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AES TRIPLEX

ROBERT LOUIS STEVENSON

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LOS CAMBIOS labrados por la muerte son en sí mismos tan brutales y definitivos,
tan terribles y melancólicos en sus consecuencias, que este hecho se mantiene aparte en la
experiencia del hombre, y no tiene paralelo sobre la tierra. Sobrepasa todos los accidentes,
pues es el último de ellos. Algunas veces salta de repente sobre sus víctimas, como un
asesino; otras veces somete a un sitio continuo a su ciudadela y tarda algunos años en
tomársela, y cuando su asunto está realizado, deja una dolorosa devastación en las vidas de
otras personas, y arranca el clavo del que muchas amistades subsidiarias pendían. Hay
sillas vacías, caminatas solitarias y camas individuales durante la noche. Además, al
llevarse a nuestros amigos, la muerte no se los lleva por completo, sino que deja detrás
suyo un residuo burlón, trágico e intolerable, que debe ser afanosamente disimulado. De
ahí un capítulo entero de aspectos y costumbres asombrosas, desde las pirámides de Egipto
hasta las horcas y los túmulos. Las personas más pobres tienen algo solemne cuando se
dirigen a la tumba; los epitafios restauran lo menos memorable; y en orden de preservar
alguna muestra de respeto por nuestros viejos amores y amistades, debemos acompañarlos
con las más severas y absurdas ceremonias, mientras el coche fúnebre alquilado espera ante
la puerta. Todo esto, y muchas cosas de la misma suerte, acompañado de la elocuencia de
los poetas, ha recorrido un largo camino para inducir a la humanidad al equívoco. Además,
en muchas filosofías el error ha sido asumido, y asumido con todo tipo de lógicas; aunque
en la vida real el bullicio y el ajetreo al conceder a la gente poco tiempo para pensar, no les
deja tiempo suficiente para equivocarse peligrosamente en la práctica.
De hecho, aunque de pocas cosas se habla con más temerosos susurros que de esta
perspectiva de la muerte, pocas tienen menos influencia sobre la conducta bajo
circunstancias saludables. Todos hemos oído hablar de ciudades de Suramérica construidas
sobre las faldas de empinadas montañas, y de cómo, aún en ese ambiente tremendo, los
habitantes no están ni un tris más impresionados por la solemnidad de su condición mortal
que si estuvieran cultivando jardines en la más fértil esquina de Inglaterra. Se celebran
serenatas, cenas, y hay mucha galantería bajo los mirtos. Y mientras tanto, los cimientos
tiemblan bajo los pies, las entrañas de la montaña gruñen, y en cualquier momento, a la luz
de la luna, las ruinas vivientes pueden saltar hasta el cielo y arrojar al polvo a la humanidad
y sus festejos. En los ojos de la gente muy joven, y de los muy viejos, hay algo temerario y
desesperado en tal zona. No parece creíble que matrimonios respetables con sombrillas,
puedan tener apetito por la cena a escasa distancia de la montaña ardiente. La vida
ordinaria comienza a oler, a tener el aspecto de una gran bacanal, cuando se prosigue tan
cerca de una catástrofe; e incluso el queso y las ensaladas, según parece, difícilmente
pueden ser saboreados en tales circunstancias, sin cierto aire de desafío al creador. Este
debería ser lugar desierto, salvo para los ermitaños dedicados a la oración y la penitencia, o
para los pobres demonios entregados a una perpetua borrachera.
