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Yo y tú
Primera parte
Las palabras-principios
Cuando se dice Tú, se dice al mismo tiempo el Yo del par verbal Yo-Tú.
Cuando se dice Ello, se dice al mismo tiempo el Yo del par verbal Yo-To-Tú. La
palabra primordial Yo-Tú sólo puede ser pronunciada por el Ser entero. La
palabra primordial Yo-Ello jamás puede ser pronunciada por el Ser entero.
No hay Yo en sí, sino solamente el Yo de la palabra primordial Yo-Tú y el Yo
de la palabra primordial Yo-Ello. Cuando el hombre dice Yo, quiere decir uno
de los dos. El Yo al que se refiere está presente cuando dice Yo. También
cuando dice Tú o Ello, está presente el Yo de una u otra de las palabras
primordiales.
Ser Yo y decir Yo son una sola y misma cosa. Decir Yo y decir una de las
palabras primordiales son lo mismo. Quien pronuncia una de las palabras
primordiales penetra en esta palabra y se instala en ella. La vida de los seres
humanos no se reduce sólo al círculo de los verbos transitivos. No existe
solamente en virtud de actividades que tienen por objeto alguna cosa.
Percibo algo. Tengo la experiencia de algo. Imagino algo. Quiero algo. Siento
algo. La vida del ser humano no consiste solamente de todas estas cosas y de
otras semejantes a ellas. Todas estas cosas y otras similares a ellas dan
fundamento al reino del Ello. Pero el reino del Tú tiene una base diferente.
Cuando se dice Tú, quien lo dice no tiene ninguna cosa como su objeto. Pues
donde hay una cosa, hay otra cosa. Cada Ello confina con otros; Ello no existe
sino porque está limitado por otros Ello. Pero cuando uno dice Tú, no tiene
en vista cosa alguna, Tú no tiene confines. Cuando se dice Tú, para quien lo
dice no hay ninguna cosa, nada tiene. Pero sí está en una relación.
Se dice que el hombre posee una experiencia del mundo al que pertenece.
¿Qué significa esto? El hombre explora la superficie de las cosas y las
experimenta. Extrae de ellas un saber relativo a su constitución; adquiere de
ellas experiencia. Experimenta lo que pertenece a las cosas. Pero las
experiencias solas no acercan el mundo al hombre. Pues el mundo que ellas
le ofrecen sólo está compuesto de esto y de aquello, de Él y Ella, y de Ella y
Ello. Tengo la experiencia de algo. Nada cambiará con agregar a las
experiencias “externas” las experiencias internas, según una distinción en
ningún modo eterna, que nace de la necesidad que la especie humana tiene
de hacer menos agudo el misterio de la muerte.
¡Cosas externas o cosas internas, no son sino cosas y cosas! Tengo la
experiencia de algo. Nada cambiará la situación si añadimos “secretos” a las
experiencias "visibles", según esa presuntuosa sabiduría que conoce en la
cosa un compartimiento cerrado y reservado solamente a los iniciados y del
cual se tiene la llave. ¡Oh secreto sin misterio! ¡Oh amontonamiento de
información! ¡Ello, siempre Ello!
En las tres esferas, gracias a todo lo que se nos torna presente, rozamos el
ribete del Tú, eterno, sentimos emanar un soplo que llega de Él; cada Tú
invoca el Tú eterno, según el modo propio de cada una de las esferas.
Considero un árbol. Puedo encararlo como a un cuadro: pilar rígido bajo el
asalto de la luz, o verdor resplandeciente, suavemente inundado por el azul
argentado que le sirve de fondo. Puedo percibirlo como movimiento: red
hinchada de vasos ligados a un centro fijo y palpitante, succión de las raíces,
respiración de las hojas, incesante intercambio con la tierra y el aire…y ese
oscuro crecimiento mismo.
He aquí la fuente eterna del arte: a un hombre se le presenta una forma que
desea ser fijada. Esta forma no es producto de su alma, es una aparición de
fuera que se le presenta y le reclama su fuerza eficiente. Se trata de un acto
esencial del hombre; si lo realiza, si con todo su Ser dice la palabra primordial
a la forma que se le aparece, entonces brota la fuerza eficiente, la obra nace.
Todo medio es un obstáculo. Sólo cuando todos los medios están abolidos, se
produce el encuentro. Ante la relación directa, todas las relaciones mediatas
pierden su valor. Igualmente carece de importancia el que mi Tú sea ya o se
torne en Ello para otros Yo (un "objeto de experiencia común"), o que esto
pueda llegar a suceder a través de la realización de un acto de mi ser.
Pues la línea de demarcación entre el Tú y el Ello, por 1o demás moviente y
fluctuante, no pasa entre la experiencia y la no experiencia, ni entre el dato y
el no dato, ni entre el mundo del ser y el mundo del valor: atraviesa
indiferentemente todos los dominios que están entre el Tú y el Ello, entre la
presencia y el objeto.
Sin duda, más de un hombre que en el mundo dé las cosas se satisface con el
conocimiento empírico y el uso que hace de ellas, se ha construido por sobre
él mismo un sistema y una estructura de ideas donde encuentra refugio y paz
de la agresión de la nada. Deposita en el umbral la vestidura de su mediocre
vida cotidiana.
Se envuelve en lino inmaculado y se regala con el espectáculo del ser
primordial o del ser necesario; pero su vida no participa de eso y hasta puede
encontrar agrado en proclamarlo. Pero la humanidad del mero Ello, tal como
un hombre así puede imaginarla, postularla y enseñarla, nada tiene en
común con una humanidad viviente en la que el hombre dice Tú con todo su
ser.
La ficción, por noble que sea, sólo es un fetiche; la creencia más sublime, si es
ficticia, resulta depravada. Las ideas no están entronizadas por encima de
nuestra cabeza más de lo que habitan en ellas; vagan entre nosotros y se
dirigen a nosotros. ¡Desdichado aquel que descuida decirles la palabra
primordial, y pobre de aquel que para hablarles emplea un concepto o una
fórmula, como si fuese su nombre! En uno de los ejemplos es obvio que la
relación directa implica una acción sobre lo que me confronta.
Mas no siempre los estados se distinguen netamente, sino que a menudo hay
un proceso profundamente dual, confusamente intrincado. En el comienzo es
la relación. Consideremos el lenguaje de los "primitivos", esto es, de los
pueblos que tienen un pobre acopio de objetos y cuya vida se edifica dentro
de un estrecho círculo de actos fuertemente impregnados de presencia. Los
núcleos de ese lenguaje, las palabras en forma de sentencias y de originales
estructuras pregramaticales (que más tarde, al desplegarse, darán origen a
las diversas clases de palabras), indican en su mayoría la totalidad de una
relación. Nosotros decimos "muy lejos"; el zulú, a su vez, tiene una palabra
frase que significa "allí donde uno grita: ¡Oh madre mía, estoy perdido!" El
fueguino supera con un aletazo nuestra sabiduría analítica con su palabra-
frase de siete sílabas cuyo sentido exacto es: "ambos se miran, cada uno
esperando que el otro se ofrezca a hacer lo que los dos desearían y que
ninguno quiere hacer".
