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Balnearios de Etiopía
Javier Guerrero
Balnearios de Etiopía
Guerrero, Javier
Balnearios de Etiopía. - 1a ed. - Buenos Aires : Eterna
Cadencia Editora, 2010.
160 p. ; 22x14 cm.
ISBN 978-987-1673-08-7
ISBN 978-987-1673-08-7
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Pronto, lo abandoné, su cuerpo diminuto se perdía entre
sábanas ensopadas de sudor y ungüentos.
Tras dos semanas aterradoras cedieron las fiebres.
La tregua vaticinó lo que pronto sucedería. Mi impe-
ricia con el enfermo hizo del lecho un pozo, contami-
nado por sus excreciones y los restos de alimentos en
una orgía de descuidos. Los desechos desbordaron mis
posibilidades. Una franja espesa sobre su piel desafiaba
los continuos baños. Variados desinfectantes estaban a
la orden del día. Llegó el momento. Abandoné la habi-
tación con la firme excusa de un dolor insoportable de
muñecas. Mis manos se habían lesionado severamente.
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Mi cuerpo, por el contrario, gozaba de una salud
inédita. La enfermedad de Lázaro puso fin a mis aler-
gias y migrañas. Su presencia era razón suficiente para
la desaparición de mis síntomas. La continuidad de su
padecimiento me fortaleció y sentí mi cuerpo renacer
como tubérculo inesperado.
Los primeros días, me sorprendió una resistencia
ajena. El espejo me devolvió una imagen que creía clau-
surada. Era la carne de otros tiempos. La voluptuosi-
dad desterrada volvía a plantarse en un momento equi-
vocado. Pero en silencio y a escondidas, yo celebraba
su reaparición. Mi cuerpo desbordaba una sexualidad
inesperada.
Me embargó, entonces, una felicidad intolerable.
Maravillado por mi cuerpo, sentí el despliegue, la
inexplicable belleza. En la ducha, mis manos marca-
ban todo el territorio, hincando, una y otra vez, su
complejidad.
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La enfermedad impuso su orden y protocolo. La eti-
queta hospitalaria. Por las noches, silencio absoluto. Por
las mañanas, la parafernalia del enfermo: alimentación,
lavados, cambios, exámenes de sangre, dolores. Lázaro
debía tomar un poco de sol por las tardes. Yo recibía las
recomendaciones de la enfermera malencarada, quien a
las seis se despedía con discreción, como para no hacer
alarde de su necesaria presencia.
Al retirarse, yo abría las persianas para que la luz
cambiara el destierro que imponía la enfermedad. Mien-
tras arreglaba la cama veía ese cuadro desolador. Lázaro,
mínimo, exhibiendo la dolorosa experiencia que suponía
tomar el sol. A veces confiábamos en su efecto curativo,
como si la exposición continua pudiera secar la enferme-
dad o simplemente sacarla de cuajo. El resultado siempre
frustraba: proseguían los dolores y la rutina continuaba
sin cambio. El desayuno a medias, los medicamentos, la
larga espera. Sin piedad, la enfermedad nos obligaba a
una nueva organización, inconsulta y miserable.
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siempre. Luego despertaba, angustiadito, con el corazón
en la boca y la vida escurriéndose por el ano.
Comenzó el contraataque.
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Una noche, mi cuerpo comenzó a desprender un
calor sorprendente. Me quité la ropa y recordé cómo
nos conocimos. Lo miré y me miró, no pudimos se-
pararnos más. Fue mi primer amante. Lázaro me ena-
moró enseguida. Era seguro y arriesgado. Sus ojos lo
prometían todo. A la semana de conocernos, me invitó
a su apartamento. Recuerdo haberme sentado, tomar
un trago y ver cómo una pantera derribaba mi cuerpo.
En un instante, yacíamos desnudos y hambrientos. Yo
seguía sus movimientos con solemnidad. Lázaro des-
hilachaba el poco pudor que quedaba en mi cuerpo
adolescente. Su verga se impuso descomunal.
Partido en dos, se inmiscuyó en mi ano con destreza
sorprendente. Parecía meterse por completo, sus manos
escalaban los placeres. Rojo desconcertante, su talla des-
parramó en abundancia, su verga caníbal erecta hasta las
nubes parecía desplomarse. En efecto, los dos paseamos
colgados de las nubes en un improbable teleférico soste-
nido por su verga inflada en mi ano púber. Abrochados,
viajamos juntos hasta la enfermedad.
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porque me importara que sufrieran: lo hacía para des-
hacerme de sus parpadeos. Luego de penetrarlas, les
introducía mis desperdicios. A veces caminaba por
toda la casa recogiendo objetos que luego reportaba
perdidos y las preñaba.
Mis hermanitas conseguían el engendro. Mamá me
obligaba a deshacerlo. Para ella se trataba de algo aterra-
dor. Yo descosía la sutura con manos de cirujano y me
inmiscuía hasta lo profundo para luego hacerlas abortar.
De ellas extraía mi obscenidad: medias mingas, ropa in-
terior, mechones de pelo, restos de la merienda, insec-
tos, animalitos. Yo prometía no volver a hacerlo. Mis
hermanitas, sin embargo, veían con secreta satisfacción
el procedimiento. Era la única razón de su denuncia. La
más alta desorbitaba sus ojos al ver cómo manipulaba
la interioridad de sus muñecas. La más baja entumecía
su mano izquierda de excitación. En silencio, envidia-
ban el cuerpo abierto, la profanación que mi insegu-
ra masculinidad producía. Al finalizar, ambas corrían a
toda prisa arrastrando despojos y silencios. Las muñe-
cas eran depositadas en un cementerio improvisado de
cabezas, piernas y carnes mutiladas. Allí habían perdido
toda ilusión.
En la pesadilla, mi mamá amenazadora como las agu-
jas afiladas de sus tacones me obligaba a desvestir a las
muñecas: lo hacía con pudor y paciencia. Con las puntas
de mis dedos iba deshaciendo el bordado de fábrica con
los que a la vez descubría las fallas de origen. Después,
comenzaba a descoser mis actos. Pero al abrir, ya mis
restos habían desaparecido. No sabía a dónde podrían
haberse mudado. Me asomaba a la herida y quedé bo-
quiabierto. Vi a Lázaro, chiquito, en la barriguita de la
muñeca. Mamá esperaba que deshiciera el bulto pero
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yo no podía sacarlo de la barriguita. Estaba tan enfer-
mito y no quería despertarlo. Mi mamá con las puntas
afiladas de sus pezones señalaba, mis hermanas con las
puntas afiladas de sus narices esperaban. Yo lloraba por
mi Lazarito, no sabía cómo había llegado hasta allí. Fue
cuando el enanito resucitó y lloraba porque no quería
que lo vieran tan enfermito. Allí desperté.
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nes. Los entrenadores ejercían presión sobre otros cuerpos,
estirando sus músculos hasta lograr flexiones nada mode-
radas. Descubrí en caras ajenas los gestos de Lázaro y la
enfermedad, las muecas de los torturados. Por el contrario,
la mirada de los entrenadores parecía extraviada: no pensar
en nada, ni siquiera en los cuerpos sobre los que ejercían
presión. La transparencia dio una vuelta sorprendente: el
brillo se convirtió en espejo y me puso al descubierto.
Ya realizada la compra de los medicamentos, me de-
tuve en la carnicería. Logré abastecerme con elocuen-
te gula de diversos cortes. Chuletas de ternera, lomo y
puerco. Rebosando de esplendor, quise pensarme en la
abundancia.
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W. hizo que penetrara su ano. Mi verga le producía
espasmos y desmayos. Me reprochó que no lo hubiera
llamado en mucho tiempo.
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Una madrugada, luego del acostumbrado desgarro,
me escurrí en la cama del enfermo. Encontré en la nariz
de Lázaro un brillo inesperado, venía de una persiana
mal colocada. La corregí, volví a la cama y en una hora
desgasté todo el amor. La pesadilla vino de golpe. Una
vez más, yo manejaba un cochecito donde dormía mi re-
cién nacido. Enseguida, veía que un pájaro se acercaba.
Yo intentaba proteger a mi muñequito. Pero la amenaza
se aproximaba con insolente pico. Volteaba a verlo y el
enanito ya no estaba. El cochecito se había recubierto de
una membrana de patente, por demás negra y lustrosa.
Su interior se convertía al terciopelo rojo, profundo y
salvaje. A un lado yacía el equipo de caza. El exterior
del cochecito se cruzaba en cinturones. Dentro, descan-
saba un minúsculo dedo con movimiento de oruga que
enseguida reconocí como de mi propiedad.
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Lázaro y los elementos
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las me hundía en penosos ahogos. Tuve que inventar
una postura corporal algo extravagante. Con un sutil
arqueo, podía tender un puente que me comunicara. De
a poco aprendí a recitar la cartilla. Primero balbuceaba,
luego leía.
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cansancio, caí en las profundidades del sueño y dormí
por unos minutos. A mi salida, Tilia yacía callada, reple-
gada sin temor a un lado de la cama. De un brinco, vol-
vió al territorio que ahora compartíamos. En una sola
sesión, la malencarada la había domesticado. Escasos
minutos le fueron suficientes para imponerle a mi perra
la disciplina exigida por la enfermedad. El exceso no era
una característica de Malayalam. Sin duda, la enfermera
prefería lo austero.
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cajón hasta la mitad del escenario cuando con premedi-
tación mis hermanitas salieron de uno de los costados
del teatro. Mi madre las introdujo en el cajón. Con un
cuchillo eléctrico para cortar pollo picó el objeto. Mamá
hacía presión para poder cortar la caja. Una vez abier-
ta, proclamó mi recompensa. Volví a tener una erección
animal. Mi madre enseñó las caras del corte. Los cuer-
pos abiertos de mis hermanitas dejaban ver con facilidad
el hueco. Las carnes mutiladas soltaron arañas que ca-
minaron con facilidad hasta mi rojísima verga. Pero no
se alojaron allí. Se escurrieron con rapidez hasta mi ano,
colonizándolo. Mis hermanitas gritaban de miedo. Les
tenían terror a los roedores e insectos. Yo posaba como
monumento, muerto de miedo pero firme con el ano al
aire. Mis hermanitas gemelas cantaron el himno con la
mano izquierda puesta en el triángulo de sus zonas. En
la derecha ondeaban con obscenidad una regla de trein-
ta centímetros. Y yo me tragaba los pocos pelos que la
gemela más baja arrancaba de su recién estrenado pubis;
“me quieres, no me quieres, me quieres…”.
Avestruz salió primero del sueño y vino a rescatar-
me. Tenía hambre, Lázaro había llegado para servirle la
cena y darle el acostumbrado paseo nocturno. Descubrí
que eran las ocho en punto.
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el procedimiento. Erguía sus orejas hasta dar con la for-
ma de un murciélago. Luego pegaba las patas delante-
ras, muy juntas, y ladeaba la cabeza para comprender
los movimientos. El sonido del reloj nos acompañó por
mucho tiempo. Nos ayudaba a predecir las apariciones
y desapariciones. Era un objeto exacto.
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Una mujer que venía de hacer las compras en un su-
permercado las tildó de “inmigrantes ilegales”. Yo me
sentí defraudado.
Mi madre llamó por teléfono. Lázaro le comentó
que una abeja africana había traspasado inadvertida las
barreras del claustro. Yo le insistía que ya se había ido
y que no era africana. Mi madre ordenó que alguien re-
visara, que nos aseguráramos de que no hubiera rastros
de ninguna especie. Le rondaba la idea de traer un ejér-
cito de hormigas safari. Decía que según los expertos,
eran las únicas capaces de resguardar el claustro ante
el acecho de las abejas asesinas. De lo contrario, ella
compraría avispas, abejas amarillas, moscas parásitas o
cualquier otra especie enemiga de mi potencial asesina.
A gritos, decía desde la distancia y, de seguro, parada
sobre las puntas de sus tacones:
–Si es necesario, importo una polilla, una docena de
pájaros depredadores o hasta un tejón. Pero esa indo-
cumentada no podrá arrebatarte la vida.
La frase revelaba que habíamos visto el mismo no-
ticiario.
Luego de la conversación en la que no emití ni un
suspiro, le pedí a Lázaro que buscara en el diccionario
la palabra mágica. El resultado era previsible: “Mamí-
fero carnicero, de unos ocho decímetros de largo des-
de la punta del hocico hasta el nacimiento de la cola,
que mide dos, con piel dura y pelo largo, espeso y de
tres colores, blanco, negro y pajizo tostado. Habita
en madrigueras profundas y se alimenta de animales
pequeños y de frutas”. Mi madre había enloquecido.
¡Un tejón…!
Llamó de nuevo. Habló con Lázaro. Admitió haber
exagerado un poco, que tal vez se había excedido, que
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dónde meteríamos el tejón. Insistía que la enfermedad
me había sido contagiada por una abeja africana, que
quién sabía, que tal vez no me di cuenta del pincha-
zo, que estaría dormido, que probablemente no sentí el
aguijón, o que me lo había extraído sin darme cuenta.
Incontrolable.
Lázaro aprendió a manejarla pero nunca pudo de-
tener su incontinencia. Antes de colgar, mi madre res-
cató la idea de una legión de hormigas safari. Lázaro le
explicó que no era un proyecto viable, que las costosas
hormigas no sobrevivirían, que Llaga se las comería
apenas aterrizaran, que no iban a soportar el clima,
que podían demandarnos, que cualquier cosa. Mi ma-
dre finalizó la llamada diciendo que ya era tarde, que
había pedido un catálogo, que estaba investigando el
protocolo de inmigración y que por ahora, cerráramos
las ventanas. Le hicimos caso.
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miedo que producía pensar en escapar de nuevo, cru-
zar siquiera la línea que divide el claustro del resto. Las
preguntas y respuestas resonaban como ecos. Era una
espera sin sala de espera. Un comienzo sin fin, un fin sin
comienzo. Reversible, atrapado otra vez, recorría las ac-
ciones que me llevaron a esta zona. ¿La abeja africana?
La ausencia de amigos y amantes me lastimaba. Esto
sería un problema que postergaría. Solo mantenía con-
versaciones con Llaga, ocasionalmente con Lázaro (a
quien el tiempo siempre consumía). También con la
malencarada. En una ocasión, cuando la enfermera me
administraba un costoso medicamento, le pregunté por
el futuro. “No el mío, el suyo”, le dije con seguridad.
Ella evitó responder, creía que no iba a repreguntar. Al
hacerlo, movió su cabeza como diciendo que esperara,
que el silencio era indispensable para que la vena pudie-
ra aprovechar las propiedades medicinales del medica-
mento. Esperé despierto hasta la última gota. Al fina-
lizar, la enfermera se tiró a mi vena y extrajo el aguijón
para zafarse de la escena. Conscientemente estaba obli-
gándola a violar las reglas de la enfermedad. Pregunté
de nuevo. Ella se resignó y contestó con simpleza “el
futuro es viajar” pero una cascada de palabras vendría
de golpe.
Aviva Malayalam habló de los viajes que tanto ha-
bía diseñado y para los que trabajaba como enfermera
privada. Conocía con propiedad los territorios más re-
motos. Por supuesto, nunca había estado en ninguno
de ellos. Pero qué importaba, daba igual imaginárselos,
se basaba en datos enciclopédicos y en revistas de viaje
que coleccionaba desde hacía más de una década. Era
capaz de nombrar las ciudades más extrañas del mundo,
también las archiconocidas. Contestaba con facilidad a
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las preguntas más corrientes: capital, gobernante, clima,
comida típica, flor nacional, lenguas y número de habi-
tantes. Su conocimiento enciclopédico incluía consejos
de viaje y descripciones sensibles de los parajes: “En la
meseta Qinghay-Tibet, localizada a cuatro mil metros
sobre el nivel del mar, puedes deslizarte como en un
tobogán; la naturaleza hará el resto”. La malencarada
mostraba así su lado más oculto: su buena cara. Yo había
palpado un punto débil y Malayalam me arrullaba con
sus cuentos sobre ciudades multitudinarias e impregna-
das de un olor a semillas de mostaza. Construimos un
mapa a nuestro gusto.
