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autor : Miguel Dalmaroni

La vuelta incompleta (una pintura)


La grande, de Juan José Saer, Buenos Aires, Seix Barral, 2005, “Biblioteca breve”, 439 pgs.

Composición de lugar y abrigo de la dicha

En Nadie nada nunca (1980) Saer había llevado a su extremo la descomposición de un mundo que venía explorando en las formas de El limonero real (1974) y sobre todo en La
mayor (1976), un mundo cuyos pedazos no se podían juntar desde Cicatrices (1969); la consecuencia inmediata y directa de ese trabajo fue tanto el experimento filosófico de El e
ntenado (1983) como los modos de la narración perfeccionados en Glosa (1986), que algunos consideramos una de las mejores novelas del siglo XX y, sin dudas, la mejor novela
política argentina (Esteban López Brusa me dio las figuras del estallido completo de una poética y la bajamar destilada de su reposo que irían de Nadie nada nunca a Glosa). La
forma saeriana y sólo saeriana de la narración – eso que su obra, como las pinturas de su personaje Rita Fonseca, “añade” al mundo- alcanza su ápice en esa fase de su recorrido,
que antes y después sigue expandiendo la búsqueda sobre otros terrenos, otros géneros y posibilidades. Ahí está, podríamos decir, el mayor alcance del principio que rige el arte de
Saer, que es por supuesto una interrogación dicha y vuelta a proferir de modo ininterrumpido: “cómo” prestar una adhesión radical al materialismo filosófico menos complaciente y
al modernismo estético más negativista.
Leída en el trayecto definitivamente incompleto de la obra –Saer alcanzó a escribir apenas el título y la primera frase del último capítulo-, La grande lleva a recordar lo que María
Teresa Gramuglio, una de sus lectoras más agudas, vio tempranamente: de título en título, la innovación de ciertos principios constructivos como recurso para proseguir la
búsqueda. Como siempre, también en La grande son evidentes las marcas de superficie de esa novedad: según el autoelogio irónico del título, la extensión, por supuesto, de esta
novela (que aun inconclusa supera en más de un centenar de páginas a la más larga de todas las anteriores); y la estructuración de los siete capítulos (y en parte de los cambios de
perspectiva o de puntos de vista narrativos) según el correr de los días de una semana que va de un martes a un lunes. Por supuesto, el tema de La grande es un asunto saeriano de
siempre, el tiempo, y sobre todo el cruce de esas dos variantes tópicas del tratamiento clásico del tema que Saer retoma una y otra vez: fugit irreparabile tempus, carpe diem. El
devenir casual del universo desmiente los empecinamientos sociales –candorosos, ciegos o descarados- para redimirlo y redimirnos de la “nada”, pero justamente por eso –es decir,
debido a nuestra “condición mortal” y no a su pesar- es ese mismo azar el que nos depara, imprevisibles pero recurrentes, “un sobresalto de liberación”, “una sensación inesperada
de armonía”, “una certidumbre sensorial de permanencia”, la “presencia vívida” de “un mundo de materia pura que ha expelido de sí toda leyenda”. “Melancolía” y “delicia”,
“catástrofe” y “refutación”, “reflexión” y “éxtasis”.

