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Continuamos con la exposición de la sección que comprende los versículos 1-10

del capítulo VI de la Carta; de manera que alargaremos el discurso que iniciamos


en la ocasión anterior bajo el título “Exhortaciones pastorales para la vida en
comunidad”, las cuales, recordemos, consisten en consejos pastorales o
indicaciones para la vida cotidiana que explicitan o exponen la manera como se
manifiesta la vida dirigida por el Espíritu, en formas de ayuda y servicio mutuos
entre los miembros de una comunidad cristiana.

Recapitulando, revisamos, en el v. 1, que la primera de esas recomendaciones


pastorales se enfocaba en una forma de ayuda concreta hacia los demás
hermanos en la fe, como lo es el RESTAURAR AL CAÍDO EN UN ESPÍRITU DE
MANSEDUMBRE. Así, se puede leer en aquel versículo: “Hermanos, si alguno
fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con
espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas
tentado”. Como se hizo ver, el consejo del apóstol aquí señalaba hacía una
persona que ha sido sorprendida por el pecado, al no estar vigilante. El
pensamiento se enfoca en un creyente que es sorprendido con la guardia baja
(debido a su ignorancia, debilidad, el poder engañador del pecado, el mal ejemplo
de otros hermanos, etc.), tomando la transgresión ventaja de este hecho.

Se insistió mucho en que “la falta” de la que habla Pablo no es un comportamiento


pecaminoso premeditado que desprecia descaradamente los cánones aceptados,
que conduzca a la comunidad al descrédito público (como el caso de 1 Co. 5:5), o
en una actuación tan consciente y obstinadamente maliciosa que deba tratarse
mejor mediante una negación temporal de la relación social de la comunidad de fe
hacia el ofensor (como en los casos de I Co. 5:11; Ro. 16:17). No puede,
atendiendo a todas las razones que se expusieron, referirse en modo alguno a
estos casos.

De igual manera, siguiendo la enseñanza del versículo en cuestión, se advirtió


acerca del peligro de tratar a los miembros de la iglesia que pecan con ciertos
prejuicios y una actitud orgullosa de superioridad moral, en lugar de mantener un
interés humilde y justo en la pureza del cuerpo del Señor; y, en consecuencia, se
subrayó también la amonestación del apóstol de que nos aseguremos de
disciplinarnos unos a otros de la manera correcta en una actitud de mansedumbre,
es decir, de completa humildad ante Dios y de paciencia con los hermanos caídos;
siendo impulsados por el amor de Cristo derramado en nuestros corazones que
necesariamente conducen a la búsqueda del bienestar y salud espirituales no sólo
del miembro que ha cometido la falta, sino de todo el resto del cuerpo espiritual.
Porque aquí es sumamente importante que consideremos que el que ha caído es
nada más y nada menos que un hermano, por tanto no es un elemento aislado
sino algo propio y personal, porque es mi hermano. Los hermanos son algo propio
porque todos los salvos estamos integrados como miembros del mismo cuerpo (1
Co. 12:27).

Ahora bien, en el caso de un miembro que ha sido sorprendido y dañado por el


pecado, y que sufre las consecuencias espirituales del mismo, naturalmente, los
otros deben ayudarlo a sanar porque el pecado de aquel miembro es algo que
también daña a los demás; ya que como, señala el apóstol en 1 Co. 12:26: “si un
miembro sufre, todos los miembros sufren con él”.

Entonces, en el organismo espiritual de Cristo pasa lo mismo que en cualquier


cuerpo físico: el dolor que produce en el cuerpo un problema físico de alguno de
sus miembros, es algo que afecta a todo el conjunto, por lo que los miembros
sanos ayudan a la restauración del enfermo para beneficio de todo el cuerpo.

Alguien podría impugnar esto diciendo que él no siente que su iglesia local —que
incluso esta iglesia local— sea un cuerpo. Puesto que siente que ésta está mal en
muchas cosas y que la mayoría de sus miembros no actúan en función del interés
o bien común, sino del interés o beneficio particular; que esta fraternidad de la que
yo estoy hablando no es más que una charlatanería, la cual yo mismo sé que no
es verdad.

A estas personas que así razonan yo quisiera preguntarles, ¿todo en sus cuerpos
está perfecto? ¿Sus cuerpos funcionan perfectamente, son plenamente saludables
y no tiene enfermedades? ¿Todos los miembros de su cuerpo trabajan en pro o
beneficio de los demás? Acaso, sólo por poner un ejemplo, ¿sus paladares y
estómagos no actúan muchas veces en perjuicio o detrimento de la salud de los
demás miembros, comiendo de más o cosas poco saludables que a la larga
producen sobrepeso y conducen a problemas articulares, lumbares o fallas en los
órganos internos, como el corazón? ¿No has notado, por ejemplo, que los pies y
otros miembros son perezosos para realizar la actividad física que tanto beneficio
reporta a las articulaciones y órganos internos? ¿Qué te hace pensar que en el
cuerpo del Señor las cosas funcionan distintas? ¿Acaso el cuerpo de Cristo no
está compuesto por miembros humanos que, aunque nacidos de nuevo, están
llenos de todo tipo de imperfecciones, debilidades y corrupciones? Así como tu
cuerpo aún está afectado por el pecado y por eso se comporta de manera egoísta
y destructiva hacía sí mismo, el Cuerpo del Señor también lo está y se comporta
de la misma forma. Y tal cómo es necesario disciplinar a los miembros de nuestro
cuerpo para el bienestar y la buena salud orgánicos, de la misma manera es
necesario concienciar y amonestar a aquellos miembros que sólo piensan y viven
para sí mismos; que no trabaja en pro del crecimiento y el bienestar de todo el
Cuerpo del Señor, que no participan activamente en su edificación.

