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Flavia Fiorucci

Reflexiones sobre la gestión cultural bajo el Peronismo


[10/02/2008]

La imagen asociada con el nacimiento del peronismo, la de las masas avanzando hacia
la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945, le dio a este movimiento político una
identidad “plebeya” y “antiintelectual” que lo acompaña desde entonces. La
intelectualidad vernácula reaccionó en su mayoría con una mezcla de horror y estupor a
lo que se les aparecía como la reivindicación de la barbarie y como la confirmación de
la amenaza más temida: la instauración del fascismo en el país. Los años posteriores, los
de Perón presidente, no recibieron tampoco una pintura más auspiciosa. Diagnósticos
contemporáneos hablaban de la “indigencia espiritual”. De un país que – como afirmaba
el escritor Héctor Murena en la revista Sur en 1950 - “toda actividad cultural [resultaba]
… un equívoco … un tenue vapor del invernadero que un viento helado [dispersaba] en
pocos segundos.”1. Estas descripciones se sumaban a la quejas por un nacionalismo
exacerbado, un “patrioterismo” que trazaba una estética estatal definida por el “color
local”.2 No obstante, este gobierno que en la visión de sus detractores censuraba y
desdeñaba a sus elites cultivadas, llevó adelante un conjunto de transformaciones en el
terreno de la administración cultural. Es en esos años cuando el estado incorporó una
serie de dependencias para coordinar la administración de la cultura creando la
Subsecretaría de Cultura luego Dirección de Cultura e incrementó notablemente el gasto
público en cultura. Fundó además un organismo – la Junta Nacional de Intelectuales –
tendiente a organizar y patrocinar las actividades de la intelectualidad. Es decir, el
gobierno expandió su esfera de acción hacia ámbitos que atañían a la vida intelectual y
cultural tanto en su dimensión más simbólica como material. ¿Cómo leer estas
iniciativas a la luz del vehemente rechazo que el peronismo suscitó en la
intelectualidad? ¿Pueden ser unilateralmente interpretadas como la prueba de los ánimos
censuradores del régimen? ¿Existía, en lo ideológico, tal hiato entre la política oficial y
el campo intelectual? ¿Se mantuvo la política cultural inamovible a lo largo de todo el
periodo? A través de una breve lectura del derrotero institucional de la administración
cultural bajo el peronismo este capítulo se propone acercar algunas reflexiones sobre la
gestión cultural del peronismo y sobre las reacciones que ésta última suscitó en la
intelectualidad local.3 La intención es observar las luchas que se tejieron alrededor de
una institución que era fundada con la manifiesta intención de adjudicarse el monopolio
de la definición de la política cultural a nivel nacional dado que en este proyecto de
transformación burocrática se dirimieron posiciones y debates cruciales a la hora de
delimitar las relaciones entre el estado y el campo intelectual.4

La gestión cultural en los inicios del Peronismo: Instituciones y proyectos

2 La pertinencia del patronazgo estatal de la cultura ha generado, allí donde el tema ha


sido planteado, numerosos conflictos porque se temía que la cultura quedara subsumida
a una lógica político-instrumental. No obstante, el patronazgo y la coordinación estatal
de la cultura crecieron en paralelo con el surgimiento de los estados benefactores. La
intervención estatal ofrece ventajas financieras y de recursos; permite además poner
potencialmente en marcha un proyecto cultural capaz de representar la “nación” y no
tan sólo a una clase social, como sucede con las iniciativas asociadas a la filantropía de
las clases altas.5 El estado por su parte, tiene interés en avanzar sobre el área porque la
cultura puede constituir una herramienta de cohesión, inclusión y control social. En el
caso de Argentina, fue durante la década del treinta cuando surgieron las primeras
instituciones que testimoniaban la voluntad oficial de sistematizar el patronazgo y
centralizar la política cultural, sobre todo en lo concerniente a la denominada “alta
cultura”, en instancias burocráticas específicas. Creaciones que se insertaban en el telón
de fondo de un estado cuya estructura burocrática se ampliaba, y en un contexto donde
éste último había asumido un rol regulador.6 En 1931, bajo el gobierno de José F.
Uriburu, fue fundada por decreto del poder ejecutivo la Academia Argentina de Letras
cuya misión principal era velar “la pureza del idioma español”, “otorgar a los escritores
la significación social que les correspondía” e “infundir en el pueblo la noción de la
importancia de la literatura.”7 La creación de la Academia mostraba cierto equilibrio
entre el respeto por la autonomía del campo intelectual y la voluntad intervencionista:
pese a que una fracción de los académicos eran nombrados por el estado, a partir de allí
la Academia estaba habilitada para funcionar independientemente, redactaba su propio
reglamento y elegía sus autoridades. Se le adjudicaba discrecionalidad para decidir
sobre los premios literarios instituidos por el gobierno y sobre las cuestiones
relacionadas con el lenguaje. Sin embargo, la creación de la Academia generó los
primeros resquemores de algunas figuras intelectuales que no veían con agrado un
proyecto al que leían como el avance de la política sobre el mundo literario. Algunos de
los académicos escogidos renunciaron antes de asumir el cargo como el caso de Alberto
Gerchunoff o Ricardo Rojas. En 1933 se instituyó junto con la reforma de la ley de
propiedad intelectual (ley 11.723) un importante programa de subsidios estatales para la
creación artística e intelectual y se estableció la Comisión Nacional de Cultura cuyo fin
era fomentar el cultivo de las letras y las artes en el país. En esta participaban
representantes de la cultura y figuras de la política. Tan sólo un año después el estado
auspició la fundación de la Comisión Argentina de Cooperación Intelectual y la
Academia Nacional de Bellas Artes.8