Le conté a la malencarada de la sorpresiva visita de la
abeja. Ella respondió: “Eso es felicidad”. Así de simple,
“felicidad”. Una vez más me sorprendía su respuesta y
solo mucho tiempo después entendí las razones de tan
inesperadas frases.
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extrajo de ella un juego de imanes. Las piezas se atraían
y repelían, de acuerdo al caso. Yo las miré sin interés
pero Lázaro comenzó a leer en alto las propiedades
de cada una. Los imanes debían colocarse en diversos
lugares de la habitación. Se suponía que imantaban un
perímetro capaz de incluirme.
Las piedras magnéticas debían localizarse a una
distancia controlada y medida que de ninguna mane-
ra podía alterarse por un período de tiempo preciso.
Lázaro se movía con rapidez y las colocaba en lugares
exactos. Oía cómo se alegraba cuando encajaban. Te-
nía una hojita punteada que corregía a cada instante
con una pluma roja. Llaga caminaba por el borde de la
cama y con su mirada seguía los movimientos. Enten-
día a la perfección su lógica y, en ocasiones, guiaba la
instalación. Después de dos horas, Lázaro terminó el
inusual rompecabezas. Me preguntó si sentía alivio. El
manual de uso advertía sobre posibles mareos y hasta
desmayos. Realmente no sentía nada y no quería men-
tir. Para evitar una frustración precipitada (otra más),
le dije a Lázaro que tal vez sentía un poco de cansan-
cio. Concluimos que era un estado normal.
Los imanes se activaron cuando ya otra pesadilla me
había secuestrado. Esta vez, aguardaba en un aeropuerto.
Sabía que estábamos en 1956. Yo miraba a la gente que
llegaba con peculiares atuendos de viaje. Una voz feme-
nina repetía de forma ininteligible que un vuelo prove-
niente de Tabora aterrizaba. Entendía a la perfección sus
palabras. Otra voz femenina decía que otro vuelo prove-
niente de Angola estaba retrasado, que no llegaría a tiem-
po o que se había caído, no recuerdo. Otra voz ininteli-
gible preguntaba por un vuelo procedente de Zaire. Yo
esperaba con mucha paciencia, sentado en una silla lateral
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de la sala de espera. A mi lado, una mujer se limaba las
uñas. Sus asperezas me molestaban. Ya iba por su último
dedo. Los demás habían sido limados con asombrosa per-
fección. Cuando pensé que había terminado, la mujer se
quitó un tacón y comenzó a trabajar en el dedo número
11. Con la misma fuerza, inició con profesionalidad una
costosa pedicure. La mujer pronunció una palabra que me
recordó que estábamos en Curitiba. Abandoné de inme-
diato la escena. Al incorporarme, volví la mirada hacia la
zona de entrada. Había unas puertas batientes que se en-
contraban al final del pasillo, lejos de donde esperábamos.
Enseguida, vi que una tropa de aeromozas se acercaba
pero pronto me di cuenta que no eran aeromozas, sino
mujeres vestidas con un traje negro de bandas amarillas.
No sabía si se trataba de su uniforme o simplemente era
una moda pasajera; ¿serían reinas de belleza?
Podía contarlas con facilidad, era un grupo de ciento
setenta y tres. Las primeras ciento setenta venían ves-
tidas como lo indiqué, pero las tres restantes llevaban
trajes distintos, unos vestidos corte princesa de color
dorado oscuro salpicados de cristales rojos. No podía
detallarlas, estaban muy lejos todavía. Las ciento seten-
ta caminaban como un ejército. A pesar de la disciplina
y de su incuestionable práctica, una de ellas perdió el
equilibrio y cayó. El accidente produjo una conmoción
inusitada. Al tratar de auxiliarla, las que venían detrás
se precipitaron. Las de más atrás perdieron también el
equilibrio y aplastaron a sus subsiguientes. Esto hizo
que de inmediato muchas se quebraran la cadera. Cien-
to veintiún mujeres experimentaron heridas fatales. Las
agujas de sus tacones eran tan finas que cuando la pri-
mera perdió el equilibrio, las demás se vinieron abajo
en fila india.
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El paisaje era macabro. Las mujeres trataban de in-
corporarse pero no lo lograban. Las heridas eran bo-
chornosas, los desgarros sangrientos. Una de ellas tra-
taba de ayudar a su compañera pero aquejada por sus
propias dolencias, cayó muerta. Las cuarenta y nueve
sobrevivientes seguían su paso, imperturbables. Las tres
restantes caminaban sobre los cuerpos heridos y mutila-
dos, con sus tacones afilados como garras deslumbran-
tes perforaban las caderas de sus subalternas, el sonido
aterraba: schak, schak. Pronto me percaté de que las
reinas que caminaban sobre los restos femeninos eran
mi madre y las gemelas. Accidentalmente una de mis
hermanas (la más baja) cayó al suelo, por supuesto se
quebró la cadera; la más alta siguió de largo pero no
pudo aguantar la curiosidad, giró la cabeza y perdió el
equilibrio para entonces sufrir una fractura segura de
cadera. Mi madre lloró por algunos minutos pero con-
tinuó el paso. Traía una cartera Chanel recién adquirida.
Cuando logró llegar a la sala de espera, sacó de su car-
tera roja un frasquito. Sabía que no podría abrirlo con
facilidad. Lo tomé. Su cuerpo era majestuoso y yo me
acercaba con sensualidad de adolescente.
Mi madre se rajó el vestido corte princesa dejando
ver el corsé que torneaba su cuerpo. Experimenté una
sensación incontrolable de sed. Pedí que me amaman-
tara, miraba con deseo la posición que ocupaba una de
sus tetas. Ella me negó que la descubriera y su mano iz-
quierda acercó con ternura mi cabeza a su popona. Los
tacones que usaba eran tan altos que no tuve que arro-
dillarme para comenzar a succionar. Enseguida procedió
a alimentarme. Un líquido amarillo y sedoso fluía de
su popona. Mi boca sentía los pliegues y la espesa selva
púbica me acariciaba. La sed era insaciable pero estaba
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seguro de que ya sorbía la última parte. Mordisqueé
una masa gelatinosa que sentí como un chicle que podía
estirar hasta que se rompiera. Mi madre no se quejaba,
tampoco gemía.
Pronto, la refrescante bebida se agotó y me em-
bargaron unas ganas enormes de soplar, soplar, in-
flarla como un globo y luego dejarla libre para que
diera la vuelta al mundo que tanto deseaba. Recuerdo
que mientras soplaba, mi madre gritaba en un tono
muy agudo y desagradable.
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temerosa. Al sentarme, luego de un gran esfuerzo, vi
cómo las manchas de sangre se reproducían a lo largo
de la cama. Cobertores, sábanas, toallas auxiliares, la
hemorragia había sido copiosa y desesperada. Encontré
rastros sanguíneos en varias partes de mi cuerpo pero
no ubicaba el orificio. Me examinaba una y otra vez,
aunque con precariedad y evidente desesperación. La
malencarada llegó en un momento oportuno.
Desesperado y al borde del llanto, pedí explicacio-
nes. Sus ojos demostraban incredulidad y hasta sorpre-
sa. Se detuvo, evaluó la escena. Levantó uno de los co-
bertores y pronto el brillo de sus ojos me devolvió la
vida. La enfermera dijo con notable entereza: “Avestruz
merece unas vacaciones”. La frase me desconcertó no
solo por el inaceptable error en el nombre de mi Llaga
sino por estar fuera de contexto. La malencarada salió
con parsimonia a buscar nuevas sábanas, cobertores y
toallas auxiliares. Llaga me miró y no pasó mucho tiem-
po cuando por fin comprendí: Llaga había tenido su
primera regla.
Lázaro entró a la habitación, peinó con su mano la
cola larga de la perra negra e hizo una breve alusión al
incidente. Llegó con la noticia de que mi madre había
llamado, que se quejaba mucho porque el día anterior
no le contestábamos el teléfono. Preguntó que cuál co-
lor prefería para la colonia de hormigas que pretendía
importar. Dos o tres tonalidades estaban disponibles. Lo
más curioso era que mi madre únicamente hablaba en
portugués. Lázaro le preguntó por su inexplicable elec-
ción y ella mencionó, sin mucha intención de ofrecer
explicaciones, que quería practicar, que estábamos en un
mundo industrial, híbrido y multicultural y que él era
perfecto para “falar”. A pesar de los talentos de Lázaro
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en la comprensión de idiomas extranjeros, por alguna
razón no pudo entender todo el mensaje que trasmitía
mi madre. No hubo manera de que regresara a nuestra
lengua. Lázaro se despidió en portugués.
La luz me cegó.
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Todos se hundieron con solemnidad. Las aves dor-
mían, su incorporación acuática fue del todo respetuo-
sa. Luego de la proliferación, Lázaro sacó un panal de
abejas africanas. Con sus manos untadas de miel lo co-
locó al borde del estanque. Con sus pies desnudos y
embadurnados de miel, lo empujó hacia las aguas. El
objeto procedió a empaparse, cambió de color y en un
instante desapareció ante nuestros ojos. Lázaro se acer-
có a la bolsa y sin contemplación alguna, sacó a Llaga.
Tal como el resto de la fauna seleccionada, permanecía
dormida, bajo los efectos de un misterioso somnífero.
Sus orejas sin embargo continuaban en estado de erec-
ción. Lázaro cogió impulso y como si se tratara de un
conejo, pudo sumergirla en las aguas transparentes del
estanque. Cintas de color rojo flotaban en la superficie,
algún desconsiderado las había dejado allí. Una pelvis
de mujer fue lo siguiente. Ahora las manos de Lázaro
chorreaban de sangre pero al momento de la inmersión,
la peligrosa sustancia había desaparecido de su cuerpo.
La pelvis de mujer reclamaba su sangre.
Un último objeto seguía en falta. Lázaro pidió que
me desnudara, tomé la sentencia como una orden. De
clavado, sugirió que ingresara al estanque. De clava-
do, asumí el riesgo. En el trayecto pude componer una
acrobacia y el rectángulo me aspiró con fuerza y hasta
con cierto agradecimiento.
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dido. Los objetos bailaban en las sombras. Otra vez,
conté y reconté: el reloj colgante, el espárrago, Llaga, el
pájaro acuático. Entendí que no eran objetos, eran ele-
mentos. Lázaro los había materializado todos. A través
del espejo acuático pude ver lo que sacaba de su bolsa.
Era el elemento faltante. Lo lanzó sin pudor y tras él,
se sumergió con soltura de atleta. El ausente entró al
estanque dejando una estela blanca y espesa. Era una
bola grande y fibrosa, perlina o quizá amarillenta. Via-
jaba con cadencia inigualable y con suma ilusión, ob-
servé cómo se precipitaba. Envuelto en un halo de luz
maravilloso, generaba una sensación extraña de vacío.
Sentí las incisiones en mi cuello, me dolían. La conclu-
sión fue definitiva. Se trataba de mi amígdala izquier-
da, Lázaro la había extraído aquella noche en la que
soñaba con los imanes. A medida que se precipitaba,
la amígdala sorbía los líquidos. Con rapidez ellos am-
pliaban sus dimensiones. El inmenso huevo llegó hasta
el fondo. Al tocar el piso, generó un pequeño efecto de
rebote que le permitió enseñorearse. El ilusionista apa-
reció desnudo. Había producido su último elemento y
estaba satisfecho. Lo tomé de las manos y simulando un
círculo rodeamos la inmensa bola. Nadamos en la pasi-
vidad de las aguas del estanque y nos sentimos felices.
El huevo comenzó a latir con la fuerza que acostum-
braba mi corazón. De sus entrañas, la amígdala expulsó
una materia capaz de flotar. La cosa logró llegar a la
superficie y su fuerza nos arrastró.
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Malayalam
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Luego de algunos días, más de los previstos por el
maestro de obra, el apartamento lucía la plenitud sere-
na y contenida de Lázaro. Por supuesto, eso era lo que
sospechaba. Yo había decidido no cruzar la frontera y
especulaba sobre el nuevo orden. Garabateaba en una
tabla de dibujo, especialmente instalada para mí, aquel
espacio desconocido. Adivinaba el orden, la lógica y so-
bre todo la estética. Lucubraba si sería o no un espacio
confortable. No hice ninguna pregunta y jugaba a pescar
las pistas que Lázaro me concedía al referir algún evento
cotidiano. Con frecuencia, me invitaba a salir, a echarle
un vistazo al resto, a por lo menos confirmar o negar mi
ejercicio. Desaprobé continuamente tal opción.
Lo que conocía a fondo era la viscosidad de mi
claustro. Confiable era, sin lugar a dudas, mi descrip-
ción de la zona. La cama era amplia, al colchón orto-
pédico lo soportaba una plataforma negra con textura
de tronco quemado. La pieza era una antigua parihuela
que mantenía un techo forrado de tejidos gruesos de
color crudo e incrustaciones en marfil. Las vigas que
sostenían su estructura eran tallos trabajados en bajo
relieve con trazos color cigüeña. Lázaro la había adqui-
rido en una exclusiva subasta de un refinado coleccio-
nista de Madagascar. Era una joya confeccionada por
una tribu de cultura milenaria con el fin de ser lecho
móvil de una princesa africana. El coleccionista había
supervisado personalmente su necesaria conversión a
los requerimientos de una alcoba moderna. Su visto
bueno, imprescindible para cerrar el trámite, llegó lue-
go de algunas negociaciones adicionales. Firmamos un
contrato que especificaba su expropiación de violarse
las condiciones básicas del mueble.
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El amplio lecho estaba fijado por clavos de acero, su
fortaleza impedía cualquier movimiento accidental. In-
crustada, una alfombra de pelo de alpaca lo circulaba.
El roce de los pies desnudos con la superficie del tape-
te producía un efecto térmico que combatía el frío noc-
turno. A los lados de la cama, dos mesas colgantes su-
jetadas por guayas disponían varios compartimientos
para libros y objetos de cabecera. También reposaba el
teléfono. Un escritorio construido con tejidos de fibras
secadas al sol se alineaba a la perfección y una gran poltro-
na de Mali ocupaba una de las esquinas. El armario cubría
toda una pared y era profundo. La iluminación consistía
en una retícula metálica de pequeñas luces graduables. Si-
mulaba una tela de araña que luego convertí en nuestro
cielo estrellado. A un lado de la cama, una silla incómoda
servía de estación de trabajo para la malencarada. Su co-
rrecta columna jamás exteriorizó el menor sonido. Lázaro
y en ocasiones Gatica hacían uso del mueble. Recuerdo
haber llevado la silla hasta los predios cuando entonces
Lázaro era su víctima. Se trataba de una silla rodante.
