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Carlos Rojas Samanez: La diosa luna

"El conocimiento es una forma de ascetismo"


Nietzsche, "El anticristo"

Confines de la ciudad de Chanchán: la fina garúa


corrompe la luz que difumina la silueta de un hombre
fuerte, joven, grandes manos cuadradas, manos de
gigante, un soldado; lo que hoy llamaríamos un
"comando", magníficamente entrenado para asesinar.
Un hombre de piel opaca que ha degollado niños y
ancianos, ha estado al borde de la muerte decenas
de veces y ha salvado su vida siempre
milagrosamente. Agazapado en la niebla y en el
follaje del bosque de algarrobos, bañado por la
luminosidad tristona y sucia del crepúsculo, con la
luna en cuarto menguante, el hombre espera una
señal. Es uno de los diez mil combatientes quechuas
que rodean chanchán para entrar cuando la
oscuridad sea densa y cerrada. Pronto en estas
calles correrán ríos de sangre.

En el interior de la ciudad. Otro hombre, al que


llamaremos T. , alto y delgado. Aquellas manos finas
de largos dedos huesudos delatan su oficio: es
artesano. Vive en un tiempo mitológico. Para sus
contemporáneos el tiempo histórico, el tiempo
existencial, es grosera imitación de otro tiempo, del
verdadero devenir ideal que nos antecede y espera,
ajeno a nuestras percepciones, a nuestros sentidos
cautivos del presente. Para el artesano estas son
creencias ridículas pero necesarias. La conquista del
desierto, la paz, la ciudad, el orden social, piensa él,
son posibles porque la casta gobernante ha
comprendido, por fin, que la ficción infantil, las
primitivas fábulas deben ser reemplazadas por la
confianza en la razón de estado como instrumento
para organizar el mundo.

T. es un burócrata, un funcionario estatal que


fabrica huacos en su taller ubicado en una callejuela
secundaria de la ciudadela de chiquipe, en Chanchán.
Vive en una pequeña fortaleza dentro de una gran
urbe preincaica. Es un hombre solitario, de hábitos
frugales. Su vida sentimental es desordenada y
promiscua pero en lo que a trabajo se refiere es
reconocido como un eficiente organizador.

Los demás no encuentran ruptura entre las


biografías de leyenda y lo cotidiano de sus propias
vidas. Un ejemplo: hoy por la mañana, pescó
durmiendo a uno de sus operarios, lo sacudió con
violencia y el tipo despertó sobresaltado, los ojos
fuera de las órbitas, el rostro granate, en su sueño
una nave de totora, enorme, avanza sin rumbo en un
mar majestuoso, avanza ardiendo, envuelta en
llamas, y él sabe que al apagarse el fuego la nave se
hundirá, y él morirá, aquel sueño luminoso es una
señal de los dioses. Fue inútil tratar de explicarle
que todo se debía a la conjunción desgraciada del
excesivo consumo de habas y una mala postura. El
artesano tuvo que resignarse a perder a uno de sus
mejores operarios, verlo partir hacia un destino de
sacrificios y autoflagelaciones sin cuento.

Y si decimos que T. "fabrica" los huacos, es porque


es así: los produce en serie, utilizando moldes. En el
período de auge del gran señorío, como parte de la
estrategia populista de la nobleza, los huacos se
hacían por millares para repartirlos, luego, al bajo
pueblo. Por la noche, padre e hijos se sentaban a
mirar huacos cada uno con su ración de canchita...
Estos huacos presentan la versión oficial de la
historia del señorío, maquillada y mitificada,
convertida en indiscutible verdad teológica, de
acuerdo a un interés político más bien simplón.

T. pertenece a una de las doscientas etnias que


existieron antes del incanato en el inmenso
territorio sudamericano que va desde cuenca en el
norte, hasta el desierto de atacama por el sur y la
ceja de selva por el este. Ahora trabaja unas piezas
que presentan la versión sureña del origen del
mundo. Aikan, la deidad femenina surge del agua
para crear "ex nihilo", de la nada, todas las cosas, el
cosmos y sus criaturas. El acto de creación de aikan
es resultado de violentos enfrentamientos con otros
dioses. Los ritmos del día y de la noche, los símbolos
del sol y del cielo, la tierra y sus frutos, las estrellas
y el mar, surgen a partir de una piedra tocada por la
aleta ambarina de la diosa. Esto ocurre en una
esfera independiente, en un plano ajeno al de los
demás dioses; si estos existen son, para T., en el
mejor de los casos, entes ociosos, inútiles, estériles;
producto de la mente enferma de hombres pequeños,
conceptos necesarios para el ritual, para llenar o
vaciar de contenido las vasijas ceremoniales, las
nociones y los temores del populacho sobre la
muerte y el origen de la vida. Los dioses que el
artesano dibuja en sus huacos son mentiras
indispensables, monstruos repugnantes.

