Vous êtes sur la page 1sur 10

LA PASIÓN SEGÚN EL OBSESIVO1

Manuel Contreras R.

Revisando los siempre frescos historiales clínicos Freudianos, uno no puede menos que
convencerse de la existencia de un eterno psicoanalítico.
Tal esencia no es ubicable en las conceptualizaciones teóricas; admitirlo así sería
renunciar a la razón, pues un saber inconmovible y permanente equivale a la verdad y
exige fé.
Más bien parece que lo inmanente del quehacer analítico radica en el re-conocer los
sinuosos caminos del amor y en tener la voluntad de re-correrlos sin la intervención del
cuerpo.
Aunque no podemos decir que esa es la tarea explícita de nuestros congresos, lo
cierto es que las reuniones de los analistas suelen girar en torno a las cosas que ocurren en
los consultorios. El sello distintivo de esta reunión reside en que, como en el caso de San
Lucas, médico relator de hechos que no presenció, nos ocuparemos hoy de
acontecimientos pasionales, remotos y no precisamente propios. Nos adentraremos pues
en el analizar Freudiano.
Dejando de lado a Schreber, que es un caso que se cuece aparte, Freud nos enseñó
en los otros cuatro (Juanito incluido), que sólo dejándose amar y refrenando el propio
amor y el amor propio, puede el analista ayudar a [4] otro ser a descifrar los tortuosos
caminos inconscientes que motivan y caracterizan su transferir.
Dejarse amar no significa ser incondicional con los pacientes, aunque tal saber, hay
que admitirlo, no nos fue legado por Freud siempre de manera explícita. Tenemos
conciencia de sus fracasos y de estos hemos extraído también conocimientos. Nadie puede
negar, por ejemplo, mi involuntaria complicidad en el despectivo abandono de que lo hizo
objeto Dora, ni las consecuencias negativas del amor que tan públicamente le prodigara al
noble Ruso que soñara lobos.
Más oscuro se nos aparece lo ocurrido con el intrincado Dr. Lorenz, de cuya
muerte prematura no cesan algunos de lamentarse por considerar que esa eventualidad ha
impedido medir los alcances de su análisis con Freud.

1
Publicado originalmente en Cuadernos del Área Clínica. Revista de la Facultad de Psicología U.A.N.L., no.7, julio
de 1989. Los números entre corchetes que aparecen en el texto indican las páginas en el original – W.
Contamos sin embargo, además del relato oficial del caso, con las notas originales
que Freud tomó durante los primeros cuatro meses de los aproximadamente doce que
duró el análisis y con la presentación que él mismo hizo del caso en la Sociedad
Psicoanalítica de los miércoles.
Con estos documentos a la mano tenemos tal vez más elementos para inferir lo que
pasó con el hombre de las ratas que si contáramos con un testimonio desde su longevidad.
Lo que sí requerimos de manera ineludible para poder comprender no sólo lo que
pasó en ese análisis sino en cualquiera, es decantar esa esencia del trabajo psicoanalítico de
la que hablaba en un principio para luego, a la luz de ella buscar algunos datos claves del
análisis en cuestión y en función de ello extraer algunas conclusiones.
Así pues comenzaré afirmando que aunque en términos generales un análisis sólo
parece requerir de la presencia de un analista y de alguien dispuesto a analizarse, tal
premisa estará incompleta si no reúne ciertas condiciones especiales. [5]
Condición “sine qua non” es, por ejemplo, que quien va a analizarse logre vencer
sus reticencias y esté dispuesto a depositarse en manos de otro en cuyo saber y en cuya
ética confía.
Este acto de aspecto tan inocente y contractual, dista mucho de ser un mero
alquiler de servicios y constituye más bien un verdadero pacto de amor cuya profundidad
es insondable y que en consecuencia no está al alcance de cualquiera.
Es habitual que quienes acuden al psicoanalista lleguen buscando ser amados o
quejándose de que no lo son de manera suficiente, ignorando por supuesto, que no es en
las ofertas de amor donde encontrarán el sentido de su vida, sino en la acción de amar de
ellos mismos. Desde Freud se sabe que quien no ama a otro tarde o temprano resulta
ahogado por el amor propio.
Querer a otro implica reconocer que no se tiene todo, por lo que podemos ir
diciendo que lo que se ofrece en el amor es lo que falta, es decir, lo que no se tiene. Ama
pues quien le ofrece su carencia a otro.
