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Abiertos ya a la perspectiva biocultural por el capítulo anterior, nos adentramos en este proceso
de la hominización, en el que se conjugan inseparablemente los aspectos bilógicos y los
culturales. A la bioética, preocupada por el futuro de la vida, no le puede ser indiferente la
reflexión sobre el pasado de la bisofera y la trayectoria de la evolución biológica. El
planteamiento de estas cuestiones sobre el pasado repercutirá en el enfoque de los problemas de
la vida en el futuro.
Para una mirada superficial al índice de los contenidos del presente libro podría extrañar la
inclusión de un capítulo sobre la evolución en medio de un libro de bioética. Es cierto que el
título mismo del capítulo subraya su conexión con el precedente y los que le siguen, ya que
coinciden todos en un enfoque común: el carácter procesual y biocultural de la vida humana.
Explicitándolo aún más, podemos distinguir cuatro lecciones especialmente relevantes para la
antropología y la bioética en el estudio de la hominización.
En primer lugar, este estudio nos ayuda a ir liberándonos de la mentalidad dominada por el
esquema “puntual-lineal” y sustituirla por una perspectiva caracterizada por la atención a los
aspectos procesuales. Por eso, al hablar de la antropogénesis, vendrá muy bien la metáfora del
amanecer: hablaremos de la aparición del homo sapiens como de un “alba de la hominización”.
Semejante metáfora será muy útil también en el capítulo siguiente: la individualización del
embrión será un proceso comparable al umbral borroso de un alborear.
En la vida cotidiana estamos habituados a utilizar un cumplimiento con el que halagamos a los
progenitores al ponderar el crecimiento de la prole: “su hijo está hecho todo un hombrecito”, se
dice, o “su hija está hecha toda una mujercita”. Pero la verdad es que, bien pensado, ¿Quién es
capaz de trazar una línea neta y definitoria, un límite puntual, antes del cuál no se es adulto y a
partir del cual se es ya “todo un hombre” o “toda una mujer”? No se puede señalar un punto de
no retorno (como el no return point de los vuelos aéreos). Se trata más bien de un umbral a lo
largo de un proceso continuo.
En segundo lugar, el estudio de la evolución ofrece uno de los mejores correctivos para
compensar el exceso de antropocentrismo en nuestro modo occidental de pensar. La trayectoria
de la biogénesis y antropogénesis nos enseña a dar su peso al azar y a la biosfera en todo su
conjunto, en vez de mirar solamente al ser humano y a lo que éste controla.
En tercer lugar, desde una preocupación más estrictamente bioética, el volver la vista a la
biología para dejarse enseñar por ella contribuye a reorientar la ética: hacer ética más en dialogo
con la biología e, incluso, hacerla desde la biología, de un modo positivo, y no meramente a la
defensiva ante las consecuencias negativas del uso de las tecnologías.
Finalmente, la implicación mutua de biología y cultura, que es hilo conductor de las presentes
reflexiones, se pone especialmente de manifiesto en el estudio de los procesos de hominización
y humanización.
Cuando se estudia el cuerpo humano en antropología filosófica, hay tres temas que ocupan un
lugar privilegiado: los referentes a los retos planteados al pensamiento filosófico por la
paleontología, la embriología y la neurología, respectivamente. Desde estos tres campos de
actividad e investigación científica se ofrece un acervo inmenso de datos que dan que pensar:
sobre la aparición, en el proceso de evolución de las especies, del homo sapiens; sobre la
problemática determinación de la individualización del embrión humano; y sobre la relación
enigmática de la mente humana con el cerebro.
La clase de antropología con que enfocamos estos temas tan importantes sobre el cuerpo
humano repercute en el modo de afrontar diversos problemas de bioética relativos al comienzo,
desarrollado y fin de la vida humana.
En los tres campos mencionados podemos distinguir, además, dos estilos de hacer antropología,
muy contrastantes entre sí: por una parte, hay una antropología que define límites con exactitud
puntual; por otra, nos encontramos con una antropología capaz de convivir con la incertidumbre
que conllevan los procesos en los que no es posible trazar líneas claramente divisorias; a lo
sumo, podemos apuntar hacia unos umbrales. Y tiene, por cierto, un sentido exacto el referirse a
estas fronteras con el término de umbrales. En efecto, los umbrales son como el alba, en la que
no hay una línea neta entre la oscuridad y la claridad, aunque por necesidades prácticas se
exprese en los calendarios la salida del sol en horas, minutos y segundos.
