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EL JARJACHA
I
Se abrió paso entre la multitud, buscando alejarse del bullicio del carnaval,
pero para su mala suerte quedó atrapado entre los bailantes cuando hacían sonar
sus silbatos. El trompetista marcó el ritmo de la marcha y los demás músicos lo
siguieron. En ese momento, Alonso se preguntó una vez más si Huaytará era
realmente el apacible pueblo del que le había hablado su profesor de Sociales.
Cada año, el grupo de tercero de secundaria viajaba a alguna comunidad
fuera de la ciudad para compartir unos días con la población, aprender del
contacto con la naturaleza y familiarizarse con estilos de vida distintos. Por
lo general, el lugar escogido era alguna población cercana con la que el
colegio establecía relación varios meses antes.
Aquella vez, contaban con la entusiasta acogida del párroco de la
comunidad de Huaytará, un poblado a casi 3.000 metros de altura sobre el
nivel del mar, rodeado de montañas, naturaleza y vestigios del pasado inca.
El joven sacerdote creía en el buen efecto del turismo vivencial y se había
preocupado de cuidar todos los detalles de la visita. Incluso organizó un
carnaval fuera de temporada para el día de la despedida.
El desfile de comparsas estaba por comenzar y Alonso buscaba la manera
de escabullirse del lugar antes de que apareciera el párroco y tratara de animarlo
a bailar junto a sus compañeros. En ese momento, el grito aterrado de una mujer
se impuso al barullo.
—¡Está muerto! ¡El padre José está muerto!
La confusión se propagó entre los que festejaban en la plaza y pronto no
se oyó otra cosa que lamentos y preguntas incompletas. ¿Qué pasó?
¿Cómo? ¿Cuándo? En las miradas de la gente solo había interrogantes para
las que nadie parecía tener respuesta.

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Los policías preguntaron cuándo habían visto al padre José por última
vez y doña Fortunata, la cocinera, les dijo que al despedirse de él la noche
anterior. Los escolares de visita habían cenado con él. Recordaban que había
comido un choclo y un trozo de queso, acompañados de mate de coca. El alcalde
también cenó con ellos, aunque más abundantemente que el padrecito, y don
Pascual, el jefe de los ronderos, caminó con el párroco de regreso a la iglesia,
luego de que ambos acompañaran a la señorita Azucena, la profesora de la
escuela, hasta su casa.
Al parecer, ninguno había visto al sacerdote en las últimas horas. Ya
pasaba el mediodía cuando la señora de la limpieza encontró el cuerpo
semidesnudo del párroco, tendido boca abajo sobre el piso de la sacristía y
con una única herida mortal en la nuca.
Para la policía local, algo no encajaba: el muerto estaba en la iglesia
pero no había indicios de lucha ni de robo. Además, el pantaloncillo corto y la
camiseta que llevaba puestos estaban húmedos en la parte frontal, del lado
que quedaba contra el piso de loseta, aunque en el lugar no había ningún
recipiente de agua roto. Tampoco otras huellas que no fueran las del propio
sacerdote.
Un elemento inquietante apareció en la parte posterior de la iglesia,
del lado que daba a la cancha de fútbol. Al pie de una de las hornacinas
trapezoidales de doble jamba del muro, se veía el desorden de huellas de
zapatos y pisadas de animal, en lo que parecía haber sido una lucha entre hombre
y bestia.
Las patas impresas en la tierra mostraban la marca de dos dedos, lo que
hizo pensar que se trataba de un auquénido y, debido al tamaño de la
huella, solo podía ser un guanaco o una llama; aunque la profundidad de
la pisada indicaba que era al menos dos veces más pesado que un animal
normal. Sin embargo, lo verdaderamente extraño era que el rastro del
animal no iba a ninguna parte, desaparecía en el alboroto de huellas. Las
pisadas humanas, por el contrario, se alejaban con dirección al río.
El incidente puso fin anticipado a la fiesta de despedida y los visitantes

