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Jn 20, 19-

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9.06.19 La fiesta litúrgica de Pentecostés es tal vez la más significativa de todo el


año litúrgico. Tiene su origen en la celebración judía de Pentecostés: cincuenta (en
griego “peninta”) días después de la Pascua, los judíos celebraban la “Shavuot” que
recordaba el momento que Dios entregó los diez mandamientos a Moisés. Era
también la fiesta que se ofrecían los primeros frutos a Dios. Con el curso del tiempo,
se asoció a esta celebración la transmisión de las Tablas de la Ley a Moisés en lo
que se considera la fundación de la religión judía y de la Alianza entre el Señor y su
pueblo. Nuestra liturgia mantiene aquello de los cincuenta días después de la
Pascua de Resurrección y viene a ser la celebración del día en que el Espíritu Santo
se posó sobre los discípulos. Es la fundación cristiana de la nueva Alianza entre
Dios y su pueblo. Es como la fiesta del nacimiento de la Iglesia. Hasta aquí la
interpretación tradicional.

El teólogo pastoralista español J A Pagola reporta que Karl Rahner, famoso teólogo
del siglo pasado, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la
Iglesia de nuestros tiempos es su "mediocridad espiritual". Estas eran sus palabras:
el verdadero problema de la Iglesia es "seguir tirando con una resignación y un tedio
cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual". Es un
lenguaje bastante más fuerte que lo que señalé la semana pasada: la imprescindible
y urgente necesidad de adecuar todo el lenguaje dogmático y religioso a un lenguaje
contemporáneo. En efecto, se sigue con una imagen de Dios y de la Santísima
Trinidad del siglo V, la época del gran teólogo san Agustín. En quince siglos, no se
ha logrado cambiar mucho aquel antiguo lenguaje con los conceptos de la
cosmología y filosofía de aquella época.

Voy intentar ahora poner un poco al día el gran y profundo sentido de la fiesta de
Pentecostés dentro del limitado espacio de una homilía. Ya sabemos que no
debemos leer los textos de la Escritura “al pie de la letra” en un sentido literal,
aunque subsistan bastantes tendencias en este sentido. La Escritura es reflejo de
una profunda experiencia interior o espiritual y elaborada según los ‘géneros
literarios’ de cada época. Aquello está muy de manifiesto en Lucas y Juan, aunque
con lenguajes muy distintos, pues eran comunidades bien diferentes. En Juan, la
muerte-resurrección y envío del Espíritu ocurren el mismo día. Recordemos que, al
morir, señala: “Jesús dijo: ‘Todo se ha cumplido’. Dobló la cabeza y entregó el
espíritu”. A continuación, “el primer día de la semana...al atardecer de aquel día...”
viene el envío y la misión: “reciban el Espíritu Santo” para sanar y reconciliar a los
hombres entre ellos y consigo mismos, que es el sentido de “a quienes les perdonen
los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán
retenidos”.