Pero La grande se inclina hacia el lado gozoso de ese vaivén. Las efímeras mariposas del final de La pesquisa o sus parientas vuelan una y otra vez en esta novela y, como en Glosa
, la figura ejemplar es un artista monótono, que persigue igual que Saer la eterna representación de lo fugaz: Hujalvu, un pintor de mariposas, “que pintó siempre –le escribe Pichón
a Tomatis- la MISMA mariposa”. Nadie, ni su marido, sabe nunca qué piensa Clara Rosemberg; pero cuando Tomatis la contempla paseándose a sus sesenta y tres años entre las
flores del jardín de Gutiérrez, recuerda un haiku según el cual “La mariposa es vieja / pero entre los crisantemos su alma / juguetea”. La novela hace que los pedazos se atraigan y
los junta, los abriga en la fijación pictórica de ese presente -imperfecto por fugaz pero pleno-, cuya conflictiva insuficiencia es sobrepasada por su repetición eficaz, y da por hecha,
como la asimilación de un escepticismo hedonista y sabio, la imposibilidad de suprimir el tiempo y actualizar, eternizada, la experiencia; el libro emprende el regreso imposible o,
más bien, incompleto y fugaz en sus intermitencias pero dichoso, a un mundo, a un lugar del mundo que es el mundo saeriano y que aquí el trabajo regresivo de la narración va
buscando componer, recomponer (por eso se ha dicho que La grande es un “compendio” o una “summa” de la obra de Saer; eso es parcialmente cierto respecto de las historias,
temas y personajes, pero no respecto de una poética sobre la que esta novela ha tomado, para escribirse, fuertes decisiones selectivas). Como si cediera con gusto a la ilusión de atar
cabos y completar su comedia humana; como si abandonase, insatisfecho con la tela concluida y comenzando de nuevo con otra, uno de los principales rasgos de su narrativa
poniendo el acento en otros –digamos, el balzaciano y el colorista-, Saer prosigue en La grande la entrega de muchos de los fragmentos –nunca todos- de la saga santafecina, como
sucedía en Glosa y más tarde en La pesquisa respecto de Nadie nada nunca y de otras, en Lo imborrable respecto de Glosa, en Lugar respecto de La pesquisa, y así (se agregan
más pormenores, por ejemplo, sobre la desaparición de Elisa y el Gato Garay; nos enteramos de que el Centauro Cuello tuvo una verdadera carrera literaria; sabremos qué fue del
Sergio Escalante de Cicatrices, y de los Rosemberg; etc.). Pero no sólo los vacíos colmados a medias dibujan esa incompleta ficción de completud. También lo hacen la espiral del
argumento y un impulso más general del relato, por el que las voces de la narración y de los personajes se reúnen y se contentan, casi al unísono, en una apacible composición con
el mundo que lleva al sosiego, intensamente conciliatoria incluso en sus momentos más irónicos: feliz.

