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La vejez es un tema conflictivo. El grado de conflicto que representa para cada uno y las conductas defensivas que se adoptan para evi-
tarlo estarán determinados por la historia personal de los participantes, la cual habrá ido sedimentando a través de sucesivas experien-
cias, represiones en una ideología general sobre lo que es la vejez.
Hay dos formas prevalentes enfocar la problemática de la vejez y que ambas se contraponen. A fines de la década del 50 el comité para
el desarrollo humano de la Universidad de Chicago inició una investigación sobre los aspectos sociales de la vejez. Sus autores fueron: E.
Cummings y W. E. Henry. Postularon la teoría del desapego: De acuerdo con esta teoría, en el sujeto que envejece se produce una reduc-
ción de su interés vital por las actividades y objetos que lo rodean, lo cual va generando un sistemático apartamiento de toda clase de
interacción social. Gradualmente la vida de las personas viejas se separa de la vida de los demás, siendo menos comprometidas emocio-
nalmente, con problemas ajenos, y están cada vez más absortos en los suyos propios y en sus circunstancias. Este proceso es deseado y
buscado por él, apoyado en el lógico declinar de sus capacidades. Al mismo tiempo, este distanciamiento afectivo lo pone a cubierto de
confrontaciones con objetos y situaciones que le plantean problemas de difícil solución, y que cuando no pueden hallarla le engendran
cuadros de angustia.
De esta premisa se desprende claramente que la conducta que es aconsejable seguir frente a los viejos, ya sea como profesionales o
como amigos debe ser inducir, favorecer un apartamiento progresivo de sus actividades como un paso de preparación necesaria para la
muerte.
Bromley señala que las críticas a la teoría del desapego pueden agruparse convenientemente en tres clases. La crítica práctica es que
creyendo en esta teoría uno se inclina a adoptar una política de segregación o de indiferencia hacia los viejos. La crítica teórica es que la
teoría del desapego no es un sistema axiomático en el sentido científico, sino, en el mejor de los casos, una prototeoría. La crítica empiri-
ca, tal vez la más seria, es que la evidencia usada para soportar la teoría es inadecuada o aún más no cierta.
Havinghurst y colaboradores usando el mismo material original intentaron modificar esta teoría y redefinieron el desapego como un
simple proceso más que como una teoría del envejecimiento óptimo, pasando a constituir solamente una de las formas posibles.
Maddox contrapuso su teoría de la actividad a la anterior y sostuvo que los viejos deben permanecer activos tanto tiempo como les sea
posible, y que cuando ciertas actividades ya no son posibles deben buscarse sustitutos para ella. Surge así la teoría del apego.
Dice Blegerer el hombre aislado es un problema y no un ideal por lo tanto, mal puede argüirse el apartamiento y el desapego como un
proceso intrínseco del ser humano y deseado por él.
Ha quedado arraigada en toda la especie humana una tendencia a asociarse con otros y participar en grupos y asuntos comunitarios.
Contrariamente a lo que aconsejan los moralistas, lo deseable es conservar a una edad avanzada pasiones lo bastante fuertes como para
que nos eviten volvernos sobre nosotros mismos.
El secreto del buen envejecer estará dado por la capacidad que tenga el sujeto de aceptar y acompañar estas inevitables declinaciones
sin insistir en mantenerse joven a cualquier precio, esto no quiere decir que se renuncie, sino todo lo contrario, quiere decir que hay que
mantener una lucha activa para tratar de obtener el máximo de satisfacción con el máximo de las fuerzas de que en cada momento se
disponga.
Prejuicios contra la vejez
La mayoría de la población de todas las culturas tienen un cúmulo de conductas negativas hacia las personas viejas, inconscientes algunas
veces, pero muy consciente y activas. Butler ha acuñado el término ageims o viejismo. El término define el conjunto de prejuicios, este-
reotipos y discriminaciones que se aplican a los viejos simplemente en función de su edad.
Hay otro terminó gerontofobia, se refiere a una más rara conducta de temor u odio irracional hacia los viejos, de manera que es menos
abarcativa y debe ser incluida dentro del viejismo y no utilizarla como sinónimo.
El group for the Advancement of Psychiatry enumeró en 1971 algunas de las razones de las actitudes negativas de los psiquiatras para
tratar a las personas viejas:
1) Los viejos estimulan a los terapeutas temores sobre su propia vejez.
2) Reactualizan en los terapeutas conflictos reprimidos en relación con sus propias figuras parentales.
3) Los terapeutas piensan que no tienen nada que ofrecer a los viejos porque creen que estos no van a cambiar su conducta o porque
sus problemas están relacionados con enfermedades cerebrales orgánicas intratables.
4) Los terapeutas creen que no vale la pena hacer el esfuerzo de prestar atención a los psicodinamismos de los viejos porque están muy
cerca de la muerte, algo similar a lo que ocurre en el sistema médico militar de urgencia, en el cual el más grande recibe menos aten-
ción porque es menos probable su recuperación
5) El paciente puede morir durante el tratamiento, lo cual afecta el sentimiento de importancia del terapeuta.
6) Los terapeutas se sienten disminuidos en su esfuerzo por sus propios colegas. Habitualmente se escucha decir que los gerontólogos,
los geriatras tienen una preocupación morbosa por la muerte: Su interés por los viejos es o enfermizo o por lo general, sospechoso.
Tipos de envejecimiento.
En general la mayoría de la gente se ajusta y adapta relativamente bien a los problemas y demandas que presentan la mediana edad,
pero también muchas veces ocurren dificultades en este tránsito y aparecen las llamadas crisis de la mediana edad. El ser que envejece
debe hacer un esfuerzo extra porque, al contrario del niño o del adulto, debe adaptarse no solamente al medio sino además a su propia
vejez. La imposibilidad de aceptar las nuevas condiciones que impone el envejecimiento puede llevar a que aparezca una reacción global
de rechazo. Se traducirá en la adopción de rasgos, maneras y conductas inapropiadas, correspondientes a otra época en un intento de
detener el reloj. Rechazo global de todo lo relacionado con la juventud y el sujeto se mostrará impaciente, agresivo, autoritario y crítico
hacia las generaciones menores. La preocupación por los cambios corporales inevitables puede llegar ser exagerada y aparecerá en for-
ma de trastornos hipocondríacos con depresión, alcoholismo o algún otro tipo de adicción (especialmente medicamentosa) como posi-
bles consecuencias.
2) Pueblos de la antigüedad: La mayoría de los pueblos respondieron a la categoría conocida como familia patriarcal, ya que era el padre
quien poseía y ejercía sobre los hijos una autoridad absoluta. Hacia finales de la era antigua aparecieron dos fenómenos: desheredar
y desterrar. La disputa con el padre implicaba para el hijo padecer alguno de los dos castigos. Como consecuencia de estas tiranías
durante la juventud, cuando el padre se debilitaba los hijos le arrebatan los bienes y prácticamente lo dejaban morir, o lo expulsaban.
En la Grecia antigua, a los hombres viejos se los consideraba los jueces perfectos pues se encontraban ubicados más allá de toda pa-
sión humana, legislaban y controlaban lo referente a la religión, la moral y las costumbres. En la vida privada no sólo no era amada ni
deseada la vejez sino que fue objeto de burlas y desamparo. Para los romanos se llegaba las altas magistraturas tan sólo en edades
avanzadas, la carrera de los honores. El voto de los ancianos tenía más valor y mayor peso que el de los otros ciudadanos. Desde la li-
teratura, Horacio y Ovidio consideraron la vejez como una aventura individual, no una condición general del ser humano y expresaron
la amargura que inspira.
3) Edad Media y Renacimiento: La llegada del cristianismo no modificó sustancialmente la posición conceptual pero abrió caminos para
la compasión y el altruismo, facilitando la creación de auspicios. Durante la alta Edad Media los hijos estuvieron excluidos de la vida
pública. Los jóvenes dominaban tanto el mundo religioso como el belicoso y hostil. La ideología cristiana se afirma en estos valores de
la preeminencia de la juventud y en la trasmisión de poderes del padre al hijo, con lo que a partir del siglo XI rige la supremacía del hi-
jo sobre el padre. La clase de los viejos, al igual que la de los infantes no existe, no son considerados hasta que aparece la burguesía.
El renacimiento prolongó las tradiciones de la Edad Media y sostuvo un combate encarnizado contra la vejez, utilizando todos los me-
dios a su alcance para prolongar la juventud y la vida: medicina, magia, brujería, elixires, utopías. Se exaltaba la idea de la belleza del
cuerpo, por lo tanto, aparece más conectada la fealdad de los viejos. En el siglo XVII surgió una brillante excepción El Rey Lear de Sha-
kespeare: hizo encarnar en un anciano al hombre y el destino, denunció apasionadamente los estragos del tiempo.
4) Modernidad: La medicina fue una de las ciencias más convocadas aún desde la antigüedad para dar respuestas respecto de las causas
de envejecimiento. Terminó haciendo un largo y detallado catálogo que enumera las patologías típicas de los ancianos. Surgieron así
las concepciones asilares: el anciano, paciente irremediable, es necesario internarlo, asilarlo. Se avanzó y se ha logrado prolongar la
vida humana pero no por ello se detuvo el proceso de envejecimiento. La modernidad puso de manifiesto dos cuestiones en relación
a la población anciana del mundo, dos ejes definen qué es un viejo: la vejez se ha convertido en un asunto público y hay muchos in-
tereses en este grupo poblacional. La primera afirmación hace referencia a la jubilación, esta ha sido un problema de Estado con lo
cual la edad en que un estado otorga este beneficio jubilatorio ha ido variando de acuerdo con variables económicas, demográficas,
sociales y culturales. La segunda afirmación está vinculada a cuestiones ligadas con el devenir de las ciencias, la tecnología y la especi-
ficidad en la asistencia de personas con determinadas características. De ser un marginal, el anciano está en trance de convertirse en
la especie más común de ciudadano, lanzan a los viejos al circuito económico, al mercado de consumo del que habían sido destruido
por el ritual jubilatorio.
FERRERO Y CARRION. Cuerpo y temporalidad en el envejecimiento.
Consideramos el envejecimiento como un proceso que si bien se inicia con la vida misma, adquiere relevancia a partir de la mediana
edad donde la percepción del tiempo como finito y el registro de cambios físicos, internos y externos permitirán una elaboración y así
podrán encontrarse diferentes salidas hacia una vejez ligada a lo creativo o a modelos patológicos. En esta etapa se produce un cierto
extrañamiento, mirada pendular que oscila entre la generación joven a la cual ya no se pertenece y una imagen en la cual aún no se ha
proyectado.
En la mediana edad las modificaciones en el esquema corporal producen vivencias de cambio y pérdida; lo conocido se empieza a tornar
desconocido, difícil de aprehender. El modelo del envejecimiento no existe. La primera reacción es que le pasa a otro y luego surge la
pregunta ¿yo estaré igual? Es tal vez que a partir de alguna marca, injuria narcisista, el cuerpo empieza a ligarse con la temporalidad y
toma una dimensión historizada.
Cuando hablamos de cuerpo nos referimos al cuerpo como mediador entre el sujeto y el mundo: nos referimos a la imagen corporal
como soporte del narcisismo. Francoise Dolto hace una distinción y dice que el esquema corporal es una realidad de hecho, nuestro vivir
carnal, y la imagen inconsciente del cuerpo es la síntesis viva de nuestras experiencias emocionales.
La condición de lo vivo es ser perecedero y estar sujeto mudanzas: el esquema corporal, los vínculos, los afectos, pérdidas y adquisiciones
construyen también la historia del sujeto su pasado, su presente y su posición frente al porvenir.
