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CAPÍTULO 19
ANÁLISIS DEL SENTIDO DE LA ACCIÓN:
EL TRASFONDO DE LA INTENCIONALIDAD
Fernando J. García Selgas
En el fundamento de la creencia bien fundamentada
yace la creencia no fundamentada (253).
Es decir, el que en la práctica no se pongan en duda
ciertas cosas pertenece a la lógica de nuestras
investigaciones científicas (342).
Pero no se trata de que no podamos investigarlo todo
y que, por lo mismo, nos debamos conformar
forzosamente con la suposición. Si quiero que la
puerta se abra, los goznes deben mantenerse firmes
(343) (Wittgenstein, 1988).
del sentido de la acción y los goznes que han de ser revisados para asentar su comprensión y
explicación científicas. Veamos las aclaraciones.
a) Al hablar del sentido de una acción me refiero tanto a una entidad semántica (sentido =
significado, carácter simbólico, capacidad de representación), como a una entidad de la geometría
del deseo (sentido = orientación, dirección de marcha, relación a un fin apuntado, etc.). Con ello es
evidente que doy más relevancia a la carga simbólico-representativa de las acciones de lo que el
mismo Weber hacía que, por tanto, la intención constitutiva de sentido ha de ser entendida en un
sentido más amplio como intencionalidad.
b) Es cierto que la intención, junto a la percepción, es la forma biológicamente primaria de
la relación intencional entre el organismo y el entorno, y que la intención es componente básico de
la acción. Pero también es cierto que es sólo uno de los posibles estados intencionales que
tenemos y que pueden entrar en la acción. Otros son las creencias, los deseos, los miedos, etc.
Por ello aunque a la hora de aclarar el sentido de una acción haya que tener muy en cuenta la
intención del agente, también hay que considerar otros estados intencionales como los
anteriormente referidos.
Todos ellos son estados caracterizados por dirigirse a, o apuntar a, algún estado de cosas
en el mundo: sólo tenemos deseo si lo es de algo, sólo creemos si creemos algo, sólo intentamos
si intentamos hacer que algo suceda, etc. La intencionalidad de estos actos consiste en esta
directividad que aparece como un contenido representacional o simbólico, que se denomina
contenido intencional, y que funciona en tanto en cuanto determina un conjunto de condiciones que
deberían cumplirse para que el estado se satisfaga (determina las condiciones de satisfacción,
esto es, lo que debería darse para que la creencia se confirme, el deseo se cumpla, etc.). De estas
puntualizaciones hechas siguiendo a J. Searle (1983: 1-22), se extrae no sólo la centralidad
operativa que adquieren las condiciones de satisfacción para configurar y comprender estados
intencionales, sino también el que todo acontecimiento cargado de algún estado intencional
conlleve necesariamente un elemento simbólico-representacional.
La centralidad de la intencionalidad, y de la carga representacional, se consolida cuando
recordamos el hecho de que decir y hacer constituyen una unidad funcional ubicada en el cruce de
un campo cultural y un espacio intencional. El sentido de la acción depende en gran medida de lo
que los agentes dicen sobre ella: la narratividad es un elemento constitutivo de las acciones
humanas. El significado de las palabras viene determinado por el curso de acción en que se
inscriben, mientras que interpretamos las narraciones por su similitud a la vida. En palabras de J.
Bruner (1991: 32-34), el objeto de análisis ha de ser la acción situada: situada en un escenario
cultural y en los estadios intencionales mutuamente interactuantes de los participantes (entre
quienes se encuentran las investigadoras).
c) La centralidad que estamos otorgando a la intencionalidad no puede llevarnos al error
subjetivista de dar por establecida y preconstituida la subjetividad, olvidando su conformación
práctica y dinámica. Tampoco podemos caer en el error contrario de retirarnos al código, a la
estructura o al marco de significados, olvidando la capacidad de los individuos como agentes.
Rechazar ambas unilateralidades exige ampliar nuestro mapa de la intervención “mental” o
simbólica de los agentes individuales, de modo que entre, bajo o sobre la conciencia y el
inconsciente sepamos ubicar el conocimiento o sentido práctico. Este va a ser un factor
fundamental para nuestra propuesta metodológica.
Es patente, gracias a los diversos estructuralismos, que no podemos reducir la
participación cognitiva de los agentes a lo que discursivamente son capaces de explicitar (esto es,
a intenciones y razones), pues como el burgués de Molière sabemos hablar en prosa antes de que
se nos explique que así lo hacemos. Pero también parece claro que tal capacidad no se entiende
ni se explica con sólo referirnos al inconsciente o a estructuras abstractas. Hay un conocimiento
práctico, un know.how, un sentido de lo que se pude o de lo que hay que hacer, que es medular en
la configuración material y simbólica de las acciones, así como su comprensión científica, y es un
conocimiento que portan y poseen esos sujetos históricamente en construcción.
No vamos a dejarnos apresar por el dilema de tener que elegir entre un sentido que
termina por ser producido en los más recónditos lugares del inconsciente subjetivo y una semiosis
que una cultura produce sobre los códigos compartidos. En línea con el movimiento anterior vamos
desde ahora el espejismo que pueda generarse porque sigamos el hilo de la conformación
“subjetiva” o intencionalidad del sentido, ya que al final nos encontraremos situados en su
constitución histórica, social y práctica.
En resumen, el conjunto de las aclaraciones hechas tiene tres implicaciones inmediatas: la
primera es romper metodológicamente las dicotomías entre intención y convención, entre acción y
situación, etc.; la segunda es variar nuestra concepción ontológica de modo que, contrariamente a
las tendencias subjetivistas y las objetivistas, consideremos la acción como una realidad procesual
y dual que se asienta en la existencia de unos agentes capaces de participar materialmente en el
juego-de-sentido correspondiente; y la tercera es tener que aclarar el trasfondo que soporta
genéticamente esos marcos de sentido y su interrelación. Siguiendo el hilo del marco intencional,
vamos a centrarnos en esta última tarea, aunque no dejaremos de mirar a las otras dos.
el lecho de unas capacidades mentales y prácticas: una red asentada en y entrelazada con un
trasfondo de la intencionalidad.
Aunque para determinar las condiciones de satisfacción de cualquier estado intencional
intentáramos hacer una lista de todas las creencias y demás estados intencionales que debe haber
en la red para que el contenido intencional de aquel estado determine sus condiciones de
satisfacción no podríamos finalizar nunca. Y no podríamos por las siguientes razones: porque
muchas son inconscientes, porque los estados de la red no están todos individualizados y porque
muchos son tan fundamentales que una y otra vez pasan desapercibidos. Incluso en el supuesto
de que lográramos completar esa lista nos encontraríamos con que el contenido de la
intencionalidad, particular o en una red, no es nunca autointepretable, es siempre susceptible de
aplicaciones diferentes. El funcionamiento de todo el conjunto de estados intencionales, que hace
posible a cada uno de los estados particulares, requiere la existencia de unas capacidades básicas
que nos habilitan para estar en, aplicar y comprender estados intencionales. Por ejemplo, para
pensar en ir a votar en las elecciones generales he de tener la creencia, entre otros estados
intencionales, de que las mesas y las cajas ofrecen resistencia al tacto. Y esta creencia no es algo
inconsciente, sino algo que yace en mi práctica diaria. Se manifiesta en el hecho de que escribo
sobre una mesa, pongo libros sobre una mesa, guardo cosas en una caja, etc., (Searle, 1983:
142).
Un caso argumental más básico aún es el de la comprensión del sentido literal de una
oración, que no puede ser lograda si sólo nos basamos en el significado de las palabras y en las
reglas de composición de la oración. Y no se puede lograr porque las condiciones de satisfacción
de la oración (las condiciones de verdad si es un enunciado) se determinan atendiendo a
diferentes presuposiciones del marco o trasfondo. Por ejemplo pensemos en como la aparición de
la palabra cortar, con el mismo significado literal y en una interpretación normal, se interpreta de
manera diferente en diferentes oraciones tales como: José corta el césped, José corta la tarta,
José corta la tela, José cortó el tablero, José se ha cortado el dedo.
