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La gravidez del ser – Relato erótico

Esta es la historia del eterno duelo entre Eros y Thanatos. Una historia más. Nuestra historia.
Perdí el miedo a morir hace unos siete meses.
Siempre me había gustado fantasear y me había imaginado de todo en mi interior; un pene
descomunal con vaivén eterno, un dildo de porcelana cogido por un arnés de cuero y manejado
por una mujer despampanante que me empotraba sin piedad; mi mano llena de lubricante,
hurgando por montes desconocidos de tacto rugoso, un vibrador droneenorme chorreando
vaselina y buscando mi vagina como si fuera un imán… Pero ¿eso?
Eso… Ya.
El diagnóstico no era alentador. El tumor estaba creciendo en mis entrañas como un asqueroso
sapo. Hablo tantos idiomas que me resultó difícil comprender… El cortocircuito del lenguaje,
tan propio del orgasmo, se manifestó de repente en una consulta médica aséptica. ¡Qué
desperdicio! El ginecólogo se esforzaba en hacerme entender lo que pasaba, hablando
despacito, como si yo fuera un bebé que todavía balbucea. Sé que no le miré, estaba demasiado
ocupada en leer frases absurdas que aparecían como flashes en mi mente.
Mis ojos se posaron, no sé exactamente cuándo, en un póster que representaba la anatomía
humana, colgado de una pared blanca. Inmaculada. Nada que ver conmigo, yo, la sucia, la
maldecida, la enferma. Me preguntaba para mis adentros si podría, antes o después de la
operación, seguir follando. Casi me río en su cara. Creo que fue más un reflejo nervioso que
pura ironía. Pobre hombre. No tenía ni una pizca de psicología ese médico. Tampoco era su
cometido, pero eso lo pensé después.
Cuando me preguntó si tenía alguna duda, las palabras empezaron a salir a borbotones, sin
sentido. Luego, se hizo el silencio hasta que conseguí hablar:
–Pero sí que puedo tener relaciones sexuales, ¿verdad, doctor?
La irreverencia de mi pregunta le cogió por sorpresa y me hizo una señal afirmativa con la
cabeza. Ya estaba todo dicho.
Salí de la consulta con la solemnidad propia de los feligreses que entran en una iglesia; la
cabeza medio gacha, la sonrisa de la Mona Lisa dibujada en mis labios, pero con una certeza:
Dios se estaba burlando de mí.
Los días siguientes, los pasé en la cama, con el móvil, llamando a todos mis amantes de
agenda para anular mis citas. Y lloré. Lloré todo lo que no había llorado durante años.
El séptimo día, por la noche, ocurrió algo curioso. Me levanté, me arreglé y llamé a Fred, un
francés que vivía desde hacía unos cuantos años, como yo, en España. Era lo más parecido a lo
que consideraba un amante oficial.
–¿Nos podemos ver esta noche? –le pregunté, sin más contemplaciones.
Sabía que era mucho pedir, llamándole en el último minuto. Pero tenía algo a mi favor… A
Fred le gustaba el sexo conmigo y sabía que, si tenía otra cosa prevista, la iba a anular con tal
de poder vernos.
«El ego de la moribunda». Pensé.
«No, no me puede decir que no». Recé.
Me sentí despreciable por unos segundos. Oía voltear, al otro lado de la línea, las páginas de un
cuaderno y el rascar de un bolígrafo mientras hablábamos. Lo estaba reorganizando todo para
poder pasar la noche conmigo. Quedamos a las diez.
***
Cuando pasé el umbral de su casa, sabía que estaba radiante. Bajo ninguna circunstancia quería
que se notara nada ni en mi rostro ni en mi actitud. Me había maquillado con esmero, no
demasiado, lo justo para tener buena cara y me había puesto un vestido vintage, muy ceñido en
la cintura, con falda larga tipo midi. Me cogió por la cadera y me levantó, feliz de verme. Y así,
me llevó en brazos hasta la terraza de su ático. Había velas perfumadas en la mesa que
temblaban ligeramente por el viento del mar, que siempre sopla más fuerte en las alturas. Me
pareció tan romántico que tuve que reprimir unas lágrimas que amenazaban con brotar…
Amenazaban con brotar como perlas de nácar.
Empezamos a hacer el amor con rabia en las baldosas de la terraza. No quería perder tiempo.
Lo quería dentro de mí, como si, al penetrarme, pudiera matar al bicho que me estaba
comiendo. Lo acerqué con fuerza y le pedí que me dijera cosas guarras, mientras guiaba su
polla entre mis muslos. No recuerdo haber visto a Fred tan excitado como aquella noche.
El lateral de mis bragas le rozaba, pero no dijo nada. Al contrario, creo que le puso cachondo
porque empujó, sin apartarlas, con más fuerza. Su aliento me quemaba la cara, sus manos
agarraban mis piernas con tanta decisión que pensé que me iba a romper. Cuando relajó un
poco la presión, le dije que “no” con la mirada. Quería que me aplastara contra el suelo frío,
quería que me despedazase en ese mismo sitio, a la vista de todos. Quería desaparecer, bajo el
peso de su cuerpo, por un verdadero propósito. Por algo que tuviera sentido. Gotas de sudor
aparecieron en su frente y empezaron a caer sobre mi cara. La moví ligeramente para que mi
boca pudiera recogerlas. Se puso a reír pero le paré en seco.