A los quince años, gracias a sus talentos, T. fue


alejado de su familia. No se queja. Han transcurrido
treinta años, no sabe si su padre vive o no, si le
quedan hermanos, si se acuerdan o no de él. No sabe
si ha de regresar alguna vez, es poco probable. No
olvidemos que, por entonces, el traslado masivo de
personas, la migración compulsiva, de una región a
otra, obedeciendo a razones de estado, sociales,
políticas o económicas, es pan de cada día.

No es extraño, en esas condiciones, que nuestro


artesano se crea mercenario, como se sentiría hoy
un artista rebajado al "kitsh" publicitario por unas
cuantas monedas (por entonces, tuvo vigencia entre
las clases altas y los artesanos del señorío, una
moneda de metal con forma parecida a la hoja de un
árbol). Se aleja del horno de barro, aún no termina el
trabajo del día pero decide salir a tomar un poco de
aire y mirar al cielo. Sobre el suelo se alinean en
desorden las vasijas, las formas redondeadas, como
frutos de un árbol fantástico. Aquí, a los amplios
aposentos que le sirven como depósito y en los que
suele refugiarse, casi nunca trae cosas del trabajo.
Aquí trata de terminar sus diminutas obras de arte.
Esas que prefiere ocultar. Sin embargo la defección
del operario le ha obligado a terminar aquí, él mismo,
un pedido para la madre del gran señor de Chanchán.
Todos saben que la señora mamá es quien
verdaderamente manda en Chanchán.

Es temprano. Podría pasear por su huerto, entre los


guayabos, lúcumos, pacaes y grandes paltos que
esconden sus frutos en la neblina; o acercarse al río
y perderse entre carrizos, sauces, espadañas y
juncos que transforman el viento en un silbido
angustioso; pero la hierba mala y la salvajina lo han
invadido todo, han trepado desde las orillas del río
hasta su jardín y no podrá evitar sentirse culpable
por su descuido. Necesita ver gente.

Afuera reina un bullicio ensordecedor. Chanchán es,


en ese momento, la urbe más importante de américa.
El concepto moderno de ciudad difiere del que
aplicaban los súbditos del gran señorío. Al principio
cada cacique construyó su ciudadela, su fortaleza
rectangular completamente independiente del resto,
luego los reductos crecieron, se necesitaron
cementerios, rutas despejadas para el acceso,
acuerdos para la administración del agua, aceptar la
autoridad y esas cosas, y poco a poco el tránsito de
personas entre una y otra ciudadela se hizo fluido.
Sin embargo subsisten las altivas fortificaciones que
separan una ciudadela de la otra. La zona central,
donde se concentran las edificaciones más
importantes, ocupa una extensión de doscientas
veinte hectáreas en el centro de un valle extenso y
feraz.

El artesano, sentado sobre un peñasco al extremo de


una plazuela elevada, de piso empedrado, contempla
a la gente. Desde aquí puede ver otras dos
plazoletas en la pendiente, iguales a esta, como
grandes peldaños. Y muy cerca, ignorando los cielos
volcánicos y el universo que arde recreando el
señorío, el océano, el infinito, un grupo de jugadores,
cada uno en su turno, arroja pallares sobre pequeñas
vasijas de barro, la partida es interminable, ninguno
de los contendientes arriesga. Más allá, ese incendio
de rojos y azules, y el hombre piensa que este
atardecer tiene algo malsano o concupiscente, quizá
no tener a nadie con quien compartirlo, disfrutarlo a
solas, eso es lo deshonesto.