En esa situación total, las personas tal como las expresen los nombres y los
pronombres están empotradas como en un bajorrelieve, sin una
independencia terminada. Lo que importa no son los productos de la
disociación y de la reflexión, sino la verdadera unidad original, la relación
vivida. Cuando encontramos a alguien, lo saludamos deseándole felicidad, o
asegurándole nuestra devoción, o recomendándolo a Dios. Pero cuán
mediatas, indirectas, son esas fórmulas.
¿Siente uno todavía en el ¡Heil! esa virtud que le daba fuerza? Compárase
esas fórmulas con el saludo con el que el cafre expresa una relación siempre
fresca y concreta: "Te veo", o, en su variante americana, sublime a fuerza de
ridícula: "¡Husméame!" Cabe suponer que las caracterizaciones e ideas y,
también, las representaciones de las personas y de las cosas se han
destacado de representaciones de fenómenos y de situaciones
específicamente relacionadas. Las impresiones y las emociones elementales
que despertaron el espíritu del "hombre natural" provienen de fenómenos —
experiencia de un ser que lo confronta— y de situaciones —vida con un ser
que lo confronta— de carácter relacional.
Pero también tienen poder el sol que quema, la bestia ululante, el jefe cuya
mirada lo constriñe y el hechicero cuyo canto lo torna fuerte para la caza.
Mana es simplemente esa fuerza eficaz que ha transformado la persona lunar
de los cielos en un Tú que conmueve la sangre y deja su rastro en la memoria
una vez que la imagen objetiva se ha destacado de la imagen emotiva. Y ello
aunque la luna misma no aparezca jamás sino como el autor o el productor
de esta acción. Mana es aquello con lo cual el hombre, si lo posee —por
ejemplo en una piedra mágica—, puede actuar de esa manera. En el hombre
primitivo, la imagen del mundo es mágica, no porque tenga como centro la
fuerza mágica del hombre, sino porque esa fuerza humana sólo es una
variedad particular de la magia universal de la que surge toda acción efectiva.
La causalidad en su imagen cósmica no es una secuencia continua, sino que
está hecha de una fulguración siempre renovada de poder; es un movimiento
volcánico sin continuidad. Mana es una abstracción primitiva, probablemente
más primitiva que el número, pero no más sobrenatural que él. La memoria,
al educarse, poco a poco aprende a clasificar los grandes sucesos
relacionados, las sacudidas emocionales elementales. Lo más importante
para el instinto de la conservación y lo más notable para el instinto del
conocimiento, esto es, "lo que actúa", se destaca más enérgicamente, se
torna autónomo. Lo menos importante, lo no general, el cambiante Tú de las
experiencias, retrocede, permanece aislado en la memoria, se objetiva
gradualmente, poco a poco se transforma en un objeto y muy lentamente se
distribuye en grupos y clases. En tercer lugar, finalmente, terrible cuando se
halla así separado, a veces más espectral que la muerte o la luna, pero de una
evidencia más incontrovertible, surge el otro "incambiante" compañero, el
Yo. La conciencia del Yo no está vinculada al poder primitivo del instinto de
autoconservación más que al de los otros instintos. No es el Yo quien procura
propagarse, sino es el cuerpo quien desea hacer cosas, utensilios, juguetes,
ser un "creador".
Su horizonte vital, desde que llega a ser, parece estar inscripto enteramente
en el interior del ser que lo lleva, pero parece también no estar inscripto allí.
No reposa solamente en la matriz de su madre humana. Esta vinculación
tiene una cualidad tan cósmica, que el mítico dicho de los judíos, "en el
cuerpo de la madre el hombre conoce el mundo, con el nacimiento lo olvida",
parece como el imperfecto desciframiento de una inscripción de los tiempos
más primitivos. Y subsiste en el fondo del hombre como una imagen secreta
de su deseo. No que aspire a retornar hacia atrás, como lo piensan los que
ven en el espíritu (confundido por ellos con su propio intelecto) un parásito
de la naturaleza, cuando es más bien su fruto, aunque expuesto, es verdad, a
toda suerte de enfermedades. Es la aspiración a un lazo cósmico entre el ser
llegado a la vida espiritual con su verdadero Tú. Como todo ser en formación,
cada niño reposa en el seno de la gran madre, el indiviso mundo prístino que
precede a toda forma. Se separa de ella para entrar en la vida personal, y
solamente en las horas oscuras en que escapamos a la vida personal (lo que
ocurre todas las noches al hombre sano) nos separamos de este universo.
No es verdad que el niño comience por percibir el objeto con el cual se pone
en relación. Al contrario, lo primero es el instinto de relación; es él quien se
ahueca y se adelanta como una mano adonde viene a alojarse el interlocutor;
luego, se establece la reacción con ese interlocutor bajo una forma aún no
verbal del Tú; pero la transformación en un objeto es un resultado tardío
nacido de la disociación de la experiencia primitiva, del separarse del
interlocutor-fenómeno, comparable al nacimiento del Yo. Al comienzo es la
relación, como categoría del ser, una disposición de acogida, un continente,
una pauta para el alma; es el a priori de la relación, el Tú innato. El Tú innato
se realiza en las relaciones vívidas con aquello con que se encuentra. El hecho
de que este Tú pueda ser conocido como lo que enfrenta al niño, pueda ser
acogido exclusivamente y que se pueda, finalmente, dirigirle la palabra
primordial se basa en el a priori de la relación.
El desarrollo del alma en el niño está íntimamente ligado con el desarrollo del
instinto que tiende al Tú, con las satisfacciones y las decepciones que
experimenta este instinto, con el juego de su actividad y con la trágica
seriedad de su perplejidad.
La genuina inteligencia de este fenómeno, que es afectada por las tentativas
de referirlo a esferas más estrechas, sólo puede lograrse si se lo examina y se
lo explica recordando su origen cósmico y metacósmico al mismo tiempo.
Pues emerge del indiviso mundo prístino que precede a la forma, del cual el
individuo físico ha salido por el hecho del nacimiento, pero no aún el ser
personal y actual que sólo se destaca poco a poco a medida que va entrando
en el mundo de la relación.
Ahora, por primera vez, experimenta las cosas como sumas de cualidades.
Ciertamente ha amasado en su memoria cualidades pertenecientes al Tú
recordado; pero sólo ahora, por primera vez, las cosas se componen para él
de sus cualidades. Con el simple recuerdo de la relación, conservado en
estado de sueño, de imagen o de pensamiento, según su complexión propia,
ensancha el núcleo, la substancia que se le había revelado vigorosamente en
el Tú con todas sus cualidades. Y también ahora por primera vez dispone las
cosas en el espacio y el tiempo, en conexión causal, cada una con su lugar
propio y su curso, su medida y su condición. El Tú, es verdad, aparece en el
espacio, pero aparece en ese frente a frente exclusivo en el que todo el resto
de los seres sólo puede servir como un fondo del cual él emerge, sin
encontrar allí ni su límite ni su medida. El Tú también aparece en el tiempo,
pero en el instante que posee por sí mismo la plenitud: no es vivido en una
cadena fija y sólidamente articulada, sino que es vivido en una "duración"
cuya dimensión puramente intensiva sólo se define en términos que le son
propios.