3 En el caso del peronismo, la primera invención en la materia fue importante. Se


separó en febrero de 1948 el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública creando
primero la Secretaria de Educación de la Nación y el Ministerio de Educación un año
después.9 Según el decreto los temas relacionados con la educación y la cultura habían
alcanzado un grado de complejidad e importancia que se hacía necesaria la formación
de un despacho especial para su gestión.10 Esta reforma era acompañado de otro
cambio substancial: la fundación de la Subsecretaría de Cultura. La creación de esta
agencia tenía una justificación doble. Por un lado se explicaba porque en “el plan de
gobierno figura[ba] entre sus capítulos esenciales el fomento de la cultura y el
fortalecimiento de sus instituciones representativas” y por el otro porque el nuevo
régimen quería dar “su propia orientación” a la cultura, “fijar [sus] objetivos y controlar
[su] ejecución”11. La Subsecretaría proyectaba orientar sus iniciativas a dos audiencias
diversas: “los productores y los consumidores de cultura” intentando además corregir
asimetrías regionales entre el interior y Buenos Aires, tanto en relación a la creación
como al consumo cultural. Si bien la nueva dependencia cultural se asentaba sobre el
andamiaje institucional creado en la década del treinta la misma introducía dos objetivos
innovadores: la democratización y el acento en la federalización del consumo
cultural.12 El aumento de las partidas presupuestarias para el área puede leerse como un
signo del “compromiso” político del régimen con la empresa. Estas se triplicaron,
pasando de 1.355.500 pesos a 3.817.000 pesos.13 El gobierno nombró al historiador
Antonio P. Castro al frente de esta institución. Castro había sido director del Palacio
San José en Entre Ríos y cuando fue designado subsecretario ostentaba el cargo de
director del Museo Sarmiento y presidente de la Comisión de Cultura.

4 ¿Cómo reaccionó la intelectualidad local ante estas nuevas creaciones burocráticas?


La instauración en mayo de 1948 de la Junta Nacional de Intelectuales, el primer
experimento de la Subsecretaría de Cultura, dejó al descubierto las tensiones que las
iniciativas del peronismo generaban entre los literatos locales. La idea de la Junta estaba
inspirada en el pedido de algunos intelectuales, no todos peronistas.14 Oportunamente,
varios intelectuales habían reclamado a Perón por la precariedad de la situación
económica del sector y éste había respondido con el proyecto de la Subsecretaría y de
la Junta que debía actuar bajo esfera de la primera. La Junta asumía como misión
expresa extender los beneficios de la reforma social peronista al sector de los
“trabajadores intelectuales”. Debía paliar la “situación de injusta pobreza” en que la
clase intelectual desarrollaba su tarea, “rayana a menudo –según el decreto- en la
indigencia”.15 El documento que reglamentaba la constitución de la Junta establecía
que la organización “promovería la investigación y la creación literaria, artística,
científica y técnica y … velaría por todas las manifestaciones de la cultura y su
difusión”. Si bien la normativa estipulaba que “ninguna iniciativa del gobierno, bajo
pretexto alguno, ha[bría] de interferir [con] el ejercicio de la libertad del trabajador
intelectual”, las reacciones que la creación de esta organización suscitó en el campo
intelectual dejaron al descubierto las sospechas que generaba entre los literatos locales
las intervenciones del peronismo en el área cultural.

5 El gobierno, viendo que la creación de la Junta podía constituirse en una oportunidad


para cooptar a un sector que en su gran mayoría le era hostil convocó a la
intelectualidad en su conjunto a participar en la fundación de dicha organización. En un
Teatro Cervantes repleto, se desarrolló la sesión en donde se debía votar la
conformación de este nuevo órgano que prometía institucionalizar la voz de los
intelectuales dentro de la burocracia estatal. Si bien la lista de miembros propuesta por
el gobierno para conformar la controvertida Junta reunía a acólitos y detractores,
contando con intelectuales abiertamente peronistas como Gustavo Martínez Zuviría o
Delfina Bunge y antiperonistas como Carlos Alberto Erro o Eduardo Gonzáles Lanuza,
la discordia fue la nota de la reunión. El antiperonismo decidió oponerse un proyecto
que no era otra cosa para ellos que un intento del gobierno de controlar la cultura y se
rehusó a conformar la institución. Sin siquiera escuchar aún los últimos fundamentos
del proyecto, declaró desde los diarios en un comunicado firmado por la Sociedad
Argentina de Escritores:

No habiéndose precisado las directivas del mencionado organismo, se anticipan a


manifestar categóricamente que la cultura no puede ser dirigida; que en su libertad cada
vez más dilatada y segura tiene su fundamento, que es inherente a la discusión de este
grave problema la reposición de los intelectuales separados de sus cargos u obligados a
renunciar; el restablecimiento integral de la libertad de prensa, el levantamiento de la
censura radiofónica, cinematográfica y teatral y la suspensión de las limitaciones que
afectan al derecho de reunión.16
6 El rechazo revelaba la defensa de la autonomía del campo intelectual frente a un
estado que ya había dado signos elocuentes de su afán expansionista. La creación de la
Junta – y conjuntamente la de la Subsecretaría – ponía sobre el tapete un debate
profundo y constitutivo a la formación del campo intelectual que ya había aparecido en
los años treinta. Sin embargo es plausible pensar que la resistencia de los antiperonistas
a este proyecto no implicaba una posición doctrinaria en contra del avance del estado
sobre la cultura. Si recordamos que la Sociedad Argentina de Escritores, donde
participaban la gran mayoría de los literatos locales, tenía hasta fines de 1947 un
representante en la Comisión Nacional de Cultura, es factible pensar que la
intransigencia de los intelectuales a la Junta y a la Subsecretaría tenía más que ver con
un cuestionamiento concreto al estado peronista, al elenco de funcionarios escogidos y
no a la conveniencia misma de una política cultural o del patronazgo estatal. Finalmente
los temores de los antiperonistas no se cumplieron: la Junta no fue un instrumento
regulador porque ésta enseguida perdió ímpetus hasta ser cerrada por un decreto en
1953.17

7 ¿En que medida las lecturas de los intelectuales sobre los ánimos de la gestión cultural
eran acertados? ¿Buscaba tan sólo el gobierno centralizar e intervenir con un proyecto
como el de la Junta? ¿Lograr la domesticación de un sector que le era hostil? Si bien no
es posible descifrar los fines ocultos del gobierno sí podemos rastrear las causas que
explican la negativa reacción de los intelectuales locales. Los recelos de la
intelectualidad antiperonista frente al nuevo proyecto tenían concretos fundamentos en
la realidad: la exoneración de sus cargos de un número importante de profesores
universitarios hablaba por sí solo de los impulsos censuradores del régimen. A esto se
sumaban los efectos de la politización que se había dado en el campo intelectual desde
los años treinta donde el antifascismo era dominante. Desde dicha postura iniciativas
como las de la Junta resultaban sospechosas. El gobierno, por su parte, actuó con
torpeza si buscaba vencer las resistencias de la intelectualidad. La selección de nombres
desconocidos para conformar la nueva dependencia, sobre todo incapaces de lograr
apoyos alimentó un conflicto típico del campo: el de los reconocidos y las figuras
menores. Tal como advierte Pierre Bourdieu, el campo intelectual tiene sus dominados y
dominantes, constituye un campo de fuerzas y de luchas que buscan conservar o
transformar jerarquías internas. En 1948 ya hacía varios años que el campo cultural
argentino operaba con cierta autonomía. Contaba con espacios de sociabilidad
específica y había logrando la imposición de criterios de distribución de prestigio
internos, aún en aquellos ámbitos donde su labor se realizaba en conjunción con la del
estado.18 Aún cuando el peronismo no se propuso en ningún momento una completa
renovación de los círculos intelectuales sí permitió a muchos personajes de trayectorias
deslucidas, figuras del interior poco reconocidas a nivel nacional, la posibilidad de una
mayor visibilidad integrándolos a instituciones estatales o haciéndolos acreedores de
galardones que difícilmente sus pares les hubieran concedido. El caso de Castro no
escapaba a la denuncia de Rojas: director de un museo en la provincia de Entre Ríos dos
años después dirigía la dependencia estatal encargada de definir la política cultural
nacional.