Ahora, si nosotros no nos sentimos como parte del Cuerpo de Cristo, del cual
nuestra iglesia local es parte, es porque con toda seguridad sencillamente no
pertenecemos a él (somos un elemento extraño en el organismo del Señor), o
somos un miembro dislocado porque los demás miembros han herido nuestro
orgullo y sentimos rencor, resentimiento, aborrecimiento hacia ellos, que nos han
llevado a sentir aversión hacia los demás y a aislarnos.

¿O es que sólo estamos buscando excusas en los pecados ajenos para justificar
los nuestros? Uno de los tantos engaños del corazón es creer que como muchos
miembros de nuestra iglesia están mal, al comportarse de manera egoísta y
desinteresada en el bien común, lo que nosotros estamos haciendo, que es
justamente lo mismo, no está mal: que el problema son ellos y no yo. Nuestro
corazón es tan perverso que puede tomar el pecado de otro para justificar los
nuestros.

Pero cuando el Espíritu del Señor nos confronta con su Palabra, ¡y quiera estar
haciendo en ahora!, nos damos cuenta del engaño y la gravedad de nuestro
pecado, y dejamos de excusar nuestro egoísmo hacia los demás, de legitimar
nuestro deseo de vivir en solitario nuestra vida cristiana, y de justificar nuestra
pereza y negligencia espirituales en participar activamente en la edificación del
Cuerpo de Cristo. En lugar de estar diciendo que todo está mal en la iglesia y
provocando la ira de Dios agrando, agravando y divulgando los defectos de los
hermanos, debemos fijarnos en qué puedo yo como miembro serle útil a los
demás miembros del Cuerpo a fin de perfeccionarnos y fortalecernos
espiritualmente, en cómo yo puedo animar y alentar a los miembros hacía el amor
y el servicio mutuos.

Y hacia esto, justamente, se dirige la enseñanza del v. 2: “Sobrellevad los unos


las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”. El v. 2 insiste sobre el
mismo tema de que somos miembros unos de otros. Cuando un miembro padece,
los demás sufren con él (como hemos visto en 1 Co. 12:26). La carga del hermano
del v. 1 es muy pesada y lo está destruyendo. Así que es mi propia obligación y
necesidad ayudarle para que pueda vencer sus debilidades. El espiritual, aquel
cuya conducta es dirigida por el Espíritu, no puede aislarse de sus hermanos. Una
causa mayor de las obras de la carne (que ya estudiamos en el 5:19-21) es el
egoísmo.
Los hermanos espirituales deben estar muy dispuestos a “sobrellevar” la carga de
su hermano. Hay que ayudarle a soportarla. El v. 2 se explica en el v. 1. No
conviene aislar el v. 2 y aplicar esta exhortación a otros asuntos. Es verdad que
hay muchas “cargas” y de distintas clases, pero en este texto el sobrellevar las
“cargas” de otros hermanos se explica en el v. 1. Las “cargas” son las
enfermedades espirituales y sus consecuencias (la tristeza, la vergüenza, el
remordimiento). Si somos espirituales y restauramos con espíritu de
mansedumbre al hermano caído en transgresión recordando que también
nosotros podemos caer, entonces de esa manera sobrellevamos las cargas de
otros hermanos.

Este servicio hacia los santos hace parte del fruto del Espíritu Santo. Porque llevar
las cargas de otros es una cualidad divina que el Espíritu reproduce en nosotros
(cf. Sal. 55:22; I Pedro 5:7). Obedecer este precepto de ayudarnos mutuamente a
llevar nuestras cargas es, por tanto, asemejarnos a Dios. Por eso dice el v.:
“cumplid así la ley de Cristo”, o “de esa manera cumplirán la ley de Cristo”;
porque, en concreto, el concepto “ley de Cristo” significa para Pablo la enseñanza
ética de Jesús en su conjunto, confirmada por su carácter y conducta (su ejemplo)
y reproducida por su pueblo mediante el poder del Espíritu.