Resultaba sorprendente observar cómo la enferme-
dad se había instalado y propiciaba una intervención fan-
tástica. Los tubos de goma de la malencarada se enrosca-
ban en uno de los tallos que sostenían el rectángulo. A
la vez, se conectaban de uno a otro lugar simulando un
tendedero. En ocasiones me detenía a comprobar las ló-
gicas del enlace. La bolsa lactante se enganchaba en la es-
quina del tejido del techo, que ahora sufría de perforacio-
nes. La pinza maltrataba uno de los extremos. Las mesas
de noche se ahogaban de medicamentos y en las guayas se
enlazaban bolsas de jeringas, algodones, gasas y ungüen-
tos antiescaras. Al colchón ortopédico lo recubría una
película impermeable que no consentía la penetración de
41
mis incontinencias nocturnas. De la pared, salía un bra-
zo mecánico que facilitaba la tabla de dibujo. A un cos-
tado reposaba la caja de herramientas de la malencarada;
toda una exhibición de profesionalismo. Bajo la cama, un
cubo plástico resguardaba mis obscenidades de enfermo:
el pato (animalito necesario para recoger las heces ante
la falta de fuerzas), los envases para la orina, los pomos
desinfectantes y las toallas de limpieza. Todo el material
esterilizado por las mañas de la malencarada. Luego del
uso iba directo a severas duchas de ebulliciones.
42
Mi madre llamó. Continuaba hablando en portugués,
esta vez con acento bahiano según decía. Preguntó por
las abejas. Ya ni podía contradecirla. Le mencioné con
un tono desinteresado que las habíamos espantado. En
plural, sí. Mi respuesta le pareció escandalosa, insistió en
que siempre habíamos negado la presencia de las asesi-
nas. Con suma urgencia pidió que inspeccionáramos la
zona, que buscáramos dentro de los almohadones. Yo
dejé caer el auricular simulando un cansancio inespera-
do. En cuestión de segundos lo recuperé al visualizar
peores consecuencias. Como de costumbre, gritaba des-
de lejos y parada en las puntas de los tacones: “Quiero
que busquen hasta en la última pluma. Esa maldita afri-
cana no me ganará la partida”. Todo esto en portugués.
Advirtió que las hormigas safari estaban en camino.
43
eran quemaduras producidas por brasas. Después vino
Gatica, que posaba como siempre con las orejas erectas
y el rabo largo enlazado como mono al cuello de la ji-
rafa. Su hieratismo me sorprendía. Malayalam ganó la
sexta posición. En cuatro patas mostraba la languidez de
sus pechos y su asombrosa y tupida popona. Su lengua
se asomaba con timidez. La cabeza de mi madre atrajo
toda la atención, era la séptima escultura primitiva. Con
los ojos rasgados, su boca entreabierta revelaba dientes
disparejos y un poco volados. Se asemejaba a una tritu-
radora de alimentos. Su nariz tenía la misma dimensión
de la boca pero definitivamente era su cabello el punto
de atención. Dos porciones construían su muy elabora-
do peinado. Ambas se armaban a cada uno de los lados
a partir de finas trenzas que se sobreponían torneando
a la vez dos bultos disparados en direcciones contrarias.
Su grandiosidad descubría los cuernos de cabra. Las es-
culturitas de mis hermanitas gemelas salieron corrien-
do ante los lustrosos cuernos de mi madre. Enseguida,
divisaron a Malayalam y como alimañas bebedoras se
guindaron a sus pechos con inquietante agilidad. La más
alta bebía desesperada, la más baja se columpiaba mien-
tras sorbía. Salí aterrado de ver a mi madre con cabeza
de cabra y ante la gula de las gemelas, decidí pegarme a
Malayalam, succionar de su popona la dulce y primitiva
sustancia que lubricara la enfermedad.
44
ojos aún expectantes no lograban acostumbrarse al cam-
bio. La blancura se convertía de golpe en texturas dis-
persas y nebulosas. Abrí un poco más los ojos y nevaba
en el interior del claustro. Caían las tramas blancas que
había creído impresas en mi mirada; ahora podía sentir-
las, percibir cómo rozaban mi cuerpo y comenzaban a
sepultarlo. Eran partículas sumamente esponjosas que, a
pesar de su aspecto de nieve, condensaban las altas tem-
peraturas del claustro. Abrí mis ojos más grandes y el
espectáculo fue formidable. El claustro vivía su primer
invierno, todo se nublaba en texturas algodonadas; sen-
tía también a Gatica mordisquear los copos, saltar entre
la blancura para pescar algún trozo. También celebrába-
mos nuestro primer invierno de enfermedad.
La bruma comenzó a disiparse y nuestra alegría hizo
lo mismo. A corta distancia apareció Lázaro encegueci-
do por la situación y en sus manos apretaba con fuerza
el cuerpo del delito. Por insistencia de mi madre, acce-
dió a inspeccionar los almohadones del lecho. Estaba
seguro de que, en su interior, encontraría el nido de las
asesinas o por lo menos el abdomen de alguna de ellas.
Lázaro había abierto las costuras y ya era muy tarde
cuando recordó que en un afán de confort habíamos
seleccionado almohadones de plumas comprimidas de
faisán albino. Aunque frustrado, se sepultó con noso-
tros y esta vez celebramos la saturación.
45
vigilándome en pabellón. Esto me consolaba. Se trataba
de un cirujano chileno que vivía cerca de nuestra casa.
La primera consulta salió como la habíamos plani-
ficado. Llegué al consultorio, abrí la boca y lo demás
fue una descripción especializada que nunca comprendí.
La única parte sencilla fue una alusión a una bola roja
que debía tener un color diferente. Yo mantenía la boca
abierta mientras la luminosidad del guante de goma del
doctor me hurgaba. Mi verguita palpitaba al ritmo de
su corazón.
La segunda consulta me atemorizó. Ahora vendrían
los exámenes de sangre seguidos de un nombre que mi
madre pidió que memorizara: 0 rh positivo. Así lo con-
servé en mi memoria. El doctor me señaló la sala de ci-
rugía y la consideré demasiado grande y complicada. Él
ni siquiera había pedido que abriera la boca ni tampoco
comprobado si tenía o no fiebre. Me dio una cita definiti-
va y esto disipó mis miedos. Me acostarían desnudo, dor-
miría quietecito abriéndole la boca a mi doctor chileno.
Tengo pocos recuerdos de la operación. Tal vez un
vasito que reposaba sobre la mesa auxiliar del pabellón
de cuidados intensivos y un breve paseo a otra sala. Nin-
gún dolor quedó registrado.
46
llevarla a un especialista, que la vendería como chatarra
para comprarse una nueva en Zúrich, más eficiente que
la que tenía. Una con lubricador instalado. Marqué el
número de J. Me salió una grabadora. No dejé mensaje.
Intenté ubicar a W. y le conté todo. Inesperadamente
me dijo que sufría de narcolepsia y que no debería ex-
trañarme que si quedábamos en algo, él no llegara a la
cita por haberse quedado dormido, además me repro-
chó que lo llamara tan pronto. Le colgué. Marqué el te-
léfono de L., lo saludé y hablamos por cinco minutos,
le conté de la enfermedad, se quedó mudo y de buenas
a primeras me confesó que se había vuelto dominador
y que de seguro a mí no me gustaba que me pegaran.
Tenía razón. Tuvo que dejarme porque se le quemaba la
cena. Así me dijo. Volví a intentar con J. Ahora me con-
testó, le narré los detalles de mi enfermedad y me dijo
que lamentaba no poder venir a verme ya que le habían
sacado las muelas del juicio y estaba indispuesto, que
me llamaría en cuanto estuviera recuperado aunque el
cirujano le había advertido que podían pasar hasta dos
años. ¡Arrivederci!
País Tanzania
Superficie 945.000 km2
Población aproximada 35.000.000 de habitantes
Moneda Chelín tanzano
Capital Dodoma
Idiomas oficiales Swahili e inglés
Localización Costa este de África Central
47
Cerraba la expedición con una frase célebre: “En Mo-
rogoro, cuando divises el paisaje sentirás cómo una ma-
nada de elefantes marcha a toda prisa. Todo esto a pocos
metros de visibilidad”. Así continuábamos, una y otra
vez, en el mapa infinito de la enfermedad.
48
una calavera de muerto”, dijo Aviva. Con la caída, la
pieza se deshizo como azúcar y ahora podía ver el resto
del cadáver. Su padre, desde las alturas, le insistió: “Bus-
ca algo más, Aviva, dinero, ruedas redondas de oro”.
49
La cena etíope
51
descomposición. Me envolvía en una esfera que intenta-
ba excluirme del resto. La tos, la tos era lo que faltaba.
El hambre se fue lejos, a un lugar remoto que ya no
divisaba.
52
razón de peso contradijo mi frivolidad: tal vez se trata-
ba de una trampa con la que mi madre intentaba con-
firmar nuestra farsa. Tenía sentido. Lázaro no durmió
en toda la noche. Yo tampoco. La tos conectó con una
especie de tendedero las dos alas de la casa: el claustro
con el resto. Ambos somnolientos, a dos manos, dibu-
jamos el desvelo y la soledad.
Al día siguiente, Lázaro pasó la tarde contando los
cuerpos inmóviles de las temibles hormigas. Resulta-
do: doscientas cuarenta y nueve, ni una más. Indagó en
el tubo fortificado pero no había rastros de la ausente.
Practicó muchas veces cómo se lo diría a mi madre, in-
cluso ante el espejo. Yo le dije que no sufriera, que por
una mugrienta hormiga no podía perder el control, que
le dijera que las doscientas cincuenta estaban cazando a
la abeja africana y fingiera que la comunicación se había
interrumpido. No me prestó atención.
El sueño me venció mientras Lázaro, zombi, revi-
saba la casa, la ponía de cabeza. ¿Habría alguna sobre-
viviente?
53
lagrimar. Al ver a mi madre, las gemelas se incorpora-
ron y notaron que alrededor de mi boca había marcas
sospechosas. Abrieron uno de los paquetes que mamá
traía. Sacaron globos y soplaron uno tras otro creando
ramos de globos, ataron sus trenzas con globos un poco
más grandes, y comenzaron a devorar cotufas azucara-
das. Con una aguja hicieron estallar los globos, todos
a la vez. ¡baamb! Mi madre se quitó los tacones, y las
agujas eran grandes filos de patente, lustrados para esta
ocasión. Abrió otro paquete, y sacó sobres de semillas
que se lanzó a sembrar con compulsión. Se trataba de
unas pepitas de sorprendente rapidez. El comercial tele-
visivo mencionaba que en un cerrar de ojos retoñarían.
Mis hermanitas se llenaron las manos de tierra mojada
y cerraron los orificios de la operación no culminada.
Modelaron bolitas de tierra para clausurarse las bocas.
Advertí de los peligros de las heridas, las infecciones, los
contagios, los costos de los antibióticos, la resistencia.
Cerré los ojos. Volví a abrirlos.
Comencé a ver arbustos, matorrales, frondas, arbo-
lillos que desafiaban los espacios de la casa, que rom-
pían de cuajo los pisos, matojitos que se abrían paso
entre chaparros, maleza, cactus y espinos. Entonces to-
dos brotaron. Florecieron. Y en vez de polen, piñones,
capullos aromáticos, frutos, pimpollos, al unísono na-
cieron vergas, grandes y hermosas vergas, afelpadas, de
terciopelo, aduraznadas, lisas y carnosas, aberenjenadas,
botones de vergas que se llenaban y crecían en un ins-
tante, brotes que invitaban a la caricia, yemas que hacían
agua la boca, mohos, bejines, vergas como guanábanas,
setas envergadas y a una trepadora le seguía una hiedra
que ahorcaba un vergón como papaya. Guindaba tam-
bién otra verga verde y áspera como de piel de mamón.
54
Mi madre había vuelto a calzarse, ahora sus agujas eran
vergas lustradas y grandiosas, y de un camafeo sacó una
semillita que lanzó al azar cayendo en el centro del sa-
lón. Del piso, brotaron las raíces, espesas e inmensas
cepas que explotaron el granito dando paso a un árbol
gigantesco. Se trataba de un baobab, especie de corteza
negra y hojas oscuras. La revelación me dejó paralizado.
La mayor sorpresa vino cuando del macizo germinaron
vergas globosas y ovoides guindadas de lianas. Todas de
un solo color: negras.
Mi madre y mis hermanitas, vestidas de campesinas,
se recogieron las faldas, y comenzaron a trepar descal-
zas el descomunal árbol. Llevaban cestas de picnic su-
jetadas por cintas rojas. Hincaban sus uñas en la oscura
corteza, alternándolas con sus pezuñas y hasta con sus
dientes, que sangraban copiosamente al despegarse. Al
llegar a la copa, con mucho esfuerzo estiraban sus bra-
zos para poder recoger las vergas morenas que esta vez
parecían melones alargados que al desprenderse mana-
ban un líquido perlino parecido a la leche. En sus cestas,
mi madre y mis hermanitas lanzaban sin compasión las
grandiosas vergas, que apiñadas se rozaban en sospe-
chosa fruición. Luego de llenar sus canastas, decidieron
bajar aferrándose fuertemente de las pezuñas. Sus cuer-
pos fueron perforados por las espinas que recubrían la
enredadera adosada al tronco del baobab.
Observé cómo en un semicírculo mi madre y mis
hermanitas me acecharon. La más alta me pidió que me
colocara en la postura de cuatro patas. Yo les tenía mie-
do pero aún llevaba conmigo aquel cuchillo que me per-
mitió bordearles los orificios a mis hermanitas. Mi ma-
dre sangrante de boca, uñas y pezuñas, enseguida tomó
el cuchillo, hizo una incisión posterior que terminó en
55
el ano para introducirme las grandes vergas recogidas
hace instantes. A algunas, primero les arrancaba la ca-
beza con sus afilados dientes para luego escupirlas con
algún rastro de sangre. Mi madre me preñó.
56
bían hecho su trabajo. En un instante, me di cuenta de
que nuevamente estaba preñado.
–Quantas chegaram?
–Duzentas e quarenta e nove.
–Vou escrever uma petição agora mesmo para ex-
traditá-la. Já que temos a maldita africana, a companhia
57
vai ter que me dar resposta. Senão vou ter que pegar
um avião e trazê-la pelos cabelos. Combinado, Lázaro?
Lázaro tragó grueso y respondió.
–Combinado.
58
dría la ocasión de comer directamente de la popona de
mi madre, que restregaría el pan sedoso y blando por
los pliegues secretos y sus contornos. Debía aprove-
char la ocasión ya que estaba desdentada y pronto cre-
cerían sus fauces infinitas.
59
Los rumores se transformaron en gritos, en cantos
tribales incesantes. Volteé a ver el panorama y pude ob-
servar cómo una fila venía directamente a mí. Eran hom-
bres negros desnudos, de cuerpos esqueléticos, escolta-
dos por pájaros de cuero negro. Se movilizaban como un
ejército mientras las náuseas me visitaban. Los hombres
exhibían con orgullo sus vergas, jugosas, gigantescas y
tiernas; vergas que mantenían su vigor pese a los cuerpos
diminutos que las acompañaban. El ruido atormentaba y
la polvareda me cegó. Los pájaros expedían un olor des-
agradable. El retumbe de los tambores, las arenas que se
estremecían, las vergas que, guindadas, rebotaban como
goma. Me encantó el paso acelerado y la indecencia.
60
to, nunca sería igual; pero la doctora Lobo prometía
que tan solo una profesional como ella, tan detallista y
acuciosa, se daría cuenta de los procedimientos ejecu-
tados. Del resto, todos pensarían que había nacido con
una dentadura perfecta. Recuerdo a la doctora Lobo
tensando y destensando los dientes, como si tirara de
imaginarios cordones ante un corsé renacentista.
61
y continuaba el caudal en aquella aridez. Los sonidos de-
vinieron gritos que repetían una y otra vez una palabra
secreta: ababa, ababa. Mi ceguera no me impedía admi-
rar las vergas de los dolientes cuerpos que tensas parecían
guiar a la manada. Cuando ya se alejaban, me di cuenta
de un grupo inadvertido que se acercaba corriendo desde
otra latitud. Eran hombres negros de cuerpos robustos y
bellos, de musculaturas intactas, escoltados por pájaros de
exuberante plumaje y exquisito aroma. Una sola cosa ha-
cían a las manadas mugrientas más apetitosas y deseables:
sus vergas. Este grupo llevaba taparrabos que impedían
observar las dimensiones. Pero en un descuido, a alguno
se le desprendió el suspensorio y pude advertir que no
tenía verga. Era una tribu desvergada.