— Ya le dije que no andara jugando con esas cosas (dice su madre).
— ¿A qué tipo de cosas se refiere?, ¿qué hay de común entre esas acciones que las
diferencia de abrir una puerta, romperse un brazo, separa el trigo de la paja, etc.?,
¿por qué no podemos hablar de cortar la casa, cortar la montaña o abrir el césped?
La única forma de dar una respuesta consistente a éstas y otras preguntas y casos
semejantes (pensemos, p. ej., en la comprensión de expresiones metafóricas como una cálida
bienvenida, un argumento sólido, etc.) es afirmar, con Searle5 que las diferentes interpretaciones
de una misma expresión cuyo significado literal se mantiene constante, vienen fijadas por un
trasfondo de capacidades humanas, un trasfondo de habilidades para realizar ciertas prácticas, de
know-how, de formas de actuación, etc., sobre el que se realiza la interpretación correcta, esto es,
la comprensión.
Otro tipo de casos que también recuerda Searle es el que constituye la realización de
acciones regladas o actualización de habilidades adquiridas al seguir reglas (o representaciones)
explícitas, tales como esquiar, jugar al baloncesto o conducir. En estos casos, desde el momento
en que la esquiadora, la conductora o el jugador de baloncesto es cada vez mejor, alcanza un
punto en que ya no necesita recordarse a sí misma las instrucciones o las reglas con que aprendió.
Y no porque éstas se hayan internalizado, o porque se las rememore silenciada o
inconscientemente, sino porque ya no se las necesita: han sido relegadas por la conformación de
una destreza (de esquiar, conducir o jugar al baloncesto) tan perfeccionada que incluso puede ir
contra las reglas preliminares con objeto de ajustarse a las exigencias externas. La experta es
flexible y responde de manera diferente ante condiciones diferentes, mientras que la principiante es
inflexible. Searle (1983: 150) afirma aquí algo que nos parece especialmente importante:
(…) las experiencias repetidas crean capacidades físicas, presumiblemente realizadas en sendas
neuronales, que simplemente hacen irrelevantes a las reglas. “La práctica hace la perfección” no
porque la práctica resulte en una memorización perfecta de las reglas, sino porque la práctica
repetida permite que el cuerpo se haga cargo y las reglas retrocedan hacia el trasfondo.
La aportación más inmediata que hace este tipo de casos a nuestra argumentación está en
el hecho de que, incluso en aquellas acciones en que el componente intencional ha funcionado
1991: 54-69), a la vez que teje el hilo de la acción y de la intencionalidad humanas, media
constitutivamente entre el mundo canónico de la cultura y el mundo idiosincrásico de las creencias,
de los deseos y las esperanzas. Por otro lado, la relación interna y mutuamente constitutiva entre
la configuración de los procesos y medios de identidad y la estructuración de la narratividad ya
empieza a apuntar el modo en que aquéllos pueden configurar los marcos de sentido de la acción.
Tales modos se ven más claros todavía si nos fijamos en el sentido normativo o de
orientación de las acciones, y si atendemos a las características de la identidad.
1. Los fines y valores que el agente persigue y dan sentido (incluso causa según algunos) a
sus acciones son fines/valores sostenidos por una forma de vida. Son valores que
subyacen a una forma de vida mediante su incorporación constitutiva en nuestra
identidad y en el marco público de orientación y valoración. Lo que se diferencia del resto
y cobra con ello significatividad y lo que es importante y merece por ello perseguirse es
aquello que está (socialmente) investido de interés y que resulta interesante para el
agente. Interés, diferenciación y significatividad. Acontecimientos que resultan de vida o
muerte en una cultura y desencadenan toda una serie de acciones que con ello cobran
sentido pueden parecer o resultar irrelevantes o indiferentes para alguien que no tenga,
por ejemplo, el mantenimiento del honor como un principio rector de su identidad pública
(masculina) y no se sitúe como participante del juego del honor11.
2. Los procesos de identidad, tales como el mantenimiento de una unidad o contigüidad, de
un ser lo mismo (identidad e identificación; identidad y diferencia), tienen que pernear
todos los componentes fundamentales que posibilitan el sentido y el significado, pues es
generalizado el reconocimiento científico de que éstos se apoyan en esos mismos
elementos (mismidad, regla, contraposición, diferencia, etc.).
Mostrada la confluencia de las bases posibilitantes del sentido y de los procesos de
identidad, conviene aclarar ahora el concepto mismo de identidad y su historicidad. Hay que
recordar, en primer lugar, que el proceso de individuación y caracterización que supone la
identidad (identidad e identificación) tiene una cara o ámbito social y otro personal, que están
estrechamente interconectados. El aspecto de la identidad social o colectiva, con todas sus
concreciones en la pertenencia a un grupo, a una nación, a una etnia, etc., es claramente
fundamental en la (re)producción de marcos de sentido: lo que tiene sentido hacer, lo que debe ser
hecho, etc. Pero dado que aquí estamos siguiendo el hilo de la intencionalidad del agente parece
más oportuno mostrar la cara personal de la identidad: mostrar la auto-identidad (self-identity). Ello
no quita que los elementos que vamos a utilizar para aclarar su concepto (narratividad, reflexividad,
asiento del sentido/moral, ubicación material o corporeizada) también pueden extenderse a la cara
social de la identidad, del mismo modo que de ambas se ha de predicar el carácter histórico.
Hemos visto que el carácter histórico era, junto a la organización narrativa, uno de los
rasgos ligados al trasfondo, y que ambos son básicos en la constitución de la auto-identidad. Ésta
viene a ser la construcción histórico política de una subjetividad y particularmente de un interlocutor
interior del sujeto, esto es, de un self, un me. Es una construcción histórica que ha pasado por
momentos claramente diferentes, en los que han predominado tecnologías diversas. Así en el
mundo occidental, podemos recordar los siguientes momentos: el predominio griego del conócete
a ti mismo (ligado al cuídate a ti mismo); el mandato monástico y cristiano de confiesa tus pecados;
el cogito cartesiano de la modernidad clásica; o el actual diván de la psicoanalista. Ello nos sitúa
ante el artefacto actual de una subjetividad articulada a partir del discurso del sexo (placer y
reproducción; poder, cuerpo y genética) y con el predominio de las tecnologías de la circulación de
información (cibernética) y de la manipulación de los organismos (genética e inmunología)12.
La variación histórica, además de al proceso mismo de construcción de la identidad, ha
afectado a la conceptuación de ese self o me reflexivo que la concreta. Reduciéndonos a nuestro
siglo vemos que esa concepción ha sido, consecutivamente, esencialista (el yo conceptual
auténtico y la introspección o posteriormente el diálogo terapéutico), operacional (el yo “me” como
aquello que miden las pruebas de autoconcepto, aspiraciones, etc.), distributivo-racionalista (el yo
como producto de las situaciones en las que opera, producto del operar reflexivamente y
racionalmente), y distributivo-narrativa (el yo como acción, contenido y forma de una narración
continua interna también externa) (Brunner, 1991: 102-115). Nosotros adoptaremos esta última
concepción, y no tanto porque sea la última y la más vigente actualmente, cuanto porque la idea de
un proceso de conformación de la auto-identidad que en gran medida consiste en la auto-re-
producción de los esquemas conductuales y significativos de una cultura, es una idea que confluye
con la posible concreción del trasfondo en los proceso de identidad.
