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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


COLEGIO DE LETRAS CLÁSICAS

Historia de Roma II
Profesor Miguel Ángel Ramírez Batalla

La vanagloria y las antiguas artes oratorias en


el cristianismo de las Confesiones de San
Agustín.

Aura García-Junco Moreno


La vanagloria y las antiguas artes oratorias en
el cristianismo de las Confesiones de San
Agustín.

El evangelio de San Juan comienza con la conocidísima tesis de


que: “Al principio era el Verbo, y el verbo estaba en Dios, y el Verbo
era Dios.”1 Quiénes quieran pensar la búsqueda de Dios como una
acción meramente espiritual, máxime cuando se trata de aquellos
que lo buscaban durante el siglo IV y principios del V de nuestra era,
simplemente pecan de ingenuidad, porque si Dios era el Verbo, Dios
era Poder y el Poder era lenguaje. Visto así, esto es de tal modo
porque innegablemente la adopción de una vertiente “hereje”, o la
defensa de una posición “dogmática” repercutían inevitablemente en
la legitimidad de aquel que pretendiera hacerse o controlar un puesto
o cargo público.
Todos, desde los césares que sucedieron a Constantino I el Grande en
los imperios de oriente y de occidente, hasta los obispos o prelados
de las ciudades más importantes del imperio, estuvieron toda su vida
buscando a Dios, en tanto el verdadero Dios era signo inequívoco de
la legitimidad para detentar el poder, máxime cuando la pretensión
de verdad, la defensa de la verdadera fe, constituía la instancia
idónea para exterminar a todos los opositores al poder.
Es en tal sentido político que cabe comprender la emergencia de
varias “herejías”, así como también la preocupación por determinar y
fijar el dogma cristiano. Fue bajo los títulos de arrianos, pelagianos,
maniqueos, e incluso los llamados “paganos”, que se organizaron los
grupos de poder que contendían por controlar el imperio, a las
provincias o las ciudades romanas.
Para ilustrar esta caracterización podríamos muy bien traer a la
mente a Teodosio I, último emperador que pudo gobernar tanto en
Oriente como en Occidente. En tanto heredero de un imperio que se
había declarado cristiano desde Constantino, Teodosio fue defensor a
1
Jn, 1,1.
ultranza del cristianismo dogmático; persiguió a arrianos y desalentó
la práctica de la vieja religión pagana romana, en algunas ocasiones
empleando en ello la más amplia brutalidad. Por ejemplo, en el año
390 ordenó la masacre de 7.000 ciudadanos insurrectos de
Tesalónica (Grecia). Fue por esta acción que fue excomulgado por el
obispo de Milán, San Ambrosio, el mismo que había bautizado a San
Agustín tan solo tres años antes, en las vísperas de Pascua de 387.
San Agustín, que había nacido en 354, vivió de lleno este
mundo completamente fragmentado y violentado en términos de la
consecución de una “verdad”. En sus Confesiones, texto que redactó
a principios del siglo V ya como converso y en calidad de Obispo de la
ciudad de Hipona (hoy Annaba, en Argelia), comenzó con esta
petición a su Dios: “Pero enseñadme, Señor, y haced que entienda si
debe ser primero el invocaros que el alabaros, y antes el conoceros
que el invocaros.”2
Esta petición que parece ser una proposición desesperada, e inclusive
angustiosa de un hombre de fe, no sólo se hunde en el meollo de las
cuestiones filosóficas3, a cuyo ejemplo cabe pensar de inmediato en
el comienzo de la Metafísica de Aristóteles, donde el estagirita
declara: “Todos los hombres por naturaleza, desean conocer. Prueba
de ello es la estima de que gozan las sensaciones que, al margen de
su utilidad nos proporcionan conocimientos (sobre todo la sensación
visual sino que de facto debe ser entendida en el horizonte político
del imperio de su tiempo.”, sino que ya de antemano, y justo en el
tema de la utilidad, nos deberían orientar en el sentido político
esencial e inherente que poseen las Confesiones de San Agustín.
Dios como maestro o preceptor, al tiempo es origen y objeto de
conocimiento, y por tanto fundamento de verdad de toda proposición,
así como de la pretensión de verdad, justicia o belleza de cualquier
acción, es decir, de todo aquello que puede ser bueno o útil. Por ello,
cuando San Agustín se pregunta con respecto a Dios qué es primero,
invocarlo o alabarlo, se enfrenta de lleno no sólo a las “herejías”
2
Confesiones Libro 1, § 1.
3
Metafísica, 980ª 21 y ss.
cristianas, sino ya antes a los padres del pensamiento grecolatino, los
filósofos griegos. Es decir, antes del conocer o invocar, ya coloca la
alabanza en tanto de ella se conocen las potestades divinas, mismas
que de antemano son las que exaltan y propician la alabanza y de ella
toda gesta donde sea invocado el nombre de Dios con el fin de
legitimar, incluso la del conocimiento. Por ello antes de los problemas
de Platón o Aristóteles, San Agustín colocará a la creencia como
origen a todo lo demás.
Para este trabajo, decidí indagar la ordenación de las prácticas
políticas que la fe puede tener en San Agustín, desde la oposición al
producto pedagógico por excelencia de la filosofía griega; la retórica.
Posicionando su pensamiento desde la indagación por Dios, sus
designios, y sus preceptos; y además en clara alusión a todo aquel
que pretendía detentar o seguir los caminos y la voluntad de Dios,
San Agustín dice:

