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AYAYMAMA

El cacique Coranke tenía una hermosa esposa llamada Nara y una hijita, a quienes amaba con
toda el alma. El era un hombre muy valiente y fuerte, continuamente estaba en la selva
cazando y guerreando. Tenía una puntería extraordinaria, donde ponía el ojo clavaba la flecha.
Nara era muy trabajadora, su cabellera lucía la negrura del ala del paujil y su piel la suavidad
del cedro pulido. Era experta en hacer túnicas y mantas de hilo de algodón, conocía el arte de
trenzar hamacas, modelaba ollas y cántaros de arcilla. Cultivaba maíz, yuca y plátanos en una
chacra cerca de su cabaña.
Su hijita muy pequeña tenía la belleza de Nara, era una hermosa flor de la selva.
El genio maligno de la selva, el Chullachaqui, con figura de hombre, pero con un pie humano y
una pata de cabra, era el azote de los indígenas y de los cazadores blancos que se internaban
en la selva para extraer el caucho o para cazar lagartos y anacondas, de los cuales
aprovechaban sus pieles. Los cazadores eran ahogados por el Chullachaqui en las lagunas o
ríos, o también los extraviaba en la selva y los hacía atacar por medio de las fieras salvajes.
Un día, el genio malo paso cerca de la casa de Coranke y al ver a Nara se enamoró de ella, y se
convirtió en pájaro. Con esta apariencia pudo estar cerca de su amada; pero pronto se cansó
de esta situación, entonces se internó en la selva mato a un indígena para quitarle su túnica
con la cual se vistió, ésta le cubría todo el cuerpo. Luego a un niño le quito su canoa y se dirigió
a la aldea de Coranke. Al ver a Nara le declaro su amor, pero ella no lo acepto porque amaba a
su esposo; Chullachaqui le rogo y le lloró, pero ella no cedió, todo cabizbajo se retiró a
su canoa y se perdió en las aguas del río.
Nara observo que una de las huellas de la pisada del hombre era la de una cabra y por eso se
dio cuenta que se trataba del Chullachaqui, sin embargo, le oculto lo ocurrido a su esposo.
Después de seis meses se apareció en la aldea un hombre adinerado, vestía una lujosa túnica,
tenía adornada la cabeza con vistosas plumas y con grandes collares en el cuello, fue con
dirección a la cabaña de Nara. Al verla le declaró su amor y le ofreció mil regalos, diciéndole:
"Ven conmigo y todo será tuyo". En una mano el maligno tenía un guacamayo blanco y en la
otra un paujil.
Nara sigilosamente había observado las huellas de este personaje y se dio cuenta de que se
trataba de Chullachaqui. Serena le respondió: "Veo que eres poderoso, pero por nada del
mundo dejaré a Coranke".
El Chullachaqui furioso dió un grito y salió la anaconda del río; dio otro grito y apareció el
jaguar del bosque.
- ¿Ves? - le dijo el maligno - yo mando en toda la selva, todos los animales me obedecen, te
matare si no vienes conmigo. - No me importa - respondió Nara.
- Mataré al cacique Coranke.
- El preferiría morir – replicó Nara.
- Te podría llevar a la fuerza ahora, pero serias infeliz conmigo. Volveré dentro de seis meses y
si te rehúsa te mandaré un castigo más grande.
El Chullachaqui se retiró con sus dos animales, sus regalos y se subió a la canoa, navegando río
abajo.
Cuando regresó Coranke de la cacería, Nara le contó lo sucedido. Este decidió permanecer en
su casa hasta el regreso de Chullachaqui. Coranke templó un arco y comenzó a rondar por los
alrededores de la cabaña.
Pasados otros seis meses el malvado se apareció intempestivamente le dijo a Nara:
"Ven conmigo, es la última vez que te lo pido. Si no vienes convertiré a tu hija en un pájaro,
que se quejará eternamente en el bosque y será tan arisco que nadie podrá verla; pues el día
en que sea vista, el maleficio acabará tornándola a ser humano".
Pero Nara, en vez de ir con él, comenzó a gritar a grandes voces: "¡Coranke!, ¡Coranke!". El
cacique llegó inmediatamente, temp1ó el arco y colocó la flecha enseguida, dispuesto
a atravesar el corazón del Chullachaqui; pero este, desgraciadamente, había desaparecido en
la espesura de la selva. Coranke y Nara corrieron hacia el lugar donde dormía su hijita pero
encontraron la hamaca vacía. Desde el interior de la selva, escucharon por primera vez el
lastimoso alarido: ¡Ay, ay, mama! que dió nombre al ave hechizada.

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