¿Qué podemos decir hoy de la naturaleza y la concepción de la auto-identidad? De
entrada ya tenemos unos elementos característicos como la corporeización de placeres, genes y
códigos, la reflexividad y la narratividad. Utilizando el análisis de A. Giddens (1991) encontraríamos
que sólo faltarían dos rasgos básicos adicionales: uno es que la unidad o mismidad que la
identidad implica es la unidad a través del espacio-tiempo, la contigüidad de pasado, presente y
futuro, mediante el mantenimiento de una narrativa particular; el otro es que esta contigüidad
conlleva una ordenamiento y posicionamiento ante al vida, ya que, a pesar de la mediación y
secuestro que ejercen los sistemas institucionales, conlleva elegir entre diferentes narraciones
posibles, y ello es un posicionamiento moral y político, que en última instancia afecta a que la vida
personal tenga más o menos sentido.
La conformación de la identidad aparece así como un proceso constructivo, narrativo y
político, realizado mediante la interpretación reflexiva que el agente hace de su propia biografía y
con la que viene a sostener marcos generales de sentido. En concreto, ese proceso, impulsado por
las tecnologías prevalecientes, vendría a permitir que la constitución de la subjetividad diera y
comunicara continuidad biográfica a sus quehaceres; que mantuviera la muy primaria concha
protectiva ante las amenazas cotidianas a su integridad; y que valorara como fiable y significativa
su propia identidad. A ello sólo nos quedaría añadir el reconocimiento de que el cuerpo no es un
elemento ajeno o adicional a este proceso, sino que, como sistema de acción y posicionamiento en
la práctica cotidiana que es, juega un papel fundamental en el sostenimiento de un sentido
coherente de auto-identidad y de identidad social. Recordemos el papel que a este respecto juegan
la apariencia corporal, incluido el adorno y el vestido, el porte y las maneras, la sensualidad o los
regímenes a que se someta el cuerpo. La anorexia y la sobrealimentación compulsiva son en parte
resultado de la necesidad de los individuos de mantener una auto-identidad.
A pesar de éstas y otras clarificaciones que se pueden hacer, una y otra vez vuelve la idea
de que quizá hoy “identidad”, más que una categoría capaz de captar la manifestación del
trasfondo de sentido, sea un residuo conceptual problemático que retiene dos fantasmagorías
dañinas: el intelectualismo o culturalismo de situar la identidad personal en última instancia en una
especie de diálogo interno, que reintroduce la dicotomía naturaleza-cultura; y la idea de la unicidad,
que desplaza el patente fraccionamiento y contradicción de los sujetos actuales. Algunas
feministas han ayudado a ver tales problemas cuando han puesto de manifiesto las limitaciones
narrativas, las imposiciones discursivas y el olvido de la práctica a que conduce la teoría y la
práctica psicoanalítica en su afán de consolidar y clarificar ese marco constante de significado
básico y de posición en el universo simbólico que sería la identidad (especialmente la identidad
masculina, blanca y de clase media). Y si el diván no da asiento a la identidad, las biotecnologías y
la cibernética abren la posibilidad de sujetos, agentes y espacios no isomórficos, afines y parciales,
no idénticos ni totales (de Lauretis, 1984: 162-167; Haraway, 1991: 188-196).
Es más, quizá la única posibilidad de retener la utilidad de la identidad como manifestación
y medio de concreción del trasfondo sea tomar su actual conceptualización distributivo-narrativa y
ligarla a otras manifestaciones menos problemáticas. El concepto distributivo del yo y de la
identidad, nos presenta unas instancias constituidas en relaciones dialógico-narrativas, en
interacciones, en expectativas tenidas y despertadas, etc. No habría una instancia esencial que
descubrir o mantener, sino la paulatina reconstrucción relacional de un nudo agentivo de
relaciones. No hay una instancia original o genéticamente completa a la que luego se suma el
complemento histórico-social, sino que la constitución de sistemas dinámicos de acción o agentes
es resultado y parte del perfilado social y la conformación de estructuras (dis)posicionales, que
concretan la naturaleza comunicativa del agente en un determinado ámbito. Aquí parece plausible
pensar que el concepto de habitus en Bordieu (con su feliz confluencia con el concepto de hábito
en Ch. Peirce) pueda constituir una manifestación de trasfondo que sea más efectiva.
19.3.2. Habitus
De entrada no puede sonar extraño que la regularidad de la actividad cotidiana está
implicada en la fundamentación de los intercambios simbólicos, pues en última instancia la
situación de sus (habitus) ocupantes, y de fuerzas o relaciones de poder entre esas posiciones,
que se establecen por el acceso a los recursos o bienes que están en juego (acceso al capital
económico, social, cultural o simbólico). El campo social, asegura Bordieu17, es una red o una
configuración de relaciones objetivas entre posiciones, que obliga a pensar en una ontología
relacional y no substantiva, y que tiene más instancias según la complejificación social va teniendo
más microcosmos relativamente autónomos (el campo artístico, el campo económico, el deportivo,
etc.). Pero este campo es asimismo resultado de la regulación práctica, del acuerdo tácito, de la
acción diferenciadora y de los posicionamientos enfrentados. Un campo es un espacio social no
sólo de significados (diferencias y posiciones) sino también de relaciones de fuerza en cambio
constante y agitado.
Ciertamente introducir la lógica relacional puede sernos de ayuda para relajar la tensión
que venimos percibiendo, pero ahora parece que el agente (la intencionalidad) queda aplastado en
la pinza de una objetivación interiorizada y una objetividad exterior, que amenazan con hacerlo
desaparecer. Esto es, resulta que no sólo la sombra del determinismo y el objetivismo
estructuralista continúan planeando en la propuesta de Bordieu, sino que además aquella
manifestación en que se iba a ver concretado el trasfondo de la intencionalidad (y el sentido), e iba
a funcionar como soporte de ésta, termina por asfixiarla y hacerla desaparecer. Sin embargo esta
impresión no es acertada del todo, como vamos a comprobar volviendo al concepto de habitus. Allí
vamos a encontrar la clave para ver cuál puede ser la manifestación del trasfondo cuya
delimitación nos permita asentar hoy el análisis del sentido de la acción.
Los elementos fundamentales del habitus, que lo han convertido en una manifestación
interesante del trasfondo, se resumen en la inscripción de la objetivación histórica en el cuerpo
mismo de los agentes sociales. Es esa corporeización, concretada principalmente en sistemas de
disposiciones, pero también en esquemas de movimiento y percepción, la que constituye la
precondición de la comunicación discursiva general, de la homogeneidad de las prácticas
realizadas por miembros de un mismo grupo o clase y de las prácticas de coordinación. Es esa
corporeización o encarnación lo que permite al habitus minimizar la aparente oposición entre el
sistema exterior y las fuerzas, impulsos o motivaciones internas/privadas, pues los elementos del
habitus son internalizaciones, que
(…) permiten que las fuerzas externas se ejerciten, pero que lo hagan de acuerdo con la lógica
específica del organismo en el que son encarnadas, esto es, de una forma duradera, sistemática y no
mecánica (Bordieu, 1991: 95).
El enraizamiento en la corporalidad, o encarnación, también es el elemento fundamental de
otros componentes del entramado conceptual que hemos visto alzarse. En el caso de las
disposiciones es absolutamente obvio, al hallarse éstas inscritas en nuestra organización corporal.
Por su parte, mientras el habitus es la encarnación disposicional (en un cuerpo) de la acción social,
el campo o espacio social es su encarnación posicional (en una institución): es la ubicación
relacional de los cuerpos en el espacio-tiempo social, que les otorga un conjunto específico de
marcas simbólicas, cratológicas y económicas. Incluso el sentido práctico, esto es el sentido que
tiene la práctica y que nos orienta en la práctica, es un envolvimiento corporal en el mundo, que no
presupone ninguna representación (o contenido intencional) del cuerpo, del mundo o de sus
posibles relaciones (Bordieu, 1991: 66).