La figura materna organizará la temporalidad mientras no se logre la autonomía corporal del sujeto. Comienza a estructurarse la noción
de temporalidad que no seguirá unívocamente un tiempo lineal, sino que será alternativamente influenciado por concepciones tempora-
les primitivas.
Podría decirse que así como hay una imagen corporal hay una imagen temporal.
Para Dolto, en la imagen del cuerpo, el tiempo se cruza con el espacio y el pasado en consciente resuena la relación presente. El cuerpo y
el tiempo, en el envejecimiento vuelven a estar anudados como en el comienzo de la vida donde tiempo es cuerpo. El tiempo está en el
cuerpo donde muestra su presencia aún cuando el paso del tiempo puede estar camuflado por la propia percepción, el cuerpo será una
marca insoslayable que actuará como testigo rompiendo con fantasías de inmutabilidad y omnipresencia.
El cuerpo, ese objeto del cual nos queremos poseedores y amos, puede convertirse -sin que yo quiera y sin que pueda siquiera preverlo-
en fuente y lugar de sufrimiento. Al pretender ignorar las diferencias, las faltas, las castraciones, se mata el deseo, motor de vida, pro-
veedor de proyecto y esperanza mientras se deja indemne al niño maravilloso- terrible, tirano del narcisismo.
IACUB, Ricardo. Erotica y vejez. Perspectivas de Occidente.
Capítulo 7 la corrección del sofisma - La sexualidad como objeto de la ciencia
Los orígenes de la sexología se remontan a fines del siglo XIX y principios del XX. La sexología había modificado el ángulo desde donde se
concebía la disfuncionalidades sexuales. No siempre derivaban de grandes trastorno psicopatológico, sino que podrían reducirse a pro-
blemas inmediatos y sencillos. En la vejez era el conocimiento de los cambios en las funciones sexuales característicos de esta etapa de la
vida lo que posibilitaba romper con los prejuicios existentes. El malestar podría generarse como producto de habilidades no apropiadas
aprendidas en el desarrollo sexual. Para Kaplan, la noción de inhibición aprendida suponía la asociación del impulso sexual con sentimien-
tos negativos, los cuales limitaban la posibilidad de goce.
La primera gran investigación sobre la sexualidad fue realizada por el biólogo norteamericano Alfred Kinsey. Uno de los puntos que cues-
tionó fueron los estudios clínicos que buscaban demostrar la existencia de un período climatérico de brusca reducción de la estimulación
sexual presente en los varones. Sostenía que una de las causas de la disminución de la actividad sexual era la declinación física y fisiológi-
ca, que generaban fatiga; pero también hay un factor determinante en el aburrimiento frente a la repetición. La justificación fue la expe-
riencia que manifestaban los ancianos, quienes al encontrar una nueva pareja, adoptar nuevas técnicas o aceptar diferentes formas de
relación sexual mejoraban su rendimiento.
El ginecólogo William Masters y la psicóloga Virginia Johnson al referirse al tema de la vejez señalaron un sofisma, difundido socialmente
en su época según el cual la incompetencia sexual es un componente natural del proceso de envejecimiento. Aseguraban que una edu-
cación prejuiciosa y represiva inhibía el acceso a la sexualidad en las personas de edad. En su investigación: las conclusiones más relevan-
tes a las que llegaron fueron las siguientes:
1) el envejecimiento puede disminuir la respuesta sexual humana pero no terminar con ella
2) el mejor predictor del nivel de la sexualidad humana es el nivel de actividad sexual de los años tempranos.
Entre los factores más relevantes de la sexualidad masculina en la vejez se encontraba la mayor cantidad de tiempo que requería la erec-
ción y la dificultad con la que está alcanzaba la plenitud. En contraposición, el periodo de la fase de meseta era de mayor duración que en
el joven, lo que implicaba la ventaja de que el acto sexual se prolongase. Sobre la mujer buscaban romper con el mito que señalaba que
las mujeres menopausicas carecían de deseo sexual y que los cambios fisiológicos propios de esa edad significaban el término de su vida
sexual. Para estos autores, la psique desempeña un papel importante en un desbalanceado sistema endocrino de la mujer posmenopáu-
sica.
Simone de Beauvoir formuló una crítica vehemente al puritanismo con el que había sido pensada la erótica en la vejez -que condenaba la
práctica de la sexualidad que no estuviera como fin la reproducción- así como el modelo psicoanalítico que consideraba el viejo como
regresivo y cuya sexualidad podía devenir perversa. Si la finalidad era el placer, sostenía, entonces el viejo o vieja podían encontrar cami-
nos auxiliares sin que esto lo llevase necesariamente a un goce genital y sin que supieran por eso un goce perverso. De acuerdo con ella,
el posicionamiento erótico masculino y femenino en la vejez- que les permitía a los sujetos pensarse como deseable y manifestar el pro-
pio deseo- era difícilmente representable, ya que su desacreditación social limitado el acceso a desear y ser deseado.
La psicología permitió pensar el cuerpo como afectado no sólo por el orden de lo biológico, sino también por el psicológico. Desde el
psicoanálisis, la sexualidad es el eje a partir del cual se conforma lo subjetivo, el sujeto es en su relación al deseo. La sexualidad es enten-
dida como un espacio de goces ligados a diversas partes erógenas del cuerpo o construibles a través de las caricias maternas, los genita-
les aluden de placer relativo a determinados órganos, los cuales, una vez elaborado el complejo de Edipo y transcurrida la pubertad,
pasan a ocupar el lugar del placer final, mientras que los otros goces tomarán el lugar del placer previo. El falo es definido como objeto
de deseo de la madre. En el plano simbólico este falo es el significante del deseo y el patrón de la medida de los objetos. La posición
masculina se caracteriza por la fantasía de tener el falo, mientras que la femenina lo hace como siendo el falo. El malentendido del neu-
rótico que cree poder captar el deseo del otro por tener cierta apariencia o cierta supuesta potencia. El difícil posicionamiento de aquel
que no se considera deseable impide el interjuego dialéctico con el otro a través del erotismo. Lacan señala que nos volvemos deseables
por la falta que causamos en el otro. Pero es evidente que los valores éticos de cada época habilitar ciertos cuerpos más que otros y que,
es complejo para los viejos ubicarse como objetos de deseo.
El inconsciente es atemporal, sirve para pensar la diferencia de tareas desde un plano imaginario. Presentamos a la sexualidad sin edad y
por no estar totalmente subida a la genitalidad, lo cual permite abrir el marco de posibilidades en el plano de los goces.
A pesar de las múltiples evidencias que abandona el estereotipo victoriano de la imposibilidad y de la perversión para pasar a un sujeto
que no encuentra estímulo a causa de la represión social imperante. Es el sofisma, socialmente construido, acerca de la imposibilidad
sexual en la vejez como un factor limitante y se postula la educación como un camino de acceso al goce sensual.
Terminalidad terapéutica: Es el momento de la enfermedad terminal en el cual han cesado las posibilidades curativas y sólo que
el sujeto enfermo frente a su existencia.
La Organización Mundial de la Salud define la calidad de vida como la “percepción que un individuo tiene de su lugar en la existencia, en
el contexto de la cultura y del sistema de valores en el que vive y en relación con sus expectativas, sus normas, sus inquietudes. Se trata
de un concepto muy amplio que está influido de modo complejo por la salud física del sujeto, su estado psicológico, su nivel de indepen-
dencia, sus relaciones sociales, así como su relación con los elementos esenciales de su entorno.”
Cuidados paliativos: Es la sustancia activa e integral para las personas con enfermedad terminal y sus familiares, brindada por un
equipo interdisciplinario de profesionales de la salud.
El cáncer afecta a diversas partes del cuerpo, compromete todos los aspectos de la vida y es responsable de una alta tasa de mortalidad.
El enfermo sufre pérdidas sustantivas: Órganos, miembros, autonomía y esto daña la imagen de Sí y su integridad corporal. Estás perdi-
das producen discapacidades que van configurando diferentes heridas narcisistas. Luego de la aceptación de la enfermedad y la adapta-
ción activa al tratamiento, el paciente presenta disturbios emocionales que van desde la ansiedad a la depresión. A medida que la enfer-
medad y el tiempo transcurre en el sentimiento de Soledad se apodera del paciente, lo que conlleva el aislamiento y la autosegregación
de la comunidad. El paciente báscula entre la ansiedad y la tristeza y en este tránsito pueden surgir episodios de violencia. Otro momento
difícil para un enfermo canceroso es la transición de un tratamiento curativo a uno paliativo, el cual representa el principio del fin de su
vida.
Cuando el enfermo acepta que la muerte es inminente, el cambio la comunicación con todo su núcleo familiar social y terapéutico es
drástico: siente que ya no tiene nada que decir y no se interesa nada que tenga implicancias futuras. Situaciones clínicas al final de la
vida:
Enfermedad incurable avanzada: es aquella de curso progresivo y gradual, con diversos grados de afectación tanto de la auto-
nomía como de la calidad de vida, con respuesta variable el tratamiento específico y que evolucionará hacia la muerte a medio
plazo.
Enfermedad terminal: Enfermedad avanzada en fase evolutiva e irreversible con múltiple síntomas, impacto emocional y pérdida
de la autonomía, escasa o nula capacidad de respuesta al tratamiento específico y pronóstico de vida limitado a semanas o me-
ses en un contexto de fragilidad progresiva.
Situación de agonía: Es la que precede a la muerte cuando ésta se produce de forma gradual. En eso existe un deterioro físico
intenso, debilidad extrema, alta frecuencia de trastornos cognitivos y de la conciencia, dificultad de relación e ingesta y pronós-
tico de vida limitado a horas o días.
El valor de las intervenciones terapéuticas, sean medicas o psicológicas, debe ser siempre analizada en función del impacto que producen
en la calidad de vida. Uno de los parámetros para evaluar el impacto de la intervención en la calidad de vida es la funcionalidad. La mas
valorada es la funcionalidad física. El apoyo familiar es fundamental para mantener la salud psíquica del paciente: que ame y se sienta
amado. Por lo tanto, entendemos como calidad de vida la satisfacción de vivir con libertad y bienestar. Implica la máxima conservación
posible de las funcionalidades física, social, económica y emocional, que permitan al paciente satisfacer sus deseos, que le permitirá
sentirse al menos parcialmente satisfecho, en paz, querido y consolado.
¿Qué es acompañar? Acompañar a una persona que está muriendo es una de las experiencias vitales mas enriquecedoras y mas desgas-
tantes. Entre los familiares se produce el fenómeno del aislamiento: no se habla del tema de la muerte próxima ni de sus emociones, con
la esperanza de proteger al enfermo del sufrimiento y no asustarlo. El paciente no comunica sus miedos y angustias para no preocupar a
sus allegados. Con frecuencia se observa lo que se denomina “muerte anticipada”: la familia se distancia afectivamente del enfermo,
comienza a tomar decisiones importantes sin su participación y lleva una vida familiar sin su integración. Por su parte, el enfermo se aisla,
se refugia en si mismo y vive la proximidad de la muerte en silencio, en un estado angustioso y depresivo, con muy escasa participación
en la vida familiar.
En el periodo previo a la muerte, la persona con frecuencia tiene también graves crisis de insomnio: padece un miedo inconsciente a
cerrar los ojos, porque percibe íntimamente que tal vez no los volverá a abrir. Esto podría incluirse en la “angustia de muerte”. La muerte
es parte de la vida y la etapa final del crecimiento. Sin embargo, vivimos en una cultura que hace esfuerzos sobrehumanos por negarla, lo
que lleva a los enfermos a sentirse “poco aceptados” cuando se aproximan a ella. Se sienten aterrados, sin espacio para expresarse y
solos, sin posibilidad de reclamo.
