Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
razón académica.
[El siguiente Manifiesto fue publicado en octubre de 1997 como un folleto distribuido
inicialmente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Más tarde lo publicaron las
revistas El Ojo Mocho y El Rodaballo (esta última como separata). El texto fue firmado por
Ezequiel Adamovsky, Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz,
Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Javier Trímboli, Julio Vezub y Fabio
Wasserman. El borrador inicial fue redactado por Trímboli y luego retrabajado por otros de los
firmantes. El 16 de octubre se convocó a una reunión pública en esa Facultad para discutirlo,
en la que estuvieron presentes cerca de 80 personas, la mayoría de la carrera de Historia. Las
autoridades y profesores de la Facultad –con la excepción de José Emilio Burucúa, que envió
una respuesta por escrito– ignoraron por completo el texto]
MANIFIESTO DE OCTUBRE
Para una crítica de la razón académica.
Hay más de una cosa que ya está apestando en la Facultad de Filosofía y Letras. A la
escasez endémica de presupuesto se suman desde hace algunos años las distintas estrategias
del ajuste económico. Régimen de becas estrechísimo, intentos de arancelamiento,
estabilización numérica del cuerpo docente frente a un crecimiento significativo de la cantidad
de alumnos, salarios paupérrimos. Pero no sólo son éstos los vahos que amenazan con
intoxicar la antigua fábrica de la calle Puán. Se trata también de que cada vez son más los
estudiantes que empujados por un orden de cosas institucional que desde un vamos les
enseña que el objeto más deseado debe ser el de la profesionalización académica y que, a su
vez, no tarda en revelarles que las posibilidades de alcanzar ese supuesto final feliz son
ínfimas, se resignan a hacer de su paso por las aulas de esta Facultad un pasatiempo juvenil
que los haga un poco más cultos. Y es ese mismo orden de cosas el que no hace nada por
impedir que la mayor parte de los ya de por sí pocos graduados desenvuelvan sus vidas en
carriles totalmente alejados de esos en los que se habían invertido sus mejores esfuerzos
como estudiantes.
Sigamos que hay más: ¿hace cuánto que del seno de Filosofía y Letras, de sus
múltiples departamentos e institutos, de su tan preciado sistema de becas y de sus equipos de
investigación, no se escribe una obra de historia, de crítica literaria o cultural, de antropología o
de filosofía que por su brillo vaya a perdurar? Por favor, esforcémonos y hagamos memoria.
Intentemos conjurar la sospecha de nuestra prescindencia, de nuestra poquedad. Tal vez
alguien mencione con justicia algún texto, pero siempre ese intento será incapaz de subsanar
lo que irremediablemente es un signo revelador de pobreza. Aún falta lo que quizás más
descompone: emplazada la Facultad sobre un territorio político, social y cultural que es
producto de una profunda transformación que está llevando ya 20 años y que sin dudas ha
hecho de la Argentina como parte de esta cultura globalizada un país en casi todo execrable;
en esta circunstancia que es de largo plazo, aquellos que más responsabilidad tienen en su
dirección se enorgullecen con vileza -o por lo menos con ceguera que no los hace menos
cómplices-, del grado de autonomía y de cientificidad que han alcanzado sus saberes.
Rodeados de miserias que están lejos de ser sólo económicas, cercados por injusticias que no
han hecho otra cosa que agravarse desde los '70 a esta parte, así las cosas, nos invitan a
sumarnos alegremente a su fatuo brindis por la normalización académica alcanzada.
Y para suspender este listado antes de las arcadas: apestan los que complacientes se
imaginan que Filosofía y Letras es un oasis en el cual, en nítido contraste con la sociedad que
lo rodea, reinan la Razón y sus excelencias; los que así niegan que Puán hiede a osario.
Convencidos de que cada una de esas infecciones se encuentra medularmente unida a las
otras; seguros, porque es esto lo que hasta ahora infructuosamente se ha intentado, de que no
hay soluciones parciales ni tampoco electorales, nos proponemos dar por iniciada una batalla
que si empieza en esta Facultad tiene como meta dejar una tonsura visible en la cultura de la
Argentina capitalista globalizada.
Detectar el origen de la peste, detenerla antes que pudra nuestros cuerpos, que los haga
decadentes y sumisos. Empezamos por advertir a los incautos y a los que aún no han
entrenado sus narices, que las pestilencias de final de siglo no se presentan a través de olores
fuertes sino que, vergonzosas y a la vez hábiles, huelen a paper y a ausencia de pasión,
poseen esa fragancia light que deja el festejo tardío del liberalismo entre los que alguna vez
fueron intelectuales.
Miserias.