Regreso y color local

El hilo principal de la trama es la historia de un regreso hasta los comienzos, bajo la forma –a su vez- de ese tejido cruzado de retornos narrativos: La grande cuenta la vuelta al
país, a “la ciudad” y a Rincón, del enigmático Willi Gutierrez, el protagonista de “Tango del viudo”, uno de los cuentos del primer libro de Saer (En la zona, 1960). Treinta y tantos
años después, el reaparecido de quien ni personajes ni lectores teníamos noticia desde aquel relato, hace girar en torno de sí a las tres generaciones de personajes de la saga: los más
o menos sexagenarios Escalante, Rosemberg y Clara, sus recuerdos del difunto César Rey de La vuelta completa (1966), el propio Gutiérrez; los ya cincuentones –Tomatis y, fuera
de escena, Pichón Garay y Horacio Barco-. Pero sobre todo, Gutiérrez comparte el protagonismo de la novela con Nula, el joven filósofo y vendedor de vinos y, en menor medida,
con Gabriela Barco, que habían entrado en la ficción saeriana recién en el 2000, entreverados en las tenidas libatorias o literarias de Lugar, y a quienes se asocia además el Soldi
que conocíamos desde La pesquisa.
La combinación de los extremos generacionales (Gutiérrez dobla exactamente en edad a Nula) alienta esa ilusión regresiva y vuelve verosímil, desde el acontecer ficcional, uno de
los filos más arriesgados de La grande. Me refiero al juego con ciertas formas de una tradición literaria que, como Borges, Saer supo maldecir con énfasis: el color local y,
complementario, lo que podemos llamar color de época. Variantes, digamos, de lo típico, que la mordacidad recurrente del humor saeriano no alcanza a reducir aquí, sin embargo, a
un simulacro edificado con el solo propósito de volverlo blanco de ataque, como podría conjeturar un lector iniciado no bien se lo encuentra en la novela. Cierta clave de ese
“colorido” está posiblemente en la primera página, cuando Gutiérrez y Nula, el primero con un impermeable “de un amarillo violento”, el segundo “con una campera roja”,
caminan a campo abierto: “El cielo, la tierra, el aire y la vegetación son grises, no con el tinte acerado que el frío les da en mayo o en junio, sino con la porosidad tibia y verdosa de
las primeras lluvias de otoño. [...] Las dos manchas vivas, roja y amarilla, que se mueven en el espacio gris verdoso, parecen un collage de papel satinado sobre el fondo de una
aguada monocroma” (la cursiva es nuestra). El narrador está describiendo el paisaje saeriano de siempre pero, mediante el símil pictórico, viste a los dos personajes principales con
la certidumbre de esos contrastes que vivifican el conjunto (son ellos quienes, con lo que se han puesto encima, templan un orden de cosas dado pero a la vez dócil); de modo
complementario, el símil climático o estacional confirma un principio de aproximación cordial entre la realidad de lo exterior y las expectativas sensoriales de una subjetividad sin
perturbaciones extremas: la semana de La grande no es una de “febrero, el mes irreal”, ni del pleno invierno, sino de abril. A pesar del aguacero inminente y copioso, a pesar de los
desacuerdos intermitentes entre interioridad y experiencia, es posible estar en el mundo. Por eso, la prosa narrativa de esta novela, lejos del delirio enceguecedor contra el que se
empecinaban los experimentos de textos anteriores, corre con la tersa nitidez de una pintura, casi confiada, se diría, en los vínculos que postula entre las palabras y las cosas, la
sintaxis y el tiempo. Ya sabemos, parece decirnos la escritura de La grande, que la realidad y sus detalles son a la vez atroces y banales, y “qué más da” entonces si entregamos sin
alarmas el arte al registro casi realista de su lado más “colorido”.
La grande es la disolución de un enigma y la construcción de un encuentro. El enigma es Gutiérrez (¿para qué volvió?, se preguntan Nula o Tomatis, ¿qué vino a buscar?), y el
encuentro fusiona lo que parece el pasado en el presente, los viejos con los jóvenes y a todos con una selva de lo real cuyo espesor cede al impulso sensorial de los cuerpos y puede
acogerlos. El color local y de época es un medio, la materia de un flujo en que la voz narrativa y los personajes pueden encontrarse entre sí y con las cosas. Tras su intrigante
reaparición, Gutiérrez es el pretexto para que otros personajes se equivoquen cuando lo sospechan capturado por la nostalgia de una juventud que estaría intentando vanamente
recuperar en la frecuentación de ciertos bares, calles, paisajes y personas que, por supuesto, ya no son los mismos. Nula, cuyo padre ha sido asesinado hace años en un episodio
vinculado con la violencia política de los setenta, necesita repasar sus recuerdos de infancia en un pueblo rural y sus alrededores, en casa de su abuelo inmigrante; su memoria
inserta así en el texto una micro-novela de formación cuyo prototipo literario está, por supuesto, tras algunas escenas predecesoras de Juvenilia, en los primeros capítulos de
Don Segundo Sombra y en la incontable biblioteca criollista que le siguió (de cuya profusión nacional es mejor no hacer memoria detallada) donde se repiten, como sabemos, las
delicias y excitaciones infanto-juveniles de una niñez iniciática en el campo (Saer no necesita que lo disculpemos con advertencias acerca de todo lo destilados que resultan esos
lugares comunes, tamizados por la inconfundible prosa de esas páginas: el color local, ese en particular, las satura, y a gusto). También los ojos de Nula y sus idas y venidas como
eficaz vendedor de un club del vino permiten que la novela fatigue el paisaje típico de la Argentina menemista: la política convertida en un negocio capaz de reunir a cómplices y
sobrevivientes de la devastación dictatorial; la ignorancia violenta de los ricos, nuevos y viejos; el hipermercado “Warden”, una especie de bestia tentacular, enclavado en un punto
estratégico de la zona, y que transforma y regula relaciones, hábitos, itinerarios, y permite a Saer entregarnos sus últimas diatribas contra la versión neoliberal y posindustrial de un
mundo adornianamente aborrecido, el de la lógica omnipresente de la mercancía.
Pero más todavía que el de Nula, es el punto de vista de Gabriela el que representa mejor el trabajo de esta novela con los colores de lugares y tiempos típicos. Siempre con algo de
ironía o de humor, pero sin reservas, la hija de Horacio Barco se entrega a la “euforia atenuada” que le produce la contemplación del paisaje de las orillas; por detrás de los avances
que sobre esos alrededores de la ciudad han hecho la urbanización, los nuevos ricos y la mercantilización, Gabriela trata siempre de regresar a la versión legendaria y “salvaje” de
ese lugar en que transcurrió la juventud de sus padres y de los amigos de sus padres, que ella nunca vio, ni tocó, ni olió. Un chico descalzo montado en un “caballito” que para el
narrador indulgente es un tipo costero magnificado por el arte pintoresquista o turístico, atrae sin embargo la simpatía de Gabriela y, con sus ojos, la del relato. La muchacha repasa
en detalle la toponimia, suspira por la nostalgia heredada de ese “lugar mítico” y cierra los ojos para disfrutar la tibieza del sol de abril.