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aguardaban en la plaza principal el autobús que los llevaría de regreso a
casa, cuando un rumor comenzó a correr entre la gente. Pronto el susurro
tomó forma convirtiéndose en una única frase reconocible: el jarjacha.
—Parece que fue el jarjacha el que mató al padrecito —dijo la profesora
Azucena, que acompañaba al grupo.
—¿Qué es un jarcha? —preguntó una de las chicas.
—Jarjacha —corrigió Alonso, digitando velozmente sobre la pantalla de
su celular—. No hay mucha información en internet. Según lo que dicen,
es una especie de monstruo mitad llama y mitad hombre. Algo como un
minotauro andino. Aunque a veces se presenta solo con forma de llama.
¿Y eso existe? —replicó la chica algo nerviosa.
—Claro que existe —se apresuró en contestar la profesora Azucena—.
Se le escucha gritar por las noches. Hace un ruido como jar,jar,jar, por eso lo
llaman jarjacha.
Alonso se encogió de hombros e hizo una mueca incrédula. Había
leído mucho sobre mitología clásica, sabía que quería estudiar
mitología andina al terminar el colegio y era un entusiasta seguidor
del cine de terror como para creer que ese tipo de personajes existían.
—Es real —insistió la enfermera, que acababa de llegar—. Yo lo
escuché gritar una vez, pero la gente del pueblo lo ha oído varias veces.
—Si es así, ¿por qué no lo atrapan? —reclamó Alonso.
La pregunta quedó flotando sin respuesta, pues en ese momento el
autobús que esperaban ingresó a la plaza por una de las calles laterales.
El tutor del grupo alzó la voz y comenzó a dar indicaciones para abordar.
Pero aún no era tiempo de partir. El fiscal designado para el caso había
solicitado que nadie abandonara el pueblo hasta que él pudiera recoger sus
declaraciones. El problema era que el funcionario tardaría dos días en llegar a
Huaytará.
La postergación del viaje de regreso significaba para los visitantes una

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nueva oportunidad de escuchar historias sobre aquel temible monstruo y su
temible deambular por las comunidades de la zona.
II
La muerte del padre José anuló cualquier iniciativa de la gente del pueblo
para involucrar a los visitantes en las tareas de la comunidad. Cada uno
volvió a sus labores cotidianas y pronto la silenciosa rutina aburría a los
foráneos.
Ese mismo día, mientras se acercaba la noche, la gente se iba
convenciendo de que había aparecido un jarjacha en el pueblo. El recelo se
reflejaba en los rostros, y cada quien miraba a su vecino como buscándole
pecados ocultos. La inquietud se extendía como un murmullo ahogado que
solo parecía repetir una pregunta: ¿quién será la siguiente víctima?

Lo que nadie podía comprender era por qué había atacado al sacerdote.
Según decía la gente, el monstruo buscaba por víctimas a personas que
mostraban cierta inclinación hacia la maldad. Afirmaban que perseguía a
cuatreros, mentirosos o asaltantes; aunque, en versión de los ancianos, el
jarjacha tenía especial interés por aquellos que se dejaban llevar por la lujuria
y el deseo sexual sin control, principalmente si el objeto del deseo era algún
familiar cercano como la propia madre, el padre, los hermanos o los hijos. En
pocas palabras, el jarjacha había demostrado ser un monstruo con debilidad por
el incesto.

Debido a esa característica común entre las víctimas, la pregunta ¿por qué el
padrecito? seguía sin encontrar una respuesta. Tanto los feligreses como quienes
no lo eran se negaban a creer que el párroco pudiera ser un objetivo para el
monstruo. El padre José era incapaz de meterse en líos, decían.
- Al contrario —aseguraban los ancianos—, jamás se le había visto
enojado y mucho menos discutiendo con alguien.
¿Y no será por eso? Quizá el condenado le contó su pecado en la
confesión y cuando el padre José trató de detenerlo para que no siguiera
haciéndole mal a alguno de sus familiares, entonces lo mató —supuso

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don Jeremías, el antiguo cuidador del cementerio, mientras acomodaba
las flores en el jardincito de su casa. Para esto de lanzar conjeturas, don
Jeremías era bastante rápido.
—Pero ¿cómo podría recibir la confesión de un jarjacha? —preguntó
Alonso, para quien la idea de recibir en confesión a un monstruo mitad hombre
y mitad animal no tenía ningún sentido.
—El jarjacha no es un monstruo todo el tiempo —aclaró la señora que
vendía el mate hervido con cañazo al lado de la iglesia—. Durante el día es un
hombre como cualquier otro. Solo se transforma por las noches. Ese es el castigo
que le toca por acostarse con sus familiares.
—Por eso ataca el cerebro de los pecadores —apuntó el encargado de la
posta médica—.Dicen que los vuelve locos mostrándoles en lo que se
convertirán, y los incestuosos, al tratar de huir, se desbarrancan o se ahogan.

