Iglesia, una Iglesia que es toda cabeza, sin
extremidades. Si así fuese, entonces el cuerpo de Cristo se habrá
visto vergonzosamente menguado.
—194—
NOTAS
-195-
25. Edward Schillebeeckx, The Church with a. Human Face: A New
Expanded Theology of Ministry, traducido porJohn Bowden, Cross-
road,1988,pp.140-141.
26. Raymond E. Brown, S. S., Priest and Bishop: Biblical Reflections, Paulist
Press, 1970, pp. 41-42.
27. Lobinger, op. cit.,pp. 51-56.
28. Bernhard Háring, C. SS. R., traducido porJoyce Gadoua, CSJ, Priesthood
Imperiled, Trmmph Books, 1998, p. 133.
29. Brown, op. cit., pp. 47-48.
30. Markus Barth, Ephesians 4-6, AB34A, pp. 477-484.
31. Brown, op. cit., p. 58.
32. Robert F. 0'Toole, «Hands, Laying on of», ABD 3.47-49. 33; Ibíd.,p.43.
34. Florence Morgan Gillman, «James, Brother of Jesús», ABD 3.620-621, y
Donaid A. Hagner, «James», ABD 3.616-618.
35. Los defensores de la supremacía papal quieren ver en Pedro al antecesor
del Papa en tanto que obispo de Roma asumiendo como declaración
pontificia lo expresado en Mateo 16:18: «Y yo también te digo, que tú eres
Pedro (Petros), y sobre esta roca (petra) edificaré mi iglesia;
y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.» Pero para los exégetas,
tanto los católicos como los protestantes, este pasaje ya no significa un
nombramiento papal. Incluso Giacomo Martina, S.J., al defender la
declaración de la infalibilidad papal, acepta que ésta no puede ya basarse en
el argumento del Concilio Vaticano I, fruto de este pasaje, sino en la mera
aceptación de la declaración por parte de la Iglesia.
36. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing the
Church, Paulist Press, 1975, p. 70.
37. D. W. 0'Connor, Peter in Rome, Columbia University Press, 1969,p.207.
38. Véase por ejemplo, Richard P. McBrien, Lives oft he Popes, Har-perSan
Francisco, 1997, pp. 29-30, y Eamon Duffy, Saints and Sinners: A History
ofthe Popes, Yale University Press, 1993, pp. 7-8.
39. Duffy, loe. cit.
40. Ignacio, Epístola a los Romanos 4:3.
41. Véanse el texto y los comentarios en William R. Schoedel, Ignatius of
Antioch, Fortress Press, 1985, de Ignacio a los magnesios 3:1-2, a los efesios
15:1, a Policarpo 1:2 (Schoedel, pp. 77-78, 108-110,259-260).
42. Para la rapidez en la composición de las cartas, véase P. N. Ha-rrison,
Polycarp's Two Epistles to the Philippians, Cambridge University Press, 1993,
pp. 111-112.
43. Ibíd., pp. 79-106. Cf Schoedel, op. cit., pp. 212-213.
—196—
44. Ignacio a los filadelfinos 7:11-12 (Schoedel, pp. 204-206).
45. Schoedel, op. cit., pp. 22,113. Aunque por lo general se cita a
Ignacio como apoyo del obispo «monárquico», «en su visión del
ministerio el elemento colegial tiene gran importancia» (p. 46).
46. Ignacio a los fraílanos 2:3 (Schoedel, pp. 141).
47. Ignacio a los magnesios 7:1, a los trallanos 2:2 (aneu), a los tralla-
nos 7:2, a los esmirnos 8:2 (choris).
48. Ignacio a los filipenses intro., magnesios 6:1, 6:2.
49. Ignacio a los magnesios 13:2. En algunos casos se pide a los
cristianos que «cierren filas en torno a los obispos y los mayores»
(Efesios 20:1, Magnesios 2:1, Romanos 13:2), o sólo «en torno a los
mayores» (Trallanos 2:3), o sólo «en torno a los obispos» (Efesios
2:1, Trallanos 2:1).
50. John Henry Newman, On Consulting the Faithfull in Matters of
Doctrine, Sheed and Ward, 1961.
51. Schillebeeckx, op. cit., pp. 211-236.
52. Jan Grootaers y Joseph A. Selling, The 1980 Synod o f Bishop s
«On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an Analy-
sis ofits Texts, Leuven University Press, 1983, pp. 84-88.
53. Fox, op. cit., pp. 235-243.
-197-
11
Hidráulica de la gracia
[Primera hipótesis]
—199—
[Segunda hipótesis]
[Tercera hipótesis]
Pero si ella se mantiene fiel y no busca otra pareja una vez que
el hombre se ha ido con su novia y está determinada a
abstenerse del sexo, de seguro no la consideraría adúltera,
aunque es bien sabido que es pecado yacer con un hombre
que no es el marido.
[Cuarta hipótesis]
[Quinta hipótesis]
-200-
tricciones de por sí), sino haciéndola estable en fiel
compañerismo, donde los ilimitados impulsos sexuales están
suavizados por el casto propósito de tener hijos. Entonces,
aunque sentir lujuria es algo bajo, incluso por el marido, no deja
de ser bueno desear solamente al propio marido y no tener
otros hijos que los suyos.
—201—
casadas no tengan hijos, de tenerlos con alguien los tendrían con sus
maridos, siempre y cuando mantengan su actividad sexual confinada
al matrimonio. Éstos son los grados de mérito o culpa que pueden
darse tanto dentro como fuera del vínculo matrimonial.
Agustín dispensa aquí un trato sensible, una especie de tributo
enmascarado a la mujer que engañó, exculpándola a ella al tiempo
que se condena sólo a sí mismo. Sus lectores cristianos (de los que
ella bien podía formar parte) sabían de su aventura, que por cierto
describió abiertamente en sus Confesiones, por lo que entenderían
sin problema de lo que estaba hablando. Pero lo que más debería
sorprendernos e interesarnos de toda esta disquisición es lo que no
aparece allí, lo que aparecería si un obispo moderno hablara de la
validez del matrimonio. No se menciona la boda «por la iglesia». La
primera hipótesis describe un matrimonio válido, aunque ningún
sacerdote lo bendice ni se ha administrado sacramento alguno. De
los cientos de sermones de Agustín, ninguno se da en una boda, por
una sencilla razón: en el siglo IV el matrimonio no era un sacramento
de la Iglesia.
Es cierto que Agustín menciona tres requisitos para un matrimonio:
descendencia (proles), compañerismo (fides) y un vínculo simbólico
(sacramentum}. El término sacramentum, uno de los favoritos de
Agustín, no significa lo que los católicos entienden hoy por
sacramento: uno de los siete canales autorizados para vehicular la
gracia que administra la Iglesia. «Está claro que para él la palabra
sacramentum es todavía algo impreciso.»2 Utilizada para referirse al
matrimonio, sacramentum significa para Agustín el lazo simbólico de
la historia de la creación, donde Dios crea al hombre y a la mujer para
que se conviertan en «una sola carne» en el matrimonio (Gen. 2:24),
haciendo permanente su unión. «Toda señal sagrada —es decir, toda
señal cuyas referencias a cosas divinas procedan bien de las
Escrituras, bien de la Iglesia— es para él un "sacramento".»3 Incluso
cuando el Nuevo Testamento habla de la permanencia del
matrimonio, se refiere a los textos del Génesis (Mt. 19:5, Me. 10:7, Ef.
5:31). La frase del Nuevo Testamento donde dice que los maridos
deben amar a sus esposas como Cristo ama a la Iglesia (Ef. 5:25) se
ha convertido en una proclama sacramental para las bodas, pero
Markus Barth opina que este pasaje de los Efesios se refiere al amor
no legalista en perfecta libertad del Espíritu. 4
—202—
Puesto que Dios estableció la naturaleza del matrimonio en la
creación, la iglesia primitiva no consideró que tuviese jurisdicción
alguna sobre ello. Para Agustín, como hemos visto, los motivos
internos de la pareja constituyen la realidad del matrimonio. En La
ciudad de Dios (6.9) se burla de la pompa (y la obscenidad) del rito
del matrimonio pagano. El matrimonio legal es necesario para
asegurar los derechos de propiedad y la legitimidad de la
descendencia heredera. Pero la realidad espiritual de «una sola
carne» sólo puede ser el producto del fides de los cónyuges, que
hace de uno y otro un compañero fiable (fidus). Así, el Concilio
Eclesiástico de Toledo (499 d.C.) reconoció la validez de lo que
llamamos «matrimonio de ley o derecho natural», lo que habría sido
la unión de Agustín si hubiese cumplido las dos condiciones internas
de la primera hipótesis. Al mismo tiempo el derecho romano
reconocía el concubinato como una forma de monogamia.5
No fue sino hasta el siglo v, ya muerto Agustín, cuando la Iglesia
comenzó a validar los matrimonios por su cuenta, intervención ésta
que intentaba ocupar el lugar de la menguada autoridad del Estado
en el imperio cristiano. 6 La primacía del padre de la novia en el
matrimonio romano fue cediendo gradualmente ante la autoridad del
sacerdote. Ya que la condición sacramental del matrimonio lo
convertía en un cauce para la gracia, se impuso la apropiada
celebración" eclesiástica como condición para legitimar la
cohabitación de los católicos. Si ésta se omitía, cualquier contacto
sexual era pecaminoso, incluso si se daba dentro de un matrimonio
civil. A los católicos que no cumpliesen este sacramento se les
impedía recibir los demás. Estar casado «fuera de la Iglesia»
acarreaba la excomunión de tacto. No se podía recibir la Eucaristía
hasta no arrepentirse del pecado, deshaciendo el matrimonio falso o
celebrando el verdadero con un sacerdote.
El objetivo de la creación de este sacramento era conferir nueva
fuerza y espiritualidad al matrimonio, convertirlo en una fuente
especial de gracia para las parejas casadas. No obstante, su
paradójico resultado fue la degradación de todos los matrimonios
salvo los de nuevo cuño. Si Agustín hubiese observado las
condiciones de la primera hipótesis, su unión habría sido un lazo
sagrado tal como lo describe el Génesis. Pero ahora la Iglesia sentía
que podía degradar su matrimonio divino reemplazándolo por uno
—203—
eclesiásticamente sancionado. Puesto que los otros matrimonios no
son verdaderos, no tienen por qué ser permanentes. Los cónyuges no
se hicieron «una sola carne» porque ningún sacerdote los había
bendecido. Aquellos católicos que pecaminosamente hubiesen
contraído ese matrimonio, o los no católicos que lo hubiesen hecho
inocentemente, podían después abandonar a su pareja y entrar en la
Iglesia a recibir un matrimonio «de verdad».
Puesto que sólo el matrimonio por la Iglesia es permanente, éste no
admite el divorcio. Sin embargo la Iglesia ha encontrado la manera de
deshacer este matrimonio sacramental: si se puede determinar que
uno o ambos cónyuges sufrían de algún defecto (físico, mental o de
actitud) que los descalificase para el matrimonio cuando éste se
celebró, puede declararse nulo. No hay divorcio, porque, para
empezar, nunca hubo matrimonio. Jamás se contrajo realmente. Así
fue como Sheila Rauch Kennedy, dos años después de divorciarse de
Joseph Kennedy, sobrino del presidente John Kennedy, se enteró de
que su matrimonio, que había durado doce años y producido dos
hijos, nunca había existido. Su ex marido quería casarse de nuevo
por la Iglesia, y la condición fue que ella aceptase que en la primera
ceremonia había habido un defecto. Ella no creía que hubiese ningún
defecto. Ambos se conocieron durante nueve años antes de casarse.
Ambos eran maduros, responsables, estaban enamorados, conocían
los requisitos de la Iglesia y estaban seguros de cumplirlos. ¿Por qué
tenía que negar todo eso ahora? ¿Debía afirmar, contra su
conciencia, que había traído sus hijos al mundo sin la debida
consideración por la sagrada unión que los concibió?
Las autoridades de la Iglesia que trataron con ella la animaron a
hacerse cómplice de lo que ella consideraba una mentira. Es más, no
podían entender su negativa. Incluso insinuaron que su posición
quizá fuese una señal de su defectuosa actitud catorce años atrás.
Ella quedó escandalizada de su encuentro con las estructuras del
engaño. Su ex marido no entendía por qué lo castigaba a él y a su
novia de esa manera. Ella afirma que en su intento por convencerla le
dijo: «Escucha, Sheila, tienes que controlarte. Por supuesto que yo
tomé en serio nuestro matrimonio y a los niños. Y claro que pienso
que tuvimos un matrimonio de verdad. Pero eso no importa ahora. Yo
no creo en todo esto. Nadie cree realmente. So-
—204—
lo son fórmulas burocráticas, Sheila. Pero tienes que hacerlo así
porque así es la Iglesia.»7
Aunque él no lo haya dicho, muchos católicos sí que lo dicen. El
proceso de anulación se ha vuelto algo tan común, mecánico y
deshonesto que ahora es ampliamente aceptado como el «divorcio
católico». Sólo en Estados Unidos se efectúan más de sesenta mil
anulaciones por año. El 90 % de los solicitantes lo consiguen.8 Por
extraño que parezca, muchos sacerdotes «liberales» apoyan esta
situación pues piensan que el requisito de la Iglesia de una fidelidad
eterna es demasiado riguroso. En lugar de ser capaces de decir con
sinceridad que ellos apoyan la engañosa idea de que los matrimonios
como el de los Kennedy jamás existieron. Dado que Sheila Kennedy
no quiso cooperar con el engaño, Joseph Kennedy tuvo que
depender del testimonio de amigos políticos y partidarios para
«demostrar» que él no era lo bastante maduro para tomar los votos
del matrimonio a los veintisiete años, aunque, por supuesto, ahora sí
estaba preparado para contraer un verdadero matrimonio, una vez
comprobada la irrealidad del primero.
Puede ser que los católicos se sorprendan al saber que en el siglo IV
de Agustín el sacramento de la penitencia, al igual que el de
matrimonio, no existía. En los primeros días de la Iglesia se creía que
el bautismo creaba una persona nueva, incorporada al cuerpo de
Cristo y llena del Espíritu Santo. El pecado era una forma de vida bajo
el dominio del demonio. Los errores y las riñas dentro del amor de la
comunidad podían tolerarse por el perdón entre hermanos y
hermanas. San Pablo no manda a los alborotadores de Corinto
confesarse ni cumplir ningún otro rito de penitencia. Las ofensas
verdaderamente serias causaban la expulsión permanente del cuerpo
de Cristo, como cuando Pedro maldijo a Ananías por «mentir al
Espíritu Santo» (Ac. 5:3-5). Ananías se había desgajado del cuerpo
de Cristo, donde el Espíritu unificaba a todos. El ejemplo de Judas
enseñaba que aquel que se pone del lado del demonio está perdido.
Durante las persecuciones romanas algunos cristianos desertaron por
miedo o debilidad. Rigoristas como los seguidores de Donato en
África pensaron que la única forma de que estos miembros alejados
se reunieran con el cuerpo de Cristo era volverlos a bautizar. Agustín
y otros se opusieron a esta reiniciación. A estos gran-
—205—
des pecadores se les ofreció una oportunidad de hacer penitencia
pública. Se reintegraron en el cuerpo al cabo de un período
predeterminado de humillación y buena conducta, y se les desgradó
cuando se consideraba apropiado (los sacerdotes perdían su
sacerdocio). Si después de esto el pecador volvía a caer, lo
excomulgaban.
Este primer concepto de penitencia era totalmente comunal. El
pecador sé había retirado públicamente del cuerpo de Cristo, había
deshonrado su bautismo y roto la solidaridad mística con los
miembros de Cristo. Aunque el obispo establecía las condiciones del
regreso —que a menudo incluían meses de testimonio público y actos
de penitencia—, era la comunidad entera la que aceptaba de nuevo al
pecador, restaurando su igualdad con ella en la unidad del cuerpo del
Redentor. No había lugar para negociaciones privadas con un
sacerdote que por sí solo pudiese arrogarse el poder de perdonar el
pecado en secreto.9
La introducción de la penitencia privada para pecados menores se
produjo, como las anulaciones, por motivos de compasión, pero vino
acompañada de la sacralización del sacerdocio, el monopolio de la
gracia y la separación de los sacerdotes jueces del lai-cado pecador.
Así como el sacerdote terminó siendo el único capaz de consagrar la
Eucaristía, retirado en un santuario sagrado vedado a los laicos, así
también se convirtió en juez de cada aspecto de la vida de las
personas en el confesionario. Se instauró un comercio de la gracia,
considerada un artículo cuantificable. El pecado mortal agotaba toda
la gracia del alma. El pecado venial bajaba el nivel del depósito. Los
motivos de gracia volvían a llenar el tanque. Se animaba a la gente a
confesarse con frecuencia, por cualquier pecado menor, pues cada
vez se recibía un poco más de gracia.
La gracia también podía adquirirse con oraciones autorizadas,
incluido un pase más corto por el purgatorio si se obtenían las
indulgencias. En lugar del Espíritu como una presencia continua en la
iglesia, manifestada de diferentes formas pero siempre positiva para
todos, la gracia vino a ser una posesión (o una privación) privada. Se
decía que las plegarias aumentaban las reservas privadas de gracia.
Rezar el rosario significaba la indulgencia de una cuota fija de días en
el purgatorio (si el rosario estaba bien bendito). Se podía ganar
indulgencias yendo a determinadas iglesias en ciertas
—206—
fiestas (algunos entraban y salían varias veces para aumentar la
dosis). El clero manejaba un sistema hidráulico que bombeaba gracia
hacia las almas, controlando el flujo o el caudal con arreglo a esta o
aquella buena causa.
El respetado teólogo dominico Yvcs Congar preguntó por qué el
Espíritu Santo, que en la temprana historia de la Iglesia se invocaba
continuamente, en nuestro tiempo había pasado a ser el pariente
pobre de la Trinidad. Congar sugiere que se ha producido una
sustitución de la libre acción de la Divinidad por agencias humanas.
En lugar de la presencia del Espíritu, iluminando por doquier, en la
interacción del Padre con el Hijo en Su cuerpo, aparece la gracia
como algo controlado por el sistema papal de acueductos espirituales
y tanques de almacenamiento. En una nueva forma de idolatría, el
Papa se ha convertido en el sustituto del Espíritu. Congar cita esta
afirmación del Papa Pío IX en 1864:
Pío XII dijo casi lo mismo en 1950, cuando escribió que el iluminador
de la Iglesia no es el Espíritu sino la doctrina del Vaticano:
-207-
NOTAS
-208.
12
— 209 —
para inspeccionar las maniobras de vuelo de Fort Benning. Pero en
lugar de darle una vuelta por la base, el padre Peebles llevó a Mike
directamente a su habitación, donde tomaron cerveza tras cerveza
mientras renovaban su amistad. Cuando Mike se despertó del sopor
de la cerveza con el asalto del sacerdote, corrió al puesto de la policía
militar, que arrestó al padre Peebles, Sin embargo, en consonancia
con las pautas de deferencia de las que se benefician los sacerdotes,
los agentes que efectuaron el arresto no lo notificaron a los padres de
Mike ni lo llevaron a las autoridades civiles. En cambio, lo dejaron
bajo la custodia de otro sacerdote.
Quizá supusieron que ese sacerdote se ocuparía de las necesidades
de Mike: llamar a sus padres, o llevar al quinceañero a un médico, o
ambas cosas. Eso es lo que yo o cualquiera de ustedes habría hecho,
y a nosotros no se nos atribuye el desprendido interés por los demás
que el celibato confiere a los sacerdotes. No, este hombre —que,
según se nos ha enseñado, se guía por criterios de compasión más
elevados— llamó a otro sacerdote de la iglesia de Todos los Santos
en Dallas para hablar de cómo paliar al máximo el perjuicio que se les
podía venir encima. Su primera preocupación fue para la reputación
del agresor y no el daño sufrido por el agredido. El no era un
acosador de niños ni un defensor del acoso. No pensó que estaba
protegiendo a un delincuente. Estaba protegiendo a la Iglesia de las
imputaciones (verdaderas o falsas) de crueldad, y estaba
personificando la crueldad al tratar de negarla. No tenía razones para
temer que sus superiores reprochasen su conducta. Más razones
tenía para pensar que sería castigado si no protegía el «buen
nombre» de un sacerdote. Sin duda sabía que a otros sacerdotes les
había sucedido. Ni siquiera tuvo que pensárselo mucho. En estas
situaciones afloran automáticamente las viejas costumbres, los
profundos instintos de «apoyo» mutuo de los sacerdotes. La gran
visión del Papa, de hombres liberados de la familia para prestar
servicio a los demás con valentía y honestidad puede reducirse
rápidamente a la incapacidad de alcanzar el grado mínimo de
decencia común, cuando «el bien de la Iglesia» corre peligro.
Retuvieron a Mike todo el día y la noche siguientes en la casa del
sacerdote, nada menos adecuado después de su humillante
experiencia. Al día siguiente le enviaron a casa, donde fue recibido en
—210—
el aeropuerto no por sus padres (que todavía no sabían nada), sino
por el sacerdote al que se había llamado la noche del suceso, quien
lo llevó a la parroquia de Todos los Santos. Sólo entonces se informó
a los padres de un «intento» de asalto. El pastor, monseñor Raphael
Kamel —prelado de la diócesis—, les aseguró que esto jamás había
sucedido antes. Los padres se entrevistaron con el vicario judicial de
la diócesis, el padre David Fellhauer (posteriormente obispo
Fellhauer). Este estuvo de acuerdo en que Mike debía ver a un
psicólogo, uno que colaboraba con la diócesis (y que también era el
psicólogo del padre Peebles, cosa que los padres no sabían). El
doctor dictaminó que el trauma de un juicio sería perjudicial para su
hijo. Entre tanto, monseñor Kamel, amigo de la familia, pidió a los
padres que no permitiesen que la policía militar llevase al padre
Peebles ante un consejo de guerra. Necesitaba ayuda, no veinte años
de prisión en Fort Leavenworth. Los padres accedieron, pensando en
el escándalo que algo semejante podría causarle a la Iglesia.
No le dijeron nada de lo sucedido a su hijo menor, Tony, para no
desilusionarlo de la Iglesia. Fue una mala idea. Según Tony dijo más
tarde, de haberlo hecho, él les habría contado lo que ocultaba por
vergüenza. Había sido objeto de abusos sexuales por parte de otro
sacerdote en Todos los Santos, el padre Rudolph Kos. (Poco tiempo
después, un tercer padre residente de Todos los Santos en la misma
época, el padre William Hughes, fue procesado por agresión sexual a
una joven.)
Los padres no se dieron cuenta de que los protectores del padre
Peebles les habían hecho cómplices de encubrimiento. Su única
culpa fue su devoción a la Iglesia. En parte, eso encendió la pasión
del padre Peebles, según su posterior confesión: «Jamás he acosado
a un extraño, ni a un conocido casual. Siempre tiene que haber ese
elemento de confianza y hasta adulación por parte del chico y de sus
padres.»3 Había sido un abusador sexual en Todos los Santos, y lo
enviaron a Fort Benning después de haber confesado esto último. Su
confesor le dijo que se arrepintiera sinceramente, pero que no se
torturase con la culpa: los chicos eran jóvenes y «se repondrían». Por
intercesión de la carta de los Miglini, se permitió a Peebles dejar las
dependencias del ejército con algo menos que un despido honorable
y sin consejo de guerra. La dióce-
-211
sis lo envió a un centro de ayuda, donde —al cabo de un mes—
dijeron que estaba curado y lo destinaron a otra parroquia de Dallas
como párroco. Cuando de nuevo surgieron nuevas acusaciones en su
contra, lo volvieron a enviar al centro de ayuda. Según su historia
clínica, Peebles reconoció haber acosado entre quince y veinte chicos
en un período de siete años. La diócesis, entonces, lo despidió, pero
le dio 22.000 dólares para la matrícula en la Facultad de Derecho de
la Universidad de Tulane y le pagó durante dos años una
mensualidad de 800 dólares.4
En cierto sentido, Mike y Tony fueron afortunados. A Mike le
quedaron las marcas en las caderas. En cuanto a Tony, el padre Kos
sólo se masturbó con su pie. De haber permanecido más tiempo con
los sacerdotes, habrían sido atacados anal y oralmente por los dos
sacerdotes, como le sucedió a otros chicos. Lo que salvó a Tony de
un acoso más osado fue que sus padres no le permitieron pasar la
noche con el club de monaguillos que Kos había formado en la
parroquia. Kos instaba a los demás padres a confiarle a los chicos
para que le hicieran compañía a su hijo adoptivo. A los treinta y un
años el «hijo» se enteró de que nunca lo había adoptado legalmente,
aunque Kos le había dicho a su madre, una trabajadora soltera, que
lo adoptaba para «ayudarla a criar al chico». Kos dirigía un club
juvenil donde los chicos encontraban alcohol, juegos de televisión,
marihuana y sexo. Los demás sacerdotes de la rectoría ignoraban
esta actividad. (Aunque después se supo que otros dos sacerdotes
también abusaban de los menores.)
Sólo cuando lo trasladaron a otra parroquia, en 1985, el párroco de
allí se quejó a la diócesis por la manera en que Kos mantenía chicos
en su habitación.5 Monseñor Robert Rehkemper, segundo prelado de
la diócesis, ordenó a Kos que depusiese su actitud. Como Kos no
desistiera, el párroco volvió a escribir a Rehkemper, mencionándole la
cantidad de chicos que todavía pernoctaban allí. Nada ocurrió. El
párroco escribió por tercera vez. El personal del consejo diocesano se
enteró de las infracciones y solicitó a Rehkemper que le ordenase
tajantemente por escrito que pusiera fin a su conducta. Rehkemper,
en lugar de escribir, le hizo a Kos una advertencia verbal. De nuevo,
el sacerdote persistió. El párroco escribió al obispo, pero lo único que
supo fue que Kos iba a ser trasladado a Ennis, Tejas, donde sería
párroco de su propia iglesia.
—212—
Al año siguiente, una pareja de la iglesia de Kos le escribió al obispo
quejándose de que Kos alojaba chicos en la casa parroquial. Dos
años después de eso, un sacerdote auxiliar fue.a ver a monseñor
Rehkemper para informarle del comportamiento mantenido por Kos.
Enviaron a Kos a un psiquiatra católico que no encontró •motivos para
retirarlo (pese a que siguió cometiendo abusos durante el tratamiento
psiquiátrico). Un asistente social que se había familiarizado con el
caso escribió a Rehkemper diciéndole que la conducta de Kos
coincidía con la «clásica pedofilia». Fue entonces cuando el auxiliar,
asustado, escribió una carta pormenorizada (de doce páginas) al
obispo Charles Grahmann. Enviaron a Kos a un centro de ayuda en
Nuevo México, desde donde llamó a una de las víctimas para fijar una
cita con ocasión de un permiso en el centro.6
Finalmente, en 1993, primero un chico, luego varios, hasta llegar a
once chicos —ya hombres— llevaron a juicio al padre Kos por su
largo historial de abusos. Uno de los chicos del «club» de Kos no
pudo sumarse a la demanda: se había suicidado después de salir del
grupo. (Los padres, ignorantes de su papel en la tragedia, le pidieron
a Kos que oficiase el funeral de su hijo.) El jurado, furioso por la
reiterada negligencia de la Iglesia ante cada caso de abuso, adjudicó
a los demandantes la cifra récord de 110 millones de dólares por
daños y perjuicios en demandas por negligencia. (Tiempo después
Kos fue declarado culpable en otro pleito y enviado a prisión.)
Durante el juicio se supo que Kos, de joven, abusaba también de sus
hermanos menores. Su matrimonio de juventud fue anulado cuando
su esposa le dijo al sacerdote del tribunal de matrimonios que «Kos
tenía problemas con los chicos». Después de un intento frustrado de
entrar en el seminario diocesano de Irving, Tejas, Kos fue admitido
por el director vocacional, haciendo caso omiso de la aprensión de
quien lo había rechazado antes. Dado que su expediente de abusos
fue continuo antes e inmediatamente después del seminario, se
presume que también se mostró activo durante su estancia en el
seminario, pese a lo cual le ordenaron sacerdote.
El jurado se sintió especialmente ofendido por la conducta en el
estrado del obispo Grahmann y de monseñor Rehkemper, por lo que
le pidieron a la juez autorización para escribirles una carta
—213—
de reproche que acompañase su veredicto. Rehkemper dijo que
jamás un parroquiano le había presentado queja alguna sobre el
padre Kos, aunque una mujer había testificado que ella misma lo
había hecho. Uno de los psiquiatras que examinó a Kos afirmó bajo
juramento que Rehkemper había ocultado información sobre el
paciente que monseñor le había remitido. Rehkemper admitió haber
leído la carta de doce páginas que el sacerdote auxiliar de Kos había
enviado al obispo, pero cuando el abogado de los demandantes le
remitió al párrafo donde el auxiliar afirmaba haber visto a Kos en la
cama con un chico, Rehkemper dijo que no recordaba ese pasaje.
¿Alguna vez le preguntó directamente a Kos si había abusado de
algún chico? «No tenía razón para hacerlo.»7 La juez advirtió
entonces a Rehkemper que desestimaría su testimonio si seguía
respondiendo a las preguntas con esa actitud arrogante.