La encarnación aparece así como el proceso que efectivamente puede eliminar la falsa
oposición conceptual entre lo exterior/social y lo interior/natural. El artefacto de nuestra
corporeización aparece como la manifestación del trasfondo de la intencionalidad que nos permita
ir más allá del habitus. Es más, si aceptamos la idea de Bordieu18 de que el objeto propio de
consideración de las ciencias sociales es la relación entre esas dos realizaciones de la acción
histórica que son el habitus y los campos sociales, parece plausible pensar que esa relación se
concretará, como trasfondo de la intencionalidad, en la encarnación, que pasaría a ser así el
soporte ontológico último de las investigaciones sociales cualitativas.
19.3.3. Encarnación19
Una manera aceptable de adentrarse en esta manifestación concreta del trasfondo y de
recalcar la viabilidad del tránsito realizado, consiste en recordar los diversos hechos generales, y
algún caso concreto, a que Bordieu se refiere con la encarnación como proceso de consolidación y
funcionamiento del habitus. Puede decirse20 que la encarnación del sistema de disposiciones y
esquemas generativos se refiere a cuatro hechos básicos y generales:
1. Que tiene que estar ligada a estructuras cerebrales-neuronales.
2. Que sólo existe en y por las prácticas de los agentes, pues el habitus (como forma de
caminar, forma de hacer cosas, etc.) no es algo abstracto y oculto sino que se
manifiesta en la práctica como uno de sus elementos constitutivos.
3. Que las clasificaciones y taxonomías prácticas (arriba-abajo; izquierda-derecha; frente-
detrás; caliente-frío; etc.) están enraizadas en la organización, experiencia y
ordenación corporal.
4. Que el porte o estilo con que actúa un agente (su hexis corporal), además de asentar
bajo el nivel de lo consciente una manera de pensar y sentir, sirve de confluencia a lo
idiosincrásico y a lo sistemático-social.
Tengamos presente que con estos elementos de la encarnación podemos recuperar los
rasgos que imputamos al trasfondo cuando (en el epígrafe 19.2.1) argumentamos la necesidad de
su reconocimiento. Recordémoslos: trazos neuronales, conocimiento práctico, el cuerpo
haciéndose cargo, carácter histórico, estar en el fondo y en la superficie del sentido de la acción y
ubicarse en el ámbito mediacional entre lo cultural y lo natural. El único que aparentemente se nos
quedaría fuera sería el rasgo de la estructuración narrativa. Pero no es así porque, si recordamos
algunos hechos anteriormente mencionados, podemos apreciar que la encarnación retiene (o se
liga a) este rasgo de al menos tres maneras:
1. La arquitectónica de la memoria tiene en la narratividad uno de sus principales medios
de organización y preservación.
2. Las interrelaciones existentes entre las tres manifestaciones del trasfondo presentadas
nos permiten ligar la encarnación con los proceso de identidad, donde la narratividad
tiene un papel primordial.
3. El marco intencional del sentido de la acción necesariamente converge con el marco
público del juego-de-lenguaje en que ésta se inscribe, de modo que la encarnación,
como manifestación básica del primer marco, tiene que estar ligada a la narratividad
que posibilita el segundo y a la que efectiva y reflexivamente contribuye a conformar el
sentido de la acción.
Si vamos ahora a los casos concretos en las investigaciones de Bordieu que sirven de
ejemplo a la encarnación, vemos que son de diferentes tipos. Así, p. ej., cuando (1991: 101-103)
habla del habitus como esa ley inscrita en los cuerpos, que es precondición de las prácticas de
coordinación, señala el baile como un caso patente de organización de lo homogéneo y de lo
heterogéneo, del que se predispone en todos lados como símbolo y refuerzo de la integración de
grupo. Pero sin ningún tipo de duda el caso ejemplar por antonomasia ha sido, desde sus primeras
investigaciones antropológicas sobre la Kabila, el modo en que los órdenes sociales hacen del
cuerpo el depositario de la diferenciación laboral, política, simbólica y sexual de los géneros.
El mismo porte (o hexis) corporal, en los modelos socialmente contrapuestos de lo
masculino y lo femenino, viene a ser la realización encarnada de toda una mitología política, que
se convierte así en una disposición permanente, en una forma duradera de pararse, andar, hablar,
tener relaciones sexuales, etc. Así, p. ej., la oposición entre una sexualidad (masculina) pública y
sublimada y una sexualidad (femenina) secreta, silenciada y alienada, se correspondería con la
oposición entre la política extravertida o pública y el secretismo introvertido y subterráneo de la
política de los dominados. Semejantes oposiciones se refuerzan en otras oposiciones encarnadas
como la que se daría entre una postura (masculina) firme, altiva, directa, y otra postura (femenina)
reservada, flexible, inclinada, y que correspondería con una identidad ideal (masculina) de honor,
claridad y veracidad, frente a la identidad ideal (femenina) de modestia, recato y reserva.
Reiteración, cacofonía y organización duplicante, que volvemos a encontrar en las formas de
caminar, en los modos correctos de comer, en la división de trabajos entre los sexos, etc. Todo
hace del cuerpo y del movimiento de los hombres (la expresión de) un dispositivo dirigido hacia
arriba, hacia fuera, hacia otros hombres; mientras la organización corporal de ellas se dirige hacia
abajo, hacia dentro, al interior de la casa21.
investigaciones nos servirá para apuntalar el concepto de encarnación y para certificar que nos
encontramos situados frente a un problema radical y plenamente relevante, esto es nos
encontramos con el problema de tener que romper la dicotomía naturaleza-cultura.
Por ejemplo, los argumentos y pruebas que H. Dreyfus ha venido aduciendo en contra del
sueño de la Inteligencia artificial de crear una réplica de lo que aquí hemos llamado el trasfondo de
la intencionalidad25, le han llevado a probar, entre otras, tres tesis concluyentes: la primera es que
gran parte del trasfondo, si no todo, no es intencional o representacional, sino que es una mezcla
de conocimientos prácticos, habilidades y destrezas, y no puede por ello ser reproducido como un
medio de representación; la segunda es que siempre nos encontramos (ya) en una situación
significativa en la que el modo en que actuamos va definiendo la situación, y viceversa; y la tercera
es que ese supuesto ordenador necesitaría no sólo un (duplicado de) un cerebro-mente humano,
sino también un cuerpo.
La urgencia de romper la dicotomía naturaleza-cultura se hace patente en todas aquellas
investigaciones que, como las de L. S. Vygotsky o C. Geertz, van concluyendo que no existe una
naturaleza humana independiente de la cultura en la que se constituyen los agentes. No es sólo
que el lenguaje sea una mediación fundamental de nuestras capacidades mentales, es que sin el
papel constitutivo de la cultura, sin la encarnación de marcos de sentido seríamos organismos
incompletos e imposibles. En este orden de cosas no es de extrañar que quien antes empezó a
impulsar y perfilar la idea de la corporeidad como base de símbolos y significados, esto es la idea
de la encarnación (embodiment), incluso a pesar de que no encajaba bien en su perspectiva
estructuralista, fuera una antropóloga cultural: M. Douglas26.
En conclusión, nos ratificamos en señalar la encarnación, esto es, el proceso histórico-
cultural de configuración de nuestra corporalidad dinámica, receptiva y práctica, como la
manifestación del trasfondo de intencionalidad que (hoy) parece básica para la (re)producción y la
comprensión de los sentidos de las acciones. Pero esto no es un final feliz, sino el comienzo de
otro momento de indagación, que va acompañado de la emergencia de nuevos problemas.