Para el soldado, Chanchán es un monstruo que late y


resopla, que tiene centros nerviosos pero no
corazón. Es el núcleo de una civilización decadente
que ellos van a transformar a partir de un solo golpe
de mano. Al soldado le han dicho que esta es una
gran aglomeración de gente degenerada, de
borrachos y enfermos, que no debe tener piedad,
que primero debe matar al hombre que ha de darle la
señal, al sujeto que va a traicionar a su propia
gente...
El artesano se pierde en los efluvios de la
muchedumbre, buscando alivio a su angustia. Su día
ha sido una batalla sin término, enfrentando
problemas y contrariedades una tras otra. Tiene que
actuar como un dictador para que su gente trabaje.
Él, que tanto ha criticado el autoritarismo. Pero es la
única forma. La indisciplina es parte de una cultura
ancestral que no se transforma con buenos deseos.
Es como el hábito de apoyar los pies sobre las
paredes hasta convertirlas en ruinas. Mañana, el
artesano deberá cerrar su taller, vestirse con sus
galas más ostentosas e ingresar a palacio sin saber
cuándo ni cómo saldrá. Es probable que sus enemigos
intenten una nueva intriga. Uno de los defectos de la
gran madre es esa debilidad suya para dar crédito a
murmuraciones. T. para conservar su cargo, siendo,
como es, un advenedizo, se ha visto obligado a entrar
al complejo sistema de reciprocidades que consiste
en asistir periódicamente a interminables parrandas,
en las cuales se intercambia chismes, regalos,
favores, condenas y privilegios, con el pretexto de
celebrar el aniversario de una batalla, los solsticios,
la aparición o desaparición de las pléyades o de la
teta del sapo andino; la siembra, la cosecha, el
cumpleaños de una sobrina del vecino de una tía del
primo del entenado del cacique de tambobamba,
cualquier pretexto sirve.

T. es un hombre maduro, y esto significa que ya


nadie se preocupa por él y él debe preocuparse por
todos. Él sigue contra la pared, tratando de dibujar
sobre el barro los perfiles de esa figura de blanco
que le persigue desde dentro y paradójicamente
queda siempre fuera de su alcance. Hasta hace algún
tiempo conservaba secretas esperanzas, en algún
momento se sintió cerca, creyó que si realmente
hacía el esfuerzo de renuncia, de dejar todo y partir
tras ella, la vería, pero ¿y si fracasa?

La esperanza permite engañarse pero después, con


el tiempo, se va convirtiendo en verdugo, va
mostrando su entraña, su crueldad. Si en el momento
adecuado hubiese renunciado a esta imagen por otra
más cercana... Ahora piensa que ha desperdiciado su
vida y odia toda esta cursilería a la que se reduce
una existencia en apariencia vital y robusta como la
suya.

Él no entiende por qué toda esa gente mediocre lo


odia, no sabe de dónde han salido tantos enemigos,
tantos sujetos que odian. Algunos de ellos han sido
discípulos suyos. Que hagan lo que quieran. Tal vez
se drogue. Trae su cucharilla de plata en una bolsa
de tejido basto que lleva a la espalda.

Un grupo de mujeres, espléndidos tocados y trajes


vistosos, atraviesa la plazoleta e ingresa a uno de los
palacios. Los ricos: gente que goza vistiendo de oro y
piedras preciosas; que gusta arrimarse a
chocarreros, músicos, bailarines y truhanes; gente
que se hace llevar cargada de un sitio a otro. Aunque
por la rama paterna, T. pertenece a esa jactanciosa
e indolente aristocracia sureña que se autoproclama
descendiente "de los dioses del remolino y del
viento" él no se siente cercano a "esos cerdos", él
cree ser una criatura racional y emancipada en un
mundo insensato, aunque la mayor parte de sus
hábitos y sus convicciones son los de esa nobleza que
dice despreciar.

Tal vez visite algún lugar de diversión pública y de


mujeres públicas. Puede que algo de música y un
fermentado lo suficientemente alcohólico ayuden.
Siempre es deprimente beber solo. Deprimirse y
beber hasta tocar el otro extremo y acabar
entonando viejas canciones guerreras que hablan de
amores negados y gentes sin destino.

Hay militares por todas partes. Lanzas, estólicas,


porras, rodelas, látigos, bastones, hachuelas de
cobre, hondas, grandes escudos, terroríficas
máscaras para impresionar al enemigo, huesos
humanos y calaveras colgadas como trofeo en todas
partes. El pueblo es muy aficionado a estas cosas. Él
no cree, como sí lo hace la mayor parte de sus
contemporáneos, que existe un "orden natural" en
las relaciones sociales. Pero se cuida mucho de no
discutir sobre el tema. Sin ideas como aquella sería
imposible mantener la estabilidad. O conseguir que
el pueblo se movilizara como un solo puño (iban
requintando pero iban) cuando era agredido por
etnias vecinas, la de los molestos chancas, por
ejemplo, unos salvajes. Hombres que en sus
borracheras cantan canciones obscenas con
calificativos subidos de tono sobre la "boquita
rosada" de la reina y esas cosas. O los pervertidos
tallanes, los chachapoyas, cañaris, lupacas, chinchas,
y tantos otros.