El título de este capítulo y los dos siguientes pretende reflejar esta mentalidad antropológica
procesual, más que puntual. Se añade, además, el énfasis, propio de todo el presente estudio, en
que estos procesos son, a la vez, biológicos y culturales.
El estudio de los mitos antiguos se enmarca dentro de las ciencias conocidas con el nombre de
sociales o culturales. El estudio que la paleontología hace de los fósiles pertenece a las ciencias
tradicionalmente llamadas naturales. Ciencias de la vida y ciencias de la cultura son,
aparentemente, dos mundos muy diversos; pero, hoy día, dada la insistencia en la mutua
implicación de lo biológico y lo cultural, ambos ámbitos científicos están llamados a
complementarse. Por otra parte, lo que los filósofos de las corrientes fenomenológicas han
reflexionado sobre el “mundo de la vida” y sobre el cuerpo humano como “cuerpo vivido o
vivenciado” esta, a su vez, llamado a complementarse con lo que ciencias de la vida y de la
cultura nos dicen sobre el cuerpo humano. No deberían correr por líneas paralelas los resultados
de los estudios mitológicos, los paleontológicos y los fenomenológicas. Más bien deberían ser
convergentes, llamados a encontrarse.
Preguntar cuál fue el primer acreedor al hombre de humano, el homo habilis, o el homo sapiens,
es indagación sobre orígenes. Preguntar qué características le hacían merecedor del título de
humano, es reflexión sobre originalidades. Así es como se conjugan las ciencias de la vida y las
de la cultura con la filosofía de lo humano.
Se cuenta legendariamente que los dioses ocultaron el secreto de la vida en el cuerpo humano.
Habiendo decidido crear a los humanos, prepararon el universo con su belleza y recursos. Pero,
temiendo una rebelión de los humanos para robar el secreto de la vida, decidieron ocultarlo en el
interior del cuerpo humano. “Así nunca lo encontrará; ocupado con la belleza exterior, jamás
volverá la vista a su propio interior”. Aquí tenemos, en unas pocas líneas narrativas, toda una
concepción del enigma cuerpo-espíritu, aún sin desarrollar.
He aquí un mito que, con una mezcla de ingenuidad y atisbos sugerentes, nos hace penar sobre
el difícil problema de la antropogénesis. Es una reflexión primitiva, poética, popular y religiosa,
pero contiene más antropología de la que hubieran podido pretender o sospechar sus primeros
autores. Naturalmente, nosotros escuchamos o leemos hoy los relatos como éste de un modo
peculiar. Ya no podemos recibirlos, sin más, desde una perspectiva ingenua. En todo caso,
nuestra ingenuidad tendrá que ser como la que P. Ricoeur ha llamado la “segunda ingenuidad”:
el retorno a la ingenuidad por parte de quienes han pasado primero por la actitud crítica y, en un
segundo momento, critican la misma crítica y redescubren los símbolos dentro de los mitos
(Ricoeur, 1965).
En todo caso, hay que reconocer que ni aquellos primitivos eran tan ingenuos como creeríamos,
ni nosotros, presuntamente más científicos, estamos tan lejos de ellos. Al exponernos hoy a la
relectura de aquellas narraciones desde una segunda ingenuidad, “los símbolos nos dan que
pensar”.
Efectivamente, esta narración puede ponerse en relación con tres tipos de preocupaciones
filosóficas actuales:
En primer lugar, el parecido de los monos con el ser humano dio que pensar a aquellos
primitivos. Hoy, de un modo semejante aunque con mayor complejidad, admitiremos que el
estudio de la evolución nos da que pensar.
En segundo lugar, nos llama la atención ver como aquellos primitivos se preguntaban, desde su
mentalidad mítica, acerca de los orígenes humanos: ¿Cómo habrían manejado los dioses,
pensarían ellos, los materiales de que disponían para modelar a los humanos? Hoy, en vez
preguntar por los dioses en su taller, formularemos otras preguntas, pero desde un ángulo
coincidente con aquellas: conocemos mayores detalles biogenéticos y, a su luz, la embriogénesis
nos da que pensar.
En tercer lugar, es indudable que la experiencia de la vida enseñó a aquellos primitivos que el
ser humano es listo, pero taimado. Demasiado convencidos estamos hoy de ello, para bien y
para mal, después de tantas guerras, pero, además, los conocimientos que hoy tenemos acerca
del sistema nervioso y el cerebro humano nos obligan a reflexionar sobre esas capacidades y
limitaciones, sobre la inteligencia y sus limitaciones. Hoy, con mayores sutilezas, las
neurociencias nos desconciertan y dan que pensar sobre los enigmas de la mente y la libertad
humanas.