Para una comunicación efectiva con el paciente, se requieren ciertas condiciones básicas ineludibles en esta etapa:
Un ambiente adecuado, en el que la persona sienta que hay un tiempo disponible para ella.
Una capacidad explicita de escuchar: que el paciente sienta que hay una persona disponible por entero para escucharlo, que a
entender tanto su lenguaje verbal como no verbal.
Favorecer la expresión del enfermo sin bloquear su discurso ni sus emociones.
Transmitir al enfermo la sensación de que en ese momento él es el único importante, lo más importante, y que lo que expresa
es vital.
Dosificar la información.
Transmitir al enfermo que existirá un vínculo permanente y sostenido con el profesional durante todo el proceso.
Usar el lenguaje no verbal para transmitir calidez, complicidad, capacidad de guardar secretos, o para transmitir simplemente
presencia e incondicionalidad.
Von Ehrenfels se explaya en la indagación de la moral sexual natural y la cultural. La primera es aquella bajo cuyo imperio un linaje hu-
mano puede conservarse duraderamente en estado de salud y actitud vital y la segunda, aquella cuya observación más bien acicate a los
seres humanos para un trabajo cultural intenso y productivo.
Bajo el imperio de la moral sexual cultural llegan a sufrir menoscabo tanto la salud como la actitud vital de los individuos. Von Ehrenfels
pesquisa en la moral sexual dominante en nuestra sociedad occidental de hoy una serie de perjuicios que se ve precisado a imputarle,
llega a pronunciar sobre ella un juicio adverso y a considerarla necesitada de reforma. Afirma que son características unas transferible la
vida sexual del varón requisitos que son propios de la mujer, así como prohibir todo comercio sexual fuera del matrimonio monogámico.
El miramiento por la natural diversidad de los sexos hace que las faltas del varón sean penadas con menor rigor, y así de hecho se le con-
sidera una moral doble. Una sociedad que admite esa doble moral no puede menos que inducirá sus miembros a ocultar la verdad, em-
bellecer falazmente las cosas, a engañarse a sí mismo y a los demás. Aún más dañina es la moral sexual cultural en otro de sus efectos: el
endiosamiento de la monogamia paraliza el factor de la selección viril, el único a través del cual podría obtenerse un mejoramiento de la
constitución, puesto que en los pueblos de cultura la selección vital es rebajada un mínimo por hora de consideraciones humanitarias y
de higiene.
La nerviosidad moderna la que se difunden con rapidez en la sociedad de nuestros días su promoción es reconducible a la moral sexual
cultural. El nexo entre la nerviosidad creciente y la vida cultural moderna podrían ser los extraordinarios logros de los tiempos modernos,
los descubrimientos e invenciones en todos los campos, el mantenimiento del progreso frente a la creciente competencia, entre otros. La
lucha por la vida exige del individuo muy altos rendimientos, que puede satisfacer Únicamente se apela a todas sus fuerzas espirituales.
Todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se aprovecha para viajar, el día para los negocios, aún los viajes de placer son
ocasiones de fatiga para el sistema nervioso, la inquietud producida por las grandes crisis políticas, industriales, financieras, se transmite
a círculos de población más amplios que antes. Los nervios embotados buscan restaurarse mediante mayores estímulos, picantes voces y
así se fatigan aún más.
En términos universales, nuestra cultura se edifica sobre la sofocación de pulsiones. Cada individuo ha cedido un fragmento de su patri-
monio, de la plenitud de sus poderes, de las inclinaciones agresivas y vindicativas de su personalidad; de estos aportes ha nacido el pa-
trimonio cultural común de bienes materiales e ideales.
Además del apremio de la vida fueron sin duda los sentimientos familiares derivados del erotismo los que movieron al individuo a esa
renuncia. La religión sancionó cada una de sus progresos cada fragmento de satisfacción pulsional la que se renunciaba era sacrificado a
la divinidad. Quien no puede acompañar esos sofocación de lo pulsional enfrentará a la sociedad como criminal (fuera de la ley). La pul-
sión sexual es probablemente de más vigorosa plasmación en el hombre que en la mayoría de los animales superiores. Pone a disposición
del trabajo cultural unos volúmenes de fuerza enormemente grandes y esto sin ninguna duda se debe a la peculiaridad, que se presenta
como particular relieve, de poder desplazar su meta sin sufrir un menoscabo esencial en cuanto a intensidad. Una cierta medida de satis-
facción sexual directa parece indispensable para la inmensa mayoría de las organizaciones, y la denegación de esta medida individual-
mente variable se castiga con fenómenos que nos vemos precisados a incluir entre los patológicos a consecuencia de su carácter nocivo
en lo funcional y displacentero en lo subjetivo.
La pulsión sexual del ser humano no está en su origen al servicio de la reproducción sino que tiene por meta determinadas variedades de
la ganancia de placer. El desarrollo de la pulsión sexual pasa del autoerotismo al amor de objeto y de la autonomía de las zonas erógenas
a la subordinación de ellas bajo el primado de los genitales puestos al servicio de la reproducción.
Hay 3 estadios culturales:
1) el quehacer de la pulsión sexual les son por completo ajena las metas de la reproducción.
2) la pulsión sexual es sofocada, todo salvo lo que sirve a la reproducción.
3) sólo se admite como meta sexual la reproducción legítima.
Los neuróticos son aquella clase de seres humanos que en una organización refractaria sólo han conseguido, bajo el influjo de los recla-
mos culturales, una sofocación aparente, y en progresivo fracaso, de sus pulsiones, y que por eso sólo con un gran gasto de fuerzas, con
un empobrecimiento interior, pueden costear su trabajo de colaboración en las obras de la cultura O aún de tiempo en tiempo se ven
precisados a suspenderlo en calidad de enfermos.
Para la mayoría de los seres humanos existe un límite mas allá del cual su constitución no puede obedecer al reclamo de la cultura. Todos
los que pretenden ser más nobles de lo que su Constitución les permite caen víctimas de la neurosis.
Es que la educación cultural sólo aspira a su sofocación temporaria hasta que se contraiga matrimonio y su propósito Es dejarla entonces
en libertad para servirse de ella. Pero con la pulsión consiguen más los influjos externos que los atemperamientos; muy a menudo la
sofocación ha ido demasiado lejos, con la indeseada consecuencia de que, luego de libertada, la pulsión sexual muestra un deterioro
permanente. No sólo prohíbe el comercio sexual y establece elevadas primas al mantenimiento de la inocencia femenina sino que tam-
bién evita la tentación del individuo femenino quemadura manteniéndolo en la total ignorancia en lo que se refiere el papel que le está
destinado y no tolerandole ninguna moción amorosa que no conduzca el matrimonio. Para el hombre existe una doble moral, donde le
es permitido la masturbación o autosatisfacción mientras que a la mujer el solo hecho de pensar esa posibilidad es censurado.
Al limitarse el quehacer sexual en un pueblo sobreviene, en términos generales, un aumento de la medrosidad ante la vida y de la angus-
tia ante la muerte que perturba la capacidad de goce de los individuos y Cancela su disposición a aceptar la muerte en aras de ciertas
metas. Ellos se exteriorizar a en la menor inclinación a concebir hijo, y excluir a este pueblo o grupo de hombres de una participación en
el futuro.
ALVAREZ, María del Pilar y demás compiladores. Familia y transmisión intergeneracional.
Nos proponemos reflexionar acerca del punto critico que atraviesan los conceptos y teorías de la modernidad, en relación a la institución
familiar y sus integrantes. Crisis que hace borden la mediana edad de la vida, nos interroga sobre el lugar de transmisión que le cabe a las
generaciones adultas. ¿Qué pasa con el lugar de los padres en la transmisión si la propuesta es quedar cristalizado en el presente?
Familia y posmodernidad
La posmodernidad propone una larga serie de recetas de inmediatez y de rápida consecución de placer, más que sostenimiento de un
proyecto de vida. Las salidas mágicas pueden hacernos perder de vista preguntas esenciales para nuestra práctica, preguntas que se
vinculan con las personas que consultan a partir de ciertos quiebres en su subjetividad.
Touraine se niega a aceptar que los grandes relatos han perdido su valor, respeto al sujeto individual y único y le reconoce como propio
el valor de su vida y de su relato; el surgimiento de esta subjetividad es para él una nueva forma de acceso a lo universal. El dilema de la
existencia estuvo siempre presente para el hombre de todas las épocas. Nuestro tiempo parece haber acentuado el punto de angustia
básica del sujeto.
Ninguna ideología es un fenómeno externo. Estamos asistiendo a las consecuencias de un discurso pleno de efectos y de sentidos: El
discurso posmoderno, él nos sitúa en el lugar de aquel que parece algo en forma pasiva. Discurso que nos viene dado por un mundo
desarrollado provisto y dónde se postula la muerte de las ideologías y el fin de la historia.
El discurso posmoderno aparenta estar vacío pero su efecto paraliza e inmoviliza, aparenta ser vacío pero es discurso pleno, no sin con-
secuencias.
El hombre posmoderno erige su Yo en un dios encarnado en su cuerpo. Se habla de envase corporal en detrimento de la interioridad; el
envase se torna fácilmente vacío. El posmodernismo propone una multiplicidad de saberes fragmentados; vivir para el momento anulan-
do pasado y futuro.
Soportar esta realidad angustiante se traduce en la era del narcisismo donde impera la novedad, lo efímero, la inconstancia, el hedonis-
mo, la exaltación del cuerpo, donde no se trata de ser sino tan sólo de parecer, de seducir, de impresionar.
Los valores actuales proponen como modelo la juventud y reniega en el período correspondiente a la adultez. Si las relaciones se im-
pregnan de un tinte narcisista, el cuerpo pasa tener valor de persona, donde el vínculo con el otro termina convirtiéndose en una rela-
ción especular cerrada en sí misma.
El valor de la transmisión
¿Qué se transmite? En cuestiones de transmisión nada se pierde, hay en el hombre una necesidad de transmitir independientemente de
si ésta ha sido simbolizada o no. Cuando una generación no puede recordar y establecer nexos causales, transmite como herencia las
generaciones siguientes esa brecha en la memoria.
Philliphe Jeammet dice que la evolución social y familiar han conducido en la liberación de las costumbres y a un debilitamiento de las
prohibiciones y de las barreras, se enfatiza la exigencia del desempeño y el éxito individual.
El rasgo central de la cultura posmoderna es tal vez la crisis de identidad, ya que, todo proceso identificación se gesta en la temporalidad.
Esta dificultad de gestar una identidad bien definida se ve expresada a través del desencanto, la resignación o bien La indiferencia. Todo
sujeto nace en un espacio hablante, este espacio debe ofrecerle al Yo un lugar entre esta psiques ingular y el ambiente psíquico intervie-
ne un eslabón intermedio: el medio familiar.
Resurgen tensiones narcisistas que devienen en dificultades para ocupar su lugar de padres, ahora también cuidadores de sus padres
envejecidos. No instalarse en el lugar de confrontación, desear la igualación, no permite salir de la inmadurez al adolescente e imposibili-
ta el crecimiento del adulto; el adulto sigue "adoleciendo". No sé liga, sino se transa.
Korovsky, Edgardo. Psicoanálisis en la Tercera Edad. Consideraciones psicoanalíticas acerca del cuerpo en la vejez.
