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Apología de la representación
C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P R O C E S O S
S e rie B e re c h o
ISBN: 978-84-9879-641-4
Depósito Legal: M -l 5 678-2016
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Gráficas Cofas, S.A.
ÍNDICE
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V. D e d ic a to r ia .................................................................................................. 105
23. Las Meninas y la igualdad................................................................ 105
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I
UN DEBATE PENDIENTE
La Fontaine, Fábulas, 11
* «Espejos, eso son las bobadas de los demás, / Espejos, de nuestros defectos, pintores
legítimos...».
1. http ://www.youtube.com/watch ?v = h-Vxxa5a-4s (consultado el 1.4.2016).
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TEATROCRACIA. APOLOGÍA DE L A R E P R E S E N T A C I Ó N
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2. Entre los estudios que se llevaron a cabo en aquellas fechas pueden consultarse los
siguientes: Centro de Investigaciones Sociológicas/Ministerio de la Presidencia, «Represen
taciones políticas y movimiento 15-M» (junio de 2011), disponible en http://www.cis.es/cis/
opencm/ES/l_encuestas/estudios/ver.jsp?estudio=12664 (consultado el 1.4.2016); Instituto
de la Juventud/Ministerio de Sanidad, «Jóvenes, Actitudes sociales y políticas, Movimien
to 15-M» (octubre de 2011), disponible en http://www.injuve.es/sites/default/files/2012/42/
publicaciones/Sondeo%2020ll-2 a .p d f (consultado el 1.4.2016). Véase también el estu
dio publicado por el diario E l País en el primer aniversario del movimiento, disponi
ble en http://politica.elpais.com/politica/2012/05/19/actualidad/1337451774_232068.html
(consultado el 1.4.2016).
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por ejemplo, en el informe anual del PNUD de 2014, titulado Humanity Divided. Confron-
ting Inequality in Developing Countries, pp. 259 ss., disponible en http://www.undp.org/
content/dam/undp/library/Poverty0/o20Reduction/Inclusive%20development/Humani-
ty%20Divided/HumanityDivided_Full-Report.pdf (consultado el 1.4.2015).
9. I. Sánchez-Cuenca, L a impotencia democrática. Sobre la crisis política en España,
Los libros de la Catarata, Madrid, 2014.
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10. La pregunta central es: ¿a quién representan realmente los representantes? El estu
dio de estas actitudes es un tema clásico al menos desde C. Wright Mills, La élite del poder
[1956J, FCE, México, 21987.
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11. F. Ankersmit, Political representation, Stanford UP, Stanford, 2002, p. 131. Hay un
momento estético indispensable en el proceso representativo —escribe M. Saward—, porque
el objeto representado no es nunca un objeto dado, inequívoco, transparente; cf. The repre-
sentative claim, Oxford UP, Oxford/Nueva York, 2010, p. 74.
12. Z. Bauman, Sociedad sitiada, FCE, México, 2004, pp. 9-10, 21.
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5. E l trabajo de la representación
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15. Tal como la presenta Norberto Bobbio, y en su versión más sintética, la tesis sería
que democracia y derechos se refuerzan mutuamente. Cf. N. Bobbio, Liberalismo e demo-
crazia, Franco Angeli, Milán, 1985.
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II
DEMOCRACIA SIN REPRESENTACIÓN
Bernardo
See, it stalks away!
Horatio
Stay! speak, speak! I charge thee speak!
[Exit Ghost.]
Marcellus
’Tis gone, and will not answer.
Bernardo
How now, Horatio! You tremble and look palé:
Is not this something more than fantasy?
What think you on’t?
Horatio
Before my God, I might not this believe
Without the sensible and true avouch
O f mine own eyes.
Marcellus
Is it not like the King?
W. Shakespeare, Hamlet, I, 1 *
7. El prejuicio antirrepresentativo
Toda apología que se precie tiene que ser capaz de producir un mínimo de
irritación o, cuando menos, de incomodidad entre sus adversarios. Tiene
que ir contra algo. A partir de las observaciones iniciales, y antes de que
aparezca la idea central de esta Apología, podría darse el caso de que no
hubiera nadie que se diera directamente por aludido. Los supuestos des-
tinarios pueden pensar que las objeciones presentadas no son tales, por
superficiales y descontadas, o que no les afectan directamente, porque
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ponible —aunque siempre mejorable, por las razones que diremos más
adelante— para alcanzar una serie de objetivos que son extremadamente
valiosos y que solo pueden alcanzarse por esta vía. El régimen represen
tativo no es el segundo mejor respecto de algún otro régimen distinto, más
democrático todavía, en el que no hace falta ponerle trabas al imperio de
la voluntad popular, sino que es el mejor en su género2.
Consideremos los argumentos de los adversarios y veamos si nos lle
van a alguna parte.
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12. S. Zizek, Primero como tragedia, después como farsa, Akal, Madrid, 2013, pp. 89 ss.;
Id., En defensa de las causas perdidas, Akal, Madrid, 2011, p. 379.
13. G. Deleuze, Diferencia y repetición, Anagrama, Barcelona, 2005, pp. 31-32.
14. G. Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Alianza, Madrid, 2005, pp. 147-148, 176.
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Pero ¿estamos seguros de que en la alternativa entre estas dos opciones es
tán las mejores coordenadas para encarar la enfática demanda de más y me
jor representación? ¿Es que no hay soluciones menos problemáticas? Tene
mos, de un lado, los dogmas del mainstream politológico, que los del otro
bando interpretan como sofismas al servicio de los intereses de clase; de
otro lado, está la alternativa del porvenir, con las consabidas soflamas
de románticos trasnochados, aliñadas con las habituales dosis de metafísi
ca teutona o de verborrea afrancesada. A un lado y a otro de la barrera, en
verdad, sobran motivos para retratar a los adversarios como se merecen.
Es cierto que los esquemas conceptuales simplificados a los que me he
referido en los apartados anteriores podrían presentarse en otras versio
nes menos imprecisas. Seguro que hay algún asesor de imagen de políticos
ambiciosos, o algún columnista inspirado, al que le interesará descubrirlas.
Pero mi impresión es que, con esa clase de herramientas, el análisis no va
a llegar demasiado lejos. Si acaso, el problema más interesante está en
saber si, entre las versiones mejoradas de esos enfoques, hay alguna que
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15. J. Keane, Life and death o f democracy, Norton, Nueva York, 2008, pp. xxvi-xxix.