Finalmente, el Tú aparece simultáneamente actuando y sujeto a acción, pero
no está comprometido en una cadena de causas. Pues la relación de
reciprocidad en que está con el Yo es al tiempo el origen y el fin del
fenómeno. Una de las verdades fundamentales del mundo es: sólo el Ello
puede ser dispuesto dentro de un o reten. Cuando dejan de ser nuestro Tú
para tornarse en nuestro Ello, las cosas se convierten en coordinables. El Tú
no conoce ningún sistema de coordinación. Mas al haber llegado a este
punto, es menester también expresar la otra parte de la verdad básica sin la
cual esta parte quedaría como un fragmento inutilizable: un mundo
ordenado no es el orden del mundo. Hay momentos de profundidad
silenciosa en los que miráis el orden del mundo en su plena presencia.
Entonces se oye como un destello el sonido del cual el mundo "ordenado" es
la notación indescifrable. Esos momentos son inmortales, y los más, fugitivos.
No se puede retener de ellos ningún contenido, pero su virtud se entrega en
la creación y en el conocimiento del hombre; efluvios de esta virtud penetran
en el mundo "ordenado" y lo descongelan, lo licuan una y otra vez. Esto
acontece en la historia del individuo y en la historia de la especie.
El espíritu no está en el Yo, sino entre Yo y Tú. No es como sangre que circula
en ti, sino como el aire que respiras. El hombre vive en el espíritu cuando
sabe responder a su Tú. Y puede hacerlo cuando entra en la relación con
todo su ser. Sólo en virtud de esa capacidad el hombre puede vivir la vida del
espíritu. Pero es aquí donde se levanta en toda su fuerza el destino propio
del fenómeno de la relación. Cuanto más vigorosa es la respuesta, tanto más
se apodera del Tú, tanto más hace de él un objeto. Sólo el silencio en
presencia del Tú -silencio de todos los lenguajes, espera muda en la palabra
indivisa, indiferenciada, que precede a la respuesta formulada y verbal- deja
al Tú su libertad, y permite al hombre establecerse en esa relación de
equilibrio en la que el espíritu no se manifiesta, pero está ahí. Una respuesta,
cualquiera que sea, encadena al Tú al mundo del Ello. Esta es la melancolía
del hombre, su grandeza. Pues es así como nace el conocimiento, así es
como, en medio de seres vivientes, se realiza una obra y nacen la imagen y el
símbolo. Todo lo que de este modo se ha cambiado en Ello, todo lo que se ha
consolidado en cosa entre las cosas, ha recibido como sentido y como
destino el ir cambiando una y otra vez siempre de nuevo.
Este es el significado de esa hora del espíritu en que éste se une al hombre
para suscitar en él la respuesta; una y otra vez lo que tiene status de objeto
debe incluirse en la presencia, retornar al elemento del cual ha salido, para
ser visto y vivido por el hombre como presente.
El poeta chino cuenta que los hombres no habían querido oír su canción en la
flauta de jade. La entonó entonces para los dioses, y ellos prestaron atención;
desde ese momento también los hombres escucharon su canción. La canción
descendió entonces desde los dioses hacia los hombres, hacia aquellos de
quienes la obra de arte no podría prescindir. En el encuentro parecía, como
en un sueño, que el hombre levantaba el velo y abrazaba la forma en el
espacio de un minuto situado fuera del tiempo. Luego se acercó paso a paso,
aprendió lo que le es menester aprender, cómo es menester aprenderlo y lo
que uno puede expresar, cuáles son las cualidades de la obra y su lugar en el
esquema de las cosas.
Esta vida puede haber cumplido la ley o puede haberla transgredido; lo uno y
lo otro son continuamente necesarios, para que el espíritu no muera sobre la
tierra. Esta vida se presenta entonces a los que llegan después, para
enseñarles, no acerca de lo que es o de lo que debe ser, sino para enseñarles
cómo la vida se vive en el espíritu, frente a frente con el Tú.
Es decir, ella misma está pronta en todo momento a volverse un Tú para ellos
y a abrir para generaciones nuevas el mundo del Tú.
O, más aun, no se contenta con estar pronta; sin cesar se dirige a los·
hombres y los conmueve. Pero ellos, inadecuados e indiferentes a estos
contactos vivientes que les abrió el mundo, tienen información abundante.
Han captado las personalidades en la historia, han aprisionado sus palabras
en las bibliotecas; han codificado, en una única manera, tanto el
cumplimiento como la violación de la ley. Y no son avaros de su admiración,
aun de su idolatría, ampliamente mezclada con psicología, como cuadra al
hombre moderno. ¡Oh Rostro solitario como una estrella en la noche, oh
Dedo viviente colocado sobre una frente distraída, oh desfallecientes sonidos
de pasos! El desarrollo de la función de experimentación y de utilización se
produce las más de las veces en detrimento de la aptitud del hombre para la
relación.
Ese mismo hombre que ha hecho del espíritu un medio de goce para sí
mismo, ¿cómo se conduce respecto de los seres vivientes que lo rodean? 24
Dócil a la fórmula que separa, alejando el Yo del Ello, ha dividido su vida con
sus semejantes en dos dominios, netamente delimitados: las instituciones y
los sentimientos. El dominio del Ello y el dominio del Yo. Las instituciones son
el "afuera”, la religión donde uno persigue toda suerte de fines, donde el
hombre trabaja, hace negocios, influye, emprende, rivaliza con otros,
organiza, administra, predica. Son el edificio casi ordenado y
aproximadamente correcto en el interior del cual se desarrolla, con la ayuda
múltiple de las cabezas y de los miembros humanos, el curso de los
acontecimientos. Los sentimientos son el "adentro", en el que se vive y se
descansa de las instituciones.
Aquí el espectro de las emociones danza ante nuestra mirada cautivada. Aquí
el hombre goza de su ternura y de su odio, de su placer y, si no es demasiado
violento, de su dolor. Aquí uno se siente en su casa y se extiende en la
mecedora. Las instituciones son un mercado complejo, los sentimientos son
un gabinete cerrado, pero rico en variedad de intereses.
A decir verdad, el tabique que separa los dos dominios está siempre
amenazado, pues los sentimientos caprichosos hacen a veces incursión en las
instituciones más sólidas; pero con buena voluntad se llega siempre a reparar
este tabique. Más que en ninguna otra parte la delimitación neta es difícil en
el reino de la llamada vida personal. En el matrimonio, por ejemplo, es a
veces imposible de determinar; pero al final se hace posible. Esta
delimitación es plenamente factible en lo que se llama vida pública.
Con dolor creciente y en número cada vez mayor sienten los hombres que las
instituciones no promueven la vida pública: de ahí proviene la buscadora
angustia de este siglo.