Y, sin embargo, cuando se lo piensa detenidamente, la situación de estos ciudadanos
sudamericanos es apenas un pálido reflejo del estado ordinario de la humanidad. Este
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mundo, que viaja ciega y velozmente en un espacio atestado, entre un millón de otros
mundos que viajan ciega y velozmente en direcciones contrarias, puede de repente chocar y
explotar al igual que una papeleta. ¿Y qué, considerado patológicamente, es el cuerpo
humano con todos sus órganos, sino una bolsa de petardos? El menor de los cuales es tan
peligroso al todo, como el polvorín del barco al barco; y con cada partícula de aire que
aspiramos, con cada comida que ingerimos, estamos poniendo uno o varios de ellos en
peligro; y si estuviéramos tan devotamente apegados (como algunos filósofos pretenden
que lo estamos) a la idea abstracta de la vida o estuviéramos la mitad de lo asustados que
pretenden que estamos ante el subversivo accidente que todo lo concluye, las trompetas
sonarían y nadie atendería su llamado a la batalla; la bandera de despedida podrá ondear en
el mástil, pero ¿quién abordará un barco que se pierde en el mar? Pensemos (si estos
filósofos estuvieran en lo cierto) .con qué preparativos de espíritu afrontaríamos los
peligros diarios de la mesa del comedor, lugar más mortal que cualquier campo de batalla,
donde la más grande proporción de nuestros antepasados dejaron sus huesos?
¿Qué mujer se aventuraría al matrimonio, el cual es mucho más peligroso que el mar
más agitado? ¿y qué significaría el envejecer? Pues, mirado desde cierta distancia, a cada
paso que damos en la vida encontramos la capa de nieve más delgada bajo nuestros pies, y
a nuestro alrededor y detrás de nosotros vemos cómo nuestros contemporáneos se hunden
en ella. Cuando un hombre se acerca a los setenta años, el que su existencia continúe es tan
sólo un milagro; y cuando tiende sus viejos huesos sobre el lecho para pasar la noche, hay
una sobrecogedora probabilidad de que no vea la luz del nuevo día. ¿Se preocupan por
esto, en realidad, los ancianos? Obviamente, no. Jamás fueron más felices. Tienen su trago
de ponche cada noche, y cuentan las historias más picantes; oyen acerca de la muerte de
personas de su edad, o aún menores, no como una terrible advertencia, sino con un placer
simple, pueril, de haberlos sobrevivido. Y cuando una corriente de aire podría apagarlos
como si de una vela que parpadea se tratara, o un ligero resbalón quebrarlos como si
estuvieran hechos de cristal, sus viejos corazones palpitan acompasadamente y sin temor, y
continúan, entre risas, muchos años, comparados con los cuales el Valle de Balaclava sería
tan pacífico y seguro como un campo de criquet de un pueblo en domingo. Se podría
tranquilamente preguntar (si consideramos el peligro únicamente) si fue una hazaña más
osada la de Curcio al sumergirse en el abismo, que la de un viejo de noventa años que se
desviste y se sube a la cama. De hecho, uno de los más memorables temas a considerar, es
ver con qué despreocupación y alegría avanza la humanidad por el Valle de las Sombras de
la Muerte. Se trata de unaselva llena de trampas, a cuyo final, para quienes temen el último
esfuerzo, está la ruina irrevocable. Sin embargo, vamos divertidos, como si se tratara de
una excursión para el Derby. Tal vez el lector recuerda una de las humorísticas ocurrencias
del deificado Caligula; cómo procuró una vasta concurrencia de personas en ánimo de
fiesta sobre un puente de la bahía Baiae; y cómo, cuando estaban en el clímax de la
diversión, lanzó a la Guardia Pretoriana a que los acometiera y los arrojara al mar. No se
trata de una mala reproducción en miniatura de cómo la naturaleza se comporta con la
transitoria raza humana. Sólo que, ¡qué amenazada se halla la excursión, incluso mientras
dura, y en qué profundas aguas, que ningún nadador podrá cruzar, en las que las pálidas
Pretorianas Divinas nos arrojan al final!
Vivimos el tiempo que tarda en consumirse una cerilla; hacemos saltar el corcho de
una botella de jengibre y el terremoto nos engulle un instante después. ¿No es extraño, no
es incongruente, no es, en el más elevado sentido de la razón humana, increíble que
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pensemos tanto en la botella de jengibre y tan poco en el terremoto que nos devora? El
amor a la Vida y el temor a la Muerte son dos frases famosas que cuanto más pensamos en
ellas son más difíciles de entender. Es un hecho bien sabido que una inmensa proporción de
los accidentes de barco jamás ocurrirían si la gente mantuviera la escota a mano, en lugar
de sujetarla; y sin embargo, a menos que se trate de un caballero de armas tomar o de un
marino profesional, todas las criaturas de Dios la sujetan. i Qué extraño ejemplo de la
despreocupación humana y de la desvergonzada osadía frente a la muerte!