16. Para aclarar en qué consiste la novedad del nuevo mainstream hay que remon
tarse a comienzos del siglo X X , cuando se consolidaron los presupuestos de las cien-
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cias sociales modernistas. Véase M. Bevir, Democratic governance, Princeton UP, Prince-
ton, 2010, pp. 20 ss.
17. Ibid., pp. 108-109.
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acreditar la suficiente credibilidad ante los demás miembros del club. Los
invitados a la mesa pueden ser numerosos, y también relativamente di
versos, hasta el punto de ofrecer una representación relativamente preci
sa de la sociedad, pero la legitimidad para tomar parte no les viene desde
abajo, de la investidura popular, sino de la posición que ocupan y de su
posible contribución al logro de los objetivos políticos que se conside
ran adecuados. Quienes tengan recursos para hacerse oír e información
que aportar serán bienvenidos, siempre que no se topen con adversarios
con fuerza suficiente para vetarlos o para hacer saltar el tablero. Cuando
esto sucede, para evitar percances, la regla es dejar fuera al más débil. Es
una norma no escrita de la buena crianza que el anfitrión evite encuen
tros incómodos entre sus invitados18.
Es sorprendente observar cómo las doctrinas del nuevo mainstream
silencian este aspecto de la cuestión o lo eluden, aireando cándidamente
las virtudes de la solidaridad democrática. Es cierto que en las propuestas
de la nueva gobernanza no se plantea explícitamente una sustitución de la
voluntad defectuosa por la voluntad esclarecida de quienes sí saben dónde
está el verdadero interés de la nación, como hacían los liberales doctrina
rios, nuevos y viejos. Se mantiene el ideal de la independencia de los parti
cipantes en el proceso, que recuperan fragmentos significativos de sobera
nía, pero desaparece la exigencia de que en el momento final del proceso
intervenga la voz autorizada a hablar en nombre de todos, los invitados y
los que se quedaron a las puertas de las instituciones. El argumento, tal
como generalmente se despacha, es absolutamente perverso. En los proce
sos de negociación entre pares, una vez reconocido un derecho general
de salida, se entiende que cualquier instancia de mediación, que altere
el libre juego de las partes, es superflua, cuando no una fuente de ilegíti
mas interferencias. Se entiende que todos los que están es porque quie
ren, porque no se han ido, y, al revés, que si lo han hecho es que no han
querido estar. Y si lo que pasa es que no han sido invitados es porque se
sabía de antemano que no estarían dispuestos a hacer las concesiones im
prescindibles, entorpeciendo el proceso. En definitiva, porque son gente
de esa que no sabe cooperar. Con este sofisma se consigue matar dos pája
ros de un tiro: se elude el debate sobre el derecho de entrada y se exter-
nalizan los costes de salida, que quedan a cargo del bolsillo de cada uno.
En la nueva era posrepresentativa, que todo lo abarca, desde el mercado
financiero o el (llamado) mercado laboral, hasta la política de proximidad,
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discursivos. Pero el mayor riesgo sigue siendo que el proyecto pase des
apercibido, que deje a todo el mundo indiferente. O casi.
Y es que no me sorprendería que muchos de los personajes caricatu
rizados en los dos apartados anteriores no se reconozcan en la estampa
que de ellos he ofrecido. Unos pueden haberse sentido molestos por las
compañías que se les han adjudicado y a otros les habrá parecido fuera
de lugar que se haya puesto en duda la idea de representación que desde
siempre han considerado como la única posible, bien para defenderla,
bien para atacarla. No descarto que tengan algo de razón, a su manera, y
que lo dicho hasta aquí no sea más que un juego interesado en el que se
intenta sacar provecho a ciertos malentendidos de una noción que, como
todo el mundo sabe, es profundamente resbaladiza. Pero es que este es
precisamente el punto, me permito insistir. Forzando los argumentos ri
vales, quisiera mostrar la singular ceguera de los repertorios argumentati
vos habituales en el debate sobre la representación, que acaban ocultando
la permanente oscilación del término, su duplicidad. De eso es de lo que
nos ocuparemos en el siguiente capítulo.
Antes de llegar ahí, intentemos poner en claro qué es lo que pueden
tener en común los rivales de esta Apología, de un lado, los epígonos del
mainstream politológico y, de otro, los partidarios de una definitiva su
peración del marco representativo. ¿Cuál es el motivo de que sigamos
atrapados en la estéril confrontación entre fórmulas políticas —teorías,
discursos, lenguajes...— que siguen utilizando la representación como
coartada para disfrazar su temor y, en el fondo, su odio hacia el popu
lacho, y fórmulas políticas que, despojadas de sus ornamentos retóricos,
desde el punto de vista político, no ofrecen nada más que una nueva
reedición de la promesa del hombre nuevo. ¿No será este falso dilema
uno de los ingredientes fundamentales en la propagación del malestar
democrático?
La sospecha es que el debate sobre estas cuestiones sigue todavía em
pañado por el mito del acceso directo. Los adversarios de esta Apología
tienen en común la creencia en este mito, por el que se enredan una y
otra vez en la utopía de la desintermediación. Toman invariablemente
las mediaciones como interferencias sospechosas, simples máscaras, barre
ras artificiales que están siempre a punto de ser desmontadas. Sueñan con
un estado de gracia en el que el sujeto consigue ordenar sus preferencias
de forma tan absolutamente concienzuda que no deja margen ni para el
desencanto, ni para el arrepentimiento. O con un porvenir glorioso en
el que la voluntad del pueblo se ha vuelto por fin enteramente trans
parente a sí misma. Fascinados por el mito, les parece que todo aquel
que se atreve a poner en duda tales aspiraciones es porque está siendo
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19. C. Ireland, The subaltern appeal to experience. Self-identity, late modernity and
the politics o f immediacy, M cGill’s-Queens UP, Montreal/Ithaca, 2004, pp. 80-81, 149,
en referencia a J. Habermas, E l discurso filosófico de la modernidad, Katz, Madrid, 2008,
pp. 22 ss.
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con las expectativas y las ilusiones más próximas de los ciudadanos, los
personajes que van y vienen sobre el escenario dejan de atraer la aten
ción del público. La escena queda entonces a merced de la trituradora
propagandística, que se adueña de ella con sus millones de terminales,
nuevos y novísimos. Enfrentados a un entorno ininteligible, políticamente
irrepresentable, los ciudadanos se ven incapaces de tender puentes entre el
presente, su pasado y un futuro posible. Todo es nuevo, pero no hay nada
que en realidad sorprenda. Lo desconocido se convierte en regla y marca
las condiciones de éxito de la acción. En algún lugar del muro de Berlín,
después de la caída, alguien dejó escrito que, para nosotros, el futuro ha
dejado de ser lo que solía20.