8 Como se mencionó, a la hora de crearse, la Subsecretaría había dispuesto que su labor


debía orientarse a dos audiencias, los productores de cultura y a sus consumidores Si la
Junta fue el proyecto “estrella”, aunque fracasado, destinado a este primer público,
varias fueron las políticas que la Subsecretaría intentó para el segundo de los grupos.
Con un afán primordialmente distributivo, no exento de preocupaciones “civilizadoras”,
la Subsecretaría abocó desde un principio sus esfuerzos a hacer posible el consumo de
alta cultura a la mayor cantidad de público. A tan solos días de ser inaugurada dispuso
la consecución de un “plan integral de política cultural”, el que debía ser diseñado por la
Comisión de Cultura.19 Varias y con suerte dispares fueron las actividades del gobierno
programadas por este plan. Entre ellas cabe recalcar por ejemplo la del Tren Cultural:
una especie de centro cultural itinerante que tenía como misión recorrer el país llevando
“la cultura” a las poblaciones alejadas. Este debía trasladar al interior conjuntos teatrales
y artísticos, orquestas, exposiciones pictóricas, escritores y libros. Paralelamente a este
proyecto se sumaban otras políticas que tenían el mismo “afán democratizador” que se
le quería dar a la nueva agencia estatal. Se organizó un programa de conferencias y
audiciones radiales, un programa de teatro para niños de los hogares obreros, se creó
una Orquesta de Música Popular. La Comisión de Bibliotecas Populares dependiente de
la Subsecretaria acusó un dinamismo extraordinario, entre cosas porque se aumentaron
sus partidas en forma notable (de 1.309.935 pesos en 1946 pasó a tener 3.578.865 en
1946). El ciclo cerró con mas 1600 bibliotecas subvencionadas y congregando a
5.535.521 lectores según estadísticas del año 1954. En julio de 1949 se ordenó la
institución de un Gran Certamen Nacional de Teatro Vocacional, el cual se inspiraba en
el intento de fomentar la labor de los grupos teatrales en el interior del país, “raramente
visitados por compañías teatrales”, atentos además a que “tales cuadros constituyen
núcleos experimentales de los que surgirán nuevas personalidades para incorporarse a la
escena nacional”. La resolución que disponía la creación de este concurso estipulaba
además que “el apoyo a dichas manifestaciones artísticas [las vocacionales] ocupa[ban]
un lugar de preferencia dentro de las actividades planificadas por esta subsecretaría”.20
El estado no imponía un “contenido rector” de “una” política cultural – como sucedía
con la idea de un tren que desde el centro se dirigía a la periferia - sino que fomentaba
un espacio por donde discurría la espontaneidad creativa del pueblo.21 No obstante
sería erróneo pensar que el contenido de cultura que se promovía delineaba una estética
estatal centrada en el color local y en lo popular. Si ciertas iniciativas podrían abonar
dichas tesis: la fundación del Instituto del Folklore, o la creación de la Orquesta de
Música Popular, otras la desmentían, como la Orquesta Sinfónica. El famoso decreto
que dictaminó que la obligatoriedad de pasar el 50% de música nacional en las salas de
espectáculos estaba basado en consideraciones económicas (proteger a la corporación de
músicos e intérpretes) y sólo secundariamente apelaba a motivos nacionalistas.22 Por
otro lado, la misma Orquesta de Música Popular, definía lo popular como toda música
consumida por el pueblo, aún la extranjera.23 La apelación a la tradición (cuando se
hacía) no era un elemento novedoso. Como sostiene Alejandro Cattaruzza, la
apropiación estatal del gaucho y la consecuente reivindicación de las prácticas
culturales folclóricas, la identificación de dicha figura como esencia de la identidad
nacional, precedía al peronismo.24 Además, el estado seguía abonando la idea de existía
una cultura superior que era la que debía llevarse del centro a la periferia. Cuando
Castro asumió citó las palabras de Perón: “la vulgarización de nuestra cultura deber
servir como elemento espiritual para captar a las masas de emigrados, facilitando por
esa vía generosa la absorción”. Es inherente al objetivo de la democratización cultural la
jerarquización. Dicho propósito se basa en la visión de que hay una cultura legítima, lo
que se busca es diseminar su acceso. En consecuencia el pueblo aparece como un sujeto
a ser renovado donde las prácticas de la cultura popular no tienen valor artístico o
estético.

9 La creación por parte del Ministerio de Educación de las denominadas “Misiones


Monotécnicas” (1947), que tenían entre otros el rol manifiesto de “irradiar cultura” a las
comunidades rurales nos ofrece un ejemplo acabado de cuál era finalmente la visión del
gobierno del grado de desarrollo cultural del pueblo.25 El estado proyectaba lo popular
como una esfera de actividad creativa pero no un espacio – tal como era postulado por
el romanticismo – de “una autenticidad o verdad que no se hallaría en otra parte”.26
“Hasta en el pueblo más lejano” llegaba ahora el arte, proclamaba la revista Mundo
Peronista. “Hasta donde jamás llegó un signo de la cultura metropolitana” llegaba un
concertista, que en el relato de la revista, provocaba una reacción nueva y desconocida
para una familia que vivía en el monte.27 Cuando Perón decía que la “cultura si no es
popular no es cultura”, no proponía un rescate sin cortapisas de las tradiciones
populares, se refería en forma expresa a la necesidad de “borrar tantas décadas de olvido
… y capacitar a las masas para que se ilustraran en todo lo posible, poner a su alcance
los medios más comunes y elementales de estudio … y lograr por ese medio su
elevación cultural”. 28 La misma estructura burocrática de la Subsecretaría de Cultura
centralizada en la Capital Federal respondía a una implícita jerarquía entre la cultura
urbana (“metropolitana”) y la del interior. Subrayaba la distancia entre un “mundo” (el
de la ciudad) que podía “irradiar cultura” – utilizando el lenguaje del régimen – y uno
que podía recibirla. El peronismo abrevaba en un tópico clásico de las elites letradas
latinoamericanos que en Argentina había tenido su elaboración más acabada en
Sarmiento: la ciudad como foco civilizador.29 A la hora de interpretar el énfasis al
apoyo de las vocaciones no debe descartarse una estrategia de recambio: el estado busca
crear sus propios cuadros artísticos.30 Dicha política no desafiaba las jerarquías
culturales sino que intentaba reproducirlas; en consecuencia, las reforzaba.

La intervención estatal: censura y cooptación después de 1949

10 En 1949, la reforma constitucional, incorporó a la carta magna un artículo que


estipulaba expresamente la responsabilidad estatal en “la protección y fomento” de las
ciencias y las artes. Dicho artículo establecía además criterios para determinar aquello
que constituía el patrimonio cultural de la nación incluyendo en éste todas “las riquezas
artísticas e históricas” y dictaminaba que éstas quedarían sujetas a la “tutela del estado”.
La Constitución imponía por lo tanto la necesidad de elaborar un aparato legislativo que
pudiera reglamentar las nuevas disposiciones y es de esperar que la Subsecretaría
estuviera llamada a jugar un rol importante en la consecución de esta labor. Sin
embargo en julio de 1950, con el ingreso del nuevo ministro de Educación (Armando
Méndez de San Martín) se transformó a la Subsecretaría en una Dirección Nacional de
Cultura. Castró, quien consiguió quedar como presidente de la Comisión de Cultura, fue
reemplazado por un joven poeta vinculado al catolicismo: José Castiñeira de Dios. El
cambio de nomenclatura, significaba que se bajaba el rango de la agencia al pasar de
una Subsecretaría dependiente directamente del Ministro de Educación a una dirección
y además se recortaba un 1/3 las partidas presupuestarias.

