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LA SANTA OPERACIÓN DEL ESPÍRITU DEL SEÑOR»

por Optato van Asseldonk, O.F.M.Cap.


.
El texto que ofrecemos a continuación es parte de la relación presentada por su autor al
Consejo Plenario de la Orden Capuchina celebrado en Taizé en 1973; más exactamente,
es su introducción. El P. Asseldonk, para estudiar la vida de oración a lo largo de la
historia de la Orden Capuchina, pone como presupuesto y base la experiencia vital de la
oración de san Francisco, subrayando la preeminencia de la «santa operación del
Espíritu del Señor».
[De traditione vitae orationis in Ordine nostro, en Analecta O.F.M.Cap. 89 (1973) 56-
63].
Entre los elementos vitales de la espiritualidad de san Francisco -según se desprende de
sus fuentes genuinas- ocupa, sin duda alguna, un lugar preeminente la santa operación
del Espíritu del Señor, como origen de todo bien y de toda gracia en la vida cristiana. A
esta santa operación del Señor se refieren, de una u otra forma, diversas expresiones muy
características y del agrado de san Francisco, como son las que consignamos a
continuación.
EXPRESIONES TÍPICAS DE SAN FRANCISCO

-Dios es Espíritu.
-Dios es amor, caridad.
-Dios es el sumo y único bien.
-Las palabras de Dios son espíritu y vida.
-El Espíritu es el que vivífica, la letra (la carne) mata.
De ahí que sobre todas las cosas debamos adorar, amar, alabar al altísimo Dios Padre,
darle gracias y agradarle, en espíritu y verdad, con pura mente y limpio corazón.
He aquí, como ejemplo, algunos textos donde aparecen estas expresiones típicas de san
Francisco:
«Y adoremos al Señor con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer;
pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que
lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,29-31).
«Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte,
imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te
complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él
os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste» (1 R 23,5;
cf. 2CtaF).
Con mucha frecuencia exhorta también san Francisco a secundar las inspiraciones divinas
(1 R 2 y 16; 2 R 2 y 12; Test, etc.), a proceder conforme al beneplácito divino, a cumplir
la voluntad de Dios (1 R 10 y 22; 2CtaF, CtaO, etc.), a obrar según Dios (1 R 5; 2 R 2 y
7), en el nombre del Señor, con la bendición de Dios (1 R 8 y 21; 2 R 2; Test, etc.), según
la gracia dada. Los frailes procedan siempre entre sí y con los demás hombres
espiritualmente y no carnalmente, esforzándose en estar sometidos a toda humana
criatura. Observen la Regla espiritualmente (según el alma) (1 R 2, 4, 5, 7 y 16; 2 R 10).
Como hermanos espirituales ámense mutuamente, más que la madre ama a su hijo carnal,
es decir, como a sí mismos (2 R 6). La expresión «como a sí mismos» aparece diez veces
en los escritos de san Francisco. Sírvanse y obedézcanse unos a otros y háganlo así
también con los demás hombres, por caridad de espíritu (Gál 5,13; 1 R 5), por obediencia
del espíritu (SalVir); más aún, por pobreza de espíritu (Adm 14) procuren amar a los
enemigos y perseguidores, como si fuesen amigos suyos.
Mas, «sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación,
orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la
enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice
el Señor... el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (2 R 10,8-12). Pues solamente
nos podemos gloriar en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Adm 5). De entre todos los
carismas del Espíritu Santo, éste es el mejor.
Al espíritu de oración y devoción deben servir todas las demás cosas temporales, como
el trabajo, el estudio, la predicación (2 R 5,2). Francisco ruega en caridad, que es Dios, a
todos los hermanos dedicados bien a la predicación, a la oración o al trabajo, que no se
gloríen de las buenas palabras y obras, ni siquiera de bien alguno que Dios dice o hace y
actúa alguna vez en ellos o por medio de ellos. Porque el espíritu de la carne (del amor
propio) quiere y se preocupa mucho de hablar, pero poco de obrar, y busca no la religión
y santidad interior del espíritu, sino que quiere y desea una religión y santidad exterior,
aparente a los ojos de los hombres. El Espíritu del Señor, por el contrario, quiere que la
carne sea mortificada y se esfuerza en cultivar la humildad y la paciencia, la pura
simplicidad y la verdadera paz del espíritu; «y siempre desea, sobre todas las cosas, el
temor divino y la sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo», devolviendo en acción de gracias todos los bienes al Dios altísimo, ya que Él solo
es bueno (1 R 17).