Quien esté convencido de que lo tiene todo, de que nada le falta, de que al
contrario le sobra, ese podrá ser mezquino o generoso, pero nunca amante. Temerá de
todos que quieran despojarlo, como los ricos, o dará a manos llenas, como los santos, pero
ni unos ni otros podrán analizarse. Tal vez podrán a tiempo parcial comprar un terapeuta
o donarán a muchos los secretos de la salvación, pero no podrán nunca vivir la experiencia
de un análisis.
Ama quien busca en otro lo que no tiene y es también de esa manera y no de otra
como se inicia la transferencia con el analista.
Pero para que un análisis comience tampoco es suficiente con el mero amor
imaginario.
No podemos olvidar que el enamoramiento más primitivo y fácil es aquel que se
establece con la propia imagen, [6] no importa si ésta es reflejada en un espejo de cristal o
en otros ojos. Son de todas formas visiones que fascinan y que no conllevan riesgos. El
espejo, como es mudo, siempre mira como es mirado, nunca rechaza ni exige pruebas.
Quienes conocen de amores saben que los encuentros que así se establecen no
pueden durar mucho. Si se disuelven oportunamente suelen evocarse como recuerdos
gozosos, pero si se prolongan más allá de lo indispensable terminan agriándose y
convirtiéndose en una lucha de reclamos mutuos. Por eso los espejismos del Don Juan
exigen siempre ser fugaces.
En cambio la relación de amor capaz de perdurar exige una voluntad de entrega
que no está exenta de riesgos, pues es un acto que cuando menos momentáneamente deja
al sujeto amoroso expuesto ante el amado. Amado de quien por supuesto se espera y se
desea reciprocidad pero la cual de ninguna manera está garantizada. Si lo estuviera no
habría riesgo y sin riesgo no se ofrece amor. En esto como en los juegos de azar, el que no
arriesga no gana.
Así pues, para que una relación de amor se dé, incluida la analítica, no basta con
querer ser amado. Su inicio se marca siempre por una apuesta en la que se pone en juego
la propia imagen.
Ningún catálogo de emociones infantiles está completo sin el recuerdo del salto de
trapecio, espectáculo circense fascinante que vale como metáfora para explicar lo que
ocurre en el inicio de toda relación analítica.
El trapecista se lanza venciendo toda reserva y durante un instante flota en el vacío,
confiado totalmente en la destreza de otro sujeto que sabrá sostenerlo hasta en tanto
pueda volver a la seguridad de sostenerse por sí mismo.
Hay por supuesto muchas otras formas de tener y retener pacientes, todas ellas
fincadas en la fascinación del intercambio especular, pero sólo hay una manera de [7]
comenzar un psicoanálisis: cuando el paciente, con todo lo que eso implica, le declara su
amor al analista y éste lo sostiene sabiendo perfectamente que aunque a él se le declara, no
es a él a quien ama. Si luego de esto recordamos que es el amor transferencial la materia
prima con la que el análisis trabaja, queda claro que un análisis puede comenzar mucho
antes o mucho después que el primer encuentro en el consultorio. O puede no iniciarse
nunca a pesar de innumerables horas de diván, o puede tener un inicio fallido que no
conduzca nunca a un análisis si el analista no sabe reconocer el amor transferencial en
quien lo busca o se aprovecha de él para otros fines.
El momento de la declaración de amor por parte del paciente es por cierto
también el punto en donde el psicoanálisis se distingue de las relaciones de amor en
general, distinción que corresponde establecer más al analista que al paciente.
Habitualmente, cuando alguien declara su amor a otro, éste tiene sólo dos
alternativas de respuesta, o acepta y de esa manera retribuye lo que recibe, o rechaza con o
sin agradecimiento. EL psicoanalista no acepta ni rechaza, sostiene, escucha y participa en
el arduo y apasionante trabajo del desciframiento. Así pues, la declaración posibilita, sin
garantizar, el psicoanálisis.
A partir del establecimiento del amor transferencial, el analista queda en
posibilidades de permanecer legítimamente en su sillón durante el tiempo que el
analizando lo requiera, lo cual no significa que durante ese tiempo vaya a resultarle fácil
conservarse en él. De hecho la lucha consigo mismo para sostenerse allí siempre es difícil.