La recomendación de Freud de 1904 sobre analizabilidad, en el sentido de que podrían ser tomadas en tratamiento personas cercanas a
los 50 años, porque los ancianos acumulan demasiadas capas de material a remover, ha tenido una gran influencia en los analistas. Un
prejuicio bastante común, posiblemente basado en parte en lo dicho por Freud y en parte en las dificultades que la tarea crea a los ana-
listas, reside en la creencia de que los viejos son inanalizable y que sólo pueden recibir una terapia de apoyo. La experiencia señala que
los pacientes de más de 60 años, sin graves deterioros cerebrales, son pasibles de un análisis convencional con grandes beneficios.
Como consecuencia del aumento del promedio de vida se hacen más común patología propia de la llamada “tercera edad”, tanto en las
esferas somáticas, psíquica y vincular; pero no sólo es importante la investigación de la patología sino también de los procesos evolutivos
normales, precisamente para poder diferenciar claramente aquellos de estos. Esta última idea, la del envejecimiento como una patología,
parecería encubrir la fantasía omnipotente de que si logramos vencer la conseguiríamos la juventud perenne. Muchas veces se confun-
den y catalogan como patológicas lo que en realidad son reacciones comprensibles de quien atraviesa determinados procesos, y al revés,
se asume como inevitable y hasta se identifica la vejez con signos que en realidad corresponden a una patología.
No existe en verdad en el envejecimiento un hecho puntual que señale su comienzo. Un proceso que se inicia con el nacimiento o tal vez
antes y se continuó a lo largo de toda la vida. Resulta difícil entonces establecer una clara separación entre la madurez y el comienzo de
la senectud, como también entre la senectud normal y la patológica, siendo muchas veces más una diferenciación cuantitativa y cualitati-
va. Vamos envejeciendo, y en un momento dado nos sorprendemos viejos. Se produce en este periodo de la vida, cuyo comienzo la OMS
a convenido en señalar a los 60 años, hechos significativos que puede repercutir de una manera intensa el estado afectivo y social del
geronte. Por ejemplo la jubilación, la adultez de los hijos, la inseguridad, sentimientos de minusvalía, la muerte del cónyuge y de amigos,
los cambios en la imagen corporal, las crisis narcisistas que implica asistir a la propia declinación además de pérdidas objetales. Toca
realizar el duelo también por las funciones corporales pérdidas por la imagen corporal destruida o pérdida. El envejecimiento trae apare-
jada una acomodación de las funciones orgánicas a las nuevas condiciones determinadas por variaciones metabólicas. Otro tanto se
encuentra en forma paralela, el ámbito psíquico, de tal manera que, mientras por un lado se mantiene la fuerza de lo pulsional, la capa-
cidad para controlarlo va disminuyendo, así como también la capacidad para adaptarse a los requerimientos del mundo exterior. De allí
que se recurre a la somatización como manera de control de afectos desbordantes, así como manifestaciones eróticas que el viejo puede
sentir como indebidas a su edad.
El cuerpo que también es biografía señala con sus cicatrices A quién quiere y puede leerlas los mojones de una historia que así comple-
menta su relato verbal.
Si bien Freud nos ha enseñado que el complejo de Edipo se hunde y va al fundamento; parecería que con un submarino nos acompaña
durante toda la vida. Es en el campo de la transferencia y contratransferencia en el tratamiento ancianos donde uno redescubre la vigen-
cia de los contenidos edipicos inconscientes, que emergiendo de la atemporalidad, se actualizan también en la neurosis de transferencia.
Cada paciente hombre es para el inconsciente del analista, el padre, y cada paciente mujer, la madre, resulta comprensible que esto se
incremente si la edad real de los pacientes es suficientemente mayor que la del terapeuta. Y habitualmente acercarse reconocer la se-
xualidad de los padres puede resultar difícil. De la misma manera, la idea de que las personas mayores están más cerca de la muerte
genera en los analistas jóvenes sentimientos de culpa y el miedo a generar depresiones, y en los analistas más viejos, tener que encarar
la propia finitud. Uno de los aspectos que adquiere significativa importancia en el curso de cualquier análisis es el de los vínculos parenta-
les (con los padres de la infancia y los padres del adulto) y las identificaciones.
Aunque las personas narcisistas son procesadas en todas las edades, aquellas que serían referidas al envejecer han sido catalogadas
habitualmente como de difícil abordaje. En aquellos casos en que son los hijos del anciano quienes se hacen cargo del costo del trata-
miento, esto puede llegar a generar una herida narcisista en el paciente, que se expresa en la transferencia como la resistencia a depen-
der de alguien menor.
Reflexiones tienen el propósito también de acentuar la necesidad de la formación del terapeuta que encara el tratamiento de ancianos,
en tanto resulta obvia que ha de tener suficientemente elaborada su situación edípica, como para hacerse cargo de cualquiera de los
lugares del triángulo que le pueden tocar en la transferencia. Igualmente se requiere que elabore su propio proceso de envejecimiento
para que, el encuentro con la vejez de sus pacientes no se convierta en una prueba constante de su juventud, adoptando una actitud
contrafobica de reafirmación narcisista. Suele ocurrir que con el tiempo, el psicoanalista también puede envejecer. Cabría preguntarse
qué medida eso incide en su tarea profesional. Por supuesto lo habitual es que haya acumulado experiencia clínica y de vida que le per-
mitiría una actividad prolongada. Dependerá también de la creatividad conservada, el grado de la involución, y obviamente, de los avata-
res de la vida. Pero sobre todo, de la elaboración del proceso normal de envejecimiento que la vida acarrea. También para los terapeutas
puede ser válido aquellos de que se envejece según se ha vivido.
Será importante que el psicoanálisis, al igual que en su momento lo hizo con los niños, se plantee la forma de encarar lo que cada vez
más aparece necesario: el tratamiento de pacientes añosos.
TERÁN, Alicia. El mercado de los restos.
Si nos abocamos a pensar en la vejez estamos sin duda hablando de un cambio que nos da cuenta del tiempo. El tiempo es cambio en la
subjetividad.
La intención de este trabajo es la de ir a la pesquisa de la vejez desde la mirada que recae sobre el anciano en diferentes tiempos cultura-
les y desde la suya propia. La vejez lleva consigo la dialéctica de pérdidas, encuentros y reencuentros en esa síntesis renovada que es
vivir- siendo hasta el fin. Recorrido en fin, que deja el sujeto ante la posibilidad de una nueva audacia: desafiar o no, una cultura que lo
imagina "por viejo, terminado"; que lo toma entonces a cuenta de sus utilidades rentables, como si fuera carne expuesta, de un Mercado
de Restos. La vejez es sin duda algo más que un cuerpo desgastado por el correr del tiempo. En la vejez convergen la muerte y la locura
en una síntesis que a través de las culturas fue mostrando su error con distintos ropajes.
Vejez y muerte hacia el fin de la Edad Media.
Si bien el hombre mayor encontrar las abadías un refugio amparante, la idea cristiana de la vejez no desaprovechó la oportunidad para
disimular la decrepitud al pecado y la lozanía a la pureza del alma. El pecado se castiga con la vejez. Los viejos ¿qué lugar tenían en esta
cultura? Aquellos que pertenecían a la nobleza hallaban amparo las abadías (a cambio de sus bienes terrenales) y por lo tanto tenían
asegurado un retiro no devaluado. Los imperativos cristianos no les exigían conservarse ni muy coherente, ni muy lozanos, sino "genero-
samente purificado". Los viejos pobres en cambio era la viva imagen de la potencial vigencia del maligno presente en cada repliegue de
piel en cada dentadura desdentada en cada artritis deformante.
A fines de la Edad Media (época de pestes y guerra) se registra una intensa sensibilidad hacia el tema de la muerte y surgen representa-
ciones tales como: los cráneos y las tibias, el reloj de arena y de pared, la guadaña y la azada del enterrador. Las representaciones maca-
bras continuarán durante mucho tiempo, algunas en la literatura y la mayoría en las tumbas.
La muerte se repliega, se vuelve cuerpo propio, subjetividad comprometida con lo desechable y el rostro de la muerte se anuncia con el
lento pero inexorable proceso de envejecimiento, enlazado a la abrumadora carga del desvarío y la locura plena. Decaen las representa-
ciones mortíferas Para volver a través de un ataque al viejo y al loco. Será la locura Y en la vejez en donde se señale la evidencia insopor-
table y por lo tanto hostigada de la pérdida de la completud.
En el Renacimiento, vemos que se exalta la clarividencia del loco y se teme la locura; se desprecia al viejo pero se exalta la experiencia de
los años, que más abstracto y respetable pasa a denominarse, anciano. La política y el consenso social levanta asilos y loqueros. Abadías,
leprosarios y luego los asilos, que a pesar de los siglos conservan la política apropiadores de una subjetividad (la del viejo) recusada por la
cultura. Tal el modelo institucional que le prestara sus cimientos y biológicos a los geriátricos de la modernidad.
El siglo de las luces tendrá su centro de gravitación en la razón. El sistema disciplinario que se acentúa a partir de la ruptura con la disci-
plina moral- religiosa, dará un giro en sí mismo, será una rotación en donde la vejez no será temida y castigada como la locura sino direc-
tamente olvidada.
Será Freud quien se anime, como hombre de la ilustración, a encontrar en ese mercado de los restos una verdad universalmente válida.
Se abre paso el saber del inconsciente y una ética inédita en la práctica asistencial.
La configuración sintomática que sugieren las neurosis actuales en su forma hipocondríaca acompaña el disco que deambula por los
servicios médicos: "donando partes del cuerpo" por una atención, un contacto. Un canje que parece decir: "si ellos me piden carne, seré
y daré carne".
Vejez orgánica que suprime el recorrido de cada historia en particular y los encierra en la "historia común de los órganos"; esto es, en los
diagnósticos geriátricos. Sólo así se le reconoce un lugar aunque despojado de toda individualidad. El sujeto de edad mayor termina sien-
do obediente de una cultura que lo imagina con un resto más y pone en el mercado lo único que le consideran rentable: su cuerpo.
Narciso no se jubila
El fenómeno narcisista que acontece con el cuerpo de los jóvenes de hoy: hoy el cuerpo es promovido al rango de verdadero objeto de
culto... inversión narcisista en el cuerpo, visible directamente a través de mis prácticas cotidianas: angustia por la edad y las arrugas,
obsesión por la salud. ¿Cómo ven esto jóvenes de hoy la vejez que les tocará vivir? Hoy, viejos, jóvenes y adultos, yogins mediante, se
suman a la cruzada antiage. El tema de la vejez de hoy, vejez devaluada, no resulta muy alentadora para los futuros viejos; se debe pre-
guntar por la jubilación de Narciso... y como Narciso no se jubila, se muere joven y bello.
La familia hoy
En los últimos años se ha extendido notablemente el tiempo en que las generaciones comparten la madurez y la vejez, actualmente
quienes transitan la década de los 50 años tiene una madre o un padre vivos o quizá ambos. La ampliación de la red familiar con la pre-
sencia de padres, hijos, nietos y bisnietos genera cambios y modifica las expectativas en las relaciones intrafamiliares. Los adultos mayo-
res esperaban o en algunos casos exigían de la familia, ahora se fue cediendo a la comprensión de las actuales condiciones de la vida de
los hijos. Se fortalece a su vez una trama vincular extrafamiliar a partir de la inclusión de amigos y vecinos en la vida cotidiana, que favo-
rece el desarrollo de capacidades relacionales de los adultos mayores.
Un desafío para la nueva generación de valores es respetar la autonomía de decisión de los hijos. Los adultos mayores en la actualidad
defienden su propia autonomía: trabajan, participan en actividades de diferente tipo, estudian y mantienen contactos sociales que tras-
pasan el espacio familiar.
Otra de las diferencias en el funcionamiento familiar es la caída del mito del beneficio de convivencia entre generaciones. La proporción
de hijos y padres que en realidad vivían bajo el mismo techo se redujo notablemente. Cuando los clanes familiares compartían un hogar,
su organización podía haber sido impuesta mucho más por necesidades económicas que por amor filial.