62
Mi madre y mis hermanitas se incorporaron a la ta-
bla. Mi apetito volvió de repente y le arrebaté a Lázaro
la primera presa. Con mis colmillos afilados por la doc-
tora Lobo, comencé a devorar aquella verga gustosa que
sudaba copiosamente. Lázaro saboreaba el glande de
alguna, succionando el jugo que se había quedado apri-
sionado en la arteria bulbouretral. Luba mordisqueaba
una más pequeña pero igualmente nutritiva. Malaya-
lam utilizaba los cubiertos y cortaba la fibrosa verga en
bocados aptos para un paladar exigente. Trinchaba sin
conmiseración los cilindros. Mis hermanitas lamían los
fluidos de una misma verga y la sujetaban juntas mien-
tras la más alta le arrancó una parte del cuerpo caver-
noso y la más baja se quedó con segmentos del cuerpo
esponjoso. Mi madre se dedicó al prepucio. Comentó
con sabiduría que en él residía el secreto del suculento
plato. Lázaro no estaba de acuerdo, aseguraba que era
el escroto y mostró cómo debía comerse para lograr
una buena digestión. Malayalam se cansó de guardar la
compostura y tiró los cubiertos. ¿No se trataba de un
plato etíope? Como si fuera una mazorca, tomó con
sus manos la pieza y comenzó a pelarla acompañando
la ingestión de las carnes negras, con la deliciosa cama
de hojas verdes que había dispuesto Lázaro. Una vez
deglutidas las vergas, panza arriba disfrutamos todos
del sueño profundo.
63
Carne sobre carne
65
parando en las áreas de la cocina (sus ingredientes más
mínimos y los acompañantes) sino también todo tipo de
olores como el perfume diario que utilizaba Lázaro, los
medicamentos que Malayalam destapaba y mezclaba a
distancia, o alguna loción con la que mi madre rociaba
las piernas de mis hermanitas ante el calor sofocante. La
enfermedad había trastornado otro sentido.
66
zó a recitar toda la estrategia que había trazado para
normalizar mi mordida y, con un puntero, señaló las
diversas tácticas implementadas. La lámina incluía los
elásticos, correctores y todo el arsenal férreo que em-
pujaba con fuerza las piezas dentales. Recuerdo que mi
madre asentía con la cabeza afirmando que compren-
día, a cabalidad, su exposición. Pero aunque utilizaron,
según la doctora Lobo, todos los recursos (incluso las
novedades presentadas en el más reciente congreso de
ortodoncia realizado en Ciudad del Cabo), mis dientes
solo se habían desplazado una distancia milimétrica, im-
posible de ser advertida por otros ojos que no fueran los
de una experta. Mi madre pasó la lengua por delante de
sus dientes superiores, mientras la doctora me señalaba
con su dedo diciendo que yo era un raro caso dental en
un millón. La doctora Lobo prosiguió comentando que
aunque ella misma se había encargado de redoblar los
mecanismos de barrido, no dejándolos por esta vez en
manos de la competente técnico dental, el desplazamien-
to no se producía. Mi madre se acomodó en su asiento y
ahora pasó la mano por la curva de su vientre.
La doctora Lobo sacó otra lámina y comenzó a ex-
poner con locuacidad un nuevo plan de ataque. Se tra-
taba de desplazar en dirección contraria los caninos y
sus subsiguientes para colocar en lugar de los incisivos
faltantes dos prótesis permanentes. No creía que hubie-
ra ningún problema pues su vasta experiencia (y hasta el
sentido común, pensé) le decía que si las piezas dentales
negaban su desplazamiento hacia una dirección, serían
luego dóciles al correrlas hacia la otra. La doctora Lobo
concluyó su presentación diciendo que de aceptar este
nuevo plan, no sería necesario el oneroso trabajo cos-
mético y en menos de dos meses contaría con una nue-
67
va dentadura cuya artificialidad únicamente podría ser
detectada por ella, la doctora Lobo. Punto.
El punto llegó en el momento en que mi madre ob-
servaba la salamandra dorada que, enroscada al cuello,
lucía ese día la prestigiosa doctora Lobo.
68
dentro de mi madre) y no importaba si eran imprescin-
dibles costosas sesiones de endodoncia o que viniera a
verme la mejor periodoncista de la ciudad, pero mi den-
tadura debía ser preciosa y sobre todo encontrar una
perfecta naturalidad aunque la mismísima doctora Lobo
tuviera que trabajar horas extras. La sentencia terminó
con un chirrido de dientes que molestó al agudo y muy
entrenado oído de la doctora Lobo, quien ahora ner-
viosa mordió sus carnosos labios, sacándose un poco de
sangre que corrió a curarse de inmediato.
–¿No te acuerdas?
Negué con la cabeza repetidas veces.
–¿Pero si lloraste y maldijiste al punto de deshi-
dratarte?
Nuevamente supliqué que me explicara lo sucedido.
–Tuve que llevármela al veterinario, la internaron en
el pabellón de cuidados intensivos. Está muy delicada.
69
–¿Pero por qué?
Otra vez insistí con desesperación y sin dar crédito
a lo que sucedía.
–Aún no lo sabemos…
Y se templó el aire del claustro. A la distancia toda-
vía se escuchaban los ladridos de mis hermanitas.
70
Como ya había informado Lázaro, mi madre hizo
un reclamo a la compañía, lo cual había resultado en
la reposición inmediata del costoso espécimen. Lázaro
y Malayalam pasaron cuarenta y cinco minutos desar-
mando la caja. Finalmente llegaron al cubo de cristal
de 5x5, que aunque transparente, su grosor no permitía
observar lo que se encontraba dentro. Luego de colo-
car las combinaciones que un documento detalladísi-
mo ordenaba, todas nuestras miradas se dispararon a la
puertita por donde debía salir rodando el cadáver del
flamante insecto. Nuestra sorpresa llegó de inmediato:
la hormiga había cruzado el Atlántico y gozaba de una
salud inigualable.
Lázaro gritó:
–¡Está vivita y coleando!
71
consulta, todavía se oía el eco de los gritos de mi madre,
quien luego de pedir que se cumpliera lo prometido,
abrió las piernas en el sofá aceituna de tan glamoroso
despacho y parió a mis hermanitas salpicando de mal-
va la poltrona ciruela y hasta la bata marfil que ese día
vestía la doctora Lobo.
72
Aspirados, flotamos como nunca antes (líquidos) hasta
llegar a ese lugar de arenas oscuras y viento seco. Está-
bamos de vuelta en Etiopía.
73
zaro trajo la noticia. “Está fuera de peligro. Una sim-
ple indigestión”. El grito salió de adentro, como nunca
antes. El claustro esperaba a su esfinge. La repatriación
estaba en puertas.
74
vegetarianas. Mientras hablaba con el reportero le daba
de comer a la muy agradecida planta repollitos de Bru-
selas y zanahorias bebé. Otra mujer, sin embargo, de-
nunció que en su patio crecía una especie lesbiana, pues
una vez regando de noche su jardín, la planta le había
pellizcado una nalga. La señora exigía a las autoridades
acabar con tan peligrosa plaga pues temía por su vida y
también, por qué no decirlo, por su dignidad.
Un nuevo avance del mismo noticiario, esta vez más
detallado, informó que ya se había encontrado la so-
lución para el crecimiento desmesurado de las plantas
carnívoras. No dio más detalles.
Lázaro volvió con cinco paquetes repletos. Yo podía
oler desde el claustro la sangre coagulada que chorizos,
panza, sobrebarriga, chupetón, mollejas, entraña, bola
de lomo, riñón, morcillas y vacío acumulaban. El coci-
nero comenzó a cortar los trozos en elegantes filetes y a
separar las porciones dependiendo del tipo de carne. La
destreza de Lázaro me sorprendía aunque por supuesto
conocía de antaño su inigualable arte en el territorio de
las carnes. A medida que cortaba, la coagulación cedía y
la sangre chorreaba hasta desembocar en mares. El coci-
nero preparó paquetes de acuerdo al corte. Su prolijidad
era asombrosa. Colocaba en cada uno: la fecha de com-
pra, la carnicería, el tipo de carne, la cantidad de filetes
incluidos, el corte, el cuchillo utilizado (número y mar-
ca) y una breve referencia a los platos y las cantidades
que se podían preparar con tales porciones. Resultaba
una valiosa ceremonia ver cómo Lázaro acomodaba los
paquetes en el frigorífico.
75
territorio de la enfermedad. Blanda, exigía su retorno
con un nuevo nombre.
76
blancos. Los chorizos y las morcillas se inflaban en tu-
mores que repentinamente explotaban fermentándose.
La entraña infecta tenía una apariencia gelatinosa y el
chupetón estaba totalmente ulcerado. El bolo de lomo
había sido tomado por hongos gomosos. Supuraciones
salían de los espacios dejados entre filete y filete y la pú-
trida panza lucía carra. El vaho putrefacto había inun-
dado la casa. En efecto, era la carne. La malencarada
suspiró de alivio. Para que los vecinos no protestaran,
Lázaro decidió colocar todo en una caja. A la mañana
siguiente desecharía las carnes podridas lejos de nues-
tro barrio.
No se reportó fiebre.
77
rror cómo le amputaban la pierna derecha a un hombre
que había sufrido un accidente. El olor a carne quemada
y los chirridos del hueso me perturbaron. Pero lo más
terrible de la situación fue advertir que al hombre no le
habían aplicado anestesia, lo cual le generó un desmayo.
Allí mismo sucumbí.
78
Así era. Las carnes ulceradas habían salvado mi cuer-
po de la corrupción y la tristeza.
79
ilesos y pronto encontré que eran superficies abultadas,
que a pesar de su visible seducción no me generaban
erecciones. Al pensar en esto, la desértica playa comen-
zó a ser ocupada por la tribu de hombres diminutos
y vergas estupendas. Confirmé que estábamos en una
zona nudista.
Lázaro fue por más carne. Se acercó hasta la tienda
del centro. Los mostradores goteaban de sangre por la
ya ausente marabunta. Las carnes se habían agotado.
Recorrió todas las carnicerías, incluso las de nuestro ba-
rrio, sin mayor éxito. Solo en un matadero lejano en-
contró carne de cerdo. Lázaro compró toneladas. Re-
cordó la voz del noticiario matutino y volvió a casa con
quince paquetes.
La plaga estaba siendo combatida. Se pedía que al día
siguiente nadie saliera a la calle de no tratarse de algo ur-
gente o muy necesario. Esparcirían por la ciudad un pro-
ducto para engañarlas. Era una tierra con olor a carne,
aroma altamente gratificante para ellas, que al ser deglu-
tida paralizaría el frágil sistema digestivo de tan peligrosa
especie. El alcalde de mi ciudad ordenó que aquellos que
hubieran domesticado a sus matas o sintieran piedad por
ellas (lo cual acarrearía el deber de alimentarlas a diario)
debían transplantarlas al interior de sus casas. Una aler-
ta importante: a los dueños de perros y gatos les corres-
pondía abstenerse de sacar a pasearlos por una semana,
a menos que se tratara de especies con un alto umbral de
obediencia. Todo quedaba a juicio del ciudadano. Quie-
nes cumplieran las leyes a cabalidad y tuvieran mascotas,
debían solicitar un servicio especial de limpieza que la
alcaldía costeaba en su totalidad. Las líneas telefónicas
estaban disponibles las veinticuatro horas.
80
En todas partes, comenzaron a lanzarse estos seres
esqueléticos de grandes mástiles. Por supuesto, el hedor
vino con ellos y también los pájaros de cuero negro que
me picoteaban incesantemente el pelo. Mis hermanitas
se taparon la nariz e ingresaron al mar para preparar una
nueva coreografía.
Yo veía que la playa se sobrepoblaba, incluso en mi
campo zafiro ya se habían apiñado trece hombres. Pero el
lugar que ocupaban los desvergados era exclusivo y nadie
podía acercarse. Los de allá se frotaban bronceadores le-
chosos acostados en cómoda tumbonas, los de acá se un-
taban aceites unos sobre otros. ¿Qué hacía yo allí? ¿Por
qué tenía puesto el traje de baño? Cuando intenté quitár-
melo para estar a tono con el lugar, vino el terror. Encon-
tré que llevaba las carnes de mi madre. Vestía su bikini
preferido (uno turquesa) y sus senos, ahora míos, caían
como mangos verdes por falta de cuidado. Era un terreno
desconocido. No daba crédito de lo que sucedía. Me había
sido transplantado el cuerpo de mi propia madre.
81
La niña sin pensar le replicó, mientras la madre se-
guía tocándose el bajo vientre:
–¿Y por qué llora, mamá?
Sin dudar, la madre le respondió:
– Porque no puede salir, mi amor… por eso llora.
82
multicolores, estruendo, conchas dilatadas, maracas,
cuchillos amolados, rugidos, enjoyados lulos en celo,
cueros tensos, macramé, lóbulos abiertos, paleros, calas
aladas, jaleo, rosas de la noche, pubis, trabazón, lobas
en enlace, machetes que viven a la distancia, desatadu-
ra, octópodos fornicantes, babosas, sandunga, perico
rosado, madreperlas, rizos inferiores, rectos ondulan-
tes, aéreas castañuelas, bocas que vomitan adoradas
lenguas, gargantas priápicas en contención, antifaces
de sebo, papelillo, ruido intestinal, serpentinas de co-
bre, cueros secos al amanecer, mantecas, gatas negras
a la brasa, escupido, cascarilla, huesos descalcificados,
tarugos, rusas en sillas de rueda, perros de alambre,
pelusa, mostaza, pedos de vieja, leche de zorra, peces
mohosos que balan, monumentos, sobacos encrespa-
dos, ossobuco, corazas de nácar, papilas de cerda, co-
mulgantes, gónadas de la verdad, orine animal, cola
de pato, trifulca, vacas cortadas sin mediación, piñas
escoriadas, enanos cachuos, ropavieja, pinzas que se
oxidan con la mirada, jolgorio, papos vapuleados, há-
bitos cesantes, picos, espuelazo, melao de batata, re-
vuelta, careyes, almejas infiltradas, seco de chivo, tu-
bas peludas, ostras, velos de novia que se deshacen en
azúcar, sapos obesos, grasas de la gloria, lagrimones,
galápagos en resaca, lagartos mellizos, latas vencidas,
cantos, tamarindos que se molestan, conchones, callos
en vinagre, moras rugosas, mortajas indias
83
Me perdí. El pasto me sobrepasó. Yo gateaba por el
cañaveral como si alguien me persiguiera. No sé por qué
no me era posible correr. Ya era grande, como de siete
años pero solo gateaba, me arrastraba raspando mis ro-
dillas, dejándolas en el hueso. Doloroso. Y vi una som-
bra, una cosa espantosa.
84
hombrecitos de la manada, se excitaron. Pegándose a
sus orejas, comenzaron a contarles chistes subidos de
tono. Me molesté. No les había dado permiso, esta-
ban allí bajo mi cuidado. De saberlo, mamá se habría
muerto de envidia. Cuando mis hermanitas lograron
el efecto deseado en uno de ellos, cuya verga se inflaba
potentemente, saltaron con seguridad olímpica enro-
llándose ambas al macroencefálico glande. Los cuerpos
de mis hermanitas se fijaron abrazándose de manos y
piernas a la oscura verga que mostraba su máximo es-
plendor. Ya sujetas, el hombrecito me encañonó y una
manada llegó para abrirme las nalgas. La fuerza no ad-
mitía oposición. El hombrecito excitado me metió la
verga con tanta fuerza que no solo desgarró mi ano,
sino que de un tiro me inseminó. Me había preñado
de mis hermanitas. Tendría entonces un parto gemelar.