Aunque monseñor Rehkemper no encontró motivos para interrogar al
sacerdote —a pesar de las advertencias del pastor por un lado, del
auxiliar por otro, del laicado y del asistente social que le dijo que Kos
era un pedófilo clásico—, después del juicio declaró que los padres
deberían haber percibido las señales de lo que él no alcanzó a
discernir. En una entrevista grabada, dijo airadamente que ese caso
nunca debería haber llegado a los tribunales, que el jurado estaba
equivocado y que los padres eran los negligentes. 8
Por un lado, Kos no había hecho tanto daño, pues, de todas formas,
los chicos ya estaban echados a perder:
-214-
Por otro lado, los chicos perjudicados debían ser completamente
responsables a los siete años, más que el adulto que los estaba
seduciendo desde una posición ventajosa de poder y autoridad
moral:
—215—
Cuando en el programa de televisión Larry King Live le preguntaron al
padre John Bell, portavoz de la diócesis, si podía justificar el arrebato
de Rehkemper, Bell respondió, enigmáticamente, que sus palabras
reflejaban «un tiempo en que las cosas se podían explicar fácilmente
según la lógica aristotélica». Rehkemper le había dicho al
entrevistador que grabó sus palabras que estaba orgulloso de su
testimonio en el juicio, y que no tenía la menor intención de renunciar
a su puesto actual como encargado de la parroquia de Todos los
Santos, la misma que había albergado a tres pedófílos la década
anterior. Sin embargo, la tormenta que desencadenó con sus
comentarios llevó al obispo Grahmann a decidir que tenía que pagar
su «lógica aristotélica» con su puesto.
Aunque Grahmann pidió disculpas en público por el posible daño
infligido a los niños en caso de que se les hubiera hecho daño —los
abogados le habían advertido que las compañías de seguros no
pagarían los daños si la Iglesia admitía la negligencia—, su propia
actitud salió a relucir en las notas de un encuentro privado con sus
consejeros (notas que llegaron a las manos de uno de los abogados
de los demandantes, Sylvia Demarest). Un sacerdote «comentó que
se sentía víctima de los abusos del sistema legal; está muy
resentido». A lo que el obispo Grahmann respondió: «Somos la
iglesia de los abusados y de los abusadores.» Parecía estar de
acuerdo con el director del periódico diocesano en que la víctima de
este caso era la Iglesia. Los hombres se reunieron para planificar «el
siguiente paso». Querían lograr que se retirase a la juez del caso
cuando presentasen los recursos posteriores al fallo. Se esperaba
que las acciones para descalificarla tuviesen éxito, pues el expediente
de recurso se presentaría ante un juez católico que le había
asegurado a un abogado presente en aquella reunión que tenía la
intención de asignarse el caso. Pero tuvo que retractarse cuando las
actas del encuentro salieron publicadas en el periódico. Aseguró que
no se había dado cuenta de que el abogado estaba relacionado con
la diócesis (entonces, ¿de qué otra forma pudo enterarse de la
estrategia de la diócesis, si ésta todavía era secreta?). 9
Lo que resulta desalentador del caso de Kos es que todas sus
características principales se repiten en otros (y frecuentes) ejemplos
de acoso sexual por parte de sacerdotes: la prolongada ceguera ante
las evidentes señales de lo que estaba ocurriendo, la repeti-
-216-
ción compulsiva del delito a pesar de las advertencias y consejos, el
traslado de los sacerdotes a otros lugares sin prevenir a nadie en el
nuevo puesto de las costumbres de los sacerdotes; la lentitud, la
arrogancia y la falta de cooperación por parte de las autoridades de la
Iglesia cuando las víctimas se atreven a hablar: todos estos
elementos estuvieron presentes en el primer caso que recibió
completa cobertura pública, una década antes del juicio de Kos: el
nido de siete sacerdotes acosadores en los alrededores de
LaFayette, Luisiana, que Jason Berry reflejó en su libro, Lead Us Not
into Temptation [No nos dejes caer en la tentación]. Este caso
comenzó con el descubrimiento de múltiples abusos por un tal padre
Gil-bert Gauthe. Un abogado canónico de la representación
diplomática del Vaticano en Washington, el sacerdote dominico
Thomas Doyie, trató de crear una política para ocuparse
honestamente de estos casos. Con la ayuda de un sacerdote médico
y de un abogado asignado al padre Gauthe, Doyie concibió una serie
de principios que presentó en el encuentro de obispos
estadounidenses de 1985. Contenía hallazgos que habrían evitado el
irresponsable reciclaje de sacerdotes en Dallas de una iglesia a otra
en la década siguiente.
-218-
Nueve hermanos cristianos, dos de los cuales eran amantes,
sodomizaron, azotaron, golpearon, manosearon y degradaron a
un total de al menos treinta niños de Mount Cashel a lo largo
de más de veinte años. Los testimonios aportaron indicios de la
existencia de un círculo de solapados pedófilos y
homosexuales sadomasoquistas, entre los que se contaban
cinco hombres que vivían en el pueblo, que habían crecido en
el orfanato y volvían a él para abusar de los niños.15
—219—
crimen del padre Kos no tenía nada que ver con el celibato
sacerdotal. Señaló que entre personas no célibes que se dedican
profesionalmente a la asistencia juvenil también se dan casos de
pedofi-lia: consejeros, profesores, guías de exploradores y otros. Esto
ocurre en las «profesiones asistenciales» en general. Según una
encuesta de 1989, un 5,5 % de los psicólogos varones tenían
relaciones sexuales con sus pacientes. Un 10 % reconoció realizar
«prácticas eróticas» sin relaciones sexuales. 22 Pero la mayoría de
esos pacientes eran adultos. Y la pedofília de los sacerdotes difiere
de las demás en tres puntos importantes, todos ellos relacionados
con el celibato.
Primero, el monitor de exploradores no es alguien que haya
proclamado públicamente pertenecer a un grupo con votos de
abstinencia eterna de cualquier forma de sexo, con cualquier pareja,
hombre o mujer, joven o vieja. A un sacerdote se le considera
especialmente fiable por tratarse de alguien que ha asumido un acto
heroico de autocontrol. El célibe declarado es visto como un atleta del
dominio sexual. Tratar con jóvenes para él es, de acuerdo con la
ideología oficial, un encuentro de inocentes con inocentes. Después
de todo. Pablo VI dijo que ésa es la ventaja del celibato: que confiere
a quien lo practica un halo de espiritualidad especial, una «señal
escatológica» de transcendencia humana. Según Sacerdotalis
Caelibatus, la vida sacerdotal nos deja entrever que «en la
resurrección ellos no serán ni casados ni dados en matrimonio, sino
como ángeles en el cielo».23 Esto se tradujo a efectos prácticos en
que muchos de los padres de los perjudicados confiaron sus hijos a
los sacerdotes casi como a Dios, y ciertamente con muchas menos
reservas que a cualquier otro profesor o tutor. Puesto que ésta era la
confianza traicionada, la consecuente amargura, desilusión o pérdida
de fe era proporcionalmente mayor. Ser traicionado por Dios no es
una experiencia corriente.
Otro motivo por el que el celibato incide en la pedofília sacerdotal es
que la reverencia que inspira la heroica abstención impone una
actitud de cautela a los funcionarios civiles a la hora de investigar,
denunciar o enjuiciar los delitos de los célibes. Como hemos visto, la
policía militar entregó a Mike Miglini a otro sacerdote, honrando la
condición de célibe como una clase a pesar de que estaban
arrestando a un individuo de dicha clase. Asimismo, acep-
—220—
taron la petición de los padres de Mike de no procesar al padre
Peebles, pues querían evitarle el escándalo a la Iglesia. Durante años
la policía ha hecho la vista gorda ante los sacerdotes que ha
sorprendido ebrios. Durante la investigación en LaFayette, Lui-siana,
un fiscal público le dijo al abogado del padre Gauthe: «Quiero que le
lleves un mensaje al obispo. La otra noche los oficiales de brigada
detuvieron al padre Tom Bathay [seudónimo] por buscar contactos
sexuales en el baño de hombres de una parada de autobuses en las
afueras del pueblo. No se le imputaron cargos. Es la segunda vez que
le pasa esto. Dile al obispo que si vuelve a ocurrir lo meto de culo en
la cárcel.»24 La sola advertencia demuestra un trato deferente (pero
no infinito). Una de las razones por las que el clero está tan resentido
con la recién descubierta agresividad de la prensa es porque estaba
acostumbrado a que sus deseos fuesen atendidos. La prensa católica
se sentía protectora, y la no católica no quería ofender
susceptibilidades religiosas. Los policías eran buenos con los
sacerdotes, como en las películas. La imagen que la gente quería
conservar de los sacerdotes era la de Bing Crosby o Spencer Tracy
con alzacuello. Nada es más dañino para esa imagen que la pedofília.
Lo que está en juego es mucho más grave, en todos los aspectos,
cuando el delincuente sexual es un sacerdote.
Mucho más grave resulta, por supuesto, para los sacerdotes, y éste
es el tercer y más importante aspecto que hace que la pedofília
sacerdotal sea diferente. Para un sacerdote, ser pedófilo plantea la
duda de si la disciplina del celibato para toda una clase de hombres
(no sólo para los espiritualmente dotados) es un ideal falso por
irrealizable. Si un hombre no es capaz de controlar siquiera las
pulsiones más degradantes de la depredación sexual en sí mismo,
¿podemos en verdad creer que en su mayoría controlan instintos más
normales y comunes? Los mismos sacerdotes lo dudan ampliamente,
y algunos han empezado a admitirlo. Hasta el respetado cardenal
Seper declaró ante el sínodo de obispos de 1971 en Roma: «No soy
en absoluto optimista respecto a que el celibato esté siendo
respetado.»25
Los que están en posición de saberlo comparten esa certeza. El
trabajo más respetado sobre ese asunto es el de Richard Sipe, que
ha sido monje durante veinte años y además psiquiatra especializado
-221
en el estudio de las costumbres sexuales del clero. Basándose en
años de entrevistas, tutorías, encuestas y debates con otros expertos,
realizó en 1990 un cálculo conservador según el cual el 20 % de los
sacerdotes son sexualmente activos con mujeres en algún momento
dado, a lo que se debe añadir de un 8 a un 10 % que todavía explora
algún tipo de vínculo íntimo con mujeres. Descubrió que el 20 % de
los sacerdotes tiene inclinaciones homosexuales, y que de ellos el 10
% es activo sexualmcnte (4 % de éstos, con niños). Y concluyó que el
80 % de los sacerdotes se masturba, al menos ocasionalmente. 26
Otros investigadores han obtenido cifras igualmente elevadas en
otras categorías. El sociólogo jesuíta Joseph H. Fi-cher, S. J.,
acredita un recuento de más del 30 % de los sacerdotes alemanes
que mantienen relaciones con mujeres. 27 Andrew Greeley afirma que
el 25 % de los sacerdotes menores de treinta y cinco años son
homosexuales, y la mitad de ellos sexualmente activos. 28 Jason Berry
señala que los seminaristas le han dicho que las cifras de Greeley
deberían multiplicarse por dos. 29 El doctor Willian Masters descubrió
que de los cien sacerdotes que incluyó en su estudio, noventa y ocho
se masturbaban.30 Sipe revisó sus cifras al alza con los nuevos datos
que había recabado para un libro que publicó cinco años después del
primero (véase capítulo 13).
Al margen de lo que uno piense de la moralidad de estos actos, estas
cifras están obviamente ligadas a la tesis de este libro: la vida de las
autoridades eclesiásticas transcurre dentro de estructuras de
múltiples engaños. No es de extrañar que los sacerdotes se muestren
reticentes a imponer exigencias morales a los demás en terrenos
como la contracepción y el papel de la mujer, cuando ellos viven en
diaria contravención de las directrices del Papa respecto al sexo y su
propio celibato. La masturbación y la homosexualidad no son, por sí
mismas y siempre, el «trastorno objetivo» que la doctrina papal dice
que son. Pero ésa es la doctrina. Y los sacerdotes tienen que ocultar
al laicado, a sus superiores y a los demás (y a veces a sí mismos) lo
que Pablo VI llamó el «testimonio de sus vidas».
Esto explica en gran parte las lamentables acciones descritas al
principio de este capítulo. Para empezar podemos preguntarnos
cómo es posible que los sacerdotes, los superiores y los obispos
desviaran la mirada mientras se estaba abusando de los chicos.
—222—
Desviar la mirada es una costumbre profundamente inculcada y una
necesidad: una táctica de supervivencia para hombres cuyas vidas
están plagadas de gestos furtivos. La propia vida, la de los amigos o
la de las personas de quienes dependemos no admite un escrutinio
muy severo. Sería peligroso —en cuanto al escándalo y el disgusto
del laicado, para los observadores mismos— permitir que la luz
inundase el sombrío submundo de secretos, evasivas y
desfiguraciones que conforma el estilo de vida sacerdotal. Es
comprensible que un sacerdote homosexual vacile en señalar los
casos de abuso infantil, e incluso que se resista a darse por enterado:
¿por qué exponer su propia situación hurgando en los problemas de
otro? Ésta es la ocasión perfecta para mantener una ignorantia
affectata. Pero ¿por qué los sacerdotes heterosexuales protegen a
los agresores homosexuales? Según Sipe, algunos de ellos cargan
con sus propias víctimas en la conciencia, quizá no tan indefensas
como los niños, pero igualmente deslumbradas por el aura del
sacerdocio y por lo general abandonadas una vez que el sacerdote
termina el «experimento» sobre su propia sexualidad. La indulgente
comunidad de sacerdotes que acoge de nuevo en el redil al
transgresor heterosexual generalmente culpa a la «provocadora» que
lo apartó de su deber, dándole nueva vida a la antigua imagen de las
mujeres como señuelos carnales. 31 Se ha llegado a exigir a algunas
mujeres que aborten para no desvelar la aventura del sacerdote (Sipe
conoce a un grupo de apoyo a cincuenta víctimas de esa
experiencia).32
Mi objetivo no es juzgar a los sacerdotes sino volver sobre la
disonancia entre las afirmaciones del Papa y la vida real. La brecha
entre ambas se ensancha cada día que el Papa continúa haciendo
caso omiso de la realidad y reafirmándose en sus proclamas con una
bravuconería autoritaria. Pongamos el caso de la masturbación.
Hasta hace poco tiempo, se enseñaba a los chicos que cada vez que
se masturbasen cometían pecado mortal, de esos que vacían el alma
de gracia y les manda al infierno si llegan a morir antes de
arrepentirse y confesarlo. Hasta se les daban argumentos teológicos
de peso. En cuanto al sexto mandamiento (en la numeración
católica), no hay pecado venial ni falta leve: todo acto sexual excepto
aquel entre cónyuges que no practiquen la contracepción es «grave»
(es decir, cada uno de estos pecados es un pecado mortal).
—223—
Esto convertía a los adolescentes en pecadores empedernidos que
envilecían sus almas una y otra vez, en el transcurso de su
adolescencia. Sin embargo, a menudo se confesaban con hombres
que, sin la excusa de la adolescencia, también se masturbaban.
Pero ¿será verdad que ahora las cosas han cambiado? ¿Los
sacerdotes ya no enseñan eso de la levedad de la falta? Las cosas
no han cambiado en la esfera oficial, ¿cómo iban a cambiar? En esa
esfera la Iglesia declara que nunca cambiará sus doctrinas. En 1994,
al cabo de largos años de preparación, Juan Pablo II escribió una
carta comendataria para el nuevo catecismo aprobado por el cardenal
Ratzinger, en la que dice:
—224—
siquiera con el fin de tener un bebé. La congregación del cardenal
Ratzinger presentó un polémico documento en 1987 con la
aprobación de Juan Pablo II, llamado Donum Vitae [El don de la vida],
que dice así:
—225—
lizado a sí misma. Al aferrarse a la imagen de pecado mortal de los
actos no naturales, el debate se ha reducido a un nivel carente de
toda seriedad. Se oponen al condón y a la masturbación tanto como
al adulterio o a la pedofilia. Bernard Háring lamenta el hecho de que
la gente le haya restado importancia al tema del aborto por la
machacona insistencia de las autoridades de la Iglesia en la con-
tracepción como otra forma de «matar bebés». Si a algunos les
resulta imposible admitir las razones de la Iglesia en lo relativo a la
contracepción, por la misma lógica pueden perder la confianza en
argumentos de la misma fuente sobre otros asuntos. 36 Los sacerdotes
saben que la insistencia del Papa en que las mujeres no pueden ser
sacerdotes no tiene ningún sentido lógico ni bíblico. Entonces, ¿por
qué no sospecharían lo mismo sobre el celibato sacerdotal o la
homosexualidad? Es difícil para ellos hacer distinciones cuando los
superiores prohiben la libre discrepancia en relación con todo, desde
lo trivial hasta lo trágico.
Las distinciones, en consecuencia, tienen que hacerse en privado, sin
la saludable corrección del debate abierto. A los sacerdotes no se les
permite separar públicamente lo sensato de lo absurdo, condenar el
aborto pero aprobar la contracepción, condenar la pedofilia pero
aprobar la homosexualidad. Todo ello queda sujeto a la misma
prohibición. La discrepancia crece en secreto. La libertad que el
celibato en teoría debía darles para la acción desinteresada muere en
la semilla si se prohibe la libertad de debate. Una conspiración de
silencio oculta muchos gestos bondadosos: desviaciones de las
líneas oficiales para atender las necesidades pastorales de los
católicos perplejos. El sacerdote se ve obligado a realizar sus buenas
obras furtivamente. La conspiración también oculta muchas cosas
vergonzosas y depravadas, como cientos y cientos de niños víctimas
de abusos sexuales y de mujeres abandonadas por sacerdotes.
Irónicamente el resultado se elimina a sí mismo. El Papa ha hecho
que el número de sacerdotes disminuya marcadamente por insistir en
el celibato y se ha quedado no sólo con menos sacerdotes sino que
también son menos célibes. Casi todos los sacerdotes que colgaron
los hábitos en la deserción masiva de las décadas de los setenta y los
ochenta lo hicieron para casarse. Los sacerdotes homosexuales se
quedaron, con lo que su proporción aumentó a pe-
-226-
sar de que su cantidad absoluta se mantuvo igual. Y ahora incluso
esa cantidad absoluta está creciendo. Muchos observadores
sospechan que el verdadero legado de Juan Pablo a su Iglesia es un
sacerdocio homosexual.
NOTAS
—227—
14. Berry, op.cit.,pp. 316-317.
15. Ibíd.,p.302.
16. Ibíd.,pp.314-316.
17. Jack Taylor, «Pedófilos culpan a la Iglesia Católica de un ciclo de
abusos, revela un estudio», Agence France Presse, 6 de enero, 1995.
18. Sipe, Sex, Priests and Power, p. 26.
19. Taylor, op. cit. Los profesores Freda Briggs y Russell Hawkins de
la Universidad de Adelaide realizaron la encuesta.
20. Berry, op. cit., p. 159.
21. Ibíd.,p.75.
22. Sipe, Sex, Priests, andPower, p. 129.
23. Pablo VI, Sacerdotalis Caelibatus, traducción del Vaticano, párr.
34. [Celibato sacerdotal. Acción Católica, 1967.]
24. Berry, op. cit., p. 51.
25. Ed-ward Schillebeeckx, The Church With a Human Face,
traducido al inglés porJohn Bowden (Crossroad, 1985), p. 228. .
26. Sipe, .A Secret World, pp. 74,133-134,139.
27. Sipe, Sex, Priests, and Power, p. 115.
28. Thomas C. Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller,
1995,p.176.
29. Berry, op. cit., pp. 259-273.
30. Sipe, A Secret World, p. 139.
31. Ibíd.,pp. 122-130.
32. Ibíd.,p.l24.
33. Cathechism of the Catholic Church, Liguori Publications, 1994,
p.564.
34. Respect for Human Life (Donum Vitae), traducción del Vaticano,
Pauline Press, 1987, Parte II, Sección 6, p. 32.
35. Fox, op. cit., p. 297.
36. Bernard Háring, «A Theological Evaluation», en John T. N00-
nanJr. (editor), The Morality ofAbortion: Legal and Historical
Perspectives, Harvard University Press, 1970, p. 134, sobre «la
urgente necesidad de una distinción más exacta y cuidadosa entre
acciones tan radicalmente diferentes entre sí como el aborto y la
contracepción».
•228-
13
Un sacerdocio homosexual
-229-
1. Dependencia, la tendencia a depender de otros más que de
sí mismos.
2. Bajo interés sexual por el sexo opuesto.
3. Elevados intereses estéticos en contraposición con
ocupaciones atléticas o mecánicas.
4. Dominio materno, o un predominio de la imagen inconsciente
de la madre dominante (idealización de la mujer).
—230—
cerdotal. Un extenso estudio realizado por el Kansas City Star
demostró que se sabe al menos de 400 sacerdotes que han muerto
de sida, y probablemente la cifra verdadera ascienda al doble, es
decir, entre cuatro y ocho veces la proporción registrada entre la
población común.2
Sumando todas estas razones, los analistas han deducido que en los
seminarios hay más homosexuales que antes. Sipe advirtió este
cambio en las estadísticas a lo largo de sus años de observación.
Thomas Fox, el editor de The National Catholic Repórter, analizando
sus entrevistas y la cobertura de la cultura católica en su periódico,
llegó a la siguiente conclusión: «En algunos casos ha habido informes
sobre seminarios predominantemente gays, donde el ambiente
homosexual se agudizó tanto que hizo sentir incómodos a los
seminaristas heterosexuales, que terminaron por marcharse.» 3 Los
homosexuales también han notado el cambio. En una encuesta
realizada a 101 sacerdotes gays, los que se ordenaron antes de 1960
recuerdan sus seminarios con un 51 % de homosexuales. Los que se
ordenaron después de 1981 dicen que sus seminarios tenían una
población 70 % homosexual. 4
La mera existencia de estas encuestas constituye de por sí una señal
del cambio que ha experimentado la condición de homosexual en el
sacerdocio. Una mayor tolerancia ha posibilitado un mejor
conocimiento de la existencia y actitudes de los sacerdotes
homosexuales, cuyas redes internas eran casi invisibles desde fuera
hasta hace pocas décadas. Evidentemente, los encuestados pueden
estar hinchando sus cifras, deliberada o inconscientemente, para
proclamarse como la norma. No hay muchos que quieran responder a
las encuestas, ni siquiera anónimamente: no son una muestra
representativa. Quizá también estén contando como gay a cualquiera
que a ellos les «parezca» que tenga orientaciones homosexuales,
incluso si la persona no ha reconocido su tendencia. Pero lo que
realmente importa es la proporción, no las cantidades absolutas. Los
homosexuales más jóvenes tienen la impresión de que sus filas
aumentan. La mayoría de los observadores también lo ve así.
Uno podría preguntarse por qué los homosexuales querrían
responder a tales encuestas. Los resultados muestran que los que
responden se sienten frustrados al no poder unirse al movimiento
—231—
de liberación homosexual de manera más abierta. Acogieron con
agrado esta oportunidad —brindada por su silencioso sistema de
autoapoyo— de decir lo que desearían decir a todo el mundo si no
corriesen el riesgo de ser expulsados de un sacerdocio por el que
sienten verdadero amor. De hecho, hubo dos encuestas. En general
ambas coinciden en sus hallazgos, lo que podría interpretarse como
una confirmación de los resultados de no ser por el hecho de que,
dado que se permitió el anonimato en las respuestas, se desconoce
el grado de yuxtaposición que hubo entre ambos grupos,
probablemente no poco, pues la edad promedio de ambos grupos fue
prácticamente la misma (hombres que rondaban los treinta y cinco). 5
La importancia particular de cada encuesta no radica en que los
grupos fuesen totalmente diferentes sino en las distintas tribunas que
cada una ofreció a los encuestados al utilizar métodos y espectros de
interrogación distintos. La primera la realizó un sacerdote, Richard
Wagner, para su disertación de 1980 en el Instituto de Estudios
Avanzados de la Sexualidad Humana en San Francisco. 6 Aunque
Wagner sólo pudo encuestar a 50 sacerdotes, tuvo la oportunidad de
entrevistarse durante hora y media con cada uno. El otro proyecto,
con una muestra de 101 sacerdotes, permitía escribir respuestas
largas y disertaciones, algunas de las cuales se publicaron con la
encuesta, editada por James G. Wolf.7
En ambas encuestas la mayoría se declaró feliz, con un sacerdocio
satisfactorio y un futuro bastante asegurado. Los de la encuesta de
Wolf lamentaron el limitado campo de búsqueda de amantes, pero los
de Wagner alcanzaron un promedio de 226 parejas sexuales, cifra
que se obtuvo solamente porque el 22 % de ellos afirmó haber tenido
más de 500.8 La mitad de la muestra de Wagner y tres cuartos de la
de Wolf sabían que eran homosexuales antes de su ordenación. 9
Aquellos que lo sabían tuvieron experiencias sexuales en el
seminario, y algunos de sus superiores lo supieron. Se les permitió
proceder con la ordenación, quizás (esto no está claro) con la idea de
que se trataba «sólo de una fase» o un desliz. (Las autoridades
católicas han sostenido tradicionalmente que el pecado está bajo el
control de la voluntad, razón por la que muy pocos buscan ayuda
temprana para tratar el alcoholismo.) Alrededor de un tercio de los
superiores de los sacerdotes saben de su homosexualidad, la misma
proporción de padres que lo saben de sus hijos.10
—232—
La elevada prominencia de homosexuales en los seminarios ha
llevado a algunos hombres homofóbicos a no ingresar en el seminario
o a salirse de él. De hecho, la admisión de hombres y mujeres
casados en los seminarios —que tiene que llegar algún día— puede
darse por las razones equivocadas, no porque la mujer y la
comunidad lo merezcan, sino por el pánico a la idea de que el
sacerdocio se está volviendo predominantemente gay.
¿Cómo hacen los homosexuales del sacerdocio actual para conciliar
sus votos de celibato y su vida sexual activa? Algunos piensan que la
orden de abstenerse del sexo es absurda, un formalismo. Otros
piensan que implica una íntima dedicación al Evangelio. Una cantidad
significativa (35 % en Wolf, 22 % en Wagner) cree que el celibato
significa no casarse con una mujer: una definición que haría célibes a
todos los homosexuales, hasta los más promiscuos." Los
homosexuales parecen tener algunos problemas teológicos con las
nociones más elementales de la moralidad de la homosexualidad
misma. Después de todo, las escrituras no dicen nada sobre el
aborto, la contracepción o un sacerdocio no célibe. Sin embargo,
tanto en la Biblia judía como en el Nuevo Testamento sí que hay
algunas claras y graves condenas a algún tipo de homosexualidad.
La mayoría de los encuestados por Wagner (el 88 %) había leído
algún cuestionamiento de los mandatos bíblicos contra la
homosexualidad —The Church and the Homosexual [La Iglesia y los
homosexuales], deJohn McNeill, S.J.—ya casi todos ellos (el 95 %)
les había parecido tranquilizador.12 Cuando apareció el libro de
McNeill en 1976, contó con el apoyo de sus superiores jesuítas y con
su licencia para publicarlo (imprimí potest). Pero no había transcurrido
un año cuando el Vaticano ordenó a los jesuitas rescindir la licencia y
prohibió a McNeill hablar o publicar nada sobre la homosexualidad.
McNeill observó la prohibición hasta que el cardenal Ratzinger publicó
en 1986 una nueva declaración en la que condenaba toda forma de
sexo homosexual. McNeill rompió su silencio, denunció la carta y fue
expulsado de los jesuítas.
McNeill se inspiró en el significativo libro que precedió al suyo —
Homosexuality and the Western Christian Tradition [La
homosexualidad y la tradición cristiana occidental], del anglicano
Derrick Sherwin Bailey (1955)— y en las investigaciones deJohn
Bosweil, un erudito católico homosexual cuyo propio libro,
—233—
Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality [Cristiandad,
tolerancia social y homosexualidad], apareció con gran éxito en 1980.
La idea más importante de Bailey, Bosweil y McNeill es que las
condenas de san Pablo a la homosexualidad no se dirigían a la
orientación homosexual en sí, una «inversión» aún sin descubrir, sino
contra los heterosexuales que cometían la «perversión» de realizar
actos homosexuales. Los eruditos bíblicos siguen sin convencerse de
este punto.13 No obstante, el trabajo de estos tres hombres llevó a
posteriores y mejores análisis de los pasajes relevantes de las
Escrituras, principalmente la ecuánime obra de Robin Scroggs, The
New Testament and Homosexuality [El Nuevo Testamento y la
homosexualidad] (1983).
Scroggs señala que las Escrituras apenas se ocupan de la cuestión
de la homosexualidad. La Biblia judía supuestamente se refiere a ella
sólo cuatro veces y el corpus paulino del Nuevo Testamento tres
veces. Cada pasaje presenta sus problemas. Empecemos con la
escritura judía:
1. La sodomía adquiere su significado moderno en la historia de Lot,
en el Génesis 19. Cuando los ángeles vengadores, disfrazados de
hombres, visitaron a Lot en la ciudad de Sodoma, los perversos
vecinos le pidieron a Lot que sacase a los hombres «para que los
conozcamos» (19:8). Eal les ofreció darles sus hijas vírgenes en su
lugar, pero los villanos insistieron en los hombres. Como la historia
del Génesis de Onán «derramando la simiente» había sido
erróneamente interpretada como un delito sexual, más que como una
ofensa al código familiar, Bailey y McNeill trataron de encontrar un
paralelismo en este caso: que el delito intentado no era la
homosexualidad, sino una transgresión del código de la
hospitalidad.14 Pero Bosweil y luego Scroggs desarrollaron un
argumento más apropiado al decir que el delito está en el intento de
violación, independientemente del sexo de la persona agredida. 15
Otra historia de violación confirma este paralelo, la del levita que
visita Gabaa, segunda ocasión en la que se supone que se condena
la homosexualidad.
2. De nuevo los hombres se reúnen y piden al anfitrión que haga salir
al forastero «para que lo conozcamos» (Jueces 19:22). En su lugar
envía a su concubina, a quien violan y asesinan. El crimen (la
violación) es el mismo que el de Sodoma, al margen del sexo de
—234—
la víctima. Así, dos de los cuatro pasajes de las escrituras judías en
realidad no son en absoluto contra la homosexualidad.
3. Los pasajes tercero y cuarto sí que se refieren a la
homosexualidad. En Levítico (18:22) se prohibe «yacer con varón
como con mujer», pues «es abominación».