Como lo sabe todo gambusino del inconsciente, el afecto no viene nunca en estado
puro. Las pepitas de amor vienen siempre mezcladas con el odio. Surgen así las
seducciones, las rivalidades, las acusaciones, los intentos de dominación con el dinero, con
el tiempo, con el cuerpo, con el silencio, con el sufrimiento, en fin, con los infinitos
recursos de que dispone el narcisismo acorralado del analizando para desalojar al sujeto
envidiado y amenazante del lugar de supuesto saber que en su calidad de [8] analista
ocupa.
El analista sabe, o debe de saber, no todo lo que el analizando le adjudica, pero sí,
que si logra aguantar poco a poco, detrás de los cada vez menos intensos embates
agresivos comenzarán a develarse los miedos, las inseguridades, las exigencias y el temor a
la muerte. La novela irá dando paso a otra historia tal vez menos bella o aterrorizante pero
más cierta y el deseo se irá expresando de otro modo, ya no tan tiránico, ya no tan
irrespetuoso. Y sabe también que entonces comenzará a aparecer la genuina gratitud.
Esta ya no se dirigirá al analista omnipotente a quien hay que apaciguar, a quien se
ama pero también se odia, sino que comenzará a orientarse hacia otro ser humano, sujeto
también del amor y la pasión, cuyo mérito mayor es su propio deseo de prestarse a ocupar
el lugar del analista y su sentido de la ética que le permite sostenerse en él.
Lo anterior quiere decir que el análisis sí es susceptible de tener un fin. Acaba
cuando se produce la destitución del analista, entendiendo a éste no en su carácter de
individuo, sino como lugar, el lugar del sujeto supuesto saber.
Si finalizado el análisis surge una amistad entre los dos sujetos que en él
participaron, consecuencia esperable pero no inevitable, y si ésta perdura
interminablemente, eso no debe confundirse con lo interminable o no del psicoanálisis.
En base a ello podemos afirmar que no puede haber más que un análisis en la vida
de cada quién. Si ya una vez quedó claro para alguien que, al menos en éste mundo, dioses
no hay, y que es por tanto absurdo querer ser uno de ellos, no se puede volver a ser
creyente.
Lo anterior no excluye que un análisis pueda intentarse con varios analistas antes
de encontrar a uno en cuya compañía se adquiera el convencimiento de que no hay nadie
que pueda llenar el hueco de lo perdido y que no hay nadie que pueda llenar el hueco de
lo perdido y que no [9] obstante eso, la vida ofrece la alternativa de gozar si se descubre el
secreto de dar lo que se tiene a quien no es.
Con este bagaje en mente intentemos ahora adentrarnos en el análisis de un famoso
obsesivo: el hombre de las ratas.
El 1º de octubre de 1907, un abogado judío de casi 30 años se presentó en el
consultorio de Bergasse 19. Se sentía extraviado con respecto a muchas cosas y su
demanda era que el profr. Freud lo ayudara a encontrarse.
La confusión que lo aquejaba lo había llevado a una parálisis casi total. No había
comenzado a ejercer profesionalmente a causa de ello ni tampoco había logrado compartir
su vida con ninguna mujer que no fuera su madre, aunque de opciones no carecía.
Llegó con Freud porque en medio de su angustia se topó con su libro sobre el
lapsus y algo le indicó que ese aficionado a los enredos de palabras bien podría ayudarlo a
salir de su propio atolladero.
Hombre precavido, no se compromete de inmediato. Consulta con su madre,
depositaria de una herencia que él no siente suya y regresa al día siguiente con su
anuencia.
Pocos días después relata el abigarrado tormento de las ratas que además de
ganarle su mote constituyó el leitmotiv de su análisis.
Desde el primer momento Freud se orienta a ubicar y destapar en él las fantasías
agresivas reprimidas, por supuesto en absoluta concordancia con la manera en que el
paciente se presentó, es decir, angustiado por su idea de causarles daño a dos personas que
él amaba.
Durante los días siguientes, con gran ingenio y tenacidad, el profesor va
mostrándole al paciente su odio no reconocido. Acorralado y asustado por el acoso, el
paciente le pide garantías que Freud no vacila en ofrecerle. [10] De hecho no sólo lo
reasegura sino que argumenta con él, se esfuerza en convencerlo, lo alimenta, en fin, se
porta bien.
Mientras tanto, en Lorenz se agudiza la lucha consigo mismo. Le asusta tanta
bondad. No puede confiar en alguien a quien maneja.
Todos los días inventa insultos que narra entre disculpas y que luego el profesor le
regresa genialmente interpretados. Luego de algún tiempo, Freud finalmente se percata
del miedo que con señas le hace ver que siente por estarlo ofendiendo y entonces, al
mostrárselo, aparece nítidamente, en palabras de la madre, el relato del origen de su
imagen.