—¿Trata de alertar a los demás? —preguntó Alonso.


—¿Quién sabe? —contestó un chiquillo que iba guiando a sus ovejas por
el camino de regreso al pueblo— Él es un condenado, nunca se sabe por qué
hace lo que hace.
Ya era completamente de noche cuando Alonso decidió reunirse con
sus compañeros de clase en la posada de doña Amelia. Todavía tenía muchas
preguntas por hacer, pero no quería ganarse una llamada de atención de su
maestro por no regresar a tiempo para la cena.
Esa noche, la comida fue rápida y silenciosa, sin el entusiasmo del cura
preguntándoles por todo lo que habían hecho en el día, alentándolos a
participar en las habituales carreras matutinas que él mismo organizaba y
programando las actividades del día siguiente. Los escolares de visita ni
siquiera probaron el guiso de habas que tenían en el plato, apenas lo revolvieron
un poco antes de engullir algunos panes con queso y dulces comprados en la
bodega.

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Alonso pensó en lo diferente que habían sido las noches anteriores y echó
de menos al padre José. Era bajito, no medía más de un metro sesenta, pero
jugando al fútbol parecía agigantarse, dribleaba con habilidad entre los más altos
y, un par de veces, lo habían visto frustrar ágilmente jugadas aéreas que parecían
fuera de su alcance. «Si tu mente está convencida de lograrlo, tu cuerpo la
seguirá», les dijo en una ocasión el cura al ver la expresión de sorpresa en la
cara de los chicos. José Quispe decía tener más de 30 años, aunque la delgadez
de su cuerpo y el brillo constante en su mirada lo hacían lucir de menos de 20.
En ese momento, Alonso recordó que el cura había comentado, en algún
momento, que había crecido en la casa parroquial.

— ¿Es cierto que el padre Jorge era huérfano, doña Amelia?


—Su madre murió al poco tiempo de llegar al pueblo. Era una chiquilla
no mayor que ustedes, entre 14 y 15 años, que había escapado de la casa en
la que vivía con su padre y dos de sus hermanos cuando los terroristas invadieron
su pueblo. Caminó durante toda la noche y casi al terminar el segundo día llegó
aquí. Se desmayó en frente de la puerta de la iglesia con su bebé recién nacido
en los brazos. Pasó varios días en cama antes de poder atender a su hijito.
—¿Y el papá?
Dicen que lo mataron los terrucos. Alonso no se atrevió a seguir
preguntando y guardó silencio. Probó el guiso que se enfriaba en su plato; no
sabía mal, aunque a él nunca le había gustado el sabor de las habas. Iba a
empujar el plato cuando notó que doña Amelia lo miraba complacida: era el
único, de todos los visitantes, que había probado su comida esa noche. Sin
responder a las sonrisas de su anfitriona, se llevó algunas cucharadas más a la
boca y las tragó sin saborear antes de optar por el pan con queso.
La alarma del celular le advirtió que tenía una invitación para jugar en línea.
—Maldito, ¡tienes internet! —vociferó Juanjo, uno de los chicos que
pasaban el día quejándose por la falta de wi-fi en el pueblo.
—Trabajé en las vacaciones para pagarlo —respondió Alonso de manera
lacónica mientras elegía las armas de su guerrero y establecía sus alianzas. La
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siguiente hora solo pensó en eliminar zombis y monstruos espaciales.