11 La nueva agencia sugería la aceptación de un fracaso: el del proyecto de la


Subsecretaría y sobretodo de aquel que proponía incluir a la intelectualidad en su
conjunto en la elaboración de una política estatal, lo que fue aceptado por el estado
cuando disolvió la Junta de Intelectuales (1953). El recorte también se hizo evidente en
la disolución de la Comisión Nacional de Folclore que había sido abierta por la
Subsecretaría de Cultura en 1948. Por otro lado, el hecho de que a pesar de ser creada
en 1950, el funcionamiento de la Dirección de Cultura no se reglamentó hasta 1954,
revela la poca importancia que se le asignaba a la nueva burocracia que siguió
funcionando casi por inercia. De esta forma, la Dirección de Cultura sólo
esporádicamente se ocupó de las nuevas exigencias establecidas por la Constitución
proclamada en 1949. Esta retomó las iniciativas culturales que se había originado en los
años anteriores pero con un presupuesto y un entusiasmo más modesto. Religiosamente
continuo organizando el Certamen de Teatro Vocacional, transformó el proyecto del
Tren Cultural en más humildes fiestas provinciales de cultura e instituyó nuevos
certámenes como el Salón Nacional de Estudiantes de Artes Plásticas siguiendo esa idea
que aparecía tan cara al peronismo como la que era fomentar las vocaciones. Subsidió
también algunos proyectos populares distribuyendo subsidios aislados como por
ejemplo el que le dio en 1951 al Museo de Bellas Artes de la Boca.

12 En cuanto a los denominados “productores de cultura”, pese al ruidoso fracaso que la


Subsecretaría de Cultura había tenido en convocar a la intelectualidad en su conjunto, el
estado no abandonó completamente sus intentos por intervenir en el campo intelectual.
Esto se puede observar tanto en los esfuerzos por promover los premios de la Comisión
Nacional de Cultura como en el decreto que reglamentó el funcionamiento de las
academias nacionales. Estas dos tentativas por intervenir en el campo intelectual
hablaban de la coexistencia de estrategias estatales incompatibles con respecto a las
clases letradas: la cooptación en el caso de los premios y la mera subordinación y
censura en el caso de las academias. En 1951, a pesar que las partidas para cultura
habían sido reducidas, el gobierno aumentó el monto recibido por el premio de la
Comisión Nacional de Cultura de 15.000 a 40.000 pesos. Instauró además 12 nuevos
premios nacionales a investigaciones académicas y textos literarios, e instituyó una
serie de premios regionales. Junto con esto inició un programa de becas para
intelectuales americanos para que concurran a la Argentina a estudiar e investigar. Sin
embargos, los esfuerzos fueron vanos. Para ser escogido como ganador de los premios
de la Comisión había que inscribirse. En 1955 el estado volvió a aumentar los premios
nacionales a 60.000 pesos y cambió el reglamento que regía la asignación de los
galardones porque en muchos de ellos no habido ninguna presentación. Se derogó la
obligatoriedad de la publicación oficial del trabajado ganador. El estado aceptaba
tácitamente su escasa legitimidad para distribuir prestigio en el campo intelectual:
estimaba que sólo exentos del deber de publicar en la editorial oficial los intelectuales se
presentarían al concurso.31 Era cierto que ya desde los primeros días del peronismo los
premios oficiales habían perdido valor luego que el gobierno le quitó el Primer Premio
de la Comisión de Cultura a Ricardo Rojas y se lo otorgó a un escritor revisionista con
escasas credenciales motivando un escandaloso episodio.32 Sin embargo, la
indiferencia a la importante recompensa económica estipulada debe relacionarse con
otras políticas que se desplegaban en paralelo. El conflicto que se inició a fines de 1950
por la legislación que pretendía regular el funcionamiento de las Academias Nacionales
explicaba en gran medida la apatía, no exenta de temor y desconfianza, con que los
intelectuales reaccionaron a la modificación en los premios.