A la multitud de preces, devociones y penitencias practicadas por amor propio, opone
Francisco la pobreza de espíritu, por la que se ama al enemigo. En el misterio eucarístico
tan sólo el Espíritu del Señor, que habita en nuestros corazones, es el que puede recibir
dignamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «El Padre habita en una luz inaccesible, y
Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Por eso no puede ser visto sino en el
espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada» (Adm 1,5-
6). Ruega encarecidamente a sus hermanos sacerdotes que, puros y limpios y con rectitud
de intención, ofrezcan el sacrificio eucarístico, tratando de agradar solamente al Soberano
Señor, «porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 16). Les suplica así mismo
que se unan a Cristo el Señor que se humilla en grado sumo en el sacrificio del altar, no
reteniendo nada de sí propios, «a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo
entero» (CtaO 29). Finalmente, recomienda que los hermanos recen el Oficio divino con
devoción en la presencia de Dios, «no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la
consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente
concuerde con Dios, para que puedan agradar a Dios por la pureza del corazón» (CtaO
41-42).
SENTIDO ÍNTIMO DE LAS EXPRESIONES
Sintetizando todas estas expresiones, que hemos tomado casi siempre al pie de la letra de
los escritos mismos de san Francisco, aparece claro que su núcleo o centro puede y debe
reducirse al único y mismo Espíritu del Señor y a su santa operación; dicho con otras
palabras: lo que por encima de todo, siempre y dondequiera, interesa es tan sólo la
obediencia total o plena disponibilidad a este Espíritu del Señor, que realiza todo bien y
toda santidad en el hombre. Por parte de éste se requiere una apertura y entrega a la santa
operación del Espíritu del Señor, sin dejarse arrastrar por el amor propio o egoísmo, antes
bien, viviendo en pobreza y humildad, en paciencia, obediencia, pureza de corazón y de
mente, con toda simplicidad, lo mismo cuando ora que cuando trabaja, amando a Dios
con puro amor y al prójimo como a sí mismo. Este Espíritu del Señor es el Espíritu del
mismo Cristo, Hijo de Dios, que se comunica al hombre en la medida en que sigue las
huellas de Jesús pobre, humilde, crucificado y eucarístico. Se refiere al mismo y único
Espíritu lo que nosotros llamamos espíritu de oración y devoción, de pobreza, de
penitencia, obediencia y caridad, en una palabra: el espíritu de toda la vida evangélica de
los hermanos menores. Este es el Espíritu deseable sobre todas las cosas, siendo como es
el espíritu y la vida de los hermanos.
Animados, pues, de tal Espíritu, los hermanos por puro amor (sin amor propio), en espíritu
y verdad pueden amar a Dios, adorarle y alabarle, darle gracias y agradarle y, al mismo
tiempo, como hermanos menores, amar a los demás como a sí mismos, en la medida en
que el Señor les conceda la gracia. En la santa operación de este Espíritu del Señor queda
íntimamente vivificada y ensamblada la vida toda de oración y de acción de los hermanos
menores.
UN MISMO Y ÚNICO ESPÍRITU

Para salvar la autenticidad y la simplicidad fundamental de la vida espiritual franciscana,


importa muchísimo fijarse en la conexión vital que existe entre el Espíritu del Señor, el
espíritu de oración, de pobreza, caridad y obediencia, por una parte, y el Espíritu de Cristo
pobre, humilde, crucificado y eucarístico, por otra. Se trata, en efecto, de un mismo y
único Espíritu que opera todo bien en nosotros. Los textos del mismo san Francisco no
dejan lugar a dudas. Vamos a citar y explicar brevemente los principales:
1.«Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y
devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen
el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben
servir» (2 R 5,1-2).