La descripción de la venida del Espíritu y la misión en Juan en realidad buscan


referirse no a un hecho histórico pasado, no a un acontecimiento sino a la Creación
como obra de Dios siempre presente “aquí y ahora”. Por lo tanto, no tiene que venir
ningún Espíritu de afuera, ningún don particular (recuerden los famosos ‘siete dones
del Espíritu’). Una vez muerto, Jesús, Dios y el Espíritu son una única y misma
realidad. Incluso me atrevería a decir en lenguaje ‘junguiano’ que Jesús es el
‘arquetipo’ en cada uno de nosotros y en cada ser humano de la plenitud humana.
Está ya dentro de nosotros. “Mi relación con Dios no es la relación de un yo con un
tú. Se trata más bien de la relación de mi yo con el YO, que es la quintaesencia de
mi propio yo. Ésta es la experiencia de todos los místicos ... Todos tenemos
como fundamento de nuestro ser a Dios-Espíritu, aunque no seamos conscientes
de ello. El Espíritu no tiene dones que darme. Es Dios mismo el que se da, para
que yo pueda ser”.1 Aquello mismo lo da a entender el Papa Francisco en su “carta
al pueblo de Dios que peregrina en Chile” cuando se refiere a la condición del
Pueblo de Dios que «es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como en un templo».2 Por supuesto tenemos
que hacer y mantener la distinción entre lo que es la institución y las personas que
son parte de ella. El Espíritu está en las personas y no en la Institución. Solo está
en la Institución por las personas que forman parte de ella. No hay un ‘buen
Espíritu’ y ‘un mal Espíritu’ por allí afuera. Es una distinción que hace nuestra
mente y representa lo que refuerza nuestras tendencias egoicas o nos aleja, nos
libera y nos centra en nuestro verdadero ser. Crecemos en la medida que nos
hacemos más humanos, más atentos a nosotros mismos y a los demás. Nos
deshumanizamos en la medida que nos apegamos a los deseos de nuestro ego
(‘afectos desordenados’) y vivimos para satisfacerlos. Por lo tanto, el Espíritu es
toda energía, toda acción positiva que nos hace ser más verdaderos, auténticos,
liberados (del pecado, de normas, de visiones teológicas o espirituales, de cultos
etc.) para poder ‘en todo amar y servir’. El Espíritu nos mueve como movió a
Jesús para “amarnos unos a otros como Él nos amó”. Ya no vivimos bajo la Ley
sino bajo el Espíritu, bajo lo que se suele llamar la ‘gracia’ (tema muy querido por
san Pablo).

Vivir bajo la gracia y con Espíritu es vivir la vida amorosamente con creciente
capacidad de relacionarnos con los demás y con toda la creación. Esa es la vida de
Dios en nosotros, una vida que no tiene comienzo ni fin. Lo que cambia son las
formas y los modos de relación. He citado más de una vez la famosa frase de P.
Teilhard de Chardin: "No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual,
sino seres espirituales viviendo una aventura humana".

Dios es plenitud de relación y esa es la gran intuición de la teología trinitaria, pero


que se malogra en sus formulaciones dogmáticas. Al inicio de la vida de la Iglesia,
es el Espíritu que va formando ‘comunidad’: común-unidad. Los primeros
cristianos podían tener todo en común, como leemos en los Hechos de los
Apóstoles. Es la gran gracia de la Iglesia en la época apostólica. Pero cuando se
hace reconocida a partir del edicto de Constantino (380) y que el cristianismo se
convierte en la religión oficial del imperio romano, ‘absorbe’ sus estructuras
jurídicas, autoritarias e institucionales que fomentan su expansión, pero atentan
seriamente contra su espíritu. Es lo que Karl Rahner llamó la mediocridad
espiritual de la Iglesia y que la persigue hasta el día de hoy. Solo depende de cada
uno de nosotros vivir la metamorfosis de la mediocridad espiritual en una
fascinante aventura espiritual.

1 Comentario de Fray Marcos a este evangelio. 2 El Santo Pueblo fiel de Dios está ungido con

la gracia del Espíritu Santo; por tanto, a la hora de reflexionar, pensar, evaluar, discernir,
debemos estar muy atentos a esta unción. Cada vez que, como Iglesia, como pastores, como
consagrados, hemos olvidado esta certeza erramos el camino. Cada vez que intentamos suplantar,
acallar, ningunear, ignorar o reducir a pequeñas elites al Pueblo de Dios en su totalidad y diferencias,
construimos comunidades, planes pastorales, acentuaciones teologías, espiritualidades, estructuras sin
raíces, sin historia, sin rostros, sin memoria, sin cuerpo, en definitiva, sin vidas. Desenraizarnos de la
vida del pueblo de Dios nos precipita a la desolación y perversión de la naturaleza eclesial; la lucha
contra una cultura del abuso exige renovar esta certeza.

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