13 En septiembre de 1950, el Congreso de la Nación promulgó una ley que establecía el


objetivo de las Academias y estipulaba que el Poder Ejecutivo debía reglamentar su
funcionamiento.33 El proyecto fue materia de una acalorada discusión entre los
legisladores. Los diputados peronistas lo defendieron invocando los clásicos reproches a
una intelectualidad que acusaban de antipopular y antinacional.34 Recién en 1952 el
Poder Ejecutivo sancionó el decreto respectivo. El mismo, justificado en que el
gobierno nacional debía ser el “rector y el organizador de toda actividad que interese al
patrimonio social, tanto en el terreno cultural como en el científico”, centralizaba la
fiscalización de la labor de las Academias a un órgano recientemente creado (el Consejo
Académico Nacional). El nuevo reglamento establecía entre otros requisitos que la
designación de los académicos de número debía ser aprobada por el Poder Ejecutivo y
que los miembros de más de sesenta años debían retirarse.35 En el caso de las
academias privadas el gobierno se erigía con la potestad para crearlas, intervenirlas o
negarles personería jurídica. El requerimiento de lo sesenta años implicaba el virtual
vaciamiento de las academias. Por ejemplo, de los 21 académicos de la Academia de
Letras, tan sólo uno – el poeta Francisco Luis Bernárdez – era menor. En lugar de
reestrucutar estas entidades culturales la normativa provocó renuncias masivas. En las
dimisiones que fueron reproducidos en la prensa se acusaba al gobierno de avasallar “el
derecho de asociación, la libertad de pensamiento y de expresión”.36 El nuevo
reglamento no logró por lo tanto poner en práctica lo que parecía ser su objetivo
explicito: una estrategia de recambio resultando por el contrario en la virtual parálisis de
dichas asociaciones. Esto revela el poder – aunque relativo – de la intelectualidad
antiperonista frente al estado ya que ésta última fue capaz de desarticular uno a uno los
distintos proyectos estatales que intentaron regular la vida intelectual.

14 Cuando no se había disipado el conflictivo clima provocado por el decreto referente


a las Academias el gobierno presentó el II Plan Quinquenal. Este rescataba el artículo
constitucional que postulaba la responsabilidad estatal en la promoción de las artes y las
letras. A pesar de esto, a partir de 1952, la gestión de la nueva burocracia estatal
languideció por completo y el estado paso a convertirse en un verdadero desorganizador
del mundo letrado mostrando sus aristas más censuradoras. Varias instituciones de la
cultura local tales como la Sociedad Argentina De Escritores, el Museo Social o el
Colegio Libre de Estudios Superiores experimentaron a partir de 1952 diversos
episodios de censura.37 Señal de cambio en la política cultural con respecto a la
denominada “alta cultura” fue la asunción en octubre de dicho año de un nuevo Director
de Cultura: el Sr. Raúl de Oromi quien se había desempeñado hasta entonces en el
cargo de Subsecretario de Informaciones de la Presidencia de la Nación, secundando en
su tarea a Raúl Alejandro Apold. Este último había sido el encargado de llevar adelante
la política de propaganda del régimen, siendo el responsable de la progresiva
peronización del imaginario público, sobretodo a partir de 1950.38

15 Hubo en 1954 un último intento por vigorizar la Dirección de Cultura al regularse su


funcionamiento. En dicho reglamento se apelaba a reforzar el contacto con las distintas
agencias que conformaban la Dirección de Cultura y se volvían a reformular sus
objetivos. Esta vez, el pueblo era el único sujeto de las políticas a desarrollarse. Al
estipular como función de la Dirección: “despertar, elevar el sentido estético del pueblo,
con el fin de crear un ambiente de buen gusto que permita el nacimiento de las
vocaciones” quedaba claro que no estaba en el horizonte la revaloración sin reservas de
la cultura popular. Pero fue la inestabilidad institucional la nota distintiva de la gestión
en los últimos meses. Luego del intento de repuntar la gestión cultural, Oromí fue
reemplazado por otra figura que dificultosamente lograría simpatías en el mundo
letrado: el profesor Enrique Catani, director de la Escuela superior de Bellas Artes de
Eva Perón, titular de la cátedra de literatura argentina en la Facultad de Humanidades de
la UBA de la cual también era vicedecano. Casi es redundante en este caso afirmar que
los recurrentes cambios de personal implican la imposibilidad de institucionalizar
objetivos y reglas de juego, o lo que es lo mismo, implican serias trabas a la
consecución de un proyecto. Catani prometió, como todos sus antecesores en el puesto,
planes refundacionales. Una vez más – aunque por razones distintas – los tiempos de la
política serían igual de implacables. La Revolución Libertadora abortaría los proyectos
de este profesor universitario.

Reflexiones finales

16 La propuesta inicial del estado peronista de regular y legislar sobre la cultura,


especialmente la alta cultura, coincidió con un clima de época. Entre 1935 y 1943
funcionó en Estados Unidos el primer programa federal de financiamiento de las artes.
En Brasil la constitución establecida por el Estado Novo en 1937 estipuló el deber
estatal de contribuir directa e indirectamente en el desenvolvimiento cultural del país, lo
que estimuló la fundación de diversas instituciones artísticas, científicas y de
enseñanza.39 En Inglaterra fue alrededor de la década del treinta cuando comenzó a
discutirse el tema del patronazgo estatal.40 En el caso de Argentina, el avance del
estado en la gestión cultural se retrotrae a los años treinta y el estado peronista en un
principio continúo un proyecto que lo antecedía introduciendo algunas innovaciones.
Pero claramente bajo el peronismo el nuevo aparato institucional enfrentó numerosas
dificultades para constituirse en el motor de una política cultural estatal más activa.
Varios son los motivos que se pueden asociar a este fracaso. Por un lado, existió una
evidente periodización en voluntad política: el proyecto inicial que era el de la
continuidad languideció a principios de 1950 y murió para 1952, lo que se reflejó en la
inicial expansión y posterior recorte de los recursos económicos que el estado dispuso
para la gestión de la cultura. A esto también debemos asociar los ánimos dispares que
primaron en uno y en otro momento en relación a qué tipo de vínculo intentar establecer
con los intelectuales, quienes debían legitimar el proyecto. Ánimos que se observan si
se compara la distancia entre un proyecto (aún si algo contradictorio) como el de la
Junta (1948) y el que llevaba adelante la reglamentación de las Academias (1952). La
defensa desde la primera hora de la autonomía del campo realizada por la
intelectualidad fue decisiva a la hora de limitar el radio de acción del estado. No
obstante, sería equivocado deducir del rechazo de la intelectualidad el intento del
peronismo de socavar las jerarquías entre lo que comúnmente se denomina como baja y
alta cultura. Los proyectos de la burocracia cultural bajo el peronismo no sólo
abrevaban en el más liberal de los proyectos, educar al soberano, sino que hacían
hincapié en dispositivos y valores propios de la llamada cultura alta como el libro. El
modo en qué los sectores populares reprocesaron estas intervenciones queda como
interrogante abierto. Es plausible aventurar que las mismas contribuyeron a la
construcción de la ciudadanía social del peronismo, se unieron como un capítulo más –
aunque menor – a la prometida democratización del bienestar ofrendada por el
movimiento popular.41 Nuevamente vemos, que como en otros capítulos de la historia
de este gobierno, en el tema cultural es en la democratización donde el régimen tiene,
aunque limitados, ciertos éxitos. El estado reconocía el consumo y la producción
(aunque fuese torpe y amateur) de cultura como factores fundamentales en el desarrollo
de la personalidad y la sociabilidad.