Color de época y letras de provincia: la pesquisa

En el presente, Gabriela también busca otros restos típicos del pasado: comparte con Soldi una beca para reconstruir la historia de las vanguardias literarias de la provincia. La
presencia de Gutiérrez , testigo privilegiado y memorioso, los hace interesarse especialmente en el movimiento “precisionista” liderado por el execrable Mario Brando hacia los
años 50, enfrentado por una parte a los realistas camperos encabezados por Cuello, por otra a los neoclásicos. El propio Cuello, Tomatis y un “cuarto informante” anónimo, testigos
que –como siempre en Saer- se pretenden directos sin serlo nunca del todo, completan el principal intinerario de la pesquisa. Iremos sabiendo, así, que Brando, un oportunista
autoritario y un talento para las estrategias de la figuración pública, promovió con notable repercusión en medios locales y hasta nacionales una pseudo-vanguardia de substancia
comercial regida por el mandato de combinar formas poéticas clásicas con el vocabulario científico. Representante supino de los peores atributos de esa brutal burguesía de
provincias contra la que Saer suele ensañarse en varios textos anteriores –avaro y despótico, antisemita y homofóbico, delator de opositores y cortesano de las dictaduras-, Brando
reúne además matices y notas que evocan de manera más o menos remota y ramplona figuras y poéticas de las tradiciones más recalcitrantes y anacrónicas de la literatura argentina
(seguro algún Lugones, Gálvez, Hugo Wast, tal vez algún Mallea). En Brando resuena de manera visible, además, el deleznable Walter Bueno de Lo imborrable, aquel novelista
dictatorial que antes de morir ha acariciado el mayor éxito mercantil con una grotesca parodia de La maestra normal (que a su vez ha copiado, pueril y literal, de su propia vida).
Los maestros ejemplares –Washington Noriega e Higinio Gómez, el suicida a quien la saga le reconoce una relación directa y genuina con las vanguardias europeas- despreciaban a
Brando y lo consideraban un fascista, pero no se habían mezclado en las encarnizadas disputas regionales contra el jefe precisionista porque, se nos recuerda, “se mantenían
cuidadosamente al margen de la vida literaria”. La grande incluye así un hilo de la trama que abre a Saer la posibilidad de volver a la carga con una de sus obsesiones; me refiero a
su fijación en algunos de los términos en que discurría el debate del campo literario argentino hacia fines de los años 50, de donde Saer parece haber extraído una conclusión
definitiva a la que en lo sucesivo le agregaría sólo variaciones: lo mismo que conciliar vida burguesa y vanguardia, amancebar literatura y sociabilidad es una contradicción
escandalosa, que reduce al escritor a un mero traficante de influencias y al arte, luego, a una reproducción del mundo, es decir a una forma de la complicidad con la opresión. Como
el precisionismo, una literatura que hace coincidir su ideal cientificista con el propósito supremo de optimizar el intercambio social.