Los sentimientos no producen la vida personal. Poca gente lo sabe aún, pues
en los sentimientos parece residir lo que tenemos de más personal; y cuando
se ha aprendido, como el hombre moderno, a dar gran importancia a sus
propios sentimientos, la desesperación de comprobar la nada de ellos no nos
esclarece mucho, pues esta desesperación misma es todavía un sentimiento
y como tal nos interesa.
El matrimonio, por ejemplo, no adquirirá vida nueva sino por aquello que
siempre ha dado fundamento al verdadero matrimonio: el hecho de que dos
seres humanos se revelen el Tú el uno al otro.
Sobre este fundamento, el Tú, que no es el Yo de ninguna de ellos, edifica el
matrimonio. Este es el factor metafísico y metapsíquica del amor, para el cual
los sentimientos sólo son meros acompañamientos. Quien quiera dar nueva
vida al matrimonio por otro procedimiento, no difiere esencialmente de
quien quiere abolirlo.
Más aun, ¿la grandeza productiva del estadista dirigente y del economista
dirigente no reside en que ellos encaran a los hombres con los cuales tratan
no como a los portadores del Tú inaccesible a la experiencia, sino como
núcleos de realizaciones y de tendencias que se trata de evaluar y de utilizar
según sus capacidades particulares? ¿Su mundo no se les derrumbaría sobre
la cabeza si en vez de sumar Él más Él más Él ensayaran hacer la suma de Tú
más Tú más Tú, que no da jamás otra cosa que Tú? ¿No sería esto cambiar el
dominio formativo por un dilettantismo tedioso y la razón clara por un
brumoso fanatismo? Y si tendemos nuestras miradas de los dirigentes a los
que son dirigidos, ¿la evolución de las formas del trabajo y de la propiedad
moderna no han destruido casi todo rastro de vida recíproca, de relación
plena de sentido?
La vida colectiva del hombre no puede más que el hombre mismo pasarse sin
el mundo del Ello, sobre el cual planea la presencia del Tú como el espíritu
planea sobre la faz de las aguas. La voluntad de aprovechamiento y la
voluntad de poder actúan en el hombre de manera natural y legítima en
cuanto permanecen ligadas a la voluntad de relación y son sostenidas por
ella. No hay mal impulso hasta el momento en que el impulso se aparta del
ser. El impulso ligado al ser y definido por él es la sustancia viviente de la vida
colectiva; el impulso separado del ser importa la desintegración de la vida
colectiva. La economía, que es el dominio de la voluntad de utilizar, y la
política que es el dominio de la voluntad de dominar, participan de la vida en
tanto que participan del espíritu. Si reniegan del espíritu, reniegan de la vida.
La vida, es verdad, no se apresura para llevar a cabo su faena, y largo tiempo
aún se cree ver moverse un organismo donde desde hace largo tiempo sólo
había un mecanismo que giraba. No se llevará allí el remedio con introducir
en el proceso cierta dosis de espontaneidad; el hacer flexible la economía
organizada o el Estado organizador no compensa el hecho de que ellos han
dejado de estar bajo la dependencia del espíritu que dice Tú; ninguna
excitación periférica podría reemplazar la relación viviente con el Centro.
Todo fenómeno "físico" que puede ser percibido por los sentidos y también
todo fenómeno "psíquico" existente o descubierto en la experiencia propia
es necesariamente causado y causante. No hay que exceptuar de esta
causalidad los fenómenos a los cuales cabe atribuir un carácter de finalidad,
pues son parte integrante del mundo del Ello. El conjunto al cual pertenecen
ciertamente tolera una teleología, pero solamente como contrapartida
parcial de la causalidad y si no daña a su completa continuidad.
Es libre el hombre que, dejando de lado todas las causas, toma su decisión
del fondo mismo de su ser, se despoja de todos sus bienes y de sus ropas
para presentarse desnudo ante el Rostro. A ese hombre el destino le aparece
como una réplica de su libertad. El Destino no es un límite, sino el
cumplimiento; Libertad y Destino están enlazados dan un sentido a la vida. A
la luz este “sentido”, el Destino, ante la mirada aun antes severa, se suaviza
al punto de parecerse a la Gracia misma. No; la necesidad causal no pesa
gravosamente sobre el hombre que vuelve al mundo del Ello llevando
consigo esta chispa. Y en tiempos en que la vida es santa, la confianza se
comunica de los hombres del espíritu a todo el pueblo. Todos, aun los más
obtusos, han conocido por lo menos una vez, de manera, por así decirlo,
natural, instintiva, oscura, la presencia; han tenido el presentimiento del Tú;
ahora el espíritu les otorga plena seguridad.
Pero en las épocas enfermizas ocurre que el mundo del Ello, al no estar a
atravesado ni fecundado por los efluvios vivificadores llegados del mundo del
Tú, sólo es una masa aislada y estancada, un fantasma gigantesco surgido del
pantano y que oprime al hombre. Sucumbe en el debate con un mundo de
objetos que no pueden ser para él una presencia. Entonces, la suave
causalidad del cosmos se agranda hasta tornarse una fatalidad opresora,
asfixiante.
Toda gran cultura que abarca a un conjunto de pueblos reposa sobre un
originario fenómeno de relación, sobre una respuesta al Tú dada en su
fuente, sobre un acto esencial del espíritu. Este acto, reforzado por la energía
de generaciones sucesivas que siguen la misma dirección, crea en el espíritu
una concepción particular sobre el cosmos. Sólo merced á este acto es el
cosmos un mundo aprehendido, un mundo hogar, morada cósmica del
hombre. En virtud de este acto el hombre puede con toda tranquilidad de
alma reconstruir siempre de nuevo, en una particular concepción del espacio,
casas de Dios y moradas humanas, poblar con himnos y con cantos nuevos la
vibración del tiempo y dar una forma a la comunidad humana.
¿Nos será menester ir hasta el fin por este camino, hasta la prueba de las
tinieblas últimas? Allá donde crece el peligro, también crece la fuerza
salvadora. El pensamiento casi biologista y el pensamiento casi historicista de
nuestros tiempos, por diferentes que sean sus fines, han colaborado para
formar una creencia en la fatalidad, más tenaz y más angustiadora que todo
lo que se había conocido antes.
No son ya las fuerzas del Kharma ni la potencia de los astros las que rigen
despiadadamente la suerte del hombre. Potencias diversas levantan sus
pretensiones a la soberanía, pero si se mira más de cerca, la mayor parte de
nuestros contemporáneos creen en una amalgama de estas fuerzas, como los
últimos romanos creían en una amalgama de dioses. Esto se facilita por la
naturaleza misma de esas pretensiones.