Algunos de ellos son: tener que deconstruir los mecanismos por los que reiteradamente reaparece
la dicotomía naturaleza-cultura (lo cual puede llevarnos a un reencuentro no-naturalista con las
ciencias de la vida); la conveniencia de aclarar más los conceptos desplegados y perfilar un modo
en que puedan operativizarse metodológicamente (quizá permitiéndonos acceder a los sistemas de
significados que funcionan como esquemas generativos de las prácticas); o la necesidad de hacer
el camino inverso de regreso al agente, sin olvidar ni la construcción cultural de su naturaleza ni la
aportación desiderativa y carnal al uso, producción e interpretación del sentido de la acción (quizá
mediante una redefinición del deseo como causa y efecto de la encarnación y el habitus, y la
consiguiente reconceptualización de la “identidad”). Son problemas complejos pero absolutamente
pertinentes, y que aquí quedan abiertos.
y actos concretos de formas diferentes, aunque no nítidamente separables, según el contexto sea
de mayor o menor concentración de capital simbólico en el espacio-tiempo social. Podemos incluso
aventurar una tipología no exhaustiva y sólo tentativa, distinguiendo tres tipos contextuales de
interacción entre los marcos de sentido y las acciones concretas: el ideológico-revolucionario, el
recursivo-cotidiano y el condensado-ritual. Habría que tener en cuenta además que la
diferenciación de estos tipos también depende de que esa interacción se dé en un ámbito más o
menos intelectualizado, esto es, con mayor o menor capital simbólico constante (p. ej., la diferencia
entre un laboratorio de investigación bioquímica y un taller de reparación de coches.)
La tercera y última indicación viene a reconocer algunas dificultades inherentes al
desarrollo empírico. En concreto, aplicando la reflexividad que Bordieu tan acertadamente
defiende, vemos lo fácilmente que caemos en la “falacia escolástica”, consistente en atribuir a los
sujetos, a los espacios sociales o a los marcos de sentido estudiados lo que hay en los sujetos,
espacios o marcos que posibilitan y realizan el estudio mismo28. Es la tendencia a confundir el
modelo teorético, que es una reproducción cognitiva y diferenciada del objeto analizado, con el
proceso práctico que de modo efectivo constituye a ese objeto. Es la tendencia intelectualista a
olvidar que la práctica tiene una lógica, un sentido y un conocimiento propios y específicos, a los
que siempre hará injusticia un análisis científico, que tiene su lógica y sus conocimientos propios.
Es la tendencia a poner en la cabeza de los agentes involucrados en las acciones estudiadas lo
que hay en los cuadernos de las investigadoras.
Es un problema con el que hay que tener una vigilancia constante, pues es imposible
eliminar su aparición cuando queremos comprender (el sentido de) una acción y para ello, p. ej.,
tenemos que conceptualizar algún tipo de regularidad o generalidad que en su conformación
efectiva no se corresponde con la abstracción y la generalización que implica un concepto, sino
con la simpatía, sintonía o similaridad que va configurando el hecho de que se mantenga la misma
compostura o se reaccione de manera semejante ante contextos diferentes. De aquí la necesidad
de practicar un cuidado exquisito en la selección de variables e indicadores, en la producción y
fuentes de datos utilizados, en los criterios y conceptos analíticos introducidos, etc. Pero sobre
todo, lo que se hace necesario es una comprobación de todos los datos construidos que sea lo
más independiente y variada posible, así como un cuestionamiento reflexivo constante de los
supuestos interpretativos que se están utilizando y que pueden venir constituidos por un trasfondo
de sentido diferente e incluso (socialmente) opuesto al que enraiza el sentido de los agentes
efectivamente involucrados.
Pasemos ahora a comentar un estudio que nos sirva de ejemplo tanto porque sus propias
conclusiones ya viene en nuestro apoyo, cuanto porque al revisarlo se aclara la propuesta hecha.
El estudio pertenece a los trabajos realizados por Th. Caplow a partir de largas y repetidas
investigaciones sobre el cambio social en ciudades de tipo medio en los Estados Unidos. Vamos a
centrarnos en el trabajo que dedica a explicitar las uniformidades apreciadas en el intercambio de
regalos navideños y con el que pretende explicar cómo se mantienen, a pesar de carecer de
refuerzos evidentes29.
La reflexión sobre los datos elaborados la enmarca Caplow en el reconocimiento de que
ninguna de las teorías y perspectivas dominantes consigue explicar directamente aquellas
uniformidades: ni la funcionalidad del sistema de regalos, ni el interés-propio o cálculo racional de
los agentes, ni los acuerdos tácitos previos. En todos los casos nos vemos devueltos a unas
costumbres o regularidades, que Caplow presenta en forma de nueve reglas, que se siguen en una
proporción mayor que muchas reglas o leyes escritas, pero que no están escritas ni dichas en
ningún lado, ni se someten a reforzamiento social alguno y que no cumplen los requisitos de las
reglas constitutivas ni los de las regulativas. Ante este problema la opción del analista no ha sido
cuestionar el concepto de regla y/o su utilidad para elaborar explicaciones. En lugar de ello, ha
recabado en la propuesta etnográfica de considerar el intercambio de regalos como un sistema de
significados, un código o un lenguaje, que haría de los objetos (regalos) medios de expresión de la
valoración de las relaciones interpersonales. Desde aquí equipara las regularidades encontradas
con la adquisición temprana y el funcionamiento automático de las reglas del lenguaje cotidiano
que no necesitan estar explicitadas para que la agente competente sepa interpretar y usar los
mensajes. Reforzamiento adicional se encontraría en diferentes hechos como son: el que el texto
general reproducido por todos los intercambios asienta la red interconectada de relaciones
emocionales; la unificación que establecen los medios de comunicación en la sociedad de
consumo; y, sobre todo, el que no haya posibilidad de evitar hacer una afirmación valorativa sobre
las relaciones, al ser igualmente o quizá más significativo la ausencia de un regalo que su entrega.
Podríamos asumir perfectamente el planteamiento del problema e incluso el hecho de que
la solución pasa por poner en primer plano el carácter significativo del intercambio de regalos. Sin
embargo las diferencias empiezan a surgir cuando cuestionamos que se siga aferrado a la idea de
regla y que se piense que la equiparación con reglas de lenguaje explica algo. Como Wittgenstein
nos ha mostrado y nosotros hemos recordado con respecto a la intencionalidad, ninguna regla ni
ningún conjunto de reglas, por muy grande o detallado que se quiera hacer, puede determinar con
exactitud la (in)corrección de una acción nueva o en nuevo contexto. Remitirse ejemplarmente a
las reglas del lenguaje no explica nada. Además aunque es cierto que ese objetivo explicativo
(causal) es ya discutible por sí mismo, resulta que la remisión a las reglas del lenguaje tampoco
nos ayuda a profundizar en la comprensión de las acciones involucradas.
Tomemos una de las reglas propuestas por Caplow, como la que afirma que todo
matrimonio con hijos ha de poner un árbol de navidad ya que éste es símbolo de la familia nuclear
completa. Si ahora quisiéramos comprobar esa regla de la misma manera que él hace, no
tomaríamos en cuenta que los agentes no la reconozcan y nos limitaríamos a afirmar que sólo si se
admite la existencia de un hecho determinado como en este caso sería el que las personas sienten
(sense) el significado simbólico de los árboles de navidad, pueden cobrar consistencia las acciones
y hacerse explicables30. Pero para que esta comprobación probara algo necesitaríamos una
perspectiva más profunda que la que él utiliza. Necesitaríamos una perspectiva que en general nos
permita ver que una serie de acciones son consistentes, o no lo son, en relación a una
determinada lógica, sentido o marco organizativo e interpretativo, que no tiene porqué coincidir con
la que utiliza la analista o con las que le facilitan la explicación. Esa perspectiva también habría de
permitirnos entender qué es eso de que las personas “sienten el significado”, en concreto,
requeriría admitir que los agentes poseen una habilidad o conocimiento práctico no discursivo, así
como que en cada uno de ellos se da constitutivamente la incorporación naturalizada de un
esquema orientador y de significados.