4. Esta prohibición se repite en Levítico 20:13-14, añadiendo al veto
la pena de muerte. Estas leyes forman parte del Código de Santidad,
que declara impuras muchas cosas. Mary Douglas ha analizado el
razonamiento de puntos aparentemente arbitrarios de este código en
su libro sobre impurezas rituales, donde dice que el apareamiento
adecuado (o el mal emparejamiento) es la norma.16 William
Countryman se sirvió de las normas de Douglas para debatir las leyes
levíticas sobre la homosexualidad, señalando que es «una confusión
de tipos» lo que crea la impureza:
—235—
término lo traduce como «afeminados» la Biblia del reyJacobo I de
Inglaterra; como el equivalente en alemán de «mariquitas» lo
traducen Lutero y la versión alemana de la Biblia deJerusalén. Pero el
amaneramiento difícilmente puede considerarse voluntario, y todo
cuanto figura en esta lista es motivo de exclusión del reino de Dios,
más bien severo para con una carencia de virilidad. Es por ello por lo
que el término se emplea como un eufemismo para el de homosexual
en general, que, curiosamente, carece de equivalente en griego. Pero
entonces ¿qué significa la otra expresión? La primera edición de la
Revised Standard Versión pone de relieve el problema traduciendo
ambas palabras de la misma forma: ¡«los homosexuales y los
homosexuales» serán excluidos!
Scroggs suscribe la opinión de otros (incluido Bailey) que ven aquí a
los miembros pasivo y activo de la pareja en la pederastía
característica de la forma griega de homosexualidad. Esto tiene
sentido, puesto que Pablo le escribía a un pueblo griego conocido por
su libertinaje sexual, más sentido que pensar que hablaba de las
«prostitutas del templo». El judío griego Filón, coetáneo de Pablo, fue
particularmente feroz en su denuncia de la pederastía:
—236—
Las palabras más duras están en la epístola de Pablo a los romanos,
donde la lista de actos cuyos autores merecen la muerte incluye ésta
(1:26-27):
—237—
rastia femenina en su Vida contemplativa (59-62).20 Scroggs se
justifica al concluir que Pablo se parece a Filón en su desprecio por la
pederastía, lo que no equivale a una condena de la homosexualidad
en general.
Incluso si se discrepa de Scroggs, es evidente que ya no pueden
sostenerse las condenas bíblicas de la homosexualidad como contra
natura. No es que esto pueda cambiar la opinión de los firmes
opositores de los homosexuales. Reaccionarán como lo hicieron los
conservadores teológicos cuando se les quitó la historia de Onán
como base para condenar el control de natalidad. Se inspirarán en
otras fuentes que no sean la Biblia: el temor y el desprecio por el sexo
en sí, la creencia de que las «leyes naturales» exigen la procreación
en todo acto sexual y otras por el estilo. Las leyes humanas
modernas respecto a la dignidad de homosexuales y lesbianas no
podrán borrar prejuicios de tan larga tradición. Sólo lograrán
enfurecer a algunos. Por eso creo que solamente la aversión hacia
los homosexuales les hará cambiar de actitud en relación con otros
aspectos, como la admisión de la mujer y de heterosexuales casados
en el sacerdocio. Incluso eso les resultará menos abominable que un
sacerdocio homosexual.
¿Qué hay de malo en tener homosexuales y lesbianas como
sacerdotes o ministros? No hay nada de malo; otros cultos ya se han
dado cuenta de ello al ordenarlos. Pero eso no implica que la
presencia de sacerdotes homosexuales «célibes» en el sacerdocio
católico actual sea saludable. Ellos podrán sostener que son
«célibes» según su definición privada de la palabra. Pero han hecho
un voto público de celibato, y la intención de todo juramento es
comunicativa, es un compromiso contractual. Ambas partes del
contrato deben estar de acuerdo con sus términos. Los sacerdotes
homosexuales viven una mentira. Quizá les fue impuesta por reglas
sin sentido. Aun así, contribuyen a apuntalar las estructuras del
engaño. Están engañando a la gente. Una de las razones por las que
los pedófilos tienen acceso a los niños es que los padres católicos
cometen la equivocación de pensar que los sacerdotes se abstienen
de toda actividad sexual. Según los sondeos realizados, los
sacerdotes homosexuales dicen que tienen que cuidarse para que los
demás no conozcan su secreto. Deben calibrar cada movimiento para
mantener al menos a algunas personas en la ignorancia.
-238-
En las encuestas, los sacerdotes más francos o arriesgados parecen
estar deseosos de hablar. Sin embargo, de ese grupo, dos tercios se
las ha ingeniado para ocultar la verdad a sus superiores y hasta a sus
padres, esos padres católicos orgullosos del estatus de su hijo y de
su desprendimiento. Uno de los encuestados del estudio de Wolf,
después de enumerar las formas en que había logrado estar en paz
consigo mismo, dijo:
Algunos temores todavía permanecen. ¿Qué harían los parroquianos
si descubriesen que soy homosexual? Este temor me entristece.
Temo el posible rechazo de mi propia gente «a la que tanto amo y
añoro, que es mi gozo, mi corona, mis seres amados», como lo
escribió san Pablo (Fil. 4:1). La gente me quiere pero no me conocen
por completo. No puedo darme a conocer como en verdad soy ni ser
amado por lo que realmente soy. Hay mucho dentro de mí que no
puedo compartir con la gente. Tengo mucha riqueza interior en mi
experiencia de la vida y en la forma de ver el mundo, y sin embargo
tengo que esconderla. Revelar a^mis parroquianos mi orientación
homosexual podría causar, a mi entender, las siguientes situaciones:
la polarización de la gente a mi favor y en mi contra; sospechas o
acusaciones de actividades inmorales, especialmente con
adolescentes y niños; la solicitud de mi destitución; la necesidad de
que el obispo hiciese alguna declaración o tomase alguna medida
respecto a mí; una cacería de brujas contra otros sacerdotes que no
han salido del armario; y la acentuación del temor en aquellos
jóvenes que estén tomando conciencia de su homosexualidad. El
riesgo es demasiado grande.21
El temor a lo que el sacerdote califica de cacería de brujas de los
sacerdotes que no han salido del armario enrola a muchos
homosexuales en la conspiración de silencio que abriga a los
pederastas. Los homosexuales de seguro serán tan reacios a que se
descubra su pederastía como lo era un sacerdote no homosexual que
le dijo a Richard Sipe:
—239—
pues de mi ordenación y lo sentí mucho por él. No puedo
imaginarme lo mal que lo está pasando. No conozco a los otros
dos. El que conozco acarició a un chico de dieciocho años en
una fiesta organizada en la rectoría por su reciente
nombramiento como monseñor. Realmente no me sorprendió.
Lo que si me sorprendió fue que el chico saliera corriendo a la
policía esa noche, a las dos de la mañana. El sacerdote estaba
ebrio, y cualquiera habría pensado que el chico lo dejaría
correr. Salió en toda la prensa.22
—240—
NOTAS
—241—
los conceptos de contaminación y tabú. Siglo XXI de España Editores
S.A.,2000.]
17. L. William Countryman, Dirt, Greed, and Sex: Sexual Ethics in
the New Testament and Their Implications for Today, Fortress Press
1988,pp.26-27.
18. Scroggs, op. cit., p. 88.
19. Scroggs, ibíd.,pp. 118-121.
20. Ibíd.,p.ll5.
21. Wolf, op. cit., p. 151.
22. Sipe, Sex, Príests, and Power, p. 64.
23. Ibíd.,p.85.
24. Ibíd.,p.85.
-242-
14
Política mariana
En mis tiempos, María era una vara para golpear a las chicas
listas. Se presentaba como ejemplo constante; un ejemplo de
silencio, de subordinación, de la satisfacción que debe pro-
— 243 —
porcionar ocupar el lugar secundario... Para mujeres como yo
era necesario rechazar esta imagen de María a fin de no perder
la frágil esperanza de logros intelectuales, la independencia de
identidad, la satisfacción sexual. Sin embargo, no se nos
ofreció alternativa alguna a esta imagen mariana; por lo tanto,
se nos negó una poderosa imagen femenina cuya aplicación
fuese universal. 2
-244-
asegura que Nuestra Señora de Fátima lo salvó de ser asesinado,
porque el atentado contra su vida se perpetró en el aniversario de la
primera aparición de María a los niños de Fátima en Portugal. Luego
peregrinó hasta allí para dar gracias por su intervención, y la bala
disparada por Mehmet Ali Agca se engastó en la corona de la estatua
de la Virgen en la capilla de Fátima.5
Ya he citado en un capítulo anterior el lamento del dominico Yves
Congar por el olvido del papel del Espíritu Santo en la Iglesia.
Entonces me referí a su tesis de que en cierta medida el culto del
Papa había sustituido el papel de orientador activo de la Iglesia que
antaño le incumbía al Espíritu. Luego añadió que se había efectuado
otra sustitución: la del Espíritu por María. Lo cierto es que ambas se
refuerzan mutuamente. Como ejemplo del erróneo tratamiento de
María, Congar cita una encíclica papal de 1894 que avala estas
palabras de san Bernardino de Siena: «Toda la gracia comunicada a
este mundo nos llega en un movimiento triple. [Supuestamente lo
triple se refiere a la acción de la Trinidad, ¿cierto? Pues no:] Es
enviada de acuerdo con un orden perfecto, de Dios a Cristo, de Cristo
a la Virgen y de la Virgen a nosotros.» 6 Congar cita a un teólogo más
reciente (1965): «Cuando empecé el estudio católico de la teología,
en todas partes donde esperaba encontrar una muestra de la doctrina
del Espíritu Santo, encontré a María.»7 Esta situación se refleja en las
excusas que presentara un sacerdote, al que me he referido con
anterioridad, por tener que tratar algo tan abstracto como la Trinidad
el día de su festividad. María no es abstracta. Nadie se disculpa por
predicar sobre ella.
Los católicos se sorprenderían al saber lo que tardó en aparecer esta
proliferación de títulos y festividades marianas. La Iglesia no le
reservaba celebración alguna, al menos en Occidente, hasta bien
entrado el siglo v. En los cientos de sermones de Agustín nunca se la
menciona. De hecho, habla mucho más de las otras dos Marías del
Evangelio: María de Betania (símbolo de contemplación) y María
Magdalena (símbolo de amor). Cuando aparece la madre de Jesús en
los pasajes del Evangelio que Agustín comenta, a él no le parece tan
profunda la importancia de su papel como a los predicadores
modernos. Por ejemplo, en el evangelio de San Juan, cuando Jesús
mira desde la cruz a María y a san Juan y les dice: «Madre, he ahí a
tu hijo» e «Hijo, he ahí a tu madre» (19:27). He oído en
-245-
muchos sermones de cuaresma que con esa frase se nos entrega a
todos, junto con Juan, al cuidado de María como nuestra protectora,
convirtiéndola en un símbolo de la Iglesia. Pero Agustín se detiene en
las siguientes palabras del evangelio: «Y desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa», y llega a la conclusión obvia de que
es a ella a quien Jesús encomienda al cuidado de Juan. Agustín dice
incluso que Jesús recuerda a sus discípulos su deber de cuidar a las
ancianas y las viudas. María no está protegiendo, antes bien,
necesita protección. No sería éste el papel que Juan le daría a la
Iglesia personificada.8
Puesto que Juan le atribuye un significado simbólico a todo lo que
sucede en la crucifixión, es probable que lo que aquí se simbolice
sea, como lo expuso una reunión de eruditos ecuménicos, la
adopción de María en la familia escatológica de Jesús, la nueva
familia formada por sus discípulos, una familia de la que por lo
general había estado excluida durante su ministerio, al igual que otros
familiares consanguíneos (compárese Jn. 7:1-10 con Me. 3:31-35, Mt.
12:46-50 y Le. 8:19-20).9 Más que ser la Iglesia, a María se la admite
por fin en la Iglesia.
Hay otro pasaje en el evangelio de San Juan que resulta importante
por ser el único texto del Nuevo Testamento que Juan Pablo II pudo
encontrar para declarar a María como la mediadora de todas las
gracias. Es la interpretación de una boda en Cana. Cuando María le
dice a Jesús que se ha acabado el vino de la fiesta, él responde:
«¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora» (Jn. 2:4).
Sin embargo, María le indica a los sirvientes que hagan lo que Jesús
les diga, y él transforma el agua en vino. El Papa, en su exposición de
esta historia en la encíclica Redemptoris Mater, dice que la aparente
aspereza de Jesús y la serena reacción de ella sólo muestran «el
profundo entendimiento que existía entre Jesús y su madre».10 Alega
que efectivamente María «contribuye a ese comienzo de las señales
que revelan el poder mesiánico de su Hijo», es decir, el milagro se da
por su intercesión, a pesar de que Jesús diga que su hora no ha
llegado. Ella puede de hecho doblegar la voluntad del Padre, quien
había fijado la hora de su hijo:
—246—
sufrimientos. Se pone «en medio», es decir, actúa como
mediadora, no como extraña sino en su posición de madre.
Sabe que como tal puede señalar a su Hijo las necesidades de
la humanidad; es más, «tiene derecho» a hacerlo. Sus
mediaciones revisten por tanto carácter de intercesión.11
—247—
Juan Pablo II, ansioso por vender su imagen de mediadora de la
palabra revelada, logró exactamente lo contrario. ¿Cómo llegamos
desde la visión mañana de Agustín hasta la de Juan Pablo? La
historia de la doctrina cristiana en cinco tomos de Jaroslav Pelikan
nos muestra parte del camino, aunque éste subraya que las
devociones litúrgicas y privadas a menudo fueron tan importantes
como los debates doctrinales. No fue sino hasta la Edad Media
cuando empezó a aparecer una mariología independiente. A lo largo
de la antigüedad tardía María había sido sujeto de especulaciones
sólo en cuanto ramificación de la cristología. A principios del siglo u,
Ignacio de Antioquía, cuya teología (como ya hemos visto) estaba
impregnada del Espíritu, recalcó que Jesús «nació de María» para
oponerse a las opiniones «docetistas» según las cuales Jesús no era
un hombre verdadero.15 La expresión «portador de Dios» (Theotokos}
se usó para combatir el error contrario, el de creer que Jesús no era
el verdadero Dios. Aparentemente el obispo Alejandro fue el primero
en emplear este término.16 Una vez derrotadas las primeras herejías,
se produjo una tregua en la actividad doctrinal, colmada por la
beatería popular. En la Iglesia oriental las ceremonias de la corte y los
nombramientos nobiliarios presentaron a María como una emperatriz,
reverenciada en iconos milagrosos y celebrada por poetas en la
tradición de Romanos el Melodista (siglo vi).17 En Occidente, el le-
galismo feudal convirtió a María en un abogado ante el señor feudal.
En palabras de Ildefonso de Toledo (siglo vil): «No podemos
encontrar a nadie más poderoso en méritos de lo que vos sois para
aplacar la ira del Juez.»18 En el Nuevo Testamento, quien le da al
pueblo la seguridad para dirigirse al Padre como hijos adoptados es
el Espíritu Santo. Ahora se les separa de la vida interior de la
Trinidad, como los esclavos feudales a quienes no se permite entrar
en la casa grande. María tiene que hacer los recados de los humildes.
La Edad Media se obsesionó con los datos físicos de la virginidad de
María. Los comentaristas modernos a menudo utilizan el término
«nacimiento virginal» para referirse a la concepción virginal (el
advenimiento del Espíritu en la Anunciación) o la Inmaculada
Concepción (la propia exención de María del pecado original). Pero la
Edad Media literalmente entendía por nacimiento virginal que Cristo
de alguna manera había nacido sin romper el himen de María:
-248-
Sin embargo, lo que planteó un problema entre Radbert y su
monástico colega Ratramno (siglo IX), no fue la forma en que
María concibió, ni el modo en que ascendió a los cíelos, sino la
manera en que dio a luz a Cristo. La tradición patrística era
ambigua en este aspecto, pues «está claro que los padres se
ocuparon de la concepción virginal, no del nacimiento
milagroso» de Cristo; pero los detalles del parto tenían que
formar parte de la doctrina de la virginidad perpetua de María.
Cualquier alternativa a la virginidad perpetua era impensable.
La formula «virgen antes de dar a luz, virgen durante el
alumbramiento, virgen después del parto» fue aceptada
universalmente. Ratramno lo interpretó como que «su inviolada
virginidad concibió como mujer y dio a luz como madre». El
milagro consistía en la conservación de la virginidad en la
concepción y en el nacimiento.19
Todo el nacimiento fue tan milagroso que una iglesia declaró tener
como reliquia un poco de su leche materna.20
Hacia mediados del siglo xiii, María ya tenía una biografía detallada
descrita en Leyenda áurea, de Jacobo de Vorágine, una biografía que
guardaba una evidente similitud con la de su hijo. Su nacimiento,
también, incluyó una anunciación (a su padre), una visitación (a su
madre), un nacimiento milagroso, una presentación en el templo y
una selección de pretendientes que equivale en cierto modo a la
masacre de los inocentes. 21 Estas escenas de la Leyenda fueron
pintadas una y otra vez, en especial por Giotto en la capilla del Foro
en Padua. Una especie de caballerosidad competitiva en el cortejo
amoroso ocasionó que los hombres rindiesen halagos cada vez
mayores a María. No sólo era la más elevada entre los mortales,
según Pedro Damián (siglo Xl), sino también superior a los ángeles,
con lo que la ponía aún más fuera de alcance como modelo para las
otras mujeres.22
Ni siquiera ese elogio era suficiente. Se utilizaron para ella las
mismas palabras que para cada persona de la Trinidad. El texto de
san Juan 3:16 fue remodelado situándola a ella en lugar del Padre:
«María amó tanto al mundo, es decir, los pecadores, que dio su único
Hijo para la salvación del mundo.»23 Se usurpó la actuación de su
Hijo cuando se dijo que «el mundo fue redimido a través de
—249—
ella».24 Le dieron los títulos del Espíritu cuando la llamaron «consuelo
y enseñanza».25 Duns Escoto (siglo xiv) racionalizó esta inflación
titular con su principio maximalista de las dignidades ma-rianas: todo
privilegio que su hijo le pudiese dar, él se lo daría (¿no lo haría
cualquier buen hijo?). Todo lo que era posible con ella era plausible, y
si era plausible se llevaba a cabo. Potuit, decuit, fecit.26
Se levantaron algunas voces de alerta. Bernardo de Claraval (siglo
Xll), un elocuente admirador de María en general, negaba que
pudiese haber sido concebida inmaculadamente. Después de su
muerte nació la leyenda de que Dios dejó una marca negra en su
alma por escribir contra su madre. 27 Tomás de Aquino (siglo Xlll), sin
dejarse intimidar por la amenaza de la marca negra, cuestionaba
firmemente la inmaculada concepción de María. Sostenía que todos
los humanos vinieron de Adán, heredando así la plaga del pecado
original. Eximir a María de esta condición humana significaría que
Jesús no se hizo hombre en la línea de David, asumiendo la
condición humana del pecado que él quería derrotar. Además, si
María no necesitaba la redención, como el resto de los hijos de Adán,
«esto le quitaría a Cristo el honor de ser el redentor de todo el
mundo» (ST 27 2r).
Las primeras doctrinas de la gloria de María aclararon el carácter de
la Encarnación y se centraron en el hijo de María. Esta doctrina
enturbió y confundió la naturaleza de la Encarnación. La exención de
la condición humana histórica convertía a María en un superhumano.
También complica la explicación de por qué sufrió los efectos del
pecado original (dolor, cansancio, muerte) sin haberlo contraído.
Jesús podía sufrir en su naturaleza humana porque también tuvo una
naturaleza divina. Establecer un paralelo entre Jesús y María le daría
a ella una naturaleza divina. Algunos alegan que de hecho ella no
murió. Incluso se llegó a decir que Dios apartó una porción de
«materia prima» cuando creó el mundo, que mantuvo separada del
curso pecador del universo para cuando le tocase hacer a María. 28 Su
misma carne era una maravilla cósmica, inmortal, como la kriptonita.
Cuando Henry Adams visitó las catedrales francesas dedicadas a
Nuestra Señora, construidas en la alta Edad Media, encontró en sus
capillas una deidad separada, con valores diferentes de los de Dios.
El Dios masculino era todo severidad y justicia, el femeni-
—250—
no todo gracia y perdón. El no podía competir con ella. Era preferible
no entrar en la iglesia por la puerta de Él, coronada con un severo
juicio final, sino más bien escurrirse por la puerta lateral, bajo la
escena de la coronación de María esculpida en el frontispicio. Adams
declaró que la devoción que construyó las catedrales de María,
«expresaba una intensidad de convicción nunca antes alcanzada por
ninguna pasión, ya sea religiosa, de lealtad, de patriotismo o de
riqueza».29
Cuando llegó la Reforma, los iconoclastas arrasaron a esta diosa-
ídolo de su puerta lateral, lo que aumentó la lealtad y la defensa de
los católicos hacia ella. Sufrió de nuevo las afrentas de las
revoluciones del siglo XVlll y XIX, así que —en una época de
creciente secularismo— Alfonso de Ligorio (siglo xviii) revivió las
normas de Escoto sobre la necesidad de favorecer cualquier «opinión
que tienda de alguna forma a honrar a la más bendita de las
Vírgenes». Él defendió esta posición en Las glorias de María, que
Pelikan califica de «uno de los libros más influyentes jamás escritos
sobre María».30 Alfonso declaró que es María quien nos librará de la
muerte.31 El siglo XIX estrenó lo que Pelikan llama la edad de las
principales apariciones: a Catherine Labouré (1830), a los niños de La
Salette (1846), a Bernardette en Lourdes (1858).
Nadie mostró más devoción por estas apariciones que el Papa Pío IX,
a quien conocimos antes por el secuestro de Edgardo Mortara. Su
beatería mariana, al igual que la de Juan Pablo, se modeló durante su
infancia. Fue un niño enfermizo, sujeto a ataques que pueden haber
sido epilépticos y que se vio forzado a vivir una escolaridad irregular.
No obstante, fue sumamente devoto de la virgen. Su madre le llevaba
a orar por su salud a la Santa Casa de Lo-reto (el hogar palestino de
María milagrosamente trasladado a Italia). A Juan Pablo, cuando era
el joven Karol Wojtyla, su padre le llevaba a la capilla de la Virgen
negra de Czestochowa. La madre de Karol había muerto siendo él un
niño, y conforme crecía se consideró completamente entregado a la
Virgen (su lema episcopal, Totus Tuus, así lo demuestra). Cuando
Pío IX, siendo Papa, sobrevivió al derrumbe de un convento que
estaba visitando, atribuyó su rescate a la Virgen de Loreto e hizo un
peregrinaje hasta su capilla, del mismo modo que Juan Pablo fue a
dar gracias a Nuestra Señora de Fátima por haberle salvado de un
asesino.32
—251—
Pío sintió que la Virgen estaba estrechamente asociada con su
papado. La Virgen apareció en La Salette durante su primer año de
pontificado. Su anterior aparición ante Catherine Labouré fue
interpretada como un llamamiento a que se calificase de dogma
infalible su inmaculada concepción. Después de que Pío definiese el
dogma en 1854, la Virgen se presentó a Bernardette en Lourdes (en
1857) diciendo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», con lo que le
demostró a Pío que había hecho lo correcto. Pío trató de vincular
importantes acciones y declaraciones con el 8 de diciembre, día de la
festividad de la Inmaculada Concepción. No sólo proclamó el dogma
en esa fecha de 1854. Publicó su mayor denuncia del mundo
moderno, su Syllabus errorum el mismo día en 1864, e inauguró el
Concilio del Vaticano que declararía su infalibilidad al respecto en
1869.
El dogma de la Inmaculada Concepción estaba estrechamente
vinculado con otras dos cosas muy apreciadas en su corazón, la
resistencia al mundo moderno (cuyo estilo democrático condenó en el
Syllabus) y el poder de su propio cargo. La conexión entre estos tres
factores está claramente expuesta en el segundo volumen de los tres
que conforman la magistral historia del pontificado de Pío escrita por
Giacomo Martina. Cuando el pánico se apoderó de Pío por el
Risorgimento, movimiento que estaba unificando Italia, expulsando
los poderes extranjeros y apoderándose de los dominios del Papa, se
reconfortó con el pensamiento de que María le protegería si él
luchaba con más ahínco por ella. Las acciones del sínodo de los
obispos de Umbría, reunidos en Spoleto en 1849, le sugirieron los
métodos para lograrlo. El año anterior había sido testigo de la
publicación del Manifiesto comunista de Marx y de las revoluciones
socialistas en Europa. En respuesta a esta amenaza de la izquierda,
los obispos publicaron una lista de los errores del mundo moderno.
Pío, muy impresionado por este documento, elaboró su propia lista,
más larga, que publicó en su Syllabus errorum enl864."
Pero antes tenía que encargarse del asunto de la Virgen, al que
consideraba parte integrante de la lucha contra la modernidad. Para
ello se inspiró en un libro que apareció en 1851, An Essay
Considering Socialism and the Socialist Teaching and Tendencles
[Ensayo sobre el socialismo y la enseñanza y las tendencias socia-
—252—
listas], del conde Emiliano Avogardro della Motta, en el que decía que
la concentración en la pureza de María haría que la gente se diera
cuenta de la maldad del ataque comunista-socialista a la Iglesia.34
Otro fanático del libro, inducido por Pío, o por sí mismo, fue el Jesuíta
editor de La Civilta Cattolica, donde revisaron el libro de cabo a rabo y
lo utilizaron como premisa para su artículo «The Social Aptness of a
Dogmatic Definition of the Inmaculate Conception of the Blessed
Virgin Mary» [La idoneidad social de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción de la Bendita Virgen María].
Cuando Pío fue temporalmente expulsado de Roma por el avance del
Risorgimento, se quedó en Gaeta, un pueblo al sur de Italia, hasta
que las tropas francesas lo acompañaron de nuevo a Roma. Regresó
con la determinación de convocar a la Virgen a la batalla declarándola
inmaculadamente concebida. Como señala el padre Martina:
Ya que era así como él concebía la definición del dogma, Pío estaba
ansioso por seguir la sugerencia de Della Motta y del editor de Civilta,
de combinar un ataque a los errores modernos (que luego reuniría en
el Syllabus) con la definición del dogma mañano. Dom Guéranger, el
respetado abad del monasterio de Solemes, a quien Pío había
llamado a Roma para escribir un esbozo de la definición, quedó sin
habla cuando éste le dijo que tenía que incluir en el documento una
acusación al liberalismo político. Guéranger trató de resistirse, pero el
Papa fue inflexible.36 Cuando entregó el borrador, su ataque a la
modernidad no resultó lo bastante fuerte para Pío, quien encomendó
entonces la tarea a una comisión que pasó tanto tiempo tratando de
encontrar bases bíblicas y patrísticas para la doctrina que nunca llegó
a la parte moderna.
—253—
Los teólogos se enfrentaban a objeciones a la definición planteadas
mucho tiempo atrás: no sólo la resistencia de Tomás de Aquino, que
la veía como una rebaja de la dignidad de Cristo, sino también los
reparos que ocasionaron que el predecesor de Pío, Gregorio XVI,
rechazase las peticiones de los seguidores de María por su
proclamación. El papa Gregorio sintió que no era algo tradicional el
definir doctrinas sin la necesidad de combatir algún error opuesto y
que el uso de la autoridad papal para fijar dogmas sin el apoyo del
Concilio sería una brusca afrenta a las actitudes modernas. 37 Pero
era justamente la oportunidad de doblegar su propia autoridad lo que
atraía a Pío. Realizó la diligencia de consultar a los obispos
enviándoles una carta donde les preguntaba si los católicos de sus
diócesis estarían a favor del dogma. De 603 respuestas, 546 fueron
afirmativas.38 Este apoyo popular al dogma no disipó las objeciones
de los teólogos sobre la oportunidad y jurisdicción de su definición,
pero Pío no quiso que se ventilasen estas actitudes. Contaba con la
popularidad de María entre los católicos para superar restricciones
tan insignificantes.
Después de pasear el proyecto de proclamación por interminables
propuestas de texto redactadas por diferentes comités, el Papa
anhelaba definir el dogma en 1854 el día de la correspondiente
festividad, el 8 de diciembre (mostraría el mismo apremiante deseo
de conseguir los resultados deseados en el Concilio, cuando los
teólogos empezaron a pasar demasiado tiempo debatiendo la
infalibilidad). Convocó a los obispos a Roma para la festividad, no
para consultarles. Se reunió con ellos en un consistorio secreto el 1
de diciembre, más para informarles que para pedir su consejo. El 4 de
diciembre se reunió con cuatro cardenales para revisar el boceto final
(el séptimo) del documento de la definición. El Papa, deseoso de
estampar su sello en él, les ordenó invertir el orden de los temas en el
texto y comprimir varios artículos. Esto supuso una ofensa al trabajo
de los teólogos, pero más tarde se justificó aduciendo que «era
necesario, para evitar que se dijera que todo lo habían hecho los
jesuítas».39 Era su labor, y de nadie más, y quería que eso quedase
claro.
A causa de los cambios de última hora que pidió, no se pudo preparar
el documento para el día de la proclamación, así que Pío —en una
ceremonia de cuatro horas— leyó solamente la parte ofí-
—254—
cial de la definición. Tardó ocho minutos en leer dos páginas, por lo
vencido que se sentía, derrumbándose repetidamente, sollozando y
derramando lágrimas sobre las páginas, atemorizado por la lealtad
que le estaba demostrando a María, y por el poder que estaba
ejerciendo para hacerlo.40 Se estaba exaltando a María. Pero también
al papado:
—255—
del Espíritu al llamarla la Mediadora de todas las gracias. Ahora la
quieren hacer asistente adjunto del trabajo divino. Una vez más se
retira la íntima acción del Espíritu en el cuerpo de Cristo hasta una
distancia que sólo ella puede recorrer para nuestra salvación. Nada
puede ser más ajeno al tratamiento de María en los evangelios.