Ya sea la ley vital de una concurrencia universal en la que cada uno está
condenado a luchar o a desaparecer; que se trate de la ley del alma que
edifica completamente la persona psíquica a partir de innatos hábitos
instintivos, o la ley social de un irresistible proceso social, para la cual la
voluntad y la conciencia no son más que epifenómenos; que se hable de la
ley cultural que se manifiesta en la génesis y en la desaparición, igualmente
regular, de las formaciones históricas; bajo todos estos aspectos, y también
bajo otros, lo que se afirma es que el hombre está ligado a un devenir
ineluctable contra el cual es ilusoria toda resistencia de su parte. El
sacramento de los Misterios liberaba al hombre del poder de los astros; el
sacrificio brahmánico, unido al conocimiento, lo liberaba de la tiranía del
Kharma: en ambos se representaba la redención.
El hombre dominado por el Ello está forzado a ver en el dogma del curso
invariable de las cosas una verdad que introduce claridad en la confusión
Pero, ciertamente, este dogma sólo lo sujeta más profundamente al mundo
del Ello. Pero el mundo del Tú no está cerrado. Cualquiera que se dirija a él
con el ser concentrado y una fuerza ascendente hacia la relación descubrirá
en sí la libertad. Y el estar libre de la creencia de que no hay libertad es
volverse libre. Así como uno puede tornarse amo de un íncubo
interpelándolo por su nombre verdadero, así el mundo del Ello, que hace un
momento aplastaba con su fuerza tremenda la humilde fuerza del hombre,
está constreñido a someterse al hombre que lo conoce tal como es.
Entonces se hace manifiesto que el mundo del Ello aleja de nosotros y nos
hace extraña esa plenitud cercana y abundante desde la cual el Tú terrestre,
en todas sus formas, viene a nuestro encuentro y que, aunque en la espera
nos parezca a veces grande y tremenda, como la diosa-madre, es, sin
embargo, maternal siempre.
Y no para dejarse llevar por lo esencial, sino para realizarlo, tal como lo
esencial quiere ser realizado por el hombre del cual necesita, por medio del
espíritu humano y del acto humano de la vida humana y de la muerte
humana. Dije que cree, …y esto significa realmente que se ofrece al
encuentro. El hombre que vive en lo arbitrario, no cree, no se apresta al
encuentro. Ignora la solidaridad de la vinculación; sólo conoce el mundo
febril del afuera y su febril deseo de usarlo. Basta con dar al poder de
utilización un nombre antiguo, y pronto ocupa un puesto entre dioses.
Cuando ese hombre dice Tú, piensa "¡oh!, mi habilidad para hacer uso", y lo
que llama su destino es sólo una manera de armar y de sancionar su don de
utilización. En verdad no tiene destino, y sí solamente un ser determinado
por las cosas y por los instintos. Cuando se somete a ellos lo hace con un
sentimiento de independencia, que es justamente el de lo arbitrario. No
tiene un gran querer, y sí voluntad arbitraria. Es del todo inepto para el
sacrificio, aunque llegue a hablar de él; se lo reconoce por ese su no hacer
nunca concretas las palabras sobre sacrificios. Interviene constantemente y
con la intención de provocar los acontecimientos.
Los dioses y los demonios, cuenta el brahmán de las Cien Rutas, estuvieron
un día en conflicto. Los demonios dijeron: ¿A quién podremos ofrecer
nuestras ofrendas? Y depositaron sus ofrendas en sus propias bocas. Pero los
dioses depositaron sus ofrendas los unos sobre los labios de los otros.
Entonces Pradshapati, el espíritu prístino, optó por darse a los dioses. —Es
comprensible que el mundo del Ello, abandonado a sí mismo, sin contacto y
sin fundirse con el Tú, se torne en un extraño íncubo. Pero, ¿cómo es posible
que el Ello del hombre pierda, como lo dices, su realidad? Que viva en la
relación o fuera de la relación, el Yo conserva para sí esa garantía que es la
áutoconciencia de sí, el recio hilo de oro sobre el cual se enhebran los
estados policromos.
Que diga:" "Yo te veo" o "Yo veo el árbol", quizá la visión no sea igualmente
real en los dos casos, pero lo que es igualmente real en las dos cosas es el Yo.
Pero el Yo tan viviente, tan enérgico, de Sócrates, ¡cuán legítimo y bello es!
Es el Yo del diálogo infinito. La atmósfera del diálogo lo envuelve con su
soplo, ya se dirija a sus jueces, ya se encuentre en la última hora en su
prisión.
Ese Yo que se le aparecía por primera vez no era únicamente un sujeto, pero,
sin embargo, no tendía hacia la subjetividad; escapaba al sortilegio que lo
encerraba, sin que, por eso, se hubiera liberado; se expresaba en esa palabra
terrible, legítima e ilegítima al mismo tiempo: "¡El universo nos contempla!".
Al final vuelve a hundirse en el misterio. ¿Quién osaría, entonces, afirmar
después de semejante carrera y semejante caída, que ese hombre ha
comprendido su misión inaudita y tremenda, o bien que la ha desconocido?
Cierto es que esa edad que ha tomado como amo y como modelo al hombre
demoníaco y extraño a toda presencia no ha comprendido a ese hombre.
Ignora que en él reinaban no la necesidad ni el placer de la potencia, sino la
idea del destino y su consumación. El siglo se entusiasma al ver esa frente
despótica, pero no descifra los signos escritos en ella, como los signos en el
cuadrante del reloj. Se empeña en imitar esa mirada arrojada sobre seres, y
no comprende lo que en esa mirada es necesidad y coacción; confunde el
estricto rigor de ese Yo con la excitación del sentido de sí mismo. La palabra
Yo sigue siendo el shibolet de la humanidad. Tíapoleón no ponía en ella
ninguna fuerza de relación, sino que la pronunciaba como el Yo de una
consumación.
Así ese hombre dice a su pensamiento: "Mira ese monstruo tremendo que
está acostado allí, con sus ojos crueles; ¿no es el mismo con el cual he jugado
antaño? ¿Recuerdas cómo me sonreía con esos ojos, antes indulgentes?
Observa mi Yo miserable, quiere confesártelo, está vacío, y nada de lo que
hago con la experiencia y la utilización penetra en su cavidad. ¿No quieres
reconciliarnos, a él y a mí de tal manera que me deje en paz y que yo cure?" Y
el pensamiento dócil e ingenioso, con su celeridad bien conocida, pinta una
o, más bien, dos series de imágenes sobre las paredes de derecha y de
izquierda.
De un lado está (o, mejor dicho, tiene lugar el mundo, pues las imágenes del
mundo, tales como las pinta el pensamiento, son una cinematografía digna
de fe) el universo. Del torbellino de los astros se ve surgir la menuda tierra
finita, de la prolífera tierra emerge el menudo hombre y, luego, la historia lo
arrastra a través de las edades, para que reconstruya persistentemente los
hormigueros de las culturas que la misma historia aplasta. Por debajo de esta
serie de imágenes se leen estas palabras: "El uno y el todo".
En la otra pared tiene su lugar el alma. Una hiladora hila las órbitas de todos
los astros y la vida de toda la creación y la historia del universo; todo está
tejido de un mismo hilo, y deja de llamarse astros y criaturas y mundo para
llamarse sensaciones y representaciones, esto es, experiencias y estados del
alma. Y bajo esta serie de imágenes se leen estas palabras: "El uno y el todo”.