–Fóllame con toda la seriedad del mundo –le susurré, vehemente–. ¡Por favor!
Siempre me había gustado Fred porque, en el sexo, estaba atento a mi placer en todo momento.
Aquella noche, follamos como dos lobos feroces que se devoran. Aquella noche no quise
sentirme ligera. Aquella noche quise sentir nuestros cuerpos pesados, llenos, a punto de
reventar… y la torpeza de lo desconocido.
Cuando me desperté, Fred tenía los ojos abiertos. Me miró. Me sonrió. Me levanté para recoger
mis bragas rotas, tiradas en el suelo. Él observaba mi ir y venir. De repente, me dijo que algo
curioso había sucedido esa noche. Puse cara de desconcierto, me froté los ojos para quitar el
resto de rímel corrido, me encogí de hombros y le di un beso en la boca.
Y me fui al mar.
Relatos ero: BDSM
Correctivo – Relato erótico corto (1)
Me había citado a las once de la mañana. Llegué a y diez. Llevaba meses tocándome la moral.
Escribía un relato durante días, ¡días!, lo enviaba a su correo y, quince minutos de reloj
después, lo recibía en el mío plagado de notitas. Ni que me pagara como a Rosa Montero. ¡No
te jode! Y encima, «reunión urgente para pulir detalles». ¡Lo que faltaba!
Blusa de seda, falda de tubo ajustada y stilletos. No por él, claro. Seguro que era el típico editor
de pelo grasiento, barriga sebosa y dientes amarillos; pero después haría una visita sorpresa a
uno de mis amantes. Me moría de ganas de sentarme en su cara, masturbarme contra su perilla
y correrme en sus labios.
Cuando llegué a la editorial, me recibió un cuarentón rapado al cero, cuerpo fibroso y
sonrisa profident. ¡Puf! ¿Y si…? Y si nada. Comenzó a aleccionarme, parapetado tras su mesa,
con voz engolada. Ni me ofreció asiento, ¡qué educado! Aguanté de pie, como una capitana en
la proa del barco, jurando que si no se hundía, yo misma le prendería fuego.
Debí desconectar porque, cuando quise darme cuenta, estaba detrás de mí. Una mano me
acarició los pezones por encima de la blusa; la otra encontró el liguero y jugó con él. Mi
cerebro estaba indignado y mi sexo, húmedo. Se pusieron a discutir acaloradamente hasta que
un azote les interrumpió. Mmmm. Pactaron una tregua, pero él se arrebató. Golpes rítmicos con
la palma rígida y los dedos cerrados. Patético…
Atrapé su mano y le inmovilicé contra la mesa con una llave de aikido.
—No puse en el currículum que soy astable*, ¿verdad?
*Astable: Persona que, en el Spanking, oscila de la posición de azotador a azotado sin
tener ninguna prefijada.

Ella – Relato erótico corto (2)


Despierta. Tensa los músculos y salta como una pantera o cierra los ojos planeando el
encuentro o disfruta acurrucada del placer del nuevo día. Decide que le gusta su olor a recién
levantada o darse una ducha rápida con jabón neutro o tomar un baño de sales; depilarse
totalmente o a la brasileña dejando una fina franja sobre su pubis o dejar su vello sedoso
tapizando su sexo. Se viste. Minifalda, top y botas altas; o falda de tubo, camisa ajustada
y stilletos; o vestido corto de vuelo, fular de seda y sandalias con una flor azul.
Sale. Se dirige al garaje para montar su Harley o coge el taxi que se detiene chirriando con un
simple movimiento de su mano o pasea sin prisas disfrutando del sol que se filtra entre los
árboles.
Llega a la casa de él, mete las llaves en la cerradura y entra. Le espera agazapada entre las
sombras de la entrada o en el sofá del salón con un Chardonnay o regando las plantas
moribundas de su terraza.
Él llega. Presiente que está allí antes de entrar. La mira a los ojos. Entiende.
Se arrodilla, sube la falda de cuero y hunde la cara en su sexo. Ella eleva la pierna, clava el
tacón en su hombro y le atenaza para follarse mejor su boca. Chupa su vulva, la penetra con la
lengua y hunde sus dedos en su culo. Ella se masturba contra su barba, acelera el ritmo y se
corre en su lengua.
O le quita la copa de vino, la levanta con fuerza y la gira contra la mesa. Ella pega sus pechos al
cristal, alza la cadera y separa las piernas. Ata sus manos con su cinturón, la azota por encima
de la falda y luego la levanta para golpear la piel desnuda. Ella gime y suplica, pero sigue
azotándola hasta que se corre entre estertores, cuando el semen quema sus glúteos.