Fíjense que tanto en la iglesia primitiva, como lo debe ser en el caso de la iglesia
contemporánea, la tradición oral apostólica de la enseñanza ética de Jesús, ahora
recogida en el Nuevo Testamento, proveyó de un criterio mediante el cual debían
evaluarse las pretensiones de estar siendo guiado por el Espíritu (Jn. 15:10; 13:15;
1 Jn. 2:6). Lo que ellos pensaban era que el Espíritu de Cristo debía estar en
consonancia con la Ley de Cristo (es decir, si un persona vivía según el Espíritu,
su estilo de vida debía concordar con la enseñanza y el ejemplo de Jesús). A lo
que voy es que si un miembro de una iglesia local no se preocupa por las cargas
de sus hermanos miembros, si le son indiferentes, si no ora por ellas siquiera, tal
persona no anda en el Espíritu, aún vive según la carne.

Es más el egoísmo de esta persona, como anota el v. 3, lo lleva a también a ser


orgullosa: “cree ser algo, no siendo nada” o “cree ser algo, cuando en realidad
no es nada” (NVI). Él es, pues, el hermano vanaglorioso (del que habla el 5:26)
que no practica la enseñanza del v. 1. No lo hace porque es indiferente hacia su
hermano, y es indiferente porque cree que él no puede caer y nunca necesitará de
los demás para levantarse. No toma en serio lo que Pablo dice en I Co. 10:12, “El
que piensa estar firme mire que no caiga”.
Pero su triste realidad es que él no es tan importante, de hecho, no es nada.
Tampoco tiene fuerza espiritual, porque no es espiritual sino carnal. Por el
contrario, los espirituales que obedecen el v. 1 son humildes, están conscientes de
sus propias debilidades, y tienen temor de caer ellos mismos. Por lo tanto saben
ayudar al hermano necesitado. Pero el hermano del v. 3 cree que no puede caer y
no tiene ningún temor.

El remedio contra su orgullo espiritual está declarado en la enseñanza del v. 4:


“Así que, cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá
motivo de gloriarse sólo respecto de sí mismo, y no en otro”; o, como se
declara en otra versión, “Pero, que cada uno ponga a prueba su propia obra;
entonces la razón que tiene para jactarse estará en él solo, y no en (compararse
con) otro”. Esto parece ser una advertencia hacia el hermano orgulloso, que se
cree ser algo, no siendo nada, en contra del hábito de compararse con otros, y de
encontrar en ello causa para satisfacción. Aquel que se mira a sí mismo en el
espejo de la conducta de otra persona se contempla a sí mismo favorablemente
(Lc. 18:11). Por eso Pablo lo invita a contemplarse en el espejo de la ley de Dios y
el ejemplo de Cristo. Y que es cada miembro debe examinar su propia vida ante el
espejo que es la palabra de Dios (1 Co. 11:28; 2 Co. 13:5; Stg. 1:25).

Un examen de la propia vida, ante el espejo de la Palabra de Dios, lleva al


cristiano a gloriarse de la única cosa de la que lo puede hacer: de lo que el Señor
ha realizado en su corazón y no por haberse comparado con otro. Entonces, como
dice Pablo, el creyente “tendrá motivo de gloriarse sólo respecto de sí mismo,
y no en otro”. Su satisfacción y gloria estará en la transformación que Dios ha
hecho en su propia vida, en la diferencia que la gracia de Dios ha producido entre
lo que era antes y lo que es ahora; pero de ninguna manera entre lo que es su
hermano y lo que él es; no entre lo que él es capaz de hacer y su hermano no.

Asimismo, el gloriarse tampoco es en el sentido de lo que la persona ha hecho por


Dios, sino de lo que Dios ha hecho por medio de él. Pablo dijo que de lo que él
tenía que gloriarse era aquello que Cristo había hecho por medio de él (Ro. 15:17,
18; 2 Co. 1:12; I Co. 15:10). El cristiano no debe comparar su labor con la de
otros. El comparar su labor con la de otros puede ser dañino en el sentido de que
se piense que se está actuando mejor que el otro y así vanagloriarse.

Además, como el apóstol observa en el v. 5, ante el Tribunal de Cristo seremos


examinados individualmente, y no en comparación con otros: “porque cada uno
llevará su propia carga” (v. 5). Cada persona será juzgada según sus propias
obras (Jer. 17:10; 32:19; Ez. 18:20; Mt. 16:27; Ro. 2:6; Ap. 2:23; 20:13). Estas
obras mostrarán el grado de fidelidad que cada uno ha tenido en lo que se le
encomendó, la medida de gracia que estuvo operando en él. Las cargas deben ser
llevadas juntas, pero el peso de responsabilidad varía de un individuo a otro, y en
el día del juicio la forma en que el hermano A ha asumido su responsabilidad no
hará las cosas mejores ni peores para el hermano B. Este último a su vez, tendrá
que cargar con su propia responsabilidad.

El “día de Cristo”, por ejemplo, no se preguntará a Pablo cómo fueron sus logros
en comparación con los de Pedro. A Pablo se le pedirá cuentas de la calidad
espiritual de los creyentes que fueron ganados para Cristo mediante su ministerio.
Y así como él: “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Ro. 14:12).

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