Hijos y entenados

La “antropología especulativa” de la ficción de Saer siempre vuelve a los asuntos del matrimonio, las relaciones familiares y los conflictos entre padres e hijos, que tejen buena
parte de los desencuentros, las descomposiciones o los desastres narrados (Responso, Cicatrices, El limonero real, Nadie nada nunca, El entenado, La ocasión, Lo imborrable
representan, entre otras cosas, algunas de las indagaciones más intensas de la literatura argentina en los territorios de la sexualidad, el sexismo, la paternidad, el adulterio, el
incesto). Desandando lo suficiente también esos derroteros, mediante los que la imaginación saeriana nos empujaba hacia “el hombre no cultural”, La grande sondea variantes de
un equilibrio frágil pero al fin de cuentas preferido entre amor y sexo, filiación y desgarramiento. Con padres biológicos o sustitutos, seguros o sospechados, vivos o muertos,
algunos de los principales personajes de la novela pueden, hijos o entenados, encadenarse a los otros y, por ellos, al tiempo que se escabulle de sus manos. Gutiérrez tiene razones
menos visibles para haber regresado a la zona, pero en principio volvió para encontrarse con una hija de cuya existencia ha tenido noticia no hace mucho, y lo hace (a los dos les
importa poco si, como sospecha la propia Lucía, son en verdad padre e hija o ella lo es de otro de los conjeturales amantes de su madre). De la fruta de ese pasado hecho de
recuerdos ajenos que define sus apetitos, Gabriela también venera a Tomatis en lo que queda de él, aunque un poco menos en presencia de José Carlos, de quien está embarazada,
según acaba de enterarse con una felicidad aumentada por el secreto momentáneo. Tomatis, que en Lugar se sentía más padre de Gabriela que de Alicia, su propia hija, ha
terminado sin embargo “por calmarse” y adopta una paternidad socialmente aceptable: resignado a que la chica estudie para farmacéutica, según los deseos de la suegra abominada
en Lo imborrable, viaja cada tanto a Rosario para visitarla. Nula, que tiene dos hijos con su bellísima esposa, ha encontrado una forma candorosa y machista de ejercer sin
consecuencias el adulterio; a su vez, Nula desempeña sobre todo el papel del hijo que busca sustituir al padre muerto y, con altibajos, sin dudas lo logra a través de la memoria de su
abuelo, de la figura del canallesco pero franco doctor Riera, y por la relación en última instancia entrañable que mantiene con “India”, su pintoresca madre sesentista; durante la
semana de La grande, además, Gutiérrez mismo parece estar ingresando en esa constelación filiatoria que Nula va construyéndose en el curso del relato. “Comercio y filosofía” son
los motivos profesionales con que la novela condensa en Nula una figuración familiar que va conjurando el peligro del desgarramiento al que a su vez da entrada: mientras conoce
gente entre una venta y otra de vinos, Nula registra en su libreta apuntes y fragmentos de las “Notas para una ontología del devenir” que proyecta escribir alguna vez. Una de sus
principales hipótesis dice que la familia –ese encadenamiento de muertos, vivos de sucesivas edades y futuros cadáveres, es decir de mera materia que volverá a ser tal- es la mejor
verificación de que somos “pasto del devenir y que todo está en movimiento y cambio constante”. Pero, como pasa usualmente con la sofística pseudoerudita de los personajes
saerianos, esa y otras parrafadas tienen -por el tono de quien las profiere, por el del narrador o por otro personaje- un efecto más o menos cómico. Lo que, en cambio, domina las
historias de las tramas de la intimidad de este y otros personajes es una pulsión de continuidad que, por más fugitivo que resulte, se presenta en el momento más significativo del
relato y se fija: en la reunión del domingo, Violeta (la nueva pareja de Tomatis) desenfunda una cámara polaroid. A las fotos que toma se sumarán dibujos y una pintura.

