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14 julio, 2017
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Nuestras manos no son cualquier cosa, hay que cuidarlas. Gracias a ellas podemos manipular
objetos y, pensándolo un poco, hasta hemos transformado el mundo. El dedo gordo o pulgar,
por ejemplo, es todo menos insignificante, ayuda a que las manos funcionen como una pinza.
Hay quien piensa que sin el concurso de este dedo rechoncho y gordito el mundo que
conocemos sería distinto. Como es el responsable de los movimientos finos de la mano, sin el
careceríamos de objetos depurados, precisos y exquisitos. Pues bien, para cuidar de nuestras
manos, para protegerlas de las inclemencias climáticas el hombre se ha provisto desde hace
años de un accesorio, en algunos casos, imprescindible: estamos hablando de los guantes
Catalina de Médicis utilizó guantes perfumados para deshacerse de la madre de su gran rival
el hugonote Enrique IV de Francia; Juana de Navarra. Isabel I de Inglaterra utilizaría los
guantes perfumados con otro objeto más amable y lisonjero, utilizó el de la mano izquierda
para obsequiar al Conde de Cumberland. El conde siempre lo llevaba prendido de su
sombrero en los días de etiqueta con el fin de mostrar así el alto concepto que la soberana
tenía de él.
En Francia la piel más usada era la de cabra o camello o ante, las clases más humildes
utilizaban la de perro. Por estas fechas, los más apreciados eran los guantes de España. De
hecho, entre las clases aristocráticas se consideraba el regalo más deseado. Llegó a ser tal su
éxito que alguna gente dormía con camisón y guantes. Eran famosos los guantes perfumados
de Sevilla y Ocaña. Los guantes de Ocaña eran famosos desde La Edad Media hasta el punto
de que se entregaban como trofeo en las justas realizadas en Castilla. En Francia existió una
confusión fonética curiosa: se asociaba los guantes fabricados en Ocaña con guantes
elaborados con de piel de oca.
Los guantes perfumados más estimados, y más duraderos, eran los de ámbar gris, un
producto cuando menos paradójico. El origen del ámbar gris es casi inverosímil, de hecho, no
es más que una papilla pestilente que fermenta en el estómago de los cachalotes y que flota
libremente en el océano. Es realmente el vomito indigerido de un cachalote que, por la acción
del agua, el sol y el viento acaba por desprender al cabo del tiempo un aroma de tan
formidable intensidad que los productos impregnados con el adquirían un extraordinario valor,
pues el ámbar gris es capaz de fijar el aroma de cualquier perfume aparte de potenciarlo. Esta
capacidad para potenciar el aroma que posee el ámbar hizo que Carlos II de Inglaterra lo
tomara como especie; al parecer tiene un ligero sabor a chocolate.
Ana de Austria, hermana de Felipe IV de España y que tenía unas manos preciosas, gustaba
lucir guantes de piel de ratón. Mandaba traer piezas perfumadas de España y a su parecer los
mejores guantes eran aquellos cuya piel había sido tratada en España, cortada en Francia y
terminada en Inglaterra. Su hijo, el Rey Sol, fue el responsable de los estatutos del gremio de
guanteros-perfumeros de París, allá por el 1656 y que acabarían por hacerse con el renombre
para sus piezas en detrimento de los de España. No obstante, María Teresa de Austria, que
sería su mujer, se presentó en Francia con dos baúles llenos de guantes españoles. Claro
que, si se tiene en cuenta que la futura reina consorte iba seguida de una comitiva que
ocupaba seis leguas, esta parte del equipaje parece bastante modesta.
Fernando VI, en las representaciones teatrales del Buen Retiro solía repartir guantes
perfumados entre los presentes, siguiendo con ello la tradición establecida por Felipe V que
importó de Francia el gusto por ofrecer a sus invitados guantes perfumados, en una época ya
en la que el prestigio del guante perfumado español había decaído
Un texto del 1733, precisamente durante el reinado de Felipe V, describe la forma de perfumar
guantes: el guante debe permanecer sumergido en agua rosada, para añadir después almizcle
disuelto en agua de azahar y una gota de vinagre, esto tiene el propósito de embeber la piel
de olor. Posteriormente, deben permanecer colgados durante un día entero con el fin de que
se sequen y entonces se procederá a mezclar una medida de ámbar gris con una onza de
aceite de almendras, imprimiendo con esta solución los guantes. El olor permanecerá durante
largo tiempo pues ya sabemos que el ámbar posee las propiedades de intensificar y conservar
el olor. Existe otro texto, esta vez en francés, sobre las técnicas para perfumar guantes en el
manual del parfumeur francaise
Los guantes en piel se reservaban para montar a caballo mientras que los de satén o
terciopelo se usaban en las fiestas y reuniones sociales. Llevar un guante exigía cierta técnica
y retirárselo otro tanto. Para ponerlo el dedo pulgar debía de entrar en último lugar y para
retirárselos se jalaba del puño quedando el guante del revés, al parecer de esta forma el
guante podía secarse del sudor corporal evitándose efectos no deseados en la piel del guante.
Una vez seco se procedía a darle la vuelta ayudándose para ello de un accesorio
denominado tijeras.
Un tipo particular de guante, el mitón , llegó a ser utilizado con mayor frecuencia, incluso más
que los propios guantes y casi exclusivamente por el sexo femenino. Los mitones, al dejar los
dedos libres, permitían mayor facilidad de movimientos y eran igual de respetuosos con las
pautas de elegancia.
El siglo XIX impone la presencia de guantes hasta el codo, blancos o de color pastel.
Aparecen las mallas, lo que permite mostrar bajo ellas los anillos, hasta entonces estos
accesorios se colocaban sobre los guantes. Una variedad de guante largo con mucho éxito fue
el utilizado por la actriz Sara Bernhardt en el escenario, se presentó con unas piezas de color
negro hasta el codo pero debido a su extremada delgadez los llevaba arrugados. Este tipo de
guante fruncido se mantuvo en los salones de la alta sociedad hasta la II Guerra Mundial
El conde D’Orsay fue conocido por usar seis pares al día. Guantes de reno para la mañana,
los de gamuza para la caza. Cuando viajaba a la ciudad, los de castor. Los trenzados en seda
para ir de compras y los de piel de perro para la cena. Y por fin, la piel de cordero mezclada
con seda para la noche. Brummell, un caballero inglés del siglo XIX, prototipo de la elegancia
y dictador del buen gusto en Londres, utilizaba unos guantes elaborados por no menos de
cuatro artesanos. Uno de ellos se había especializado en elaborar únicamente la parte del
guante que cubre el dedo pulgar. Al parecer era tan finos que permitían adivinar la forma de
las uñas bajo su factura.
Hasta los años cuarenta y cincuenta del pasado silgo XX una mujer no iba correctamente
vestida si no disponía de guantes, Las revistas de estilo aconsejaban su uso en el campo, en
el teatro, en una cena de gala. Las mujeres debían de utilizar ambos, mientras que los
caballeros utilizaban solo uno, sujetando el otro con la mano enguantada. En el baile era
imprescindible su uso al saludar a la anfitriona o a sus propios invitados. En realidad este
gesto de respeto tiene un origen más calculador del que se le supone, pues el uso de un
guante entre determinadas clases sociales, suponía en su momento una salvaguarda de la
salud al evitar un contacto directo con personas de inferior condición y a las que se les
suponía una higiene limitada, tal y como apunta un escritor del siglo XIX