O la abraza con ternura, la lleva en volandas a la habitación y la besa sin tiempo. Ella le
desnuda con rubor en las mejillas, acaricia su pecho y le aprieta contra los suyos. Recorre cada
poro con los dedos, juega con el vello ensortijado y la penetra con suavidad. Ella besa su nariz,
sus párpados, sus mejillas y susurra un «Te quiero» cuando llega al orgasmo.
Luego, le da un beso tenue y fugaz y se marcha o disfruta del aftercare y de otra copa
de Chardonnay o se acurruca entre sus brazos hasta que amanece.
Llega a casa. Se desnuda. Entra en mi pecho. Se ovilla. Duerme.

Otto, El Guardián
Entre las piernas dobladas de aquella mujer, tan largas que parecían haber menguado el techo
de la habitación, Sergio, en un lado de la cama, apenas podía entrever un pubis poblado de
vello oscuro, negro, tan negro como las fauces de Otto. Aun así, podía escuchar perfectamente,
eso sí, los dedos que entreabrían los redondos y turgentes labios de su vulva, y que se
sumergían en los húmedos preliminares de su firme vagina, resbalando por el untuoso caudal
que su sexo hacía emerger. Pero a pesar del excitante ruido, Sergio no podía apartar la mirada
de esa otra visión que tenía enfrente; la boca de Otto, chorreante de babas por entre sus labios
oscuros y colgantes en los que se apreciaba, argénteo en la penumbra, el brillo de una dentadura
blanca y firme, dispuesta a reducir a la nada cualquier cosa que se introdujera en ella.
Sergio comenzó, sin embargo, a descalzarse bajo la atenta mirada de Otto que, a cada gesto
suyo, respondía con un sostenido sonido gutural. Una gota de sudor cayó de su frente sobre su
camisa, en ese duelo inhumano entre la boca del perro y la entrepierna de ella. Se secó,
lentamente, con el dorso de la mano. Cuando consiguió desabrocharse el cinturón, el gruñido de
Otto se hizo más fuerte, así como el gemido de placer de ella. Mientras Sergio dejaba su camisa
sobre el suelo, Otto hizo ademán de levantarse y emitió un nuevo gruñido, pero esta vez, lo
hizo con la boca abierta y mostrando una dentadura que podía haber cortado el cable de
sujeción del Golden Gate. Sergio se debatía entre mirar el cuerpo que yacía en la cama,
temblando de placer, o sostener la mirada de la bestia que amenazaba, en cualquier momento,
con acabar con él.
El divino cuerpo empezó a retorcerse, el ritmo de su respiración se aceleraba, sus dos pequeños
seños apuntaban, con los pezones como arietes, al cielo. Sergio, con un zapato puesto y otro
quitado, con el cinturón desabrochado y sin camisa, empapado ya en sudor sin haber estrechado
todavía este cuerpazo frente a él; tembloroso e intentando tragar saliva, hizo el gesto de
acercarse, despacito, hacia aquella jugosa entrepierna, de la que parecían brotar todos los
placeres del mundo y que se encontraba apenas a unos centímetros de las fauces de Otto.
Entonces, no hubo duda.
El gemido celestial que ella profirió al alcanzar el orgasmo sobrecogió a Sergio, pero, más aún,
le sobrecogió el poderosísimo ladrido de Otto que, puesto en pie, se abalanzó sobre él como un
licántropo hambriento.
Sergio dejó la camisa, el zapato y la duda, y echó a correr por el pasillo notando el calor y el
aliento de aquella bestia. La noche ya no se estaba portando bien con él. Al cerrar la puerta y
notar el impacto del perro contra ella en su interior, Sergio siguió corriendo escaleras abajo,
portal abajo, avenida abajo.
El perro dio media vuelta, tranquilo, hasta llegar a la habitación de su ama; olfateó el zapato
que había abandonado Sergio en su huida, y empezó a jugar con él como si de un osito de
peluche se tratara. Ella, medio ensoñada todavía por el maravilloso orgasmo, extendió la mano
hasta acariciarle la cabeza.
Agua – Relato erótico
Semana de vacaciones. ¿Playa o montaña? Gente apiñada en la arena, chiringuitos oliendo a
fritanga, orquestas de tercera… No, gracias. Parajes solitarios, comida casera, canto de los
grillos… Sí, quiero.
El hotel rural se parecía a las fotos de la web como una hamburguesa a las del Burguer King.
Rústico era, ¡para qué negarlo! Y cutre, y sucio, y decorado con un estilo ecléctico que haría
palidecer a la casa de Alaska y Mario. «Sé agua, Brenda», repetía como un mantra mientras
deshacía la maleta.
Decidí dar un paseo. Ejercicio tonificante, aire puro, naturaleza salvaje. Y tan salvaje…. Media
hora después tenía los muslos crucificados de picaduras de mosquitos y arañazos de zarzas
silvestres. «Sé agua, Brenda. Agua».