En un contexto como este, el reflejo de lo inmediato se dispara. Los
portadores del virus de la desintermediación piensan la política como
un flujo continuo e incontaminado de la experiencia inmediata. La en
fermedad cursa de diferentes maneras, como estamos viendo. A unos se
les borra la distinción entre el ágora y el foro, y pretenden hacernos creer
que en ambos escenarios los sujetos persiguen los mismos objetivos.
Otros imaginan la política como terreno de encuentro, como epifanía que
se renueva sin cesar, o como acontecimiento irrepetible que solamente
podemos evocar en la jerga de lo excepcional o de la aventura21. Y otros
aún quieren hacernos creer que el espacio público solo estará a la altura
del ideal democrático cuando la plaza sea finalmente ocupada por la mul
titud anómica de los subalternos, cada uno de los cuales es portador de
una visión propia, irrepetible y nunca plenamente asimilable de la exis
tencia, pero siempre abierta a la inefable fusión de horizontes22.
En la medida en que estas actitudes puedan ir ganando terreno y cris
talicen en el imaginario social, las prácticas de la representación democrá
tica irán retrocediendo, hasta descomponerse. En el límite, la atribución
de una autoridad inapelable a la experiencia inmediata acabaría enve
nenando el juego de proyecciones que había dado sustento al método
democrático.
20. C. Ireland, The subaltern appeal to experience. Self-identity, late modernity and the
politics of immediacy, McGilPs-Queens UP, Montreal/Ithaca, 2004, pp. 145 ss.
21. Ibid., pp. 47-49.
22. Ibid., p. 137, en referencia a Ch. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la iden
tidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 571 ss.
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III
EL ÁGORA Y EL TEATRO
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2. En el marco del positivismo jurídico estatalista, cf. G. Jellinek, Teoría General del
Estado, Comares, Granada, 2000, p. 568; R. Carré de Malberg, Contribution á la Théo-
rie Générale de TÉtat, Sirey, París, 1922, vol. II, p. 267. En el extremo doctrinal contrario,
cf. C. Schmitt, Legalidad y legitimidad, Aguilar, Madrid, 1971; S. Romano, L ’ordinamento
giuridico, Mariotti, Pisa, 1918; E. Voegelin, The new Science o f politics, University of Chi
cago Press, Chicago, 1952. Véase una crítica de esta tendencia en H. Kelsen, «Foundations
of democracy»: Ethics 66/1 (1955), pp. 1-101. Sobre la historia del concepto jurídico de
representación, además del estudio ya citado de Hofmann, cuyo recorrido se detiene en el
momento de las revoluciones democráticas, véase G. Duso, La rappresentanza política. Ge-
nesi e crisi di un concetto, Franco Angelí, Milán, 2003; P. Costa, «El problema de la repre
sentación política. Una perspectiva histórica»: Anuario de la Facultad de Derecho de la Uni
versidad Autónoma de Madrid 8 (2004).
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yo entender que el nexo entre un término y otro no es nunca —por así de
cir— automático, sino que está condicionado por las más diversas formas
de mediación figurativa. Depende de imágenes y se expresa en imágenes.
El intento de desconectar o comprimir estos dos niveles de represen
tación, el plano de los intereses y el de la imagen, produce soluciones
inconsistentes y, sobre todo, como venimos diciendo desde el comienzo,
enturbia el diagnóstico sobre las causas del oscuro malestar que aflige a
nuestras democracias, su profunda incapacidad para representar de ma
nera suficientemente consistente las demandas y aspiraciones de los ciu
dadanos. En este sentido, nuestro problema es explicar cómo engranan,
y por qué vías, los dos momentos del proceso representativo. Y qué es
lo que pasa cuando no engranan. En todo caso, como decíamos en pági
nas anteriores, los atajos de los que se sirven los adversarios de la visión
convencional de la representación no funcionan y no consiguen más que
empobrecer el debate. Lo mismo sucede, en el plano teórico, con esa es
trategia unificadora a la que acuden juristas y politólogos. El valor de la
representación democrática solo se entiende a partir del trasvase y el sola-
pamiento entre dos campos de acción distintos.
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ese material maleable del que se compone nuestra mente9. Las representa
ciones, cuando se cumplen las leyes del ritmo y la armonía, tienen cierta
utilidad, por sus cualidades pedagógicas. Familiarizado con las artes escé
nicas, el ciudadano aprende a manejarse con el perpetuo desajuste entre
las apariencias y la realidad. El teatro le conduce en la dirección correcta.
Pero cuando las representaciones no buscan más que el aplauso del públi
co, el resultado es catastrófico. Los espectadores quedan atrapados en un
juego de las apariencias. Sus emociones se confunden. El desorden se con
vierte en norma. Cuando esto sucede, evidentemente, ya no hay aprendi
zaje, sino pura deseducación10.
La teatrocracia es el tipo ideal de los regímenes gobernados por espec
tadores fascinados por las sombras. El caso paradigmático es, naturalmen
te, la democracia. Y obsérvese como, en el análisis platónico, el acento no
recae tanto en la ignorancia del público, que conduce al desprecio de
las leyes, como en la disparidad de las perspectivas, en la discrepan
cia entre las distintas maneras de ver el objeto que aparece en escena
desde la posición ocupada por cada uno de los espectadores11. Una
discrepancia que solo el filósofo puede desentrañar y que, en todo caso,
evoca los más oscuros fantasmas. En un nivel muy elemental de nuestra
estructura psíquica, la controversia no resuelta está asociada con una am
plísima familia de figuras del desdoblamiento.
Para los primeros griegos el doble era mucho más que una simple co
pia. Según explica Vernant, el doble por antonomasia es el cuerpo inani
mado en el instante en el que el espíritu lo abandona. Idéntico en todo,
pero irremediablemente distinto. La doble identidad de ese cuerpo, como
objeto y como icono, caracteriza típicamente a los ídolos, figuras inter
medias, de tránsito, signos físicos situados en el umbral entre los vivos y
los muertos. Era costumbre abandonar pequeñas estatuillas a lo largo
de los caminos, parcialmente enterradas, en los márgenes de los bosques
9. En la narración imitativa, dice Platón, uno habla por boca de otro (República, 392c-
394c). En este mismo sentido, los aficionados a las audiciones y los espectáculos no son
amantes de la verdad, sino de las buenas voces, los colores y las formas (República, 476b).