Otra cosa sería si, admitiendo los elementos de esa perspectiva más profunda,
introdujéramos una serie de movimientos metodológicos como son:
1. Entender que ese código práctico de significados es en realidad una foto fija de un
proceso dinámico en el que tanto la repetición, como la improvisación y la variación
son necesarios para el uso de los significados.
2. Ver aquellas regularidades no como reglas sino como hábitos concretos que remiten a
un habitus, que por un lado funciona más como una unidad de estilo que como un
cálculo o una normativa, y por otro es una especie de matriz generativa envuelta en
una red de opciones irreversibles que es difícil mente reconocible por sus propios
portadores.
3. Aceptar que, en buena medida, ese hecho, esto es la dificultad de que el habitus sea
completamente reconocido por los agentes, así como la imposibilidad de enseñar
explícitamente un habitus, es lo que posibilita la actualización cuasi-natural del habitus,
limita la utilidad del análisis científico y reafirma el sentido práctico como base del
significado.
4. Recuperar la relación que hay entre lograr y mantener que los otros nos reconozcan y
mantener una mínima unidad o estabilidad en la narratividad interna o auto-identidad.
5. Prestar atención a los gestos, los movimientos, las (dis)posiciones, etc., de la entrega
misma y a hechos como que las mujeres son mucho más activas en la realización de
este intercambio que los hombres, es decir que es un intercambio con un fuerte
componente de género31.
En este caso quizá fuéramos capaces ya de hacer algo semejante a lo que Bordieu (1991:
cap I. 6) realiza con el sentido práctico del honor respecto al intercambio de regalos en la Kabila,
esto es, seríamos capaces de reconstruir analíticamente alguna disposición inculcada
tempranamente, inscrita en las posturas y movimientos corporales y esquematizada en los
automatismos de la (auto)representación, que hace posible al agente la captación instantánea del
sentido de la situación y de las respuestas oportunas. Pero este movimiento habría que
demostrarlo en la práctica científica. Aquí nos vale con haber aclarado algo nuestra propuesta y
haber indicado cómo una buena investigación, como la de Caplow, puede ser mejorada, dándole
mayor calado, si introducimos nuestra propuesta.
19.4.3. Aclaraciones limítrofes
A pesar de todas las puntualizaciones y matizaciones ya realizadas y de la manifiesta
provisionalidad de la propuesta, entendemos que antes de concluir conviene eliminar ciertas
fuentes de confusión que parecen poderse enquistar en algunos puntos periféricos de los
conceptos y modelos avanzados. Por ejemplo, acabamos de recordar la necesidad de tener
presente y analizar la conexión entre (auto)identidad y reconocimiento de los otros, y parece claro
que ello, además de por la relación que hemos establecido entre los procesos de identidad y las
manifestaciones más inmediatas del trasfondo de sentido, se debe a la necesidad de dar cabida a
un impulso básico que ponga en marcha y siga alimentando tales procesos. Impulso que en este
caso tendría que ver con los sentimientos de autolegitimación, y con la selección de unos “otros”
concretos (sean las autoridades pertinentes, la familia, el grupo, etc.).
Conviene aclarar mínimamente qué pueda ser este impulso básico y continuado antes de
que, por ejemplo, pueda entrar en colisión con la concepción que hemos admitido del ser humano
como naturalmente incompleto y necesitado de una configuración cultural, como un ser cuya
naturaleza es parcialmente histórico-cultural. El impulso ha de tener el carácter primario y
energético de cosas tales como el deseo, la necesidad o el miedo, pero ninguno de estos ni otros
candidatos posibles puede aparecer de repente como una fuerza natural autónoma, ya que su
intencionalidad lo hace dependiente del trasfondo (que, p. ej., condicionará la selección del tipo de
objeto a que se dirige). El impulso estará en una relación sostenida de condición y consecuencia
respecto de la (re)producción de los marcos de sentido. Pero por otro lado, también hay que evitar
entrar en colisión con un principio clásico (Marx, Weber) que querríamos mantener, como es el de
que los agentes sólo siguen reglas o (re)producen marcos de sentido mientras para ellos sea
mayor el interés de seguirlas que el de abandonarlas.
Quizá para hablar de ese impulso o fuerza motriz originaria (Trieb) podríamos utilizar un
término suficientemente vago como es el de “motivación”, ya que además es evidente que
mantiene esa relación continuada y doble con la intencionalidad. Pero inmediatamente hay que
añadir, con Giddens (1991: cap. 2), que la motivación emerge principalmente de la ansiedad que
produce la movilidad de los sistemas básicos de seguridad ontológica. La motivación surge de las
emociones ligadas a las relaciones tempranas de confianza, esto es, a las relaciones sociales
donde la subjetividad, la narratividad y las disposiciones se van conformando a partir de la
intersubjetividad en la que el agente se constituye como tal. En este sentido, tendríamos que la
motivación, entendida como aminoramiento de la ansiedad, se retroalimenta como impulso
continuado de los marcos de sentido por el hecho de que las tres manifestaciones del trasfondo,
que hemos presentado, son mecanismos de ordenación y asentamiento del entorno y del interior, y
por lo tanto contribuyen a mantener esas seguridades básicas necesarias. A este respecto hay que
tener en cuenta la mediación de la experiencia que suponen el lenguaje y la memoria, y no
conviene despreciar la que ejercen diferentes instituciones y sistemas sociales tales como la
escuela, la clínica o la televisión. Pero básicamente es en la recursividad de la cotidianeidad,
especialmente en el mantenimiento de las posturas, posiciones y disposiciones adecuadas, donde
los supuestos sobre la existencia de lo otro, de los otros y de uno mismo se mantiene con el
candor de su origen infantil y junto a las esquematizaciones básicas de orientación, sentido y
valoración.
Si en lo dicho ya se muestra que la concreción de los marcos de sentido y de las
motivaciones para su (re)producción variará históricamente, también se apunta en ello que las
manifestaciones del trasfondo que hemos presentado tienen una configuración y una ordenación
históricamente determinada. Más aún, el hecho de que los procesos de identidad se hayan
presentado como la llave de acceso al trasfondo de sentido, que está ligado al mantenimiento de
ese caparazón de seguridades ontológicas, se debe a que nos encontramos en un orden no-
tradicional donde la difuminación de las raíces nos sitúa ante identidades cambiantes y maleables,
ante costumbres y hábitos que rápidamente quedan obsoletos, ante una ruptura de las distancias
espacio-temporales, etc. Son las condiciones históricas de nuestra existencia (post)moderna las
que han condicionado la forma y el contenido de la propuesta, por lo que esta es necesariamente
parcial en qué dice y lo que dice.
Por si esto fuera poco tenemos que recordar la afirmación hecha sobre la limitada
capacidad del análisis científico para captar la lógica o el sentido práctico. Ello nos afecta de pleno:
no podemos pretender haber captado o reproducido cognitiva y completamente los modelos reales
de funcionamiento en la práctica. Hemos de reconocer que a lo más que podemos aspirar es a
verdades parciales y que el texto científico que se produzca nunca perderá del todo un cierto
carácter de ficción.
Sin embargo, tanto la historicidad como el distanciamiento estructural entre la teorización y
la práctica, que nos llevan a reconocer el carácter parcial de nuestra propuesta lo hacen como
resultado consistente y prueba (reflexiva) de la misma. Al haber puesto las últimas bases de los
marcos de sentido en la encarnación de las estructuras sociales y en el conjunto de disposiciones y
esquemas perceptivos que de él se derivan y constituyen el habitus, nos hemos colocado, como
personas y como investigadores, en una doble historicidad. Ello no impide que podamos tratar con
sistemas organizativos que han estado inscritos institucional y carnalmente durante milenios, como,
p. ej., son la división de géneros y el sistema de representación, visión y di-visión que
tradicionalmente han constituido la perspectiva masculina mediterránea32.