Seguí las instrucciones del mapita que me dieron en el hotel y llegué al río. No había ni un
alma, así que me tumbé en top-less para disfrutar de los rayos de sol. Fundido en negro. Una
voz me sacó de los brazos de Morfeo.
—Señora, está prohibido tomar el sol desnuda —¡Uy, “señora”! Uy, “prohibido”! Mal asunto.
Abrí los ojos, dos miembros de la Guardia Civil me observaban con cara de pocos amigos. Me
dieron ganas de decirles «Agentes: ¿Hay algo que pueda hacer para librarme del castigo?», pero
noté que no estaban para bromas, así que me tapé con una toalla y cogí la multa sin rechistar.
La orilla se había llenado de gente. Per-fec-to. Me puse la parte de arriba del bikini y mis
pechos aullaron. Los tenía rojos como tomates. «Sé agua, Brenda. Agua». Agua, ¡por Dios, sí!
Urgía un chapuzón, pero no quería bañarme al lado de las familias que me miraban como si
fuera Is-Dahut reencarnada, así que me alejé. Entré resuelta en un rincón apartado, resbalé con
el limo y me di un costalazo contra las rocas. Intenté levantarme con toda la dignidad del
mundo, pero no pude. ¡Ay!, me había torcido el tobillo.
Y ahí estaba yo, con el agua hasta el cuello, cuando un ángel de ojos azules, cabello rubio
encrespado y cuerpo perfecto me alzó en volandas para llevarme al paraíso del Señor. Me
había matado, estaba claro. Al final resultó que era un miembro de la Cruz Roja de vacaciones,
que me depositó con mimo sobre la toalla, mientras insistía, preocupado, en examinar la lesión.
—Te va a doler —Asentí y aguanté.
Dolía, sí, pero sus manos eran suaves y, poco a poco, el dolor se fundió con el placer. Me
excité. Deseé que apretara, que acariciara, que apretara de nuevo arrancándome una súplica,
una orden, un gemido. Que una de sus manos, (suave, sí) se deslizara por mis piernas hasta las
ingles, que sus dedos se hundieran en mi interior, que me follaran despacio mientras los dedos
de la otra apretaban el tobillo. Placer, dolor, placer, dolor, placer…
Mi sexo estaba húmedo; mis pezones, enhiestos; mis labios, entreabiertos. Exudaba deseo. Él
no. Me miró con ojos azules como el hielo y me dijo, serio, que tenía que llevarme al hospital
para que me curaran. Tonta, tonta, tonta. No eres agua, sino lodo. Tonta, tonta, tonta…
Diagnóstico: Esguince. Tratamiento: Vendaje y reposo obligado. Maravilloso. Tumbada boca
arriba, dopada con calmantes, observaba el techo de aquella habitación infame maldiciendo mi
idea de veraneo alternativo. Unos golpes resonaron en la puerta. Me acerqué cojeando y abrí. El
ángel sonreía en el umbral.
—¿Te encuentras mejor?
—De vicio.
—Estamos de mal humor, ¿eh?
—Perdona. Gracias por venir. Pasa —Él no tenía la culpa de que me sintiera estúpida—. Te
ofrecería algo de beber, pero no queda nada en el mueble-bar —dije, señalando al vacío.
Sonreí. Sonrió.
—Déjame mirar ese tobillo.
Me senté en la cama y él se arrodilló. Sus manos examinaron el vendaje con delicadeza. Volví a
excitarme y separé las piernas. Me miró, con ojos azules como el cielo, y deslizó los
dedos hasta los muslos acariciando los moratones, las picaduras, los arañazos. Sus labios
siguieron su estela, separaron el tanga y se hundieron en mi sexo. Lamió, chupó, mordió, lamió,
chupó… y yo cabalgué, aferrada a su pelo.

El ocaso del imperio de los sentidos:


dominación sensual
Carolina volvió con dificultad del estado onírico en el que estaba sumida tras el orgasmo. El
hombre de los tatuajes se había alejado de ellos, solo sentía el calor de Miguel junto a ella y su
respiración agitada.
—Quítame la venda —murmuró con dificultad. Parpadeó un par de veces antes de abrir sus
ojos verdes a la luz sensual de la enorme sala, donde todos los integrantes parecían estar a años
luz de allí.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Miguel, jugueteando con los dedos por la línea de su cadera.
Carolina compuso un gesto de extrañeza. Percibía todo con una claridad y una nitidez extraña.
Sentía que sus percepciones estaban exacerbadas y se giró hacia Miguel con movimientos
pausados.
—Desátame.
Mientras él deslizaba la seda por sus antebrazos para deshacer los nudos que la mantenían
inmovilizada, paladeó en su boca el recuerdo de la última vez que había degustado la piel de
Miguel. Escuchaba su respiración, ya más pausada, y ahí donde la tocaba, dejaba una estela de
fuego sobre su piel desnuda. Su aroma masculino la inundó, provocando un ardor en la yema de
sus dedos.
—Necesito tocarte. Ahora es mi turno.
Su tono no admitía discusión, pero Miguel dudó unos segundos. Carolina sabía que le costaba
ceder el control, aunque cuando lo hacía, se transformaba en ese esclavo que no sabe que lo es.