La trasformación histórica de la familia se debe principalmente al cambio ascendente de esperanza de vida, en especial entre los indivi-
duos más ancianos y a la disminución de la natalidad que acentúa esta tendencia provocando que la familia sean "más ancianas" que en
otros tiempos. A medida que la familia envejece, surgen las preocupaciones y ocupaciones en el horizonte familiar: cuidar durante años a
padres ancianos y frágiles. El efecto de la longevidad y la posibilidad de envejecimiento más frágiles genera la incertidumbre en todos los
integrantes de la familia.
La familia y el cuidado
Está demostrado que frente a la pérdida de autonomía debido a algún déficit físico, psíquico o económico es la familia a la que acude la
ruda y la mayor responsabilidad del cuidado recae sobre ella. El aumento de la necesidad de cuidados y atención de las personas mayo-
res es un hecho indiscutible. La pregunta obligada: es quién atiende y cuida los ancianos que necesitan ayuda y no están institucionaliza-
dos. La familia ha sido la principal responsable del cuidado de sus miembros ancianos.
Es importante considerar la importancia que revisten otros vínculos cercanos además de la familia, como los amigos y los vecinos, porque
conforman una red de apoyo y sostén. El fenómeno de la globalización acarrea como consecuencia la privatización de la política social y
el rol del estado como protector o benefactor ya no existe, por lo tanto el compromiso y la responsabilidad que antes tenían las institu-
ciones sociales ahora recaen sobre las personas Hola familia. Contexto provoca incertidumbre, tanto en los mayores como las generacio-
nes más jóvenes.
Riesgos que son comunes para el cuidador y para quien recibe cuidado:
Historia de conflicto en la relación entre ambos
Cambio de estilo de vida
Falta de espacio y tiempo personal
Sentimiento de aislamiento social
Sentimiento de pérdida por la persona que fué
Percepción de necesidades básicas no satisfechas
Ambiente inapropiado para el cuidado
Sensación permanente de frustración, enojo y desesperanza
Conducta demandante
Intolerancia marcada
Falta de insight sobre el problema
Falta de información sobre la enfermedad y su evolución
Dependencia económica o de vivienda
Inseguridad con respecto al futuro.
La situación de cuidado es un cambio profundo en la forma en que estaba estructurada la familia hasta ese momento, todos sus inte-
grantes se verán afectados. El contexto del cuidado demanda un trabajo equivalente al trabajo de duelo que permita aceptación de lo
perdido y el encuentro de otras alternativas posibles de funcionamiento familiar.
En adultos mayores donde predomina una modalidad narcisista con marcada resistencia para aceptar la enfermedad o la limitación, el
cuidado es vivenciado como afrenta que confirma la imposibilidad de seguir siendo como siempre. La ansiedad la furia y la rabia narcisis-
ta dominan el mundo interno. La contrapartida es la emergencia idénticos sentimientos de rabia Furia e impotencia en aquellos que los
cuidan. En este escenario la situación de maltrato es factible y todos alternativamente pueden ser víctimas o victimarios. La otra cuestión
está relacionada con la posición de sobreprotección que en ocasiones adopta la familia cuando cuida.
Frente a esta nueva y desconocida situación de cuidar a los padres envejecidos en la mayoría de los casos el pedido de la familia está
referido a la necesidad de saber: qué hacer, cómo hacer, cuándo hacer, cuánto ser, que decisiones tomar. Buscar recibir rápidas respues-
tas en Búsqueda del alivio inmediato. El terapeuta funcionará como un consultor- orientador que posibilite el reordenamiento frente a la
evidencia de caos familiar. También cumplirá una función psicoeducativa en el esclarecimiento de los procesos normales de envejeci-
miento. Esto disminuye la ansiedad y tiene un efecto preventivo.
Es importante trabajar con la familia la posibilidad de que ellos también reciban ayuda que se habiliten a utilizar diferentes recursos dis-
ponibles. Subyace en los cuidadores la idea de: "tengo que hacerlo yo mismo", a pesar del precio oculto que pagan en sufrimiento emo-
cional. Para la mayoría de las familias la enfermedad y la dependencia provocan una crisis que amenaza el equilibrio logrado a lo largo de
la historia familiar.
La posibilidad de mantener el sentimiento de cohesión familiar, más allá de la crisis, depende de la aceptación de los cambios en la vida
de la familia, de la reacomodación de los roles y de la capacidad para tolerar la enfermedad y la dependencia de la vejez avanzada. Este
proceso causa dolor en quienes cuidan y en quienes son cuidados y requiere un trabajo de elaboración que se irá realizando con el tiem-
po a través de la trama vincular de cada familia.
CANALE, Inés. Notas acerca del cuerpo en la vejez
Cuerpos que envejecen, deterioro del cuerpo, pérdida de funciones… ¿De qué cuerpo estamos hablando cuando hablamos del cuerpo en
la vejez?
Hablar de construcción de la imagen corporal implica aceptar que mediante un complejo proceso, habrán de realizarse una serie de ope-
raciones para que desde los más elementales y atomizados datos propioperceptivos nos reconozcamos mas tardeen una imagen unifica-
da y lleguemos después a decir “tengo un cuerpo”. El cuerpo entendido como organismo funciona si como soporte material, pero no hay
transcripción ni automática ni homogénea a la mente o al orden psíquico.
Mientras que del soporte material se ocupan disciplinas como la medicina, no es el mismo cuerpo sobre el que trabaja el psicoanálisis. El
cuerpo biológico de la medicina en tanto excluye a sujeto, hace de este una función vacía. Este sujeto debe ser resituado si entendemos
que el sujeto humano es reductible a un organismo biológico. El psicoanálisis se interrogará sobre los modos a través de los cuales se
hizo posible, en la historia de la constitución subjetiva, la trabazón psique- soma. Es por obra del lenguaje que podemos no solo aislar los
órganos y adjudicarles un función sino también atribuirnos un cuerpo, decir “tengo un cuerpo” y enterarnos de la distancia que como
sujetos tenemos de ese cuerpo.
La capacidad de representarse a sí mismo en una imagen no es algo dado al inicio de la vida. Implicará un proceso en el que el otro ma-
terno va marcando, erogenizando ese pedazo de carne, profusión de datos propioperceptivos, desligados, atomizados (lo real del cuer-
po). En esta operatoria comienza a recortarse el cuerpo como único. En este primer momento el cuerpo es marcado por el Otro aun
como cuerpo fragmentado, sin necesidad todavía de que se viva el cuerpo como uno. Posteriormente recibirá del campo del Otro (esta-
dío del Espejo) una imagen que le va a dar por primera vez la idea de que su cuerpo es uno. Al constituirse como uno, en este sentido
imaginario, posibilita la unificación en una imagen que “vela” aquella primera imagen atomizada y fragmentada.
Pensar en la singularidad del ser implica trabajar con una noción de cuerpo que no es la de cuerpo biológico ni el cuerpo social o especia.
Trabaja con un ser que de acuerdo a los avatares de la historia subjetiva armará un cuerpo diferente cada vez. El organismo funciona
como el soporte del proceso de inscripción significante.
¿Qué sucede en la vejez con el deterioro del organismo? Dice el dicho popular: “a partir de cierta edad no pasa un día sin que tenga con-
ciencia de alguna parte de mi cuerpo”, nos pone en la pista de que con el correr del tiempo el silencio de lo real del cuerpo decae. El
cuerpo real se hace “ruidoso” y presente. Podríamos postular que en la vejez el ruido del cuerpo nos reenvía regresivamente a la atomi-
zación del dato propioperceptivo.
El cambio llega al cuerpo, es lo no esperado y por lo tanto produce desajustes, crea inseguridades. El viejo no vive el acontecimiento, el
envejecimiento le acontece.
¿Cómo se procesa psíquicamente en la vejez el cambio- deterioro del organismo? En un nivel general podríamos decir que en la vejez lo
imaginario del cuerpo pierde su función de veladura en tanto se presentifica el desmoronamiento real. Dependerá de la historia de rela-
ción al cuerpo de cada sujeto, la tramitación psíquica que del deterioro pueda hacerse.
Respondemos al déficit funcional con prótesis funcionales para mantener o mejorar la calidad de vida y la independencia funcional del
sujeto. Todas ellas en el mismo movimiento que apuntalan la pérdida, se constituyen en modos de negar lo real del deterioro y la muer-
te.
Asistimos a una realidad paradójica: por un lado la ciencia se obsesiona por prolongar la vida; al miemo tiempo y conforme aumenta la
expectativa de vida, la vejez se transforma en un problema social. ¿Al servicio de qué o de quién se obsesiona la ciencia por prolongar la
vida?
Entendemos que el operar de la ciencia no puede por los límites inherentes a su propuesta homogeneizadora, captar la diferencia indivi-
dual. El cuerpo en la clínica de hoy no deja encarnar en su sufrimiento la pregunta por el deseo a la que se intenta acallar con la nueva
ortopedia de los múltiples dispositivos para modificar ese cuerpo sufriente. En la medida en que se atiende cada vez mas a un organismo
parcelado se desatiende a un sujeto que sufre.
El cuerpo se construye desde la atomización a la imagen unificante, en la medida en que ante cada falla en el organismo se opere sobre
ella aisladamente, pareciera que esta intervención se orienta en el sentido inverso de dicha construcción.
La propuesta no será entonces, desatender al organismo sino incluir en la atención a la tercera edad el trabajo sobre el cuerpo que es
hablado por un sujeto que sufre. De tratar a la vejez solo al cuerpo- organismo, desmembrándolo, estaríamos trabajando a favor de la
pérdida del sujeto.
FREUD, Sigmund. Sobre la sexualidad femenina (1931)
En aquella fase del desarrollo libidinal infantil que se caracteriza por un complejo de Edipo normal hallamos a los niños afectuo-
samente ligados al progenitor del sexo opuesto, mientras que en sus relaciones con el del mismo sexo predomina la hostilidad. No puede
resultarnos difícil explicar esta situación en el varón. Otra cosa sucede en la pequeña niña.
También para ella el primer objeto fue la madre: ¿Cómo entonces halla su camino hacia el padre? ¿Cómo, cuándo y por qué se
desliga de la madre? El desarrollo de la sexualidad femenina se ve complicado por la necesidad de renunciar a la zona genital original-
mente dominante, es decir, al clítoris, en favor de una nueva zona, de la vagina.
El análisis demostró que cuando la vinculación con el padre ha sido particularmente intensa, siempre fue precedida por una fase
de no menos intensa y apasionada vinculación exclusivamente materna. La duración de esta vinculación con la madre había sido conside-
rablemente menospreciada. En cierto número de casos persistía hasta bien entrado el cuarto año, y en un caso hasta el quinto año de
vida. Con ello la fase preedípica de la mujer adquiere una importancia que hasta ahora no se le había asignado.
La mujer sólo alcanza la situación edípica positiva, normal en ella, una vez que ha superado una primera fase dominada por el
complejo negativo. En realidad, durante esta fase el padre no es para la niña pequeña mucho más que un molesto rival, aunque su hosti-
lidad contra él nunca alcanza la violencia característica del varón. Nuestro reconocimiento de esta fase previa preedípica en el desarrollo
de la niña pequeña es para nosotros una sorpresa.
