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La obra, que se expone actualmente en la Galería Aurora en la sede de la Carrera

27 en Bogotá, cuestiona el centro de la idea de justicia que hemos heredado de

las filosofías de la alteridad. Si bien las figuras emblemáticas del Otro son: el

huérfano, la viuda, el extranjero y, en todo caso, el pobre: lo que pone en cuestión

esta obra —también en la estela de sus antecedentes, por ejemplo, en Árboles

caídos en combate (2018)— es, en su conjunto, el antropocentrismo. No hay duda,

los humanos son —puesto que somos quienes interrogamos— el punto basilar de

todo cuestionar, de todo interpelar. Pero lo que nos concierne no puede ser solo lo

anímico, también lo vivo y lo físico nos tienen que interrogar.

Sabemos que la reparación es, en todos los casos, incompleta. Se pueden dar

cifras económicas astronómicas por la víctima de un falso positivo; pero ya nunca

volverá a dejar oír su voz, sus pasos, su presencia entre sus seres queridos. Se

puede dar casa a quienes se les mueve de su sitio para hacer una presa, que

demanda el progreso; pero no se puede trastear la historia, los recuerdos, la

memoria y los sitios donde se hace vida cada ir hacia atrás —el recuerdo, la

anamnesis— o hacia delante —el proyecto, el porvenir, la perspectiva de futuro, su

recuerdo—.

Las víctimas son la sangre que clama justicia. La reparación es necesaria, pero

siempre queda a medio camino entre hecatombe y la promesa. Por eso se hace

imperativo el perdón; y no solo otorgarlo, también pedirlo. Pero seguimos

hablando y pensando como meros humanos. ¿Qué hacer cuando la debacle se

torna, por ejemplo, ecocidio? ¿Qué hacer cuando el reclamo de justicia no puede

ser restituido por la vida devastada? En fin, ¿cómo entender la injusticia con el

entorno, con el medio ambiente, con la vida silenciosa de las plantas, de los

árboles, de los bosques?


Nuestra historia nos ha mostrado que la naturaleza es el campo de combate de los

diferentes enfrentamientos, de los diversos sectores en confrontación dentro de la

guerra. Ahora no nos preguntamos solamente por la posibilidad de sobrevivencia

de los humanos sobre la faz de la tierra; nos interpela la sobrevivencia de las

especies vivas: fauna y flora. Nos preguntamos: ¿cómo será la vida, con y sin

humanos, después de los desmanes que se ciernen ante nuestros ojos?

Estos árboles mutilados, de esta y otras expresiones plásticas de J. Nomesqui no

solo son tomados por sus manos de artista para hacernos ver que aún queda la

esperanza, que aún tenemos la vida. Sí, esta es frágil. Pero todavía estamos a

punto de decidir, de decir sí a la vida —siempre abundante e incluso exuberante—

si nos abrimos a recibirla como don. Este don no solo es gratuito, sino que es

abundante. Pero los humanos hemos luchado por su exterminio.

Tal vez una dosis de egoísmo lleve a que este desafío se transforme en una acción

positiva, afirmativa: pensar en nuestro sucesores, hijos, nietos. Pero más allá está

el sentido, la vida que clama y reclama por llegar a plenitud. Nomesqui nos pone

en la fusión entre natura y cultura. En esta exposición, su obra se basa en los

muñones de árboles, que siguen o prolongan su vida, camino a su sequedad; pero

su intervención con los entorchados son cuerdas o hilos que cubren con sucesivas

capas otras capas, que emulan la plata y el oro, que conjugan colores naturales

con los labrados o los cultivados plásticamente; con orificios que abren el misterio

de lo oculto. Allí la trama no solo es textura, sino evocación de los sonidos del

bosque que se ha tornado, ahora: luz, color, visibilidad de lo infinito de lo posible

con otro hilo de seda o de metal enroscado a su alrededor, como instrumentos

musicales y bordados que abren lo inédito de la posibilidad, del sentido, de lo

Otro: ahora natura de la que venimos y hacia la cual vamos.

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