Ideal. Sublime.
Tras abrazarse un instante sobre el sofá, Carolina se irguió y le tendió la mano. Lo condujo
hasta el rincón de la sala más recogido e íntimo, sorteando a algunos asistentes como maniquíes
de atrezo, hasta una pequeña plataforma donde hacía poco se desarrollaba una escena de
Shibari. Descartó las cuerdas de inmediato, conocía las manías de Miguel de no usar nada que
no le perteneciera, y eligió unas muñequeras de cuero y acero. Serían perfectas.
—Ven aquí, Miguel —ordenó Carolina. El vestido seguía enrollado en su cintura, las bragas
estaban empapadas y exhibía los pechos sobre las copas del sujetador. Ella ya había activado el
modo dominación y aquellos muñecos no la iban a juzgar. Solo tenía un objetivo: que Miguel
obedeciera. Él obedeció.
Lo situó de pie justo bajo el punto de suspensión. Como un tiburón cercando a su presa,
Carolina lo rodeó apoyando tan solo la punta de los dedos sobre sus hombros. Cuando llegó de
nuevo frente a él, los dos sonrieron, cómplices. Volver a los lugares comunes era bienvenido.
Pese al paso del tiempo, habían sabido reinventarse.
Desabrochó uno a uno los botones de su camisa. Eran tan pequeños que hacían daño en los
dedos. Contempló su abdomen firme y musculado, enmarcado por la tela blanca, y llevó ambas
manos hasta el encuentro de sus pectorales. Apoyó las palmas. El calor que trasmitía, el subir y
bajar de su pecho al ritmo de su respiración agitada se le antojó la definición misma de la vida.
Con lentitud desesperante, deslizó la prenda sobre sus hombros, luego sus brazos y dejó su
torso desnudo. Por un segundo, quiso abandonar la sesión que disfrutaban para apoyar la
mejilla en él y refugiarse entre sus brazos, como tantas veces había hecho en el pasado. Pero ya
habría tiempo para eso.
—Dame las manos —pidió con un murmullo dulce, ya con el control de sus propias emociones.
Tener las manos masculinas entre las suyas disparó de nuevo su excitación. Manos fuertes,
elegantes, varoniles. Con venas prominentes y uñas bien cuidadas. Cerró los ojos al evocar todo
lo que esas manos, que para ella eran fetiche, provocaban en su cuerpo. Acarició las palmas con
los pulgares en un movimiento circular y entrelazó los dedos, notando en el interior de sus
muslos la réplica de la caricia. Miguel jadeó. También estaba excitado.
Colocó las tiras de cuero sobre sus muñecas, buscó las cintas de seda en sus bolsillos, y las
introdujo por las anillas de acero. Sus brazos ya estaban restringidos. Ahora solo necesitaba atar
las cintas al punto de suspensión.
Uno de los maniquíes, ahora ya reconvertido en hombre, señaló una pequeña banqueta.
Carolina sonrió, dándole las gracias. Pero primero, debía despojar a Miguel de su mirada.
—Buenas noches —susurró junto a su oreja, para después vendarle los ojos. Miguel esbozó una
sonrisa que alzó tan solo un milímetro la comisura de sus labios. No dijo nada. Sabía ser
paciente. No como ella, pensó Carolina, que a esas alturas ya habría lanzado al aire mil
preguntas inconexas.
Se quitó los tacones, subió a la banqueta, y estiró los dedos para alcanzar la gruesa argolla de
acero que pendía de una cadena del techo. Para atar las cintas tuvo que pegarse a Miguel.
Protestó airada cuando él hundió el rostro entre sus pechos. La barba tenue que adornaba su
mentón la hizo estremecer de placer. Ya habría tiempo para eso.
Cuando descendió, el cuerpo de Miguel se exhibía bajo la luz estratégica que adornaba el
rincón de ataduras. El haz arrancaba de su piel misteriosos reflejos dorados. Con la punta de su
índice, Carolina dibujó la línea de sus clavículas y el encuentro de sus pectorales. Rodeó, como
una niña en un juego, la cuadrícula sutil de sus abdominales. Trazó, fascinada, espirales en
torno a sus pezones y a su ombligo.
—Carolina…
El tono de advertencia la hizo reír, y depositó un beso en su boca entreabierta.
—Ya voy —rió divertida, pero su cuerpo era demasiado intrigante y adictivo como para
ignorarlo sin más. Quería recrearse.
Continuó por su espalda y hundió los dedos en los trapecios, siguiendo las líneas definidas de
tensión. Trazó una estela de besos húmedos sobre su cuello, arrancándole un gruñido
impaciente. Era uno de sus puntos débiles y se entregó a su nuca y sus hombros con dedicación.
Pronto atacaría más zonas vulnerables.
Apretó contra él los pechos desnudos, abarcando con sus brazos el contorno de su tórax. Todo
su cuerpo parecía arder, percibía el retumbar de su corazón, ya acelerado, y sintió la urgencia
de precipitar la situación.