La parcialidad de nuestras verdades, como lo ficcional de nuestro texto, van del brazo con
el rechazo de la concepción ilustrada o positivista de los análisis culturales e históricos. Por ello, a
la vez que parciales pueden ser sistemáticos, coherentes, y racional y teoréticamente defendibles.
Incluso disponemos de modos correctivos específicos para tratar lo más ficcional o parcial que
pueda generarse en nuestros textos, como son el atender: a su contexto, a las convenciones
retóricas que usa, a su inscripción en los espacios institucionales, al género literario en que se
mueve, a su posición en las relaciones de poder cultural, y a su ubicación histórica33.
Al recordar la ubicación de los textos en las relaciones de poder hemos introducido la
necesidad de la tercera y última aclaración. Aunque ésta ya estaba en el seno mismo de la
concepción presentada, desde el momento en que una mediación importante en la (re)producción
de marcos de sentido es la que suponen las investigaciones sociales. Algunas de las formas en
que esa mediación se realiza son: a través de sus resultados, que orientan y dan sentido a lo que
los agentes y las instituciones han hecho y a lo que luego van a hacer (efecto “clínico” de
autoconocimiento y efecto “cínico” de autoajuste, como Bordieu34 los denomina); a través de la
narración biográfica individual o colectiva, que enlaza con la narratividad autobiográfica y así con la
identidad; al hacer explícitas las posiciones que se han ocupado y se ocupan en los espacios
sociales se nombran en su objetivación los momentos que nos constituyen más íntimamente. Es
decir, la historicidad de la metodología y de la investigación social no sólo entraña parcialidad y
posicionamiento en el conocimiento, también lo implica en la práctica histórico-política.
Por ello mismo la tecnología metodológica que hemos propuesto y el discurso que hemos
desplegado son ya un instrumento que asume una determinada posición en el disputado espacio
social, en el que se imponen interpretaciones, esto es, significados. ¿Cuál es esa posición?, ¿hacia
dónde miramos desde ella? Una forma no voluntarista de asentar la respuesta es recordar que en
nuestra propuesta, p. ej., al hablar de la naturalización del sentido y de la historicidad de la
encarnación, hemos estado defendiendo la mutua determinación y permeablilidad entre
instrumentos y conceptos, entre sistemas históricos de relaciones sociales y anatomías históricas
de cuerpos posibles. También podemos recordar que ello, entre otras cosas, nos ha situado ante la
quiebra de algunos de los dualismos básicos de la tradición occidental, como son los de yo/otro,
mente/cuerpo, cultura/naturaleza, activo/pasivo, etc. Es algo que nos produce un desasosiego, una
especie de vértigo intelectual (y existencial de fondo). Pero si queremos ser coherentes con lo que
nuestro conocimiento nos muestra no tenemos más remedio que impulsar esa quiebra. Y si todavía
necesitamos un acicate que nos quite el miedo a hacerlo, el miedo a lo que se pueda perder,
entonces puede ser útil recordar con Haraway que el riesgo merece la pena porque esos
dualismos han estado sistemáticamente ligados
(…) a las lógicas y prácticas de dominación de mujeres, gentes de color, naturaleza, trabajadores,
animales —en resumen, dominación de todos los constituidos como otros, cuya tarea es reflejar
especularmente el self— (1991: 177).
Por otro lado no debería haber sido difícil a estas alturas reconocer nuestra posición y la
dirección en que miramos. Especialmente si se recuerda que, como Foucault afirmaba en sus
últimos años35, uno de los rasgos comunes a los movimientos actuales de resistencia antiautoritaria
encontramos tres modos y medios principales por los que aquellas condiciones
ontológicas son manifiesta y concretamente constituidas, condicionadas y puestas en
activa interacción (generadora de los marcos de sentido de la acción). Esos medios
manifiestos son: las formaciones de identidades (personales y colectivas); el
asentamiento de habitus o conjuntos disposicionales; y la conformación dinámica del
cuerpo, o esquema corporal-conductual, o “encarnación”. Es bajo el continuo proceso
de mantenimiento y cambio de estos fenómenos humanos como se conforman los
marcos concretos de sentido. Por ello mismo la clarificación conceptual de esos
marcos exige estudiar esos tres medios.
3. Tanto la identidad, como el conjunto disposicional o habitus y la encarnación son
concreciones sociales o de interacciones sociales y vitales, es decir, son procesos de
la praxis. Son resultado y medio de las interacciones humanas, pues son éstas las que
crean su propio trasfondo o marco de sentido, que les permite usar, interpretar o narrar
sentidos. Son concreciones históricas de la forma de la vida (Lebensform). Son
manifestaciones concretas del modo (humano) en que la vida se organiza (organismo,
encarnación), se hila en una cierta continuidad (o identidad) y se configura en
interacción constitutiva con el medio (habitus).
4. Teniendo en cuenta el papel fundamental que juega el trasfondo, el hecho de que sus
manifestaciones revelen una naturaleza procesual, lleva a imputar este tipo de
existencia también a las condiciones ontológicas del sentido de la acción. El trasfondo,
sus manifestaciones y estas condiciones serían, antes que nada, procesos. Ello revela
una primacía ontológica de las acciones, las prácticas y los procesos, sobre los
objetos, los productos y las cosas. Así la (auto)identidad, el habitus y la encarnación
son en buena medida formalizaciones analíticas, nódulos que temporalmente asientan
modos de acción, momentos helados del proceso que manifiestan.
c) Los resultados a que nos ha llevado nuestra reflexión, y que acabamos de resumir
conclusivamente, pueden ser de bastante utilidad para muchas investigaciones empíricas que
quieran analizar el componente simbólico de la actividad humana, y también para ciertas parcelas
de la teorización social. Por ello, y como medio prudente para evitar algunas de las posibles
aplicaciones problemáticas, quisiéramos terminar recordando ciertas implicaciones y
puntualizaciones.
La primera alude al hecho de que el sentido (representativo y/o valorativo) de una acción
tampoco es una esencialidad o un dato cerrado y final que sólo hay que descubrir. Ni en su
(re)producción factual, ni en su (re)construcción analítica está el sentido completamente
determinado. Es siempre parte de un proceso que sigue en marcha y en el que también entra la
analista. No hay un sentido único y estable de una acción, sino que el sentido es resultado de
componentes que varían en sí mismos y en su relación a lo largo del tiempo. Entre esos
componentes se encuentran la propia narratividad de los agentes; las disposiciones y
potencialidades encarnadas que, como estructura estructurada socialmente y estructurante de las
presentes y futuras maniobras, se actualizarán de manera diferente según varíen los estímulos y el
espacio concreto; la intervención de la interpretación dialógica del analista; etc. Nos encontramos
con que tanto la (re)producción efectiva del sentido de la acción como su análisis científico son
fenómenos sociales donde lo estructural-repetitivo-general confluye constitutivamente con lo
intencional-ideográfico-particular, por lo que la interpretación cualitativa se sostiene sobre la
regularidad explicativa, y viceversa.
Respecto al uso de esta perspectiva en la explotación interpretativa de los datos
generados por técnicas cualitativas conviene recordar dos puntualizaciones complementarias. La
primera alude a aquel primer condicionante general que se derivaba de que nuestra propuesta esté
todavía en curso de elaboración y todavía requiera ser consolidada en los diferentes niveles
reflexivos que en ella confluyen: el teórico-ontológico, el metodológico y el substantivo-empírico.
