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Héctor Libertella: la literatura a seis mil pies de altura

Es ya famosa esa frase de Fogwill -un poco altisonante, un poco chanta- en la


que dice “escribo para no ser escrito”. Se volvió una suerte de lugar común, de
frase fácil. Es, en cualquier caso, una respuesta posible a una pregunta
siempre acechante, siempre capaz de estirarse, de ponerse en abismo: la
pregunta de quién está hablando en un texto, quién habla a través de nuestra
voz ¿el discurso, nuestra subjetividad, nuestra época, etc.? En realidad, la
respuesta más certera es la que tira por la borda esa pregunta, la que se
despacha con una ocurrencia centelleante, la que cristaliza en una frase, un
gesto o una acción su desinterés por las reflexiones excesivamente profundas.
Así funciona -y por eso gusta- esta frase de Fogwill.

La literatura de Libertella –sus críticas, sus ideas repetidísimas, sus


obsesiones, sus chistes, sus slogans- parece deslizarse sobre ese tipo de
preguntas y brindar una respuesta precisa. Sabe balancearse entre el juego y
el análisis severo, entre la definición finísima y la ocurrencia disparatada, entre
la lectura de la letra y el abordaje teórico o de género.

Una manera de entrar a su obra, una manera como cualquier otra, es señalar
que Libertella siempre tiene grandes salidas, siempre te sale con alguna idea
fascinante, plena de humor e ingenio. Unas ideas siempre arbitrarias, que solo
reconocen al capricho del que habla como índice de verdad, una arbitrariedad
que desconoce el imperio del signo, que no le interesa encontrar entre la
práctica de escribir y la de leer (o de ser escrito) un intercambio comunicativo,
una producción de sentido. Simplemente se propone la escritura de su pasión,
la aceptación de una patología como la principal fuerza para enfrentar los
miedos y las conveniencias, para conseguir una voz que pueda “transmitir sin
comunicar”.

El que habla siempre es uno y habla porque sí, porque esa es su verdad.

Vivir atormentado de sentido

En estos tiempos de desesperación por alcanzar consensos y balances, en


medio de esta crisis de sobreproducción de sentidos -que se intenta paliar con
incentivos a la comprensión- se hace imperioso destacar su apuesta por la
singularidad, su esmero por desmembrar los presupuestos culturales que
pretenden acercarnos, que quieren convencernos de que no hay más remedio
que entendernos. Y esa confianza en la comunicación se sostiene en una
concepción del signo que hay que desbaratar. Libertella insistía en que la
literatura es eso que siempre guarda resistencia a la interpretación, que
siempre tiene un resto y que por lo tanto no es asimilable al pensamiento. Es
por eso que su lector ideal no está del lado del lector culto y racional, capaz de
descubrir todas las referencias de un texto, sino del que puede realizar en el
acto de leer una experiencia propia. Es algo que solo recuerda haber
observado en su infancia, cuando a los 10 años escribió su primera novela y la
dio a leer a sus amiguitos que participaban de “un mundo un poco salvaje, sin
lectura literaria, sin interpretación culta”. Esos son los lectores deseados, en los
que deberíamos convertirnos. Es lo que busca el mismo Libertella: llegar a leer
como un niño, leer como un mono, estar a la altura de su mito de origen: “a
aquellos monos me debo, a esa manera de leer sin la prótesis de la opinión o la
doxa”.

Esa inocencia, ese encuentro con la materialidad de la letra, es la que se


impone en tiempos donde reinan las relativizaciones. De modo que si el
ejercicio de la lectura ya no se limita a la búsqueda fría del punto de vista más
certero y adecuado para comprender, sólo puede entenderse el sostenimiento
de ciertas costumbres como un ritual absurdo, una hermenéutica de monjas de
clausura (de sentido), esa pantomima solemne que viene a rellenar lo que no
se ha dicho, un medida de salud pública que traduce la letra enferma,
incomprensible.