Quería someterlo. Quería rendirlo. Quería verlo acabado… de placer.
Volvió frente a él, con una nueva determinación. Mordió sus labios, su mentón, y arrastró la
boca por la bisectriz de su cuerpo hasta caer de rodillas en la gruesa alfombra. Sus manos
ávidas desabrocharon el cinturón y el pantalón, que pendieron un segundo de sus caderas para
terminar después en sus tobillos.
Carolina frotó su rostro sobre la erección, aún cubierta por el bóxer. La liberó. El aroma
almizclado de su sexo hizo que su boca se hiciera agua, y no hizo esperar a su festín. Fijó la
base con una mano y abarcó el pene sólido de Miguel en su boca con deleite. Él jadeaba. Notó
sus rodillas ya menos firmes al desplazar la otra mano por sus corvas. Sabía lo que iba después.
Carolina jugueteó con los dedos entre sus muslos, ascendiendo con calma hasta llegar a la zona
firme tras sus testículos. Presionó. Miguel soltó un gruñido casi angustioso. Sabía que la
rendición se acercaba. Carolina soltó su presa, llevó los dedos hasta sus labios y los cubrió con
saliva. Y los devolvió a su lugar entre los glúteos de piedra de él.
—¡Carolina! —suplicó Miguel, cuando ella acarició su orificio anal con pericia, e introdujo tan
solo la yema de dos dedos en su interior.
Volvió a acoger el pene entre sus labios. Con calma. Con cadencia. Con esmero. Era más fácil
cuando sincronizaba los dos movimientos, y así lo hizo. Hacía entrar y salir la erección de
Miguel de su boca. Movía los dedos con suavidad, pero con firmeza por su canal anal. Buscó el
relieve misterioso que lo haría tocar las estrellas, y lo masajeó con pericia. Las rodillas de
Miguel temblaron, sus gemidos subieron en intensidad. Movió la cabeza de un lado a otro y
Carolina alzó la vista. La venda se había deslizado descubriendo sus ojos, y conectó con la
mirada animal de Miguel. Pero él apretó los párpados con fuerza, al tiempo que murmuraba una
plegaria al universo. Carolina había aumentado la velocidad de su trabajo y se preparó.
Miguel exhaló un grito agónico al correrse en su boca. Sus rodillas dejaron definitivamente de
sostenerlo y la cadena dio un chasquido seco y metálico cuando quedó colgado de las muñecas.
Su cuerpo se deshacía en espasmos de pura lujuria. El orgasmo lo había azotado con toda la
fuerza de aquel estímulo infernal. Porque en esos momentos, Miguel sentía que iría derecho al
infierno del placer.
Carolina sonrió, con el pene aún dentro de su boca. Miguel estaba acabado. Se incorporó,
trepando por su anatomía, y lo abrazó con fuerza. Él continuaba inmóvil, intentando recuperar
el resuello.

Aquella voz… – Relato erótico


Todo empezó con un corte en la ADSL.
–Le paso con un operador, por favor no se retire…
Teresa se impacientaba. Estaba harta de tener que informar a una cinta pregrabada de la
incidencia y su humor ya no estaba para matices. Necesitaba mostrar de manera taxativa su
malestar a alguna persona de carne y hueso.
Por fin, tras haber pulsado más de una decena de números, la grabación daba paso a un
operador en vivo. Teresa estaba tan encendida que ni siquiera prestó atención a su nombre, y
desparramó toda la ira contra él, luego de oír el clásico “¿En qué puedo servirle?”. A la queja
real o el cómo esa anomalía de la Red la perjudicaba en su trabajo, siguió la más que razonable
pataleta de todo usuario: la incompetencia de la compañía suministradora, las tarifas abusivas,
la ineficiencia del servicio de atención al cliente… Hasta que su interlocutor encontró la
oportunidad para romper el silencio, al otro lado del teléfono.
–Por favor, Srta. Teresa, cálmese, ya verá como usted y yo podemos poner fin a esta
desagradable situación.
Y algo sorprendente ocurrió; Teresa se calmó. Atendió en silencio todas las indicaciones de su
interlocutor mientras sentía, asombrada, como la excitación se iba apoderando de ella a medida
que aquella voz le hablaba, le acariciaba los oídos y se filtraba en lo más profundo de sus
entrañas. Teresa apenas podía balbucear alguna respuesta a las preguntas que la voz le
formulaba. Mientras, sus dedos, de manera casi autónoma, empezaron a juguetear por entre los
recovecos de su vulva, proporcionándole un placer hasta entonces desconocido. Apenas
pudo musitar una despedida tras solucionar el problema. Cuando la comunicación se cortó, y
tras sentirse avergonzada con ella misma por su irreprimible arrebato libidinal, algo le
acongojó; no había retenido el nombre de la persona que había tras aquella voz.