El Tú eterno
Pero quien ve el mundo en Dios está en presencia de Él. "El mundo por una
parte, Dios por otra parte", es propio del lenguaje del Ello. Pero no excluir
nada, no olvidar nada, incluirlo todo, el mundo entero, en el Tú, reconocer al
mundo su derecho y su verdad, no captar nada fuera de Dios, sino captar
todo en él, he aquí la relación completa. Los hombres no encuentran a Dios sí
permanecen en el mundo. No encuentran a Dios si abandonan el mundo.
Cada suceso relacional es un estrado que le abre una vista sobre la única
relación satisfactoria. Así, en cada suceso, él no participa en el suceso de la
relación única, pero también participa en ella (porque la espera). Siempre
esperando, pero sin buscar nada, sigue su camino; de ahí su serenidad
respecto de las cosas y esa manera que tiene de tocarlas, pues es para ellas
ayuda. Pero quien ha encontrado la relación verdadera, no aparta su corazón
de las cosas, porque ahora todo le está dado de un solo golpe. Bendice todas
las celdas que lo han albergado y todas las que lo abrigarán aún. Pues ese
hallazgo no es el término, sino el eterno medio, del camino. Es un hallazgo
que uno no ha buscado, un descubrimiento de lo prístino, original.
Lo que ya se ha dicho a propósito del amor vale aquí con mayor razón aun.
Los sentimientos sólo son un acompañamiento al hecho metafísico y
metapsíquico de la relación, el cual no ocurre en el alma, sino entre el Yo y el
Tú. Por esencial que sea un sentimiento, permanece sometido al dinamismo
del alma, en el cual cada sentimiento es sobrepasado, eclipsado y abolido por
otro.
Desde el punto de vista del alma, la relación perfecta sólo puede entenderse
como teniendo dos polos, como siendo la coincidentia opposilorum, como la
resolución de las antinomias del sentimiento. Sin duda uno de esos polos —
suprimidos por la actitud fundamental religiosa de la persona— desaparece a
menudo de la conciencia reflexiva y sólo puede ser evocado en la meditación
de las profundidades más puras y más sinceras del ser. Sí, ciertamente, en la
relación pura te sentías enteramente dependiente, como no te sentiste en
ninguna otra relación, y también plenamente libre, más libre que en todo
otro lugar y momento: te sentías a la vez creatura y creador.
Lo que poseías entonces no era uno de esos dos sentimientos limitados por
el otro; los poseías a ambos sin restricción y simultáneamente. En tu corazón
siempre sabes que necesitas de Dios por encima de toda cosa; ¿pero, sabes
también que Dios necesita de ti, en la plenitud de Su eternidad? ¿Cómo
existiría el hombre y cómo existirías tú si Dios no tuviera necesidad de él, si
no necesitara de ti? Tienes necesidad de Dios para ser y Dios tiene necesidad
de ti para realizar el pleno sentido de tu vida. Enseñanzas y poemas se
esfuerzan por decirlo más largamente y dicen de ello demasiado; ¡triste y
presuntuoso palabrerío sobre un "Dios en devenir"!
Vanas son todas las tentativas modernas de interpretar esta verdad primera
del diálogo como una relación del Yo con el Sí, o como un fenómeno en el
cual la integridad del hombre se bastaría a sí misma. Estas tentativas
pertenecen a la historia abismal de la destrucción de la realidad.
—¿Y qué hay del misticismo? ¿No nos relata, acaso, cómo se experimenta la
unidad sin dualidad? ¿Podemos dudar de la exactitud de su relación?
Conozco no solamente uno, sino dos fenómenos diferentes en los que se
pierde la conciencia de la dualidad. A veces se los confunde en las fórmulas
del misticismo. Yo también los he confundido en el pasado. Uno de estos
fenómenos es el del alma que alcanza la unidad. No es un fenómeno que
ocurre entre el hombre y Dios; ocurre en el hombre.
Son estas las cimas más altas que puede alcanzar el lenguaje del Ello. Hay que
honrar su sublime fuerza de desdén y reconocer respetuosamente en ella
cosas que uno puede a lo sumo experimentar, pero que uno no puede vivir.
Buda, el "perfecto" y el maestro de toda perfección, no se pronuncia sobre
este punto. Se rehúsa a sostener que la unidad existe o no existe, que quien
ha pasado por todas las pruebas de la absorción exista después de la muerte
en la unidad o que no exista. Este negarse, este "noble silencio", se explica de
dos maneras: una, teórica: porque la perfección alcanzada escapa a las
categorías del pensamiento y del discurso; la otra, práctica: porque la
revelación de la existencia de la perfección no basta para fundar una
verdadera vida de salud.
La combinación de las dos explicaciones indica una verdad: aquel que
discurre sobre lo que es un objeto de afirmación lo arrastra al mundo de las
distinciones, de las antí- tesis, que es el mundo del Ello y en el cual no hay
vida de salud. "Si, oh monje, prevalece la opinión de que el alma y el cuerpo
son una misma esencia, no puede haber vida de salud; si, oh monje,
prevalece la opinión de que el alma es una cosa y el cuerpo otra, no puede
haber tampoco allí vida de salud." En el misterio de la contemplación, como
en la realidad de la vida, lo que reina no es una fórmula: Es así, o no es así.
No es ni el ser ni el no-ser, sino esta fórmula: Es así y de otro modo; ser y, a la
vez, no- ser. La confrontación indivisa con el misterio indiviso es la primera
condición de la salvación.
Buda señala como el fin la abolición del dolor, es decir, del devenir y de la
muerte, la liberación del ciclo de los nacimientos. "¡Que no haya más
retorno!", es la fórmula del hombre que se ha liberado del deseo de vivir y,
con esto, de la necesidad de revivir siempre de nuevo. Ignoramos si hay
retorno.
No podemos prolongar más allá de esta vida las líneas de la dimensión
temporal en la cual vivimos, y no buscamos descubrir lo que se nos revelara
en su tiempo y según su ley. Mas si no supiéramos que hay un retorno no
buscaríamos de ningún modo escapar a él, y en vez de aspirar a la existencia
bruta anhelaríamos pronunciar en cada una de estas existencias, según su
modo y en su lenguaje, el Yo eterno de lo efímero y el Tú eterno de lo
imperecedero. No sabemos si Buda realmente conduce al fin consistente en
liberarnos de la necesidad del retorno. Ciertamente conduce a un fin
preliminar que nos interesa, a la unificación del alma.
Pero, para conducirnos a él, no solamente nos tiene apartados del "matorral
de las opiniones" (como es necesario), sino también nos aparta de "la ilusión
de las formas", que, lejos de ser para nosotros una ilusión, es el mundo
auténtico, a pesar de las paradojas subjetivas de la intuición, las cuales para
nosotros justamente son parte de él.
Pues la simple confrontación del ser es extraña a ese amor que "incluye
indistintamente en su seno todo el Devenir". Ciertamente, conoce también,
en las silenciosas profundidades de su ser, el Tú que uno dirige a la primera
causa, más allá de todos los "dioses", a los que trata como si fueran sus
discípulos. Este acto suyo surge de un fenómeno de relación vuelto
sustancial; este acto también es a su manera una respuesta al Tú, mas guardo
silencio sobre esta respuesta.
