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Como formación social de fronteras, el Chaco fue constantemente una zona de guerra y
colonización. El primer intento por controlar al Chaco se suscitó a mediados del siglo
XVI, al oriente de la región del Chaco Boreal ubicada en las márgenes del río Paraguay,
teniendo como epicentro la ciudad de Asunción administrada por la orden eclesiástica
de los Jesuitas. Para esa época, la monarquía española estaba especialmente interesada
en lograr controlar de manera efectiva esta región con el fin de establecer una frontera
segura que diera un alto a las ocupaciones de esas tierras por parte del imperio
portugués, al mismo tiempo los “poderes coloniales locales” necesitaban con urgencia
disponer de mano de obra en la zona. La segunda oleada de conquista de la región se
gestó a finales del siglo XVI en el norte de Tucumán al Suroeste del Chaco Austral.
Este segundo intento tenía como objetivo restablecer y asegurar el Camino Real de
Potosí, que atravesando el Chaco pondría en contacto los virreinatos del Perú y del Río
de La Plata (Trinchero, 2000). Ambos ejercicios de colonización implicaron intentos
por reducir y controlar a los pueblos indígenas de la región ya sea por la vía del
genocidio (Quijano, 1998b y 2000a) o por la adhesión forzada al marco jurídico
establecido por el régimen de la encomienda (Castro-Gómez, 2007 y Quijano, 2006). En
este último caso, era necesaria la fundación de ciudades y el establecimiento de
misiones que -ciertamente- fueron construidas paulatinamente desde finales del siglo
XVI hasta mediados del siglo XVII. Las guerras entre el virreinato y los pueblos
indígenas que se gestaron desde el inicio de la colonización del Chaco, ocasionaron no
sólo la expulsión de los conquistadores, sino que además incendiaron hasta quedar en
ruinas a casi todas las ciudades y asentamientos misionales que habían sido establecidos
en el Chaco (Teruel, 2005).
A fines del siglo XVII el impero español modificó su estrategia de colonización del
Chaco llevando a cabo grandes campañas militares para doblegar a las dos principales
etnias que habían arrasado los asentamientos otrora fundados. Desde Asunción, la
primera campaña se desplegó contra los Guaycurú asentados en el Noreste del Chaco, y
la segunda campaña se realizó desde Tucumán contra la etnia Mocoví. Los resultados de
dichas incursiones si bien lograron reducir tanto la población aborigen como el territorio
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controlado por las mismas, no pudieron concretar un dominio efectivo del Chaco.
Recién a mediados del siglo XVIII, que con la fundación de ciudades, el
establecimiento de pactos con algunos grupos indígenas y el éxito de varias misiones en
conseguir adeptos, que se consuma la ocupación efectiva de algunos pocos espacios
chaqueños (Trinchero, 2000). Para el caso de los principales frentes de expansión
colonial; en el Chaco Boreal, los jesuitas tuvieron un mayor éxito para cristianizar a la
población indígena Guaycurú e incorporarla a la encomienda, mientras que en el
Suroeste del Chaco Austral la población Mocoví se opuso con más ahínco a la
asimilación de la sociedad colonial (Quintero, 2009a).
No obstante, esta postura débil y dispersa que mostró la Corona española para con la
región del Chaco en su época de dominio, vendría a ser modificada por el naciente
Estado-Nación argentino desde el momento de su configuración. Como se sabe, las
independencias de las naciones latinoamericanas supusieron la liberación del poder
colonial de las potencias europeas, pero no conllevaron la democratización real de las
relaciones sociales al interior de las repúblicas, sino más bien la reorganización del
poder colonial por parte de las elites criollas (Quijano, 2000a). Esta reestructuración de
la colonialidad del poder siguió diferentes vías en toda América Latina, en muchos
casos estos caminos se vieron condicionadas por la conformación étnica de cada una de
esas sociedades. El caso de Argentina es sumamente particular, al haber establecido con
más eficacia el modelo de homogeneidad “racial” y cultural que otros países, gracias a
las políticas de guerra contra el “indio” y a las prácticas de utilización de la población
afroamericana en los conflictos bélicos de finales del siglo XIX y principios del siglo
XX. Significativamente, las guerras contra el “indio” fueron establecidas en las
fronteras del Estado-Nación, siendo la región del Chaco uno de los territorios más
sometidos estas prácticas de colonización interna.