A los tres o cuatro años, él no lo recuerda, durante un descomunal berrinche
después de haber sido castigado, su padre, en presencia de la madre, asombrado le marca
su destino: “Este niño será un gran hombre o un gran criminal”. Es la madre quien atesora
y repite con placer el vaticinio hasta que Paul llega con ella a compartirlo.
El desenmascaramiento del origen de su insobornable rebeldía ante cualquier
autoridad como precio del reconocimiento especial por parte de la madre, sella el inicio de
su análisis con Freud, pues habiendo admitido ante él su miedo y su debilidad no ha
sufrido ningún daño.
Aunque con el realto Freud se percata que el origen del desafío a la orden del Cap.
Novak y la angustia concomitante se remonta hasta el padre, tal vez el momento del
nacimiento del niño no fue reconocido por él en su debida trascendencia. Lo cierto es que
a partir de entonces comienza el Dr. Lorenz a reescribir su verdadera historia, a veces
inclusive tolerando las distracciones que Freud le impone por su interés en la investigación
del símbolo, del odio, de la vida infantil y de la rivalidad con la figura paterna.
De lo que comienza a hablar y lo hace sin cesar, es de su incapacidad de amar. [11].
Menciona a una serie de mujeres que él ha despreciado y de quienes fantasea que
siguen estando a su disposición. María Steiner a quien dejó porque tenía un hermano
idiota; Rëserl, a quién robó un beso y que aún cuando estaba comprometida le daba
esperanzas a él; Adela, la que tocando el piano solía hacerle la corte; Lise O. y Lise II, la
ofrecida hija rica de los Rubensky; a más de las Shügsenen tales como mucamas,
enfermeras, hijas de posaderos y empleadas postales. Todas se desvivían por él y ninguna
le llenaba el ojo. Al menos eso decía para encubrir sus inhibiciones.
Solo su prima Gisa Hertz lo obsesionaba. Casualmente la única que lo había
rechazado. La verdad es que no le perdonaba tal afrenta. Cuando supo que se casaría
fantaseaba en ser el jefe del marido y humillarlo hasta hacerla a ella doblegarse; hacía
escarnio de sus problemas ováricos sin detenerse a pensar que él mismo tenía un testículo,
en fin, que tras de su aparente amor seguía lamiéndose la herida narcisista que ella le había
infligido con su negativa.
Otro de sus temas recurrentes era su decepción de los varones. En la búsqueda de
un hombre fuerte en quien creer, había confiado en su amigo Braun hasta que descubrió
con dolor que sólo se valía de él para llegar hasta su hermana Gerda.
El Dr. Springer, en cuyos brazos se arrojó cuando volvió lleno de angustia de las
maniobras de Galizia, era demasiado ingenuo e incondicional. Fue él quien al día siguiente
de su llegada a Viena bondadosamente lo acompañó a la oficina de correos a girar las 3.80
florines del contra-reembolso. Pero el bien sabía que pagar los espejuelos, si bien le
mitigaba la angustia, no bastaba para que dejara de sentirse un criminal.
En fin, era evidente hasta aquí que el Dr. Paul Lorenz no tenía a quién creer.
En medio de esta narración deshilvanada de su novela, el perfil del padre aparece
como el de un hombre interesa[12]do, inescrupuloso, rudo, bueno para nada y
fraudulento. Y aunque no lo decía, es totalmente inferible que su padre, ante su madre,
valía muy poco.
La madre novelada en cambio era la dama rica, gentil, de esmerada educación,
víctima abnegada del patán de su marido y digna de mejor suerte. Ella por supuesto
cifraba su esperanza de ver reivindicado su linaje por las acciones de sus descendientes,
entre los cuales se contaba Paul.
Incluido como hombre en la serie de seres devaluados, era esperable que al inicio
del análisis Freud fuera transferencialmente visto como el Pärch avaricioso, sucio y servil
que bien quisiera ofrecerle las mujerzuelas de su Freudenhaus a un caballero como él, tan
guapo y de tan elevada posición social.
Sin embargo, poco a poco, la constancia del prof. Freud, su ética y su interés van
permitiendo que se opere el milagro psicoanalítico. Su figura se va agrandando. Deja de
ser el cerdo que se hurga la nariz para irse llenando de prestigio y riqueza hasta llegar a ser
deseado como suegro, lo que es lo mismo, como padre. Y al mismo tiempo la historia de
Paul y la apariencia de su mundo van cambiando.