En este texto se trata del espíritu de oración, no de las prácticas o ejercicios de piedad (los
rezos). A dicho espíritu de oración deben servir todas las demás cosas temporales, como
son: el estudio, el trabajo, la predicación. En otras palabras: todas las obras de los
hermanos deben subordinarse al espíritu de oración y devoción, de tal manera que no sólo
no se apague este espíritu, sino que se fomente y vaya siempre en aumento. Así, pues,
todas las obras o acciones han de ser animadas, inspiradas por el espíritu de oración.
2. En la misma Regla, capítulo 10, se habla del Espíritu que, según la mente de san
Francisco, debe animar la oración y la vida toda de los hermanos y, por cierto, se habla
de ello en un contexto en que se hace referencia a no aprender letras (sagradas), sino a
tener sobre todas las cosas deseables el Espíritu del Señor:
«Y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre
todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre
a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad,
y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor:
"Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian".
"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino
de los cielos". "Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo"» (2 R 10,7-12).
Con estas palabras se quiere dar a entender que el Espíritu del Señor es el que realiza
santamente tanto 1a perfecta vida de oración (orar siempre a Dios con puro corazón),
como la perfección de vida del hermano menor, o sea, su íntima unión con Cristo
crucificado, mediante la paciencia, humildad, persecución y amor a los enemigos,
perseverando en ello hasta el fin. Así es que el mismo y único Espíritu del Señor es el que
inspira la oración y la vida de los hermanos.
3. Coinciden en lo mismo estas otras palabras de san Francisco cuando habla acerca de
la pobreza de espíritu que debe animar la auténtica oración, la penitencia y la vida
entera de los hermanos menores:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Hay
muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y
mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus
cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos
no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo
y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14; cf. 2 Cel 134).
El espíritu, al que se hace alusión en este texto, es, sin duda, el Espíritu de Cristo
crucificado, a quien está unido el hermano menor lo mismo cuando ora que cuando
padece.
Celano nos viene a confirmar expresamente lo dicho cuando refiere cómo el mismo san
Francisco, mediante la oración y meditación, se había transformado en Cristo pobre y
crucificado:
«Un compañero de Francisco, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte,
le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han
proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de
los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor". Le respondió el Santo: "Es bueno
recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro;
pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y
contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel
105).
El citado texto evidentemente insinúa que Cristo pobre y crucificado se había convertido
en alma y corazón no sólo de la oración, sino de la vida entera de Francisco. El Oficio de
la Pasión revela muchos aspectos referentes a la naturaleza de esta su íntima unión con
Cristo paciente, o sea, de su plena comunión con la voluntad del Padre.
4. Mas el secreto último de la santa operación que realiza el Espíritu del Señor en el
hermano verdaderamente «menor», queda plenamente al descubierto en la carta que san
Francisco dirigió a todos los fieles. En ella se habla de la íntima, más aún, de la mística
transformación del hombre hasta llegar a tomar parte en la suprema familiaridad de la
vida trinitaria. En pocas palabras podríamos condensar así el pensamiento de san
Francisco sobre este punto: a todo aquel que, como siervo y menor, se someta a todos,
se le da el Espíritu del Señor, con lo que se le comunica la mismísima vida del Padre
por el Hijo en el Espíritu Santo. Pero veamos el texto mismo de san Francisco.
«Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea
como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus
hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante.
Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda
paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo. No debemos ser sabios y
prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y
puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra
culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el
profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal
21,7). Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario,
debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios.
»Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin,
descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del
Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor
Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo.
Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el
cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y
por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben
iluminar a los otros como ejemplo.
»¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo,
consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero,
humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y
un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas...» (2CtaF 42-55).
Con todo esto a la vista, no es nada extraño el que Francisco nos haya dejado en recuerdo
estas palabras de san Pablo: «Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", sino por el Espíritu
Santo» (1 Cor 12,3; Adm 8). Nada extraño tampoco el que en la Regla hubiese querido
proclamar al Espíritu Santo como Ministro general de la Orden (2 Cel 193). De hecho, el
Espíritu Santo es el que infunde en el alma todas las santas virtudes, y su santa operación
es deseable sobre todas las cosas. Abrasados con el fuego del mismo Espíritu, podemos
seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo y, por sola su gracia, llegar hasta el Dios
Altísimo, deseando hacer por amor suyo lo que a Él le agrada:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer
por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que,
interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu
Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola
tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas
y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos» (CtaO 50-52).