III

Por primera vez en los últimos siete días, la mañana para los escolares de
visita no había comenzado al amanecer con tareas inusuales para ellos como
ordeñar a las vacas o alimentar a los cuyes.
Alonso despertó pasadas las 7 a. m., y mientras desayunaba, se sorprendió
de lo aburrido que se presentaba el día sin un programa de actividades
organizado para él y sus compañeros, así que decidió armarse uno: investigar la
muerte del padre José. No era un plan muy detallado, pero al menos era algo
para comenzar.
Abrió el bloc de notas de su celular y revisó los datos que había recogido la
tarde anterior sobre el jarjacha, añadió una página sobre el padre José y otra con
información del pueblo. Bebió un sorbo más del cocido de quinua que le habían
servido y le pidió a doña Amelia que si le preguntaban por él, dijera que salió a
caminar. Miró el reloj, eran las 9:30 a. m.
La iglesia estaba al final de una calle empinada. Avanzó hacia allá, pero
pronto se desvió hacia el mirador. Desde ese lugar podría observar el valle
completo y ubicarse mejor. Una cadena de montañas cercaba el pueblo, pero le
pareció ver un sendero que subía por la roca. Hacia abajo se veía el río
Sanguiniyoc cruzando el valle de este a oeste. Todo lo demás eran pastizales.
Dejó el mirador con dirección al río. En la pampa pastaban las vacas que
él y sus compañeros de clase habían aprendido a ordeñar en los últimos
días. Con más confianza que en el pasado, cruzó por entre el grupo que
arrancaba los brotes de hierba silvestres y las florecitas amarillas de sunchu y
siguió de largo hasta el río. La tierra húmeda cedió suavemente bajo sus pies
y estuvo a poco de resbalar, pero saltó sobre una zona firme y se estuvo allí por
un rato. No sabía qué buscar. Si alguna persona o monstruo había llegado al
pueblo a través del río, no tenía forma de encontrar sus huellas sobre esa tierra

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fangosa. Se entretuvo un rato lanzando piedras al río antes de regresar sobre
sus pasos y tomar el camino de la montaña.

Encontró el sendero que se veía desde el mirador, subió por él hasta


que el viento comenzó a sentirse más frío y el pueblo quedó debajo de sus
pies. A su alrededor solo se veían arbustos, hierba y alguna que otra lagartija.
El suelo duro no conservaba huellas de ningún tipo. Dejó el camino y se
internó entre la maleza hasta que la vegetación se hizo tan intrincada que
casi tuvo que ponerse de rodillas para avanzar. No, tampoco encontró nada
por allí, salvo las huellas de algún cuadrúpedo con patas bastante pequeñas.
«Cuadrúpedo de dos dedos», escribió en su celular, pero la búsqueda no dio
resultados en internet, por lo que fotografió las marcas para buscarlas después.
En ese momento, una punzada en el estómago le recordó que hacía buen rato
que no comía nada. Miró el reloj, marcaba las 2:47 p.m.

Eran cerca de las 5: 00 p. m. cuando estuvo de regreso en el pueblo. Ya no


había almuerzo en la posada, por lo que tuvo que conformarse con un trozo de
carne y unas papas cocidas que quedaban en la cocina. Al ver a la hija de doña
Amelia desgranando choclos junto al lavadero, aprovechó para enterarse de lo
sucedido durante su ausencia.

—Esta noche saldrán a cazar al jarjacha.

Anoche varios vecinos lo escucharon gritar y hoy se armó el grupo que saldrá
a atraparlo. Si lo escucharon, ¿por qué no salieron anoche?
- Porque nadie debe enfrentarlo solo. El jarjacha es muy fuerte y enloquece
a la gente para matarla. Dicen que si te encuentra caminando solo, te queda
mirando directamente a los ojos y te hipnotiza. Por eso la gente debe ir en
grupo y evitar su mirada para poder capturarlo.
Otra referencia a la mitología clásica pensó Alonso, recordando que el poder
de la Medusa griega también estaba en la mirada petrificante. Instintivamente,

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activó el bloc de notas en el celular y apuntó: «Paralizar de miedo, una
característica común entre los monstruos del inframundo».
¿Podré unirme al grupo? —preguntó Alonso, más pensando en voz alta que
consultando, realmente, con la chiquilla. —Pregúntale al alcalde —alcanzó a
decir la muchacha cuando él ya casi había llegado a la puerta.
Antes de buscar al alcalde, supuso que debía ver de cerca el lugar donde
hallaron al muerto. Apuró el paso para aprovechar la última luz del día y en
pocos minutos tuvo en frente la iglesia.

