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«ÉTICA EMOTIVISTA», DAVID HUME

(José Ramón Ayllón)

«ÉTICA EMOTIVISTA», DAVID HUME


«Hume confesó que se olvidaba de su escepticismo sobre el mundo
material tan pronto como salía de su despacho; y los filósofos más
escépticos y relativistas se olvidan de su escepticismo y relativismo en el
mismo momento en que comienzan a hablar de algo que no sea
filosofía.»(HILLARY PUTNAM)

Por José Ramón Ayllón (*)

Crítica al deber

La vaguedad del imperativo categórico kantiano se concretaba consultando a la


realidad: si no es viable un mundo donde todos roben y asesinen, yo no debo robar
y asesinar. Por esa condición de universalidad, la autonomía moral tan buscada por
Kant no es absoluta: está supeditada a la heteronomía de la realidad.

En la historia de la filosofía, el primero en soltar las amarras de la ética con la


realidad y divorciar esa unión de veinte siglos fue Hume (1711-1776). David Hume
nace y muere antes que Kant, pero su pensamiento ético se entiende mejor si se
estudia después de Kant. Una de las tesis esenciales de su empirismo ético es la
imposibilidad de pasar del plano del «ser» al del «deber ser». Se trata de un
postulado filosófico conocido como ley de Hume, porque fue él quien, en su Tratado
sobre la naturaleza humana, insinuó que no era legítimo pasar del «es» indicativo al
«debe» imperativo. Al entender la realidad como mero conjunto de hechos, Hume
niega por exclusión los valores, pues no son hechos empíricos: «La distinción entre
vicio y virtud», dirá, «no está basada meramente en relaciones de objetos, ni es
percibida por la razón».

Como el deber no es un hecho empírico, que Juan tenga una deuda no significa que
«deba» pagarla. Y, si el árbitro sanciona con expulsión, no existe el «deber» de
abandonar el terreno de juego. Es fácil ver que la existencia humana muestra un
ilimitado conjunto de hechos que son, a la vez, prescripciones. Cualquier promesa,
contrato, ley o reglamento es, ante todo, un deber ser. Y ese deber no es puesto
por la ética sino por la realidad. La misma actividad de la razón práctica se coloca
espontáneamente en el plano originario del más universal de los deberes: hacer el
bien y evitar el mal. Por lo dicho, la «ley de Hume» constituye un reduccionismo
pintoresco que choca con la evidencia. Cuestionar el paso del «ser» al «deber ser»
no parece un problema real, más bien se trata de un problema interno del
empirismo.
La «ley de Hume» tiene una parte de verdad. Entre los hechos empíricos y los
valores hay una distancia evidente. Pero esta verdad se distorsiona cuando no se
admite otro conocimiento que el de los juicios empíricos, del estilo «el agua hierve
al alcanzar los cien grados». Del hecho de que «este reloj es impreciso y se
estropea con frecuencia», se sigue la valoración verdadera «es un mal reloj». El
reloj es una realidad funcional, es decir, designa un objeto que tiene una función
propia. Si el hombre tiene una función propia, que no hace indiferentes todos sus
actos, entonces existe un fundamento para valorar su conducta.

El puente entre el «ser» y el «deber ser» no es como se ha sugerido una falacia


naturalista. Para un médico, no es una falacia pasar del «está enfermo» al «debo
curarle». Para ningún conductor es una falacia pasar del «pongo gasolina» al «debo
pagarla». La falacia está más bien en el empirismo, en su pretensión de aceptar
como únicos hechos los empíricos. Una tesis que, por supuesto, no es empírica, y
que deja fuera la mayor parte del mundo humano: un mundo lleno de intenciones,
promesas, esperanzas, derechos, responsabilidades.

En sentido literal, la ética empirista da un doble salto mortal. Primero prescinde de


la realidad como fuente de eticidad, y el deber marcha a la deriva de la autonomía
absoluta. Suprimida la realidad, el segundo salto consiste en reducir lo ético a lo
emocional. Toda valoración moral va a consistir no en un juicio sino en un impacto
emocional. Así lo explica Hume en su Tratado de la naturaleza humana.

Sea el caso de una acción reconocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por


ejemplo (...). Mientras os dediquéis a considerar el objeto, el vicio se os escapará
completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la
reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de desaprobación
que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho: pero
es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto.

El sentimiento y la utilidad

«Todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad merece nuestra aprobación»,


escribe Hume. Por eso su ética se denomina emotivista y utilitarista: es bueno lo
que nos produce sensación de agrado y es útil para todos; es malo lo contrario. El
nuevo criterio de conducta es el sentimiento, y la universalidad de la ética queda
salvada si declaramos que los sentimientos son tan universales como la razón. El
problema lo plantean los sentimientos mayoritarios equivocados. A Hume le
diríamos que un mayoritario sentimiento de odio hacia los negros no convierte a los
negros en malas personas, y que una mayoritaria simpatía hacia los nazis no los
convierte en buenos. En realidad, sólo podemos reconocer sentimientos no fiables
cuando disponemos de un criterio fiable. Sólo podemos condenar con justicia al
racista y al neonazi desde un criterio independiente del sentimiento.

Más información:
Hume, Crítica de la razón natural
Empirismo británico y David Hume
HISTORIA DE LA FILOSOFÍA MODERNA

J. R. Ayllón, filósofo y escritor, autor de «Luces en la caverna. Historia y


fundamentos de la Ética, Ediciones Martínez Roca, Barcelona 2001,
http://www.jrayllon.com/

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