Más ¿quién os invocará sin conoceros? Por que así se expondría a


invocar una cosa muy diferente de Vos, el que sin conoceros os
invocara y llamara. O decidme si es menester antes invocaros para
poder conoceros.
Más ¿cómo os han de invocar, sin haber antes creído en Vos? Y ¿cómo
han de creer, si no han tenido quien les predique y les dé
conocimiento de Vos? Pero también es cierto que alabarán al Señor
los que le buscan: porque los que le busquen, le hallarán; y luego que
le hallen, le alabarán.4

Bajo tales consideraciones cabe entender que la alabanza,


como cualquier otro discurso que se dirija a Dios, forma parte de un
uso o empleo del lenguaje que dista mucho de la persecución de la
belleza en la expresión. Pero para poder aclarar el sentido bajo el
discursivo que puede tener la alabanza o la confesión, el propio San
Agustín emprende una indagación sobre la esencia del lenguaje.
En un pasaje del capítulo VII del libro I declara que el lenguaje fue
“[…] el primer paso que di en la carrera peligrosa del trato y sociedad
humana, dependiendo siempre de la autoridad de mis padres y

4
San Agustín, op.cit. Libro I, § 1.
voluntad de mis mayores.”5 Tal opinión no sólo señala en la dirección
ya apuntada del vértice entre discurso-poder, sino que nos coloca
dentro del proceso de aprendizaje y empleo del lenguaje.

De los capítulos VII del Libro I en adelante, San Agustín narrará


sus desavenencias en el aprendizaje de las letras. En tal exposición
no sólo dejará entrever la raíz de su doctrina sobre el pecado, su
origen y su expiación, sino también nos permitirá contemplar el
sentido de algo así como la confesión y la necesidad de una
pedagogía sobre el ejercicio del saber expresar los deseos de la
voluntad. Y es que cuando Agustín entiende al pecado como una
inadecuación entre las apetencias del alma frente a las disposiciones
retóricas que permiten expresar al espíritu, de inmediato los
mandamientos del Señor se colocan como el modelo adecuado de
expresión de la voluntad, y por ende el modo de ser verdadero de la
moral que todo cristiano debe observar. No debemos dejar pasar por
alto que esto de facto involucra una confrontación de la ortodoxia
cristina frente a la Ius romana.
El problema al que en su infancia San Agustín se enfrentó fue justo la
disposición del lenguaje y su enseñanza dentro de las prácticas y
costumbres paganas. El papel positivo que podría tener la retórica
para salvaguardar del pecado, o en caso de incurrir o caer en él sería
la expiación mediante la confesión, un ejercicio de oración y profesión
de lo mal ejecutado.

¡Qué miseria y engaños, Dios y señor mío, comencé desde luego a


experimentar en la sociedad humana!, porque desde la tierna edad
de mi puericia me proponía y enseñaban que era recto y justo
obedecer a los que me aconsejaban que procurase lucir y florecer en
este siglo, aventajándome y sobresaliendo en el estudio de
aquellas artes y facultades parleras, que sirven para adquirir
reputación y honor entre los hombres, y las riquezas del mundo
vanas y falaces.6

5
Ibidem, Libro I, § 13.
6
Ibidem, § 14.
En tal camino debemos recordar que la educación romana era una
adecuación de la antigua Paideia griega, adaptada a las necesidades
no de una Polis, sino de un Imperio. De tal modo que San Agustín,
enfrentado a Homero o a Virgilio, nos dejó este testimonio donde
muestra todo su enojo, asco y fastidio frente a la grandeza de las
letras clásicas:

