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Sufrir Perdonando

Todos transitamos el mismo sendero. Hijos que guardan rencor a sus padres
alcohólicos. Jovencitas que sufren el abuso en silencio. Mujeres afligidas por causa del
maltrato. Esposas abandonadas por maridos infieles. Cónyuges destrozados cuando su
matrimonio pasa del deleite al suplicio. Hombres traicionados por amigos que los
defraudan. Trabajadores pisoteados por otros que buscan prosperar a cualquier precio.
¿Quién podría decir que nunca ha sufrido traiciones y ofensas por parte de amigos,
familia, compañeros o hasta líderes espirituales? En un mundo caído como el nuestro,
nadie está exento del riesgo de sufrir agravios, de ser víctima de injurias, calumnias,
fraudes y ofensas de todo tipo.

Dice la Biblia en Job 5:7 que “como las chispas se levantan para volar por el aire, así
el hombre nace para la aflicción”. Ser creyente -es obvio- tampoco pone a nadie a salvo
de afrontar aflicciones y sufrimientos de toda índole. Tal es, pues, la condición del
hombre.

Dos caminos

Las experiencias amargas que sufrimos, sin embargo, producen un dolor que debe
enfrentarse; una tristeza que debe combatirse. Tal necesidad no puede ser resuelta
mágicamente. Nos encontramos en tal caso frente a dos caminos de tránsito difícil: uno,
el sufrimiento derivado del rencor; dos, el sufrimiento por causa del perdón.

En la parábola de los dos deudores, en Mateo 18, Jesús nos muestra esos dos caminos:
el rey que perdonó a su siervo una deuda de diez mil talentos por un lado, y el siervo
que decidió no perdonarle cien denarios a un consiervo. Si observamos con cuidado, ni
la decisión del rey, ni la del siervo, están exentas de sufrimiento; ni uno, ni el otro,
podrían afirmar que su propia posición era, digamos, disfrutable o grata.

Es común suponer que perdonar es el camino más fácil. ¿Será eso cierto?

El sufrimiento del rencor

Quien guarda rencor, ciertamente vive en amargura. Por causa del resentimiento
anidado en su corazón, se daña a sí mismo y a los que le rodean. La falta de perdón es
una carga muy dura de llevar. Quien decide llevarla cuestas, termina inevitablemente
agotado y sin fuerzas. No perdonar es, sin duda, el camino más largo y sufrido. Quien lo
toma se ha vuelto tan ciego que no alcanza a ver que el mayor perjuicio de transitarlo es
contra sí mismo. El rencor puede llegar a robarle el sueño por las noches, la paz durante
el día, y sus sufrimientos se arraigan de tal modo en su corazón que terminan
condicionando sus reacciones, moldeando su carácter y alejándole de las bendiciones
espirituales que Cristo produce: amor, gozo, paz, bondad, dominio propio, etc.

El sufrimiento del que anda por esa senda se perpetúa irremisiblemente. Las Escrituras
afirman en Job 5:2 que “al necio lo mata la ira”. Al que escoge sufrir el dolor de no
perdonar, su propio rencor y su necedad le consumirán. El primer afectado será él
mismo, pero su sufrimiento no será exclusivamente suyo, sino que terminará
contaminando a los que le rodean, y en algunos casos, incluso a su agresor no
perdonado.

Ante tal panorama, que implica seguir sufriendo por el resto de la vida, surge
necesariamente una pregunta: ¿acaso no habrá un mejor camino?

Perdón, ¿camino fácil?

El segundo camino no está lleno de rosas. Es también una ruta de sufrimiento. Es el


camino del perdón. El que perdona, sufre. Esta es, sin embargo, una ruta más corta.

El ofendido (y todos lo hemos sido alguna vez) puede sufrir por causa de guardar rencor
durante años, o quizá toda su vida. O bien, puede sufrir perdonando, doblegando su
carne, renunciando a su orgullo, rindiendo su ego herido. El sufrimiento del rencor
cuesta años de infelicidad. El que elige sufrir perdonando, en cambio, le hace un favor a
su alma, a su mente y a su espíritu al encontrar la paz que Cristo vino a ofrecer mediante
su evangelio.

El que no perdona tiene un concepto demasiado elevado de sí mismo. La falta cometida


en su contra, desde su perspectiva, es imperdonable, aunque de seguro podría pasarse
por alto si el afectado fuese otro. En Romanos 12:3, la Palabra de Dios advierte que
ninguno “tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con
cordura”. Este es un llamado a morir a los deseos de la carne, a recordar que “con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más Cristo vive en mí, y lo que
ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a
sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

El que perdona, por su parte, sufre al pagar el costo de la renuncia a sí mismo, a sus
derechos, a su afán de defensa. Éste se hace morir a sí mismo, se humilla y clava su
soberbia y su orgullo en la cruz con Cristo. Muere a lo que su carne desea hacer, y vive
para hacer lo que Cristo le demanda. Y aunque su viejo hombre clama por venganza, su
nueva naturaleza le conduce a “amar a sus enemigos, bendecir a los que le maldicen,
hacer bien a los que le aborrecen y orar por los que le ultrajan y le persiguen” (Mateo
5:44).

