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Don-Bosco-%E2%80%93-D%C3%ADa-14-Un-amigo-Luis-Comollo%E2%80%9D
14/01/2017
Juan tiene dieciocho años, la edad de las amistades profundas. Aun siendo el “jefe de un pequeño
ejército”, se forma un círculo estrecho de amigos íntimos. El primero lo conoció durante una
algarabía escolástica. Ya entonces no todos los profesores eran puntuales, y los primeros minutos
de muchas clases se transformaban en alboroto. Estaba de moda el juego de la potranca.
“Los más disipados y menos amigos del estudio -anota con ironía Don Bosco- eran los más
aficionados y, de ordinario, los más célebres jugadores”. Un muchacho llegado hacía poco,
aparentemente de unos quince años, en medio de aquel alboroto, escogía tranquilamente un sitio
y se ponía a leer.
El maleducado le dio dos bofetadas que resonaron en toda la escuela. Ante semejante
espectáculo, sentí que hervía la sangre en mis venas. Esperaba que el ofendido tomase la debida
venganza; tanto más por tratarse de alguien mucho mayor que el otro en envergadura y edad. En
cambio, nada. Con la cara enrojecida y casi lívido, le dijo:
“¿Estás contento? Entonces déjame en paz. Yo te perdono”.
Juan se quedó fulgurado. Aquello era un acto “heroico”. Quiso saber el nombre de aquel
muchacho: Luis Comollo. “A partir de entonces, le tuve siempre como amigo íntimo; añado
más, de él aprendí a vivir como cristiano.”
Descubrió, bajo una aparente fragilidad, una gran riqueza espiritual. Instintivamente se convirtió
en su protector contra los muchachos groseros y violentos. Un profesor, un día, llegó con el
acostumbrado retraso y, mientras tanto, en la clase se desencadenó la algarabía de siempre.
“Algunos pretendieron burlarse y pegar a Comollo y a otro muchacho modelo, Antonio
Candelo. Grité para que los dejaran en paz, pero no me hicieron caso. Comenzaron a volar los
insultos; y yo:
Los más altos y descarados se juntaron en actitud defensiva y amenazante delante de mí, mientras
lanzaban dos tremendas bofetadas a la cara de Comollo. En ese instante, me olvidé de mí mismo,
echando mano no de la razón, sino de la fuerza bruta: agarré por los hombros a un condiscípulo
y, al no encontrar ni sillas ni un bastón, lo utilicé como garrote para golpear adversarios.
Calmado un poco el temporal, hizo que le contaran la causa de aquel desorden, y casi sin creerlo,
quiso que se repitiese la escena. Entonces se echó a reír, se rieron también los demás y el profesor
no dio ningún castigo.
—Amigo mío —me dijo Comollo apenas pudo hablar a solas—, me espanta tu fuerza. Dios no
te la ha dado para destrozar a tus compañeros. Quiere que perdonemos y que hagamos el bien a
los que nos hacen mal”.
PISTAS DE REFLEXIÓN
“Él quiere que perdonemos y que hagamos el bien a los que nos hacen mal”.
¿Soy yo capaz de perdonar? ¿De hacer el bien a quien me hace mal? En tu clase, quien perdona,
¿es juzgado un cobarde o un cristiano?
ORACIÓN
Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco, que tanto trabajaste por la salvación de las
almas, sé nuestro guía en buscar nuestra salvación y la salvación del prójimo.
Ayúdanos a vencer las pasiones y cuidar el respeto humano.
Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado, a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.
Alcánzanos de Dios una santa muerte para que podamos encontrarnos juntos en el cielo. Amén.
La historia...
Renovando a menudo esta conversación, se prometieron recíprocamente rezar el uno por el
otro y que el primero que muriera daría noticias de su salvación al compañero sobreviviente.
No se daban cuenta de la importancia de una promesa tal cual, confiesa Juan Bosco, que hubo
en ello mucha ligereza, y que jamás aconsejaría que otros lo hicieran; con todo, entre ellos,
aquella sagrada promesa siempre se mantuvo, como algo serio que había que cumplir.
A lo largo de la enfermedad de Luis Comollo, se volvió a renovar varias veces el pacto,
poniendo siempre la condición de que "si Dios lo permitiese y fuera de su agrado”.
....El miedo cala. Estaba en la cama, pero no dormía; pensaba precisamente en la promesa que
nos habíamos hecho; y, como si adivinara lo que iba a ocurrir, era presa de un miedo terrible.
Cuando he aquí que, al filo de la medianoche oyóse un sordo rumor en el fondo del corredor,
un rumor que se hacía más sensible, más sombrío, más agudo a medida que avanzaba. Se
asemejaba al ruido de un gran carro jalado por muchos caballos, o al de un tren en marcha, o
como al disparo de cañones.
....No sé expresarlo, sino diciendo que formaba un conjunto de ruidos tan violentos y daba un
miedo tan grande, que cortaba el habla a quien lo percibía. Al acercarse el ruido, a la puerta del
dormitorio, dejaba tras de sí una sonora vibración en las paredes, en las bóvedas y en el
pavimento del corredor, hasta el punto de que parecía que todo estaba hecho de planchas de
hierro, que eran sacudidas por potentísimos brazos.
...No podía apreciarse a qué distancia avanzaba aquello; se producía una incertidumbre como
la que deja una locomotora, cuyo punto de recorrido no se puede conocer, si se juzga
solamente por el humo que se eleva por los aires.
...Los seminaristas de aquel dormitorio se despiertan, mas ninguno puede articular palabra. Yo
estaba petrificado por el miedo. El ruido iba acercándose, cada vez más espantoso. Ya se le
siente junto al dormitorio. Se abre la puerta, ella sola, con violencia. Sigue más fuerte el fragor
sin que nada se vea, salvo una lucecita de varios colores que parece el regulador del sonido.
De repente se hace silencio.
Brilla una luz vivamente, y se oye con toda claridad la voz de Comollo, más débil que cuando
vivía, que, por tres veces consecutivas dice:
–¡Bosco!, ¡Bosco!, ¡Bosco! ¡Me he salvado!
...En aquel momento el dormitorio se iluminó más, se oyó de nuevo con mucha más violencia
el rumor que había cesado, como un trueno que hundiera la casa, pero cesó enseguida y todo
quedó a oscuras. Los compañeros saltando de la cama, huyeron sin saber a dónde; algunos se
refugiaron en un rincón del dormitorio, otros se apretaron alrededor del prefecto del
dormitorio, don José Fiorito, de Rívole, y así pasaron el resto de la noche esperando
ansiosamente la luz del día.
...Todos habían oído el rumor. Algunos percibieron la voz, sin entender lo que decía. Se
preguntaban unos a otros qué significaban aquel rumor y aquella voz y yo, sentado en mi cama,
les decía que se tranquilizaran, asegurándoles que había oído claramente las palabras:
–¡Me he salvado!
También algunos las habían oído, como yo; resonar sobre mi cabeza de modo que por mucho
tiempo, se repitieron por el seminario.
Yo sufrí mucho; fue tal el terror que sentí, que hubiese preferido morir en aquellos momentos.
Es la primera vez que recuerdo haber tenido miedo. Por todo ello contraje una enfermedad
que me llevó al borde del sepulcro, quedó tan mal parada mi salud que no la recuperé hasta
muchos años después.