Mi vientre se extendió y las piltrafas se movían dentro
de mí como liendres hambrientas. Mis ojos se tiñeron
de rojo. Ser, a la vez, hermano y madre de las gemelas
aterradoras…
85
Mis hermanitas no serían esta vez las comadronas.
Debía parirlas, darles vida. Las contracciones vinieron
de golpe cuando aún me encontraba sobre la toalla za-
firo de aquella playa de Etiopía. Fue una sensación ex-
traña verme en tal estado. Era mi primer parto gemelar.
Tenía conciencia de las complicaciones. Pujé y pujé por
ocho horas. La luna salió y las aguas se caldearon. Bru-
ma, frío, viento. Volvió el sol implacable en la playa nu-
dista que continuaba desértica. No podía más.
Abrí las piernas con determinación y de mi ano sa-
lieron dedos que de inmediato se sujetaron al pliegue
rectal empujándose con fortaleza hacia fuera. La ca-
beza de la más alta logró salir y con sus dientes cortó
la estrechez anal. Con dificultad empezó a nacer. Ya
casi fuera, maldiciéndome por mi desconsideración,
observé la mano de la más baja, quien se sujetaba de la
pantorrilla de la más alta. La segunda salió con mayor
facilidad. Florecí por una hora, había parido a mis dos
gemelas aterradoras. Con el ano estallado, pude con-
templar a mi cría por primera vez. Mis dos gemelas
estaban cubiertas de una espesa película de heces, cuya
pastosidad limpié pacientemente con la toalla zafiro y
hasta con mi propia lengua.
86
ron de golpe por la recomposición de las grasas y mi
boca se hinchó como si fuera pato. El dolor, el ardor, la
vergüenza, la miseria.
87
Ocho muñecas y media
89
“Agarra la bayoneta”, “te la meto con metralleta”. “Te
hincho”, “te arrastro”, “te chupo”, “te mato”.
Los juegos de mis niñitas llenaron el vacío del claus-
tro. Las gemelas aterradoras aprendieron a decir mamá.
No les costó tanto. Tampoco les fue difícil incorporar-
se al gateo. La más alta arrastraba la cabeza, la más baja
exhibía un hueco grande en la nuca. Goteaban sangre
y pedacitos de carne. Ahora se oían audacias de infan-
tas: “Te llaman la pelona”, “te la meto con dormilona”.
Mi cuerpo forrado de llagas, ahora forrado de niñas.
“¡Mamita, juguemos rojo!”, “¿cómo que rojo?”, “tú te
agachas y yo te cojo”. “¡Mamita, mejor juguemos pi-
ragua!”, “¿cómo que piragua?”, “el mismo rojo pero
bajo el agua”.
Un gran error fue negarle acceso a mi madre. Como
no le contestamos, buscó las maneras de entrar al claus-
tro así fuera transplantándose a mi cuerpo. El repique
incesante del teléfono no me dejaba descansar. Decidí
responder a costa de cualquier consecuencia (incluso
la más impredecible). De todas maneras, había noticias
frescas. ¡Era abuela de sus propias hijas! Respondí con
interés pero nadie contestó. Solo una respiración anóni-
ma, seguida de un grito aterrador de la gemela más alta
al ser atravesada por el cuchillo de la más baja.
90
el sol licuado y el cuero tenso del mediodía. Los peces
esquivaban los remolinos fogosos y los tibios espasmos
de la hondonada. Las especies subacuáticas preferían
las corrientes frías de la noche africana. Sobre la oscura
superficie, flotaban trozos de cartílagos que parecían
moluscos exudando a su paso tintas rubíes. Cientos de
pedazos nadaban sensualmente en la apariencia de la
opacidad. Eran anos, anos estallados por el parto, anos
desplazando la dolencia, anos humanos que celebraban,
con sangre, la constitución y la materia.
91
ran los pómulos. lina. Negra de Kenia. Le practiqué una
histerectomía. Tenía cáncer uterino. Apliqué salvajemente
radioterapia. Quedó calva para siempre. Decidí matarla.
Le saqué las uñas y se las incorporé ya muerta. lona.
Pelirroja. De cara y cuerpo mestizos. La preñé de azúcar
y dulces hasta podrirla por dentro. Al poco tiempo, le
diagnostiqué diabetes. Quedó ciega. luna. Gorda. Vino
con elefantiasis de fábrica. Hedionda, no la bañé nunca.
Le extirpé los pezones. Le quemé la popona. Le cosí la
boca para que bajara de peso pero no fue posible. Se re-
ventó los labios para comer ratones. mica. Rubia. Bara-
ta. Le saqué un ojo. La fiebre amarilla le tiñó la piel. No
la alimenté y se volvió anoréxica. Le exterminé todo el
vello púbico. Le inoculé en la cabeza una colonia de pio-
jos. moca. Leprosa. Linda. Le produje el padecimiento y
todos los dedos se le cayeron. muca. Rusa, le injerté una
verga grandiosa. Quedó tapusada. Generé un daño irre-
versible. Vino preñada pero la verga la hizo abortar con el
método de sofocación sanguínea. La ligué para siempre.
De niño preñé a todas, a todas las osteoporósicas
menos a muca.
92
Llegó un nuevo avance informativo del noticiario.
La campaña había sido un éxito. El alcalde de mi ciu-
dad anunció haber exterminado un 84% de las plantas
carnívoras, esterilizado un 7% y el restante se repartía
entre almas caritativas y aquellas especies incólumes que
lograron abstenerse de caer en la tentación. El alcalde
pidió votar por su partido en las próximas elecciones.
Malayalam apuntó su nombre.
93
Aquella mujer no paraba de hablar, aunque no pre-
guntó por la enfermedad que padecía, ni hizo gesto al-
guno de asco o de incomodidad. Con firmeza, se negó
a utilizar los guantes quirúrgicos que la enfermera le
ofreció mientras abría bien los ojos como luz roja de
semáforo de contagio. La estilista era una fiera con la
tijera y, con rapidez de pájara de cuero negro, cortó mis
excesos y el cordón que había dejado pendiente el par-
to gemelar.
94
agua. Cabeza alineada con caderas. Brazo florido, bra-
zo tullido. Cuerpo extendido con cabeza, parte supe-
rior de la espalda, glúteos y talones en la superficie.
Carne de gallina. Pierna, pierna, punta de pie. Pierna
izquierda extendida perpendicularmente a la superficie:
cabeza, tronco y pierna derecha horizontal, con el nivel
del agua entre la rodilla y el tobillo dislocado. Tobillo.
Pierna izquierda flexionada hacia el pecho deformado,
media pantorrilla contra la pierna vertical, pie y rodilla
en la superficie y paralelos a la misma. Cabeza, cabeza
hueca. Cabeza abierta y espinilla de la pierna doblada en
la superficie del agua. Noventa grados entre el tronco y
la pierna lacerada extendida. Brazo, brazo, brazo roto.
Pierna de ballet doble, punta, punta, piernas juntas y
extendidas perpendicularmente a la superficie.
95
hacia adelante, formando un ángulo de sangre con el
cuerpo. Posición cola de pez. Pierna derecha, pierna iz-
quierda. Split. Posición encogida, fetal. Cuerpo compac-
to con espalda redondeada y piernas juntas. Tacones pe-
gados a las nalgas. Cabeza pegada a las rodillas. Posición
carpa de frente a la altura de caderas. Piernas extendidas
y juntas. Fuente. Buches de excrementos. Parte inferior
de la espalda arqueada, con las caderas, hombros y ca-
beza alineados en vertical. Piernas inflamadas juntas y
en la superficie. Bolitas de caca alineadas a la altura de
las orejas. Ventosidades. Piernas uniformemente abier-
tas, una frontal y la otra dorsalmente, con los pies y los
muslos en la superficie. Explosión bucal. Parte inferior
de la espalda arqueada, con las caderas, los hombros y la
cabeza en línea vertical. (A dos voces) En la escuela nos
llaman las anales porque nacimos por el ano. Posición
carpa de espalda. Somos niñitas de caca. Buche. Corrien-
te de aguas estancadas. Posición arqueada en delfín. (A
dos voces) No vomitamos. Cuerpo flexionado a la altura
de las caderas formando un ángulo agudo de cuarenta
y cinco grados o inferior. Piernas extendidas y juntas.
Tronco quebrado extendido con la espalda recta y la ca-
beza alineada. Desechos de niñas. Somos las niñas fétidas
de caca. Giro. Inmersión. Somos las niñas más olorosas.
Pierna doblada, con el dedo gordo del pie tocando cara
interna de la pierna extendida a la altura de la rodilla.
Posición plancha estirada de espalda y arqueada en su-
perficie, el muslo de la pierna doblada perpendicular a
la superficie de las aguas sucias. Posición tonel. Somos
dos niñas de mierda. Piernas juntas y dobladas, pies y
rodillas paralelos a la superficie, y muslos perpendicu-
lares a la misma. Cabeza alineada con el tronco y cara
en la superficie. Posición inodoro. Somos cuerpos adora-
96
dos. Posición caballero. Por favor, no bajen las palancas.
Plancha o pronal. Somos féminas de secreciones. Grúa
o grulla. Giro simple. Giro complejo. Carpa. Humus,
boñiga, plasta, freza: en la iglesia nos llaman deposición.
Escuadra vertical. En el hospital, flojedad de vientre. Ba-
llet simple. No necesitamos papeles higiénicos. Posición
cola de pez lateral. (A dos voces) Somos gemelas anor-
males y aterradoras. Posición variante de caballero.
En la poza, generada por las filtraciones del techo del
claustro y las sustancias corporales, mis niñitas practica-
ban la coreografía de nado sincronizado que ensayaron
con grandeza en las playas de Etiopía. Aquí las aguas
eran de humor espeso y pegajoso, de olores mezclados
de restos propios y extranjeros. Mis gemelas aterradoras
en pleno nado debían hacer buches con grumos de caca
de Malayalam, de su madre y de mi querido Lázaro. Eran
fuentes de excrementos y suciedad pero ellas (como pro-
fesionales) disfrutaban la rutina a pesar de la pestilencia.
Agradecían que la abuela estuviera de viaje. “Oro parece,
caca no es, la que no adivine bien tonta es”.
97
Luego de agotar sus juegos anales, comenzaron los
vaginales. La más alta intentó comerse a la más baja
usando su novel y calva popona. La más baja la tensó
tanto que se cortó. La más alta y la más baja corrieron
al claustro para gritar, arrodillarse, llorar y suplicar (a
dos voces): “Queremos preñarnos, ayúdanos, mamá”.
Pronto se dieron cuenta de que sus poponas tampoco
estaban preparadas. Sus genitales no reaccionaban, eran
inmaduros. Mientras tanto, me dolía, me dolía mucho.
98
Se rumoreaba en mi barrio que muchas mujeres
huían de casa o botaban a sus maridos para vivir una
relación amorosa con sus plantas carnívoras. La historia
no se quedó en chismes de peluquería, e incluso muchas
mujeres solicitaron al alcalde licencias matrimoniales o
de formalización de concubinato.
En vivo y directo, la sacerdotisa Marita dio un discur-
so ejemplarizante. Llamó a todas las plantadoras (profa-
nadoras de plantas) a unirse a su secta. Garantizó la segu-
ridad de las mujeres diciendo que tanto la Santa como las
plantas menores estaban suficientemente probadas. Una
de las primeras plantas excluidas, tan solo por desviar su
mirada ante las curvas de la sacerdotisa, fue desplantada
inmediatamente del templo. Luego, se enteraron de que
la picarona tenía actitudes divisionistas y ya había reclu-
tado a otras colegas para unirse a la disidencia.
El culto plantecostés se basaba en la prohibición in-
terracial (planta-mujer) y era liberal. Su máxima líder,
la sacerdotisa Marita, era una prostituta feminista que
contagiaba a sus clientes de enfermedades venéreas.
99
gia se trataba precisamente de confirmar su fortaleza.
Las creyentes se colocaban en fila e iban acercándose
al altar como comulgantes. Una vez enfrente se despo-
jaban de una prenda o enseñaban una parte pudorosa.
Una feligresa, según contaba Malayalam, se destapó el
seno izquierdo, otra se abrió la popona soltando incluso
parte de su aliento, una en parada de manos mostró sus
piernas jamonas y recién rasuradas. La Santa continuaba
erguida. Imperturbable, sus labios ni siquiera se movían.
En pocas oportunidades se le ponía a prueba otros de-
seos, los de carne animal. Una joven llevó un pollo asa-
do y su aroma no logró despertarla, otra menos joven
pero más suspicaz se colocó una pata de cordero en el
escote pero la Santa miró con desdén hacia otro lado.
Y así una infinidad de pruebas que daban más poder de
convocatoria a la novedosa secta.
100
la anciana llegó hasta el altar de la Santa. Allí decidió
abrir bien grande su boca y mostrar una muela caria-
da. Aunque todas las mujeres se atrevían a exposiciones
transgresoras, la anciana consideraba que la pieza dental
era la parte más pudorosa y secreta de todo su cuerpo.
El dedo arrugado tensó el cachete para desnudar com-
pletamente su dentadura ensalivada. Pero la Santa no se
inmutó ante semejante molar descompuesto. Al perca-
tarse de que su desinhibición no había generado ningu-
na conducta lasciva en la Santa, se sintió inmensamente
gozosa y llena de júbilo. Estaba extática, ensimismada,
pero decidió retirarse al sentir un ligero empujón de
la mujer que le seguía en la larga fila, quien ya se saca-
ba el tacón para mostrar un grandioso callo. La ancia-
na se pasó la lengua por la muela cariada y comenzó a
retirarse con lentitud. Pero cuando aún daba la media
vuelta, del interior de su cartera una perrita asomó con
timidez sus orejas. Era, sin duda, la mascota de la vieja
que, oculta, había transgredido las estrictas reglas del
templo. A la Santa, según numerosas testigos, se le bro-
taron los labios, se le erizaron las hojas, afiló bien sus
espinas, tomó impulso y de un bocado se devoró a la
perrita pequinesa.
101
transparentes reemplazaba la antigua acuosidad. Allí era,
los desvergados poblaron con sofisticación las blancas
tumbonas. Comenzaron también a zambullirse desnudos
en las aguas impávidas del cubo. Se profundizó el canto
de los pájaros exuberantes y se aspiraban sus dulces per-
fumes. Mientras unos desvergados nadaban, otros lima-
ban sus cuerpos intactos con las hojillas aéreas de Etio-
pía. Los pájaros también se zambulleron y en ocasiones
posaban con el plumaje extendido sobre el segmento liso
y mutilado de los cuerpos flotantes. Los pájaros hacían
florecer la ausencia y por segundos reproducían una ima-
gen cautivadora. Pronto volaban a otros territorios des-
cubriendo la trampa, el juego óptico.
102
ingreso de mascotas ocultaban las verdaderas debilida-
des de la Santa. El templo fue clausurado por el alcalde
y las feligresas se declararon irreversiblemente ateas.
103
hacerlo sin remordimiento. Cristalino como el agua, las
inflamaciones de luna eran ahora deformaciones geni-
tales irreversibles. Aprendí a vivir con el progreso de las
enfermedades de mis ocho especies femeninas.
El agua se ha detenido.
104
llamé, repicó, la mujer respondió atontada, medio dor-
mida, pero al comentarle mi situación metió sus dedos
afilados por la línea telefónica y sin necesidad de tijera,
con sus relucientes uñas, me desgarró el ano. Sentí en-
seguida cómo el cuerpo de la criatura comenzó a salir
con facilidad mientras el brazo negro de la experta se
devolvía por el cable telefónico dejando a su paso trazos
de mi sangre, pellejos y excreciones. Ya desinflamado,
aunque débil, traté de ver a mi criatura.