El padre vergonzante, vulgar, inculto y soldadesco se hace más aceptable con sus
virtudes de militar simpático, de jugador a veces muy afortunado, de hombre amable,
apreciado, cabal y gozador.
La madre tampoco escapa a la transformación y en ella se torna aparente su
mezquindad, sus deshechos pestilentes, su vanidad, su mal olor, su ambición extrema y sus
eructos.
Habla entonces de un sueño en el que el padre vuelve y él experimenta una alegría
inmensa no obstante los reproches de la madre. Poco después “hasta llega a decir que todo
lo malo de su naturaleza le llega del lado materno”.2[13]
Freud se alegra con él de sus éxitos sexuales con la costurera, primicias de su goce,
y poco después interrumpe sus notas, aunque en otra parte nos hace saber que el paciente
rehusaba el dinero de su herencia paterna porque la madre en el fondo la consideraba sólo
suya, y que al año dejó el análisis para ir a ganarse la vida por sí mismo.

2
Freud, S., “Apuntes originales sobre el caso de neurosis obsesiva”, Obras completas vol.X, Buenos Aires, Editorial
Amorrortu, 1980, p.233.
Pero no puedo cerrar el relato sin antes decir que, a mi modo de ver, la historia de
las ratas que tantas y tan brillantes deducciones produjo, fue solo un significante
lingüístico para que Lorenz expresara sus mezquindades narcisísticas, sus rencores, sus
protestas por las cuotas y en general sus reservas amorosas, aunque finalmente se
convirtiera también en un recurso para complacer a su analista, tan interesado como
estaba en los deslizamientos del lenguaje.
A manera de ilustrar los efectos del análisis, he transcrito íntegro éste pequeño
fragmento del documento.
El 18 de octubre, a escasos días de iniciado su trato con Freud, confesó a éste “una
acción deshonesta cometida cuando ya era adulto. Estaba jugando al veintiuno y había
ganado mucho. Anunció que iba a apostar todo en la mano siguiente y que después dejaría
de jugar. Llegó a diecinueve y durante un momento pensó si debía seguir, después
desordenó el mazo como al descuido y vio que la carta que seguía era realmente un dos, de
manera que al darle vuelta, él tenía veintiuno”.3
Entre este sujeto timorato y ganancioso, y el que habiendo entendido que en el
juego y en el amor no pueden pedirse garantías y se lanzó a la vida a construirse un
destino, uno puede razonablemente suponer que se produjo un cambio.
Pero en fin, si Lorenz se concilió consigo mismo y si logró amar y gozar no importa
mucho ya. Lo que sí lo hace acreedor a nuestra gratitud es que si bien nos escatimó su
testimonio de viejo, con su muerte nos enseñó que nadie puede renegar de su nombre o
de su padre sin consecuencias sobre su vida misma. Su prematuro fin y su mor-[14]taja de
uniforme de campaña representaron en alguna forma, no por tardía menos genuina, su
reconciliación con el Cap. Frederich, su padre, y al mismo tiempo la recusación inapelable
del grandioso pero alienado destino que su madre pretendió infundirle.
Al cerrar el caso Freud nos dejó el testimonio de sus propias reflexiones en aquel
momento y a través de ellas, sobre todo de ese tratado de buen amor que incluyó en el
tercer punto de la parte teórica del caso, podemos reconocer el salto que dio entonces el
naciente psicoanálisis.
Salto descomunal, pues la situar el problema de las neurosis no ya en la sexualidad
y en los instintos, sino en el conflicto amor-odio, sacó al psicoanálisis definitivamente del
campo de las ciencias naturales y lo ubicó legítimamente entre las modernas ciencias
humanísticas. Gracias a ello tenemos ahora claro que sexualidad y agresividad son
manifestaciones biológicas no privativas del ser humano y que si bien éste posee cuerpo,
filogenia y circunstancialmente conductas animales, no es a partir de allí que puede
entenderse su deseo. Las citas que Freud hace de Hamlet y del diálogo del banquete son
constancia inequívoca de que sus preocupaciones habían comenzado ya a cambiar y que se

3
Op.cit., p.221.
preparaba el terreno para su estudio sobre el narcisismo, piedra angular del amor y sus
vicisitudes.