Los días siguientes, y pese a que efectivamente el problema en su línea ADSL había quedado
resuelto, volvió a llamar de manera casi compulsiva al servicio de atención al cliente,
empleando las más diversas argucias para intentar por todos los medios que, aún sin saber su
nombre, pudieran volverle a pasar con la persona que la había atendido. Suplicó, se enfadó, se
hizo pasar por la pariente de un alto responsable de la compañía telefónica… pero nada surgió
efecto. A cada nuevo intento le seguía un deseo irreprimible por masturbarse; fantaseaba con
aquella voz que se le había grabado en lo más profundo, aunque el resultado nunca volvería a
ser el mismo. Una semana después, desistió de su intento por volver a contactar con aquella
voz.
Desde entonces, nada había sido igual. Los amantes agendados perdieron todo el sabor para
ella. Así que, fueron cayendo uno tras otro. Se suplían; compañeros de trabajo, amigos de
amigos, encuentros casuales… hasta que Teresa se dio cuenta de una cosa. Lo que hasta
entonces hubiera guiado la elección de sus amantes y hubiera encendido su deseo, ahora había
sido sustituido, casi exclusivamente, por la voz, por una proximidad lo más cercana posible a
aquella voz original que se había convertido en la única dueña de sus deseos sexuales. Y fue
cuando Teresa descubrió que no existen dos voces humanas iguales, o lo que es lo mismo, se
dio cuenta de que nunca encontraría la fuente originaria de su placer, en ningún otro humano
que no fuera aquel interlocutor.
Sedujo a uno de los más prestigiosos psicoanalistas del país para intentar reconducir su deseo
hacia los parámetros anteriores a oír la voz… pero sin éxito. Ni en el diván ni en la cama. El
discurso le sonaba interesante, pero las palabras que lo articulaban la aburrían, y en la cama…
bueno, en la cama, todo él le aburría. Y así fueron pasando, unos tras otros, distintos amantes,
por el cuerpo de Teresa. De cantantes a locutores radiofónicos, de actores a un logopeda que
aseguraba poder transformar la voz de cualquier ser humano en la que él quisiera y, en medio,
cualquiera cuyo timbre pudiera recordarle, aunque fuera vagamente, a aquel operador
telefónico.
En mayor o menor medida, todas esas experiencias fueron desastrosas, hasta ayer. Porque ayer,
algo completamente inesperado le sucedió a Teresa.
Mientras intentaba enviar un informe desde el correo personal de su casa, la conexión a
Internet volvió a fallar. Y, de nuevo, tras la comunicación con la cinta pregrabada le pasaron
con un operador. Y, cuando la voz medio gangosa y con acento extranjero de su interlocutor,
que en nada se parecía a la voz anhelada, le preguntó; “¿En qué puedo ayudarle?”, Teresa
sintió que todo el deseo volvía a apoderarse de ella, que todos los poros y orificios de su cuerpo
se entreabrían y que sus dedos temblorosos empezaban a recorrer su cuerpo, como una frenética
araña hambrienta de su gozo.

Y aullando entre los espasmos rítmicos de su vagina, Teresa creyó comprender algo de su
deseo.
El imperio de los sentidos (II): oler sonidos, escuchar aromas –
Relatos eróticos
Carolina protestó con un gemido cuando Miguel interrumpió la dulce caída en el orgasmo a la
que sus manos la estaban llevando, pero él se mostró implacable.
—Has roto las reglas —repitió susurrando junto a su cuello—. ¿Sabes lo que va a pasar ahora?
Su aliento cálido generó una corriente de placer que descendió hasta sus pechos desnudos, y
después hasta su sexo. Se humedeció los labios y negó con la cabeza.
—Ven conmigo.
Carolina caminó incómoda por el clímax frustrado hacia donde Miguel la dirigía. Tenía los
brazos unidos tras la espalda, y él la retenía con firmeza. No le quedaba mucho margen de
movimiento. Juntos se acercaron hasta el rincón amueblado con dos grandes sofás granates de
capitoné. Tres parejas compartían piel, fluidos y caricias ardientes, pero se detuvieron a
observarlos durante unos segundos con sonrisas lascivas y lánguidas, que invitaban a sumarse
al frenesí, pero al ver que solo miraban, dejaron de prestarles atención.
Una de las mujeres, recostada en el sofá, acogía entre sus muslos abiertos la devoción de otra
en un delicado cunnilingus, mientas acariciaba los pectorales de un hombre que a su vez
penetraba con lentitud desesperante a su compañera. Otra pareja se masturbaba mutuamente,
acunándose entre besos y confidencias, en un ritmo pausado. Pero Carolina detuvo la mirada en
un enorme ejemplar masculino, tatuado y perforado de la cabeza a los pies. Lo devoró con la
mirada extasiada y curiosa de una niña descubriendo un prodigio: la tinta dibujaba su cuerpo
musculado, dejando libres tan solo las manos, el cuello y el rostro. El acero perforaba sus
pezones, el glande. La piel que contenía sus pesados testículos estaba decorada con una hilera
de anillas brillantes. Miguel tensó el agarre sobre sus brazos y Carolina se envaró.