Pero sus discípulos entre las naciones, los que componen "el gran vehículo",
lo han contradicho magníficamente. Lo que ellos han invocado bajo el
nombre de Buda es el Tú eterno del hombre; esperan al Buda futuro, al
último, el que llevará el amor a la perfección. Toda la doctrina de la absorción
se basa en la gigantesca ilusión del espíritu humano que, replegado sobre sí
mismo, se imagina existir en el interior del hombre. En verdad, el espíritu
existe en el hombre como punto de partida, entre el hombre y lo que no es el
hombre.
Pero por esto no está él en mí, como yo no estoy realmente en él. El mundo y
yo estamos mutuamente incluidos el uno en el otro. Esta contradicción
mental inherente a la situación del Ello se resuelve en la situación del Tú, que
no me libera del mundo sino para atarme a él en conexión de solidaridad.
Llevo en mí el sentido del Yo, que no puede incluirse en el mundo. El mundo
lleva en sí el sentido del ser, que no podrá estar incluido en la imagen. Mas
este sentido del ser no es un "querer" pensable, es simplemente la posición
del mundo como mundo, lo mismo que el sentido del Yo no es un sujeto
capaz de conocimiento, sino la posición total del Yo como Yo. Es imposible
aquí una "reducción" ulterior; quien no respeta las últimas unidades
irreductibles anula su sentido aprehensible, pero no comprensible.
El comienzo y la extinción del mundo no están en mí; pero tampoco están
fuera de mí. No son, se producen sin cesar y su llegada está vinculada a mí y
depende de mí, de mi vida, de mi decisión, de mi servicio. No dependen de
que yo "afirme" o de que yo "niegue" el mundo en mi alma; pero sí
dependen de que yo transforme en vida mi actitud psíquica hacia el mundo,
en una vida que intervenga en el mundo, en una vida real, y en la vida real las
actitudes psíquicas pueden ramificarse por caminos muy diversos. Pero aquel
que se contenta con "vivir interiormente" su actitud, que no la realiza sino en
su alma, podrá ser tan rico en pensamientos como se quiera, pero será
extraño al mundo, y todos los juegos, las artes, las embriagueces, los
entusiasmos y los misterios que se desarrollan en él no tocarán ni siquiera la
epidermis del mundo. Por cuanto un hombre que no se ha liberado sino hacia
dentro de sí, no puede traerle al mundo dicha miseria; le es indiferente al
mundo.
Sólo aquel que cree en el mundo puede tener verdaderamente algo que ver
con el mundo: y sí se arriesga a ello, no permanecerá privado de Dios. Si
amamos al mundo real, que no puede dejarse abolir, si lo amamos realmente
con todo su horror, si osamos abrazarlo con los brazos de nuestro espíritu,
nuestras manos encontrarán otras manos que las estrecharán. Ignoro lo que
sería un "mundo" o una "vida en el mundo" que separara al hombre de Dios.
Lo que se describe como tal, en verdad, es vida con un mundo del Ello que se
nos ha vuelto extraño, al que nos contentamos con conocerlo empíricamente
y con utilizarlo.
Querer resolver el conflicto de la antinomia con otra cosa que con la vida es
pecar contra el sentido de la situación. El sentido de la situación es que ella
debe ser vivida con la totalidad de su antinomia, y que ella no puede sino ser
vivida, vivida muchas veces de manera siempre nueva e imprevisible,
inimaginable e imprescriptible por anticipado. Una comparación entre la
antinomia religiosa y la antinomia filosófica aclarará las cosas. Kant bien
puede hacer de la antinomia filosófica entre la necesidad y la libertad algo
relativo, atribuyendo la primera al mundo fenoménico y la segunda al mundo
noumenal, de manera que los dos postulados dejen de oponerse de frente y
sellen un compromiso del mismo modo como se concilian los dos mundos en
los cuales son valederos.
El eje del mundo había girado. A la rotación del mundo que había introducido
el suceso relacional siguió casi inmediatamente otra rotación que le puso fin.
Hace un instante el mundo del Ello nos envolvía al animal y a mí; luego, por
espacio de una mirada había surgido de las profundidades el mundo del Tú,
para extinguirse y recaer en el mundo del Ello. Relato este incidente, que he
experimentado varias veces, a causa del lenguaje de esta casi imperceptible
alborada y ocaso del espíritu. En ningún otro lenguaje he conocido tan
profundamente cuán efímera es la naturaleza de la actualidad en todas sus
relaciones con el ser, la melancolía sublime de nuestro destino, el retorno
fatal de cada Tú aislado al Ello. Pues los otros sucesos tenían, entre el
amanecer y la noche, su jornada, por breve que fuese; pero aquí, el alba y la
noche se fundían cruelmente el uno en la otra; el Tú luminoso, apenas
percibido, se desvanecía. ¿El peso del mundo del Ello había sido
efectivamente apartado del animal y de mí mismo por el espacio de una
mirada?
Yo, por mi parte, podía por lo menos continuar pensando en lo ocurrido, mas
el animal había recaído del balbuceo de su mirada en la inquietud sin
lenguaje y casi sin recuerdo. ¡Qué potente es la continuidad del Ello y qué
frágiles son las apariciones del Tú! ¡Cuántas cosas no pueden nunca horadar
la costra de la realidad material! Oh débil trozo de mica que me has
enseñado por primera vez que el Yo no es algo "en mi". Sin embargo, es en
mí solamente donde yo he estado ligado a ti, es en mí solo, no entre tú y yo
donde el suceso ha ocurrido entonces. Pero cuando un alma viviente se
destaca de las cosas y toma una existencia para mí y se acerca a mí por la
presencia y por el lenguaje, ¡cuán breve es inevitablemente el momento en
que ese Ser es enteramente un Tú para mí! No es la relación la que
necesariamente se torna débil, sino la actualidad de su inmediatez.
De entre las tres esferas se destaca una, la de nuestra convivencia con los
hombres. Aquí el lenguaje se completa, prolongándose en el discurso de su
réplica.
Solamente aquí la palabra explicitada en el lenguaje recibe su respuesta.
Solamente aquí la palabra fundamental regresa y avanza en la misma forma,
la palabra de la invocación y la palabra de la respuesta se formulan y viven en
un mismo lenguaje; el Yo y el Tú están aquí, no solamente en relación, sino
en leal intercambio. Aquí, y aquí solamente, los momentos de la relación
están ligados entre ellos por el elemento mismo del lenguaje en el cual ellos
están inmersos. Aquí lo que nos confronta se expande en la plena realidad
del Tú.
—¿Pero la soledad no es, también ella, una puerta? ¿En el silencio del
aislamiento absoluto no se revela a veces una visión inesperada? ¿El trato
consigo mismo no puede tornarse misteriosamente en trato con el misterio?