Estas costumbres son, en los diferentes libros de Libertella y en nuestra


actualidad: las decisiones editoriales, la crítica académica, los suplementos
culturales, los grupos de estudio, los disidentes, los transgresores. En fin, se
trata de cualquier forma de leer que procese textos para producir consensos,
que fuerce el texto a decir eso que todos tenemos en común y no está dicho,
que crea que lo no dicho es lo que hay que inventar y no el blanco sobre el que
se escribe. Y se trata a la vez de esa impostura que se esmera en elaborar el
interés y el entusiasmo que la lectura ya no genera por sí misma: “Un amigo
me decía que leer ya le dolía un poco. ¿Acaso leer intensamente ya duele un
poco porque pasó a ser una tortura que sólo cumple su disciplina física en los
ghettos, en los patios cerrados de algún salón literario o en el seno de la
Academia, como decir, sino, en los verdes campos de Treblinka?” Libertella no
se sonroja al decir que este modo de leer (ni al sugerir que quizás todos) es
aburrido. Estas lecturas ya no divierten a nadie –siempre solemnes niegan el
carácter lúdico, siempre centrando no juegan el juego de las diferencias-. Solo
pueden entenderse como el esfuerzo impostado de integrar comunidades, de
tolerar bodrios para pertenecer a la cultura.

Frente a este tipo de posturas, impone su abordaje inocente, que parte de


pequeñas iluminaciones, que encuentra en el barroco de Lezama y Sarduy un
origen para entender lo latinoamericano y que arma su corpus con Puig, Lihn y
Zelarrayán. Así responde a los grupos homologadores de sentido, esos que
escarban en la hondura del signo para lograr abrirlo, interpretarlo y completarlo.
Allá donde otros se buscan el cobijo de la cultura, Libertella propone una
confianza en las pulsiones propias, aunque uno termine leyendo su patología.
Porque quien lee confiando en sus impulsos sabrá encontrar eso que la letra no
dice y está en uno, esa diferencia que habita en uno mismo.

Cultivás tu aire ausente y despreocupado

Por eso en sus últimos libros se acerca a una escritura más fragmentaria.
Como en El árbol de Saussure o Zettel, donde abandona la argumentación y la
narración, de los que ya estaba cansado por ser funcionales al sistema de la
comunicación, por considerarlas “una práctica tan esforzada que hoy por hoy
ya genera aburrimiento (a mí; a mí ya me genera aburrimiento)”. Y por ser las
características de esos géneros estancos dados en llamar teoría y literatura.
Para desechar esa racionalización de la letra, se entrega a una lógica de mera
yuxtaposición, de pequeños destellos, pequeños fogonazos que iluminan con
una lógica particular ciertas partes del texto para oscurecer otras, para
espesarlas.

Libertella decía que escribir bien o escribir mal son “dos fantasmas teológicos”,
que se basan en “la eficacia mercadológica”, en el movimiento de oferta y
demanda. Pero así como cuestiona el hecho de que toda publicación está
condicionada por estos fantasmas, también sostiene la idea de que hay que
saber para quién se escribe. El escritor debe pensar cuáles serán los efectos
de su trabajo y debe elegir su papel en el mercado: “si aquí todo modo de la
práctica se incorpora como una presencia ya prevista por el mercado, entonces
toda mirada crítica –por materialista- lo registra y lo discierne en tanto ingenuo
o deliberado, pasivo, violento, seductor…”

El señalamiento fulminante es que no es posible escaparse de la literatura. Que


el mercado fagocita todo circuito escritor-lector, que tiene un lugar para la
vanguardia porque todo posicionamiento puede capitalizarse. Repetía “allí
donde hay un interlocutor, uno solo, se constituye un mercado”. Es, por lo
tanto, abstracta y teórica cualquier formulación del afuera de la literatura,
porque no puede sustraerse a la forma de circulación, al modo en que se
determina su valor de cambio. Toda búsqueda de instalarse en un afuera
implica una intención de esconderse de la literatura. Toda transgresión es,
finalmente, lumpen. Porque se enorgullece de su marginalidad fingiendo
desconocer que sus textos serán absorbidos por el mercado y porque no
comprende la necesidad de llevar adelante la disputa por el sentido, de luchar
por imponer nuestra verdad y no sentarse a esperar que otros lo hagan.

Por supuesto que la disputa no es frontal, que no están dados los medios para
imponerle una voz al mercado. Pero lo que sí es posible, dice Libertella, es
singularizarse, encontrar cómo decir a través de la astucia. Usa la imagen del
caballo de Troya (esa imagen con la que comienza el género novela): poder
entrar al terreno enemigo para desde allí desplegar nuestras ideas. La salida
no es la transgresión para romper con el discurso que habitamos, sino la
asunción del lugar que ocupamos, de nuestro lugar en el mercado. Se trata de
una reivindicación del ghetto, porque en la afirmación estratégica de un lugar,
en la práctica intensiva de una escritura personal, se puede trasmitir con más
potencia y alcance: “si hay límite, acaso es una división que sólo estimula su
deseo de pasear lo más extensamente adonde le esté permitido. Y hasta es
posible que, según el tamaño de ese deseo, el ghetto sea más grande que la
Aldea Global como conjunto”. Es, finalmente, un intento, en línea con Barthes,
de hacerle trampas al mercado, hacerle trampas a la lengua.