Construido sobre una sólida y elegante edificación prehispánica, el templo


católico lucía imponente bajo los últimos rayos del sol. Alonso volvió a
maravillarse con la juntura perfecta de los bloques de piedra en los muros inca,
«unidos por empalme sin pegamento», murmuró, recordando lo que les
había dicho el padre José al mostrarla. Tenía ese pensamiento en la cabeza
cuando tropezó con las piedras amontonadas frente a una de las hornacinas
exteriores. Estaban allí para aislar las huellas que habían llamado la atención de
la policía. Siguiendo el curso de las huellas, Alonso percibió unas finas líneas
que iban del embrollo de pisadas hacia la vereda aledaña a la iglesia, en sentido
contrario a las marcas de zapatos que se dirigían al río. Tomó algunas
fotografías con su celular y regresó junto a la hornacina, donde unos puntitos
amarillos resaltaban sobre la base del muro. Al mirarlos de cerca, notó que eran
restos de sunchu, regurgitados y envueltos en saliva.

—Escupitajo de llama, sin duda.


Ya casi era de noche, por lo que al inclinarse para recoger un poco de la
saliva en un pañuelo de papel, le pareció notar un breve destello de luz en
la parte baja de la hornacina, exactamente en la juntura de la última piedra
y el escalón del piso. Trató de ver más, pero la oscuridad hacía imposible
cualquier intento.
Activó el brillo en la pantalla de su celular, lo intensificó al máximo y
acercó el aparato a la base de la hornacina. En ese momento, notó un detalle
que había pasado por alto: el borde del escalón del piso tenía barro. Eran una
línea de unos 14 0 15 centímetros, como si alguien hubiera apoyado la
punta del zapato tratando de alcanzar algún punto en el interior de la

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hornacina. Tomó un par de fotografías más antes de irse.
En la puerta de la iglesia encontró al alcalde y a varios pobladores armados
con varas y fierros para comenzar la ronda esa noche. Alonso dijo que iba a
rezar y se escabulló en la iglesia sin darles tiempo de reaccionar. Una vez
adentro, caminó directamente hacia la sacristía. La puerta estaba cerrada pero,
por suerte, la señora Rosa estaba allí; ella ayudaba al padre José con la limpieza
y siempre tenía una copia de la llave. Tal como se imaginaba, todo se
encontraba en orden. A excepción de la pequeña línea de barro entre dos
de las piedras de la pared. En el interior del edificio no había hornacinas de
doble jamba, pero Alonso estuvo casi seguro de que la línea de barro coincidía
en lugar con la que se encontraba en el exterior.
IV
Mientras regresaba a la posada de doña Amelia, Alonso vio al grupo de
cazadores alejándose del pueblo. Miró el reloj, eran cerca de las 8 p. m.

La gente del pueblo era pacífica y la mayoría no había salido jamás de


cacería. Los que sí tenían experiencia se sentían un poco más inquietos que
sus compañeros. Ellos sabían que una cosa era ir en busca de algún zorro o un
puma que afectaba los rebaños y otra, muy distinta, era seguir el rastro de un
monstruo al que nadie había visto y al que solo conocían por lo que se decía de
él.
La temperatura iba alcanzando sus puntos más bajos según avanzaba la
noche, aunque la euforia de la búsqueda y el temor por el encuentro llenaban
de calor el cuerpo de los cazadores. Las luces de las linternas alborotaban la
quietud del campo y eso provocaba ruidos inesperados que mantenían en
alerta a los cazadores.
Los hombres regresaban cansados por el camino de la montaña. Ya casi
habían desistido de la búsqueda por esa noche, cuando el alboroto de unos
arbustos los espabiló. De pronto, una enorme llama saltó frente a ellos, en un
torpe intento de escapar.
El grupo se reorganizó y rápidamente cercaron al animal. Lanzaron
una manta para cubrirle la cabeza y evitar que hipnotizara a cualquiera

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de ellos. La llama, con la cabeza cubierta y sin poder escupir a sus atacantes,
se defendió como pudo lanzando patadas al aire y sacudiéndose pero solo
consiguió provocar la ira de los cazadores, que terminaron por dominarla
con violencia.