El resultado de las investigaciones sobre la evolución biológica nos ofrece abundante material
para pensar sobre el enigma de la aparición de la especie humana sobre nuestro planeta. Los
datos de la paleontología y ciencias afines sobre la transformación evolutiva que dio lugar a la
separación de antropoides y humanoides y, dentro de éstos, a la diferenciación del género homo
que, finalmente, desembocó en la actual especie humana, nos hacen filosofar. Guiados por esos
datos nos preguntamos, a partir de nuestros orígenes, sobre nuestra originalidad. (Sequeiros,
1992). Se saldría de la finalidad de este capítulo y de esta colección de ensayos el desarrollo de
unas lecciones detalladas de paleontología y prehistoria; recordaremos solamente algunos datos
que, a la vez que inviten a un estudio más a fondo para conjugar ciencias y filosofía, nos sirvan
de referencia útil a la hora de repensar juntas la bioética y su infraestructura antropológica.
Ante todo, para evitar confusiones, distinguiré, siguiendo la pauta trazada en El animal
vulnerable, varios niveles de preguntas: ¿de dónde venimos, cuánto hemos tradado en llegar,
qué hitos han marcado esta evolución, por qué han ocurrido las cosas así y no de otra manera?
a) En primer lugar hay que preguntarse de que línea venimos. La respuesta, hoy ya
plenamente admitida, a esta pregunta es: provenimos, por evolución, de una estirpe de
primates superiores. Bien sabido es que no es correcta la expresión “venimos del
mono”. Los simios actuales- primos y no antecesores- se remontan a antepasados
primates comunes. En los manuales de zoología se clasifica al homo sapiens sapiens en
el reino animal, tipo o phylum de los acordados, clase de los mamíferos ( que se
remontan a hace más de 140 millones de años), orden de los primates (que se remontan
a hace más de 70 millones de años), suborden de los antropoides, superfamilia de los
hominoides, familia de los homínidos (que se remontan a hace más de 7 millones de
años), género homo (que se remonta a hace dos o tres millones de años), especie homo
sapiens (que se sitúa entre hace unos 100.000 y 30.000 años).
Hace dos siglos y medio se habría respondido a esta pregunta con una taxomanía
zoológica. Actualmente la paleontología ha clasificado los fósiles, la botánica las
plantas y la zoología los animales; pero no han concluido un inventario completo de
formas de vida en el planeta,
En el siglo XVIII, Linneo ordenó el inventario que se venía haciendo desde antiguo y
clasificó según géneros y especies. La interfecundidad se dolía tomar como criterio
específico y la semejanza como criterio genérico. Se colocaba una etiqueta binaria y se
iba ascendiendo en el árbol: familias, órdenes, clases, reinos. Actualmente la taxomanía
se ha hecho más precisa y complicada, comienza a partir de las aportaciones que van
desde la biología molecular al estudio paleontológico de esqueletos fosilizados, pasando
por las neurociencias o la genética de poblaciones. En este marco, ya no es tan simple
como antes la definición biológica del ser humano, ni podemos contentarnos con la
tradicional fórmula de “animal racional”.
Para decir dónde venimos hay que empezar por remontarse a hace unos 35-40 millones
de años: entonces aparece, a partir de otros primates, la superfamilia de los hominoideos
en el continente afro árabe, que entonces era insular. Hace unos 9-10 millones de años
(otros cómputos dicen 5 y 7 o entre 6y 8 hallaremos paleontólogos que insistan en la
cifra de hace diez millones de años y biólogos que acentúen la de hace cinco millones
de años), a partir de una de las familias de hominoideos de África ecuatorial
(antepasado común que tenemos con los antropoides), se diferencian dos nuevas
familias: la de los póngidos- de donde vienen chimpancés y gorilas- y la de los
homínidos. Esta última se diversifica posteriormente en varias formas prehumanas, los
australopitecinos: y entre ellas, los australopitecos. Hace unos 2-3 millones de años se
enfría la tierra al cambiar su posición con relación al sol. El África oriental y meridional
se seca. Dos soluciones a esta crisis son:
a) El australopiteco llamado robustus, vegetariano y de pequeño encéfalo
b) El homo, carnívoro y de encéfalo grande.