[…] pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones
poéticas, dijésemos en prosa algo que fuese semejante a lo que el
poeta hubiera dicho en verso. […] ¿era más que humo y aire todo
aquello?; ¿por ventura no había otra cosa mejor en que se
ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor,
vuestras alabanzas, de que están llenas vuestras santas Escrituras,
hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi corazón por el aire
de aquellas vanidades […]7

San Agustín también relata que en tanto el estaba más interesado en


juegos, poca atención dedicaba a su aprendizaje, ganándose en ello
el castigo por parte de sus mayores. El lamento sobre la calidad o
sentido “ideológico” que tal aprendizaje retórico y poético podría
tener, deviene en tanto tal paideia no simplemente constituía y había
constituido en los últimos siglos la formación de los ciudadanos
romanos. “Pero los juegos y diversiones de los que son ya hombres se
llaman quehaceres, negocios y ocupaciones; y los juegos y
entretenimientos de los muchachos son castigados de los mayores y
maestros como delitos […]”.8 A tal respecto señala despectivamente
y con tristeza el empleo de la oratoria en la política, así como de las
representaciones teatrales a las que asistían los mejores hombres
romanos, procurándose además el poder ellos mismos aprender y
practicar tales artes.
Es aquí donde podemos ver ya más claramente la confrontación entre
la ley romana y el ethos cristiano que trata de clarificar San Agustín.
No todo castigo es o implica un crimen real por el cual se ejecuta el
castigo. San Agustín ejecuta una trasvaloración del crimen romano en

7
Ibidem, § 27.
8
Ibidem, § 15.
tanto martirio, quedando por estipular un campo legal donde se
juzgue no en función del crimen y se suscribiendo en ello la ley
romana. Tal ámbito será la noción de pecado.
En la trasvaloración de la ley romana, y en la transposición del juego
de los niños con el trabajo, y las ocupaciones del hombre, ¿qué
inferencias podemos hacer sobre el estatuto del ciudadano romano
frente al sujeto cristiano de San Agustín? El niño ya no es un infante,
pero sí un ser pueril. ¿Qué significa para nosotros pueril? Sin
importancia, palabras intrascendentes, ¿de dónde procede el pecado,
el error y el yerro? ¿con respecto a qué se peca? ¿A la disposición o
disposiciones de Dios? ¿Quién o quienes son Dios?
Por ello mismo todo aquello que se haga con respecto a las
disposiciones de Dios, y aun así sea entendido como un crimen o
algo, una acción sujeta a castigo, no amerita ni conlleva la noción de
pecado, sino de martirio, pues antes bien se trata de un régimen o un
imperio de la palabra que aun no conoce o prefiere ignorar la palabra
de Dios.
En tal sentido, ¿qué son la retórica romana, el dispositivo pedagógico
que la reproduce, así como el sistema legal o derecho romano?
¿Frente a esto qué coloca San Agustín? ¿Quién es Cristo?

¿Hay por ventura, Señor, algún ánimo tan grande, y unido a Vos con
un amor tan fino y excelente, que se burle tanto de los trabajos por
vuestro amor? (porque la insensatez puede también hacerlo); ¿hay,
pues, algún hombre, vuelvo a decir, que en fuerza del amor y caridad
fervorosa con que os ama, esté tan grandemente apasionado de Vos,
que se burle de los potros, garfios de hierro, y de otros tormentos
semejantes? ¿hay, pues, alguno que los juzgue todos tan leves y de
tan poca consideración, que se burle tanto de lo que temen aquellas
penas y martirios como nuestros padres se reían y burlaban de los
tormentos con que los muchachos éramos afligidos de nuestros
maestros? Pues a la verdad, ni yo los temía menos que aquellos otros
pueden temer los tormentos inusitados, ni os suplicaban con menos
fervor que ellos, que me libraseis de semejantes castigos, no
obstante que yo los mereciese por mi negligencia en aprender,
haciendo menos de lo que me pedían y mandaban en cuanto a leer y
escribir. Porque a mí no me faltaba memoria ni ingenio, pues Vos,
Señor, me lo distéis muy suficiente para aquella edad; pero me
gustaba del juego, y por él me castigaban los que tenían el mismo
gusto y ejecutaban lo propio.9

9
Ibidem.h
Bibliografía

Fuentes

SAN AGUSTÍN, Confesiones, Madrid, Sarpe, 1983.

ARISTÓTELES, Metafísica, Trad. Hernan Zucchi, Buenos Aires, Editorial


Sudamericana, 2000.

La Biblia, Trad. Nacar-Colunga, Universidad de Salamanca, 1973.

Bibliografía de referencia

KOVALIOV, Sergei Ivanovich, Historia de Roma, trad. Marcelo Rayont, Buenos Aires,
Futuro, 1964.

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