Es innegable que la disposición bisexual, postulada por nosotros como característica de la especie humana, es mucho más patente en la
mujer que en el hombre. Éste cuenta con una sola zona sexual dominante, con un solo órgano sexual, mientras que la mujer tiene dos: la
vagina, órgano femenino propiamente dicho, y el clítoris, órgano análogo al pene masculino. La vida sexual de la mujer se divide siempre
en dos fases, la primera de las cuales es de carácter masculino, mientras que sólo la segunda es específicamente femenina. Así, el desa-
rrollo femenino comprende dicho proceso de transición de una fase a la otra, que no se halla analogía alguna en el hombre.
Otra complicación se desprende del hecho de que la función del clítoris viril continúa durante la vida sexual ulterior de la mujer, en una
forma muy variable.
El primer objeto amoroso del varón es la madre, debido a que es ella la que lo alimenta y lo cuida durante la crianza; sigue siendo su
principal objeto hasta que es reemplazado por otro, esencialmente similar o derivado de ella. También en la mujer la madre debe ser el
primer objeto, pues las condiciones primarias de la elección objetal son iguales en todos los niños. Al final del desarrollo de la niña, em-
pero, es preciso que el hombre-padre se haya convertido en el nuevo objeto amoroso, o sea, que, a medida que cambia de sexo, la mujer
debe cambiar también el sexo del objeto.
Sólo en el niño varón existe esa fatal conjunción simultánea de amor hacia uno de los padres y de odio por rivalidad contra el
otro. En el varón es entonces el descubrimiento de la posibilidad de la castración, evidenciado por la vista de los genitales femeninos, el
que impone la transformación del complejo de Edipo, el que lleva a la creación del super-yo y el que inicia así todos los procesos que
convergen hacia la inclusión del individuo en la comunidad cultural. El agente empleado para restringir la sexualidad infantil es precisa-
mente aquel interés genital narcisista que se concentra en la preservación del pene.
En el hombre también subsiste, como residuo de la influencia ejercida por el complejo de castración, cierta medida de menos-
precio por la mujer, a la que se considera castrada. Muy distintas, en cambio, son las repercusiones del complejo de castración en la
mujer. Esta reconoce el hecho de su castración, y con ello también la superioridad del hombre y su propia inferioridad; pero se rebela
asimismo contra este desagradable estado de cosas.
De tal actitud dispar parten tres caminos evolutivos. EI primero conduce al apartamiento general de la sexualidad. La mujer en
germen se torna insatisfecha con su clítoris, renuncia a su activación fálica y con ello a su sexualidad en general. El segundo camino, se
aferra en tenaz autoafirmación a la masculinidad amenazada; conserva hasta una edad insospechada la esperanza de que, a pesar de
todo, llegará a tener alguna vez un pene, al punto que la fantasía de ser realmente un hombre domina a menudo largos períodos de su
existencia. Este puede desembocar en una elección de objeto manifiestamente homosexual. Una tercera evolución conduce en definitiva
a la actitud femenina normal, en la que toma al padre como objeto y alcanza así la forma femenina del complejo de Edipo. La castración
no lo destruye, sino que lo crea.
La fase de exclusiva vinculación materna, que cabe calificar de preedípica, es mucho más importante en la mujer de lo que po-
dría ser en el hombre.
Dicha actitud hostil hacia la madre no es una consecuencia de la rivalidad implícita en el complejo de Edipo, sino que se originó
en la fase anterior y simplemente halló un reforzamiento y una oportunidad de aplicarse en la situación edípica, como lo confirma tam-
bién la investigación analítica directa. Nuestro interés de concentrarse ahora en los mecanismos que actúan en el desprendimiento del
objeto materno.
Cabe mencionar los celos de otras personas, de los hermanos y hermanas, de los rivales, entre los que también se cuenta el pa-
dre. El amor del niño es desmesurado: exige exclusividad; no se conforma con participaciones. Carece en realidad de un verdadero fin; es
incapaz de alcanzar plena satisfacción, y esa es la razón esencial de que esté condenado a terminar en la defraudación y a ceder la plaza a
una actitud hostil.
Otro motivo para el desprendimiento de la madre, resulta del efecto que el complejo de castración ejerce sobre la pequeña cria-
tura carente de pene. En algún momento la niña descubre su inferioridad orgánica. Ya hemos visto cuáles son las tres vías que divergen
de este punto. No es fácil precisar cronológicamente la ocurrencia de estos procesos ni establecer el curso típico que siguen. La niña
pequeña, por lo general, descubre espontáneamente su modo particular de actividad fálica -la masturbación con el clítoris.
Como ya hemos visto, la prohibición de la masturbación actúa como incentivo para abandonarla, pero también como motivo pa-
ra rebelarse contra la persona que la prohíbe, es decir, contra la madre o sus sustitutos, que ulteriormente se confunden siempre con
ella. El resentimiento por habérsele impedido la libre actividad sexual tiene considerable intervención en el desprendimiento de la ma-
dre. El mismo tema vuelve a activarse después de la pubertad, cuando la madre asume su deber de proteger la castidad de la hija.
Cuando la niña pequeña descubre su propia deficiencia ante la vista de un órgano genital masculino, no acepta este ingrato re-
conocimiento sin vacilaciones ni resistencias. Se aferra tenazmente a la expectativa de adquirir alguna vez un órgano semejante. Invaria-
blemente, la niña comienza por considerar la castración como un infortunio personal; sólo paulatinamente comprende que también
afecta a ciertos otros niños. Una vez admitida la universalidad de esta característica negativa de su sexo, desvalorízase profundamente
toda la femineidad y con ella también la madre.
Al intervenir por primera vez la prohibición ya está planteado el conflicto, que desde ese momento acompañará todo el desarro-
llo de la función sexual.
Al final de esa primera fase de vinculación a la madre emerge, como motivo más poderoso para apartarse de ella, el reproche de
no haberle dado a la niña un órgano genital completo; es decir, el de haberla traído al mundo como mujer. Un segundo reproche es el de
que la madre no le ha dado a la niña suficiente leche, el de que no la amamantó bastante.
¿Qué es, en suma, lo que la niña pequeña pretende de su madre? ¿De qué índole son sus fines sexuales en ese período de ex-
clusiva vinculación con la madre? Los fines sexuales de la niña en relación con la madre son de índole, tanto activa como pasiva y se ha-
llan determinados por las fases libidinales que recorre en su evolución.
Las primeras vivencias total o parcialmente sexuales del niño en relación con su madre son naturalmente de carácter pasivo
(amamantar, alimentar, limpiar, vestir y obligar a realizar todas sus funciones fisiológicas). Parte de la libido del niño se mantiene adheri-
da a estas experiencias y goza de las satisfacciones con ellas vinculadas, mientras que otra parte intenta su conversión en actividad.
El desprendimiento de la madre es un paso importantísimo en el desarrollo de la niña e implica mucho más que un mero cambio
de objeto. Se observa, paralelamente con el mismo, una notable disminución de los impulsos sexuales activos y una acentuación de los
pasivos. Con el desprendimiento de la madre cesa también a menudo la masturbación clitoridiana, y es muy frecuente que la niña pe-
queña, al reprimir su masculinidad previa, también perjudique definitivamente buena parte de su vida sexual en general. La transición al
objeto paterno se lleva a cabo con ayuda de las tendencias pasivas, en la medida en que hayan escapado al aniquilamiento. EI camino
hacia el desarrollo de la femineidad se halla ahora abierto a la niña, salvo que haya sido impedido por los restos de la vinculación preedí-
pica a la madre, que acaba de ser superada.
FREUD, Sigmund. Lo siniestro (1919)
Lo Unheimlich, lo siniestro, forma un concepto está próximo a los de lo espantable, angustiante, espeluznante, pero no es me-
nos seguro que el término se aplica a menudo en una acepción un tanto indeterminada, de modo que casi siempre coincide con lo an-
gustiante en general. Lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás.
La voz alemana «unheimlich» es, sin duda, el antónimo de «heimlich» y de «heimisch» (íntimo, secreto, y familiar, hogareño,
doméstico), imponiéndose en consecuencia la deducción de que lo siniestro causa espanto precisamente porque no es conocido, fami-
liar. Pero, naturalmente, no todo lo que es nuevo e insólito es por ello espantoso, de modo que aquella relación no es reversible. Cuanto
se puede afirmar es que lo novedoso se torna fácilmente espantoso y siniestro; pero sólo algunas cosas novedosas son espantosas; de
ningún modo lo son todas. Es menester que a lo nuevo y desacostumbrado se agregue algo para convertirlo en siniestro.
Según Jentsch, lo siniestro sería siempre algo en que uno se encuentra, por así decirlo, desconcertado, perdido. Cuanto más
orientado esté un hombre en el mundo, tanto menos fácilmente las cosas y sucesos de éste le producirán la impresión de lo siniestro.
E. Jentsch destacó, como caso por excelencia de lo siniestro, la «duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto vi-
viente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado», aduciendo con tal fin, la impresión que despiertan las
figuras de cera, las muñecas «sabias» y los autómatas. «Uno de los procedimientos más seguros para evocar fácilmente lo siniestro me-
diante las narraciones», escribe Jentsch, «consiste en dejar que el lector dude de si determinada figura que se le presenta es una persona
o un autómata.
E. T. A. Hoffmann se sirvió con éxito de esta maniobra psicológica en varios de sus Cuentos fantásticos». El aquí usado: “El are-
nero”. El centro del cuento lo ocupa el que le ha dado título y que siempre vuelve a ser destacado en los momentos culminantes: se
trata del tema del arenero, el «hombre de la arena» que arranca los ojos a las criaturas. El estudiante Nataniel, con cuyos recuerdos de
infancia comienza el cuento fantástico, a pesar de su felicidad actual no logra alejar de su ánimo las reminiscencias vinculadas a la muerte
horrible y misteriosa de su amado padre. En ciertas noches su madre solía acostar temprano a los niños, amenazándolos con que «ven-
dría el hombre de la arena», y efectivamente, el niño oía cada vez los pesados pasos de un visitante que retenía a su padre durante la
noche entera. Interrogada la madre respecto a quién era ese «arenero», negó que fuera algo más que una manera de decir, pero una
niñera pudo darle informaciones más concretas: «Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir, les arroja
puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentados de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa y se los lleva a la media
luna como pasto para sus hijitos, que están sentados en un nido y tienen picos curvos, como las lechuzas, con los cuales parten a picota-
zos los ojos de los niños que no se han portado bien.»
Aunque el pequeño Nataniel tenía suficiente edad e inteligencia para no creer tan horripilantes cosas del arenero, el terror que
éste le inspiraba quedó, sin embargo, fijado en él. Decidió descubrir qué aspecto tenía el arenero, y una noche en que nuevamente se lo
esperaba, escondióse en el cuarto de trabajo de su padre. Reconoce entonces en el visitante al abogado Coppelius, personaje repulsivo
que solía provocar temor a los niños cuando, en ocasiones, era invitado para almorzar; así, el espantoso arenero se identificó para él con
Coppelius. El padre y su huésped están junto al hogar, ocupados con unas brasas llameantes. El pequeño espía oye exclamar a Coppelius:
«¡Vengan los ojos, vengan los ojos¡», se traiciona con un grito de pánico y es prendido por Coppelius, que quiere arrojarle unos granos
ardientes del fuego a los ojos, para echarlos luego a las llamas. El padre le suplica por los ojos de su hijo y el suceso termina con un des-
mayo seguido por larga enfermedad. Un año después, en ocasión de una nueva visita del «arenero», el padre muere en su cuarto de
trabajo a consecuencia de una explosión y el abogado Coppelius desaparece de la región sin dejar rastros.