Cómo se hace

Dice Tim Keller que “perdonar es absorber el dolor, absorber el sufrimiento en vez de
darlo”. Es indudable: el perdón tiene un costo, y éste consiste en asumir el dolor. No es
un camino fácil, pero es el camino por el que Dios nos ordena y nos hace andar. Todo
aquel que ruegue sinceramente a Dios alcanzar la meta de perdonar a los que le han
ofendido, puede estar seguro que recibirá lo que pide.

De otro modo el Espíritu jamás habría ordenado a la iglesia “sean benignos unos con
otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, como Dios también les perdonó a
ustedes en Cristo” (Efesios 4:32). A nosotros, “estando muertos en pecados y en la
incircuncisión de nuestra carne, nos dio vida juntamente con él, perdonándonos todos
los pecados” (Colosenses 2:13). Por tanto podemos “soportarnos unos a otros, y
perdonarnos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro”, pues “de la manera que
Cristo nos perdonó, así también (podremos) hacerlo nosotros” (Colosenses 3:13).
Perdonar, finalmente, no es un acto de una sola vez, sino una constante en todo aquel
que sigue a Jesús. Uno no debe elegir a quién perdonar, o cuándo hacerlo. No
deberíamos decir “me ha herido demasiado, por tanto, no le puedo perdonar”. Cristo
nos dice: “si aman a los que les aman, ¿qué recompensa tendrán? ¿No hacen también
lo mismo los publicanos?” (Mateo 5:46). No importa contra quién es nuestro rencor, ni
el tipo o el tamaño de la falta que hemos sufrido. Lo que importa es que nuestro Señor
nos ha llamado a elegir siempre el sufrimiento del perdón.

El que no perdona, desobedece flagrantemente a Dios con soberbia y obstinación. Y


debe arrepentirse, pues por causa de su amargura, termina cometiendo una falta diez
veces peor que aquella que se niega a perdonar. Porque su agresor le debe a él; pero él,
le debe a Dios. Para ello tenemos disponible la ayuda divina, su poder que se
perfecciona en nuestra debilidad. Con su auxilio podremos perdonar y amar como
Cristo. Y ser liberados del dolor y de los deseos de defensa o de venganza, pues la
Escritura dice “No digas: Como me hizo, así le haré; daré el pago al hombre según su
obra” (Proverbios 24:29). Cuando renunciamos a esto y lo ponemos todo
confiadamente en las amorosas manos de Jesús, podemos reposar en su gracia, hallar
consuelo, y aún llorar aliviados en sus brazos.

Perdonar, pues, no es un camino fácil. Pero es el mejor. Es el de Cristo. El que lo


transita deja claro que es un hijo de Dios. Y aún puede dar un paso más allá: ¿y qué si
Dios le lleva o le impulsa a restaurar la relación dañada? ¿Qué si el Señor pone en su
corazón, llegado el tiempo, llamar a su ofensor, o escribirle una carta, o si fuere
prudente, reunirse con él y mostrarle la gracia que Dios, primeramente, nos extendió a
nosotros?

El máximo ejemplo

Jesús transitó mejor que nadie la ruta del sufrimiento del perdón. Lo hizo antes que
nosotros, cuando se encaminó a la cruz. Cada uno de nosotros había ofendido a Dios
con sus propios pecados y su rebeldía, con sus malas acciones, pensamientos y deseos.
Y Jesús, que no tenía nada que ver con nuestras transgresiones, dio su vida en
obediencia al Padre para pagar el precio de nuestra desobediencia. Él absorbió el
sufrimiento para que fuese posible el perdón. La cruz es el mayor ejemplo de perdón.

Cuando venimos a Jesús, quien nos perdonó, entonces podemos perdonar. No por una
mera fuerza mental, sino por un ejercicio de Su Espíritu que ahora vive en nosotros. Es
así como el perdón se vuelve parte de nuestro diario vivir. Al apreciar el gran perdón
que Jesús nos otorgó, podremos pasar por alto aún las ofensas mayores. Porque Jesús lo
hizo antes que nosotros. Él escogió sufrir perdonando. Y aún rogó por sus captores y
heridores al rogar: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34)

¿Cómo haremos nosotros algo diferente a tan maravilloso ejemplo del que, además,
salimos eternamente beneficiados?

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