10. Cf. Leyes, 668e-669, 689. N o por casualidad, la metáfora teatral aparece también
en el pasaje platónico crucial sobre el filósofo-rey (República, 475/479). Sobre la teatrocra
cia como dispositivo para el manejo de las pasiones, J. M. Cuesta Abad, Apolis. Dos ensayos
sobre la política del origen, Losada, Madrid/Buenos Aires, 2006.
11. Sobre la reconciliación de la duplicidad, con una explícita alusión a las estelas fu
nerarias, cf. Banquete, 189e-193; Fedro, 266a; República, 551d, 580, 607. Sobre lo uno y
lo múltiple, Aristóteles, Metafísica, 80-81. La degeneración de la ciudad como consecuencia
de la división es un tema que recorre por entero la historia del pensamiento político, desde
el libro IX de la República y el libro III de la Política.
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14. El modelo de esta posición está en J. Rousseau, Carta a d ’Alembert sobre los espec
táculos [1757], Tecnos, Madrid, 2009.
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15. Sobre la utilidad política del teatro, cf. Política, 1341b-36-41; sobre la función
epistémica de la tragedia, Poética, 1449b-21-30. Cf. R. Orsi, El saber del error. Filosofía
y tragedia en Sófocles, Plaza y Valdés, Madrid, 2007. Rocío me habría enseñado muchas
cosas sobre estas cuestiones, si yo le hubiera preguntado.
16. Los argumentos antirrousseaunianos están tom ados de D. Diderot, Paradoja
del comediante [1773-1777], M ondadori, Madrid, 1990. Cf. F. Ankersmit, «Pygmalion.
Rousseau and Diderot on the theatre and on representation»: Rethinking history 3 (2003),
p. 336.
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17. Tomo esta formulación aristotélica de J. Ranciére, Momentos políticos, Clave Inte
lectual, Madrid, 2011, p. 38. También fd., El desacuerdo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996,
pp. 10-11. Cf. también E. Lledó, El concepto de poiesis en la filosofía griega, CSIC, M a
drid, 1961.
18. Este segundo argumento está armado a partir de J. Ranciére, E l espectador eman
cipado, Ellago, Castellón, 2010.
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las minorías, sino porque entendemos que la regla del mayor número es la
técnica eficaz de que disponemos para maximizar el consenso, en un pro
ceso más amplio, que incluye otros mecanismos y momentos de decisión,
siempre revocables, conforme a un modelo de diversificación, comparti-
mentación y procedimentalización del juicio22. Con cierta hipérbole se
diría que, en democracias como las nuestras, el voto es razonamiento en
acción. Y no porque el gesto del ciudadano ante las urnas sea el producto
de profundas cavilaciones morales, sino por lo que tiene de intervención en
un experimento colectivo, de apuesta situada en el espacio y el tiempo23.
El reconocimiento del derecho al sufragio, en combinación con la
prohibición del mandato imperativo, exige del ciudadano un esfuerzo
imaginativo notable, situándole en un marco escénico en el que tendrá
que hacerse cargo de un conjunto de desdoblamientos fundamentales,
sin los cuales no es posible comprender el funcionamiento de la vida
pública. Sin embargo, la sucesión reglada entre contextos de argumen
tación y decisión que obedecen a exigencias dispares permite construir
puentes, intermitentes, pero periódicamente renovables, entre los titula
res del poder soberano y los poderes constituidos, entre opinión y de
cisión, entre razones e intereses. En este juego de equivalencias, igual
que la moneda en el mercado, que representa el valor de los bienes y del
trabajo, el voto se convierte en eje del proceso democrático, en signifi
cante vacío sobre el que quedan inscritas expectativas y equivalencias24.
Pero es fundamental entender que los incontables actos de atribución de
sentido sobre el veredicto de las urnas van desplegando sus efectos a lo
largo del tiempo. El recuerdo y la interpretación retrospectiva del voto
—un nuevo conjunto de representaciones, por tanto— se proyecta sobre
un espacio comunicativamente diversificado, compuesto por múltiples
instancias que marcan el ritmo de los intercambios25.
22. Cf. J. Habermas, Fadicidad y validez, Trotta, Madrid, é2010, cap. IV, 3; N. Bob-
bio, «La regla de mayoría: límites y aporías», en Teoría general de la política, cit., pp. 462-489.
Sobre la sorprendente historia del principio de mayorías, F. Galgano, La forza del numero.
Storía del principio di maggioranza, II Mulino, Bolonia, 2008.
23. Eso es la tragedia, según S. Critchley, Tragedia y modernidad, Trotta, Madrid,
2014, p. 57.
24. Cf. N. Urbinati, Representative Democracy. Principies and Genealogy, University
of Chicago Press, Chicago/Londres, 2006, p. 149. El argumento de Urbinati está referido a
Sieyés. Sobre la dimensión constitutiva/re-constructiva de intereses a través de la represen
tación: C. Rile Hayward, «Making interests: On representation and political legitimacy», en
I. Shapiro, S. Stokes, E. J. Wood y A. Kirshner (eds.), Political representation, Cambridge
UP, Cambridge/Nueva York, 2009, pp. 111-138.
25. De nuevo, cf. N. Urbinati, Representative Democracy. Principies and Genealogy,
cit., pp. 195-196. De quien se habla, en este segundo caso, es de Condorcet.
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26. El argumento está tomado de T. Paine, Derechos del hombre [1791], Alianza, M a
drid, 2008, II, cap. 3. En defensa de la inteligencia de los muchos, a Paine remite H. Wain-
wright, Cómo ocupar el Estado, Icaria, Madrid, 2005.
27. Cf. el arquetipo de esta posición que aparece en B. Constant, De la libertad de los
antiguos comparada a la de los modernos [1819], incluido en íd., Escritos políticos, Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1989.
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EL A G O R A Y EL T E A T R O
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EL Á G O R A Y EL T E A T R O
comprendió que su tarea no podía ser otra que la de pintar lo que el ojo
ve. Velázquez fue pionero en esto. Con su gesto radical, el foco de acción
se desplazaba de la imitación a la experimentación31. Algo parecido iba
a suceder, tiempo después, en el campo de la política.
Atenas fue una ciudad de palabras y quizá por eso también de representa
ciones y simulaciones. La democracia cobraba vida en la escena. Los enga
ños y desencuentros eran materia privilegiada del repertorio teatral, don
de los actores ocultaban el rostro detrás de sus máscaras. Los dioses y los
héroes intercambiaban sus disfraces y dialogaban con el coro. Tanto las
comedias como las tragedias que han llegado hasta nosotros están cons
truidas sobre prejuicios que acaban resultando infundados, con oradores
que sacan provecho de los malentendidos, con narraciones que demues
tran la falsedad de las apariencias que hasta entonces se daban por ciertas,
con parlamentos insinceros o absurdos, cuyo verdadero significado solo
llega a desvelarse en el desenlace de la obra.