Más aun, el hombre que ya no está sometido a ningún ser ¿no es, acaso, el
único que sea digno de colocarse en presencia del Ser? "Ven, solitario, hacia
aquel que está solo", exclama Simón, el nuevo teólogo, a su Dios.
Esto no significa que sea una relación entre otras, pues es la relación
universal en la que desembocan todas las corrientes sin agotar sus aguas.
¿Cómo hacer aquí distinciones y trazar límites entre el mar y sus afluentes?
Sólo encontramos aquí un único torrente que va del Yo a un Tú más y más
infinito, el torrente sin límites de la vida real. No es posible distribuirle vida
entre una relación real con Dios y una relación irreal del Yo y el Ello con el
mundo; no se puede a la vez orar verdaderamente a Dios y sacar provecho
del mundo. Aquel para quien es el mundo esencialmente aquello de lo cual
extrae un provecho, encara también a Dios de la misma manera. Su plegaria
será una manera de exonerarse en una audiencia con la descarga de la voz en
el vacío.
Ese hombre -no el "ateo que del fondo de la noche hace ascender por su
estrecha ventana el llamado de su nostalgia e invoca al innominado"- se
presenta como un ser individual, aislado, separado ante Dios, porque ha
sobrepasado el estadio del hombre "moral", envuelto aún en el deber y la
obligación hacia el mundo.
Pero, por otra parte, el hombre "religioso" ha emergido de esa tensión entre
el mundo y Dios; aquí rige la de la exclusión de toda inquietud, la que viene
del sentimiento de la responsabilidad y la que viene de lo que se debe exigir
de uno mismo; no hay ya voluntad propia: basta con ajustarse a lo que está
ordenado; todo "deber" se resuelve en el ser incondicionado, y el mundo,
aunque subsiste, ya no cuenta.
Sólo hay deber y obligación para con el extraño; para con el amigo íntimo
sólo se tiene afección y ternura. Aquel que se acerca al Rostro disfruta de la
plena presencia del mundo, alumbrado por la eternidad y puede decir, en
una respuesta singular, Tú al Ser de todos los seres. Ya no hay distancia entre
el mundo y Dios; sólo hay la realidad única.
Ese hombre no se ha liberado de toda responsabilidad; ha cambiado el
tormento de lo finito, la persecución de consecuencias, por el impulso de lo
infinito; ha contraído la fuerte responsabilidad del amor por el curso
universal e indiscernible del proceso del mundo, de la profunda pertenencia
al mundo ante el rostro de Dios. Seguramente, ha abolido para siempre los
juicios morales; el "malvado" es para él el hombre por el cual siente mayor
responsabilidad porque necesita, más que otro, ser amado.
El hombre que sale del acto de la relación que de este modo lo envuelve,
tiene ahora en su ser un más, un acrecentamiento del cual antes nada sabia y
cuyo origen no sabría designar correctamente. Cualquiera que sea el lugar
asignado a esta "novedad" por la interpretación científica del mundo, en su
esfuerzo legítimo por establecer una causalidad, no nos basta aquí con que
se hable de la acción de lo subconsciente ni de ningún otro mecanismo
anímico. Realmente hemos recibido algo que no poseíamos antes, y lo hemos
recibido de modo tal que sabemos que ello nos fue dado.
En lenguaje bíblico: "Aquellos que esperan al Eterno renovarán su fuerza", o,
como lo dijo Nietzsche, fiel a la realidad hasta en el detalle de su descripción:
"Tomamos sin preguntar quién es el que da." El hombre recibe, y lo que
recibe no es un "contenido", sino una Presencia, una Presencia que es una
fuerza.
Esta Presencia y esta fuerza implican tres realidades inseparables, pero que
tenemos derecho a encarar separadamente.
Así como uno entra en el encuentro con un simple Tú en los labios, así con el
Tú en los labios lo abandonamos y retornamos al mundo. Aquello en
presencia de lo cual vivimos, fuera de lo cual vivimos, y en lo cual vivimos, el
misterio 53 mismo, ha permanecido tal como era. Se nos ha hecho presente y
se nos ha revelado, en su presencia, como la salvación; lo hemos "conocido",
pero no tenemos de él ningún conocimiento que haga menor o modere lo
que tiene de misterioso.
La historia de Dios como una cosa, el pasaje de Dios como cosa a través de la
religión y a través de los productos que la tocan, a través de sus resplandores
y de sus tinieblas, sea que ellas enaltezcan la vida, o que la nieguen, el
alejamiento del Dios viviente y el retorno a Él, el pasaje de la presencia al
establecimiento de la forma, de objetos y de ideas, a la disolución, a la
renovación, todo esto es un camino, es el camino.
Seguramente no puede tener trato directo con Dios, pero puede conversar
con Él. La reflexión, en cambio, hace de Dios un objeto. Esta actitud, que
parece dirigida hacia la fuente primera, forma, en verdad, parte del
movimiento universal de apartamiento de ella, como la actitud de aparente
apartamiento de quien cumple su misión forma en realidad parte del
movimiento universal hacia la fuente primera.
Pues los dos primarios movimientos metacósmicos del mundo -la expansión
en su ser propio y la reversión a la solidaridad- encuentran su forma humana
más elevada, la verdadera, forma espiritual de su conflicto y de su ajuste, de
su unión y de su separación, en la historia de la relación humana con Dios. En
la reversión nace el Verbo sobre la tierra: la expansión lo encierra en una
nueva reversión. No es arbitrario lo que reina aquí, aunque a veces el
movimiento hacia el Ello vaya tan lejos que amenaza ahogar o suprimir al
movimiento de retorno al Tú.
Las revelaciones poderosas que las religiones invocan son semejantes en su
fondo a la revelación muda que se opera en todo lugar y en todo tiempo. Las
revelaciones poderosas que están en el origen de las grandes comunidades y
en los recodos de las edades de la humanidad no son sino la revelación
eterna.
Pero hay una diferencia entre las varias edades de la historia. Hay un tiempo
de maduración, cuando el elemento verdadero del espíritu humano
oprimido, soterrado, madura escondidamente hasta tal tensión que no
espera más que un solo contacto de Aquel cuyo contacto trae la germinación.
Dios está cerca de Sus formas en tanto que el hombre no se las sustrae. En la
verdadera plegaria, el culto y la creencia se unen y se purifican para entrar en
una relación viviente. El hecho de que la verdadera plegaria permanezca
viviente en las religiones, es prueba de su verdadera vida. En tanto que la
plegaria vive en ellas, ellas viven. La degeneración de la religión significa la
degeneración de la plegaria. Su capacidad de entrar en relación está más y
más cubierta por la creciente objetividad; se le hace cada vez más y más
difícil pronunciar el Tú con el ser total indiviso y, finalmente, para poder
pronunciarlo, el hombre ha de salir de su falsa seguridad y arriesgar la
aventura 56 de lo infinito, ha de salir de la comunidad reunida bajo la cúpula
del Templo y no bajo el cielo, y entrar en la soledad suprema. Es desconocer
profundamente este impulso atribuirlo a "subjetivismo".