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Una manera de entrar a su obra, una manera como cualquier otra, es señalar
que Libertella siempre tiene grandes salidas, siempre te sale con alguna idea
fascinante, plena de humor e ingenio. Unas ideas siempre arbitrarias, que solo
reconocen al capricho del que habla como índice de verdad, una arbitrariedad
que desconoce el imperio del signo, que no le interesa encontrar entre la
práctica de escribir y la de leer (o de ser escrito) un intercambio comunicativo,
una producción de sentido. Simplemente se propone la escritura de su pasión,
la aceptación de una patología como la principal fuerza para enfrentar los
miedos y las conveniencias, para conseguir una voz que pueda “transmitir sin
comunicar”.
El que habla siempre es uno y habla porque sí, porque esa es su verdad.
Por eso en sus últimos libros se acerca a una escritura más fragmentaria.
Como en El árbol de Saussure o Zettel, donde abandona la argumentación y la
narración, de los que ya estaba cansado por ser funcionales al sistema de la
comunicación, por considerarlas “una práctica tan esforzada que hoy por hoy
ya genera aburrimiento (a mí; a mí ya me genera aburrimiento)”. Y por ser las
características de esos géneros estancos dados en llamar teoría y literatura.
Para desechar esa racionalización de la letra, se entrega a una lógica de mera
yuxtaposición, de pequeños destellos, pequeños fogonazos que iluminan con
una lógica particular ciertas partes del texto para oscurecer otras, para
espesarlas.
Libertella decía que escribir bien o escribir mal son “dos fantasmas teológicos”,
que se basan en “la eficacia mercadológica”, en el movimiento de oferta y
demanda. Pero así como cuestiona el hecho de que toda publicación está
condicionada por estos fantasmas, también sostiene la idea de que hay que
saber para quién se escribe. El escritor debe pensar cuáles serán los efectos
de su trabajo y debe elegir su papel en el mercado: “si aquí todo modo de la
práctica se incorpora como una presencia ya prevista por el mercado, entonces
toda mirada crítica –por materialista- lo registra y lo discierne en tanto ingenuo
o deliberado, pasivo, violento, seductor…”
Por supuesto que la disputa no es frontal, que no están dados los medios para
imponerle una voz al mercado. Pero lo que sí es posible, dice Libertella, es
singularizarse, encontrar cómo decir a través de la astucia. Usa la imagen del
caballo de Troya (esa imagen con la que comienza el género novela): poder
entrar al terreno enemigo para desde allí desplegar nuestras ideas. La salida
no es la transgresión para romper con el discurso que habitamos, sino la
asunción del lugar que ocupamos, de nuestro lugar en el mercado. Se trata de
una reivindicación del ghetto, porque en la afirmación estratégica de un lugar,
en la práctica intensiva de una escritura personal, se puede trasmitir con más
potencia y alcance: “si hay límite, acaso es una división que sólo estimula su
deseo de pasear lo más extensamente adonde le esté permitido. Y hasta es
posible que, según el tamaño de ese deseo, el ghetto sea más grande que la
Aldea Global como conjunto”. Es, finalmente, un intento, en línea con Barthes,
de hacerle trampas al mercado, hacerle trampas a la lengua.