Nos confundimos con frases metafísicas que introducimos a las conversaciones
corrientes. No tenemos idea de lo que la muerte es, aparte de las circunstancias y de
algunas de sus consecuencias para otros; aunque tenemos alguna experiencia de la vida, no
hay un sólo hombre sobre la tierra que se haya elevado tanto en sus abstracciones que tenga
siquiera una visión práctica del significado de la palabra vida.
Toda la literatura, desde Job y Omar Khayan a Thomas Carlyle o Walt Whitman, no
es otra cosa que una tentativa de contemplar la condición humana con tal amplitud de mira
que nos permita elevarnos de la condición del vivir a una Definición de la Vida; y nuestros
sabios nos dan casi la mejor satisfacción que está a su alcance, cuando dicen que es un
vapor, una apariencia, o que está hecha del mismo tejido que los sueños. La filosofía, en su
sentido más rígido, se ha aplicado a esta labor por años; y luego de que una miríada de
cabezas brillantes se han devanado los sesos en el asunto, y montañas de palabras se han
apilado unas sobre otras en secos y nebulosos volúmenes que no tienen fin, la filosofía
tiene el honor de exponernos, con modesto orgullo, su contribución: que la vida es una
Permanente Posibilidad de Sensación. ¡Verdaderamente un gran resultado! Un hombre
puede muy bien amar la carne, la cacería, o una mujer; pero con seguridad, no una
Permanente Posibilidad de Sensación. Puede sentir temor de un precipicio, del dentista, de
un enemigo armado de un garrote, incluso del enterrador; pero no ciertamente de la muerte
en abstracto. Podemos hacer trampa con la palabra vida en sus múltiples sentidos hasta
cuando nos fatiguemos de hacerlo. Podemos argumentar en los términos de todas las
filosofías que existen sobre la tierra, pero un hecho continúa siendo cierto: que no amamos
la vida, en el sentido de que estemos hondamente preocupados por su conservación; que lo
que amamos no es, propiamente hablando, la vida, sino vivir. En las ideas del menos
precavido hay un poco de previsión; los ojos de ningún hombre están absolutamente fijos
en la hora que pasa; pero aunque tenemos cierta anticipación de la buena salud, del buen
clima, del vino, de las ocupaciones, del amor, de la auto-estima, la suma de estas
previsiones no constituye para nadie una visión general de sus posibilidades y recursos.
Tampoco son aquellos que más las cuidan, los más escrupulosos en cuanto a su seguridad
personal. El estar hondamente interesados en los accidentes de la propia existencia, el
obtener el máximo provecho de la compleja textura de la experiencia humana, lleva a los
hombres a olvidar tomar precauciones y a arriesgar su cuello por cualquier cosa. Pues, con
seguridad, el amor a la vida es más fuerte en un alpinista que cuelga de un lazo sobre un
precipicio, o en un cazador que cabalga alegremente sobre una valla, que en una criatura
que vive a dieta y que camina distancias calculadas en interés de su constitución.
Sobre este asunto ambos bandos han pronunciado una buena cantidad de tonterías:
llorosos predicadores que reducen la vida a la mera dimensión de una procesión funeraria,
tan corta que difícilmente puede ser decente; y melancólicos incrédulos que suspiran por la
tumba como si de un mundo demasiado lejano se tratara. Ambos bandos deben sentirse un
poco apenados de sus logros cuando se acomodan en sus sillas para cenar. De hecho, una
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buena comida y una


botella de vino son una respuesta para la mayoría de los trabajos sobre este asunto.