El Espíritu es vida y nos hace tener una vida filial con relación al Padre y una vida fraterna
con relación a nuestros prójimos, en el Hijo y Hermano primogénito. En efecto, hemos
sido vivificados por el Espíritu del Señor Jesús, que actúa santamente en nosotros,
consumando la muerte del amor propio y revitalizando el amor crucificado, donde reside
toda nuestra gloria.
Finalmente, tampoco nos sorprende el que san Francisco, más que otros santos, hubiese
rendido un culto acendrado como a «Esposa» del Espíritu Santo a la bienaventurada
Virgen María, imagen de la Iglesia, «en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia
y todo bien» (SalVM 3; cf. OfP Ant).
ESPÍRITU Y PRÁCTICA DE ORACIÓN
Para terminar, séame permitido recordar algunas de las características más conocidas de
la vida de oración de san Francisco:
1. Francisco afirma claramente la primacía del Espíritu del Señor, que debe animar la
oración y la acción de los hermanos, sobre la práctica de la oración como tal, ya que de
la misma puede estar ausente el Espíritu del Señor. Sin embargo, como es sabido de
todos, en la vida de san Francisco tuvo una gran importancia la oración tanto litúrgica
como privada, y ello hasta el punto que su vida parecía haberse convertido en oración y
la oración en su vida propia (2 Cel 95). Así mismo se ha de tener en cuenta que su vida
de oración privada o personal revistió siempre un carácter más bien fraternal (en unión
con sus compañeros), incluso en los períodos que dedicó a la vida eremítica.
2. Este Espíritu del Señor, que obra la santidad y todo bien en los hermanos, es el
Espíritu de Cristo pobre, humilde, crucificado y eucarístico, el cual nos comunica en la
Eucaristía aquel su amor hasta el extremo que nos profesó en su pasión y muerte, y en
tanto se nos comunica en cuanto que, con el mismo espíritu de pura caridad, lo
recibimos como una gracia, lo vivimos y «actualizamos». En este Espíritu del Señor se
fundamenta la «vida» evangélica de los hermanos menores, ya que es su alma y corazón
y, por lo mismo, su fuerza unitiva.
3. San Francisco, fiel a la tradición de su tiempo, si bien en su vida de oración personal
empleó en gran manera los períodos prolongados o los tiempos «fuertes», sin embargo,
nunca llegó a proponer o prescribir a sus hermanos los así llamados tiempos fijos u
horas determinadas, que debieran dedicar diariamente a la oración interna (mental).
4. Mas en la tendencia «eremítica» de san Francisco se vislumbra un como comienzo de
cierta reglamentación del horario cotidiano, cosa que más tarde programarían con
mayor amplitud todas las reformas franciscanas, sobre todo en lo que se refiere a la
práctica de la oración mental. Se ha de advertir así mismo cómo el espíritu eremítico,
que se respira en la primitiva vida franciscana, iba acompañado de tiempos de silencio,
de coloquio espiritual y de meditación, que habían de guardar los hermanos dondequiera
que estuvieren: «Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos
nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra
alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma
no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una
celda fabricada por mano del hombre» (LP 108).
5. Finalmente, no deja nunca de sorprendernos la autenticidad y sinceridad de san
Francisco, que repetía frecuentemente: «Cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y
no más» (Adm 19,2). Y, refiriéndose concretamente a personas dedicadas a la oración,
decía: «"Tanto sabe el hombre cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto
practica". Cómo si dijera: Al buen árbol no se le conoce sino por sus frutos» (LP 105;
cf. Adm 7).
Ante la excelencia de la santa operación del Espíritu del Señor, que a los hermanos los
conforma con Cristo crucificado, palidece incluso el conocimiento de la más profunda
sabiduría que se haya podido recibir de Dios (cf. Adm 5). El Espíritu «vivifica», es
«vida»: «Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos que no atribuyen al
cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con la palabra y el ejemplo, la
devuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4).
Concluyendo, pues, lo dicho: En tanto vale la oración en cuanto se convierte en vida, en
una vida animada por el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo crucificado.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 212-218]

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