Sólo hay una parte (pero una importante) donde se da a María un
papel principal en el Evangelio: la narración de Eucas de la Natividad
(en los pasajes equivalentes de Mateo, el papel principal lo lleva
José). Eucas toma las oraciones y los himnos de la Iglesia sobre la
llegada de Jesús a su vida y los presenta como un preludio a su
relato del ministerio terrenal de Cristo. En el evangelio más
helenístico, cuatro cánticos en formato judío proporcionan el marco
para la narrativa: el Magníficat de María (Ec 1:46-55), el Benedictus
de Zacarías (Ec 1:67-79), el Gloria in Excelsis de los ángeles (Ec.
2:13-14) y el Nunc Dimittis de Simeón (Ec. 2:28-32).46 En la narrativa
que Eucas construye sobre estos pilares, no se alaba a María por ser
única, ni por el privilegio de su maternidad física (el cual Jesús
rechaza al proponer la alternativa, la familia escatológi-ca). Se
incorpora a María en el cuerpo de creyentes por su respuesta al
mensaje enviado por Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra» (Ec. 1:38). Al asignarle esta respuesta, Eucas
está afirmando que María reúne los requisitos para pertenecer a la
nueva familia (en oposición a la natural), como la define Jesús en el
Evangelio: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la
palabra de Dios y la obedecen» (Ec. 8:21).
Eucas resalta este pumo cuando Isabel le dice a María: «Bendita
seas entre todas las mujeres, bendito es el fruto de tu vientre. [...]
Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho
de parte del Señor» (Ec. 1:42-45). Esto es similar a la descripción que
hace Eucas de la mujer que le grita a Jesús: «Bienaventurado el
vientre que te trajo, bienaventurado el seno que te amamantó», a lo
que Jesús respondió: «Antes bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la guardan» (Ec. 11:28). El recuerdo que la Iglesia
guarda de María como un discípulo más no la sitúa por encima de los
cristianos, sino entre ellos. Aquí Eucas se parece a Juan cuando
admite a María en la familia escatológica al pie de la cruz. Esta
aseveración explícita de que María pertenece al entorno de los
discípulos refleja la aparente resistencia de otros fa-
—256—
miliares de Jesús. El lugar especial de María entre los discípulos
queda ratificado cuando Eucas pone en sus labios el propio himno de
la iglesia, el Magníficat:
—257—
una profunda dignidad, alejada de los títulos huecos y rimbombantes
amontonados sobre ella para que pueda presidir sobre la estructura
papal del engaño. El Magníficat celebra los actos de Dios, quien quita
a los poderosos de sus tronos y envía vacíos a los ricos. Esa es la
auténtica voz de María, la discípula que se une a la compañía
cristiana en vez de gobernarla, una voz silenciada y tergiversada por
la manipulación papal.
Esta utilización de María para propósitos papales se puede apreciar
desde tiempos tan remotos como el final del siglo XV. En la galería de
los Uffizi de Florencia, las pinturas de Botticelli de la Coronación de la
Virgen muestran a Dios tocado con la tiara papal cuando corona a
María en el cielo, ofreciendo con ello una pauta de la glorificación
papal de María en la Tierra y una comparación simultánea del Papa
con Dios. Ea sustitución del Espíritu por María, tan lamentada por
Yves Congar, puede apreciarse en todas partes en Florencia. En la
galería de la Academia, el Pentecostés de Orcagna (c. 1365) muestra
a los apóstoles en el momento en que el Espíritu desciende sobre
ellos como lenguas de fuego, arrodillados en adoración, no hacia el
Espíritu que los inspira, sino hacia la Virgen que aparece entre ellos.
Hasta los ángeles se desvían de la paloma, símbolo del Espíritu, para
adorar a María. En otra parte de la Academia, la Disputa sobre la
Inmaculada Concepción de Sogliani (c. 1550) presenta a la Virgen
suspendida en el cielo sobre el cuerpo yerto de Adán, pero no sacada
de su carne como Eva sino engendrada en el cielo (de nuevo
acompañada por ángeles), comenzando en realidad la nueva
creación delante del segundo Adán que ella engendrará.
Una razón para esta semideifícación de la Virgen es que las
funciones «femeninas» de Dios —la formación y nutrición de la
Iglesia— no están asignadas ni al Padre ni al Hijo, cuya relación es
simbólicamente masculina. Algunos teólogos feministas se oponen a
este monopolio de análogos masculinos y sugieren el reemplazo de
Padre e Hijo por madre e hija, lo que conservaría el monopolio de
género simplemente inviniéndolo. Las circunstancias históricas de las
revelaciones del Nuevo Testamento convierten esto en un
revisionismo arbitrario. El mejor camino es aceptar una analogía
femenina de Dios, asignándosela a la tercera persona de la Trinidad.
Hasta el lenguaje de los teólogos y de los traductores de
—258—
la Biblia es engañoso cuando se refieren al Espíritu como Ello:
«Ello inspira por doquier.» La personificación de Dios hace que el
hecho de que lo traten como un objeto resulte degradante. El
pronombre del Espíritu debería ser Ella, lo que aclararía que muchas
de las funciones asignadas a María (como símbolo de la Iglesia, o
como su protectora) corresponden a la Trinidad en su análogo
femenino. Uno debería orarle a Ella tanto como a Él. Congar alega
que el Espíritu enmarca y abriga la nueva creación de la Iglesia del
mismo modo en que flotaba sobre las caóticas aguas para formar el
mundo en el Génesis. Ésta es una visión maternal del Espíritu que
Gerard Manley Hopkins expresó en su soneto «La grandiosidad de
Dios»:
NOTAS
-259-
7. Ibíd.
8. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 119.1-3. Agustín dice,
con razón, que con «su propia» (sua, en griego idia) se refiere al cuidado de
Juan (officia), no a su propiedad (propria).
9. Raymond E. Brown, Kari P. Donfricd, Joseph A. Fitzmyer yJohn Reumanm,
Mary in the New Testament Fortress Press, 1978, pp. 194,213. [María en el
Nuevo Testamento, Ediciones Sigúeme, S.A., 1994.J
10. Juan Pablo II, Mother of the Redeemer {Redemptoris Mater), traducción
del Vaticano, Pauline Books, 1987, p. 30. [Redemptoris mater, traducción del
Vaticano, Ediciones San Pablo].
11. Ibíd., p. 31.
12. «Qué me reclamas» literalmente es: «Qué tengo yo contigo». Las mismas
palabras reflejan un rechazo en el griego en II Reyes 3:13 (Eliseo dice que los
reyes no tienen derecho a exigirle profecías) y en Oseas 14:8 (Efraín no tiene
derecho a tener ídolos).
13. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 8.9.
14. Raymond E. Brown, S. S., The Gospel According to John, AB, 1966, vol.
1, p. 109. [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.]
15. Ignacio de Antioquía a los efesios 19:1. Véase William R. Schoedel,
Ignatius of Antioch, Fortress Press, 1985, pp. 89-91.
16. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition,vol. 1, The Emergence of the
Catholic Tradition (100-600), University of Chicago Press, 1971, p. 241.
17. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 2, The Spirit of Eastern
Christendom (600-1700), University of Chicago Press, 1974, pp. 139-141.
18. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 3, The Growth of Medieval
Theology (600-1300), University of Chicago Press, 1978, pp.69-70.
19. Ibíd., pp. 72-73.
20. Ibíd., p. 170.
21. Jacobo de Vorágine, The Golden Legend, traducido al inglés por 'William
Granger Ryan, Princeton University Press, 1993, pp. 149-158. [La leyenda,
dorada, traducido por fray José María Macías, Alianza Editorial.]
22. Pelikan, Growth, p. 161.
23. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 4, Reformation of Church
and Dogma. (1300-1700), University of Chicago Press, 1984, p.40.
24. Pelikan, Growth, p. 71.
25. Pelikan, Reformation, p. 40.
-260-
26. Ibíd., pp. 49-50.
27. Ibíd, p. 46.
28. Ibíd, pp. 49-50.
29. Henry Adams, Mont Saint Michel and Chartres, Library of América, 1983,
p. 428.
30. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 5, Christian Doctrine and
Modern Culture (since 1700) University of Chicago Press, 1989,p.144.
31. Théodule Rey-Mermet, Moral Choices: The Moral Theology of Saint
Alphonsus Liguori, traducido al inglés por Paúl Laverdure, Liguo-ri Press,
1998, p. 19.
32. Frank J. Coppa, The Modern Papacy Since 1789, Longman, 1998,pp.102-
104.
33. Giacomo Martina, S. J., Pio Nono (1851-1866), Editrice Pontificia
Universitá Gregoriana, 1986, pp. 289-290.
34. Ibíd, pp. 266-267.
35. Ibíd, pp. 263-264.
36. Ibíd, p. 268..
37. Owen Cha-dwick, A History of the Popes, 1830-1914, Oxford University
Press, 1998, p. 120.
38. Martina, op. cit, pp. 263-265.
39. Ibíd, p. 274.
40. Ibíd, p. 274.
41. Chadwick, op. cit, p. 121.
42. Frank J. Coppa, «Cardinal Antonelli, the Papal States and the Counter-
Risorgimento», Journal of Church and State 16 (1974), p. 469.
43. Cuneo, op. cit., p. 121.
44. John Cornweil, Hitler's Pope: The Secret History of Pius XII, Vi-king, 1999,
pp. 242-243. [El Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío XII, Editorial
Planeta, S.A., 2000.]
45. Kenneth L. Woodward, «Hail Mary», Newsweek, 25 de agosto, 1997.
46. Sobre estos cánticos como himnos de las comunidades cristianas judías,
que expresan el significado de la llegada de Jesús al mundo, véase Raymond
E. Brown, S. S., The Birth of the Messiah: A Commentary on the Infancy
Narrativos in Mattheiu and Luke, Doubleday, 1977, pp. 346-355. [El
nacimeinto del Mesías, Ediciones Cristiandad, S.L., 1982.] Las diferencias
respecto a los versículos helénicos iniciales del Evangelio están reseñadas
por Loveday Alexander, The Preface to Luke's Gospel: Literary Convention
and Social Context in Luke 1:1-4 and Acts 1:1, Cambridge University Press,
1993.
-261-
15
El don de la vida
El Vaticano tiene con el aborto casi los mismos problemas que con la
contracepción. Ninguna de las dos cuestiones se menciona en las
Escrituras judías ni en el Nuevo Testamento. Dado el alto lugar que les
asignan los líderes religiosos modernos en la lista de crímenes
importantes, uno pensaría que figuraría como condenable en alguno de
esos textos. Puesto que no hay ninguna doctrina revelada al respecto,
los argumentos contra el aborto deben emanar de las leyes naturales, y
esto los sitúa dentro del concepto de las leyes naturales del Vaticano,
concepto que resultó tan desacreditado cuando se trató la contracepción.
(En algunos casos, la práctica del aborto jamás se habría planteado si el
Vaticano no hubiera estado siempre y en todas partes oponiéndose a los
condones y otros dispositivos para el control de la natalidad.)
Ocurre con el aborto lo mismo que con la contracepción, que el argumento
de la moralidad natural debería estar al alcance de la capacidad de una
persona normalmente inteligente y de buena voluntad. Entonces ¿por qué
este argumento no resulta convincente para tanta gente que tampoco
mantiene una actitud perversa respecto a otros conceptos? El Instituto de
Derecho de Estados Unidos, la Asociación Médica Americana y la
Asociación de Salud Pública Americana apoyan el derecho de la mujer al
aborto. John Noonan escribe sobre esto:
—263—
gía, y practicantes de obstetricia venidos de todos los rincones
del país han solicitado al Tribunal Supremo de California que
haga valer el derecho constitucional de la mujer a someterse a
un aborto cuando ella lo solicite y el derecho constitucional de
un médico a practicar un aborto si lo considera médicamente
apropiado.1
—264—
al feto una persona. Sea lo que sea que haya hecho el hombre, el feto
no tiene la culpa, y si es una persona inocente, no debería pagar con
su vida el pecado del padre. Algunos casuistas han mostrado su punto
de vista de que en esos casos se puede matar al feto tal como
lícitamente se puede matar a un agresor por forzar el cuerpo de
alguien. Pero por lo general el feto no representa una amenaza para la
vida de la madre, y sólo el temor por la propia vida autoriza el
asesinato del agresor. Y el feto en sí no es el agresor: el hombre ya
está lejos para el momento en que se practica el aborto. La única
comparación y aún así parcial sería la búsqueda de un invasor a cuyo
ataque se sobrevivió, y luego se mata a sangre fría en venganza, pero
ni siquiera ésa es una buena comparación, pues no se mata al padre,
sólo al feto que dejó atrás. ¿Qué hipótesis se podría construir que
fuese valedera? Digamos que un asaltante entra en tu casa, pone tu
vida en peligro y sin darse cuenta deja a su hijo en un rincón. Una vez
que se ha ido, no estimas afortunado salvar al inocente de un padre
tan violento. No, matas al chico por pura rabia contra su padre. Esto se
parece más a lo que sucede en un caso de violación si de verdad se
cree que el feto es una persona.
Mucha gente, incluso muchos de los que no perdonan el aborto en
caso de incesto o violación, estarían de acuerdo en matar al feto si la
continuación de su vida amenaza la de la madre. Pero también eso
demuestra que no se está viendo al feto como una persona. Si el feto y
la madre tienen la misma categoría como personas, debería preferirse
la muerte natural y no la infligida. Si dos personas están muriendo de
hambre, una no debería matar a la otra, ni siquiera por el último
bocado. La muerte indeseada de la madre sería, en palabras de las
compañías aseguradoras, un «acto de Dios». La muerte deseada del
feto —teniendo en mente que estamos considerando al feto como una
persona— sería un acto de asesinato.
Es más, pocos de los que afirman creer que el feto es una persona
con todos los derechos de una persona recomiendan la vigilancia y el
castigo de las agresiones contra esa persona cometidas por las
mujeres embarazadas que agreden la integridad corporal del feto y su
desarrollo mental al fumar, beber, consumir drogas o guardar
costumbres poco saludables. Huyen de tales actos, que obligan al feto
a luchar contra su portadora, y luego tienen pro-
—265—
blemas para marcar los límites entre una mujer que le hace todas
esas cosas al feto y otra que decide si debe o no abortar.
Todos estos hechos indican lo difícil que es, incluso para los que más
se oponen al aborto, pensar honesta y coherentemente en el feto
como persona, equiparable con las personas cuyos derechos a la
vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, todos admitimos.
Por otra parte, es imposible tratar al feto como un simple apéndice
desechable de la mujer embarazada. Tiene su propia teología,
determinada a convertirlo en un ser incluso si la mujer paga con su
vida, y siempre es una persona en potencia. El único punto de partida
honesto para reflexionar sobre el feto es un respetuoso agnosticismo
al respecto, que es el que veremos que Agustín adoptó.
Lo que dificulta el tratar respetuosamente las doctrinas del Vaticano al
respecto es su rechazo a la incertidumbre que la mayoría de la gente,
incluso aquellos dispuestos a reflexionar sobre los problemas morales,
deja entrever con sus palabras y sus actos. Los miembros de la
Congregación para la Doctrina de la Fe son felices en su certeza de
que el alma está presente en el óvulo fertilizado. Sólo esa certeza
puede explicar un pasaje como éste, que condena la fertilización in
vitro:
—266—
te por decreto. Esta dinámica de violencia y dominio puede
pasar inadvertida para aquellos individuos que, en su deseo de
utilizar el procedimiento, quedan sujetos a él. 3
— 267 —
tural. ¿Qué ocurre con esas almas? Nadie puede bautizarlas, aunque
quiera. ¿Es Dios mismo quien las envía por millones al limbo donde
nunca podrán disfrutar de la visión bendita?
El respetado teólogo moral Bernard Háring plantea otros problemas
sobre la tesis de los óvulos fecundados como poseedores de alma
instantáneos. Por una parte, una vez que se produce la fecundación,
el óvulo se puede desarrollar de diversas maneras, incluida su división
en gemelos. Si en el momento de la fecundación comienza a existir un
alma, ¿ese alma engendró más tarde otra alma?6 Háring sugiere que
el feto evoluciona para ser una persona humana, del mismo modo que
los animales evolucionaron para ser humanos en el largo proceso de
la Tierra. A pesar de que en ambos casos existe un potencial para
llegar a ser seres humanos, un mono no lo es, y quizás un feto
primario tampoco lo sea.
Esta idea de un desarrollo hacia lo humano coincide con las opiniones
de Tomás de Aquino sobre el feto, que derivan a su vez de Aristóteles.
Aristóteles pensaba que el embrión se desarrollaba a partir de un alma
nutritiva (la forma de vida en todas las plantas) que estaba
potencialmente en la madre, al añadirle un alma potencialmente
sensible (presente en todos los animales) y un alma racional aportada
por el hombre. Estas potencialidades se desarrollan en tres etapas,
indefinidas, aunque todas ellas presentes al momento del nacimiento. 7
Aquino adoptó este esquema, insistiendo en que sólo había un alma
en un humano, la racional, que Dios infundía al final del proceso de
generación, y que incluye la vida nutritiva y animal, provista con
anterioridad por la cópula del hombre y la mujer (ST 1 q 118, 2 ad 2).
De forma que el alma no está presente en la concepción del cuerpo
humano, que era una de las razones por las que Tomás se oponía al
concepto de Inmaculada Concepción. No había allí ningún alma que
pudiese ser inmaculada.8
Agustín barajó varias hipótesis sobre el feto, sin decidir su
categoría, ya que «no he sido capaz de descubrir en los libros
aceptados de las Escrituras nada seguro sobre el origen del alma» (ep.
190.5).9 A la extracción del feto en una fase temprana primaria la llamó
«matarlos antes de vivir» (esto es, antes de tener almas). 10 Pensaba
que era posible que los fetos expulsados simplemente muriesen,
puesto que carecían de sensación y por lo tanto de alma,
—268—
o quizás adquiriesen su cuerpo predestinado en la vida futura. 11
Aunque opinó que el feto podía obtener su alma en el cuadragésimo
sexto día de su gestación, según la analogía con el templo, construido
en cuarenta y seis años, su pasaje más completo sobre la moral del
aborto no toma en consideración el destino del feto sino la intención de
la pareja que aborta para desvirtuar el objetivo ¿el matrimonio. En ese
caso su acto deja de ser marital. No se les llama asesinos sino
adúlteros casados.12
Entonces, ¿cuándo y de qué manera contrae el alma el pecado
original? Agustín no lo sabía. Todo cuanto sabía era que los hijos de
Adán viven en una especie de comunidad espiritual con él. Al
principio Adán era toda la raza humana en potencia, y todavía vivimos
en él, como lo vio John M. Rist en un excelente análisis de los últimos
textos de Agustín, donde se atribuye una doble vida a la humanidad,
una vida en la sombra, una oscura, menguada vida de debilidad, a la
que se le añade, cuando somos bautizados en el cuerpo de Cristo,
una brillante y prolongada vida de fuerza. Y somos esta combinación
en una forma personal única, una visión que ayuda a explicar la
capacidad de Agustín para encontrar profundidades y estratos en su
propia estructura psicológica.
—269—
no dijo algo al respecto cuando se opuso al bautizo del feto porque
«mientras exista en el vientre de la madre, no puede estar sujeto a la
acción de los ministros de la Iglesia, ya que los hombres no le
conocen».14 No está en comunicación con las autoridades de la
Iglesia. Ni siquiera está en comunicación con las autoridades naturales
(lo que Tomás entendía en su cultura por los padres de la criatura,
especialmente el padre). Cuando Tomás puso en duda el bautizo de
los niños pequeños, quienes también parecen incomunicados, puesto
que todavía no hablan ni deciden, san Agustín respondió:
—270—
rarlo con la humanización de las especies. Sin embargo, la ciencia
moderna está mucho más familiarizada con sistemas de desarrollo. La
persona no es algo determinado, un producto expedido total completo.
Algunos temen que, si se legaliza el aborto, la eutanasia sea el
próximo solicitante, aunque he hecho la distinción entre el feto y
aquellos cuya personificación se ha visto disminuida después de tomar
parte en el intercambio interpersonal. El moralista Paúl Ramsey (que
se opone al aborto) ha presentado una comparación interesante entre
la cuestión del derecho a la vida y el movimiento por el derecho a la
muerte. Señala que hasta los moralistas católicos han aceptado que
no deben utilizarse métodos extraordinarios para prolongar la vida.
Pero la ciencia moderna añade constantemente nuevos métodos
extraordinarios para iniciar la vida, y la mayoría de los que se oponen
al aborto lamenta la omisión de cualquiera de ellos.
—271—
sólo a no usar métodos extraordinarios para frustrar un proceso de
eliminación natural. Con lo que él y otros prudentes opositores al
aborto se tropezaron en el movimiento a favor de la vida, fue con la
actitud del Vaticano contra cualquier control de la ciencia sobre la vida,
y que habla de la «cultura de la muerte» como si todas y cada una de
las adiciones de vida fuesen queridas y necesitadas por Dios. Los más
sentimentales incluso hablan de niños que quieren ser concebidos y a
quienes se niega ese «derecho», como si sus almas existiesen no sólo
antes del nacimiento sino también antes de la concepción. (De hecho,
si concebir tantas nuevas almas como fuera posible fuese un objetivo
en sí, el Papa debería ordenar a todos los célibes que se casasen.)
No obstante, incluso si el aborto no es un asesinato, tampoco es algo
que pueda proponerse como un ideal. Debería evitarse, principalmente
recurriendo a las medidas seguras que existen para el control de, la
natalidad, precisamente las medidas eficaces contra el aborto que el
Vaticano no permitirá. Aunque el feto no sea una persona, es una vida
humana, con el potencial para convertirse en una persona. Es algo que
no debería ser suprimido a la ligera ni privado de todo el respeto. La
mujer tiene el derecho legal de decidir si debe abortar, pero no debe
tomar esto como una dispensa de la tarea de tomar la decisión moral
que va más allá de la ley. No estoy seguro de cuándo empieza la
personalización, como Agustín tampoco estaba seguro del momento
en que se infunde el alma. Pero contra todos aquellos que nos dicen,
con total seguridad, cuándo comienza la vida humana, deberíamos
contemplar parte del conocimiento agustiniano sobre nuestros límites.
Sobre el tema de los orígenes de la vida, dice: «Cuando algo
desconocido de por sí desafía nuestra capacidad, y no hay página de
las Escrituras que venga en nuestro auxilio, no es seguro para los
mortales suponer que pueden pronunciarse al respecto» (ep. 190.5).
-272-
NOTAS
-273
III
EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD
La era de la verdad
—277—
Napoleón había marcado el paso cuando se llevó a París los archivos
del Vaticano (3.230 baúles) a carretadas. 2 Hacía mucho tiempo que la
gente deseaba confirmar sus peores sospechas sobre el juicio de
Galileo, la Inquisición, el papado de Borgia, el Concilio de Trento y
otros oscuros secretos del papado. El mismo Napoleón pidió ver el
expediente de Galileo, y cuando, a su caída, los documentos
saqueados regresaron a Roma, ese expediente había desaparecido,
para regresar sólo años después, incompleto. 3 Esto excitó la
curiosidad general, sumada al exacerbado celo de los eruditos.
Comenzó entonces la cacería de documentos.
Es evidente que antes había habido agitaciones políticas que hicieron
vulnerables estos archivos: durante el saqueo de Roma a manos del
ejército de Carlos V en 1527 los documentos fueron dispersados y
utilizados como camas para animales.4 La diferencia ahora estribaba
en que los historiadores conocían el valor de estos tesoros
almacenados. Había aparecido una nueva actitud hacía la historia,
por lo común simbolizada por el famoso ideal de Lcopoíd von Ranke
de recuperar «simplemente lo que en algún momento sucedió» (wie
es eigentlich gewesen). El historiador del Renacimiento Anthony
Grafton señala que en realidad Ranke no había descubierto ninguna
técnica de investigación y que ni siquiera vivió de acuerdo con su
famoso lema, pero sí añadió dos cosas esenciales al trabajo del
historiador: un entusiasmo casi de culto por el documento original y el
seminario diplomado formal que convirtió la historia en una disciplina
profesional.5
Acton, nacido en 1834, recurrió a estas dos novedades en su fuente
alemana. Por ser un católico de la nobleza, no pudo asistir a Oxford o
Cambridge en un tiempo en que ello todavía suponía profesar la
religión establecida (anglicana). En cambio, cursó intensos estudios
en Munich, desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, con un
sacerdote bávaro, Ignatz von Dóllinger, que fue uno de los pioneros
de la historiografía de la época. Viajaron juntos a los archivos
recientemente abiertos en Vcnecia, Roma y en cualquier parte,
intoxicados por los horizontes abiertos sobre el pasado. 6 Acton, joven
como era, pudo ayudar al famoso Dóllinger gracias a su amplia red de
familiares bien situados entre la aristocracia europea. Reflejo de estos
contactos, Acton creció hablando cuatro idiomas en la mesa familiar.
Los viajes de Acton y Dóllinger
—278—
eran exploraciones de un mundo espléndido y nuevo para ambos.
Inspirado en eso, Acton concibió la vocación de historiador como una
nueva forma de sacerdocio de la verdad. Para él, el siglo XIX se
había convertido en la era de la verdad, y veía caer archivo tras
archivo como bombas explosivas que derribaban las estructuras
míticas de las viejas instituciones, todas menos la Iglesia católica, que
él consideraba (en ese entonces) la mayor beneficiaría de estas
evoluciones. Después de todo, ¿cómo podía oponerse a la verdad el
mismo depósito de la verdad de Dios?
Acton ha sido acusado, con cierta razón, de una epistemología
ingenua sobre la capacidad de llegar a la verdad desnuda. Pero tuvo
una profunda conciencia de lo que era original en las investigaciones
de su época. Sabía que su búsqueda de la verdad era de naturaleza
diferente de la mera información sobre historias del pasado. La
historia clásica, en sus mejores exponentes (como Tucídides), sentó
las bases de los elementos de la investigación científica, aunque
restringidas a una estructura de retórica, cuya norma de trabajo era la
probabilidad (to eikos).7 Las motivaciones de los actos se
enmarcaban en términos de discursos pronunciados por los
protagonistas principales de la historia. Los evangelios del Nuevo
Testamento, en la medida en que se pueden considerar siquiera
historia (y no era ése su género principal), han presentado este tipo
de historia, como lo demuestra el encuentro entre Jesús y Pilato.
La historia griega estaba orientada hacia el futuro y extraía lecciones
de la investigación (historia) sobre lo sucedido antes, mientras que la
historia judía estaba orientada al pasado y recordaba en todo
momento las relaciones contractuales de la nación con su Dios. 8 La
historia medieval se hizo para aportar testimonio de las declaraciones
de santidad, curaciones o milagros. 9 Esta concentración en el poder
de la santidad se interpretó fácilmente a posterio-ri como la santidad
del poder cuando naciones enteras se convirtieron por mandato de
sus líderes. El documento fundador de la historia medieval fue,
significativamente, la historia de la Iglesia firmada por Eusebio, con
una celebración de la conversión del emperador Constantino como su
piedra fundamental. 10 Gran parte de la historia reciente depende de la
reivindicación de esa declaración de poder, incluso hasta el punto de
favorecer la fraudulenta
—279—
«donación» con la que Constantino proporcionó a la Iglesia su reino
terrenal.
La historia del Renacimiento y de la Reforma tamizaron estos asuntos
de manera más refinada, volviendo a menudo del poder a la
probabilidad, mientras el renovado interés en la antigüedad clásica
presentaba a Tucídides como modelo, en vez de a Eusebio. Lorenzo
Valla, por ejemplo, refutó la autenticidad de la donación de
Constantino, en 1440, no basándose en los instrumentos filológicos o
arqueológicos que el siglo XIX le brindaba, sino sometiendo ciertos
anacronismos aparentes a la prueba del eikos. La historia de la
Ilustración —la de Montesquieu, Hume y Gibbon— fue «filosófica»
porque hizo de la probabilidad una «conjetura» más explícita sobre lo
que había sucedido en el pasado." La famosa propuesta de Gibbon,
de respuestas alternativas a preguntas sucesivas, con el implícito
interrogante de «¿qué es más probable?», confirió trasparencia a
este procedimiento.
El salto adelante del siglo XIX en materia de rigor histórico no podría
haberse dado sin un desarrollo paralelo y fortalecedor de otras
disciplinas. La arqueología transformó la Tierra en un archivo abierto
de los secretos de civilizaciones perdidas. Las teorías geológicas de
Charles Lyell y otros hicieron añicos la cronología del mundo que se
había deducido de la Biblia; y la filología bíblica estaba rompiendo las
estructuras que mantuvieron unidos los viejos esquemas. Se abrieron
intervalos de tiempo amplios y nuevos, que propiciaron un foro para
las lentas transformaciones biológicas que Darwin y otros modelarían
como procesos de la evolución. Estos descubrimientos convergentes
envalentonaron a la ciencia para cuestionar los milagros y las
supersticiones que prevalecían en los relatos del pasado. Los
conservadores de los mitos oficiales se lanzaron a la defensiva, pero
con un estrecho margen de opciones: podían acomodarse a las
nuevas tendencias, o bien ponerlas en tela de juicio, con diferentes
grados de flexibilidad o rigidez. Si se acomodaban, se les acusaría de
rendirse al espíritu de una era atea. Si se resistían, se les llamaría
oscurantistas, débiles defensores de un pasado muerto.