Ahora sabemos, gracias a varios de sus escritos posteriores y a los de algunos que lo
sucedieron, que la explicación para ese agotador y paralizante conflicto que Lorenz
padecía entre el amor y el odio radica en el subyacente combate que todo neurótico libra
entre los dos narcisismo, es decir, entre el amor a sí mismo y el amor a otro, entre el
aferramiento al mundo de lo imaginario y la inclusión en el nivel de lo simbólico.
Cuando se ama imaginariamente, el otro sólo existe como comparsa de un Yo cuya
única aspiración es ser amado. Así, se odia y se desdeña en el otro todo lo que escapa a la
adulación del tiránico sí mismo. El obsesivo diría: te odio en todo lo que no me amas. Te
odio por no ser lo [15] que yo deseo que seas, pero al mismo tiempo te deseo, pues si te
sometieras y me amaras incondicionalmente perderías tu valor y te harías acreedor a mi
desprecio. Lo mismo me ocurriría a mí si yo te amara sin reservas; me desvaloraría y no
sería ya el depositario de la admiración ajena. A veces esto también se da por duplicado y
así vemos parejas eternamente querulantes que más parecen unidas por el odio que por el
amor.
Pero el odio, a juicio mío, no es la otra cara inseparable de todos los amores.
Simbolizar significa colocar lo perdido en otra parte y los seres humanos aman cuando
habiendo renunciado a su aspiración de ser completos, vislumbran, aunque se engañan,
que cada quien tiene lo que a otro le falta y que es mejor compartir las carencias y gozar de
ello que marchitarse solitariamente exigiendo corifeos.
Les aclaro que tampoco sostengo, no soy tan iluso, que alguien, al menos en esta
vida, logre amar inmaculada y absolutamente, pero no invalida mi creencia de que la
capacidad de crear y de gozar es inversamente proporcional al amor imaginario o
narcisista en tanto que el odio es su expresión directa.
A manera de corolario sólo agregaré, en homenaje al legado de Freud y su paciente,
que también hemos podido entender que nadie como el obsesivo sufre el enorme peso del
deseo materno insatisfecho. La avidez del hombre de las ratas por creer en un hombre que
lo librara de la estocada donde lo abandonó el padre es muestra fehaciente de ese
sufrimiento.
Los obsesivos, hombres y mujeres, llevan siempre sobre su cuerpo el peso de un
destino que otro cumplió, pero no siempre, ni siquiera generalmente, se aparece tal
designio como una exigencia, sino más bien como una imagen excelsa a la que se ofrenda
la existencia. Es como si el obsesivo convirtiera su cuerpo en un santuario destinado a
venerar la imagen que le fue legada en forma de amor de madre.
Oprimido por tal peso no puede amar como un mortal [16] cualquiera; no puede
poner en riesgo la imagen que de sentido a su vivir.
Como ocurre con todo neurótico, aunque en esto el obsesivo es ejemplar, nada se
les aparece más temible que el goce, fascinación a la que difícilmente los mortales
podemos sustraernos y que nos hace olvidarnos de nombre, imagen e indumentaria.
Conjuros, inhibiciones, rituales, racionalizaciones morales son todos medios para
protegerse del riesgo de perder la imagen.
Y cuando a pesar de todo aparece el amor con todos sus peligros, éste es sentido
precisamente como una pasión. Ante un deseo irrealizable por los riesgos que conlleva, el
obsesivo, que se pasa la vida pagando por ver, sólo puede consumirse calladamente tras de
su máscara inmutable. La pasión, justamente lo contrario de la acción, no lo pone en
peligro, aunque tampoco le permite gozar del amor con otro. Inflamado, mientras
languidece de pasión sin poder tocar el cuerpo de la amada, sólo puede esperar
fervientemente que sea ella quien lo desencante. El drama es más evidente en el hombre
que en la mujer obsesiva, pues el papel de la bella durmiente que espera inmóvil a su
enamorado es culturalmente premiado en las mujeres; sin embargo no sólo hay hombres
sino también mujeres que no han logrado nunca mover un dedo por otro.
Es así que la pasión, el amor padecido en vez de actuado, es más propio de quienes
se sienten destinados a grandes empresas, pues ellos no se pertenecen a sí mismos como el
resto de los mortales, corridos del paraíso imaginario pero más libres para gozar de las
bondades de este mundo.
Y es paradójico pero cierto – y con esto termino para dejar abierto otro comienzo –
que sea precisamente el psicoanálisis, relación pasional por antonomasia, justamente el
lugar donde se pueden descubrir las bondades de la acción.

Vous aimerez peut-être aussi