En cuanto al régimen de figuración, y como ya he adelantado, la dis
tancia entre nuestra democracia y la de los griegos es enorme. De en
trada, porque el teatro, según lo practicaban los antiguos, ya no forma
parte de nuestras rutinas políticas. N o tanto porque entre nosotros no
exista un repertorio de representaciones canónicas, destinadas a produ
cir y sostener el consenso, como antaño, como porque la acción polí
tica se desenvuelve en espacios increíblemente extensos, que el ojo del
público difícilmente consigue abarcar por entero y situar en un solo esce
nario. No obstante, la presencia de figuraciones compartidas sigue sien
do un elemento central en la dinámica democrática. N o por casualidad
la democracia de los modernos apareció históricamente en un momento
en el que el arte de la representación todavía jugaba, como en el primera
Modernidad, un papel esencial en la vida pública. Y este elemento fue de
terminante en el cambio que estaba teniendo lugar.
Con el desarrollo de una sociedad urbana, a partir del siglo XVIII, el
reparto de los roles sociales que había caracterizado a la sociedad esta
mental había perdido contacto con las nuevas exigencias de la vida co
tidiana. El linaje dejó de ser garantía bastante, criterio suficiente de re
conocimiento. La creciente movilidad social hacía que los encuentros
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32. R. Sennett, E l declive del hombre público, Península, Madrid, 2002, p. 55.
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el A g o r a y el t e a t r o
ción. Algo más, por tanto, que una simple herramienta de gobierno. Desde
este punto de vista, la dramatización parlamentaria de los conflictos socia
les, en el arco simbólico que va de la izquierda a la derecha, se convirtió
en referente central, y relativamente estable, del tejido de representa
ciones por el que se orientaban las expectativas y demandas del burgués
y del proletario. Los líderes carismáticos, pero también los partidos y los
demás movimientos políticos, ponían en palabras e imágenes intereses y
sentimientos compartidos, estrechamente conectados con lo que aconte
cía en el plano de la vida cotidiana.
Lo interesante, en todo esto, es observar —insisto, retrospectivamen
te— que en este juego de representaciones hubo algo más que imágenes
distorsionadas de las luchas sociales, falso reflejo de la lucha real por el
control de las conciencias. Es cierto que los instrumentos de la represen
tación política acabaron cayendo en manos de los más poderosos, que se
escudaban en ellos para filtrar y disminuir las demandas de las mayorías33,
pero sirvieron también, siquiera de forma intermitente, o en el largo pla
zo, como instrumentos para movilizar y hacer visibles las razones de los
más débiles. N o es cierto que la sociedad de masas, el legado infausto
del siglo xix, sea tan solo la edad de la despersonalización y el aislamien
to, del sujeto desorientado que se consuela abandonándose en el regazo
de una comunidad imaginada. Es también la época en que los mecanis
mos de socialización política fueron progresivamente acomodándose a las
exigencias de la publicidad. Y esto algo habrá tenido que ver con las mu
chas conquistas sociales alcanzadas, precisamente en esta época, al menos
en algunos afortunados lugares del planeta.
La representación se volvió democrática —alguien observará ensegui
da—, pero al cabo de cierto tiempo, ni siquiera demasiado, la tendencia
volvió a cambiar. Los mecanismos compensatorios que habían funciona
do en la fase anterior perdieron el lustre. Se volvieron tan disfuncionales
y anticuados como, en otros terrenos, los folletines sentimentales, la ópe
ra o la moral victoriana. Desde hace ya varias décadas, el ocaso de la po
lítica ideológica ha arrastrado en su caída los instrumentos destinados a
la producción de representaciones públicamente reconocibles. La forma
de la representación ha quedado vacía de contenidos y eso ha hecho que
nuestros sistemas políticos perdieran su capacidad para entrar en diálo
go — como veíamos en el ejemplo inicial de esta Apología— con las más
sentidas demandas y expectativas. Es verdad que los medios de comuni
cación siguen teniendo una influencia enorme en la conformación de la
33. Cf. R. Gargarella, The scepter ofreason. Public discussion and political radicalism
in the origins o f constitutionalism, Springer, Dordrecht, 2000.
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opinión general y que podrían poner algo más de su parte para evitar su
desplome, asumiendo la tarea de mediar entre las percepciones de los ciu
dadanos, a menudo parciales y sesgadas, y las exigencias reales de la vida
política. Pero hay que reconocer que su capacidad para producir repre
sentaciones eficaces de la realidad, generando consenso en torno a ellas,
está sujeta al mismo régimen de inmediatez expresiva que se ha impuesto
ya en los demás ámbitos de comunicación social. Las imágenes producidas
por los medios no tienen una mayor resistencia al desgaste que las demás
imágenes que abarrotan la red, en ún flujo masivo e incontrolable, que no
deja espacio ni para la persuasión, ni para la oposición.
Y con esto podríamos dar por concluido el recorrido de esta Apolo
gía. Los detractores del ideal representativo, y los que se conforman con
la/s representación/ones que tenemos habrían acabado llevándose el gato
al agua. La única perspectiva sensata sería la de sumarse a los fastos de la
política posrepresentativa. No es así. Quiero sostener que incluso en este
punto, y contra lo que pueda parecer, todavía nos queda una última carta
que jugar, si es que realmente queremos resistirnos a esta deriva. Es pro
bable que el lector atento haya podido anticipar ya el argumento, cuan
do se sugería que el debate tradicional sobre el valor de la representación
está montado sobre un supuesto que resulta ser mucho menos sólido de
lo que parece.