El desmoronamiento de los viejos bastiones documentales también
significó la pérdida de su patrocinio, lo cual hizo aparecer como
tendencioso el uso de los documentos por parte de sus cus-
—280—
todios. Había que buscar el apoyo para las investigaciones en lugares
nuevos. Por ejemplo, los científicos ingleses del siglo XIX no se
formaron en las universidades de orientación clásica como Oxford y
Cambridge: «Salvo pocas excepciones no fueron educados en las
universidades inglesas, sino en su equivalente escocés, o en las
escuelas de medicina de Londres, en el servicio civil, el militar, o en
comunidades disidentes de provincia.»12 En algunos ámbitos nuevos
hicieron falta recursos privados para impulsar los nuevos trabajos,
como el caso de Heinrich Schiiemann, quien invirtió su propia fortuna
en explorar las excavaciones de Micenas. En historia, el acceso a los
archivos, para lo que solía necesitarse dinero y contactos con
investigadores de alta extracción social, originó la paradójica situación
de que los aficionados fuesen los primeros en explorar una disciplina
profesional (estaban más adelantados en cuanto a conceptos y
técnicas que sus contemporáneos universitarios). Acton era la
perfecta personificación de este tipo de investigador (e instituyó las
normas profesionales cuando fundó la Historia moderna de
Cambridge); pero hubo otros con los mismos objetivos, aunque pocos
con su rigurosa inteligencia. Por ejemplo, en Inglaterra estaban
George Grote, James Mili, Thomas Cariyie, Thomas Macaulay y su
sobrino George Treveiyan, W. E. H. Lecky y J. A. Froude. En Estados
Unidos había un grupo similar: Wi-Iliam H. Prescott, Francis Parkman,
Georges Bancroft, Henry Ca-bot Lodge, Theodore Rooseveit y Henry
Adams. Estos hombres eran, en efecto, sus propios mecenas,
subsidiaban sus propias investigaciones y declararon que la historia
ya no era la provincia de instituciones impenetrables al escrutinio
exterior ni estaba comprometida con las versiones oficiales del
pasado.
El primer esfuerzo de Acton a su regreso de Munich a Inglaterra, en
1858, puede parecer contradictorio con su elevado ideal de la
independencia de los historiadores respecto de los prejuicios
institucionales. Con la intención de expresar su profunda lealtad a su
Iglesia de origen, subsidió y editó publicaciones trimestrales católicas.
Mas, en esa fase, no vio contradicción alguna entre la historia
científica y la veracidad de los evangelios. Cierto es que en el pasado
se ha empañado la Iglesia con historias deshonestas y engañosas
reivindicaciones de su poder; pero sólo porque carecía de las
herramientas que ahora se le ofrecían para encontrar y desple-
—281—
gar las verdades naturales en apoyo de su apertura sobrenatural a las
realidades de todo tipo. Regresó a Inglaterra con la erudición de
Alemania para ofrecerla en el altar. Refutaba de esta forma lo que
consideraba un bulo:
—282—
presentar era la de su evidente ignorancia, que sin duda rebajaría el
nivel de su entorno: «Ahora nadie piensa que el Papa lo subestimara
por no saber nada de nada.»15 Ninguno de los dos acertó a
imaginarse que ambos terminarían considerándose mutuamente casi
la personificación del diablo.
Así pues, Acton comenzó con la publicación trimestral católica,
Rambler (Paseante), con la plena seguridad de que elevaría el nivel
intelectual del catolicismo inglés con largos informes sobre la
erudición continental y nuevas investigaciones del pasado de la
Iglesia. El cardenal de la recientemente restaurada jerarquía inglesa,
Nicholas Wiseman, era un conservador, pero Acton había sido
alumno del colegio católico para niños de Wiseman (Oscott), y
suponía que no tendría problemas con su antiguo maestro, quien
además conocía su lealtad a la Iglesia. No obstante, la influencia de
los entusiastas católicos conversos iba en aumento en Inglaterra —el
sucesor de Wiseman sería un converso idólatra del Papa, Henry
Edward Manning—, y estos conversos no querían escuchar ninguna
crítica de su Iglesia. Presionaron a Wiseman para que castigase la
franqueza del Rambler, y el cardenal escribió una carta reprochando
a Acton que imprimiese un escrito de Dóllinger en el que afirmaba
que Agustín era el padre de la herejía jansenista. Acton se entrevistó
con el distinguido converso procedente del anglicanismo, John Henry
Newman, a quien había conocido en una visita con Dóllinger desde
Munich, y Newman —para su desgracia— aceptó la dirección del
Rambler, en una jugada que en teoría les daría a los conversos la
seguridad de que una cabeza más sabia y experimentada estaba
ahora al cargo. (Newman rondaba los cincuenta años, Acton todavía
estaba en los veinte.)16
Resultó ser que los propios escritos de Newman enfadaron a los
fanáticos más que los del mismo Acton. Newman publicó un largo
artículo en la edición de julio de 1859: «Consulta a los fieles en
asuntos de doctrina», donde afirmaba que la infalibilidad le pertenece
solamente y siempre a la Iglesia como un todo, y no solamente y
siempre a su sector doctrinal: «La Ecclesia docens no es siempre el
instrumento activo de la infalibilidad de la Iglesia.» 17 Para probarlo
decía que, en el período arriano del siglo IV (que fue objeto de un
estudio especial conjunto de cuando estaba derivando hacia su
conversión al catolicismo), el laicado había sido más
-283
ortodoxo que la jerarquía. Este artículo molestó tanto a los partidarios
del Papa en Inglaterra (quienes estaban seguros de que sólo el Papa
es infalible) que lo enviaron a Roma para su censura, y Newman tuvo
que dar explicaciones. Por esos tiempos, el consejero inglés más
cercano a Pío IX en Roma, monseñor George Talbot, calificó con
gran temor a Newman de «el hombre más peligroso de Inglaterra».
Los días del Rambler estaban más que contados.
Mientras tanto, Acton había estado buscando otra publicación, y
encontró el Home and Foreign Review, que esperaba mantener fuera
de la polémica católica. Sin embargo, en 1864 se sintió obligado a
abandonar el proyecto por solidaridad con Dóllinger, a quien Pío IX
había reprendido por un discurso en Munich (resumido y alabado por
Acton en su Rambler) donde afirmaba que se debería liberar a los
teólogos del agotado escolasticismo y permitirles adoptar los métodos
de la investigación moderna.18 Hasta tal punto era ésa la ideología de
la revista actual de Acton que sintió que ya no podía editarla bajo la
implícita prohibición del Papa. Sus intentos de poner la era de la
verdad al servicio de su Iglesia habían fracasado.
Acton salió justo a tiempo del campo del periodismo católico. Poco
después de suspender la edición del Rambler, Pío IX publicó su
respuesta a la era de la verdad: un claro rechazo a todos sus
principios. Presentó una lista de posiciones condenables que incluía
todo el programa liberal de un hombre como Acton. Condenó ochenta
proposiciones, incluidas éstas:
—284—
la religión católica como la única religión del Estado ni excluir con ello
las demás formas de culto.
78. Por lo tanto se ha decidido sabiamente por ley, en algunos países
católicos, que las personas que vayan a vivir en ellos gocen del
derecho al ejercicio público de su propia religión.
80. El pontífice romano puede, y debe, reconciliarse y aceptar el
progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
¿Cómo llegó una persona del siglo XIX a horrorizarse ante estas
ideas? Newman trató de justificar esta lista señalando que no la
firmaba el Papa, sino el secretario de Estado, y que los miembros de
la curia de rango inferior solían ser más papistas que el Papa. Como
él dice: «La Piedra de San Pedro disfruta en su cima de una
atmósfera pura y serena, pero hay bastante malaria romana a sus
pies.»19 Pude ser verdad que así lo creyese, ya que hubo cierto
manejo por parte de los clérigos inferiores en la composición del
Syllabus. Pero de hecho la fuerza de empuje subyacente fue Pío,
tanto en su concepción general como en todos sus detalles.
Hemos visto en un capítulo anterior que Pío trató de incluir una
condena de los errores modernos en su definición de la Inmaculada
Concepción. Como los redactores de esta proclama no encontraron la
forma de elaborar sus argumentos teológicos para el dogma y al
mismo tiempo formular un ataque a la modernidad, Pío les mantuvo
en la tarea después de la ceremonia de proclamación de la doctrina
mariana. Dom Guéranguer y otros presentaron un documento con el
que trataron de sentar una amplia base teológica que les permitiera
criticar los objetivos mundanos del siglo XIX, pero era demasiado
abstracta para Pío. Él quería una lista concreta de todas las cosas
malas que veía en el siglo. Les ofreció como modelo la lista redactada
por el oportunista ex liberal Phi-lippe Gerbet, quien había trepado
hacia la derecha después de que el Papa condenase a quien había
sido su héroe, Felicité de Lamme-nais. A Gerbet, un obispo muy poco
respetado por otros miembros de la jerarquía francesa, le gustaba
dirigir grandilocuentes cartas pastorales a su diócesis; una de las
cuales, publicada en el verano de 1860, captó por desgracia el interés
de Pío IX. Contenía una lista de 85 tesis que las autoridades católicas
debían condenar.
—285—
Pío le dijo a su comité redactor que ése era el tipo de cosas que él
quería. Giacomo Martina, en su informe sobre el pontificado de Pío,
enfoca esto como la raíz de muchos patinazos que precedieron al
desastre del Syllabus.
—286—
en el curso de esta tarea, que Pío siguió muy de cerca (como lo
demuestran varios documentos en los archivos), el pontífice
impuso su sesgo personal, que no sólo reforzaba el sesgo de
los que se aferraban a la línea dura [intransigenti] sino que
mostró una cierta tendencia a la asociación libre [eclecticismo]
de su propia cosecha, basándose apenas en la necesidad de
una síntesis sólida e internamente coherente que,
concentrándose en lo esencial, no se disipase en los detalles.
En definitiva, las contribuciones de teólogos maduros como el
abad Guéranguer, monseñor Pie (el obispo de Poitiers),
monseñor De Ram (el rector de la Universidad de Lovaina)
surtieron poco efecto, mientras que las iniciativas básicas
vinieron de un desconocido obispo francés, monseñor Gerbet
de Perpiñan, y de un teólogo bernabita relativamente joven, el
padre Luigi Bilio, quien se ganó la total confianza del Papa y
que luego, una vez nombrado cardenal, participó íntimamente
en las decisiones más importantes tomadas por Pío IX,
especialmente durante el Concilio Vaticano. 22
—287—
peligroso derrotero estaba la plana mayor de los cardenales
inquisidores, quienes dijeron que la corriente de declaraciones que ya
se habían hecho sobre el asunto hacía inútil la condena oficial. Este
intento por mejorar las cosas las empeoró, pues Bilio, tratando de
aplacar a los cardenales, buscó una declaración anterior de Pío como
cita para cada tesis. Al arrancar citas cortas de su contexto original,
hizo que las tesis pareciesen más vagas o más específicas de lo que
pretendía. El caso más famoso fue el de la tesis 80, que condenaba
la idea de que el Papa pudiese reconciliarse con el progreso
moderno. La cita original se dirigía a los Estados modernos que
trataban abiertamente de romper los acuerdos con la Iglesia o de
suprimir la religión, pero su uso sugería que el Papa tenía que
oponerse a todos los Estados modernos.24 La necesidad de presentar
las tesis en un marcó de citas exactas de diferentes documentos
papales también ayudó a darle a la lista ese extraño estilo de
condena a los inequívocos señalamientos de errores. Esto llevó, en el
caso de la tesis 79, a la estrambótica redacción de una doble
negación, según la cual lo que se condenaba era la declaración falsa
de que la libertad civil no corrompe la moral.
Como suele ocurrir con los proyectos transcendentales emprendidos
por Pío, eternizó el proceso movido por su obsesión, luego se aburrió
de él y exigió su rápida conclusión. En la prisa por cerrar el asunto,
Bilio decidió por sí mismo borrar dos tesis que condenaban los
regímenes constitucionales y el Risorgimiento italiano. El Papa no se
enteró; y cuando la publicación del documento levantó ampollas, le
remitió todas las preguntas al respecto a Bilio. «Era sumamente
extraño que el verdadero responsable del documento resultase
totalmente incapaz de explicar en su momento el significado exacto
de las posiciones que había adoptado.» 25 Su mente ya había pasado
a la fase siguiente de su guerra contra la modernidad. Dos días antes
de firmar el Syllabus, el Papa anunció a su entorno su intención de
convocar un concilio general. Mientras que el resto del mundo decía
que había ido demasiado lejos, él sentía que (todavía) no había
llegado lo bastante lejos. Hacía falta más: «La definición de la
Inmaculada Concepción, el Syllabus y el Vaticano I, aunque eran
cosas separadas, estaban íntimamente unidas en una única
campaña: las tres etapas de la estrategia papal.»26
A pesar de que el Papa concibió cada etapa de esta campaña co-
—288—
mo un castigo a los designios diabólicos de la modernidad, el
Syllabus supuso un golpe demoledor contra él. Tuvo suerte que
algunos lo tomasen como un chiste, pues los que lo tomaron en serio
estaban casi histéricos. Se trataba de un líder del siglo XIX que
negaba toda validez a la libertad de conciencia, de expresión o de
gobierno. En sus esfuerzos por controlar el daño, el cortés cardenal
Dupanloup defendió el Syllabus en Francia, extrayendo lo esencial de
sus significados recuperables. Señaló que las citas papales estaban
tomadas fuera de contexto (por los propios autores de la lista);
alegaba que la lista no podía significar lo que parecía, ya que
resultaría internamente contradictoria, e hizo-la distinción entre una
«hipótesis» ideal (sería muy bueno para todos tener un temor tan
claro de la verdad que el error no fuese aprobado) y una «tesis» real
(el mundo está más confundido que eso). Como dijo Owen Chadwick:
«Para cuando Dupanloup terminó con el Syllabus casi parecía que
jamás hubiera existido.»27
El Papa, hasta donde fue capaz de entender las sutiles distinciones
de Dupanloup (y la sutileza no era el punto fuerte de Pío), estuvo en
desacuerdo con ellas, pero Filippo Antonelli, el secretario de Estado
papal, que no era teólogo (ni tampoco sacerdote), fue lo bastante
realista para ver que se trataba del mejor método para contener el
daño que Pío había ocasionado con el Syllabus, y persuadió al
pontífice a escribir una carta de apoyo a la interpretación de
Dupanloup. Esta declaración papal de la irresponsabilidad por sus
propios ataques le dio a Newman la oportunidad de argumentar con
la conciencia tranquila que alguien tuvo que influir en el Papa para la
publicación del Syllabus. No obstante, Pío, lejos de arrepentirse de lo
que había dicho en el Syllabus, planeaba reafirmarlo con renovadas
fuerzas: las de la infalibilidad. Al convocar el concilio ecuménico para
ello, concitó a Acton de nuevo a la acción. Acton estaba decidido a
evitar cualquier cosa que estampara en el Syllabus el sello de verdad
eterna. Para él, era una falsedad eterna, el encierro de su iglesia en
una deshonestidad fundamental y autodestructiva.
-289-
NOTAS
1. Acton3.677.
2. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening of the
Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, p. 17.
3. Ibíd.,pp. 20-21.
4. Ibíd.,p.5.
5. Anthony Grafton, The Footnote: A Curious History, Harvard
University Press, 1993, pp. 223-226.
6. Véase el recuento personal de Acton de sus aventuras en los
archivos reproducidos por Damián McEIrath, Lord Acton: The
Decisive Decade, 1864-1874, Essays and Documents, Publications
universitaires de Louvain, 1970, pp. 1.127-1.140.
7. Gordon S. Shrimpton, History and Memory in Ancient Greece,
McGill-Queen's University Press, 1997, pp. 21-48,114-115.
8. Amoldo Momigliano, The Classical Foundations ofModern
Historiography, University of California Press, 1990, pp. 18-21.
9. Peter Brown, «Arbiters of the Holy», en Authority and the Sacred,
Cambridge, 1995, pp. 55-78.
10. Amoldo Momigliano (op. cit., pp. 137-141) señala que Eusebio
fundamenta sus obras en documentos. Sin embargo, éstos se
esgrimen para probar la coherencia doctrinal en los textos bíblicos,
conciliares y patrísticos. Véase también Momigliano, Essays in
Ancient and Modern Historiography, Wesleyan University Press,
1977, pp. 115-119.
11. Sobre esta historia de conjeturas, véase J. G. A. Pocock,
Barbarism and Religión, Cambridge University Press, 1999, vol. 1, p.
156, vol. 2,p.310.
12. Frank M. Turner, Contesting Cultural Authority: Essays in Victorian
Intellectual Life, Cambridge, 1993, p. 181.
13. Francis A. Gasquet (editor), Lord Acton and His Circle, Londres
1906,p.xlvii.
14. Acton 3.390: «Review of Friedrich's Geschichtc des Vatikanish
Konzils», 1877.
15. Acton, Cambridge Manuscripts Add. MSS. 5751.
16. lan Ker, John Henry Newman, Oxford University Press, 1988,
pp.472-477.
17. John Henry Newman, On Consulting the Faithful in Matters of
Doctrine, editado por John Coulson, Sheed & Ward, 1961, p. 86.
18. Sobre el tratamiento de Acton del discurso de Dollinger en
Munich, véase «The Munich Congress» (Acton 3.215-23).
-290-
19. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke
ofNorfolk, 1875, en Alvan Ryan (editor) [Carta al duque de Norfolk,
Edicones Rialp, S.A., 1996], Newman and Gladstone on the Vatican
Decrees, University of Notre Dame Press, 1962, p. 166.
20. Giacomo Martina, Pio Nono (1851-1866), Editrice Ponteficia
Universitá Gregoriana, 1986, p. 301.
21. Ibíd.,p.338.
22. Ibíd.,p.288.
23. Ibíd.,pp. 310-314.
24. Ibíd., pp. 343-344.
25. Ibíd., p. 349.
26. Ibíd., p. 147.
27. Owen Chadwick, A History ofthe Popes, 1830-1914, Oxford
University Press, 1998, p. 178.
-291
17
—293—
carase sus problemas valientemente si veía sus prerrogativas
en peligro.
En segundo lugar, tuvo que contentarse, como la mayoría de
los clérigos italianos de su tiempo, con una educación
incompleta, particularmente precaria en cuanto a métodos
modernos de estudio, sobre todo en el terreno de la historia.
Incluso en el campo de la teología y el derecho canónico
recibió una instrucción superficial que no siempre le permitió
tomar en cuenta la complejidad de algunos temas o la
incertidumbre de ciertas posiciones. No era que no se
interesase por asuntos espirituales, o que careciese del instinto
italiano que les permite, sin mayor instrucción, comprender lo
fundamental y ponderar situaciones concretas con sentido
común, al menos si se le presentan con exactitud.
Desafortunadamente —y ésta era su tercera desventaja— se
rodeó de un equipo débil. Sus consejeros confidenciales fueron
en su mayoría piadosos y muy devotos, pero también
excitables: todo lo veían a través de presupuestos
encorsetadamente ortodoxos y desconectados del
pensamiento contemporáneo. En estas circunstancias, no es
de extrañar que Pío no pudiese dirigir la Iglesia en
concordancia con los profundos cambios que transformaban
gradualmente los demás grupos sociales, o con los cambios de
perspectiva que el progreso de las ciencias naturales y de la
historia reclamaban de ciertas afirmaciones teológicas
tradicionales.2
—294—
ciendo: «No tenemos la autoridad de las Escrituras [para ello] pero
contamos con la autoridad superior de los pontífices romanos.»3 O
como el obispo que afirmó «que en asuntos de fe prefería creer a un
solo Papa que a mil padres, santos y doctores [de la Iglesia]». 4
Cuando Pío envió a los obispos la convocatoria oficial para el concilio
ecuménico, les anunció que se trataba de la reforma de la Iglesia y de
examinar los errores modernos. No se mencionó el uso del Concilio
para declarar al Papa infalible, pero los liberales de la Iglesia
sospecharon que ése era el verdadero objetivo de la convocatoria, y
acertaron. El padre Martina señala en su autorizada historia del
pontificado de Pío:
-295-
Concilio a favor de la infalibilidad del Papa por aclamación, sin debate
ni votación. Eso era lo que Pío en verdad deseaba, pero fue una
tontería dar una señal tan evidente de ello.
Los defensores del Papa acusaron de indiscreción al jesuíta director
del periódico, Pietro Picirillo, al tiempo que afirmaron que Pío no
sabía nada de ese artículo antes de su publicación. Sin embargo,
Picirillo era un aliado del Papa que vivía en constante comunicación
con él (durante el Concilio los dos juntos concertaban las estrategias
casi a diario), lo que justifica la conclusión de Martina de que no lo
habría hecho sin el conocimiento del Papa:
—296—
falibilidad vacía, una que les permitiese seguir siendo liberales a
pesar del Syllabus. «A los ojos del Papa, el Syllabus era
esencialmente una defensa del orden sobrenatural, y eso era lo más
preciado para su corazón.»9 El Papa hizo evidentes sus propios
deseos. Una delegación de obispos alemanes le había enviado una
carta cuidadosamente preparada y respetuosamente redactada, no
para cuestionar su infalibilidad como tal sino para indicarle que no era
el momento adecuado para hacerla oficial. Cuando llegaron a Roma
para celebrar una audiencia con el Papa, éste no les dio a besar su
mano sino que adelantó hacia ellos su pie (un gesto favorito de Pío
para con los católicos que le disgustaban), y tuvieron que besárselo,
uno por uno.10
Como estaba claro qué pretendía conseguir el Papa con su Concilio,
Acton ideó un plan audaz para concertar una estrategia con los
obispos liberales a fin de desafiar al pontífice. Después de haber
renunciado a su propio periódico, el Home and Foreign Review, había
escrito largos artículos en revistas trimestrales dirigidas por amigos
católicos, el Chronicle y North British Review. Continuó con sus
estudios sobre la historia de la Iglesia y permaneció en contacto con
Dóllinger, sus discípulos y sus promotores. Seguía en consulta
permanente con el cardenal Dupanloup, el hombre que sacó las
garras para defender el Syllabus. Como parte de la extraordinaria
educación internacional que Acton recibió, pasó un tiempo en el
colegio para niños de Dupanloup en las afueras de París (antes de
seguir en Oscott con Wisemann y con Dóllinger en Munich).
Dupanloup era un amigo de la familia de Acton, y al crecer él pasó
también de discípulo a amigo. Camino del Concilio, Dupanloup hizo
una pausa en una de las residencias ancestrales de Acton,
Herrnsheim en el valle del Rin, para reunirse con Acton y sus obispos
amigos que encabezarían los esfuerzos contra la declaración de
infalibilidad en el Concilio: Hétele de Rottenberg y Ketteler de
Maguncia." Allí compararon sus conocimientos sobre argumentos
históricos contra la infalibilidad y evaluaron a otros obispos como
posibles aliados. Es asombroso que estos experimentados y hasta
famosos líderes de la Iglesia aceptasen el liderazgo de Acton, un
laico apenas entrado en la treintena. Pero Acton y su familia eran
íntimos de la jerarquía en muchos países (uno de sus tíos era
cardenal), y de funcionarios gubernamentales de toda
—297—
Europa. Más importante aún, Acton era amigo íntimo y consejero del
primer ministro británico, William Ewart Gladstone. La profundidad de
los estudios de Acton y su amplio círculo de amistades predisponían
a la gente, incluso cuando era joven, a aceptar su consejo.12 Además,
los obispos reunidos en Herrnsheim en 1869 se percataron de que
Acton, como laico, gozaría en el Concilio de la libertad de movimiento
y de propugnación de ideas que ellos no podrían disfrutar bajo la
disciplina que, suponían, Pío impondría a los obispos.
Sus temores y sospechas se confirmaron desde el inicio del Concilio.
Puesto que la curia tenía claro el deseo del Papa, estableció las
normas para el debate y la votación y elaboró el temario, de manera
que pudiesen amañar el resultado. Al evidenciarse que estallaría un
disentimiento considerable, se decretó que ningún debate podía
interrumpirse por la moción simple por parte de diez obispos, y que
todos los decretos del Concilio quedarían zanjados con la mayoría
simple, aunque en otros Concilios se aspiraba al consenso. 13 Incluso
en el Concilio de Trento del siglo XVI, que se consideró autoritario y
manejado por el Papa, se había exigido la aprobación de los decretos
por abrumadora mayoría y se había dado mucha más libertad de
debate en la preparación de los decretos. El Papa no quiso que se
mencionasen tales precedentes, así que ordenó a su bibliotecólogo y
documentalista Augustin Theiner, que llevaba años preparando los
archivos de Trento para su publicación, que no autorizase su consulta
a ningún obispo. La historia de la Iglesia .estaba sellada para los
obispos de la misma Iglesia. Aunque se habían reunido para
proseguir el trabajo de los concilios anteriores, se les negaban los
medios para estudiarlos. Algunos obispos, sin embargo, mencionaron
lo que había ocurrido en Trento citando otras fuentes, y Theiner fue
erróneamente acusado de dejar filtrar los archivos a su cuidado:
—298—
que aquello era falso. El Papa se tranquilizó. Pero empezó a
culpar a Acton —«él no es uno de los nuestros»—, a [Johann]
Friedrich [otro alumno de Dóllinger] y a Dóllinger, y luego a
todos los obispos alemanes.14
—299—
tes que éste publicaba en Munich en el periódico Allgemeine Zeitung
bajo el seudónimo de «Quirinus.» El resto del mundo no tardó en
reconocer a Quirinus como la mejor fuente de noticias sobre el
Concilio.
Dado que Roma todavía estaba bajo gobierno secular del Estado
Vaticano, la libertad de expresión seguía denegada incluso a los
laicos fuera del Concilio, de forma que el correo público podía ser
interceptado: Acton tuvo entonces que confiar en su familia báva-ra y
sus contactos políticos para enviar sus mensajes por valija
diplomática. El cardenal Hoheniohe, su aliado en la resistencia dentro
del Concilio, era hermano del primer ministro bávaro. Se efectuó una
minuciosa pesquisa policial sobre Quirinus para expulsarlo de Roma
en cuanto fuese descubierto. Sospecharon de Acton, y los espías se
convirtieron en su sombra. Tenían razones para ello. Cuando Acton
supo con certeza que el Vaticano iba a silenciar a quienes se oponían
a la infalibilidad, comenzó a solicitar la intervención de los
gobernantes seglares de Europa para evitarlo. Esto puede parecer
infame a los lectores modernos, pero no olvidemos que la
participación de los Estados en los concilios había sido lo más común
desde los tiempos del papel presidencial de Constantino en el
Concilio de Nicea en el siglo IV. Incluso en Trento, el primer concilio
desde la ruptura con los Estados protestantes, se invitó a los poderes
católicos, aunque no a los protestantes. De hecho. Pío IX había
estado atormentado por la duda de si invitar o no al Concilio a los
representantes de otros Estados, en atención a las antiguas
tradiciones. Eludió la decisión sobre la base de que los gobernantes
seculares (de los cuales él formaba parte, después de todo) podían
asistir, aun sin invitación formal."' Debido a esto, el llamamiento de
Acton a la intervención de los Estados resultó menos fuera de lugar
de lo que cabría pensar de entrada. Esto es especialmente cierto si
tenemos en cuenta que Francia —un Estado católico bajo Napoleón
III— estaba protegiendo los menguados dominios de Pío con fuerzas
ocupantes en Roma. El Concilio tuvo que interrumpirse cuando la
guerra contra Austria ocasionó que Francia retirase sus tropas, con lo
que las tropas de la Italia independiente llegaron en riadas hasta las
mismas puertas de la ciudad del Vaticano.
La intervención inglesa también tenía una buena justificación,
—300—
a pesar de ser un Estado protestante. Acton había trabajado de cerca
con Gladstone por la causa de la emancipación católica en Irlanda, en
la que tuvieron que rechazar acusaciones de que los católicos no
podrían ser buenos ciudadanos británicos ya que su lealtad real
estaba consagrada al Vaticano. Si la infalibilidad papal empujaba a
los católicos a aceptar el Syllabus como obligatorio, con sus
condenas de las libertades británicas, el Parlamento podría revocar
los derechos garantizados a los subditos del Papa en Irlanda. Este
argumento convenció a Gladstone cuando Acton se lo planteó, y el
primer ministro propuso que Inglaterra enviase una protesta formal al
Vaticano; pero el Parlamento lo rechazó. Algunos políticos ingleses
estuvieron de acuerdo con su embajador en Roma, Odo Russell, en
que era conveniente para Inglaterra y el protestantismo que el Papa
debilitase los derechos católicos en el mundo moderno declarándose
infalible.17
El único éxito de Acton con «los poderes» (como él lo llamó) fue con
Bismarck de Prusia. Acton había cultivado la amistad del embajador
prusiano, el conde Von Arnim, y le inspiró mensajes para Bismarck
diciendo que los ataques del Concilio a los protestantes suponían una
afrenta internacional. El prefacio de uno de los documentos era tan
hostil a la reforma que el cardenal Stross-mayer causó sensación en
el Concilio al denunciarlo durante los debates de marzo; fue
interrumpido por el oficiante que presidía la sesión y no se le permitió
continuar, lo cual puso de manifiesto la falta de libertad de expresión
en el Concilio.18 Bismarck amenazó con retirar al embajador de su
gobierno en Roma, pero suavizaron el prefacio del documento y su
protesta se desvaneció. 19 Visto en retrospectiva, el gran esfuerzo de
Acton para bloquear la infalibilidad puede parecer inútil, pero en su
momento atemorizó a Pío y a su curia. Odo Russell, el embajador que
esperaba que el éxito dejara en ridículo a Pío, tuvo que admirar el
trabajo de Acton en contra del resultado que él había favorecido:
—301—
imposible. El partido que tan poderosamente ayudó a crear
está lleno de respeto y admiración por él. ¡Por otra parte, los
partidiarios de la infalibilidad le ven como el diablo! 20
—302—
decretada, los opositores y los moderados colaboraron para atenuar
la definición. Bilio, el autor del Syllabus, ya para entonces cardenal
Bilio, fue uno de ellos, y su moderación le acarreó la ruptura con el
Papa a quien hasta entonces había servido de manera tan
obsequiosa. Pío estaba ampliamente convencido de que no podría
declarar lo que quería: que la infalibilidad era su prerrogativa
personal, no algo válido sólo en y con la iglesia. 26 Aun así se las
arregló para insertar la frase concluyeme en el documento definitivo:
—303—
más distantes y menos dóciles. Gertrude Himmelfarb resume los
argumentos que Acton expuso en las cartas que firmaba como
Quinnus:
-304.
decreto. Mantener abierta esa opción era el deber moral de la minoría
contraria a la infalibilidad. 32
La jerarquía británica no sabía qué hacer con Acton. Era difícil llamar
la atención a un admirado aristócrata amigo del primer ministro.