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Así como para España, la conquista del Chaco permitiría proteger los dominios de la
Corona frente a los propósitos del impero portugués, para el Estado-Nación que acaba
de lograr su independencia político-administrativa, el control del Chaco posibilitaría el
establecimiento claro de sus fronteras con los demás países de la región. Sin embargo,
para lograr tal cometido el Estado argentino configuró una frontera interna imaginaria
con los pueblos indígenas, sostenida en la dicotomía decimonónica de civilización y
barbarie. Quedó así definida la geografía de la barbarie por los territorios del Chaco
Austral, y por la región del Chaco Central que representaban la “última frontera” interna
de la nación no civilizada (Quijada, Bernand y Schneider, 2000). Frontera interna, que
sería conquistada finalmente en el año de 1911, con la incursión militar dirigida por el
General Enrique Rostagno. La estrategia aplicada por el Estado argentino para la
colonización del Chaco, estuvo basada en la construcción de fortines a lo largo de los
ríos Bermejo y Pilcomayo, y en las incursiones militares que desde 1870 se dieron en la
región. Estas incursiones militares tuvieron otros motivos además del control territorial
del Chaco Austral y Central. Al expandirse la frontera interna de la nación, una tarea
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primordial del Estado era poblar las áreas que estaban “despobladas”, en realidad
ocupadas con anterioridad por pueblos indígenas y que desde 1883 comenzaron a ser
tomadas por colonos criollos. Ambos emprendimientos necesitaban la provisión de
mano de obra que sólo podía ser suministrada por indígenas. He aquí uno de los
motivos medulares por el cual la población indígena del Chaco argentino no fue
totalmente exterminada por las incursiones militares estatales en esa región, pues dicha
población era necesaria para el despegue de las plantaciones y los obrajes. Así, desde
1917, el ejército posicionado en los distintos fortines del Chaco, comenzó a reclutar de
manera forzada a indígenas como mano de obra para estos emprendimientos (Iñigo
Carrera, 1983).
De esta manera, la ocupación del Chaco Argentino por parte de las fuerzas militares del
Estado-Nación, tuvo como uno de sus principales resultados, la destrucción parcial de
las formas de vida de los grupos indígenas chaqueños. Estos quedarían desde ahora
supeditados a la lógica del capitalismo nacional agroexportador, fungiendo como
trabajadores estacionales y como obreros desde principios del siglo XX, dinámica que
se mantiene de manera fragmentaria hasta la actualidad (Gordillo, 2006). Estos
recorridos históricos particulares, nos permiten caracterizar al Chaco como un espacio
estructuralmente heterogéneo (Quijano, 1988) en donde la constitución de las
estructuras socioculturales (Oliveira, 2007 y Quintero, 2010a) ha devenido en la
generación de esta formación social de fronteras. Empero, no es posible reflexionar
acerca de las estructuras sociales propias del Chaco sin antes caracterizar la matriz de
poder social (global/local) que configura esos heterogéneos tejidos de relaciones
sociales. Por ende, aquí se yergue la importancia de la categoría analítica de
colonialidad del poder (Quijano, 1993), pues es precisamente en los espacios de frontera
en donde la colonialidad del poder suele verse con mayor nitidez (Palermo, 2006 y
Quijano, 2007b).
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El estudio se interesará por explorar las dinámicas propias de estos procesos desde los
basamentos de la investigación-acción participativa (Fals Borda, 1986 y 2009). La
pretensión de la investigación-acción participativa es comprender las tramas de la vida
cotidiana de los sectores desfavorecidos con el fin de modificar esas realidades (Fals
Borda, 1986), pero esta acción no se hace desde los investigadores o científicos sociales
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sino desde la propia base social y desde el hacer, también cotidiano y creativo, de las
comunidades, con el apoyo de los primeros (Colombres, 1986). Las prácticas de
descolonización epistémica y política implican necesariamente la modificación concreta
de los marcos teóricos y metodológicos tradicionales (Lander, 2000b y Smith, 1999),
puesto que la descolonialidad es, fundamentalmente, una práctica (Fals Borda, 1970) y
no únicamente un conjunto de basamentos o modelos teóricos.
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Por otra parte, se contempla también dar continuidad al proceso de recolección de datos
secundarios, que ya ha sido emprendido para la realización de este proyecto y para la
concreción de trabajos asociados e individuales de los investigadores. El acopio de estos
datos comprende el registro y procesamiento de información pertinente disponible en
documentos públicos y semi-públicos, bibliografía específica sobre la temática,
informes y publicaciones de otros investigadores y datos estadísticos regionales,
provinciales y departamentales.
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6. Referencias bibliográficas:
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