Me incorporé y allí estaba. Empapada en sangre, Me-
dia despertó. Se sacudió como cuando Lázaro le daba un
buen baño dominical y lloró al verme. Esparció la san-
gre y vino hacia mí para darme besos de amor. La alegría
de llegar al claustro la hizo recorrer con torpeza de re-
cién nacida todos los rincones, ahora inundados de pu-
trefacción. Media disfrutaba la caca, ladraba, se hundía
en ella, se arrastraba y limpiaba en las sábanas de la en-
fermedad. Yo veía a mi niña, la besaba mil veces y ense-
guida, las gemelas aterradoras (quienes apostaron a que
su hermana perecería ahogada en el trabajo de parto)
se incorporaron al júbilo, a la consagración.
105
el tomate. Cocí por quince minutos. Trituré, tamicé y
agregué el vino dulce, el coñac y el punto de sal. Piqué
la albahaca muy finamente y vertí el ron. Refrigeré.
106
Borbotones, pedazos atrincados que cortaban. “Juego,
mi capitana, no me retiro”. Un pájaro que hace amari-
llo y negro aterrizó resplandeciente en mi paladar, pro-
bar, nadar, tragar. No conté esto. Solo sonar labial, el
latigazo traqueal que repetí en posturas. Miré y caminé
de espaldas, sin antifaz. Fui el sonido traqueal. “Piedra,
papel y tijera” liguita, “piedra, papel y tijera” por de-
trás. “Mamita, no dices nada”. Quería mover los dien-
tes hacia delante, las encías inflamadas de tragar. Tanta
endodoncia moderada. “Liga, papel o tijera”, tijera para
cortar. No me reí más. Me lengüé los dientes y unidos
todos estaban: mis caninos eran peligrosos. “Tira del
cuello, lobita: no contaré más”. Fui el amarillo labial,
labidental, modular, modelar, molar. “Debes tragar, ma-
mita”. Quise coronar, sonar. Verte todo el cuello traco-
near, trastragar, hasta colar, recortar.
107
Anus horribilis
109
que los insectos lograban burlar las prendas de vestir
con rapidez y sorpresiva habilidad. Aprovechaban cual-
quier ocasión (con frecuencia cuando las mujeres iban al
baño, o al momento de cruzar las piernas) para ingresar
a los pliegues. Por supuesto, en la cueva (esta fue la pa-
labra que usó el alcalde para referirse a la popona) los
ginecomejenes se reproducían con facilidad, causando
múltiples problemas si no se trataban a tiempo.
El alcalde barajó varias medidas de emergencia para
cuando arribara la plaga. La más drástica fue la reclusión
femenina por un período prudente que se negó a preci-
sar. Los ginecomejenes eran inofensivos para hombres
y niños, por más afeminados que fueran. Otra posible
medida, de tratarse de una colonia menos numerosa a la
esperada, era el uso de las prendas metálicas con broches
y cierres herméticos o de toallas sanitarias tipo hongo
que bloquearan a presión la zona íntima. El alcalde ad-
virtió que estas últimas no podían ser usadas por mu-
jeres o niñas vírgenes a menos que decidieran perder la
virginidad al colocarse la toalla.
Desde el claustro, Malayalam siguió con terror la
noticia y decidió permanecer en casa, acampar en el sa-
lón y no salir de allí por el resto del año. El alcalde no
mencionó cómo proceder en caso de mascotas.
110
El alcalde volvió a dirigirse a la ciudad ante las mi-
les de llamadas que colapsaron el sistema telefónico del
cabildo. Los ciudadanos preguntaban si las medidas de-
bían ser tenidas en cuenta en caso de mascotas hembras.
El funcionario público declaró sin titubear que los gine-
comejenes únicamente se adherían a carnes femeninas
humanas. Las mascotas (gatas, loras y perras) debían
sentirse liberadas porque en esta ocasión, la plaga no
podía afectarlas.
111
El cubo no solo estaba lleno de aguas transparen-
tes, sino que su propia materia también lo era. Desde
el trampolín, los cuerpos negros y mutilados se ba-
lanceaban hasta encontrar el impulso matemático per-
fecto. Algunos no solo lograban construir diamantes
con sus contexturas intactas, sino también trapecios,
círculos y hasta rectángulos que se sumergían con ele-
gancia y elasticidad. Desde afuera, podía visualizarse
la suerte mutante de estos cuerpos que se reproducían
en el aire para luego disolverse a sus líneas rectas en
las aguas del cubo.
112
llas que eran sus pacientes fijas y tuvieran historial gine-
cológico. Las profesionales creían que eliminar los in-
sectos era una tarea indigna para la disciplina médica que
ejercían. Tan solo realizaban los tratamientos para cum-
plir con las pacientes que siempre se habían preocupado
por la sanidad de sus zonas íntimas. El resto de mujeres
debía acudir a peluquerías e incluso a consultorios odon-
tológicos u otros lugares que ofrecieran el servicio.
Un restaurante chino de mi barrio acondicionó parte
del salón comedor para atender a las sufridas mujeres.
Los cocineros estaban siendo entrenados por trabaja-
doras sociales de la alcaldía de mi ciudad. Del cuchillo
afilado que trozaba un pato, los hombres pasaban a uti-
lizar un instrumento parecido al mecanismo de los pa-
lillos chinos. Con este desarticulaban colonias enteras
de ginecomejenes. Las mesas del salón se disponían a
transformarse por medio tiempo en consultorios ínti-
mos. El dueño de El Wantón, como se llamaba el restau-
rante chino de mi barrio, pensó incluso en promocionar
una oferta que incluyera tratamiento ginecomejénico y
almuerzo ejecutivo.
113
Llegó el día de sacarme para siempre los ganchos. El
tratamiento de la doctora Lobo había sido exitoso. Los
caninos reemplazaron a los incisivos y los molares a los
caninos. Oí cuando una técnico dental comentaba por
teléfono que buena parte del éxito de mi tratamiento ra-
dicaba en el uso del material. La doctora Lobo había di-
señado unos efectivos aparatos de titanio que solo haría
públicos en la sección de descubrimientos y nuevas téc-
nicas del inminente congreso mundial de odontología.
Cuando entré a la sala, una anciana completamen-
te de luto sollozaba sin consuelo. Me llamó la atención
que llorara pues aún no había sido atendida y tan solo
esperaba por el inicio de su tratamiento. Imaginé que
tendría pavor al dentista, quizá algún trauma infantil,
que le dolía intensamente una pieza, o que aún sufría
por un ser querido.
La doctora Lobo llegó escoltada por su técnico den-
tal favorita y la legendaria ortodoncista. Las tres mu-
jeres se pusieron manos a la obra y extrajeron con so-
fisticación cada una de las partes del aparato. Luego de
tres horas de destornillar, aflojar, desmontar, las tres mu-
jeres llenaron dos cubos enteros de chatarras (clavos, al-
fileres de gancho y tornillos) que la técnico dental me
empacó como souvenir.
Cuando ya no detectaba metales en mi cavidad bu-
cal, la doctora Lobo comenzó a conectar una máquina
que utilizaría para realizar parte del trabajo cosméti-
co: convertir mis caninos en incisivos y todas las demás
transformaciones necesarias. El instrumento limó con
fuerza las asperezas y me desmayé.
114
piel, a levantarse para componer una costra. Mi cuerpo
emanaba un líquido doloroso cuya finalidad era lubri-
car profundamente mi carne empujando hacia fuera el
revestimiento.
Mi ano destrozado se apretó, se recogieron los pe-
llejos sobrantes y esperé desnudo el acontecimiento,
la realización.
115
los clavados geométricos devinieron más complicados y
seguían las posturas profesionales.
(Desvergado 1) El cuerpo totalmente extendido, las
piernas juntas y los brazos sobre la cabeza, a la altura de
los hombros en el momento de la caída. (Desvergado 2)
El cuerpo doblado en la cintura con las piernas exten-
didas y los brazos sujetando los muslos. (Desvergado
3) El cuerpo doblado en la cintura con las piernas do-
bladas en las rodillas y los brazos sujetando la espinilla.
(Desvergado 4) El cuerpo estirado y una mano sobre la
cabeza y la otra sobre el pecho como consecuencia del
impulso para girar en el tirabuzón. El cubo transparen-
te se convirtió en pecera de especies africanas de pelaje
insuperable.
116
protegidos de las profesionales. Una abnegada asistente
corrió a secar las prendas protectoras.
Al momento de retirarse la doctora, aquella mujer
que hablaba siempre por teléfono daba los últimos to-
ques a mi dentadura utilizando un espejo dental. A tra-
vés del instrumento, observé cómo la doctora Lobo se
zafó la máscara y la bata quirúrgica, irguiendo entre sus
manos el botador que continuaba coronado por la ado-
lorida muela. En un acto de profesionalismo extremo,
tomó entre sus dedos desnudos la pieza cariada, la ob-
servó detenidamente desde variados ángulos y luego, la
acercó hasta su nariz aspirando con fuerza la fetidez an-
cestral. La doctora Lobo se descompuso ante el disparo
del hedor atávico y sus labios se inflaron de tal manera
que llegaron a lucir, como nunca, un rojo fuego. Sin
embargo, su cara parecía expresar que el conocimiento
de la ciencia transitaba los cinco sentidos y para ingre-
sar a él debía permitirse todo, incluso las prácticas más
incomprendidas.
117
Sonó fuerte. El desprendimiento crujió. La costra,
cuidadosamente materializada, se despegó por com-
pleto de mi cuerpo. Como sancochándose, el lubri-
cante sudó copiosamente convirtiéndose en bálsamo.
¿Mudaba la piel o cambiaba de concha? Me descon-
ché, así parecía. Me deshice de la membrana dura e
incómoda que retenía a mi cuerpo recto en la cama
de la enfermedad. La concha moldeaba la figura de
mi madre y sus protuberancias. Un sabor a sal inun-
dó el claustro y me oriné plácidamente arrullando el
cuerpo de Media con los líquidos fluorescentes de mi
renovación.
118
das (extranjeras) que configuraron cambios, contornos
ignorados y ajenos.
119
Las gemelas aterradoras estaban totalmente aterradas
y ahora se cruzaron de lenguas y toallas sanitarias tipo
hongo. En las alturas temblaban de terror. La puerta
parecía querer despegarse por las ráfagas de viento o el
intento de tumbarla. Así fue. La puerta se desplomó y
el claustro le dio la bienvenida.
La hormiga safari había vuelto y ahora tenía la es-
tatura de la gemela más baja, multiplicada por dos.
Tiempo atrás, cuando sucedió lo de las carnes podri-
das, Lázaro apartó la putrefacción para desecharla al
día siguiente en un lugar lejano, de modo que los ve-
cinos no se quejaran. Pues luego, la carne desapareció
y Malayalam pensó que Lázaro volvía a sus actos de
magia. La hormiga safari se comió la putrefacción y
ahora mostraba una armadura colosal, por supuesto,
negra y lustrosa.
Reconoció el claustro, hizo el sonido de costumbre.
Ahora su sexo podía apreciarse mejor gracias a la muy
notoria multiplicación corporal. Ostentaba una popo-
na grandiosa. La hormiga me miró contundentemente
mientras las aterradas gemelas aterradoras se paraliza-
ron pensando que era un gran ginecomején que quería
ocuparlas. La safari no se percató de las arañas ceni-
tales (ni ellas de su sexo) y me siguió mirando como
quien cumplía la misión llevando ante su amo la presa.
Media estaba tan aterrorizada que se escondió en mi
ano aunque antes tuvo que luchar contra su renovada
estrechez. Desde allí asomó su cabeza para ver lo que
acontecía.
La africana empezó un movimiento pélvico que
cuarteó su abdomen, impulsando lo que traía desde sus
adentros hacia el buche. Luego de contorsiones triba-
les y sonidos espantosos, que les pusieron los pelos de
120
punta a las gemelas aterradoras, la hormiga vomitó una
bola que rodó hasta chocar con una cara lateral de la
enferma parihuela.
No bien expulsada la bola, la safari se vino abajo
implosionando sus propios despojos como si fuera una
casa prefabricada.
121
mento, no podían acabar con mi linda dentadura. Se
oían las pisadas huecas en el pasillo principal de nues-
tra residencia. Las agujas negras se acercaban y yo sentí
de nuevo el cosquilleo. Mamá me tomó por la cintura,
me besó en la mejilla y yo no quería abrir la boca para
alargar la sorpresa.
Mi madre recordó que para ese día programamos
la extracción de los ganchos y me pidió con lágrimas
en los ojos que sonriera. Yo seguía extendiendo el mo-
mento y me escondí para que me correteara por toda
la casa. Me tomó nuevamente por la cintura y sonreí
con esplendor.
122
destrozó la cabeza de otro. (Desvergado 3) cortó un
cuerpo tan largo como su verga. (Desvergado 4) reven-
tó el corazón de un pájaro de cuero negro. Algunos se
escaparon. Los demás fueron ajusticiados a sangre fría.
Los cuerpos muertos tiñeron de oscuridad las aguas
cúbicas de Etiopía.
123
Mi madre se acercó y preguntó por lo sucedido. De
no ser mi mamá, no me habría reconocido. Eso dijo.
Sacó un frasquito de su cartera que me resultaba fami-
liar. Explicó en perfecto español que contenía la sangre
de once gatas vírgenes, sacrificadas en once noches con-
tinuas de luna llena en Burundi.
124
Otra amenaza se acercaba a mi ciudad. El alcalde no-
tificó que el nuevo azote era aún más sofisticado.
125
Mi madre es un caracol
127
A mi mamá no le importaba revolcarse en los pañales
del claustro. Ella estaba allí para cagarme, para cagarnos
la enfermedad. Era una madre fecal, no fetal, fecal con
c de cucaracha. También muy sanguinaria. El claustro
era un inmenso cultivo de los cuatro elementos y ella
estaba allí para reinarlos.
Al instalarse en la cama, mi mamá juró no abando-
narla hasta que la enfermedad me liberara. Lázaro se
acercó con prudencia. Trató de saludar a mi madre en
portugués pero ella contestó nuevamente en español. Le
dio la bienvenida al claustro mientras intentaba man-
tener el equilibrio ante lo resbaladizo del piso, untado
también de sanguinolencias, producto de las gemelas
recientemente estalladas.
Malayalam volvió con una solución salina que re-
compondría los síntomas inesperados de la enfermedad.
Dijo que mi cuerpo se normalizaría de un momento al
otro. La enfermera actuaba con inusual torpeza y des-
agrado ya que la invasión de mi progenitora le parecía
inaceptable (e incluso contraproducente). Mi madre no
advirtió la tensión. Disfrutaba empaparse de mis sus-
tancias y excreciones.
128
aproximaron con fuerza a las desembocaduras. El cubo
mostraba la transparencia de su desnudez aunque en
las paredes aún podía observarse la huella de las severas
infecciones. Los cantos de los pájaros exuberantes des-
aparecían, la deshidratación los obligaba a mantenerse
resguardados. Los dulces olores se esfumaban. La tri-
bu de cuerpos intactos revisaba mapas, ubicaba secretos
pozos de agua y hacía sus plegarias a ababa. No hubo
excepción, Etiopía era un manto de brasas que no ad-
mitía sustancia alguna.
129
corrían de un lado al otro ante los gritos de mi proge-
nitora exigiendo la presencia de la culpable. A la vez,
todas hurgaban en mi boca, buscaban en mi historial,
llamaban por teléfono, se enloquecían. Por casualidad,
la legendaria ortodoncista llegó al consultorio. Trató de
acercarse a mi madre, pero su cara de odio impidió que
el gesto progresara.