Los hombres estaban dispuestos a seguir el procedimiento para deshacerse


un jarjacha, que tantas veces habían oído: golpear a la bestia hasta matarla.
Sin embargo, uno de los cazadores, y buen amigo del difunto, propuso
esperar al amanecer, cuando el monstruo volvería a transformarse en hombre,
pues así conocerían al atacante del padrecito y podrían castigarlo por
asesino y por incestuoso.
Otro de los comuneros apoyó la propuesta, aunque a este le interesaba
más lo que se decía del poder de los condenados de olfatear las huacas ocultas
y de su disposición a colmar de riquezas a cualquiera que se enterase de su
secreto, con el objetivo de mantener oculta la maldición que pesaba sobre él.
Atado como lo tenían, llevaron al animal a un granero y aguardaron allí
hasta que salió el sol.
Una mezcla de decepción y alivio invadió a los hombres cuando vieron
que el auquénido mantenía su forma. Definitivamente, no había ningún
monstruo oculto en esa hermosa y fuerte llama. Aunque, para salir de cualquier
duda, la dejaron encerrada en el granero el resto del día.
V
Alonso había pasado buena parte de la noche tratando de descubrir, en
medio del silencio de la noche, algún sonido que se pareciera al jar-jar-jar que
los vecinos de Huaytará decían escuchar. Todo esfuerzo le fue vano. Por la
mañana, sin embargo, el único comentario que corría entre los vecinos era
sobre los espantosos gritos del jarjacha que se habían escuchado toda la noche.

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Alonso se preguntó si tenía alguna repentina incapacidad auditiva o si los vecinos
estaban influenciados por la imaginación.

Mientras buscaba a alguno de los cazadores de la noche anterior,


encontró al oficial de policía del pueblo. Habían jugado en el mismo equipo
durante el último partido de fútbol organizado por el padre José y se trataban
con familiaridad desde ese momento. Alonso se enteró por él de la cacería fallida.
—Es posible que la llama pertenezca al asesino —comentó Alonso—. El
que mató al padre José es un hombre y está huyendo de algo. Quizá solo sale
por la noche para no ser No creo que tuviera el objetivo de matar al padre
José, pero lo hizo temiendo ser descubierto.
—Interesante teoría —dijo el comisario, con el tono condescendiente que
usan los adultos cuando los niños pretenden saber de más—, pero eso no
explica cómo llegó el muerto a la sacristía y por qué estaba en ropa interior.
—Al asesino le preocupaba que lo siguieran si dejaba el cadáver en el
río, entonces recordó una entrada secreta a la sacristía. Le quitó la ropa porque
estaba con barro.
En ese momento, el policía ya no sonreía.

La teoría de Alonso sonaba demasiado precisa como para ser solo


eso. ¿Acaso el muchacho estaba involucrado en algo raro? Alonso había
orientado la caminata hacia la iglesia para mostrarle sus
descubrimientos de la noche anterior. —La última noche, el padre José
estuvo acompañado hasta cerca de las lo. En la cena casi no comió porque
planeaba meditar. Es probable que saliera a caminar cerca del río y allí
encontró a su asesino. Él lo conocía, quizá se saludaron y el padre siguió su
camino con confianza; en ese momento, el hombre lo golpeó en la nuca.
Como el pueblo dormía, arreó su llama por la calle principal. Las huellas
de zapatos y patas son las del asesino y su animal cargando el cadáver. El
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padre José era delgado, sin embargo, su peso era mayor de los 30 kilos que
soportan los auquénidos, así que esa llama debe ser muy grande. Cuando se
liberó de la carga, el animal volvió a caminar casi sin dejar huellas, algo típico
de los auquénidos, ¿no es así?

El policía no contestó, solo seguía la descripción con atención.


—Mire esto —continuó, indicando la línea de barro que persistía en el
borde inferior de la hornacina—, el asesino pisó aquí. ¿Para qué?
—Para mover la piedra que está suelta —al decir eso, empujó el bloque
inferior del muro y la roca se movió de su lugar—. Metió el cadáver,
acomodó la piedra desde adentro y salió por la puerta de la iglesia. La llama
estuvo esperando pero algo la asustó y la hizo huir. Al correr debió arrastrar
la manta que llevaba en el lomo y eso ayudó a borrar su rastro. Los puntitos
amarillos en el escupitajo son el sunchu que mordisqueó cerca del río. Por
eso, cuando el asesino volvió y no la encontró, bajó al río para buscarla. Creo
que para atraparlo deben usar la llama como carnada.
Esa misma noche se organizó una nueva cacería y esa vez dio resultados
positivos. Entre las cosas del capturado, se encontró la ropa del padre José,
abundante propaganda terrorista y algunos cartuchos de dinamita. Uno de los
vecinos lo reconoció. Dijo que algún tiempo atrás se había presentado
como comerciante y pedido albergue al padre José. A cambio, le había
ayudado con algunas reparaciones en la sacristía.
VI
A la mañana siguiente, cuando el fiscal designado para el caso llegó al
pueblo encontró que el asesino había sido capturado e identificado como
uno de los terroristas buscados desde hacía meses por la policía de la zona.