Podían hacer caso omiso de la carta publicada en Alemania, pero era
más difícil pasar por alto el encendido ensayo sobre el Concilio que
Acton publicó a los tres meses de su suspensión, ensayo en el que
éste castigaba a la minoría por su complacencia para con la tiranía:
—305—
que Gladstone estaba preparando el panfleto y trató de disuadirle de
su proyecto. Al fracasar en su intento, preparó su propia respuesta
para expedirla al Times en el minuto que apareciese el folleto de
Gladstone. Fue una misiva desconcertante para los no católicos y
exasperante para muchos católicos. Decía que los líderes de la
Iglesia siempre habían predicado cosas extravagantes, que no
impidieron a los católicos honestos actuar según su conciencia
ignorando las directrices inmorales dictadas desde arriba. Después
de todo, a lo largo de la vida de la Iglesia como reino secular se
habían seguido prácticas maquiavélicas de otros reinos, permitiendo
la tortura y el asesinato. ¿Qué significaba el decreto del Vaticano
comparado con la Inquisición o la matanza de la noche de san
Bartolomé? A muchos esta táctica de exculpación por incriminación
les pareció torpe. ¿Qué clase de defensa es decir que la Iglesia es
peor de lo que Gladstone piensa, pero que eso no importa? Pero
Acton sólo estaba ejerciendo su habitual dedicación a la verdad.
Durante mucho tiempo había creído en todos esos pecados de la
Iglesia y no por ello había perdido su devoción por los evangelios, así
que ¿por qué tendría que ver diferente a la Iglesia ahora que había
perpetrado otra atrocidad? Ciertamente esperaba una respuesta
diferente del Vaticano en la era de la verdad, pero el Vaticano frustró
sus expectativas volviendo a los viejos malos tiempos. Acton
demostraría cuan malos eran. Como le escribió a Dóllinger más tarde:
«Es imposible aplicar honestamente una norma moral a la historia sin
desacreditar a la Iglesia en su acción colectiva.» 36
La carta del Times fue demasiado para Manning, quien entonces le
preguntó formalmente a Acton si se sometía al decreto del Vaticano.
Su respuesta fue evasiva: «No siento como un deber de mi laicado
atacar los comentarios de los divinos, menos aún intentar invalidarlos
con mis apreciaciones personales. Me contento con permanecer en
absoluta dependencia de la providencia de Dios en Su gobierno de la
Iglesia.»37 Fue un sincero informe del tipo de fe que tenía. Aunque
Dóllinger dejó la Iglesia, Acton siguió siendo un devoto participante en
su vida sacramental y de oración. De hecho, estaba menos dispuesto
a perdonarle sus pecados a la Iglesia que Dóllinger, quien —a ojos de
Acton— era demasiado indulgente en sus apreciaciones de los
prelados y potentados del pasado. La diferencia fue tan fundamental
para Acton que inte-
—306—
rrumpió sus relaciones con Dóllinger y llegó a confesar que su primer
mentor era acomodaticio con la verdad.
En tanto que historiador, Acton es considerado un juez feroz, que
aplica los más altos listones de moral a todas las acciones pasadas,
sin ceder a la ceguera cultural de épocas específicas. Esto se reflejó
en su propio código de integridad. Situó la honestidad en tan alto
escalafón que rechazó parte de su fortuna familiar —la que procedía
de su abuelo, que había sido primer ministro de Ñapóles— por haber
sido amasada con prácticas corruptas.38 Pero su crítica a la
deshonestidad de alto nivel se forjó principalmente en su experiencia
como crítico de los archivos históricos de la Iglesia. Era tan
agudamente consciente de la forma en que el clero utilizaba una
buena causa para justificar métodos malvados para su pro-, moción,
que adquirió visión de rayos equis para ver a través de los múltiples
subterfugios que siempre estaban a mano para justificar acciones
deshonrosas. Esto fue lo que más le ofendió de la Iglesia, pues debía
ser amiga de la verdad y no su enemiga. La mayor tristeza de su vida
fue descubrir que no era así.
NOTAS
1. Acton 3.305, «The Vadean Council», 1870.
2. Roger Aubert, Vatican I, Editions de 1'orante, 1964, pp. 35-36.
3. Acton 3.308, «The Vadean Council», 1870.
4. Ibíd.
5. Giacomo Martina, Pio Nono (1867-1878), Editrice Pontificia
Universitá Gregoriana, 1990, p. 172.
6. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry
Newman, Oxford, 1978, 25.82. [Vida y pensamiento del cardenal
Newman. Ediciones San Pablo, 1998.]
7. Ibíd., p. 157.
8. Ibíd., p. 198.
9. Ibíd., p. 17.
10. Ibíd., p. 163.
11. Damián McEirath, Lord Acton: The Decisivo Decade, 1864-1874,
Publications universitaires de Louvain, 1970, pp. 22-23.
—307—
12. Véase el exquisito capítulo, «With Gladstone», en Owen
Chadwick, Acton and History, Cambridge University Press, 1998, pp.
139-185.
13. Ibíd.,p.l82.
14. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening ofthe
Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, pp. 63-66.
15. Martina, op. cit., p. 164.
16. Ibíd.,pp. 146-147.
17. Chadwick, Acton and History, p. 82.
18. Acton3.330-3.332.
19. Ibíd.,pp. 84-85.
20. Ibíd.,p.82.
21. Gertrude Himmelfarb, Lord Acton: A Study in Conscience and
Politics, University of Chicago Press, 1962, p. 106.
22. Martina, op. cit., p. 167.
23. Ibíd.p. 175.
24. Ibíd.,p.206.
25. Ibíd., pp. 207-208.
26. Ibíd., p. 210.
27. Himmelfarb, op. cit., p. 106.
28. Ibíd.p. 102.
29. Martina, op. cit., pp. 215-216.
30. Dessain,op.cit.,25.132.
31. Ibíd., 25.185.
32. Himmelfarb, op. cit., pp. 110-1.11.
33. Acton 3.3.33.
34. Himmelfarb, op. cit., p. 113.
35. Ibíd., p. 117.
36. Acton 3.666.
37. Ibíd., pp. 122-123.
38. Robert L. Schucttinger, Lord Acton, Historian of Liberty, Open
Court,1976,pp. 140-141.
-308-
18
—309—
blicamente en una revista editada en 1864 que no albergaba el menor
resentimiento hacía Newman antes de su insulto, en privado confesó:
«Tengo una cuenta de más de veinte años por cobrar, y esto no es
más que un letra de esa deuda.» 1 Esta «cuenta» venía del
resentimiento de Kingsley, desde principios de la década de 1840, por
el hecho de que su prometida se sentía muy atraída por los autores
de los tractos, que en ese entonces publicaban los sacerdotes angli-
canos del Movimiento de Oxford, de los cuales Newman era uno de
los principales líderes. Kingsley le advirtió sobre las artimañas de
esos hombres: «Bien sea con intención o por autoengaño, esos
hombres son jesuítas; juran fidelidad a los Artículos con reservas
morales, lo que les permite explicarlos en sentidos totalmente
diferentes de los de sus autores. Son las peores características
doctrinales del papismo, en las que el señor Newman profesa creer.» 2
Ésa era la aprensión generalizada respecto al Movimiento de Oxford:
que se trataba de un intento para pasar de contrabando el catolicismo
a la Iglesia anglicana. Los líderes del movimiento sé oponían a la
modernidad con argumentos que Pío IX habría suscrito. Newman
calificaba el liberalismo de principio antidogmático, y por lo tanto lo
consideraba un asalto antirreligioso. En 1833 le escribió a su madre:
«La mayoría del laicado pensante se topa con la infidelidad. Los
sacerdotes han perdido gran parte de su influencia desde la paz
[alcanzada en el Congreso de Viena, en 1815]. La Revolución
francesa y el Imperio parecen haber generado una plaga que se va
extendiendo lentamente por todas partes.» 3 Incluyó esta misma nota
en algunos de sus tractos, alegando, por ejemplo, que la religión no
debería estar sujeta a la crítica racional en el tracto n.° 73 (1835).
El Movimiento de Oxford comenzó por lamentarse de que la religión
establecida estuviese cediendo en puntos como la emancipación
católica y la ordenación de sacerdotes que no eran estrictamente
ortodoxos. Resultó desconcertante, luego, que los mismos autores
comenzasen a estirar las normas de la ortodoxia, diciendo que los
artículos de fe anglicanos podían admitir interpretaciones católicas, lo
cual era una señal de que parte de los oxfordianos estaban
renunciando a la Iglesia establecida de Inglaterra por demasiado
liberal, desviándose hacia Roma. Cuando el mismo Newman rompió
con su pasado para hacerse católico en 1845, llevándose a
—310—
parte de sus seguidores con él, se dijo que lo había programado todo
para catolizar a la Iglesia británica y que se iba porque había fallado
en su proyecto subversivo. Los «honestos» tractistas como Edward
Pusey fueron los únicos que se mantuvieron fieles a su propia Iglesia.
Los abundantes escritos de Newman dieron municiones a sus
enemigos, pues se había movido con pasos agonizantes, marcando
cada uno con precisión, de una Iglesia a la otra, cancelando en cada
etapa lo dicho en la anterior, de forma que sus palabras se oponían
entre sí en aparente contradicción. Mientras aún trataba de
permanecer en la Iglesia británica, criticó el pontificado para
demostrar que no era el católico que todos pensaban. Algunas de las
cosas que escribió en esta etapa sonaban como lo que Kingsley diría
después en su contra. Por ejemplo, en el British Crític de
1840, escribió:
—311—
llevó a Kingsley a decir, en un paréntesis durante la revisión de una
historia de Inglaterra: «La verdad, por su propio bien, no ha sido
nunca una virtud del clero romano. El padre Newman nos hace saber
que no tiene por qué serlo, y que en general debiera no serlo.»
Cuando Newman le interrogó sobre las bases para tal acusación,
Kingsley citó un sermón pronunciado estando Newman fuera del
«clero romano» y añadió que tomaría la palabra a Newman si éste se
retractaba de lo que había dicho en aquella ocasión específica. Pero
no se retractó de la acusación general. Lógicamente Newman se
preguntó en voz alta por qué un hombre tomaría la palabra a alguien
a quien, en principios generales, había llamado mentiroso. Las cartas
iban y venían; Kingsley, incapaz de retirar la acusación;
Newman, resuelto a no dar por buenas las evasivas de un hombre
que le había acusado de hurtarse a la verdad.
Cuando Newman, ya furioso, publicó la correspondencia, la esposa
de Kingsley, consciente de la tensión nerviosa de su marido, le
aconsejó olvidar todo el asunto; pero él emprendió lo que confiaba
sería un golpe mortal, absoluto. Revisó todos los trabajos de Newman
buscando ejemplos de duplicidad y los arregló en su panfleto What,
Then, Does Dr. Newman Mean? La respuesta de Newman fue una
serie de panfletos, publicados cada jueves durante siete semanas
seguidas, que luego fueron compilados e impresos como la Apología
pro vita sua. Más que referirse una y otra vez a los argumentos de
Kingsley, Newman, trazando el recorrido completo de su pensamiento
religioso, etapa por etapa, demostró que' en cada una había hecho
declaraciones honestas de lo que sentía realmente en ese momento.
Una de las acusaciones más plausibles de Kingsley fue que Newman
redujo, matizó o escondió la verdad con fines polémicos o
apologéticos. Puso a Newman en un compromiso por un término muy
utilizado por él —una «economía» de la verdad— que insinuaba que
se podía ser tacaño con la verdad, al repartirla en mínimas
cantidades, guardarse parte de ella o negarla por completo a ciertos
públicos. Newman había aprendido el término en sus lecturas de los
padres griegos del siglo IV, quienes empleaban la palabra oikonomia
para describir las diversas leyes que afectaban al modo en que se
podía decir, adornar o retener la verdad. Todas estas palabras se
basaban en el supuesto de que Dios no puede ser
—312—
conocido, que Su verdad está más allá del alcance de la mente
humana. Como lo expuso san Agustín en la Iglesia latina: «Ya que
estamos hablando de Dios, vosotros no lo entendéis. Si lo pudieseis
entender, no sería Dios.»5
Aunque todas las afirmaciones hechas sobre Dios están destinadas a
ser insuficientes, algunas son más o menos suficientes, más o menos
apropiadas para diferentes tiempos o personas. Los padres decían
que las Escrituras judías eran una oikonomia, pues revelaban partes
de la verdad que recibirían una manifestación más completa en
Jesús. El mismo tipo de revelación por etapas se da cuando se le
habla a un niño o a un principiante en búsqueda de la verdad
religiosa. Dibujar un ángel alado es una economía, quiere sugerir a la
mente infantil cierta idea de un ser superior. Es falso, pero no es una
mentira.6 A medida que se avanza en conocimiento, la economía no
pierde importancia, sólo gana en sutileza. Kari Rahner y otros
teólogos modernos opinan que toda la teología de la Trinidad es una
economía, pues la paternidad y la filiación no son verdades más
literales sobre Dios que las alas de los ángeles. Existen términos
análogos útiles (aunque peligrosos, como por ejemplo todos los
nombres de Dios) para hablar de la revelación de Dios de Sí mismo
en la economía de la salvación. 7 De la misma manera, ya que el
pensamiento de Newman era siempre dinámico, un proceso de saltar
de una verdad a otra, Rahner dice que la verdad que uno deja detrás
no es necesariamente falsa sino una economía: una expresión menos
suficiente de la verdad que lleva a una más suficiente.
Afirma también que esta clase de progresión no es una simple
reformulación de proposiciones lógicas. La mente no avanza en forma
silogística en una única dimensión de especulación.
Para mí, no fue la lógica lo que me dirigió; sería como decir que
es el mercurio del barómetro lo que cambia el tiempo. El que
razona es el ser concreto; pasan unos años, y encuentro mi
mente en un lugar nuevo; ¿cómo? Todo el hombre se mueve;
el papel de la lógica no es otro que el de registrar ese
movimiento.8
—313—
«consentimiento verdadero» en contraposición con la superficial
verdad «nocional»:
—314—
será un ahondamiento en el análisis de este proceso mental, el cual
Chesterton plantea con rapidez característica en una especie de
taquigrafía simbólica: «Un hombre muy bien puede convencerse
mejor de una filosofía a partir de un libro, una batalla, un paisaje y un
viejo amigo que a partir de cuatro libros. El mero hecho de que las
cosas sean de diferentes tipos aumenta la importancia del hecho de
que todas apunten a una misma conclusión.»10
Un Kingsley cualquiera puede objetar que toda defensa de
explicaciones parciales de la verdad puede servir como argumento
para esconder o suavizar verdades desagradables o
comprometedoras. Por supuesto. Pero no hace falta la teología de la
economía para recurrir a eso. Y debemos recordar que el modelo de
Newman es el de las revelaciones económicas de Dios. No tienen por
objeto bloquear el acceso a la verdad sino ser guía hacia verdades
más amplias. Abren el campo visual en lugar de cerrarlo. No se
supone que pensemos en Dios siempre y únicamente como una
relación paternal consigo mismo (como padre e hijo). Es sólo una
ayuda para concepciones más elevadas, del estilo de las que Agustín
exploró en su Tratado sobre la Santísima Trinidad, donde la relación
paternal es menos importante que los aspectos de la estructura
interna de la mente. El uso humano de la economía, si está modelada
según la de Dios, no puede aprovecharse para engañar o para
desviarse de la verdad, sino sólo para ir hacia ella.
La Apología no sólo restauró la reputación de Newman como persona
sincera ante los protestantes, también hizo que los católicos viesen
que era honesto en su expresión de la necesidad del desarrollo
dentro de su propio rebaño. Pero cinco años después de la aparición
de la Apología, tuvo que superar una nueva prueba de sinceridad
cuando se convocó el Concilio Vaticano. Acton era tan abierto
denunciando la idea de la infalibilidad del Papa como lo era Manning
apoyándola. Sin embargo, Newman parecía dudar entre ambos, con
lo que hacía recordar su imagen de vacilante, de equívoco, lo que
llevó a Edward Husband, un anglicano, a cuestionar a Newman
cuando apareció el decreto del Vaticano. En su panfleto What Will Dr.
Newman Do ? Husband arguye que Newman debería regresar a su
iglesia original ahora que el Vaticano había ido demasiado lejos para
que él aceptase honestamente sus doctrinas.
En cuanto a la opinión de Newman respecto a la infalibilidad,
-315
suele pensarse que siempre creyó en ella, pero que pensó que el
Vaticano I se equivocaba en la forma y el momento de proclamarla.
Se escandalizó por el modo en que fue definida: bajo presión de
aquellos a quienes él regularmente llamó el «partido violento» o los
que «cruelmente» coaccionan'la conciencia de los hombres. 11 Esto lo
situó en el grupo, bastante nutrido, de los llamados «impertinentes»,
que eludían el asunto de la validez de la doctrina diciendo que no
debía sacarse a relucir de forma tal que pareciese apoyar el Syllabus,
con todo su desprecio de los valores modernos. Pero John R. Page,
recogiendo cuidadosamente todo cuanto Newman había dicho sobre
la infalibilidad a lo largo de toda la polémica, demostró que Newman
abrigaba reservas mucho más profundas sobre la doctrina que la
simple oportunidad de su declaración. Esto no debe sorprendernos.
Al principio de su carrera católica había sostenido que el laicado
debía ser consultado sobre las doctrinas, ya que ocasionalmente éste
era más fiel a las revelaciones que la propia jerarquía (incluyendo al
Papa). Afirmaba que la promesa del Espíritu era para toda la iglesia.
Pensaba que la Iglesia era como un triángulo que reposaba ora sobre
un lado, ora sobre otro, para afianzar su base en la verdad: algunas
veces sobre el laicado, otras sobre la comunidad teológica (schola
theologorum), y otras sobre la jerarquía (nunca exclusivamente sobre
el Papa).
Más aún, en la Apología había trazado el desarrollo de la doctrina en
el cuerpo de los creyentes como una analogía del crecimiento de la
mente individual. Así como «todo el hombre se mueve» para llegar a
una profunda aprehensión de la verdad, toda la Iglesia se mueve
hacia el encuentro de una sólida doctrina:
—316—
tiempo, llega ante el poder supremo. Mientras tanto, la cuestión
se ha ventilado, se le han dado vueltas y vueltas, se ha
examinado desde cada ángulo, y se llama a las autoridades a
que tomen una decisión, que ya han alcanzado mediante la
razón. Pero incluso entonces quizá la autoridad suprema vacile
en hacerlo y pase años sin determinar nada sobre el asunto; o
lo haga de forma tan vaga y general que hace falta revisar toda
la controversia de nuevo, antes que se defina algo concluyeme.
Es evidente que semejante procedimiento sirve no sólo a la
libertad sino también al coraje de los individuos, teólogos o po-
lemizadores. Más de un hombre tiene ideas, que espera sean
ciertas y útiles para su tiempo; pero no está seguro de ellas y
desea que se discutan. Está deseoso, o más bien estaría
agradecido, de renunciar a ellas, si se probara que son
erróneas o peligrosas, con lo que conseguiría su objetivo
gracias a la controversia. Obtiene una respuesta y se inclina
ante ella, o, por el contrario, descubre que está seguro. No
osaría hacerlo si supiera que una autoridad, suprema y
definitiva, está atenta a cada una de sus palabras, dando
señales de asentimiento o de reprobación a cada frase que
pronuncia. De hecho, entonces, estaría luchando como los
soldados persas, bajo el látigo, y podría ciertamente decirse
que le fue arrancada la libertad de su intelecto.12
•317-
esto?»14 Incluso puede que hubiese motivos adventicios para recurrir
a este tipo de definición innecesaria. «Vino a mi memoria un viejo
dicho, atribuido a monseñor Talbot, que afirmaba que lo que hizo tan
deseable e importante la definición de la Inmaculada Concepción era
que abría el camino a la definición de la infalibilidad del Papa. ¿Debe
entonces sorprender que estemos todos escandalizados?»15 Newman
se hacía eco de la misma crítica de Acton: «La gente ha llegado a
decir que el verdadero objetivo de aquel decreto (el de la Inmaculada
Concepción) fue el de crear un precedente que luego haría imposible
rechazar la infalibilidad papal.» 16
Otra razón para la objeción de Newman a la doctrina fue su sentido
inglés de lo que supone un buen gobierno constitucional. El veía el
colegio de obispos como el poder legislativo de la Iglesia y al Papa
como el poder ejecutivo. Así pues, «por nuestra experiencia política,
tenemos el derecho a juzgar lo que es apropiado o no, y a decir que
semejante unión del poder legislativo y el ejecutivo en una sola
persona no es apropiado, siendo, como la política humana nos
enseña que es, demasiado grande para que un solo hombre la
sostenga, además de una incitación al abuso».17 La definición, por lo
tanto, sería resultado de una corrupción endurecida, arraigada:
«Hemos llegado a un climax de tiranía. No es bueno que un Papa
viva veinte años. Es una anomalía y no rinde buenos frutos; se
convierte en un dios, nadie le contradice, ignora los hechos y comete
crueldades sin querer.»18
Continuando con su analogía política, para Newman el cuerpo de
magistrados de la Iglesia, la schola theologorum, es el poder judicial
de un régimen constitucional: «Todo esto es materia para el colegio
teológico, y los teólogos, con el tiempo, determinarán la fuerza de la
formulación del dogma, del mismo modo en que los tribunales de
justicia resuelven el significado y alcance de las leyes del
Parlamento.»19 Como Newman pensaba que toda la Iglesia debía
avanzar unida por el camino que el Espíritu indicase, le concedía una
gran importancia al papel de los teólogos, quienes hacían posible la
conversación interna de la Iglesia al elaborar los interrogantes y
presentarlos a los cristianos para someterlos a la prueba de sus vidas
y oraciones. Esta actitud hizo que viese con cierta sospecha al
Concilio Vaticano, pues muchos de los teólogos más preparados
habían sido excluidos.
—318—
Supongo que todas estas objeciones a la definición pueden
etiquetarse con la rúbrica de la impertinencia. Pero hay otros
momentos en los que Newman expuso rotundamente que la idea de
la infalibilidad del Papa era un error de por sí. Un mes después de la
publicación del decreto escribió: «No acepto ni puedo aceptar en el
presente la definición, ya que, hasta donde puedo entender, la
autoridad de la historia y el pasado en su contra compensan con
creces a la autoridad actual (la cual, mientras exista la minoría, está
privada de la mitad de su peso) a su favor.»20 A menudo se extendió
en el caso de Honorio I, el pontífice del siglo VII que negó que
hubiese una voluntad humana en Cristo y fue anatematizado como
hereje por el sexto concilio ecuménico (Newman incluso animó a un
escritor a investigar este caso en un panfleto que luego figuraría en el
Índice). «¿Cómo reaccionarán ante Honorio? Pues sus cartas se
basaban en de fide.»21 El no encontró la doctrina en sus Padres
favoritos de la Iglesia del siglo IV, así que rezó pidiéndoles que
evitasen la definición: «Salvad a la Iglesia, oh Padres míos, de un
peligro mayor que cualquier otro pasado.» 22
Newman escribió a los obispos animándoles a oponerse a la
definición, y su carta para su obispo, William Bernard Ullathor-ne,
causó gran escándalo cuando se hizo pública, pues denunciaba a
quienes impulsaban la definición tratándoles de «facción insolente y
agresiva».23 También oró por alguna intervención divina que
interrumpiese el Concilio antes de que lograse definir el dogma.
Esperaba que las fuerzas independientes italianas tomasen el
Vaticano, o que el Papa muriese. «Debemos tener esperanza pues
estamos obligados a guardar la esperanza, en que el Papa sea
retirado de Roma, y no siga con el Concilio, o que haya otro Papa. Es
triste que él nos obligue a albergar semejantes deseos.»24
Así pues, es imposible afirmar que Newman se opusiera a la doctrina
sólo por su inoportunidad. Estaba tan seguro de que era una
equivocación que predijo varias veces que el Espíritu Santo no
permitiría su definición en el Concilio.25 Y cuando el Concilio emitió la
definición, se negó a aceptar el resultado como válido hasta que
estuvo claro que los obispos de la minoría habían abandonado su
resistencia. Entonces aceptó la doctrina, más porque la Iglesia en
general la había aceptado que porque el Concilio, que no era un
cuerpo libre, la hubiese declarado. «Pienso que será más se-
—319—
guro creer en la "securusjudicat" [consenso de la Iglesia] que en el
voto del sínodo.»26
Sin embargo, después de aceptar el dogma, dijo que siempre había
creído en la infalibilidad, pero que deploraba las torpes tácticas de los
que habían trabajado en su definición. Es cierto que Newman había
aceptado la infalibilidad, de hecho la alabó en la Apología, pero
entonces se centró en la infalibilidad —a veces la indefectibili-dad—
de la Iglesia. Algunas veces ésta incluiría la infalibilidad papal, otras
—como lo sostuvo en su artículo sobre la consulta al laicado—
incluiría la infalibilidad del laicado, o aquella de la schola theologorum.
El Espíritu protegería a la Iglesia, pero sus métodos serían tan
misteriosos como la naturaleza divina del protector.
Acton creyó que Newman traicionaba la verdad al aceptar el dogma
que él (Acton) seguía rechazando. Pero la verdad siempre fue más
compleja para Newman que para Acton. Si la doctrina implicaba la
divina orientación de la Iglesia, se trataba del Dios indescriptible, y
cualquier intento de encorsetar a Dios en el estrecho cautiverio del
lenguaje humano tiene que ser examinado muy de cerca en busca de
su verdadero significado:
—320—
nes generales y verdades sobrenaturales, no sobre hechos concretos
y arreglos temporales, donde la conciencia es la guía suprema. Eso
corresponde a la naturaleza y «el Papa, que es fruto de las
Revelaciones, no tiene jurisprudencia sobre la naturaleza». 29
Respecto a todos estos extremos, dijo lo siguiente para tranquilizar al
ex primer ministro:
— 321 —
Newman llegó a tiempo para ver un rescate providencial en el
resultado del Concilio Vaticano. No sólo Manning y el «partido
tiránico» habían sido incapaces de ampliar la infalibilidad para que
abarcase cosas como el Syllabus. Incluso Pío IX se había visto
obstaculizado en su verdadero objetivo. A pesar de haber añadido su
propia declaración de independencia de la Iglesia al final de la
definición, no se dio cuenta de que las fórmulas anteriores hacían de
esa frase algo insignificante. No se puede ejercer el don de la Iglesia
fuera de la Iglesia. Newman todavía lamentaba la declaración del
dogma, ahora más como un obstáculo para las buenas relaciones con
otros cristianos que como una ofensa a sus propias ideas, pero sabía
que cualquier lenguaje que se empleara para hablar del poder de
Dios —y era ése el tema del debate, y no el poder del Papa— debe
ser una economía. La prueba de una economía está en su utilidaíl
para llegar a verdades más plenas, no en servir de obstáculo a la
verdad. Ésa es la única interpretación que Newman aceptaría de la
definición del Vaticano.
Acton y Newman eran muy diferentes en temperamento y modo de
actuar, pero ambos fueron campeones de la verdad en el seno de la
Iglesia, Acton valientemente, si bien de manera un poco
indiscriminada; Newman cauta pero persistentemente y con esa idea
de misterio que siempre se impone cuando se intenta hablar de la
verdad de Dios. Si las autoridades de la Iglesia desprecian la verdad
en asuntos históricos y temporales, se privarán de la capacidad para
manejar las verdades más grandes, que son las más escurridizas.
NOTAS
1. Susan Chitty, The Beast and the Monk: A Life of Charles Kingsley,
Mason/Charter, 1974, p. 231,
2. Robert Bernard Martín, The Dust of Combat: A Life of Charles
Kingsley, Faber and Faber, 1959, p. 47.
3. Edward Sillem, The Philosophical Notehook of John Henry
Newman, Humanities Press, 1969, p. 44.
-322-
4. John Henry Newman, Apología Pro Vita Sua, editado por David J.
DeLaura, W. W. Norton & Company, 1968, p. 105. [Apología pro vita
sua, traducido por Víctor García Ruiz, Encuentro Ediciones, 1997.]
5. Agustín, Sermón 117.5.
6. Newman, op. cit., p. 206.
7. Kari Rahner, The Trinity, traducido porJoseph Donceel, Herder and
Herder, 1970, pp. 21rf.
8. Newman, op. cit., p. 136.
9. Ibíd.,p.427.
10. G. K. Chesterton, Orthodoxy, Doubleday, 1959, p. 143.
11. N 96,132,133,137,142,148,155.
12. N204-205.
13. N128.
14. N400.
15. N110.
16. Acton 3.295.
17. N30.
18. N163.
19. N202.
20. N137.
21. N. 45, 80. Sobre las continuas reflexiones de Newman acerca de
las deliberaciones del Concilio en este caso, véase N
62,66,153,211,227, 229,235,312,313,326,383.
22. N78.
23. N86.
24. N154, y véase pp. 162-163.
25. N80,84,89,90.
26. N135.
27. N208.
28. N187.
29. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke
of Norfolk, 1875 [Carta al duque de Norfolk, Ediciones Rialp, S.A.], en
Alvan S. Ryan, Newman and Gladstone: The Vatican Decrees,
University of Notre Dame Press, 1963', p. 133.
30. N138.
31. N195-196.
32. N179-181.
33. N135.
-323-
IV
EL ESPLENDOR DE LA VERDAD
Cristo desea que prefiramos la verdad antes que a Él, porque, antes
de ser Cristo, Él es la verdad. Quien se aparte de Él para ir a la
verdad, no llegará lejos, pues antes caerá en sus brazos.