Se siente tentado de acercarse a la casa de un


colega que hace unas fiestas desquiciadas, todos
calatos con máscaras que representan animales
nocturnos. Se rinde homenaje a una deidad maligna,
que echa a andar la rueda de la fortuna, que
arrebata o devuelve la salud y el alma a las personas,
que bendice o maldice la tierra y sus frutos. Y no es
raro ver en esas fiestas cómo alguien se corta las
venas o secciona la yugular de un niño esclavo. No
todos, desde luego, están de acuerdo con estas
pachangas pero el estado las estimula antes que
combatirlas. Algunos de los sacerdotes de esta
secta están en palacio, se dice que el mismísimo gran
señor participó una vez disfrazado de pez espada.
Así que es mejor tener cuidado con ellos y no
desairarlos porque cuando se molestan estos chicos
se le da por convertirte en relleno para el pato
soasado que se sirve este domingo en la parrillada
ritual. En realidad estos comportamientos aparecen
con mayor fuerza en tiempos de guerra o
desesperación. Por ejemplo, la costumbre de sacar
los ojos a los cadáveres, de colocar las cabezas
cortadas en una ordenada hilera, o la de sacrificar
doncellas para untar con su sangre caliente la boca
de una efigie amenazante dibujada sobre el barro,
adquirieron gran popularidad cuando los huari se
rebelaron contra las autoridades del señorío. Estas
prácticas, en un momento dado, eran tan apreciadas
que la guerra en sí no parecía buscar otro objetivo
que la captura de prisioneros, de insumos para el
sacrificio. Rituales todos ellos que aplacaban la
inquietud popular y reforzaban su espíritu guerrero.
Pero hoy se vive una cierta tranquilidad. No es
necesario recurrir a esos extremos.

El soldado vigila tratando de memorizar la ubicación


de los edificios mientras la oscuridad progresa
lentamente, desde aquí se ve todo el lado sur y el
palacio real. Él imagina que en este momento las
balsas enfrentan la costa, cree oír el mar y su
distante estertor, el soldado observa desde lejos el
rostro de un sujeto que pasea entre girasoles, de
pronto se le acerca otro, se saludan y caminan
conversando mientras el soldado imagina su puñal
atravesando los delicados tejidos del cuello,
aprovechen, ya no les queda tiempo. Ahora se
despiden. El hombre, al quedar solo, ha arrojado al
suelo una corona de plumas. Es la señal.

El artesano decide visitar a H., sacerdote, uno de los


más brillantes teólogos del señorío. Lo encuentra
paseando por los jardines con una corona de plumas
en la mano; la ciudadela luce solitaria, desguarnecida.
De inmediato se enfrascan en una vieja discusión. El
tema es de capital importancia: T. defiende, por
conveniencia política, la generalizada creencia de una
vida después de esta. Dice creer en una nueva
existencia que se inicia con el hombre después de
muerto y se desarrolla exactamente a la inversa que
la presente, el montón de polvo se convierte en un
viejito y este se va haciendo cada vez más joven,
hasta que vuelve al principio fundamental y tal vez,
esto aún se discute, nace nuevamente en un futuro
menos penoso que este. La muerte es un viaje por
una comarca oscura, por la noche, pero la vida nunca
se extingue. Ese otro mundo invertido, bizarro, tiene
sus propias reglas. En él, el llanto es alegría, la
derecha, izquierda, y el avance, retroceso. Es por
eso que es importante colocar comida, bebida,
objetos preciosos en las tumbas. Es por eso que las
mujeres más bellas y los perros más fieles, son
sacrificados cuando muere su señor y enterrados
junto a él. Esas mujeres piden la gracia de seguir al
hombre amado en su viaje por la obscuridad.