Notes
1 Hector Murena, “Los penúltimos días (Calendario)”, Sur, 183 (1950), p.71.
2 Estela Canto, “Crónica de cine”, Sur, 185 (1950), p.70.
3 El interrogante sobre la política cultural conlleva una serie de complicaciones. En
principio, el mismo objeto de estudio - la política cultural - resulta sumamente complejo
de delimitar dada la dificultad de definir aquello que puede ser englobado bajo este
concepto. En lugar de definir a priori aquello que se entiende como política cultural, se
recurre aquí a un camino inverso: observar aquello que el estado designa como área de
acción de su burocracia cultural.
4 Esta lectura no se plantea estudiar la política cultural del peronismo, si no los
esfuerzos de una dependencia estatal creada para definirla y coordinarla. La aquí
propuesta es necesariamente una mirada recortada: existían una multiplicidad de otras
dependencias estatales que se ocupaban de la cultura.
5 Ver Paul DiMaggio, “Emprendimiento cultural en el Boston del siglo XIX: la
creación de una base organizativa para la alta cultura en Norteamérica, en Javier
Auyero, Caja de Herramientas- El lugar de la sociología norteamericana, (Universidad
Nacional de Quilmes, Bernal 1999), pp-163-198.
6 Esta tendencia fue evidente en el capítulo económico. A partir de la crisis de 1930 el
estado argentino asume un rol más preponderante en la regulación de las fuerzas de la
economía. Fue en ese entonces que se estableció el Banco Central y las Juntas
Reguladoras.
7 Decreto de la creación de la Academia de Letras, 13 de agosto de 1931. Sobre los
pormenores de la creación de la Academia ver Manuel Gálvez, Recuerdos de la vida
Literaria II,(Buenos Aires, Taurus, 2003), pp. 93-104 y Carlos Ibarguren, La Historia
que he vivido,(Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1969) 452- 467.
8 Ver detalles en Jesus Mendez, Argentine Intellectuals in the Twentieth Century, 1900-
1943, (PhD Tesis, The University of Texas at Austin, 1980), pp. 314-188.
9 Según el decreto tanto el secretario de educación como la Secretaria tenían
prerrogativas de ministro y ministerio respectivamente.
10 Ver Boletín del Ministerio de Educación, N 7, febrero de 1948.
11 Boletín del Ministerio de Educación, N 2, febrero de 1948, p. 12.
12 La Subsecretaría se organizó en cinco departamentos que hablan de las tareas que se
proponía esta agencia al ser creada: Departamento de Difusión Cultural; Departamento
de Bellas Artes; Departamento de Investigaciones Culturales; Departamento de
Conservación de la Cultura y Departamento de Política Cultural ejercido por el mismo
subsecretario. Boletín del Ministerio de Educación, 31 de marzo de 1949
13 Ver detalle en Decreto 1709, 24 de enero de 1949, incorporado al Boletín del
Ministerio de Educación, N 13, Enero de 1949. Esto representa una proporción
claramente mayor a la que aumentó el gasto público real en su totalidad, que creció en
el período que va de 1947 a 1948 en aproximadamente un 40% para luego estacionarse.
Proporcionalmente, el incremento para cultura es también mayor a aquel que fue
considerado “el principal motor de las inversiones estatales”: el gasto en defensa que se
incrementó en dicho período en un 60 %. Estos datos están calculados o recabados en
base a una tabla de gasto público real reproducida por Pablo Gerchunoff, Lucas Llach,
El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas,
(Buenos Aires, Ariel, 2003), p. 179.
14 Elías Castelnuovo, Carta a Manuel Gálvez, 3 de marzo de 1947, Archivo Gálvez,
Academia Argentina de Letras.
15 Decreto N 15484, 28 de mayo de 1948, N 5, Boletín del Ministerio de Educación,
p.1530.
16 La Nación, 21, 22 y 23 Diciembre 1947, La Prensa 22 y 23 de diciembre 1947.
17 Sobre la Junta ver Flavia Fiorucci, Neither Warriors Nor Prophets: Peronist and
AntiPeronist intellectuals, 1945-1956, (Tesis Doctoral, Universidad de Londres, 2002)
18 Entre ellos podemos mencionar los mecanismos de elección independiente de los
miembros de la Academia de Letras, la creación de la Sociedad Argentina de Escritores,
la extensa lista de premios y hasta la tácita y compartida aceptación de una jerarquía de
publicaciones.
19 Decreto N 11.415, 22 de abril de 1948, Boletín del Ministerio de Educación, N4,
p.1058.
20 Boletín del Ministerio de Educación, N 18, 19 de Julio de 1949.