Hemos dado por descontado, erróneamente, que en el punto de par
tida de los procesos de legitimación democrática estaba en la voluntad de
un sujeto sin fisuras, capaz de representarse en todo momento, ante el so
berano tribunal de la conciencia, la variedad de las cosas que suceden en
el mundo. Así entendíamos que razonaba, por ejemplo, el individuo por
tador de preferencias, las cuales no eran sino el reflejo inmediato de inte
reses, particularistas o solidarios. Y así entendíamos que se desarrollaban
también, en el plano colectivo, los procesos de formación de la voluntad
popular. Ahora hemos aprendido que las cosas, en la mayor parte de las
ocasiones, y en las más interesantes, no son ni mucho menos así. Lejos de
caracterizarse por la unidad y la continuidad, los procesos de formación
de la conciencia se asemejan bastante a lo que acontece en un teatro por
el que van desfilando haces de sensaciones dispersas, que provienen del
pasado y caminan hacia el futuro. En el intento por situarse en el centro
de la acción, el sujeto que asiste al espectáculo se vuelve sobre sí mismo
y comprueba que la obra que está siendo representada sobre el escenario
de su propia mente no siempre coincide con el texto que esperaba escu
char. Encuentra más discontinuidades de las previstas, y de las deseadas,
hasta el punto que, en ocasiones, le cuesta reconocerse a sí mismo en el
espejo de la conciencia. Repasando la galería de imágenes que discurren
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34. R. Bodei, Destini personali. L ’etá della colonizzazione delle coscienze, Feltrinelli,
Milán, 2002, p. 273
35. Es el argumento clásico de J. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia
[1942], Aguilar, Madrid, 1968, parte IV, caps. XXI-XXII.
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IV
REPRESENTACIONES ADECUADAS
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los de abajo, de los que se dice que no saben lo que hacen, la causa de
la pérdida de representatividad de nuestras democracias. Con las limita
ciones del caso, he afirmado que los instrumentos de representación de
la moderna democracia han funcionado razonablemente bien a lo largo
del tiempo como foco para la elaboración de intereses y necesidades, y,
en definitiva, para la transformación pacífica de los conflictos sociales. En
relación con este aspecto de la cuestión, en un movimiento que algunos
querrán tachar de conservador, he añadido que sería conveniente resta
blecer, y cuanto antes, las condiciones para que el sistema político siga
produciendo representaciones significativas, de las que pueda esperar
se que entren en resonancia con las creencias y expectativas, deseos y
ambiciones del público. En la medida en que eso suceda, podrá volver a
decirse que los parlamentos y las elecciones, y el resto del entramado ins
titucional que los acompañan, juegan un papel relevante en los procesos
de aprendizaje individual y colectivo.
Queda en suspenso, por supuesto, la pregunta acerca de qué repre
sentaciones son adecuadas y qué criterio tenemos para distinguirlas de
las que no lo son. No es mi intención abrir la caja de los truenos metafí-
sicos que se esconde en la clásica noción de adecuatio. Ni zanjar la cues
tión apelando al genérico deber de los ciudadanos virtuosos que vigilan
sobre la calidad de las representaciones. No se ve cómo podrían hacerlo,
si hasta los escogidos árbitros platónicos encargados de vigilar sobre el
cumplimiento de las leyes del ritmo y la armonía acabaron viéndose des
bordados por la acumulación de imágenes falsas, que alimentan los peo
res instintos del público. Con todo, quiero mantener firme la idea de que
para disfrutar de los beneficios que proporciona la existencia de un siste
ma adecuado de representaciones, es necesario tomarse en serio el juego
de la representación. Que es, precisamente, un juego que funciona exac
tamente igual que cualquier otro: solo merece la pena entretenerse en ju
garlo cuando los jugadores lo juegan como es debido, y cuando se usan
cartas trucadas se vuelve completamente inútil. De donde se derivan una
serie de compromisos, entre los que está seguramente cierta disposición
preliminar a seguir reglas1.
En cuanto a la intensidad de los compromisos que se adquieren, el
enfoque presentado no debería resultar demasiado exigente. No creo que
haga falta ser el mejor de los jugadores para disfrutar y sacarle provecho
al juego, de la misma manera que no hace falta ser un pintor excelente
para disfrutar del paisaje que se ofrece a la mirada o que ha quedado
1. Para poder jugar, el juego hay que tomárselo en serio; H. G. Gadamer, Verdad y
método, Sígueme, Salamanca, 1977, vol. I, pp. 143 ss.
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5. Enlazo libremente diversos pasajes de G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos so
bre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Madrid, 2002.
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11. Juliano el Apóstata aconseja mirar los templos y las imágenes de los dioses «con
cierta consideración y santidad, venerándolos como si [se] viese a los dioses presentes». Las
estatuas, los altares, la custodia del fuego son «símbolos de la presencia de los dioses», fabri
cados por los padres «no para que creamos que ellos son dioses, sino para que por medio de
ellos accedamos a los dioses»; cf. «Juliano al gran sacerdote Teodoro» (293a-c), en Contra
los Galileos, Cartas, Leyes, Gredos, Madrid, 2002.
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En el extremo opuesto, y por razones que nada tienen que ver con el es
pectáculo, la escena democrática queda fatalmente dañada cuando se
transforma en mero sucedáneo de la razón pública, en espejo donde solo
se refleja la disparidad entre las opciones que concurren al descubrimien
12. Sigo a A. Grabar, Los orígenes de la estética medieval, Siruela, Madrid, 2007. La
cita es de Plotino, Eitéadas, IV, 3, 11.
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ciona14. Por eso, a estas alturas, el criterio para medir la calidad demo
crática no se encuentra ya en la —supuesta y, en el mejor de los casos,
ficticia— correspondencia entre mandatos y decisiones, como en la efi
ciencia de la red de sensores cívicos a través de los cuales los ciudadanos
pueden desempeñar la función de control. Lo que cuenta, en última ins
tancia, es la corrección argumentativa de todo este proceso15.
El argumento se antoja casi inexpugnable. Puro sentido común, dadas
las condiciones en que nos encontramos. De las obsesiones tecnófobas de
antaño, no queda ni rastro. Y no podría ser de otra manera. En el relato
hegemónico ha tomado cuerpo la idea de que la escena pública debe ser
entendida como campo de acción cooperativa situado bajo la tutela de
expertos, que serán los encargados de gestionar la información, desde la
posición privilegiada que ocupan en el seno de las distintas instituciones
reguladoras que han ido surgiendo en estos últimos tiempos, organismos
invisibles al público, rigurosamente no electivos, pero epistémicamen-
te cualificados. La divisa de estas nuevas organizaciones posburocráticas
no es —ni podría ser ya— la imparcialidad, como en los viejos tiempos,
sino la independencia, incluso cuando —o precisamente porque— en sus
manos está el control de materias tan relevantes como son la regulación
de los mercados transnacionales, la resolución de disputas comerciales,
el planeamiento de las políticas científicas o energéticas. Materias todas
ellas en las que nadie más que los expertos, y sus pares, pueden meter baza
con conocimiento de causa. Se da por descontado que la conducta de tan
cualificado personal y, por extensión, de las agencias a las que pertenecen,
se ajustará a los valores canónicos de la investigación científica. Y seguirá
ajustándose a esos valores por grande que sea el poder que vaya acumu
lándose en sus manos, en sus despachos y en sus pasillos.