H. no está de acuerdo. Se burla diciendo que si ese


mundo es exactamente al revés que aquí, el equilibrio
es el mismo y entonces es un lugar exactamente
igual a este y entonces cuál es la gracia de estarse
dando vueltas eternamente por el mismo sitio, mejor
sería morirse del todo. Si esa es la verdad mejor no
se la digamos a la gente porque son tan estúpidos
que pueden llegar a creérsela, eso es lo malo. Por eso
estamos como estamos. Él piensa,
independientemente de la polémica que en esos
momentos atraviesa la elite intelectual del señorío
sobre el estado marital de la divinidad, que la
discusión es otra. Esta divinidad, interesa un rábano
si es soltera o casada, reina sobre la luz y las
tinieblas pero se representa, figuradamente, como la
luna. Dueña de la fertilidad, destaca, desde pequeña,
entre centenares de diosas menores. Expulsada de la
luz, luego de una penosa y sacrificada marcha por los
reinos de la noche, personifica la vulnerabilidad, la
fragilidad del género humano ante las fuerzas de la
naturaleza. Más tarde se le representa como un
prostituta, como la estrella de la mañana, la lluvia, la
forjadora de las cosas y la forma o sustancia que
compone las cosas mismas. Al fin su figura acapara
tal cantidad de símbolos que esta variedad se
convierte en su símbolo distintivo: la luna como
representación de todas las representaciones, como
símbolo de todos los símbolos y de todos los seres.
Con ello se desprende de todo significado. Se
convierte en la idea en sí, vacía de contenido porque
los engloba a todos. - esto es así y se demuestra por
tratarse de una idea que surge espontáneamente en
la mente de los hombres, lo cual nos prueba su
carácter de evidencia, de postulado cierto sin
necesidad de demostración. Es una verdad anímica,
espiritual. Así como existe lo alto, existe lo bajo, lo
inferior y lo superior. Entonces ese ser superior, ya
que debe regir las cosas, no puede, al mismo tiempo,
ser parte de ellas, no puede, por tanto, tener cuerpo
ni consistencia, y si no tiene consistencia, no tiene
ser. Es lo único que explica que no haya necesitado
ser creado para existir. Es y no es. Es esa la
naturaleza intrínseca del ser, ser en el no ser, eso
explica también porqué el vivir se compone de esas
cotidianas pequeñas y grandes muertes.

Perdón, ¿puede usted repetir eso último? T. a ratos


pierde el paso a los razonamientos de su amigo, algo
le dice que en ellos, la posibilidad de una "zona dark",
de vida después de la muerte, parece tambalearse un
tanto. El artesano, piensa, como siempre, en la
importancia social de la religión, en la conveniencia
de ciertas creencias para la cohesión social, sin
embargo, escucha con respetuoso interés las
elucubraciones de su amigo. Hombres como aquellos
idearon (haciendo alarde de maestría en el manejo
de los principios de la hidráulica) el complejo
sistema de canales que permitió irrigar los valles de
la costa norte del perú y arrebatar al desierto una
inmensa superficie cultivable.

Desde hace doscientos años estamos peleando


contra el desierto, contra nuestros vecinos, contra
el caos y la miseria, ¿crees que a alguien que tenga
dos dedos de frente le pueda gustar que ahora, que
tenemos paz y hay progreso, vengan tipos como tú a
sembrar la duda? Deberías ser fiel a la tradición
religiosa, a nuestros dioses consagrados por la fe
popular.

La respuesta del sacerdote, dicen, vino, más o


menos, en los siguientes términos:

- A ti te conozco desde hace veinte años, tú tampoco


dices en palacio lo que realmente estás pensando.
Por ejemplo que los dioses son conceptos surgidos de
la mente de la diosa y que esos conceptos sólo sirven
para simbolizar las formas de las cosas pero no
pueden darnos a conocer lo que las cosas son en sí.
La idea de una diosa que crea las cosas con sólo
nombrarlas no deja de tener algo de poesía. De
todos modos yo te diría que te cuides...

- Yo te diría lo mismo, tú tienes más enemigos que


yo. - Yo conozco el secreto de la luna, quizá por eso
es que no me matan todavía. Aún me temen...
- Yo -dice el artesano- prefiero confiar en la razón.
- Tal vez ya hemos tenido demasiada razón,
demasiado progreso y demasiada paz.

Personas como el artesano suponen que creer con


firmeza y sentirse propietario de la verdad es
suficiente para perpetuar una doctrina. Pero
aparecen otras personas animadas por la misma
convicción pero con mayor vehemencia. Vendrán los
quechuas, los españoles y si bien su cultura (el
idioma, la forma de vestir y de sentir) resistió
durante un largo proceso de dominación, a fines del
siglo pasado el gran señorío era apenas una
curiosidad arqueológica.

Súbitamente abatido, el artesano se dice que


finalmente aquellas son discusiones inútiles entre
dos sujetos que se han quedado solos
prematuramente por culpa de su propia e
irremediable estupidez y contempla un rato el cielo
estrellado. La metrópoli dormita anhelante, el mar
brama como pidiendo algo, y él siente, sin motivo, la
necesidad de hablar con alguien, de explicarle a
alguien la secreta poesía de la luz de las estrellas
reflejada en los charcos de la calle.
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=== Antecedentes biográficos
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===
Nacido en Arequipa, Perú, G. Rojas es periodista; ha
trabajado en diversos medios peruanos, desde
revistas como "Caretas" hasta cadenas televisivas
como canal 9 y canal 5, ha dirigido programas y
editando secciones diversas, ha sido profesor
universitario durante cinco años, ha publicado tres
libros ("Imágenes del norte", "Ecología y desarrollo
sustentable" y "Tecnología de la ilusión").

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