Van Gogh, Pollock, Seurat

El color local y de época tendrá su centro mediador en Carlos Tomatis: entre “muchos espectros del pasado y algunas tenues siluetas del presente, yo soy un híbrido de los dos”, le
escribe a Pichón; por eso es Tomatis quien encuentra la respuesta al enigma que también se han planteado antes otros personajes: Gutiérrez no ha regresado, ni ha venido a
recuperar un mundo perdido, sino a considerar un lugar distinto en el que todo es novedoso, porque ha acrecentado –como el Saer de La grande- su capacidad de aceptación. Es
Tomatis entonces, el poeta “incorregible”, quien nota que los personajes pueden encontrarse entre sí y con las cosas porque saben lo que es dable vislumbrar por el vino, el sexo, la
poesía o la filosofía: el banquete en casa de Gutiérrez el domingo previo al final no escrito –por supuesto, un asado bien regado- alcanza esa concordia perecedera pero plena
porque, según descubre Tomatis en un “fogonazo de clarividencia”, se trata de un “festín de desplazados”. Ninguno de ellos cree que el mundo le pertenezca, ciegos como el resto
de la humanidad pero, como el escritor para Saer, sabedores de su ceguera. Ninguno es, por supuesto, un ejemplo moral, pero todos son sujetos éticos inclaudicables. Gutiérrez es
una especie de sabio indulgente, que nunca grita y ejerce la ironía con mansedumbre, incluso cuando despotrica contra la mercantilización extrema del modo de vida en la Europa
de la que acaba de volver. Tomatis, que divierte a todos y ya no lastima a nadie –ni a sí mismo- es un león herbívoro que parece haber asimilado la lección de santidad laica y de
coraje civil de su difunto maestro Washington Noriega, y ya nadie toma por cinismo sino por máscara pintoresca “su gusto por la parodia, por el efecto cómico, por la réplica
ingeniosa”.
Y es Tomatis el que introduce en la novela, como sucedía en “La mayor”, algo así como una autoironía acerca de las obsesiones artísticas de Saer. Mientras se dispersan entre la
piscina y el jardín para disfrutar el día después de la sobremesa, Diana –la mujer de Nula, que también es pintora- dibuja en su block un esquema oval de manchas de colores que
sugerían “una vaga reminiscencia humana” (una por cada uno de los invitados) aunque eran más bien abstractas. Pero cuando Tomatis contempla “el cuadro vivo que parecen
representar” los presentes, piensa en un título más figurativo: “Domingo de verano en el campo. La tarde”. En Glosa, como una anticipación de su teoría de “la narración-objeto”,
Saer había hecho de Rita Fonseca una especie de Jackson Pollock santafecina: sus lienzos estaban poblados sólo de chorros, regueros, goteos, manchas. De algún modo, esa estética
representaba la solución, por la fuga, de la persistente imposibilidad de articular un mundo; Tomatis había enfrentado esa imposibilidad en “La mayor”, cuando pasaba del
autoparódico e inútil intento de repetir la rememoración proustiana mojando una magdalena en el té, a la amenaza de desintegración de lo real colgada en su cuarto de la terraza: las
manchas de Campo de trigo de los cuervos de Van Gogh, donde la figuración se va reduciendo a una mera postulación del sujeto fatalmente contaminada por la discontinuidad de
lo real (el mismo efecto que luego repetirá Nadie nada nunca, sobre todo en la experiencia del bañero). Se recordará que Dimanche après-midi à lîle de la Grande Jatte, el cuadro
citado en la ocurrencia de Tomatis, es la declaración de principios del llamado puntillismo, el movimiento posimpresionista liderado por Georges Seurat (también hay, aunque ya
indirecta, una inevitable alusión a Dèjeuner sur l´ herbe de Manet). Sustituyendo la yuxtaposición impresionista de pinceladas de tonos puros por la de manchitas circulares que
colmaban la superficie de la tela –y en esa obra en particular, con una paleta menos terrosa y más viva que en trabajos anteriores-, Seurat aspiraba a conseguir una síntesis cromática
que se operaría en la retina del espectador. Una estética, en fin, que no se alejaba demasiado de las doctrinas de otros impresionistas acerca del papel otorgado a la subjetividad
como agente de la articulación del mundo, pero que parecía más interesada en exponer ese modo de composición humana de lo real –una estética todavía, en fin, “realista”- que en
advertir o temer sus consecuencias catastróficas. Sobre el final del emprendimiento saeriano, nos sugiere la novela, la voz interior del poeta prefiere fijar el vaivén materialista de
todo el proyecto en ese punto intermedio. No sin un margen de incertidumbre irreductible, cifrada aquí en un detalle cómico más o menos inesperado. Porque, aunque la novela no
lo mencione en absoluto, en realidad Seurat ya había sido una especie de Mario Brando: denominaba “divisionismo” a su metódico programa colorista de descomposición y
recomposición de lo visible, y lo había concebido con el propósito de otorgar bases rigurosamente científicas a la práctica impresionista, inspirándose en la ley del contraste
simultáneo de los colores del físico Eugéne Chevreul, e interesándose en las investigaciones de Maxwell sobre la naturaleza física de la luz.

En La grande, Gabriela Barco recuerda una definición de la novela que Horacio, su padre, le contó haber escuchado de Tomatis cuando aún eran muy jóvenes, mientras desde un
puente miraban correr el río incesante: “El movimiento continuo descompuesto”. Saer escribió esa novela muchas veces. En ésta, siguiendo un impulso que ya despuntaba entre
La pesquisa y Lugar, cortejó con ironía el desafío incompleto de recomponer y desandarse. Quiso ser fiel otra vez al movimiento continuo e imposible de purificar las palabras de
la tribu y decir lo real.

(Actualización diciembre 2005 - enero febrero marzo 2006/ BazarAmericano)

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