Algunas huellas ya son la piel

Su interés por el barroco y las vanguardias explican su preferencia por el


hermetismo, una característica central que le permite hacer pasar su idea de la
literatura. En ese gesto hermético, consigue darle volumen al texto, mostrar un
secreto siempre presente, en el que la comprensión siempre se posterga,
donde la claridad nunca llega. Una apuesta sincera y genuina por señalar los
límites del lenguaje y de la comunicación, por mostrar la turbia densidad del
signo de la que nada puede salir claro y prístino. Un rechazo frontal a lo que
llama “la histeria de la transparencia”, ese enamoramiento del sentido y del
referente, esa somnolienta creencia en las mediaciones entre lenguaje y
realidad. Libertella sostiene casi como programa un tipo de escritura que
escape a la comunicación digerible “prescripta por el capitalismo”.

Por momentos sus textos se vuelven densos, repetitivos (a veces al punto de


repetirse literalmente), con ciertos giros característicos. Es una literatura que se
afirma en su yeite de narrar, que insisten en su capricho. Aun sabiendo que no
siempre sean atinado, aunque termine de cuajar, insiste sin temor al error. Es
en última instancia una reivindicación de lo arbitrario: “no leemos como
podemos sino como queremos y elegimos. Y arbitrario es hacer lo que nos
viene en gana con todo capricho”. En tanto que no hay comunicación posible,
en tanto que toda ideología no es más que una topología en relación al
Mercado que domina la circulación de discursos, la manera de hacerse
escuchar es decir lo más propio de cada uno, sin condescender al reino de las
opiniones, sin poner en duda la autonomía de la voz. Y en esa escritura
arbitraria y microscópica surgen esos destellos, esas ocurrencias, esa viveza
criolla del bahiense Libertella.

En el cuento “Conejo, serpiente” aparece un ejemplo extraordinario de su


método de trabajo. Partiendo de una imagen sencilla, y sin ahondar en
explicaciones, muestra sus ideas sobre la identidad y el tiempo. Allí habla de
una vida en la que su cordón umbilical es como un resorte que se estira para
atravesar la niñez, la juventud, la adultez y la vejez, pero que en todo momento
si se lo suelta se vuelve a la placenta. Esa es la ética libertelliana, la que por un
lado asume un pathos y para expresarlo utiliza figuras sin pretensión de
trasparencias. Y por otro lado también es una concepción del tiempo. Ya no el
tiempo progresivo, no los acontecimientos que se suceden, sino la posibilidad
de un instante que resignifique toda una vida, de plegar cada momento de la
vida al vientre materno. Una idea del tiempo intensivo que hace convivir la idea
de progresión con la de simultaneidad.

De allí que Libertella confronte con una forma de comprender la realidad


entregada al orden de lo inteligible, de lo comunicable, esas formas que van de
la autocomplacencia intelectual y la camarilla académica al buenondismo
cultural. Es una propuesta original, caprichosa, empecinada, una escritura
gozosa que se niega al orden, que esquiva las preguntas rimbombantes de
cierta crítica cultural, que no se pregunta tanto por qué y dónde está parada,
sino que pisa con fuerza y asume su lugar, su historia, su tiempo. Una literatura
que enfrenta y desprecia a los paracaidistas del presente, los amantes de la
coyuntura, que busca valiente y obstinadamente evitar esa bajeza adaptativa,
ese vuelo bajo, idiota, que evita contagiarse de esa “desgracia de los
sincrónicos: vivir el presente.”

Frente a ellos, consigue severo y risueño transmitir su voz, con plena


confianza, sin exceso de psicoanálisis, sin peroratas filosóficas, sin
extravagancias intelectuales. Sencillamente dándonos a conocer eso que
aprendió: “aprendí que la literatura es ese ir y venir sobre una huella que nadie
eligió. Como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, tal vez el escritor sólo
escribe por escribir.”

Tal vez Libertella solo escribió para no ser escrito.

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