21 Se estipulaba que el jurado debía estar formado por la Asociación Argentina de
Actores, la Asociación gremial de Actores, Sociedad de Autores (Argentares), la
Asociación de Críticos Teatrales de Buenos Aires y la Sociedad Argentina de
Empresarios Teatrales.
22 Decreto 3371, 31 de diciembre de 1949.
23 El folklore no fue una preocupación exclusiva del peronismo. cuando el peronismo
llegó al poder ya estaba instalado en las elites.
24 Ver Alejandro Cattaruzza y Alejandro Eujanian, “Héroes Patricios y Gauchos
Rebeldes. Tradiciones en Pugna”, en Políticas de la Historia Argentina 1860-1960,
(Buenos Aires: Alianza Editorial, 2003), pp. 217- 262 y Alejandro Cattaruzza,
“Descifrando pasados: debates y representaciones de la historia nacional”, en Alejandro
Cattaruzza (comp.), Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política
(1930-1943), (Buenos Aires: Sudamericana, 2001), pp. 426-476. Sobre la aparición del
gaucho en la iconografía del peronismo ver Gene, Un mundo, pp. 108-116
25 Las misiones empezaron a funcionar en 1947 y tenia como misión “educar al
campesinado rural”. No sólo se les enseñaban técnicas agrícolas, artesanía, nociones de
economía sino también se organizaba una biblioteca y una discoteca.
26 Ver Jesús Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones Comunicación, cultura
y hegemonía, (Ediciones Gilli, México, 1988), pp.18. Los escritores que se afiliaron al
peronismo tampoco vieron en “lo popular” un lenguaje para operar un cambio en lo
literario. Ver Andres Avellaneda, El Habla de la Ideología, (Buenos Aires,
Sudamericana, 1983), p. 22.
27 “Hasta en el pueblo más lejano”, Mundo Peronista, N 1, N9, 15 de noviembre, p. 1.
28 Mundo Peronista, subrayado es mío.
29 Sobre el “ideal urbano” en América Latina y su relación con la cultura letrada ver
Ángel Rama, La Ciudad Letrada, (Montevideo: Arca, 1995).
30 La voluntad de recambio se puede relacionar a las dificultades que enfrentó el
gobierno para lograr apoyos en la familia intelectual. Según Luis Ordaz el apoyo del
peronismo al teatro vocacional se explicaba por su conflicto con el teatro independiente
liderado por figuras opositoras como la de Leónidas Barletta. Luis Ordaz, El Teatro en
el Río de la Plata, (Buenos Aires: Leviatán, 1957).
31 El sueldo de un maestro que recién se iniciaba en la docencia era de 300 pesos.
32 Ver “Los escritores y la SADE: entre la supervivencia y el antiperonismo. Los
límites de la oposición (1946-1956)” Prismas-Revista de Historia Intelectual, N°5,
2001
33 Las academias tendrán por objeto la conservación, fomento y difusión de la cultura
en sus diversas manifestaciones, así como el asesoramiento permanente de los poderes
públicos, cuando le fuera requerido.
34 Sobre los usos de lo popular ver Pierre Bourdieu “Los usos del pueblo”, en Pierre
Bourdieu Cosas Dichas, (Madrid, Editorial Gedisa, 1993), pp. 152-157.
35 El PEN tenía además el derecho de elegir sobre quien recaería la presidencia entre
aquellos ternados por el recientemente fundado Consejo Académico.
36 Ver La Nación, 3 de octubre de 1952.
37 Federico Neiburg, Los intelectuales y la invención del peronismo, (Alianza Editorial,
Buenos Aires, 1998).
38 Plotkin, Mañana, p. 126. Sobre su labor en la Subsecretaría de informaciones ver
Marcela Gené, Un Mundo Feliz – Imágenes de los trabajodres en el primer peronismo
1946-1955,(Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006), especialmente capitulo
1.
39 Daryle Williams, “Gustavo Capanema, ministro da cultura”, Angela de Castro
Gomes, Capanema: o ministro e seu ministério, (FGV, 2000) p.256.
40 Ver Milton C. Cummings Jr, Richard S. Katz, The Patron State Government and the
Arts in Europe, North America and Japan, (Oxford: Oxford University, 1987).
41 Ver Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre, “La democratización del bienestar en los
años peronistas”, en J.C Torre (comp), Los Años Peronistas, Tomo VIII, Nueva
Historia Argentina, (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2002).

Référence électronique

Flavia Fiorucci, « Reflexiones sobre la gestión cultural bajo el Peronismo », Nuevo


Mundo Mundos Nuevos [En ligne], Débats, mis en ligne le 10 février 2008, consulté le
28 juillet 2018. URL : http://journals.openedition.org/nuevomundo/24372 ; DOI :
10.4000/nuevomundo.24372

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