Cuando el corazón del hombre se enciende por las viandas, olvida una buena cantidad de
sofistiquerías y se eleva hasta la rosada zona de la contemplación. La Muerte puede estar
tocando a la puerta, como la estatua del Comendador. Tenemos algo entre manos, gracias a
Dios, dejémosla pues que llame. Las campanas que llaman a duelo se escuchan por
doquier. Por todas partes, y a todas horas, alguien se está despidiendo de todos sus dolores
y éxtasis. También para nosotros la trampa está tendida. Pero estamos tan encariñados con
la vida, que no hay lugar para entretenernos con el terror de la muerte. Es una luna de miel
para cada uno de nosotros, y no la más larga. Poca culpa tenemos si entregamos nuestro
corazón a esta resplandeciente novia, a los apetitos, al honor, a la hambrienta curiosidad de
la mente, al placer de los ojos en la naturaleza, al orgullo por la agilidad de nuestro cuerpo.
Todos nosotros hablamos de las sensaciones. Pero en cuanto se refiere a preocuparse
por la Permanencia de la Posibilidad, la cabeza de un hombre se halla por lo general
desnuda y sus sentidos bastante embotados antes de que llegue eso. Sea que consideremos
la vida como una callejuela que conduce a un paredón, un fondo de saco, como dicen los
franceses; sea que la consideremos como un portal o un gimnasio, donde aguardamos
nuestro turno y preparamos nuestras facultades para algún destino más noble; sea que
gritemos en un púlpito, o nos lamentemos en libritos de poesía atea a propósito de la
vanidad de la vida y de su brevedad; sea que aspiremos a largos años de salud y vigor, o
estemos a punto de montarnos a unasilla de ruedas como paso previo al ataúd; en todas y
cada una de estas situaciones hay sólo una conclusión posible: que un hombre debe taparse
los oídos contra cualquier terror paralizante y correr el camino que le corresponde con una
mente tranquila. Seguramente nadie habrá retrocedido con mayor angustia en el corazón y
terror ante el pensamiento de la muerte que nuestro respetado filólogo Samuel Johnson; y,
sin embargo, sabemos lo poco que afectó su conducta, con qué sabiduría y osadía recorrió
su camino, con qué fresca y vívida vena habló sobre la vida. Ya viejo, se aventuró a viajar
por los Highlands; y su corazón, recubierto de bronce, no retrocedió ante veintisiete tazas
de té.
Como el coraje y la inteligencia son las dos mejores cualidades que un hombre puede
cultivar, corresponde a la inteligencia como primera tarea reconocer la precariedad de la
vida, y como la primera del valor el no dejarse abatir ante el hecho. Un aire franco y de
algún modo temerario, el no mirar con demasiada ansiedad hacia adelante, ni perder el
tiempo en sollozos plañideros respecto al pasado, son sellos del hombre bien armado para
este mundo.
Y no sólo bien armado para sí mismo, sino para servir a los demás como buen amigo
y buen ciudadano. No buscamos a los cobardes para proponerles cosas; no hay nada tan
cruel como el pánico; el hombre que siente menos temor por su propio pellejo, tiene más
tiempo para los demás. El químico aquel que decidió hacer sus paseos con zapatos de
hojalata, y que se alimentaba únicamente de leche tibia, logró que su trabajo se resintiera
por las preocupaciones de la digestión. Tan pronto como la prudencia hizo aparición en su
cerebro, como un hongo lúgubre, encontró su primera expresión en la parálisis de sus actos
generosos. La víctima comenzó a encogerse espiritualmente; comenzó a desarrollar una
afición por salitas con temperatura regulada y a extraer su moral de los zapatos de hojalata
y de la leche tibia.

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Los cuidados del cuerpo o del alma se vuelven tan definitivos, que todos los ruidos
del mundo externo comienzan a llegar débiles y adelgazados a la salita con temperatura
regulada; y los zapatos de hojalata avanzan uniformemente sobre sangre y lluvia. Ser
prudente en exceso es osificarse; y aquél demasiado escrupuloso termina quedándose fijo
en un punto. En cambio, el hombre que tiene su corazón a flor de piel y una veleta
rondando en su cerebro, que reconoce que su vida es algo para ser usado y arriesgado
alegremente, hace una muy diferente amistad con el mundo, mantiene sus latidos rítmicos
y rápidos, reúne ímpetus a medida que corre, y si su meta es algo mejor que un fuego fatuo,
puede convertirse al final en una constelación. El Señor cuida de su salud; el Señor toma
cuidado de su alma, dice. Tiene la clave de su posición y avanza entre el peligro y la
incongruencia hacia su meta. La muerte le apunta desde todos lados con sus baterías
preparadas, igual que a nosotros; sorpresas desafortunadas le rodean; amigos y conocidos
sujetan las manos en una suerte de sínodo elegíaco sobre su camino ¿y qué le preocupa de
todo esto a él? Siendo un verdadero amante del vivir, un hombre con algo espontáneo en su
interior, puede, como cualquier otro soldado, en cualquier otra guerra mortífera, apresurar
su paso hasta llegar a su objetivo. ` ` i Un título de nobleza, o la Abadía de
Westminster!",gritaba Nelson en su estilo brillante, juvenil, heroico.