Los vecinos de Huaytará volvieron a mirarse con confianza y celebraron


que ningún jarjarcha se encontrase entre ellos. Aunque, por las dudas, dejaron
encerrada durante algunos días más a la llama requisada al asesino.
Finalmente, los estudiantes de visita estaban listos para volver a casa, y el
comisario aprovechó la despedida para recomendar a Alonso que se convirtiera
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en policía. «Serías un buen detective», le dijo estrechándole la mano. Alonso le
agradeció y subió al autobús sin hacerle promesas; él nunca ofrecía lo que
no sabía si iba a cumplir. Aledaño: colindante, contiguo; que limita con.

VOCABULARIO
-Apacible: tranquilo, pacífico.
Auquénido: término que agrupa a las especies de camélidos nativas de América del
Sur.
Cañazo: bebida alcohólica elaborada a base de caña, aguardiente.
Comparsa: grupo de personas que, vestidas de manera similar, participan en
festividades como el carnaval, desfilando, bailando y cantando.
-Condescendiente: en sentido positivo, el deseo de complacer y dar gusto al otro; en
sentido negativo, amabilidad forzada que implica un sentimiento de superioridad
-Cuatrero: ladrón de ganado.
-Deambular: caminar sin dirección determinada.
-Driblar: en el fútbol y otros deportes, esquivar al oponente avanzando con el balón.
Embrollo: enredo, confusión.
-Empalme: unión o acople de dos cosas.
Engullir: tragar la comida apresuradamente, sin masticarla. -Espabilar: avivar,
despertar, poner atento.
-Feligrés: persona perteneciente a una determinada parroquia.
-Fiscal: funcionario público que lleva a cabo la investigación criminal y presenta las
pruebas ante el juez en nombre del Estado.
Foráneo: extranjero, forastero. Ajeno al lugar.
-Guanaco: animal silvestre que pertenece a la categoría de los auquénidos.
-Hornacina trapezoidal de doble jamba: rasgo típico de la arquitectura inca, es una
cavidad en forma de trapecio, con dos piezas verticales que sostienen el dintel, que se
deja en las paredes de los templos para colocar imágenes u ofrendas.
-Huaca: en la religión incaica, lugares sagrados habitados por divinidades, en los

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cuales se depositaba ofrendas y realizaba sepulcros.
-Incesto: relación sexual entre individuos relacionados por parentesco, entre los que
está prohibido el matrimonio.
-Inframundo: mundo de los muertos y los espíritus.
-Lacónico: breve, conciso.
-Lujuria: apetito sexual excesivo, incontrolable, socialmente inaceptable y
considerado anormal.
-Minotauro: monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro, proveniente de la
mitología griega.
-Mitología: conjunto de narraciones maravillosas de un pueblo o cultura, que
usualmente explican el origen del mundo o acontecimientos importantes para dicho
grupo humano.
-Petrificante: transformar o convertir en piedra. También, figuradamente, dejar a
inmóvil de asombro o terror.
-Prehispánico: término general que se utiliza para nombrar las culturas y el periodo
histórico previos a la conquista española de América.
-Regurgitado: expulsión, por la boca, de sustancias contenidas en el estómago;
vomitar.
-Ronda: organización autónoma comunal de defensa que surgió en las zonas rurales
del Perú como respuesta a la ausencia de protección estatal. Se llama ronderos a sus
miembros.
-Sacristía: en una iglesia, lugar empleado exclusivamente por el sacerdote, donde se
viste y están guardados los objetos que se utilizan para la misa.
-Sunchu: arbusto de flores amarillas que crece en los valles altoandinos.
-Vestigio: huella, señal o resto de algo que ya no está.
-Tutor: persona encargada de orientar a los alumnos de un curso.

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