La anciana víctima de la Santa, aquella planta degene-
rada que se había comido a la perrita pequinesa, esperaba
ser atendida. Aparentemente acudía a consulta de rutina
ya que en su cara se había exterminado la mueca del do-
lor. Yo quería ver el agujero, la falta de la muela cariada,
el vacío. Pero la anciana no sonreía. Continuaba de luto
y mantenía el huesito de la perra guindado al cuello.
La legendaria ortodoncista anunció que la doctora
Lobo estaba en camino. Mi madre dejó de gritar y se
cruzó de piernas.
130
Malayalam debía suministrarme los medicamentos
de rutina. Pateó a las gemelas estalladas para entrar al
claustro. Esta vez mi madre sintió la mirada asesina de
la malencarada.
Al intentar irse la enfermera del claustro, mi mamá
tomó un objeto contundente que Lázaro había dejado
en la habitación y de un golpe seco se dislocó el tobi-
llo derecho. La enfermera se vio obligada a atenderla
(su código de ética le impedía abandonar a una pacien-
te en tales circunstancias). Entablilló e inmovilizó su
pierna que luego guindaba con gracia desde las alturas.
Mi muy complacida madre escoltaba oficialmente la
enfermedad.
131
Lázaro se sentía excluido. Luego de su desapari-
ción, había vuelto a casa para luchar conmigo contra
la enfermedad. Aunque nunca pregunté por las razo-
nes de su ausencia (imaginé siempre que se debía a sus
comprensibles necesidades eróticas), su retorno me lle-
nó de alegría. Pero mi madre ocupaba el claustro.
La malencarada había descolgado su pierna enta-
blillada ante las repetidas quejas de mi mamá. Ahora
como guardiana de la enfermedad, pretendía asumir
el control absoluto. Debutó obligándome a cumplir
mis promesas. Debía tomar la primera dosis de la san-
gre felina vertida en aquellas once noches vírgenes de
Burundi. Procedí. Abrí el frasquito, y llené una cucha-
ra de plata. La acerqué a mi boca, la introduje y tra-
gué. Una sensación indescriptible me arrastró. Sentir
cómo la sangre se coagulaba al pasar por mi garganta
me erizó. La sangre bajaba lentamente y el sabor con-
tenía la más oculta descomposición africana. Quedé
inconsciente.
132
mano y gritó con tal fuerza que hizo estallar las den-
taduras de la doctora Lobo, de la legendaria ortodon-
cista y de la anciana. Abrió los ojos, la doctora lloraba
al ver sus preciados dientes desperdigados por el suelo.
En el piso, desconsolada, la legendaria ortodoncista
recogía sus piezas dentales y únicamente la anciana
parecía tranquila. La paciente abrió la boca, como no
sabiendo qué había sucedido. Solo la muela de oro
sobrevivió al terremoto sonoro causado por la rabia
de mi madre. La anciana sonrió al ver la fortaleza de
la muela y creyó presenciar el fantasma de su perrita
pequinesa.
Abrí la boca. Le mostré a mi madre una dentadu-
ra intacta. Fija, inamovible, perfecta. Aunque negra, la
doctora había hecho un buen trabajo. Esas fueron las úl-
timas palabras de mamá antes de salir por aquella puer-
ta, la que nunca más atravesé.
133
aparecido, la carne se reacomodó con absoluta libertad.
De pronto, sentí un líquido tibio que circulaba por di-
versas partes de mi cuerpo. Era como un animal ras-
trero que serpenteaba por mi cintura y piernas. Pensé
que alguna bolsa de solución habría estallado, que quizá
mi cuerpo reaccionaba tal como la enfermera prometía.
Pero estaba equivocado. Mi madre se había meado la
cama. Su orine bordeaba mi cuerpo. Acunado, protegi-
do por las tibias sustancias de mi mamá, observé que la
bella durmiente asumía una posición fetal (esta vez sí,
fetal con t de tamarindo). El sueño la enroscaba, la
hacía camarón de mar. Arqueada y pegada a mi nuevo
cuerpo, seguía destilando la tenue sustancia maternal.
134
Mis niñitas advirtieron que su otra madre no respon-
día. Entonces, le aplicaron corriente eléctrica pero no
hubo reacción. Trataron de convencerme para que las
montara al lecho. Negué la petición. Tomaron una me-
dida más radical. Decidieron extirparse las poponas. Sin
remordimientos, la más alta buscó un cuchillo. La más
baja, una tijera afilada. Mutilaron, recortaron, cercena-
ron, hincaron las puntas filosas. Circularon las tiernas
carnes. Soportaron dolencias miserables. Extrajeron sus
poponas como tapones. La más alta gritó, la más baja
derramó saliva. No utilizaron anestesia. Tampoco fue-
ron aceptadas.
135
posaba y cuando ya su verga estaba lista, inflada, los de-
más comenzaban a estimularlo oralmente (a mamarlo).
La operación era colectiva pues todos se iban turnando
para recibir el intenso gozo de las lenguas.
También celebraron penetraciones grupales. Este
procedimiento era más ceremonial. Un participante po-
saba con su verga lista y los demás la untaban de grasa
animal (porcina o bovina, según la existencia). Luego,
montaban al voluntario a ser penetrado en la punta de
la verga, a quien también se le aplicaba en abundancia el
mencionado lubricante. Dos participantes lo sostenían
en las alturas. El resto se encargaba de estimularlo para
que abriera el ano y comenzara a bajar con cadencia.
Esta estimulación consistía en chuparle los pies y las
rodillas. También en excitar otras zonas erógenas con
provocaciones eróticas bucales. Los miembros que lo
sostenían en las alturas guiaban la penetración estirando
las nalgas y ejerciendo presión sobre el ano hasta que se
hundía plácidamente en la verga inflada. Al llegar abajo,
la verga debía soltar toda su sustancia propiciando el in-
tercambio de fluidos corporales. El penetrado, entonces,
era entronado y enaltecido. Había logrado acomodar,
con majestad, toda la verga dentro de sí.
136
Perforaron. Abandonó la posición fetal asumida. Ahora
realizaba una variación. Se enroscó al revés, arquean-
do su espalda hasta formar una o, una o de orquídea.
Encorvada, movía su boca para lanzar incoherencias
intraducibles y succionaba (por más que Lázaro escu-
chaba atentamente, no podíamos descifrar lo que de-
cía). Malayalam volvió a inyectar a mi madre. Explicó
la necesidad del medicamento. Todos de acuerdo. Re-
doblada la dosis.
137
Sentí un movimiento extraño. En mi cuerpo, la cir-
culación sanguínea parecía acelerarse. Pude observar mis
venas negras. Aunque ahora la piel era más oscura que
la noche, podía divisar mis arterias y venas con mayor
facilidad. Eran conductos gruesos que vibraban con el
paso de la sangre. De carreteras, mis venas pasaron a ser
autopistas. Mi cuerpo era un distribuidor en el que la
sangre bullía, centrifugaba.
Pero a pesar de la oscura transparencia, no podía ver
mis órganos. Solo las líneas gruesas y transitadas que
aceleraban mi corazón. Fantaseé que mis órganos ha-
bían desaparecido.
Mi madre continuaba enroscada como caracol. Un
impulso marino coincidía con el olor a pescado de su
popona. “Ese papo está muerto”, gritaron las gemelas
desarmándose de risa desde la sala situacional. Ya la co-
lumna de mi mamá había dado una doble vuelta. Las
curvas habían roto las tablillas y los vendajes. Su vestido
de alta costura se rasgó y el peinado era un nido.
Con un pañuelo en la nariz, la gemela más alta daba
los últimos toques al macabro plan. La más baja vigilaba
con atención la puerta del claustro.
Malayalam entró. Pateó nuevamente a la gemela más
baja dislocándole la mandíbula. Observó a la más alta
con ojos asesinos (nunca la había mirado así). La enfer-
mera entró para administrarme un medicamento, uno
bastante costoso que solo podía ser autorizado por la al-
caldía. Preparó la goma y cuando procedió a inyectarme
se dio cuenta del problema. Tenía los tacones de mi ma-
dre infiltrados en mis venas negras. Su cuerpo, comple-
tamente entumecido, se había deshidratado. Engarzada
a mi famélica armadura, era una habitante del mar. Sus
garras también se habían incrustado en mi piel morena,
138
anudándose algunas a mis huesos. Nunca entendí por
qué ya no experimentaba dolor.
Malayalam se sintió avergonzada al no haber descu-
bierto con anterioridad las conexiones maternales que
además generaban serias consecuencias para mi salud.
Le inyectó a mi madre un relajante muscular. Cierta
docilidad permitió desencajar uñas y agujas. La enfer-
mera limpió y desinfectó las delicadas perforaciones. La
desconexión dolió, especialmente cuando desenmarañó
las hincadas uñas de mi madre.
139
Agangrenadas, estalladas, mutiladas (la más baja,
adicionalmente dislocada), las gemelas aterradoras so-
plaron como mis esclavas. La más baja debió montarse
sobre un libro. Su título: Útero bicorne. Ambas com-
placieron las necesidades de la enfermedad. Malayalam
se cruzó de brazos.
Mientras tanto, mamá caracoleaba. Seguía encorva-
da. Pero ahora, en vez de balbucear, soltaba quejidos
muy agudos, chillidos marinos.
Lázaro entró al claustro tras los inusuales ruidos
que salían. Seguía preocupado por las acciones legales
que los vecinos pudieran ejercer. Mi situación lo aba-
tió. Además, se sentía excluido por la presencia (aunque
dopada) de mi madre. Era una frontera que superaba la
impuesta entre nosotros por la propia enfermedad. Pero
la fetidez era tan demoledora que Lázaro nos abandonó.
Salió de casa con la excusa de comprar un medicamento
necesario. Volvió pronto. Las calles estaban desiertas.
140
(A una sola voz con eco)
–Los arroyos, todos los estanques, las playas, los de-
pósitos de aguas, las lagunas se convertirán en sangre.
Habrá sangre por toda la región. Nuestro lago será pura
y profunda sangre. Se aproxima una tormenta… será un
alud de sangre contagiosa.
141
La caverna
143
bujo. La gemela más baja me lanza la popona. “¡papo!”.
Me estalla el jugoso papo en el ojo. Se siente como trapo
mojado. Lulú tiene hambre. Se come el papo de la ge-
mela más alta. Le ordeno que no, que no lo haga. Me lo
arrebata. Come con gusto. Lo desgarra. Se introduce
satisfecha a mi ano. Los vecinos tocan la puerta, tocan
la puerta con determinación. Lázaro se asusta. No les
abras. Quiere gritar. Me mira. Lo convenzo. Corre al
baño. Otra vez, se lava las manos. Dibujo. Escribo y
dibujo con temor. Pienso en la muerte. Todos los días
pienso en ella. En la desaparición, el dolor, la huida. La
enfermedad es un territorio que definitivamente conoz-
co. Me pare. Es distinta a la muerte. Escribo en la enfer-
medad. Lloverá. Chorreará. Caerá un aguacero. Corro
a cerrar las ventanas. No puedo correr. Lázaro corre y
cierra las persianas, también las ventanas, las puertas, los
agujeros del claustro. Todos los orificios. Lanza a las
gemelas contra la pared. Les quiebra los dientes. No so-
porta un juego más. Otro simulacro de suicidio, tortura,
amputación y las mata. Las mata. Mis dientes continúan
negros como mi piel. Soy un carbón. Se fue la luz. No
sabemos cuándo volverá. El viento arrecia. El agua cae
sobre mi ciudad. Azota. Arrasa. Las ráfagas se hicieron
tormenta. Llueve de sangre. Cierro. Cierras. Cierran.
La filtración se hincha, se infla, engorda. La mirada de
plomo de la enfermera me molesta. Puedo ver en la os-
curidad. Prende velas por doquier. Las velas negras de
la enfermera son antorchas que iluminan débilmente el
claustro. Dibujo. No hay agua. Toda cae de arriba. El
cielo azabache se viene abajo. La enfermera me avisa que
debe aplicar un medicamento. Mamá caracolea en mi
pecho. Malayalam debe extirpar a mi marina madre para
suministrarlo. Evito la extirpación. La arrimo. La meto
144
bajo el almohadón. Caracolea. Presiono. Caracolea. Pre-
siono. Sale. Se escapa a paso de caracol. Las babas chi-
closas rebosan su boca. Logro apartarla. No caracolea
más. La enfermera dice que debe colocarme un suposi-
torio. Tiene que introducirlo. El medicamento estrena
presentación. Debo desocupar mi ano. La enfermera lo
ocupará. Se coloca los guantes de goma. Arden. Brillan
en la oscuridad. Las gomas destellan en la noche como
dos lamparitas. Lulú se estremece por dentro. Su cuerpo
piloso tiembla. No quiere salir. Les tiene miedo a mis
niñitas (quizá también a la malencarada). La llamo. Se
hunde. La arrullo. Se esconde más. Se entierra. Se siente
en mi garganta. Sigue viniéndose el cielo abajo. Chapa-
rrón. Lágrimas. Toneladas de lágrimas sangrientas bañan
a mi ciudad. Lulú se asusta. No quiere salir. Comienzo
a estrechar mi ano para obligarla. Debe sentir la orden.
Lulú llora. No puede salir. No quiere salir. Las gemelas
aterradoras dejaron de ser esclavas. Abandonaron las
palmas. Aún tienen miradas asesinas. Sus pieles siguen
bruñidas. Ahora se disfrazan. Asustan en la oscuridad.
“Me llaman la Pelúa”, “Me llaman la Dominó”, (a dos
voces) “Nos llaman las Reinas”. Sí, debe salir. Mi niñita
de cuatro patas no quiere pero debe. ¡Debe salir! Las
gemelas aterradoras traen bombas lacrimógenas. “Sa-
quémosla a bombazos”, ¡cuti-cla, cuti-ro, cuti-no! “¿cu-
ti-por, cuti-qué cuti-no?”. Pateo a mis niñitas. Las quie-
bro. Le canto a mi niñita. Me comunico por dentro. Le
digo a Lulú que salga. Si no, iré por ella. No sale. El
viento golpea las ventanas morenas del claustro. La fe-
tidez merma por la sal. La sal que entró antes de la tor-
menta. Lázaro sepulta a mi mamá caracol. Viene al lecho
de la enfermedad. Trae un vaso de leche. Leche quema-
da. Leche fuliginosa. Toma, tomo, tomamos. Se unta
145
conmigo de la suciedad. La inmundicia. Entonces Lá-
zaro y yo nos meamos la cama juntos. Nos meamos la
enfermedad. Lázaro llama a Lulú. Entonces Lulú sale
confiada. Mojada de porquería. Flaca. Flaquísima. Mi
perra está flaca. Flaquita. Los ojitos de mis niñitas (es-
talladas, quemadas, amputadas, una dislocada, ambas
quebradas) brillan en la noche. Malayalam prepara el
supositorio. Hay algo nuevo en su mirada. Va a intro-
ducirlo. Se coloca las manos juntas en forma de oración.
Las coloca en su cabeza. Como una cresta. Como toda
una campeona, se clava dentro de mi ano. ¿Qué hace?
Se introduce. Entra. Lulú ladra. Lulú aúlla. Lulú llora,
Lulú grita. La enfermera ocupa mi ano. Lázaro está sor-
prendido. Tengo la boca abierta. Lázaro toca mi abdo-
men. Se metió, se zampó, se inmiscuyó. Se clavó con
facilidad. Una campeona. Siento adentro a la enfermera.
