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Bajo control

Omar Tiscareño

I
Cuando terminé mi trabajo, presioné con gran ímpetu la tecla Enter. Escuché entonces un
chillido muy agudo, casi sofocado, pero perceptible, duró un segundo o poco más. Creí
que había averiado algún componente de mi computadora portátil. Tal vez ya era hora de
descansar, pronto amanecería. Siempre me dejo llevar por las cosas, mi investigación me
atrapó y no podía hacer más que terminar.
Para guardar, quise presionar las teclas Ctrl+G, pero algo falló. Pareció que la
tecla Ctrl no funcionaba. Ya me había pasado antes con distintas teclas: una vez cayeron
trozos de comida chatarra que impedían oprimir la barra espaciadora, en otra ocasión,
aserrín; a decir verdad, era común que algo, cualquier cosa, cayera por el teclado sin que
me diera cuenta.
Nunca limpié el teclado, sólo presionaba más fuerte hasta hacer funcionar las
teclas. Esta vez fui por un mondadientes y comencé a jurungar el teclado. Cuando saqué
la punta detecté lo que parecía sangre, sangre color bermellón, como un rojo amarillento.
Pensé que el mondadientes ya había sido utilizado, sentí un poco de asco. Fui por
otro, me aseguré de que estuviera limpio y repetí la acción. Al sacarlo encontré plastas de
una masilla extraña, como la que se forma a veces entre los dientes. Tuve, nuevamente,
la impresión de que en realidad era sangre cuajada.
Rasqué por todos los bordes de las teclas y encontré masilla de diferentes colores:
verde, que asocié con lagaña o con moco; café, que me remitió a costras arrancadas; y
beige, que parecía un montón de pequeños pellejos.
Dejé de rascar pues mi estómago se contraía. Presioné nuevamente Ctrl y
escuché una vez más ese chillido agudo. Me sorprendí un poco. Volví a hacerlo, pero ya
no escuché nada. Soporté la náusea e intenté jurungar debajo de esa tecla cuando de
pronto algo, no sé qué, empujó el mondadientes y se escondió en otra tecla, en la B.
Me exalté, estaba seguro de que aquello no era un insecto, era algo anómalo.
Corrí con prisa por una lupa. Acerqué mi lámpara de estudio hacia el teclado. Con la
mano izquierda buscaba por entre los estrechos usando la lupa, mientras que con la otra
rascaba (procuraba que mi sombra no estorbara).
Era obvio que ya no estaría en la tecla de antes, así que continué por la E
pensando que se habría ido de un extremo del teclado al otro. Recordé que en esta zona
había rascado la masilla beige. Cuando empecé a escudriñar con más cautela me di
cuenta de que eran diminutas partículas de polvo, parecía una pequeña duna, una playa
calcinada por el sol artificial de mi monitor. Descubrí pequeñas huellas recién marcadas,
las perseguí, se perdían por la L, las encontraba después por entre la C y la E, señalaban
nuevamente hacia la B y de allí ya no había huellas, todo fue como un juego cíclico, como
una vuelta en U.
Presioné esa tecla con un poco de miedo, pero con algo de fuerza, escuché ese
sonido, como si pisara a una rata, y aquella cosa corrió, yo sólo la perseguí con la lupa un
buen rato, lo suficiente para hacer una descripción: tenía diminutas escamas como si
fuesen formadas por la mugre; tenía muy pocos pelos, cortos y chamuscados; ¿pies?, a lo
mejor seis, no sé bien, todos tenían ampollas; tenía bastantes trocitos de, creo yo, sal
brillante, quizá eran sus ojos.
Así fue, pues, que la iba correteando. Se estacionaba debajo de una tecla y yo la
presionaba con fuerza para espabilarla, había momentos en que no salía y tenía que
insistir pulsando de nuevo, en cada apretón el sonido chirriante que comenzaba a
excitarme. Sentía que yo era como un dios, uno verdadero y castigador, sentía que su
chillido eran súplicas que yo ignoraba, no tenían importancia, él había provocado mi
enfado porque me asustó, nunca procuró tener un contacto amigable, sólo se escondía y
me lanzaba ese maldito chillido.
Corría a través de este pequeño laberinto. Debo admitir que tenía un poco de
inteligencia —quizá era un lector ideal de todo lo que escribía, tal vez reconocía cada
pulsación y se entretenía con mis textos—: corría hacia la izquierda tratando de resolver
la salida, seguido llegaba a Ctrl y de allí chillaba con aún más tristeza de no liberarse;
recordé al minotauro, su llanto y su soledad. Tuve una leve necesidad de terminar con su
vida.
Me detuve, observé todo lo que había rascado. Las pequeñas dunas habían
perdido ese peculiar encanto que sólo podía revelarse con la lupa. Dejé de atormentarla
un poco para observar detenidamente su tan limitada ciudad debajo de mi teclado. La
zona verde profundo era en realidad una minúscula selva formada de musgo seco y
cabellos que simulaban ser lianas; la café, pedruscos de galleta y cutículas amontonadas,
era la zona más alta y rocosa —míticas montañas sagradas—. Así fui maravillándome
poco a poco de tan característicos paisajes ahora destruidos por mi saña. Sentí un poco
de pena, casi tristeza.
Mientras me afligía, me concentré en determinar qué paisaje sería aquel que
circundaba la tecla Ctrl, la rojiza. No encontraba nada sorprendente, sólo masilla más fina
del mismo color. Rasqué la tecla hasta jalar un pequeño bulto de diminutas piedras.
Enfoqué más la lupa hasta encajar una terrible imagen en mi pecho, era una fracción de
esqueleto aberrante parecido al de aquél en vida —la monstruosidad nunca tiene tamaño
—.
Ya exaltado, busqué de nuevo a aquella criatura. Presionaba con casi toda la
palma el teclado y muy pronto se avivó la inusual figura. Esta vez arremetí a matar con los
dedos índices. Esta extraña cosa se había hecho de energía insólita y escapaba como
gacela sorprendida.
Llegó, como era de esperarse, a esconderse bajo Ctrl. Esta vez le daría una
salida: la muerte. Di un puñetazo tan insensato a esta parte de mi computadora, que la
tecla se desprendió y la perdí de vista; se apagó todo el equipo. En su hueco estaba aquel
insecto infernal muriendo, rompí todos sus huesos como si fuese una cucaracha que
crujía en mis manos, como una hoja seca o una galleta salada.

II
Entregué mi trabajo. No sé cuándo lo guardé, pero estaba en mi memoria, lo imprimí en la
escuela. Sus signos, perfectamente bien escritos, sin caracteres de más, no delataron
ninguna extrañeza.
Regalé mi computadora a un amigo, dice que no está tan sucia y que funciona
perfectamente bien. Le creo, pero no me arrepiento de haberme deshecho de ella:
—Ya te digo, todo está funcionando muy bien, pero sólo hay una cosa: como que
hay algo bajo Ctrl, por eso no se pulsa bien.

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