—¿Ves bien lo que ocurre? ¿Quieres tocar?
—Sí —respondió Carolina con un susurro casi agónico.
—No. Tu castigo será doble, no podrás ver ni tocar.
Sacó del bolsillo de su americana las cintas negras de seda que los acompañaban allá donde
fueran, y colocó una de ellas sobre sus ojos ciñéndola con firmeza. Carolina jadeó cuando
Miguel la mantuvo de pie, tan cerca de los sofás que podía percibir el olor almizclado y
punzante de los sexos a su alrededor, mezclado con perfume caro y otros aromas misteriosos.
Cuero, lubricante, fluidos, piel masculina, sexo femenino… inspiró con calma, y la mezcla se le
subió a la cabeza como un vino joven, embriagándola hasta sentir que sus percepciones se
magnificaban.
—Vamos a acercarnos más —susurró Miguel. Carolina notó con claridad en el tono de su voz
que estaba excitado. El matiz era ronco y grave, las palabras arrastradas y oscuras.
Se dejó acomodar en uno de los sofás, y extendió la mano para asegurar que él estaba allí. No
se había sentado junto a ella, pero Miguel la sujetó por las muñecas y deslizó otra de las cintas
de raso entre sus manos. Saberse inmovilizada aumentó la excitación y el temor, y exhaló una
queja débil, pero Miguel no se detuvo.
—Me voy a asegurar de que cumplas las reglas. No mirar… y tampoco tocar.
En unos pocos minutos la tuvo a su merced en el sofá. Los brazos extendidos hacia arriba y
hacia atrás, rodeando el respaldo, y los muslos abiertos al tener los tobillos atados en las patas
del sofá. Una postura que la dejaba inmovilizada, y totalmente expuesta.
Sin posibilidad de ver nada e inmovilizada, el resto de sus sentidos se agudizó. Pronto comenzó
a distinguir gemidos, risas cómplices, los chapoteos de una boca que se intuía experta sobre una
vulva que adivinaba hinchada y suave. Carolina movió la lengua para deshacerse de la ilusión
de que era ella quien la saboreaba. La pareja que follaba lo hacía muy duro; escuchaba los
golpes secos de las pelvis que chocaban, titánicas, dejando una estela mate de colores
transpirados. La lencería se desgarraba en derredor, arrastrada por la pasión colectiva. Las
yemas de sus dedos retenidos comenzaban a arder, ansiando tocar esos cuerpos, y su lengua
mojó sus labios en una preparación involuntaria para lamerlos y saborearlos.
Se revolvió contra sus ataduras, y Miguel emitió una risa lenta. Se había desplazado tras el sofá
y contemplaba la agonía de Carolina desde arriba sin perder detalle.
—¡Tócame! —rogó turbada y descolocada por lo que percibía, y las sensaciones con las que
respondía su propio cuerpo.
—Aún no, Carolina. ¿Escuchas algo nuevo?
Ella aguzó el oído, esforzándose por escuchar. Al principio, no lo identificó desorientada por el
maremágnum de jadeos, gemidos, risas y suspiros. Pero, de pronto, un sonido extraño y fuera
de lugar la dejó desconcertada. Eran… ¿Campanillas? El repiqueteo rítmico, que acababa
siempre en un golpe seco y duro, cambiaba de velocidad cada cierto tiempo y se acompañaba
de la réplica de un jadeo o gemido femenino. Intentó dibujar en su mente lo que estaba oyendo,
pero no pudo. ¿Qué era aquel sonido?
—Lo escucho —respondió por fin—, pero no sé qué es.
Miguel dejó escapar una sonrisa que hizo retumbar su pecho, y se inclinó sobre Carolina hasta
que sus labios rozaron el lóbulo de su oreja.
—El hombre tatuado, el que tanto mirabas antes, está a tu lado muy, muy cerca. Tiene el cuerpo
cubierto de piercings —susurró con un tono de voz ominoso—. Los testículos también, desde
la base del pene, hasta el ano —Se detuvo. Carolina, desconcertada, dejó escapar un gemido
para pedirle que prosiguiera. Miguel continuó con una sonrisa perversa dibujada en su tono de
voz. Se estaba divirtiendo—. Cada vez que penetra a su compañera, los testículos golpean su
sexo y le generan aún más placer. ¿Escuchas sus aullidos? ¿Sientes como se ahoga y se
retuerce?
Carolina exhaló un gemido nervioso. Ahora podía ver en su mente la imagen con claridad.
—¿Te gustaría tocarlo y saber qué se siente? ¿Tal vez comprobar la textura de la piel perforada
y tatuada?
Carolina sintió que su sexo y su boca se licuaban como lava ardiente. Fingió calmarse y asintió
despacio.
—Sí —replicó convencida. Una curiosidad infinita por tocar al hombre que tan solo había
atisbado al cambiar de escenario la inundó—. Sí, ¡quiero tocarlo! —jadeó, incapaz de controlar
la ansiedad.

—Muy bien, Carolina. Ahora tendrás que pensar cómo hacerlo sin tus manos

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