Esta terrorífica aparición de sus años infantiles, el estudiante Nataniel la cree reconocer en Giuseppe Coppola, un óptico ambu-
lante italiano que en la ciudad universitaria donde se halla viene a ofrecerle unos barómetros, y que ante su negativa exclama en su jer-
ga: «¡Eh! ¡Nienti barometri, niente barometri! -ma tengo tambene bello oco… bello oco.» El horror del estudiantes se desvanece al ad-
vertir que los ojos ofrecidos no son sino inofensivas gafas; compra a Coppola un catalejo de bolsillo y con su ayuda escudriña la casa veci-
na del profesor Spalanzani, logrando ver a la hija de éste, la bella pero misteriosamente silenciosa e inmóvil Olimpia. Al punto se enamora
de ella, tan perdidamente que olvida a su sagaz y sensata novia. Pero Olimpia no es más que una muñeca automática cuyo mecanismo es
obra de Spalanzani y a la cual Coppola -el areneroha provisto de ojos. El estudiante acude en el instante en que ambos creadores se
disputan su obra; el óptico se lleva la muñeca de madera, privada de ojos, y el mecánico, Spalanzani, recoge del suelo los ensangrentados
ojos de Olimpia, arrojándoselos a Nataniel y exclamando que es a él a quien Coppola se los ha robado. Nataniel cae en una nueva crisis
de locura y, en su delirio, el recuerdo de la muerte del padre se junta con esta nueva impresión: «¡Uh, uh, uh! ¡Rueda de fuego, rueda de
fuego! ¡Gira, rueda de fuego! ¡Lindo, lindo! ¡Muñequita de madera, uh!… ¡Hermosa muñequita de madera, baila… baila…!» Con estas
exclamaciones se precipita sobre el supuesto padre de Olimpia y trata de estrangularlo.
Restablecido de su larga y grave enfermedad, Nataniel parece estar por fin curado. Anhela casarse con su novia, a quien ha
vuelto a encontrar. Cierto día recorren juntos la ciudad, en cuya plaza principal la alta torre del ayuntamiento proyecta su sombra gigan-
tesca. La joven propone a su novio subir a la torre, mientras el hermano de ella, que los acompaña, los aguardará en la plaza. Desde la
altura, la atención de Clara es atraída por un personaje singular que avanza de hallar en su bolsillo, y al punto es poseído nuevamente por
la demencia, tratando de precipitar a la joven al abismo y gritando: «¡Baila, baila, muñequita de madera!» El hermano, atraído por los
gritos de la joven, la salva y la hace descender a toda prisa. Arriba, el poseído corre de un lado para otro, exclamando: «¡Gira, rueda de
fuego, gira!», palabras cuyo origen conocemos perfectamente. Entre la gente aglomerada en la plaza se destaca el abogado Coppelius,
que acaba de aparecer nuevamente. Hemos de suponer que su visión es lo que ha desencadenado la locura en Nataniel. Quieren subir
para dominar al demente, pero Coppelius dice, riendo: «Esperad, pues ya bajará solo.» Nataniel se detiene de pronto, advierte a Coppe-
lius, y se precipita por sobre la balaustrada con un grito agudo: «¡Sí! ¡Bello oco, bello oco!» Helo allí, tendido sobre el pavimento, su ca-
beza destrozada…, pero el hombre de la arena ha desaparecido en la multitud.
El estudio de los sueños, de las fantasías y de los mitos nos enseña, además, que el temor por la pérdida de los ojos, el miedo a
quedar ciego, es un sustituto frecuente de la angustia de castración. Nos atreveremos a referir el carácter siniestro del arenero al com-
plejo de castración infantil.
El carácter siniestro sólo puede obedecer a que el «doble» es una formación perteneciente a las épocas psíquicas primitivas y
superadas, en las cuales sin duda tenía un sentido menos hostil. «El doble» se ha transformado en un espantajo, así como los dioses se
tornan demonios una vez caídas sus religiones. Otras situaciones que tienen en común con la precedente el retorno involuntario a un
mismo lugar, aunque difieran radicalmente en otros elementos, producen, sin embargo, la misma impresión de inermidad y de lo sinies-
tro. Sólo el factor de la repetición involuntaria es el que nos hace parecer siniestro lo que en otras circunstancias sería inocente.
La actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inheren-
te, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un
impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las
tendencias del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico.
Si la teoría psicoanalítica tiene razón al afirmar que todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es
convertido por la represión en angustia, entonces es preciso que entre las formas de lo angustioso exista un grupo en el cual se pueda
reconocer que esto, lo angustioso, es algo reprimido que retorno. Esta forma de la angustia seria precisamente lo siniestro, siendo en-
tonces indiferente si ya tenía en su origen ese carácter angustioso, o si fue portado por otro tono afectivo. En segundo lugar, si esta es
realmente la esencia de lo siniestro, entonces comprenderemos, que el lenguaje corriente pase insensiblemente de lo “Heimlich” a su
contrario, lo “Umheimlich”, pues esto último, lo siniestro, no seria realmente nada nuevo, sino mas bien algo que siempre fue familiar a
la vida psíquica y que solo se tornó extraño mediante el proceso de su represión.
La biología aun no ha logrado determinar si la muerte es el destino ineludible de todo ser viviente o si solo es un azar constante,
pero quizá evitable, en la vida humana. Nuestro inconsciente sigue resistiéndose, hoy como antes, a asimilar la idea de nuestra propia
mortalidad. Dado que casi todos seguimos pensado al respecto igual que los salvajes, no nos extrañe que el primitivo temor ante los
muertos conserve su poder entre nosotros y este presto a manifestarse frente a cualquier cosa que lo evoque.
Lo siniestro se da, frecuentemente y fácilmente, cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que ha-
bíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real; cuando un símbolo asume el lugar y la importancia de lo simbolizado y así
sucesivamente.
Puede ser verdad que lo unheimlich, lo siniestro, sea lo heimlich-heimisch, lo «íntimo-hogareño» que ha sido reprimido y ha re-
tornado de la represión, y que cuanto es siniestro cumple esta condición. Pero el enigma de lo siniestro no queda resuelto con esta fór-
mula. Evidentemente, nuestra proposición no puede ser invertida: no es siniestro todo lo que alude a deseos reprimidos y a formas del
pensamiento superadas y pertenecientes a la prehistoria individual y colectiva.
Para provocar el sentimiento de lo siniestro es preciso que intervengan otras condiciones. Lo restante probablemente requiera
ser estudiado desde el punto de vista estético; pero nuestro concepto, según el cual lo unheimlich, lo siniestro, procede de lo heimisch,
lo familiar, que ha sido reprimido.
Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando
convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación.
FREUD, Sigmund. Duelo y melancolía (1917)
El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces,
como la patria, la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía. a
pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado
patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y
aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo ex-
terior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en
autorreproches y autodenigraciones y se extrema basta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se aproxima a nuestra com-
prensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Fácil-
mente se comprende que esta, inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja para
otros propósitos y otros intereses.
¿En qué consiste el trabajo que el duelo opera? El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de
él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia. Esa re-
nuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis
alucinatoria de deseo.'' Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse
enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura. Cada uno de los recuerdos y cada una de
las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libi-
do." Una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido.
La melancolía es evidente que también ella puede ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado; en otras ocasiones, pue-
de reconocerse que esa pérdida es de naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto. La pérdida ocasionadora de la
melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pér-
dida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En la melancolía la pérdida desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la inhi-
bición que le es característica. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento
yoico {Ichgefühl}, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al
yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera
repulsión y castigo. El cuadro de este delirio de insignificancia se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento,
en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida.
Se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los autorreproches como reproches contra un objeto de amor,
que desde este han rebotado sobre el yo propio. Sus quejas {Klagen] .son realmente querellas [Anklagcn], en el viejo sentido del término.
Ellos no se avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en e! fondo lo dicen de otro.
Hubo una elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por obra de una afrenta real o un desengaño
de parte de la persona amada sobrevino un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado no fue el normal, que habría sido un
quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro distinto, que para producirse parece requerir varias condicio-
nes. La investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada, pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró
sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado. La
sombra del objeto cayó sobre el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular ^ como un objeto, como el obje-
to abandonado. De esa manera, la pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona
amada, en una bipartición entre el yo crítico y el yo alterado por identificación.
Tiene que haber existido, por un lado, una fuerte fijación en el objeto de amor y, por el otro y en contradicción a ello, una escasa
resistencia de la investidura de objeto. Esta contradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cumplido sobre una base narci-
sista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificultades.
La melancolía toma prestados una parte de sus caracteres al duelo, y la otra parte a la regresión desde la elección narcisista de
objeto hasta el narcisismo. Si el amor por el objeto —ese amor que no puede resignarse al par que el objeto mismo es resignado— se
refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando
en este sufrimiento una satisfacción sádica. La investidura de amor del melancólico en relación con su objeto ha experimentado un des-
tino doble; en una parte ha regresado a la identificación, pero, en otra parte, bajo la influencia del conflicto de ambivalencia, fue trasla-
dada hacia atrás, hacia la etapa del sadismo más próxima a ese conflicto.
Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y. . . peli-
grosa. La mancomuna al duelo este rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables.
Pero la melancolía, como hemos llegado a saber, contiene algo más que el duelo normal. La relación con el objeto no es en ella
simple; la complica el conflicto de ambivalencia. Esta es o bien constitucional, es decir, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o
nace precisamente de las vivencias que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto. Por eso la melancolía puede surgir en una gama
más vasta de ocasiones que el duelo, que por regla general sólo es desencadenado por la pérdida real, la muerte del objeto. En la melan-
colía se urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas se enfrentan el odio y el amor, el primero pugna por desatar la
libido del objeto, y el otro por salvar del asalto esa posición libidinal. A estas batallas parciales no podemos situarlas en otro sistema que
el Ice, el reino de las huellas. Ahí mismo se efectúan los intentos de desatadura en el duelo, pero en este caso nada impide que tales
procesos prosigan por el camino normal que atraviesa el Prcc hasta llegar a la conciencia. Este camino está bloqueado para el trabajo
melancólico, quizás a consecuencia de una multiplicidad de causas o de la conjunción de estas.
FREUD, Sigmund. Lo perecedero (1915)
Un joven poeta que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba
condenado a perecer. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, parecíale carente de valor por el destino de
perecer a que estaba condenado.
Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas dis-
tintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad.
Le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de
su valor! Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para
siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. El valor de cuanto bello y perfecto
existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de
su perduración en el tiempo.
La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que
les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhi-
bido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera.
Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar
otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos por qué este desprendi-
miento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus
objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí,
pues, el duelo.
Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, sim-
plemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por
más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y
nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que
aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad.
FREUD, Sigmund. Un trastorno de la memoria en la Acrópolis. Carta abierta a Romain Rolland. (1936)
Cada año, hacia fines de agosto o primeros de septiembre, solía yo emprender con mi hermano menor un viaje de vacaciones
que duraba varias semanas y que nos llevaba a Roma, a otra región de Italia o hacia alguna parte de la costa mediterránea. Mi hermano
es diez años menor que yo. En ese año particular mi hermano me comunicó que sus negocios no le permitirían una ausencia prolongada,
que sólo podría disponer de una semana y que tendríamos que abreviar nuestro viaje. Así, decidimos dirigirnos, pasando por Trieste, a la
isla de Corfú. En Trieste mi hermano visitó a un amigo de negocios. Nuestro amable huésped nos preguntó también acerca de los planes
de viaje que teníamos, y oyendo que pensábamos ir a Corfú, trató de disuadirnos con insistencia: El calor es tal que no podrán hacer
nada. Será mucho mejor que vayan a Atenas.
Al dejar a nuestro amigo triestino nos encontrábamos ambos de extraño mal humor. Compramos pasajes para Atenas como algo
natural, sin preocuparnos en lo mínimo por las supuestas dificultades y hasta sin haber comentado entre nosotros las razones de nuestra
decisión.