Tocan la puerta. Tocan nuevamente la puerta. La enfer-
mera sigue dentro de mi ano. Tocan duro. No respon-
demos. No respondas. Ahora usan un objeto contunden-
te. Vuelven a golpear. La malencarada se mueve dentro.
Se acomoda en mi ano. Golpean. Derriban la puerta.
Entran al claustro. Tres sombras se iluminan con las ve-
las que encendió Malayalam. Aviva Malayalam. La viva
Malayalam. La bailarina entra en puntas. La víctima de
los ginecomejenes. Sus zapatillas rosadas no se resbalan
por las excreciones, sanguinolencias, orine. Posa frente
a mí. Pirueta. Punta. Pirueta. Aprovecha la abertura y
se clava en mi ano. ¡Otra vez! Las puntas ensangrenta-
das desaparecen en mi ano abierto. Lulú da vueltas. Aú-
lla. La otra sombra. La segunda. La doctora Lobo, em-
papada y desdentada, entra a gatas al claustro y salta
como fiera desapareciendo tras meterse a mi ano. Ano
ocupado. Su técnico dental favorita, igualmente desden-
146
tada y empapada de sangre, camina con dificultad. An-
tes de meterse a mi ano da las buenas noches. Por lo
menos, es educada. Lázaro no sabe qué sucede. Se aso-
ma por la ventana. No puede ver nada. Mis niñitas se
pegan a las ventanas. Limpian la humedad. Caen bo-
quiabiertas. No pueden ver nada. El terror histérico las
paraliza. Mi vientre se mueve y ya se nota abultado. Lá-
zaro corre a cerrar la puerta. Arrima muebles. Todos los
estantes que puede. No se colará nadie más. Nadie. Lulú
grita. Lulú llora. Lulú está conmocionada. Odia a la en-
fermera. La quiere ver muerta. Desangrada. Un rayo
rojo cae y los truenos. Lulú se asusta. Truena. Truena.
Se viene abajo. Golpean la puerta. Lulú aprovecha y se
mete a mi ano antes de que sea tarde. Escarba. Dejo que
entre con facilidad. La quiero dentro. Otra vez golpean.
Agresivamente. Derriban la puerta. La licenciada Cris-
tina Gallo entra. Se tapa la cara. La reconocemos. ¡Ban-
dida! Los tacones altos la denuncian. Se sumerge en mi
ano. Se saca los tacones. Se pierde. Lázaro vuelve a ce-
rrar. Esta vez contundentemente. Tapia. Clava. Atorni-
lla. Clausura. Nadie más podrá entrar a mi ano. Se oye
un sonido. Se quiebra una ventana y una sombra se in-
miscuye por ella. Es la legendaria ortodoncista (también
desdentada). Toma impulso y plas. Aterriza en mi ano.
Se mete sin siquiera mirar mi dentadura. Habría sonreí-
do. Lázaro trata de cerrar las ventanas. Antes de poder
hacerlo, entra mi doctor chileno con una de mis amíg-
dalas en la mano. Me la ofrece. Yo la tomo y me la trago.
La mastico. No la repongo. Él se mete con su bata de
quirófano en mi ano. Siento sus brazos que, como na-
dando, se cuelan en mi ano. Estoy ancho. Lázaro tapa
el hueco que ha quedado en la ventana. Un peñón de-
rriba la otra. Entro en pánico. Esta vez es la anciana. La
147
víctima de la Santa. Llega y sonríe. Me muestra su mue-
la de oro. Mi ano se abre y le da la bienvenida. Ella, con
dificultad de anciana, se encaja. Con respeto. Como
toda una dama. Por debajo de la puerta (clavada, ator-
nillada, tapiada) se desliza el fantasma de la perrita pe-
quinesa. No abandona a su ama. Ladrido de fantasma.
Como bálsamo, penetra mi ano. Acompaña a la anciana
de muela de oro. El agua empieza a encharcar y revive
el pozo séptico. La sangre coagulada entra por las ven-
tanas. Las ráfagas arrancan los paños que Lázaro ha
puesto para detener la jauría. Una horda de la amau per-
sigue a la licenciada Gallo hasta el claustro. Pide justicia.
Comparecencia. Dan con el ano. Una a una, entran con
la excusa de buscarla, de hacerla pagar. La primera, la
segunda… la quinta… la vigésimo primera. Todas en-
tran. Todas a gusto en mi generoso y democrático ano.
Truena nuevamente. El cielo se ilumina de rojo. El telé-
fono parece explotar. Quiere estallar. ¿Llamada de emer-
gencia? Lo tomo y entiendo por qué no ha repicado
más. La estilista caribeña se quedó atrapada desde el día
de mi parto. La ocasión en la que me atendió con sus
larguísimas y pujantes uñas. Lázaro me ayuda a sacarla.
Jalamos, jalamos y pum. No sale. Necesitamos un cor-
dón. Más ayuda. Las gemelas aterradoras han desperta-
do. Han salido del shock. soc, soc. Se unen solidarias.
Traen el cable con el que la más alta intentó guindarse.
Atamos la muñeca de la peluquera y volvemos a jalar.
Los cuatro tiramos del cable. El teléfono pare a la mo-
rena. La negra caribeña abre los ojos. Enseguida sabe
dónde meterse. ¡Salta a mi ano! Lo ha escuchado todo.
La estilista se inserta haciéndose paso con sus uñas in-
candescentes. Vuelve a ocurrir. Se mete a mi ano. Las
gemelas aterradoras (con todos sus adjetivos y heridas)
148
cooperan en obstaculizar las entradas y los huecos del
ensangrentado claustro. Ni la fetidez impide la inserción
anal. Lázaro utiliza los almohadones para cubrir las ven-
tanas rotas. Las gemelas arrastran el escritorio y la pol-
trona de Mali. Lanzan las inyecciones de Malayalam por
el camino, haciendo proliferar las minas antipersonales.
Un grito descubrirá al forastero. Sigue lloviendo sangre.
Mamá caracolea. Caracolea y tiembla. Sus globos ocu-
lares amenazan con salirse de las órbitas. Caracolea.
Tiembla. Siento un ruido. ¿Cómo no ha caído en las mi-
nas antipersonales? Otra. Otra vez a mi ano. Es el cadá-
ver insepulto de la sacerdotisa Marita. Viene volando.
Deambulaba por mi ciudad suplicando que la enterra-
ran. Encuentra refugio en mi ano. suaz. Ano, mi ano.
Ama mi ano. Amo mi ano. Ano adorado. Ano buscado.
Mi vientre se abulta. Se hincha de ocupantes. Mi ano
hinchado y ocupado. Un tronco tumba la puerta y una
turba entra al claustro. Se pincha con las minas. Gritan.
Grito. Otro grita. No les importan los pinchazos. T. J.
W. y L. (mis amantes en el período de la enfermedad de
Lázaro) llegan. Traen la verga mecánica. La nueva, la
recién importada. Lázaro intenta detenerlos. Les mete
la pierna para que se caigan. T. se clava. J. se clava. W. y
L. se clavan. Detrás llegan lana, lena, lina, lona,
luna, mica, moca y muca, quienes aguardaban en la
sala de la casa. Se quejan de las enfermedades pero se
incorporan al ano. Mi ano salvador. Mi arcano. Láza-
ro no sabe ya qué hacer. Las puertas desplomadas dejan
colar la sangre. Arranca el techo de la parihuela y cubre
la entrada. Las gemelas, agangrenadas, han traído las es-
culturas africanas de la colección de Lázaro. Utilizan su
lanzagranadas. Logran alejar de un totazo a una técnico
dental, quien desdentada también escala el claustro. Le
149
sacan un ojo. Después de un ojo afuera, no vale Santa
Lucía. Pasa por encima el alcalde. Bandido. Se mete y
me abre una tronera. El ano que no puede cerrarse. El
alcalde saca la mano para guiar el bastón. Ingresa el bas-
tón a mi negrísimo ano. Por la ventana, logra saltar la
mujer de lentes de pasta que enseñó a su planta carnívo-
ra a ser vegetariana. También logran ensartarse la perio-
dista y las demás mujeres de aquel reportaje. También
aquella niña que saltaba la cuerda. Saltan y vuelven a
derribar la puerta. Esta vez son las azafatas sobrevivien-
tes, las del aeropuerto. Con sus caderas quebradas, abo-
chornadas, se embuten sujetándose todas de las manos.
Siguen usando los tacones aguja. Como recortadas de
papel, entran en cadeneta. Las gemelas arrastran la al-
fombra de pelo de alpaca para volver a cubrir las venta-
nas. Hay muchos ocupantes y mis niñitas no se quieren
quedar afuera. Ingresan. Sufren dolores al penetrar. La
gangrena, la dislocación, las mutilaciones. Tiene expe-
riencia por el nado. El nado sincronizado. Entran de la
mano. Dulces y aterradoras. La desdentada técnico den-
tal lo intenta de nuevo. Sin un ojo, aprovecha la incor-
poración e invade. Se mete a mi ano. Acierta. Todos
entran. Se embarcan. Atraviesan mis umbrales. Mi ano
los contiene. Desde adentro, las aterradoras gritan:
“¡glutu-cie, glutu-rra, glutu-ya!”. No puedo. Las velas
de la enfermera están por acabarse. Las últimas flamas
de luz. Lázaro continúa afuera. No quiere dejarme. Lá-
zaro, Lazarito, métete a mi ano. Oigo graznidos. Can-
tos desagradables. Los pájaros de cuero negro han lle-
gado. No podemos hacer nada. Se meten a mi ano. 1, 2,
3, 5, 17, 214. Todos se clavan con sus puntas y exhalan
fetidez. No han perdido su hedor. Siento el picoteo.
Cosquillas gozosas. La desfalleciente luz me deja mirar
150
el claustro. La puerta desvencijada, el catre, las paredes
desconchadas, las pantuflas viejas. La enfermedad. Ve-
nir. Llegar. Transitar. Orugas. Aparecen 1212 orugas. Se
pasean por mi cuerpo. Mamá caracolea. Sus ojos desor-
bitados. Su boca de pescado. Caracolea en portugués.
Una languidez marina la lleva hasta mi ano. Entra. Me
asalta. Mar, marimba, malabar. Langosta. Mi mamá se
mete. Es un caracol. Trata de calzarse. Ve sus tacones
aguja estallados contra la pared. Los olvida. Se mete
como caracol. Rizada. Se oyen manadas de langostas.
Los carniceros han llegado. La carnicería de Lázaro. Los
cinco carniceros se hunden en mi ano. Se deshacen de
los cuchillos antes de ingresar. Agradezco no portar ar-
mas. Luego llegan los meseros de El Wantón. Entran.
Algunos patos se cuelan. Se incluyen. Lázaro ha dejado
de obstaculizar. Puerta franca. Lázaro, Lazarito, métete
a mi ano y cierro. Entran toditos. Se adhieren a las pa-
redes del ano. Llegan los entrenadores del gimnasio. Los
musculosos torturadores se lanzan de bomba. plaff.
Mi panza se infla. Mi ano de globo. Global. Anoto.
Anodino. Anochezco. Anónimo. Mi sangre petrolera.
Mi oro diablo. Oro, oro por Lázaro, oro por las pústu-
las del diablo, la excreción de Lucifer. Los pájaros caga-
ron antes de entrar. Mierda dorada. Oro por el ano.
orogenital. Loro, lorito. Lázaro. Lazarito. Entra para
darte un dulcito. Te sabes el caminito. Lázaro se funde.
No me mira. Se hunde como siempre. Desaparece en mi
ano. Mi ano de oro. Siento su punzada en la amígdala
recientemente recuperada. Masticada. Después de tanto
tiempo. Dorado Lazarito. La enfermedad. Sufro la en-
fermedad. Gritan desde adentro: “¡cuti-la, cuti-en, cuti-
fer, cuti-me, cuti-dad, cuti-del, cuti-cu, cuti-lo!”. Sí. La
enfermedad. La enfermedad del culo. La enfermedad del
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caracol. La enfermedad de mamá. La enfermedad de
Etiopía. La enfermedad del agua. La enfermedad de oro.
¿Qué nombre le pongo a la enfermedad? La mamá de la
enfermedad. La mamá de las enfermedades. La enfer-
medad. Debo cerrar. Clausurar. Taponar. Atrancar el
ano. Caracol. Caracoleo. Coleo. Coleo. Culeo. Afianzo.
A mis dibujos se los lleva el viento. Llegan las aves exu-
berantes sin sus dulces perfumes. Solo dos han podido
viajar. Soy el ano de Noé. Ayudados por las corrientes,
se sumergen exhaustas. Sedientas. Aterrizan para hacer-
se doradas. Las rabiosas ráfagas que vienen de Etiopía.
Picotean. Su amplio plumaje. A su vez, en cuatro patas
llegan seis desvergados/desanados. (Desvergado/desa-
nado 1), (Desvergado/desanado 3), (Desvergado/desa-
nado 125), (Desvergado/desanado 200) comparecen. Sin
aliento ya no pueden más. Ruedan hasta mi ano. Mori-
bundos. Es generoso. Mi ano comunista. blum blum
blum. Oigo manadas. Otra vez. Manadas. Llegan todos,
todos los miembros de la tribu de vergas gloriosas. Han
caminado por los desiertos secos, vacíos de océano. Lle-
gan ayudados por sus poderosas vergas. Vergas saltari-
nas. No tengo las cuentas. Son muchos los que entran.
Con facilidad. Diminutos. Tienen las vergas plegadas.
Se vuelcan a mi ano. Puñados de hombrecitos con ver-
gas estupendas. Caen enanitos. Caen dentro de mí. Mis
dibujos de sangre. La mierda que sangra. El ano que
sangra. Las ráfagas arrecian. Navajas, cuchillos, hojillas
de afeitar. Las antorchas se extinguen. El claustro es os-
curo. El derrame petrolero llega hasta mi ano. Lo con-
sumo. Absorbo. Zigzaguea. Las pirañas negras. Las pi-
rañas encurtidas, curditas. Mi ano se toma la sustancia
negra. Mi cuerpo negro. Mi piel negra. Mis dientes ne-
gros. Mis ojos negros. Sorbo petróleo. Aceito el ano
152
negro. Debo tapar. Miro el claustro. Se extingue. Solo
quedo yo, yo, yo. Sirvo el coctel. No lo tomo. Sirvo. Sir-
vo. Me baño en él. Me baño con él. La sangre coctel. Coc-
tel sanguíneo. Veo. Veo un insecto, un insecto volador,
un insecto que vuela directo. Sin escalas. Es la abeja afri-
cana, la disidente, la abeja que traspasó la seguridad del
claustro. La abeja reina. La abeja, muy campante, se para
en mi ano. Recta, se aloja, se clava, se embute. Las flamas
desfallecen. Soplo. Y, rezagado, viene Luigi. Patea la A.
Ingresa. Se interna. Decide. Decido. Me decido. Me meto
en el ano. Yo mismo. Flexiono la pelvis. Doy una vuelta
de tronco y columna, me entierro. Yo mismo. Entro. Ins-
talo la cabeza. Recuerdo el propósito. Vuelvo. Apago la
última vela. Soplo. Mi ano está preñado de mundo. Esti-
ro la mano y escribo, escribo con precisión. Me entierro.
Escribo, La enfermedad.
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Agradezco a Diamela, Madeline, Claudia, Mar, Elisa,
Margarita, Jorge, Gina, Nathalie, Sylvia, Felipe, Lorea,
Alejandro, Carolina, Rubén, Sandra, Micaela, Ana y
Leonora, por sus comentarios, entusiasmo y lecturas.
Índice
La enfermedad 9
Lázaro y los elementos 21
Malayalam 39
La cena etíope 51
Carne sobre carne 65
Ocho muñecas y media 89
Anus horribilis 109
Mi madre es un caracol 127
La caverna 143
Eterna Cadencia Editora