SIMONE WEIL
19
—327—
Pedro delante de todos: «Si tú, siendo judío, vives como los
gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir
como judíos?» (Gal. 2:11-14).1
—328—
na eran o bien étnicas o lingüísticas: se pensaba que los «helénicos»
(o gentiles) eran cristianos no judíos, que hablaban griego, mientras
que los hebreos (o judaicos) eran cristianos judíos, que no hablaban
griego (sino hebreo o arameo). Pero un examen más profundo de las
dinámicas de la situación ha proporcionado a los eruditos modernos
un entendimiento más complejo de los factores en juego. Había
cristianos judíos (por ejemplo, el propio Pablo, y algunas veces
Pedro) entre los helénicos, y cristianos gentiles (incluyendo algunos
en Antioquía) entre los hebreos, y los primeros podían hablar en
arameo tanto como los segundos podrían hablar en griego.
Entonces, ¿cuál era el principio de división entre estos dos grupos?
Los eruditos hoy coinciden en que los cristianos «hebreos» pensaban
que la misión de Cristo era cumplir las leyes judías, no sustituirlas por
otras, de modo que los cristianos debían mantener la observancia del
culto en el templo, la circuncisión y los ritos de la comida permitida
por los judíos (kosher). Los cristianos «helénicos» se sentían más a
gusto en la cultura del Imperio romano helenizado; pensaban que el
cristianismo podía y debía existir en ese mundo y apartarse de
algunas (quizá muchas) de las costumbres judías. La mejor
traducción de estos dos conjuntos de términos sería entonces
«cosmopolitas» para definir a aquellos en movimiento dentro del
mundo del Imperio culturalmente diversificado, y «separatistas» para
quienes querían restringir la expansión del cristianismo al círculo de
los rituales legales judíos. Ambos bandos no sólo eran cristianos:
ambos tuvieron en su seno fundadores primitivos, apóstoles y
santos.2
El primer choque del que se sabe entres estos dos partidos de la
Iglesia se produjo poco después de la muerte de Jesús, cuando el
sanedrín judío ejecutó al cristiano cosmopolita Esteban por blasfemia.
Esto obligó a los otros cosmopolitas a huir de Jerusalén y llevarse los
evangelios a otra parte (Ac. 6:8-7:3). Los cristianos separatistas se
quedaron atrás, ya que su posición todavía no era ofensiva para sus
compañeros judíos. El autor de los Hechos de los Apóstoles identifica
el ataque de Esteban a la adoración del Templo como la causa'de
esta primera división de la Iglesia, en un discurso radical compuesto
probablemente después de la destrucción del Templo en el 70 d.C.;
pero las opiniones que expresó son,
—329—
sin duda alguna, una extrapolación de las actitudes que representó en
el choque con los separatistas y con el sanedrín.
El segundo conflicto importante entre los cosmopolitas y los
separatistas tuvo lugar hacia 50 d.C., y tuvo que ver con la
circuncisión de los gentiles conversos. La iglesia deJerusalén, bajo el
li-derazgo de Santiago, el hermano de Jesús, exigía la circuncisión
pero a Pablo y Bernabé se les permitió que en las iglesias fundadas
por ellos, fuera deJerusalén, se admitiese a los no circuncisos (Ac.
15:6-21). Esto vino a crear un mundo cristiano de dos pistas, in-viable
si se mezclaban miembros de ambas pistas, como en Antio-quía.
Cuando Pedro llegó a Antioquía se unió a los cosmopolitas en
comidas que los judíos no permitían, pero «cortó con ellos» cuando
Santiago de Jerusalén le amonestó. Pablo lo tomó como si en efecto
estuviesen «forzando» a los cosmopolitas a seguir la línea de los
separatistas dictada desde Jerusalén, rompiendo así el acuerdo
anterior (Gal. 2:14). Como lo observa J. Louis Martyn: «Pablo ve
cualquier cosa menos amabilidad» en su ataque a Pedro, un hecho
que Jerónimo trató de negar y que Agustín afirmó.3
Sin embargo, antes de dar la interpretación de Agustín sobre el
conflicto de Antioquía, deberíamos echar una ojeada al curso que
tomaría la división entre cosmopolitas y separatistas antes de que la
brecha se cerrase. Pedro, al igual que Pablo, era un misionero; dejó
la iglesia de Jerusalén a cargo de Santiago, el hermano del Señor.
Los dos apóstoles misioneros, Pedro y Pablo, estaban en Roma
cuando Nerón perseguía a los cristianos. Ambos fueron capturados y
martirizados, aunque esta parte no se relata explícitamente en el
Nuevo Testamento. Abundan los indicios directos e indirectos de que,
en verdad, ambos encontraron la muerte de esa forma. Pero
entonces se plantea la interesante cuestión de la omisión de tan vital
información en el texto mismo del Nuevo Testamento.
Los eruditos han reconstruido la historia de su muerte, o al menos un
bosquejo de ella, a partir de la literatura extrabíblica sobre el reinado
de Nerón, y el resultado muestra por qué los cristianos no quisieron,
durante un tiempo, extenderse en detalles sobre las muertes de sus
apóstoles. En los años noventa un líder cristiano de Roma (Clemente)
escribió una carta diciendo que los apóstoles fueron asesinados por
un «ajuste de cuentas entre rivales», lo cual no parece describir los
motivos de Nerón: él mató a
—330—
los cristianos como chivos expiatorios, acusándolos del incendio de
Roma. Nerón difícilmente podía ser su rival. 4 Pero según el
historiador romano Tácito, Nerón no fue el único instrumento en la
ejecución de los cristianos. Dice Tácito que Nerón hizo prisioneros a
algunos cristianos que aseguraron no ser los responsables del
incendio, pero informaron de otros que sí lo habían sido. 5 Otro autor
romano, Plinio, dice que los cristianos solían delatarse unos a otros
durante las primeras décadas de su existencia.6 El mismo Pablo
habla de «hermanos falsos» que encontró en las iglesias
(cosmopolitas) que fundó, quizás una especie de separatistas (Gal.
2:4, II Cor. 11:26. véase II Cor. 11:13).
Osear Cullmann, Raymond Brown y otros sostienen
convincentemente que fueron los separatistas quienes colaboraron
con Nerón.7 Irónicamente, a pesar de su oposición a la helenización
de su religión, los separatistas estaban protegidos políticamente por
el Imperio helenizado, ya que el judaismo (que estos cristianos
profesaban) era un culto reconocido (religio licita), cubierto por el
acuerdo entre el gobierno romano y el sanedrín d.e Jerusalén. Para el
momento de la muerte de Pedro y Pablo, y también en el de la
ejecución de Esteban, unas décadas atrás, los vulnerables eran los
cosmopolitas.
Lo que encontramos, en las primeras cinco décadas del cristianismo,
es una incansable oposición entre dos grupos, y el de los separatistas
parece ser el vencedor en todos los encuentros de los que se tiene
noticia: en la expulsión de los cosmopolitas después de la muerte de
Esteban; en la concesión a Pablo de una dispensa parcial de la
circuncisión; en Antioquía, donde Pedro se aleja de Pablo; en la
entrega de Pedro y Pablo por parte de los separatistas de Roma. No
es extraño que los autores de las escrituras no quisiesen darnos una
versión completa del martirio de los apóstoles, ni tampoco que el
autor de los Hechos de los Apóstoles suavice al máximo esta
contienda, al omitir por completo el estallido furioso de Pablo con el
que comenzamos.
Cabe preguntarse, si los separatistas ganaban una y otra vez en los
primeros tiempos, ¿por qué a la larga prevalecieron los cosmopolitas?
El momento decisi-vo fue la destrucción del Templo a manos de los
soldados romanos en el 70 d.C. Esto pareció justificar a los cristianos
que se habían alejado del Templo, tanto así que los
-331
Evangelios, que adoptaron su forma definitiva después de este
suceso, hablan de Jesús como reconstructor del Templo. Ahora
Pedro y Pablo aparecen como triunfadores a título postumo, y
comienza una nueva era en la historia cristiana.
Jerónimo y Agustín se encuentran en medio de este tenso relato de
luchas cuando se enfrentan a las ardientes palabras de Pablo en
Antioquía. Éstas vienen a ser un informe inmediato desde el frente del
conflicto. De hecho, la epístola donde aparecen estas palabras
constituye el segundo texto más antiguo que se conserva del Nuevo
Testamento (siendo el primero la epístola de Pablo a los te-
salonicenses). El instinto de Jerónimo es el mismo que el del autor de
los Hechos: encubrir las señales del conflicto en una iglesia primitiva
idealizada. Sin embargo, los Hechos se limitaron a guardar silencio
sobre el estallido de Pablo, como también lo hicieron sobre el martirio
de Pedro y Pablo. Jerónimo va más allá —permite un acto de engaño
benigno por parte de los apóstoles—, y eso es lo que molestó
profundamente a Agustín, lo suficiente como para retar a un erudito
mayor y más reconocido de lo que él era cuando escribió la primera
carta sobre el asunto.
Cierto es que ni Jerónimo ni Agustín conocían la historia completa tal
como ha sido reconstruida pacientemente por los eruditos modernos,
y cada uno llegó a la interpretación de este pasaje con sus propios
conceptos anteriores. Jerónimo tenía una especial disposición para
proteger a Pedro, pues se pensaba que Pedro (anacrónicamente) era
obispo de Roma (es decir, el primer Papa) cuando lo mataron allí.
Jerónimo había servido a un sucesor del cargo cuando fue secretario
del papa Dámaso (un papel que, erróneamente, hizo suponer en
tiempos posteriores que Jerónimo era un cardenal). Por otra parte,
Agustín, aunque reconocía en el Papa un cargo especial, no se
sorprendió por la noción de que los papas pudiesen errar, tal como lo
hizo Pedro en Antioquía. De hecho, en el 418, Agustín obstaculizó un
intento del papa Zósimo por intervenir en los asuntos de la Iglesia
africana citando un cañón conciliar en su contra, y en el 419 participó
en las presiones que empujaron al propio Papa a reconsiderar su
decisión de exculpar al hereje Pelagio para en cambio condenarle. 8
Así pues, a pesar de que Agustín aceptaba la anacrónica idea de que
Pedro llegó a ser Papa, era capaz de percibir el franco sentido de la
epís-
—332—
tola de Pablo: que Pedro se había equivocado, y Pablo tuvo que
corregirle. El comentario de Agustín sobre los Gálatas —que
probablemente estaba preparando cuando consultó el comentario de
Jerónimo— dice así:
—333—
da, movido por el ánimo que alaba en Pedro. Quiere saber si
Jerónimo tiene un argumento para su interpretación que eluda el
problema de presentar a los apóstoles actuando engañosamente. Le
pide a Jerónimo que corrija lo que crea conveniente en su escrito:
—334—
las sensibilidades de su audiencia. Aun basándose en las escrituras,
Agustín muestra que se puede ser zalamero sin recurrir al engaño. El
mismo Pablo ha dicho que predicaba adoptando las actitudes de las
más diversas gentes: «A todos me he hecho de todo» (I Cor. 9:22).
En ese mismo pasaje dice algo que puede confundirse con lo que
Pedro hizo al aparentar que creía que las observancias judías eran
necesarias: «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los
judíos» (Cor. 9:20). Pero Agustín continúa:
—335—
está ahí. Nosotros se lo habremos «dicho» (Sobre la mentira 13).
Pero si el silencio puede hablar, entonces puede mentir. Supongamos
que nos preguntan si hemos realizado cierto acto heroico, y sabemos
que el silencio será interpretado como modesta renuencia a afirmar lo
que es verdad (aunque no lo es). Nuestro silencio engañará al que
nos interroga. Esa sería nuestra intención; y la intención de engañar
es la definición de Agustín de lo que es una mentira.
Los que se valen de equívocos no considerarían el silencio una
mentira, pues el silencio es indeterminado. Es, de por sí, un equívoco.
Puede tomarse como se quiera. Algunos afirmarán que el que calla
no es responsable de la interpretación ajena de su silencio, del mismo
modo que el que habla con equívocos no es responsable del
significado que su interlocutor pueda escoger de entre los varios que
la palabra pueda tener. Para Agustín, ninguno de estos argumentos
viene al caso. Si uno cree que el silencio —o las palabras
equívocas— engañarán, uno está mintiendo. Incluso si no se logra el
engaño, uno miente, pues ésa era la intención. Si uno hace una
afirmación verdadera, sabiendo que no será creída y deseando que
no se crea, la afirmación es verdadera pero uno es falso.
Por lo tanto la mentira es una relación interpersonal. El instrumento
que se utilice para mentir —palabras verdaderas, palabras falsas,
equívocos, gestos, muecas o el silencio— no tiene la menor
importancia. Lo que importa es que la mente trata de frustrar a otra
mente en su búsqueda de la verdad. Lo que nos lleva a la tercera
proposición determinante:
—336—
terpone entre uno mismo y la verdad. Hemos visto en su confesión
que le resulta difícil juzgar sus propias palabras, ya que el orgullo
puede distorsionar su juicio. El libro 10 de las Confesiones es una
larga introspección con la que pretende disipar de su conciencia tanto
como sea posible la niebla que la falsedad esparce en ella. Esto nos
lleva a la siguiente suposición principal en que se fundamenta la
discusión de Agustín:
—338—
bres. Y en cuanto a mí, confieso que todavía no me cuento entre
aquellos que no se conturban ante los pecados que hemos llamado
de compensación» (Contra Men. 18.36). Por «pecados de
compensación» se refiere a cosas como decirle a un moribundo,
preocupado por su hijo, que éste aún vive, aunque no sea cierto. La
verdad en este caso podría matar al padre, y el silencio puede dejar
traslucir la verdad. «Estas situaciones me desequilibran
profundamente; pero ¿puedo decir en el mismo grado, sabiamente?»
Si vamos a reconfortarnos unos a otros con mentiras que nos hagan
más llevadera la realidad, cada vez que la realidad se presente
amenazadora ¿qué ocurre con la franqueza luminosa hacia el Dios de
la verdad?
—339—
sarta de evasivas, contraacusaciones, tergiversaciones y simples
negaciones del hecho. Al principio, dado que la carta inicial de
Agustín se extravió y nunca llegó a su destino, Jerónimo —
respondiendo a una segunda carta— da a entender que Agustín
deliberadamente se encargó de que no le llegase su misiva, que
Agustín quería ganarle puntos a Jerónimo sin darle la oportunidad de
responder, aunque aseguró a su interrogador que de todas formas no
le habría respondido, pues él no iba a dejarse importunar por cada
insolente sabelotodo que apareciese. (Para Agustín, lo más
impensable moralmente es la negativa de Jerónimo a responderle,
pese a que encuentra señales de herejía en él. Llamar a alguien la
atención sobre su error es, para Agustín, el primer deber de la
caridad.) Jerónimo respondió:
—340—
rónimo le devolvió una diversidad de contradicciones. Trató de
defender su acusación de herejía diciendo que Agustín fue
demasiado amable con los judíos al decir que Pedro observaba sus
prácticas, y no fingía que lo hacía (como si el fingimiento fuese una
forma de ataque a las prácticas). Luego, después de acusar a Agustín
de herejía, afirma que después de todo no difieren tanto en sus
opiniones, y además, Jerónimo sólo estaba repitiendo lo que
Orígenes y otros habían dicho. Después de esta perorata
autocompasiva, vuelve a fingir que, para empezar, no piensa
responderle:
—341—
sabilidad sagrada se puede confiar? No queremos autorización
alguna para engañaros, o para que vosotros nos engañéis. Si
vosotros pensáis que os estamos engañando, y nosotros pensamos
que vosotros nos engañáis, ¿dónde encontraremos ese amor que
todo lo cree? Porque Pablo dice que "el amor todo lo cree" (I Cor.
13:7).»11
La idea de que Pedro pudiese haber errado pareció sorprender a su
audiencia, ya que uno de sus miembros gritó: «¿Qué le reprochó
Pablo a Pedro?» Agustín contestó: «Lo que el mismo Pablo acaba de
decir, lo que escribió» (en la lectura de los Gálatas que precedió al
sermón). Pero al rato volvieron a hacer la misma pregunta, y Agustín
pidió que el lector repitiese la lectura del pasaje donde Pablo
amonesta a Pedro, frente a todos los demás. 12 Agustín, lejos de
mantener a los líderes de la Iglesia libres de cuestiona-mientos y
correcciones, hizo una exacta distinción entre las Escrituras, que
siempre son verdaderas, y aquellos que las predican, que pueden
errar y necesitan a su vez una constante instrucción.
—342—
mentira, una equivocación creada deliberadamente y divulgada a los
demás, es una traición a la búsqueda, y la mayor traición es mentir
sobre las verdades sagradas de la religión.
NOTAS
-343-
puede haber conservado una antigua tradición al decir que los
cristianos de aquella ciudad recibían su fe «de acuerdo con la
costumbre judía» (ritu judaico); véase Brown, op. cit.,pp. 110-111.
5. Tácito, Anales del Imperio romano, 15.44.
6. Pinio, Epístolas, 10.96.
7. Cullmann, op. cit., pp. 91-100; Brown, op. cit., pp. 122-127. Las
mismas fuerzas pueden haber actuado en un encuentro anterior en
Roma (49 d.C.), cuando, según Suetonio (quien escribió alrededor del
120 d.C.), el emperador Claudio expulsó a algunos judíos «por los
interminables alborotos causados por Crestus» (Life of Claudius
25.4). La mayoría de los estudiosos piensa que Suetonio confundió
Cristus con el nombre Crestus, muy común entre los libertos, y que
eran los judíos cristianos quienes estaban enemistados tanto con los
judíos romanos en general como con los cristianos separatistas
(«hebreos»). Esto coincidiría con la supuesta expulsión de los aliados
de Pablo para ese momento (los cosmopolitas), Aquila y Priscila (Ac.
18:2). Véase Brown, op. cit., pp. 100-102;William F. Orr y James
Arthur Walther, l Corinthians (AB 1976), pp. 81 -82; Peter Lampe,
«Aquila» (ABD 1.319). Obsérvese que el autor de los Hechos no
especifica el motivo de la expulsión, lo que encajaría con la renuencia
a admitir las divisiones entre cristianos en torno a las muertes de
Pedro y Pablo.
8. Sobre las relaciones de Agustín con el papa Zósimo, véase J. E.
Merdinger, Rome and the Afrícan Church in the Time of Augustine,
Ya-le,1977,pp.11-34,126-130.
9. J. N. D. Kelly, Jerome, Harper & Row, 1975,.pp. 64, 65, 78, 107,
149,150,178,201,239,252.
10. Mainz 1.9 (uno de los sermones descubiertos recientemente),
Francois Dolbeau, Augustine d'Hippone, vingt-six sermons au peuple
d'Afrique; Institut d'études augustiniennes, 1996, p. 46.
11. Ibíd.,p.47.
12. Ibíd., pp. 47-48., con relación al grito desde el público, véase la
introducción de Dolbeau al sermón, p. 42.
13. Ibíd., pp. 62-63.
•344.
20
•345-
Nos enteramos más de lo que quisiéramos sobre Consencio en la
nueva carta, que lleva el número 12* (donde el asterisco diferencia la
carta de la número 12 del viejo catálogo de cartas reconocidas). En
su carta II*, encontramos una valiosa nueva información, la cual
inspiró a Agustín para su Contra la mentira. Consencio se jacta de su
ingeniosa habilidad para descubrir a los herejes en España, donde
según afirma, han ido a parar algunos seguidores secretos del
ejecutado Prisciliano. Uno de sus emisarios, llamado Frontón, incluso
se hizo pasar por hereje para infiltrarse en las filas enemigas.
Consencio anexa un informe de Frontón en el que pretende explicar
cómo desveló la protección de subversivos por parte de ciertos
obispos españoles. 3 Frontón sonaba como el senador Joseph
McCarthy cuando denunciaba comunistas en el Departamento de
Estado. Si el relato es cierto, nos da sorprendentes noticias de la
España cristiana del siglo V. E incluso si es exagerado, nos indica de
qué era capaz la calenturienta imaginación de aquel tiempo y lugar.
Agustín no muestra mucha confianza (ni interés) en las acusaciones
de Frontón, cuando dice: «si las cosas sucedieron o no como él dice»
(Contra Men. 3.4). Lo que le perturba son las tácticas que Frontón
afirma estar usando y que Consencio aprueba. Ambos declaran que
hay que descubrir a los herejes infiltrándose, ya que ellos mienten
sobre su verdadera devoción. Para Agustín, fingir que se abandona la
verdadera doctrina y profesar la falsedad es un pecado peor que el
que estos intrigantes están decididos a castigar. Dice Agustín que no
debemos «llevar a otros a la verdad abandonándola nosotros
mismos, de manera que, al descubrir mentirosos con mentiras, les
enseñamos una forma más profunda de mentir» (3.4). Le recuerda a
Consencio que Cristo nos advirtió contra los lobos envueltos en piel
de cordero (Mt. 10:16), lo cual no significa que, en respuesta a la
advertencia, nos debamos convertir en corderos envueltos en piel de
lobo (6:12).
Agustín aprovecha la oportunidad para repetir el ataque de Sobre la
mentira a la intención de utilizar mentiras con propósitos religiosos.
Estaba insatisfecho con su primer tratado. Como lo refleja en el
posterior catálogo de sus propios trabajos (Retractaciones}:
346-
Escribí también un libro, Sobre la mentira, que, aunque fatigoso
de leer, es de gran utilidad como ejercicio de ingenio y de
inteligencia y estimula grandemente el amor de la veracidad. Lo
había mandado retirar de entre mis opúsculos porque me
parecía oscuro, espinoso y sobremanera difícil, por lo cual ni
siquiera había llegado a publicarlo. Después de haber escrito el
otro opúsculo titulado Contra la mentira, me reafirmé en la
decisión de destruirlo, y así lo mandé; pero no se hizo. Al
revisar ahora todos mis opúsculos, lo he encontrado incólume
y, después de corregirlo, he mandado conservarlo, sobre todo
porque tiene algunos apuntes necesarios que no se encuentran
en el otro.4
—347—
tar recomendando la inmoralidad: se presentan como modelos
profetices de lo que se cumplirá en el Nuevo Testamento (Contra
Men. 14.29).
En cuanto,al Nuevo Testamento, Agustín no niega las
incongruencias, sólo la intención de engañar. Tomó como ejemplo las
dos genealogías presentadas para vincular a Jesús con el linaje de
David. La de Marcos es diferente de la de Lucas. Pero se puede
trazar la ascendencia a través de diferentes ramificaciones del árbol
familiar. Mateo no presenta la suya como si fuese más exacta que la
de Marcos (que sería por lo tanto falsa). De acuerdo con los estudios
de las escrituras de su tiempo, Agustín encuentra más reyes en la
línea'de Mateo, y más sacerdotes en la de Marcos. Así, reunidas,
ambas muestran las características complementarias de Jesús, tanto
reales como sacerdotales (PL 34.1043-44), Un elemento más difícil
de la genealogía es éste: ambos trazan el linaje de José, no el de
María, y el Evangelio afirma que Jesús nació de una virgen. Aquí
Agustín presenta un argumento sorprendente, al probar quejóse era
un verdadero padre, aunque no un padre biológico (argumento que
los padres adoptivos de hoy acogerían con agrado):
—348—
sinceridad de las Escrituras que pudo imaginarse. Puesto que no es
un fundamentalista en el sentido moderno, no busca la coherencia
literal en las palabras. Las Escrituras son un instrumento de
enseñanza, hechas para revelar lo inefable a través de símbolos y
parábolas (lo que Newman llamó «economía»). La aproximación
alegórica a los textos era un rasgo establecido de la crítica literaria
que Agustín heredó, y cosas como el simbolismo de los números se
adaptaban ampliamente. 7 Por supuesto, un crítico moderno puede
decir que permitir una declaración literalmente falsa para denotar un
significado superior abre la puerta a todo tipo de equivocaciones.
Pero esto pasa por alto el concepto clave. El que se vale de
equívocos utiliza el significado deleznable con la intención de
engañar. El principal argumento de Agustín se basa en que las
Escrituras no tratan de engañar (hacer creer a la gente, por ejemplo,
en los siete días de la creación en un sentido literal). Ésta no es una
enseñanza latitudinaria, sino estricta. No controla las fórmulas
verbales, sino la orientación interna del alma, que nunca puede
ponerse de parte del engaño. El tratado resultante es, según un
moderno erudito, «la explicación más compleja y exhaustiva de la
escritura de los evangelios en todo el cristianismo primitivo». 8 En
algunas partes anticipa el uso de herramientas modernas de la
crítica.9
Agustín establece las Escrituras como referencia de la verdad, que
deben observarse en todas sus predicaciones, así como en todas las
acciones que se tomen para promoverlas. Su tratamiento de la
falsedad en el ministerio puede apreciarse en su respuesta a una
acción fraudulenta cometida en el monasterio que mantenía dentro
del precinto de su catedral. Un miembro de la comunidad monástica,
un hombre llamado Januarius, murió en el 425. Antes de unirse a la
comunidad, había sido un sacerdote cuya esposa había muerto,
dejándole dos hijos, un hijo que ingresó en un monasterio y una hija
que ingresó en un convento. Cuando se le pidió que renunciase a
todas su propiedades a fin de poder unirse a la comunidad monástica
de Agustín, dijo que había entregado sus propiedades en fideicomiso
a nombre de su hija, en caso que dejase el convento. Pero al morir,
su testamento evidenció que él mismo había conservado la propiedad
de sus bienes, y que ahora se lo legaba todo a la iglesia de Agustín
en lugar de a su hija. La hija de Januarius impugnó el testamento. Su
hermano, por despecho hacia ella, defendió la acción
-349-
de su padre, que la privaba de la propiedad. El hijo de Januarius
declaró que el testamento de su padre era válido y legal.
¿Qué haría Agustín? Anunció a su congregación que tenía que
informarles de algo importante que les concernía, y los convocó en
masa a su próximo sermón. En aquella homilía (Sermón 355) reveló
el escándalo y dijo que jamás aceptaría el legado a la iglesia. Era
producto de un fraude, del rompimiento del voto del monje. Aceptarlo
convertiría a Agustín en cómplice del engaño al aprovecharse de él.
Quería que la comunidad supiese por qué debía rechazar lo que ellos
quizá pensasen que tenían derecho a aceptar.
Entonces, ¿qué debía hacerse con la propiedad? Agustín nombró un
jurado para adjudicar la división de la propiedad entre los dos hijos,
presidido por él mismo con la ayuda, «bajo la guía de Dios, de
algunos hermanos leales y respetados de vosotros, la congregación»
(PL 39.1573). Al mismo tiempo entabló otro proceso por el que pidió a
cada miembro de la comunidad monástica que informara sobre su
observancia del voto de pobreza. Si cualquier pertenencia no
declarada saliese a la luz, el monje debía renunciar a ella
inmediatamente o abandonar el monasterio. Agustín había ordenado
a todos los monjes con la expresa condición de que entraban al
monasterio bajo las reglas vigentes. Tenía derecho a despojarles de
su condición clerical si no habían cumplido sus votos. Les había
informado de su política desde el principio, pero ahora se la repetía,
por una razón característica. No quería tentar a los hermanos a
mentir ni a fingir que no tenían propiedades para proteger su posición.
«No quiero tener monjes falsos aquí. Ya es bastante malo —¿quién
no lo sabe?— romper sus votos. Mucho peor es fingir que se
cumplen» (PL 39.1753).
Agustín fijó una fecha límite para presentar los informes y tomar las
decisiones y le prometió a la congregación que, después de la fecha,
haría públicos los resultados, pues el laicado tenía derecho a pedir
cuentas del monasterio que apoyaba con sus donativos. Cuando llegó
el día, revisó los informes en público, hombre por hombre (Sermón
256). En primer lugar, estaba feliz de poder decir que, después de
todo, no había hecho falta su intervención para zanjar el litigio de los
hijos de Januarius, pues éstos habían resuelto el problema por su
cuenta, repartiéndose la propiedad a partes iguales. Además, pudo
anunciar que ninguno de sus sacer-
—350—
dotes poseía bien alguno y que los diáconos, que no habían hecho su
declaración final de los bienes que sus familias guardaban en su
nombre, se estaban despojando de ellos, emancipando esclavos en
algunos casos, y en otros, dividiendo bienes conjuntos para poder
vender sus partes. Un ejemplo interesante de estos últimos es el del
sobrino de Agustín, llamado Patricio en honor de su abuelo (el padre
de Agustín). Patricio poseía algunas propiedades junto con sus
hermanas, las sobrinas de Agustín. Este insistió en que definiese cuál
era su parte de la propiedad, la vendiese y renunciase al producto de
la venta. Una vez completada la revisión de cuentas de la condición
de cada uno, Agustín aseguró estar satisfecho de la obediencia de
sus monjes. Pero si llegase a saber de alguno que se hurtase a la
norma, se le aplicaría la política original, y perdería su condición
clerical:
—351—
el tribunal para manejar los pleitos de propiedades e informando de
los resultados de sus investigaciones en cuanto dispuso de ellos.
Comparemos esto con la conducta del Vaticano cuando se vio
involucrado en los escándalos financieros del Banco Ambrosiano de
Milán (la ciudad donde el propio Ambrosio bautizó a Agustín). El
arzobispo Marcinkus y sus asistentes trasladaron su residencia al
Vaticano, para estar fuera del alcance de la ley italiana. El periódico
del Papa negó deudas que sin embargo el Vaticano pagó (250
millones de dólares), sin rendir cuentas a la feligresía del origen del
dinero. El Papa se entrevistó en privado con el presidente italiano en
el momento en que el escándalo era el tema más importante en las
relaciones entre el Vaticano y el gobierno italiano, pero negó
(increíblemente) que se hubiese tocado el tema. 10
O comparemos el trato que Agustín dispensó a Januarius, quien trató
de dar su dinero a la iglesia de Agustín, aunque de manera irregular,
con la protección del papa Juan Pablo II a su amigo, el sacerdote
polaco Michael Zembrzuski, cuya recolección de fondos para una
capilla de la Virgen en Nueva Jersey fue denunciada por los propios
investigadores del Papa. El Papa hizo caso omiso del informe,
encubrió el escándalo y mantuvo a Zembrzuski a salvo de la condena
pública." Se puede decir que el público no tiene derecho a saber
cosas que se definen con arreglo a la conciencia de sus superiores. A
Agustín esto le parecería intolerable. Él dijo que la rectitud de
conciencia no es suficiente. Eas autoridades de la Iglesia le deben a
sus miembros una reputación de honestidad.
