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Aun antes de tiempos de Constantino, había habido cristianos que por diversas razones se
habían sentido llamados a un estilo de vida diferente del usual. Ya en la primera sección de
esta historia nos hemos referido a las “viudas y vírgenes”, es decir, a aquellas mujeres que
decidían no casarse, y dedicar todo su tiempo y sus energías a la obra de la iglesia. Algún
tiempo después Orígenes, dejándose llevar por el ideal platónico del hombre sabio, organizó
su vida en forma muy semejante a la de los monjes posteriores. Otros muchos —entre ellos
al parecer Pánfilo y el joven Eusebio de Cesarea— siguieron la misma “vida filosófica” de
Orígenes. Además, aunque las doctrinas gnósticas habían sido rechazadas por la iglesia, su
impacto continuó haciéndose sentir en la opinión de muchos, que pensaban que 184
de un modo u otro el cuerpo se oponía a la vida plena del espíritu, Y que por tanto era
necesario sujetarlo y hasta castigarlo.
La palabra misma, “monje”, viene del término griego monachós, que quiere decir “solitario”.
Uno de los principales móviles de los primeros monjes fue vivir solos, apartados de la
sociedad, su bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”, por el que pronto se les
conoció, quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para tales personas, el desierto representaba un
atractivo único. No se trataba naturalmente de vivir en las arenas del desierto, sino de
encontrar un lugar solitario —quizá un oasis, un valle entre montañas poco habitadas, o un
antiguo cementerio— donde vivir alejado del resto del mundo.