Cuando finalmente, la tarde de nuestra llegada me encontré parado en la Acrópolis, abarcando el paisaje con la mirada, vínome
de pronto el siguiente pensamiento, harto extraño: «¡De modo que todo esto realmente existe tal como lo hemos aprendido en el cole-
gio!».
Sería ahora fácil argumentar que el extraño pensamiento que se me ocurrió en la Acrópolis sólo estaría destinado a destacar el
hecho de que ver algo con los propios ojos es cosa muy distinta que oír o leer al respecto. También podríase sostener que, si bien es
cierto que siendo estudiante creí estar convencido de la realidad de Atenas y de su historia, dicha ocurrencia en la Acrópolis me demos-
tró que en el inconsciente no creí tal cosa y que sólo ahora, en Atenas, habría llegado a adquirir una convicción «extendida también al
inconsciente». No; yo creo que ambos fenómenos -la desazón en Trieste y la ocurrencia en la Acrópolis- están íntimamente vinculados.
¿A qué se debe semejante incredulidad frente a algo que promete, por el contrario, procurarnos sumo placer? Por regla general,
las gentes enferman ante la frustración, a consecuencia del incumplimiento de una necesidad o un deseo de importancia vital. Pero en
esos casos sucede precisamente lo contrario: enferman o aun son completamente aniquilados, porque se les ha realizado un deseo po-
derosísimo («too good to be true»).
Simplemente, no atinábamos a creer que nos fuera deparada la felicidad de ver Atenas. «Realmente, no habría creído posible
que me fuese dado contemplar a Atenas con mis propios ojos, como ahora lo hago sin duda alguna».
Surge algo equivalente a la afirmación de que en algún momento de mi pasado yo habría dudado de la existencia real de la
Acrópolis, cosa que mi memoria rechaza por incorrecto y aun como imposible.
Toda esa situación psíquica, aparentemente confusa y difícil de describir, puede resolverse claramente aceptando que entonces,
en la Acrópolis, tuve (o pude haber tenido) por un momento la siguiente sensación: Lo que aquí veo no es real. Llámase a este fenómeno
«sensación de extrañamiento». Hice el intento de rechazar esa sensación, y lo logré a costa de un pronunciamiento falso sobre el pasado.
Estas sensaciones o sentimientos de extrañamiento («desrealizamientos») se los describe como «sensaciones», pero se trata
evidentemente de procesos complejos, vinculados con determinados contenidos y relacionados con decisiones relativas a esos mismos
contenidos.
Dichos fenómenos pueden ser observados en dos formas: el sujeto siente que ya una parte de la realidad, ya una parte de sí
mismo, le es extraña. En el segundo caso hablamos de «despersonalizaciones», pero los desrealizamientos y las despersonalizaciones
están íntimamente vinculados entre sí.
Bastará con que me refiera a dos características generales de los fenómenos de extrañamiento o desrealizamiento. La primera
es que sirven siempre a la finalidad de la defensa; tratan de mantener algo alejado del yo, de repudiarlo. Ahora bien: desde dos direccio-
nes pueden llegarle al yo nuevos elementos susceptibles de incitar en él la reacción defensiva: desde el mundo exterior real y desde el
mundo interior de los pensamientos e impulsos que emergen en el yo.
La segunda característica general de los desrealizamientos -su dependencia del pasado, del caudal mnemónico del yo y de vi-
vencias penosas pretéritas, quizá reprimidas en el ínterin-no es aceptada sin discusión. Pero precisamente mi vivencia en la Acrópolis,
que desemboca en una perturbación mnemónica, en una falsificación del pasado, contribuye a demostrar dicha relación.
Nos topamos con la solución del pequeño problema de por qué nos habíamos malogrado ya en Trieste el placer de nuestro viaje
a Atenas. La satisfacción de haber «llegado tan lejos» entraña seguramente un sentimiento de culpabilidad: hay en ello algo de malo, algo
ancestralmente vedado. Trátase de algo vinculado con la crítica infantil contra el padre, con el menosprecio que sigue a la primera sobre-
valoración infantil de su persona. Parecería que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el propio padre y que tratar de
superar al padre fuese aún algo prohibido.
GARCIA, Gerardo. La extrañeza del encuentro.
Voy a comenzar con el recuerdo de una película: El jardín de fresas. Lo que se relata es un anciano ha perdido a su esposa a un
ser querido y realiza luego un viaje de retorno que tiene la particularidad que vuelve a los lugares de su infancia y de su adolescencia
pero con su edad actual lo cual causa un gran impacto. Esto se trata también en los recortes que voy a hacer en Freud y Lacan.
En Freud respecto de ese retorno tomaré el texto "El trastorno de la memoria en la Acrópolis". Es una carta que Freud escribe a
Romain Rolland en ocasión de que éste cumpliera 70 años. Es una carta abierta que es Freud escribe a sus 80 años. Se trata de un re-
cuerdo de 1904 es decir cuando Freud tenía 48 años. Freud destaca como un trastorno en la memoria cuando llegan a la Acrópolis ya que
se siente completamente desdoblado. Siente una suerte de desrealizacion, algo que no sabe cómo explicarse. Una sensación de extrañe-
za de extrañamiento incluso que lo invaden. Y una frase que surge y esta frase es: "Pero entonces esto es tan real como los cómo nos lo
enseñaron en la escuela?". Sabe que esa frase se le ocurre a él, pero en definitiva, no puede ser el Quien tenga esa ocurrencia. Para con-
cluir con este relato que Freud hace dice, que se trataba, a su criterio de ir más allá, que trataba de ubicar el incesto, de ir más allá del
padre.
Nos vamos a encontrar en Lacan con un hecho de su vida particular que también lo ha afectado. Aquel que cita en el Seminario
de La Angustia. "La Dolce Vita" hacía dos años solamente que acaba de estrenarse y Lacan en ese seminario va hacer hincapié en una
escena, en la última escena. Se trata que luego de una noche, de una noche de orgía (la Dolce Vita es casi siempre filmada en una visión
nocturna, fundamentalmente en Vía Veneto y el cielo casi no aparece). Es de noche y en un castillo ha concluido una orgía. Luego de ese
encuentro desafortunado los personajes van saltando hacia la playa, por el bosque de pinos. Van saltando de sombra en sombra, por el
bosque de pinos hasta encontrarse con ese borde que es el borde del mar. Así en ese borde se encuentran con el monstruo marino con
un pescado que los pescadores han sacado con sus redes y se trata de una suerte de leviatán. Los personajes de esta fiesta se reúnen en
torno a este monstruo marino y uno de ellos propone: "lo podríamos comprar". Y luego de esa frase lo que aparece es una joven en el
otro extremo de la playa vestida de blanco y Marcelo Mastroiani que es el protagonista, vestido de negro, trata de comunicarse con ella
pero el bramido de las olas, justamente, impide que esa comunicación se realice. Esta dimensión del monstruo marino, de esto que apa-
rece en el lago escocés como dice Freud y éste leviatán al borde del mar, nuevamente están en el relato de uno y otro. Incluso hay algo
de la comunicación que se interrumpe y el diálogo interrumpido está presente de Freud a su hermano y aquí de estos dos personajes de
Mastroianni.
Advertí otra correspondencia. En la Dolce Vita hay una escena del traslado de un Cristo en helicóptero desde el Coliseo hasta el
Vaticano. Cuando va naciendo este traslado, en una terraza de unos departamentos, hay unas jóvenes en bikini tomando sol y Marcelo
Mastroianni y otro de los personajes que iban el helicóptero se acercan hasta jóvenes y el Cristo con los brazos abiertos está allí suspen-
dido del helicóptero mientras ellos tratan de comunicarse y de pedirles el número de teléfono. En vez de La Cosa, del monstruo marino,
que acaba de nombrar como la cosa con mayúscula, acá la cosa está representada por este icono por esta imagen de Cristo. Así como la
comunicación entre mastroianni y la joven se ve interrumpida al final de la película, ocurre lo mismo con el ruido que hacen las alas.
2 años después de ese comentario en "Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis" Lacan vuelve a uno de sus recuer-
dos de juventud. Está en Bretaña y está en una pequeña barca con un joven pescador que se llama pequeño Juan. Y Este joven pescador
respecto de una lata de sardina que está flotando en el agua le dice a Lacan: "la ves?", Lacan responde que sí. "Bueno, dice pequeño
Juan, ella no te ve". Y Lacan agrega que ese chiste le causa mucha gracia a este joven pero que a él no, no le causaba ninguna gracia.
Lacan es de principio de siglo, por lo tanto a sus 64 años de edad vuelve sobre este recuerdo donde nuevamente nos encontramos con el
mar y la emergencia de la Cosa marina. Lo que ocurría y no le causaba gracia es que él era un estudiante parisino de la alta burguesía y
que hacía mancha en ese paisaje bretón. Él era esa lata de sardinas, él hacia mancha, él era de ese mismo orden de la mancha, del brillo,
dentro de ese paisaje marino.
A sus 80 años, Lacan vuelve sobre algo que le da vueltas en la cabeza, un trastorno de la memoria puede decirse también es que
le cuesta recordar el nombre del autor de un cuadro. Se trata del Tríptico de San Miguel y el autor es Bramantino. Era discípulo de Bra-
mante por eso recibió el apodo de Bramantino. Es en relación a este cuadro que Lacan trata de recordar porque dice que hay algo que le
da vueltas en la cabeza. Esta la virgen, el niño, un hombre, una suerte de Ángel de espaldas y en el lugar simétrico donde debería haber
una mujer hay una rana panza arriba. No hace ninguna referencia A aquello que le da vueltas en la cabeza y porqué. Porque hay allí un
deslizamiento de la Cosa en relación a la virgen y el niño, a una mujer que estaría allí en definitiva ausente Y nuevamente el tema de la
nostalgia. Es decir de la nostalgia que una mujer no sea una rana.
Voy a terminar ahora con una última referencia. Se trata de un texto de Apollinaire que se llama "El encantador pudriéndose en
la tumba". Y que comienza de una manera extraña porque dice: "que será del corazón entre los que se aman". Solamente en relación a
considerar el corazón como objeto, como la libra de carne extraída lo más cerca posible del corazón, cobró dimensión para mí. Hay algo
de esa interposición que está en juego entre el hombre y la mujer. O entre el hombre y el hombre o la mujer y la mujer. Cada vez que se
pone en juego el diálogo hay esta dimensión de la Cosa en esa posición de interposición que hace que el diálogo no sea simétrico, que el
diálogo no sea en espejo, que el diálogo no sea de Yo a Yo, que el diálogo no sea lineal.
Mujer es la primavera inútil, la sangre derramada, el océano que no tiene fin, el hombre es una suerte de puerco, forma parte de una
manada, le pegan con una vara y entonces mira el sol, le pegan con otra entonces mira la tierra... En definitiva el hombre y la mujer per-
tenecen a dos eternidades diferentes. Hay algo del dolor del diálogo que va a estar siempre presente en nuestra condición polémica y
dividida, en las palabras que nos decimos, que nos lanzamos, que nos susurramos y que quizás esté en el psicoanálisis, en su función, no
reducir esta disparidad.
En el dialogo hay una irregularidad una disparidad y no se trata de reducir esa disparidad sino de hacerla presente. Eso quizás lo que
permitiría que la comunicación que no tenga sólo una función mediadora en donde se trata de reconocer en lo que dice el otro, lo mismo
sino que se trata de reconocer en el otro, lo radicalmente otro. Es decir aquello que se extraño, aquello que es extranjero, aquello que es
una suerte de exilio y que a la vez habita en nosotros.