De este último- pasando por sus variedades: homo habilis, homo erectus, descendemos los
actuales humanos. Estas dos bifurcaciones- la de los póngidos y los homínidos, hace unos 9
millones de años, y la de los australopitecinos y el género homo, hace aproximadamente unos 5
millones de años, son los dos puntos de referencia principales en el complejo árbol de
diferenciación de los primates. El orden de los primates se subdivide en el suborden de los
prosimios y los antropoides o primates superiores. Estos se subdividen en las superfamilias de
ceboides (monos del Viejo Mundo), cercopitoides (monos del Nuevo Mundo) y hominoides. La
superfamilia de los hominoides se subdivide en las familias de hilobátidos (gibón), póngidos
(gorila, chimpancé, orangután) y homínidos. La familia de los homínidos se subdivide en
australopitecinos y homo. Dentro del género homo, se suceden el homo habilis, homo erectus,
los neandertales y el homo sapiens.
La manera de hablar acerca de la unidad del espíritu humano ha sido puesta en tela de juicio por
datos venidos del campo de las neurociencias. Por ejemplo, los casis de pacientes epilépticos, a
los que se les han escindido quirúrgicamente los hemisferios cerebrales, han dado mucho que
pensar a los neuropsicológos sobre la unidad mental. Las investigaciones de las dos últimas
décadas sobre el córtex visual han puesto de manifiesto que diversos aspectos, como el color o
el movimiento, son discernidos por nuestro sistema nervioso a través de canales neurales
diferentes. Se tiene cada vez más a considerar la unidad de la vida psíquica como unidad de
coordinación.
Hoy poseemos más datos sobre la especialización de cada área de nuestro sistema nervioso
central. Al concebirse la unidad de la actividad psíquica de la persona humana como una unidad
de coordinación, quedan cuestionadas dos posturas tradicionales: la de algunos filósofos que
insistían en la unidad equipotencial del cerebro humano y la de algunos neurólogos que veían
las localizaciones cerebrales al modo simple de los asociacionistas de XIX. La realidad cerebro-
mental es mucho más complicada de lo que unos y otros creerían.
Al final de este capítulo sobre la evolución, convendría dejar cuantas cuestiones abiertas, tal y
como se nos plantean en forma de reto desde la peculiar interfase actual entre el código genético
y el cultural.
Los conflictos entre interpretaciones diferentes del destino biológico humano: la razón
observadora frente a la razón militante, sugieren estas reflexiones finales. Un primer camino de
reflexión es el que parte de la mecanización del viviente para llegar hasta los intentos actuales
de reconstruirlo. Un segundo camino nos pone ante un acontecimiento mayor en el enfoque
contemporáneo del viviente: la crisis del paradigma neo-darwiniano y la situación de interface
entre información genética e información cultural.
Una paradoja notable sirve de hilo conductor a esta reflexión: por un parte, hemos hecho entrar
a partes del viviente en procesos mecánicos. Tenemos, de un lado, autómatas en camino de una
“cuasi-vitalización” y, de otro lado, seres vivos cada vez más y más mecanizados.
Unas premisas teóricas habían permitido hace ya tiempo localizar la base material de la
herencia: cromosomas y genes. Según esas premisas no se aceptaban ninguna influencia
“finalizada” del medio exterior sobre las transformaciones genéticas. Solo se admitían cambios
elementales de esas estructuras localizadas en los cromosomas. Se había llegado a una síntesis
de la selección natural darwiniana, la teoría celular y la aportación de la genética. De ahí pasó a
conocer las moléculas de la vida, las proteínas, el ADN. Unos años después el código genético
empezó a poder descifrado y surgieron las aplicaciones de ingeniería genética, que nos permiten
producir transformaciones en el material genético, soporte de la información de la herencia.
Hemos visto, a la luz de estas breves reflexiones apenas esbozadas, que todo este desarrollo de
las ciencias de la vida y las tecnologías derivadas repercute en bioética, porque el futuro de la
vida y de la humanidad no es independiente de nosotros, de nuestras opciones y de nuestra
acción conjunta en favor del giro que haya de tomar la evolución en el futuro.
Con razón se ha señalado en los procesos de hominización y humanización la importancia
decisiva de tres factores: creatividad, comunicación y capacidad de compartir (Kitahara Frisch,
1984). Si la comunicación por el lenguaje y el desarrollo de la creatividad en la fabricación de
utensilios se han conjugado con la capacidad para compartir con otros para formar las
características del homo sapiens, necesitaremos, de cara al futuro y a la supervivencia humana
de la humanidad, asumir éticamente la responsabilidad de crear, comunicar y compartir más.
Son criterios bioéticos que brotan de la reflexión sobre el proceso de hominización y
humanización en la evolución biocultural de nuestra especie.