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La espiritualidad del musulmán consiste ante todo en vivir totalmente su sumisión a Dios, en todas
las dimensiones de su Ser personal y social.
Se consideran seguidores de un monoteísmo de naturaleza pura porque Dios les ha sugerido esa
religión.
El creyente confía sus propios asuntos al mejor de sus apoyos, Dios. “Mi éxito no depende más que
de Dios; en él he confiado, a él acudo esperanzado” (11,88).
Para llegar a estos tres grados de abandono, el creyente recibe la ayuda de Dios mismo, que le
da su palabra (el corán), su profeta Mahoma y su comunidad (la umma musulmana): tres viáticos
que se proponen a la meditación, a la imitación, o a la exhortación.
El Corán es objeto de veneración y meditación: este es el libro exento de dudas, dado como guía a
los que temen a Dios.
El libro es recibido, meditado y casi saboreado por el creyente mediante una lectura literal que
aprovecha hasta el máximo todas las posibilidades filológicas del texto antes de pasar a los
significados religiosos, jurídicos, filosóficos y teológicos.
La lectura de los comentarios es abundante y permite a los espirituales progresar desde el sentido
aparente al sentido escondido.
Recomendar el bien y evitar el mal constituye un deber de corrección fraterna que corresponde a
todos y que es descrito por el profeta en términos muy claros: “el que de vosotros ve una cosa
reprochable, la corrija con su mano; si no puede, son su lengua; si no puede con su corazón, es lo
mínimo que puede exigir la fe”.