Pero ¿qué pasaría si, en algún momento, estas agencias pudieran
desfallecer en su encomiable tarea? ¿Qué pasaría si no fueran inmunes
a las volubles oscilaciones de la opinión? ¿Qué pasaría si empezaran a
acumularse indicios de que también los expertos pueden caer en la ten
tación cuando se mueven en condiciones cercanas al monopolio? Mi
impresión es que, en ese punto, alguien volvería a preguntarse si aca
so no hay buenas razones para ponerle límites al poder, incluso cuan
do se trata del poder de los que más saben. Desde este punto de vista,
la cuestión más urgente no estaría tanto en incrementar la probabilidad
14. Véase esta idea, ahora generalmente aceptada, en A. Scharpf, Goveming in Europe,
Oxford UP, Oxford/Nueva York, 1999.
15. T. Christiano, «Rational deliberation among experts and citizens», en J. Parkin-
son y J. Mansbridge (eds.), Deliberative Systems, Cambridge UP, Cambridge, 2012.
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18. El giro expresionista en las artes plásticas corría en paralelo con un cambio análo
go en la teoría de la representación, formulada desde una perspectiva «fenomenológica»;
cf. P. Costa, «El problema de la representación política. Una perspectiva histórica»: Anuario
de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 8 (2004), pp. 15, 27-28.
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19. Tomo el argumento de una referencia marginal que aparece en J. Rawls, E l li
beralismo político, Crítica, Barcelona, 1996, ap. I, 6.
20. Este punto merecería ser elaborado por extenso: la puesta en escena de los argu
mentos y las alternativas no es un sucedáneo del proceso de selección de la información que
tiene lugar en el mercado (Hayek), ni de las comunidades extendidas de pares (Greenwood).
No es tampoco una herramienta destinada a generar la confianza necesaria para que las par
tes puedan entrar en procesos cooperativos (Giddens). El mecanismo de la representación,
en otras palabras, importa por otras razones que no pueden reconducirse al valor epistémico
del proceso democrático.
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21. Esta es la mejor respuesta que hemos sabido encontrar a la vieja cuestión aristotélica
acerca de si es mejor el juicio de la mayoría o, por el contrario, el de los mejores. La solu
ción de Aristóteles consistía en combinar los elementos más puros de la comunidad política
con los impuros, de la misma manera que en una alimentación equilibrada combinamos
los alimentos más nutritivos con los más ligeros (Aristóteles, Política 1281b). Estos párra
fos nacen en conversación con Carlos Thiebaut y Fernando Broncano.
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23. Cf. A. Fricker, Epistemic Injustice. Power and the Ethics o f Knowing, Oxford
UP, N ueva York, 2007, y J. M edina, Epistemology o f Resistance, O xford UP, Nueva
York, 2012.
24. Me sirvo aquí de Z. Bauman, Los retos de la educación en la modernidad líquida,
Gedisa, Barcelona, 2007.
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REPRESENTACIONES ADECUADAS
Con sana mentalidad pragmática, al llegar a este punto, los lectores más
prevenidos con los objetivos de esta Apología se habrán sentido recon
fortados: demasiadas disquisiciones inútiles. Si son juristas o politólogos
y se dieron por aludidos en algún comentario anterior, habrán pensado
que ha llegado el momento de pasar al contrataque. Dirán que la analo
gía platónica no facilita la comprensión de los problemas más acuciantes.
Al revés, mezcla demasiadas cosas y ofrece resultados decepcionantes. Les
parecerá que nada de lo dicho hasta aquí puede desestabilizar un debate
que está ya sobradamente codificado y en el que, al fin y al cabo, no cabe
esperar grandes revoluciones. Volvamos a la realidad —dirán con cierta
satisfacción— . Ocupémonos de las propuestas concretas para la reforma
institucional y, como mucho, si todavía nos quedan ánimos para ser ori
ginales, dediquémonos a la exégesis de esa simpática iconografía del des
creimiento que de tanto en tanto se asoma a nuestras plazas, como un
elemento más del folclore local.
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26. Empleo aquí de forma genérica la conocida expresión acuñada por B. Manin, Los
principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998.
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las bases éticas de la confianza sin que se nos eche encima la inagotable
cascada de imágenes engañadoras que abarrotan los medios de comunica
ción nuevos y viejos. Sobran los ejemplos: sonrisas estereotipadas en tor
no a las que se construyen inmensas operaciones de marketing, caricatu
ras de personas respetables, construidas a base de ademanes autoritarios y
que, no obstante, son tratadas con la mayor de las reverencias, marione
tas que repiten obsesivamente las mismas astucias, sin gracia ni pudor.
Que cada cual añada su nombre favorito a esta galería de caracteres. Más
que una lección práctica de arte dramático, un escritor de talento podría
construir un completo manual de supervivencia para pillos y bucaneros,
embaucadores y oportunistas.
Pues bien, un aspecto no marginal de la operación que aquí se persi
gue está en la posibilidad de reconciliarnos con las dificultades comunica
tivas que, en un universo comunicativo como el que habitamos, parecen
desvirtuar los presupuestos elementales del proceso representativo. Que
seguirá teniendo sus inconvenientes, pero que también tiene sus ventajas.
Si lo logramos, estaremos en mejor disposición para mantenernos a flote
en una realidad tan poco prometedora, sin sobrecargar nuestros compro
misos éticos pero sin abandonarnos, en el otro extremo, a los vaivenes de
la excitable multitud. Sacándole partido, en lo posible, al valor terapéu
tico de la puesta en escena. A partir de ahí, la pregunta inevitable es la de
si hay algo que esté en nuestras manos hacer para promover las virtudes
teatrales que estamos atribuyendo a la escena democrática. Aunque no
creo que corresponda a la teoría resolver estas cuestiones, sino a la prác
tica, me atrevo a sugerir dos líneas de exploración.
Una primera pista tiene que ver con la distribución espacial de los es
cenarios, que deberían ajustarse lo más posible a la nueva cartografía de
los actores y los instrumentos, las sedes y los canales por los que circu
la el poder político, en la nueva estructura multinivel de las instituciones
representativas. El desafío está en articular legitimidades diferentes, de
distinto alcance territorial y competencial, sin que llegue a perderse, por
el camino, la perspectiva del interés general. En buena lógica federativa,
se entenderá que las (legítimas) discrepancias entre las distintas agencias
locales serán elaboradas en instancias discursivas superiores, hasta alcan
zar aquella cámara que se encuentre más próxima a la representación del
interés general. Esto requiere un esfuerzo de imaginación institucional de
largo alcance, absolutamente indispensable para que los ámbitos de de
cisión no pierdan el contacto con las esferas de acción en que se mani
fiestan los conflictos.