De aquí se extrae que la guía metodológica para la comprensión de los datos cualitativos es tanto
una aplicación como una contribución crítica a lo aquí defendido. En segundo lugar hay que tener
en cuenta que esta propuesta afecta directamente a muchas de las técnicas cualitativas, al afectar
o cuestionar el modo mismo en que producen los datos. Por ejemplo, en casos como los grupos de
discusión o las entrevistas en profundidad (véanse los capítulos correspondientes), en los que los
datos (textos o discursos) son producidos en un acto reflexivo, por el que los agentes sociales
(re)elaboran un sentido de lo pasado que incorpora sus intenciones y los contextos pasados y
presentes, habría que tener en cuenta hasta que punto la entrevistadora viene a constituir un
componente del enjambre distributivo de la identidad, habría que intentar reconstruir mínimamente
y de forma independiente el conjunto disposicional o estilo de maniobra propio del informador,
habría que dar bastante más relevancia a la observación de la posición, la postura, los gestos, etc.
En consecuencia la propuesta no sólo guía a, y necesita de, las técnicas cualitativas, sino que
interfiere con su aplicación misma.
Por último, esperamos que tras el viaje teorético que hemos realizado no quede ya retorno
posible a posiciones donde se crea poder analizar científicamente la acción humana sin tener en
cuenta o la mediación subjetiva o la estructuración social. Ambas son imprescindibles. Si queremos
comprender un texto o el sentido de unas acciones no hemos de verlo como producido por el
contexto o por el genio del autor, sino que hemos de localizarlo en un campo específico de
comunicación, conocimiento y poder, cuya lógica interna está construida histórica y políticamente y
se manifiesta tanto en la encarnación del autor y en la configuración del contexto como en su
interacción.
Los marcos de sentido en que el agente pretende o puede encuadrar su acción (los
marcos posibilitantes del contenido intencional, del sentido pretendido) parecen ser paralelos, si no
coincidentes, con los marcos básico en que su identidad es constituida y mantenida, sus
estructuras perceptivas y disposicionales realizadas y alimentadas, y su materialidad existencial o
corporeidad perfilada. Pero esto no se entiende ni se aplica correctamente si no se hace
acompañar de una ruptura de la oposición entre sujeto/intencionalidad y objeto/sistema/contexto, o
no nos percatamos de que al variar la noción de identidad (y del Yo), haciéndola distributivamente
dependiente de la conformación del habitus y del nunca finalizado proceso de encarnación,
también hemos modificado la visión de todo el campo simbólico-representativo, de modo que lo
que una agente conoce no es sólo lo que tiene en su cabeza sino también lo que hay en sus
cuadernos, en su ordenador, en sus costumbres, etc. Ni la agente, ni su conocimiento, ni su
intencionalidad están limitados a, o encerrados por, su piel. Se extienden más allá de ella: ligados
a los medios y a las acciones, en que se están configurando y expresando, desbordan la fragilidad
de la dermis y se sitúan en un continuo social y material.
NOTAS AL CAPÍTULO 19
1
Este trabajo ha sido posible gracias a una beca de la Fundación del Amo, a la generosidad del
Departamento de Sociología V (UCM), a las conversaciones previas con J. Noya, a la ayuda de los profesores
N. Smelser, J. Searle y, especialmente, J. Ariditi (UC Berkeley), y a la paciencia y energía de J. M. Delgado.
2 En lugar de este engorroso medio de evitar la discriminación de género (los/as) optaremos por
utilizar unas veces el género masculino y otras el femenino. Esperamos hacerlo sin ninguna distinción
relevante.
3 M. Weber (1983): Economía y Sociedad. México. F.C.E. Cap. I. § 1.4-7.
4 Ibid. § 1.9.
5 Cfr. J. Searle (1992): The Rediscovery of the Mind. Cambridge (Mass.). MIT Press. Cap. 8.
6Cfr. M. Foucault (1978): Historia de la sexualidad. Vol. 1. Madrid. Siglo XXI. Pp. 18-21; y
“Confesions of the flesh” C. Gorgon (1980): Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings. New
York. Panteón Books. Pp. 194-195.
7 Esta vía puede articularse en torno al reconocimiento del trasfondo como aquello que me hace
adoptar tal postura o posición preintencional ante tal y tal situación. Pero a partir de este punto, rápidamente
se interna en finas disputas filosóficas sobre los límites de la intencionalidad (J. Searle, H. Dreyfus), sobre la
repercusión de ese reconocimiento en al ruptura de la diferenciación sujeto-objeto (M. Heidegger, K. Kosik),
etc.
8 Cfr. M. Foucault, “The Subject and Power”, en H. L. Dreyfus & P. Rabinow (1982): Michel Foucalult:
queremos evitar. “Encarnamiento” tiene un sentido único y muy preciso (Efecto de encarnar una herida) que
no corresponde con lo que queremos afirmar. Aunque, por otro lado, al implicar la idea de la herida originaria,
permitiría apuntar a lo que vamos a proponer como impulso básico (reconstitución del caparazón primario de
seguridades). Sin embargo, nos hemos decidido por “encarnación” porque, aunque conlleva una excesiva
carga de disputas y metáforas religiosas sobre sus espaldas, su sentido central (Acción y efecto de que un
espíritu, una idea, etc. tome forma corporal) se aproxima bastante a la realidad procesual que con él
queremos nombrar. Además algunos de los sentidos secundarios que conlleva nos facilitan mostrar su
relación con el habitus, más bien con el “hábito” de Peirce (Hacer fuerte impresión en el ánimo una cosa o
noticia), y con la identidad (Personificar, representar alguna idea. Representar un personaje). No creemos que
por ello haya que descartar ni los otros dos términos posibles ni algún otro que pueda aparecer. Cfr.
Diccionario de la Lengua Española. Madrid. Espasa-Real Academia. 1992 (21ª edición).
20 Cfr. R. Jenkins, o. cit.: 74-75.
21 Cfr. P. Bordieu & L. Wacquant, o. cit.: 133-134: y P. Bordieu, 1991, cap. I.4.
22 Cfr. E. Scarry (1985): The body in pain. Oxford. Oxford Univ. Press. y a. Giddens, 1991: 42-63.
23 Cfr. M. Foucault: “Body/power”. Power/Knowledge.
24 Y aquí el ciborg que, según D. Haraway (1991: Parte III), es la identidad mítica y monstruosa que
nos muestra en nuestra condición contingente actual y nos hace patente que lo que hoy está en juego es el
tipo de identidades (selves) individuales y colectivas que se van a construir en la actual semiosis orgánico-
tecno-mítico-textual.
25 Cfr. H. L. Dreyfus & S. E. Dreyfus (1992): What computers can’t do: the limits of artificial
intelligence. (New edition). Cambridge (Mas.). MIT Press. Es el desvelamiento del sueño (o pesadilla) que
lleva a determinaos científicos e ingenieros a intentar reconstruir el sistema categorial y representacional
básico del ser humano y elaborar así un programa que aprenda a aplicar estrategias previas a situaciones
nuevas.
26 Cfr. p. ej., M. Douglas (1970): Natural Symbols. London. The Cesset Press.
27 Tenemos nuestras dudas sobre la respuesta, pero ninguna sobre la absoluta pertinencia de la
pregunta planteada por H. Dreyfus y P. Rabinow “Can there be a Science of Existential Structure and Social
Meaning?”, C. Calhoun, e. LiPuma & M. Poston (eds.) (1992): Bordieu. Critical Perspectives. Chicago,
Chicago Univ. Press. pp. 35-44.
28 Cfr. P. Bordieu & L. Wacquant, o. cit.: 68-71; y P. Bordieu, 1991, cap. I.5.
Cfr. Th. Caplow (1984): “Rule Enforcement Without Visible Means: Christmas Gift Giving in
29
Hermeneutics: M. Morey: “La cuestión del método”. M. Foucault: Las tecnologías del yo. Pp.- 29-30.