Estos son grandes incentivos. No por ninguno de estos, sino por la simple
satisfacción de vivir, de ocuparse de sus asuntos de esta o de otra manera, el hombre
valiente y servicial de cada nación se arriesga en el peligro y salva los obstáculos de la
prudencia. Pensemos en el heroísmo de Johnson, en aquella soberbia indiferencia hacia la
limitación mortal que le fijó sobre su diccionario y lo llevó triunfante hasta el final.
¿Quién, de haber considerado prudentemente las cosas, se habría embarcado en un trabajo
más considerable que una postal de medio penique? ¿Quién habría proyectado una novela
por entregas, luego de que Dickens y Thackeray habían caído a mitad de camino? ¿Quién
habría hallado valor para comenzar a vivir, de haberse entretenido en la consideración de la
muerte?
Y al fin y al cabo, ¡qué equívoco tan lamentable y penoso en todo aquello! Privarse
de todas la ventajas de la vida en una salita con temperatura regulada, como si eso no fuese
morir cien veces y a lo largo de diez años sin interrupción. ¡Como si eso no fuera estar
muerto en vida, sin gozar siquiera de las tristes inmunidades de la muerte! ¡Como si eso no
fuera morir, y ser sin embargo los pacientes espectadores de muestro propio estado
lamentable! La Posibilidad Permanente se preserva, pero las sensaciones cuidadosamente
se mantienen al alcance de los brazos, como si se mantuviera una placa fotográfica en un
cuarto oscuro. Es mejor perder la salud como un dilapidador, que malgastarla como un
miserable. Es mejor vivir y encontrar la muerte viviendo que morir diariamente en una
habitación de enfermo. Empecemos pues nuestro folio. Aún si el doctor no nos asegura un
año de vida, aún si duda de que pueda ser un mes, tomemos un impulso valeroso y veremos
qué podemos hacer con una semana. No es sólo en las empresas concluidas en las que
advertimos labores útiles. Hay un espíritu en el hombre que supera el final más imprevisto.
Todos los que han deseado de corazón hacer un buen trabajo, han hecho un buen trabajo,
aunque hayan muerto antes de firmarlo. Todo corazón que ha latido con fuerza y
alegremente ha dejado tras de sí un esperanzador impulso, y ha mejorado la tradición de la
humanidad. Y aún si la muerte alcanza a la gente, como una trampa abierta, en mitad de
carrera, mientras planeaban vastos proyectos y gigantescos cimientos, inflamados de es-
peranza y sus bocas llenas de jactancioso lenguaje, si son, pues, detenidos y silenciados,
¿no hay algo valiente y animoso en tal final? Y, ¿no se entrega la vida de mejor grado
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arrojándola al precipicio, que regándola miserablemente, para terminar en un delta


arenoso? Cuando los griegos compusieron aquella hermosa frase de que los amados de los
dioses mueren jóvenes, no puedo evitar pensar que tenían sus ojos puestos en este tipo de
muerte. Pues seguramente, cualquiera que sea la edad en la que la muerte alcance a un
hombre, es joven para morir. No se tolera que la muerte arranque ni siquiera una ilusión del
corazón. En el clímax de la vida, con un pie en el punto más alto de la existencia, se pasa
de golpe al otro lado. Cuando aún se oye el ruido del mazo y del cincel, las trompetas
apenas comienzan a sonar arrastrando con él nubes de gloria, este espíritu afortunado y
lleno de vida, es lanzado a la vida espiritual.

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