En el nuevo mapa, mirando hacia abajo, se trataría de fragmentar la
deliberación para aproximarla a lo que pueda decirse en los contextos lo
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V
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1. Amablemente, aunque casi con el agua al cuello, Ermanno Vitale me empuja a me
dirme con esta cuestión.
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pero que al final quedan siempre colgando: ¿Cuál es el lugar que le co
rresponde a la representación en la estructura fundamental del espíritu?
¿Se refleja en ella el destino de nuestro tiempo? Alguien habrá que se
apasione por estas cuestiones insoslayables y no descarto que entre ellos
puedan alcanzar incluso conclusiones convincentes2. En segundo lugar, y
en el extremo contrario, habrá quien eche en falta una traducción ex
plícitamente ideológica —conforme a la noción convencional de ideolo
gía— de las propuestas aquí defendidas, trasladando estas inciertas apor
taciones conceptuales al debate a pie de calle. Mientras no se consiga dar
este paso, toda la discusión habrá quedado en suspenso. No será más que
una más de las muchas disquisiciones que hacen la fortuna de los acadé
micos, cuando la hacen, con el sobrepeso retórico que las caracteriza.
Porque, en definitiva, ¿hay motivos realmente acuciantes para sacar a
relucir una herencia tan incómoda como la que nos deja el ideal repre
sentativo, muchas de cuyas promesas —quizá las más sugestivas3— han
quedado una y otra vez incumplidas? ¿Acaso no ha llegado la hora de dar
nos por vencidos, de reconocer a las claras que este ideal ha dado ya de sí
todo lo que podía y que más nos valdría mirar para otro lado? ¿Y quiénes
podrían estar interesados en una operación semejante? ¿Quiénes son los
que, precisamente en este momento, deberían sentirse interpelados por
esta clase de reivindicaciones?
No es el caso, desde luego, de los que se conforman con esa visión des-
cafeinada de la representación con la que he ido peleando en páginas ante
riores. Y son la mayoría. N o descarto que estén sinceramente preocupa
dos por la desafección y la pérdida de confianza del público, pero me da
la impresión de que lo están nada más que hasta cierto punto. Mientras la
marea de la protesta no suba más de la cuenta y no se vengan abajo los
instrumentos de maquillaje ideológico que encubren el progresivo so
metimiento de los poderes democráticos a las exigencias de la economía
y las finanzas, no tendrán interés en cambiar la inercia de las cosas. Y si
llegara el caso, para restablecer lo que ellos entienden por consenso,
en la acepción menos exigente de este término, se avendrían a negociar
con los revoltosos. Pero solamente hasta comprobar cuánto hay que aflo
jar la soga de la explotación y la exclusión para renovar la conformidad
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DEDICATORIA
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La última oleada de protesta social —y las que faltan por venir, si vale
un pronóstico— ha puesto en evidencia la deficiencia perceptiva del sis
tema político, su insolvencia estética, su sordera. Algunas veces invo
luntaria, pero otras, demasiadas, descarada. En este momento, amplias
mayorías sociales, tanto en las democracias más defectuosas como en
las mejores, han dejado de reconocerse en los discursos hegemónicos,
obstinados en proponer modelos estúpidamente desarrollistas de creci
miento y consumo, indiferentes a la deshumanización de los espacios de
vida cotidiana; que dibujan un futuro más gris y más plano, menos habi
table incluso, que el presente que tenemos; que hacen de la desmemo
ria una regla de vida, estrechando el abanico de opciones entre las que
escoger el camino a seguir, desautorizando a todo aquel que se atreva a
preguntar si, al menos en algunas cosas, no será cierto que menos es más;
que se muestran impermeables ante cualquier argumento que ponga en
cuestión si los niveles de desarrollo tecnológico alcanzados, que alargan
nuestras vidas y disminuyen el sufrimiento, no de todos pero sí de mu
chos, que nos permiten movernos y comunicar a la velocidad de la luz, y
descifrar las leyes de la genética, entre tantas otras cosas, no podrían
haberse alcanzado de forma distinta, limitando los daños colaterales,
porque es sencillamente falso que toda destrucción sea siempre crea
tiva. Frente a todo esto —dicen algunos, o muchos, los que no están re
presentados— la única salida real es la ruptura, la acción directa, sin
mediación alguna4.
No me atrevería a descartar de plano una respuesta como esta. No
puedo creer que no contenga ni siquiera un solo grano de verdad. Pero
el debate sigue abierto al menos por lo que respecta al último salto de
esa argumentación, cuando se dice que la única salida posible pasa a la
fuerza por la abolición de las mediaciones. Al irreductible adversario de
la representación quisiera pedirle que se situara ante la pregunta hobbe-
siana fundamental por las condiciones que han de darse para que pue
da formarse la unidad —el querer de todos, la voluntad democrática— a
partir de la anárquica dispersión de la multitud. Aunque pueda parecer lo
contrario en el instante mágico en que la plaza se llena de gente, o cuan
do comprobamos la fuerza sorprendente que expresan las revoluciones
silenciosas, no hay acción, y por tanto no hay política, sin representa
ciones. Y no solo porque no hay, ni puede haber, acción colectiva sin la
atribución de autoridad a alguien que hable en nombre y por cuenta de
los demás. Sino también, y en otro plano, porque solo es posible hablar
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5. Este punto del texto surge en diálogo con Ramón del Castillo.
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6. En el momento en que llega a pintar Las Meninas, casi al final de su carrera, Diego
de Velázquez acumulaba una amplia experiencia como pintor de corte. El cuadro celebra la
sabiduría del artista que es capaz de apresar la sublime belleza de la corte, encarnada en
la figura de la infanta, convirtiéndola en centro vital de la grandeza del reino. Cf. J. A. Ma-
ravall, Velázquez y el espíritu de la modernidad, Guadarrama, Madrid, 1960.
7. Sigo, aunque no completamente, el análisis del cuadro propuesto en M. Foucault,
Las palabras y las cosas, Planeta Agostini, Barcelona, 1985.
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8. Cf. también J. Searle, «Las Meninas and the paradoxes of pictorial representation»:
Critical Inquiry 3 (1980), p. 486.
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