—352—
aquellos que nos admiran no puedan ser confundidos por quienes
nos acusan» (PL 39.1574). Algunos clérigos modernos piensan que
cuidar la reputación supone encubrir defectos y errores. Para Agustín,
significa todo lo contrario: evitar la reputación de mentirosos que
protegen el vicio en nombre de la virtud.
La negación y la mentira respecto a escándalos sexuales en la Iglesia
es otro tipo de engaño que Agustín no aprobó como obispo. Cuando
se supo que uno de sus diáconos había acusado a uno de sus
sacerdotes de conducta homosexual, Agustín escribió una larga carta
a su congregación (no estaba allí, sino en un concilio en Cartago, por
lo que no pudo abordar el asunto en sus sermones, como era su
costumbre), pidiéndole que rezase por los clérigos suspendidos hasta
que se esclareciese la verdad de las acusaciones. Una vez más, hizo
un informe completo, en el que no negó que tales cosas pudiesen
ocurrir.
—353—
gustia de dos posibles resultados: o bien tener que ver una
Iglesia de Dios perder sus miembros por culpa de un hombre
que yo imprudentemente nombré obispo, o que (Dios no lo
quiera) se pierda la Iglesia completa tras el hombre mismo (ep.
209.10).
NOTAS
-354-
9. Las críticas a la cuestión del sexo (masculino-femenino), por
ejemplo, cuando Agustín dice que el texto de Mt. 21:5 se refiere
solamente a un animal, no a dos, pues Mateo está utilizando el
paralelismo de la poesía hebrea (PL 34.1 138-39).
10. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope
John Paul II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 460-462,492-493.
11. Ibíd., pp. 248-249,267-269, 335,339.
-355-
21
—357—
ma mimetismo) conduce a una concentración en el enemigo (o en su
sustituto) y se alivia con ella, en lo que tenga que ser destruido para
que la comunidad conserve la vida. A partir de entonces, el Estado se
hace guardián de la violencia que construyó su estructura al principio.
Dado que la paralización lograda mediante el odio se basa en el
contagio irracional del pánico, la trama y urdimbre de la vida social es
esencialmente una estructura de engaño, que comienza con el
amoengaño. Es por esto por lo que Jesús llama a Satanás el Príncipe
de este mundo, «el padre de la mentira» (Jn. 8:44), la encarnación de
todo el sistema de violencia.
Girard es un cristiano creyente, de hecho, un católico romano, con
quien yo acostumbraba ir a misa cuando ambos impartíamos clases
en la Johns Hopkins. Está claro que su antropología radical está de
acuerdo con la doctrina del pecado original. Es más, el pensamiento
de Girard es muy cercano al de Agustín, aunque raramente lo cita.
También Agustín sostiene que la Ciudad del Hombre se fundó sobre
el asesinato de Abel, y que vive por la violencia, en contraposición a
la Ciudad de Dios, que se fundó, y se sostiene, sobre el amor. 3 Este
reconocimiento del amor como un principio estructural está muy lejos
del insípido principio del bienhechor. Jesús acusa al mundo entero de
odios creativos y violencias arquitectónicas:
—358—
es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues,
misericordiosos, como también vuestro Padre es
misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no
condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada,
remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la
misma medida con que medís, os volverán a medir (Le. 6:27-
40).
•359-
o bien concuerdan con sus acusadores o se oponen a ellos utilizando
argumentos que se inspiran en los mismos principios de poder
invocados contra ellos. Sólo Jesús actúa sobre el principio de la
absoluta ausencia de resistencia a la violencia, lo que despoja al
sacrificio de toda motivación. Él presenta una inocencia reivindicada
para rebatir la convicción de culpa. Girard encuentra un precursor
profetice de Jesús en aquel Job que hace protesta de su propia
inocencia, que rehusa aceptar la lógica de sus «consoladores»
acusadores.
La afirmación más radical de Girard es que Jesús no es un sacrificio.
Su Padre no es alguien de cuyas agresiones haga falta librarse a
cambio de algo. Jesús no es un artículo de trueque en el sistema de
intercambio que el sacrificio establece; Dios no acepta víctimas.
Acompaña a las víctimas en contra de sus verdugos, con lo que
subvierte toda la lógica del aplacamiento. Los profetas de Israel se
habían acercado a la idea de que Dios no desea sacrificios, pero
Jesús transforma su vacilante cuestionamiento en la resuelta
confirmación de su irrelevanria. Esto se hace evidente en su
oposición a que todas las actividades del Templo girasen en torno al
sacrificio. Su «limpieza» del Templo no fue un ataque a los abusos
periféricos como el comercio de los mercaderes en el antepatio. El
está rechazando la validez del sacrificio como senda para llegar a
Dios, una visión del episodio que, según Raymond Brown, es la
misma que quiere transmitir el texto de Juan. 4 «No hagáis de la casa
de mi Padre casa de mercado» (Jn. 2:16). Se acabó el comercio de
víctimas.
Jesús promete destruir el Templo y levantarlo de nuevo, no el Templo
anterior, donde se realizaban los sacrificios. Su cuerpo resucitado es
el nuevo Templo, la presencia del Padre en Cristo y la presencia de
Cristo en el cuerpo de creyentes. Este Padre no es una figura distante
cuya ira tenga que ser desviada, a quien haya que acercarse
ritualmente, sólo temblando de miedo. Él viene a nosotros, en el
Cristo que nos incorpora como piedras vivientes a su Templo viviente.
Agustín señala la paradoja envuelta en el hecho de que Cristo se
llame sí mismo el camino hasta el Padre: «Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.» (Jn. 14:6). El
Padre ya está aquí cuando el camino está aquí, hablándonos:
«¿Adonde iremos sino a El? ¿Y cómo hemos de llegar sino a través
de El? Así, El va hacia sí mismo [a la verdad] a través de sí mismo [el
—360—
camino], y nosotros vamos a Él gracias a Él, y ambos —Él y
nosotros— llegamos al Padre.»5 El acercamiento a Dios no se logra
mediante ritos ni violencias, sino recibiendo el camino de Cristo.
Los pasajes cobran uno tras otro nueva intensidad cuando los
examinamos a través de la lente que nos propone Girard. Veamos las
famosas, intrincadas palabras de Juan 16:8-11:
—361—
reconciliación como de una armónica proeza de Dios. La fuerza de
Satanás es de una simplicidad terrible: el espíritu errante, sin
componente corporal, exige la inmolación de la carne en el altar de su
espíritu superior. El sistema de sacrificios, tal como en el trabajo de
Girard, es la disciplina del demonio, «oprimiendo la vida en aras de la
purificación por ritos y sacrificios que ofenden a Dios» (4.3.17). Pero
así como la Trinidad tiene una unidad mayor que el solitario y aislado
espíritu de Satanás, Jesús, como la persona con dos naturalezas,
humana y divina, lleva al hombre escindido en alma y cuerpo a la
unión armónica con Dios. Por eso Cristo pudo «hacerse nuestro
amigo en la fraternidad de la muerte cuando nuestro enemigo
alardeaba de estar sobre nosotros por no condescender y unirse a
nosotros en eso» (4.3.18).
El sistema de la verdad de Dios es un escape de todo el régimen de
falsas afirmaciones que atrapan a la humanidad en la violencia del
pecado. La verdad es una disciplina tanto moral como intelectual. Si
estamos incorporados en el Cristo que es la verdad, se hace evidente
el motivo de la preocupación de Agustín por la idea de una mentira
cristiana, un engaño eclesiástico. Pablo ha dicho que aquellos
incorporados en Cristo no deben hacer al cuerpo de Cristo cómplice
del pecado sexual:
— 362 —
Príncipe de este mundo, donde uno se impone por la oscuridad,
ocultando la realidad, borrándola (hasta donde se pueda). Esto no es
honrar la verdad que Cristo nos trae, que Cristo es, la verdad que Él
dice que nos hará libres (Jn. 8:32).
Los capítulos precedentes tratan sobre la conexión entre la sinceridad
cristiana y la verdad de Cristo. En el Nuevo Testamento, el Espíritu
representa el lazo entre ambos, cuando entra en los cristianos para
que hablen sin temor. Esta libertad de palabra es la parrhésia, que
literalmente significa «hablar todo» (pan-rhésia), no quedarse con
nada. En los textos cristianos, significa el habla de quien se hace
transparente para el mensaje transmitido, la verdad de las palabras
de Dios. No hay filtro de falsedad que se interponga entre el Espíritu y
la proclamación emitida por la boca del que habla. En los Hechos de
los Apóstoles se dice una y otra vez que los discípulos son abiertos
en el hablar.8 Esto significa a la vez libertad de palabra y palabra que
da libertad: «Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban
congregados tembló; y hablaban con denuedo (meta parrhésias), la
palabra de Dios» (Ac. 4:31). En el evangelio de san Juan, algunas
veces Jesús no habla con parrhésia, sino con señales y parábolas,
pues aún no ha terminado su misión (Jn. 10:24; 11:54; 16:25). Sin
embargo, cuando incorpora a los creyentes en su cuerpo por el poder
del Espíritu, «el Consolador vendrá, y mostrará la mentira del mundo»
(Jn. 16:8).
Eos padres primitivos de la Iglesia a menudo ponderaron el
significado de la parrhésia cristiana. La entendieron como la señal de
la libre comunicación con Dios que tuvo Adán y que luego perdió.
Orígenes dice que el candor desapareció cuando Adán, luego de
haber pecado, trató de esconderse de Dios, cual si una oscuridad
nublase ahora el libre trato con su creador.9 Metodio de Olimpia dijo
que Adán cubrió su cuerpo desnudo con pieles de animales del
mismo modo que cubrió la parrhésia de su mente con falsedades.10
Según Atanasio, Adán perdió el paraíso que era la contemplación de
Dios cuando perdió su «desvergonzada parrhésia».^ Pero en
Pentecostés, el Espíritu restauró en los miembros del cuerpo de
Cristo \3iparrhésia que Adán tuvo, el libre acceso a Dios que nos
impide escondernos de la verdad: «Acerquémonos, pues,
confiadamente (meta parrhesias), al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb 4:16). De
esta
—363—
forma tenemos una manera de probar la presencia del Espíritu.
Donde ella esté, hay parrhesia. ¿Qué nos dice esto de la Iglesia de
hoy?
¿Cómo sería una Iglesia que, al igual que Jesús, se hubiera disociado
de la violencia del sistema mundial de mentiras? Sería una víctima,
no un victimario como Satanás. Cuando Newman quiso referirse al
«escándalo» que provocaba Pío IX al confiar a las tropas francesas la
opresión de sus propios subditos romanos, dijo: «Cuando es
perseguido, está en el lugar que le corresponde, no cuando
persigue.»12 En otras palabras, toda la Iglesia sería esa señal
escatológica que Pablo VI restringió al celibato de los sacerdotes, una
vida proléptica en el reino de Dios (basileia) que, según dijo Jesús,
«está aquí entre vosotros» (Le. 17:21). 13
Sería una Iglesia llena del Espíritu que hablaría francamente del feliz
acceso a Dios. No levantaría frágiles barricadas contra la verdad
respecto a las actitudes pasadas de la Iglesia hacia los judíos. No se
apoyaría en el orgullo para reafirmar, contra toda evidencia, actitudes
pasadas respecto a la contracepción. No envolvería todo el tema del
sexo en la oscuridad que se creó cuando se consideraba a la mujer
un ser inferior y de sexualidad bestial. Volvería a la constelación de
libertades bautismales, a las múltiples declaraciones de
independencia, a la Epístola a los Gálatas 3:26-28:
—364—
No buscaría sustitutos para el Espíritu Santo convirtiendo al Papa en
el monarca de la Iglesia. No haría de María una emperatriz,
recurriendo a las imágenes del sistema violento del mundo. No
acallaría la voz libre del Espíritu en los corazones de los creyentes.
Si uno quiere saber todo lo que esa iglesia no sería, basta con mirar
al Concilio Vaticano I, donde se incubaron documentos de trabajo con
la intención de endosar por sorpresa una doctrina a los creyentes,
donde el Papa aplicó a hurtadillas una estrategia, defraudando a sus
propios seguidores al fingir que el Concilio no fue convocado para
cumplir su voluntad. No suprimiría la libertad de expresión
escondiendo sus debates tras un velo de silencio, ahogando la voz de
la conciencia de los obispos convocados, y modificando en secreto
sus decretos antes de la votación final. En ese Concilio no sólo se
excluyó a los fíeles, a los críticos, a los inquisitivos. También se
excluyó al Espíritu. Ninguna de las características distintivas del
Concilio —el secretismo, la coacción, el engaño— es característica
del Espíritu. Se restauró el viejo sistema del sacrificio, el que Cristo
abolió en la cruz: con la salvedad de que aquí los creyentes fueron
sacrificados a un ídolo, el papado. Pío IX no representó al que todo-
lo-habla (parrhesia) sino al no-habla (ou-rhesia), al sometimiento
ciego, en vez de la liberación en la Luz, la Luz que ilumina a todo el
que viene al mundo (Jn. 1:9).
Agustín dijo que Cristo es el camino a la verdad y es la verdad. Toda
verdad lleva a Él. Sólo la falsedad cierra el camino que El es. «Vamos
a Él a través de Él.» Es por eso por lo que, a su modo de ver, la
mentira de la Iglesia era la peor mentira: el uso de la falsedad para
proclamar la verdad. Habría dicho que el nuevo pecado pontificio, el
del engaño, es peor que los viejos pecados más intensos, como la
avaricia material, la ambición soberbia o el libertinaje sexual. Es un
pecado espiritual, un impedimento interno para el acceso del Espíritu
al alma. Es un acto frío, al que se llega a través de cuidadosas
maniobras y manipulaciones, una ceguera calculada, que cierra la
mente a la Luz.
Pero ¿dónde puede encontrarse esta Iglesia del Espíritu?
Ciertamente no en alguna pureza imaginaria del pasado. No hay
viejos buenos tiempos de la fe, distintos de los que hoy tenemos.
Hubo traición y amargura en el choque entre Pablo y Pedro, Pedro y
Pablo, como en la traición de ambos ante Nerón. Entonces, ¿dón-
—365—
de está la Iglesia de Pentecostés, aquel original festín de multicul-
turalismo multilingüe? Está en cualquier parte donde el Espíritu
infunda libertad en una comunidad cristiana, donde actúen los
conciliadores, donde la hermana Prejean le diga a la gente que la
pena capital es una venganza y no una acción cristiana, donde Daniel
Berrigan se ocupe de los enfermos de sida, donde la gente se una
para ayudar a los desamparados, donde Philip Berrigan nos recuerde
que nadie tiene derecho a construir armas que puedan destruir el
mundo.
Cuando Juan Bautista preguntó si el reino de Dios había llegado, la
respuesta de Jesús fue sencilla: «A los pobres es anunciado el
Evangelio» (Mt. 11:5). En un tiempo en que se nos dice que los
católicos son menos fieles a sus creencias que en el pasado, en las
iglesias universitarias que conozco hay gente joven más dispuesta de
lo que estábamos mis amigos y yo a su edad a trabajar en comedores
populares o en las barriadas. El Espíritu está en ellos. No necesita
autorización del Vaticano para repetir en los barrios, en los guetos y
en las chabolas la señal que recibió Juan Bautista.
No creo que mi Iglesia tenga el monopolio de un Espíritu que respira
donde Él quiere, en cada secta y denominación cristiana. De hecho,
Él respira en toda vida religiosa, allí donde se atienda a la llamada
divina, entre judíos y budistas, musulmanes y otros. Pero nosotros los
cristianos creemos que Él tiene un papel especial que cumplir en la
misión de Cristo en nosotros. Indignos como somos. El nos llama.
Incluso llama al Vaticano. Todos los cristianos tenemos que
responder a su llamada. También los papas.
NOTAS
-366-
do al inglés por Stephen Bann y Michael Metteer, Stanford University
Press, 1987.
2. Rene Girard, Job, the Victim of His People, Stanford University
Press, 1987, p. 148. La traducción francesa con la que Girard ha
trabajado no hace mucho honor al juego de palabras típicamente
griego sobre uno y muchos, al que alude mi versión. Así pues, el texto
se acerca aún más al pensamiento de Girard, que hace hincapié en la
necesidad de unanimidad en el acto de violencia social.
3. Agustín, La ciudad de Dios 14.28.15.5, 8.
4. Raymond Brown, The Gospel According to John, I-XII (AB 1966), p.
122, [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.]
Girard admite que en la Epístola a los hebreos no se refleja la
oposición a los sacrificios, pero por lo visto esta carta se escribió
antes de la destrucción del templo y refleja la actitud de los cristianos
separatistas de los años 60 d.C.; véase Raymond Brown, An
Introduction to the New Testament (AB 1966), pp. 691-703. Sobre el
análisis de las diferencias entre el enfoque antisacrificios de Girard y
las opiniones anteriores prosacrificios, véase Raymond Schwager,
«Christ's Death and the Prophetic Critique of Sacrifice», Semeia 33
(1985), pp. 109-123. El sacerdocio de Cristo en la Epístola a los
hebreos es el fin del sacerdocio de los sacrificios.
5. San Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 69.2.
6. Brown, op. cit.,.p. 711, respecto a los problemas de los
comentaristas con este pasaje, empezando por el significado de
elenchein (exponer la mentira).
7. Agustín, Analysis of Some Theses in the Letter to the Romans 48,
texto en Paula Fredriksen Landes, Augustine on Romans, Scholars
Press 1982,p.19.
8. Hechos de los Apóstoles 2:29, 4:13, 4:29, 4:31, 9:27, 9:29,13:46,
14:3,18:26,19:8,26:16,28:31.
9. Orígenes, On the Oration 23.4, citado en G. J. M. Bartelink,
«Quelques observations sur parrhesia dans la littérature paléo-
chrétienne», en Graecitas et Latinitas Christianorum Primaeva,
Supplementa III, Dekker & Van de Vegt, 1970, p. 20.
10. Metodio de Olimpia, De la resurrección 225.3.
11. Atanasio, Contra los fáganos 2 (PG 25.8).
12. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry
Newman, Oxford University Press, 1978,25.217.
13. Para esta traducción de entos hymón, véase Joseph A. Fitzmyer,
The Gospel According to Luke X-XXIV(AS 1983), pp. 1.161-1.162. [El
Evangelio según Lucas, traducido por Dionisio Mínguez Fernández,
Ediciones Cristiandad, 1986.]
—367—
Abreviaturas de obras citadas
-369-
Agradecimientos
Doy las gracias a James Carroll y Eugene Kennedy por haber leído el
manuscrito entero y haberme hecho sugerencias valiosas. Varios
especialistas me prestaron su ayuda respecto a temas concretos: Peter
Hayes sobre el Holocausto, Peter Brown y James 0'Donnell sobre los
apartados relativos a san Agustín, y Silvia Demarest sobre los
sacerdotes pedófilos. Mi agente Andrew Wylie y mi editor Trace
Murphy desempeñaron sus funciones esenciales con gran
profesionalidad. Los miembros del Sheil Center en la Universidad del
Noroeste me proporcionan información e inspiración constantes sobre
el Cristo que está en ellos. Dedico este libro al sacerdote concienzudo
que obró el efecto más profundo en mi vida.
Indice analítico
Dante, 9
deicidio borradores del Concilio sobre la cuestión del, 35-36
declaraciones de la Iglesia sobre los judíos y, 29-38 perspectiva
teológica sobre, 33
Desbuqois, Gustave, 43,48
Dionisio de Alejandría, 133
Dios, 312-313. Véase también Cristo; Espíritu Santo; Jesús como
camino a, 359-361 la imposibilidad de conocer a, 320
discípulos. Véase también apóstoles María como uno de los, 257
Divina Comedia, La (Dante), 9
divorcio, 204-205
doce, simbolismo de los, 187,188 doctrina de la Iglesia desarrollo de
la, 316-317 honestidad intelectual de la, 12-19,225,352-354
transmisión de la, por los sacerdotes, 12-15 y el laicado, 11-13 y la
sumisión al Papa, 15-18
Dóllinger, Ignatz von, 278, 282, 283,306-307
Donum Vitae (El don de la vida), 225
Doyle, Thomas, 217-218
Dupanloup, cardenal. 289,297,303
Iglesia
colaboradores nazis en la, 25-26; definición de la, 27-28; del
Espíritu, 364-366; divisiones en la, 328-322 doctrina. Véase doctrina
de la Iglesia; historia de la, 138-139,160-164; influencia romana en
la, 160-161,330-332 misoginia en la, 139-140 ordenación de
sacerdotes en la 184-186; relaciones entre la ciencia y la, 26-29,93-
94
Iglesia y los homosexuales. La (Mc-Neill), 233
Iglesias norteamericanas, Escasez de sacerdotes en, 181-182
Ignacio de Antioquía sobre la Eucaristía, 168
ignorancia cultivada, 18
Inglaterra científicos del siglo xix en, 281; y el decreto papal de
infalibilidad, 301
Inmaculada Concepción, 250; como dogma infalible, 252-255: Tomás
de Aquino y la falsedad de la, 250; y la infalibilidad papal, 318
incesto y aborto, 264-265
indulgencias, 206
infalibilidad papal, 244, 255, 283-284 alcance de la, 296 declaración del
Concilio del Vaticano sobre la, 295-305; John Henry Newman sobre
la, 314-322; oposición de lord Acton a la, 297-298, 300-302, 303-
307 Pío IX y el decreto sobre la, 293- 307
Inocencio II, Papa, 160
inseminación artificial, 225
ínter Insigniores, 125-128, 150
Januarius, caso de, 349-350
Jerónimo, san correspondencia de, con Agustín, 333,339-341 sobre el
conflicto de Antioquía, 327-328, 332
Jesús. Véase también Cristo genealogía de, 348: no un sacrificio, 359-
362; relaciones de, con María, 245-247; sobre el amor, 358-359;
sobre los eunucos, 151-153; y las mujeres, 134-137,140-141
José, padre de Jesús, 348
Juan Pablo II, papa devoción a María de, 121, 251,255; Familiaris
Consortio, 117-121 papel de, en la canonización de Maximiliam
Kolbe, 77-80; protección de Michael Zembrzuski por, 352; sobre la
contracepción, 116-117, 118; sobre la masturbación, 224-225; sobre
la mujer como sacerdote, 128: sobre los judíos como deicidas, 30;
sobre María como intercesora, 246; visita a Estados Unidos de, 125
Juan XXIII, papa, declaración sobre los judíos de, 33-35
judíos. Véase también antisemitismo; holocausto y antisemitismo
versus antijudaísmo, 23-24; actitud del Vaticano hacia los, 41-53;
actitud de Pío IX hacia el, 53-59, acusación de deicidio contra los,
30-38 como raza maldita, 29-30 perspectiva teológica sobre los, 33 y
bolchevismo, 47-48, y EdithStein.61-75; y la contracepción, 93; y la
menstruación, 121
Junia, 126,137
Juvenal, 130
Kamel,Raphael, 211
Kane, Theresa, 125
Kennedy, Sheila Rauch, 205
Kingsley, Charles, 309-312
Klein, Charlotte, 31 Kleinman, Ronald, 73
Knaus, Hermann, 96
Kolbe, Maximilian, 77-80
Koop, obispo, 147
Kos.Rudolph.212-218
Magníficat, 256-258
maldición divina, 32
manos, imposición de, 188
María, virgen, 243-259 como discípulo, 257; como intercesora, 246;
como sustituto del Espíritu Santo. 245,249-250,258-259; devoción
a, entre la jerarquía de la Iglesia, 244; devoción de Juan Pablo II a,
121, 255; devoción de Pío IX a, 251-255 en el evangelio de Lucas,
256-257, historia de la adoración a, 248-251; Inmaculada
Concepción de, 250,;252-255 papel de, en la Iglesia primitiva, 245-
248; relación con Jesús de, 245-247; trato de, en los evangelios,
245-247,256-258; uso de, por el papado, 258, uso político de, 255, y
el celibato, 243, y el Magnificat, 256-258; y el nacimiento virginal,
248-249
Martina, Giacomo, 286,295,296
mártires, 66, 67-68, 75n
matrimonio de los sacerdotes, 11, 147-158, 175-176,233; de los
sacerdotes con la Iglesia, 126-127; esquema, 100-102; sacramento
del, 202-203; San Pablo sobre, 154-156; validez del, según san
Agustín,199-203; y anulaciones, 204-205; y los apóstoles, 150; y
sexo, 111,117-121
masturbación, 222,223-225
McNeill,John,233-234
medios de comunicación, resentimiento de la Iglesia con los, 218,221
Meeks,Wayne, 136
menstruación, 121,132-133
mentira. Véase también verdad como pecado espiritual, 337-338;
doctrina de san Agustín sobre la, 334-340; e intención, 335-336;
método del ritmo, 97, 107-108,110,118,120
Miglini, caso de los, 209-212,220-221
misoginia, 128-134 en la Iglesia, 139-140 y Aristóteles, 129 y la opinión
clásica de la mujer,128-132 y la pureza ritual de la mujer, 131-134
modernidad y el Movimiento de Oxford, 310 y Pío IX, 53-59, 251-253,
284-
289 monjas, escasez de, 182
Montalembert, Charles de, 286
moral de los sacerdotes, 183
Mortara, Edgardo, 54-58
MountCashel,218
Movimiento de Oxford, 310
mujer, la argumentos para la exclusión de, 126-134; Aristóteles
respecto a, 129; asistiendo a Jesús, 141; Atanasio respecto a, 163;
carta sobre el estatus de, de los obispos norteamericanos, 194;
como impura, 128,131-134, como ser inferior, 128-132 derecho al
aborto, 263-264 en el Nuevo Testamento, 134-141; en los
Evangelios, 139-142 exclusión de, del sacerdocio, 11,125-142; In
ter Insigniores, 125-128; Juan Pablo II respecto a, 194;Sacerdotalis
Ordinatio, 128; sexualidad de, 130-132; y el ejemplo de la Virgen
María, 243-244; y Jesús, 134-137; y la misoginia, 139-140 Murphy,
padre, 113,148 Mussolini, relaciones entre el Vaticano y, 46, 59n
sacerdocio
ausencia de, en la Iglesia primitiva, 136; conspiración de silencio
alrededor de, 239-240; exclusión de las mujeres del, 125-142, gay.
Véase sacerdotes homosexuales Nuevo Testamento sobre,
131,134,
Sacerdotalis Caelibatus, 149-152
Sacerdotalis Ordinatio, 128
sacerdotes. Véase también sacerdocio. abuso sexual por, 209-222;
actividad sexual de los, 222,229, 240; activos heterosexualmente,
240; ascetismo de los, 173-175 autoridad moral de los, vs. los
ascetas, 161-163; celibato de los. Véase celibato, sacerdotal
elección de los, por las comunidades primitivas, 184-186, escasez
de, 182, estado marital de los, 11, 147-158,175,233, mandato a los,
sobre la contracepción, 94-95, matrimonio de los, con la Iglesia,
126-127, moral de los, 182-183, «nueva raza» de, 183, ordenación
de los, 184-188, separación del, de la comunidad, 164-165,175-177,
transmisión de la doctrina de la Iglesia por los, 12-15, y el poder de
consagrar, 164-171,
sacerdotes gay, Véase sacerdotes homosexuales
sacerdotes homosexuales, 13-15, 222.223,226,229-240 actividad
sexual de los, 229 cantidad en aumento de, 231, 232-233
percepción pública de los, 238-240 y moralidad de la
homosexualidad, 233 y voto de celibato, 233, 238
sacramento de matrimonio, 202-203 de penitencia, 205-206 sacrificio,
357-362
Sanger, Margaret, 95 santidad, 67-68, 75n santuario, separación del,
165
Satanás, 358-359, 360-361
Scroggs, Robín, 234,236-238
seminarios, ambiente en los, 231
seminaristas, rasgos de los, 229-231
separatistas, 328-332
sexo, 109,111-112. Véase también celibato; contracepción actitudes
históricas hacia el, 91-92,93,103n; e inseminación artificial, 225;
integridad del acto en el, 97; Juan Pablo II como experto en, 117-
121; propuesta del Concilio Vaticano II sobre, 99-102; y
masturbación, 222,223-225; y matrimonio, 117-121, 199-202;
sexualidad femenina, 130-132;
Shannon, Michael, 73 sida,225,230
Sipe, Richard, 221,230,239-240
Sobre la mentira (Agustín), 346-347;
Sorano, 130
Stein,Edith,61-75 canonización de, 72-74; como mártir, 67-72; como
víctima católica del holocausto, 74; herencia judía de, 64-65;
milagro atribuido a, 72-74; objeciones judías a la santidad de, 61-62;
proceso de beatificación de, 66-72; sobre la empatia, 63-64; vida
de, 62-66
sucesión apostólica, 185-192
Suchecky, Bernard, 44
Suenens, cardenal, 111
Taylor, Myron, 83
Tertuliano, 130
Theiner, Augustin, 282, 298
Time Has Come, The (Rock), 98
Tratado de Letrán, 46
Trinidad, como una economía de la verdad,313
Prólogo .............................................. 9
I DESHONESTIDADES
HISTÓRICAS
II
DESHONESTIDADES DOCTRINAEES
III
EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD
IV
EL ESPLENDOR DE LA VERDAD
MUJERES EN EL ALTAR
LAVINIA BYRNE
Lavinia Byrne
EL DESCONCIERTO DE LA EDUCACIÓN
SALVADOR CARDÚS