Pero no es ésta la transformación fundamental que está haciendo mutar nuestro suelo
universitario. Hay otra bien relevante, que se autoimplica con los más bajos efectos ideológicos
del ajuste y que también parece silenciada por el consenso producido por las viejas consignas
de defensa de la universidad pública. La crisis que la Facultad atraviesa cobra su real
dimensión si divisamos que lo que está profundamente cuestionado es el sentido social de
nuestros saberes, el para qué de los mismos. Invoquemos lo imposible: si se solucionaran
finalmente los problemas de financiamiento de la Universidad, si gozáramos de un sistema de
becas generoso, si los salarios docentes fueran dignos, si nuestras bibliotecas comenzaran a
emparentarse con las de las Universidades norteamericanas, ¿cesarían las pestilencias? ¿se
aplacaría este olor a cadáver perfumado? En contra del sueño bobo de muchos que se verían
enteramente satisfechos logrando que nuestra casa de estudios se parezca definitivamente a
las del Primer Mundo, advertimos que el problema que hemos detectado seguiría latente
incluso realizándose esa hipótesis que para nosotros, además, sabe a una nueva vuelta de
tuerca digna de una pesadilla. Porque lo que nos incomoda no es tanto el quantum sino la
forma, el sentido único que se les está imponiendo a nuestras prácticas y saberes.
Excursus
La finalización de la dictadura en los primeros años '80 -finalización que sólo puede ser
interpretada como su derrota desde una candidez autocomplaciente lindante con lo perverso-,
trajo consigo circunstancias nuevas, muchas de las cuales aún nos afectan. Se trató del
desembarco triunfal en nuestras carreras de una generación que había tomado parte activa en
la vida política e intelectual post-Cordobazo. Pero en su momento de coronación no dudaron en
asignarle a su labor universitaria un nuevo sentido político: contribuir a la consolidación del
sistema democrático y sus instituciones. La Universidad como institución democrática por
excelencia debía intervenir en esa dirección y, a la vez, merecía todos los cuidados y defensas
por ser ella misma un bastión de aquello que se acababa de conquistar. Como parte de estas
defensas, y sin ensombrecer en nada ese espíritu tan moderadamente militante, se trataba de
cerrar filas alrededor de la profesionalización de los quehaceres universitarios. Así, aquellos
que años atrás habían denostado con virulencia que las prácticas y los saberes universitarios
tuvieran como eje central de su reproducción los mismos límites de la institución, "recuperada
la democracia" abrazaron esa lógica con no menos entusiasmo. El arrepentimiento y la
conversión fueron rutilantes; es que algunos de los que hoy están a la cabeza tanto de los
organismos directivos de la Facultad como de sus cátedras, habían saboreado los frutos
empalagosos de la profesionalización en el exilio y muchos otros habían sufrido en exceso su
condición de perseguidos durante la dictadura militar; pero sobre todo, casi unánimemente,
abjuraron de proyectos políticos radicales -y con ellos de toda posición crítica- que, si en su
derrota mostraron todos sus flancos débiles, les habían prometido experiencias vitales más
interesantes, y por eso también riesgosas, que la de escribir dos papers por año, a sabiendas
que las más de las veces ni siquiera éstos ser n discutidos (perdón, olvidábamos otro de los
nuevos hábitos de esa generación: suelen quejarse, entre amargados y cínicos, del
menemismo, de su impudicia).
Pero volvamos por un instante a los años del alfonsinismo, porque fue en ese entonces
cuando todavía una finalidad política que se podía asumir como noble marcaba el rumbo de las
intervenciones universitarias. Apuntalar la democracia y desenvolver un control profesional
sobre la calidad de la producción académica, se entrelazaban en la idea de la defensa a
rajatablas de la institución universitaria. Hace ya un tiempo que vivimos el agotamiento de ese
pacto simbólico entre nuestros saberes y la sociedad. La razón de la crisis de ese pacto que mil
signos delatan, descansa en la evidente consolidación de la democracia. Seamos más
precisos: si alguna vez el apuntalamiento de la democracia pudo ser planteado como una tarea
política-intelectual digna de activar, las transformaciones económicas, políticas y culturales
sobre las que se constituyó el capitalismo tardío globalizado, se erigen como los pilares más
sólidos de su reverdecer actual. Defender la democracia ya no convoca ni pensamiento crítico,
ni inteligencia, ni valentía. Por eso todo pensamiento que quiera ser crítico, que quiera
continuarse en existencias más libres, debe asumir que la democracia realmente existente,
sostenida sobre el protagonismo estelar de los medios masivos de comunicación y conviviendo
con una reformulación sustancial del modo de producción capitalista y sus formas de consumo,
ha dejado de ser una forma política a sostener, para convertirse en parte central de un
dispositivo de poder tan novedoso como digno de desprecio, un problema real a reflexionar y
vencer. Sobre la desaparición de ese problema político -el único que podían detectar esos ojos
cansados-, se está construyendo la nueva legitimidad, el nuevo sitio que en las formaciones de
poder del capitalismo globalizado ocupan nuestros saberes.
.Neomedievalismo.
Decíamos que había más de una cosa que estaba apestando en la Facultad de Filosofía y
Letras. Y nos acercamos a descubrir que acaso la fuente de los vahos esté en otra nueva
jugarreta de la historia, en su movimiento ya bien distante de la tragedia, en su nueva pirueta
farsesca.
En efecto, la filosofía de la historia nos ha vuelto a esquivar. Si casi todos los pronósticos
anunciaban que el fin de siglo iba a traer definitivamente el tan ansiado progreso, es bien otro
el paisaje de nuestro presente posindustrial. O dicho de otra forma: el progreso llegó hace rato,
se transmutó en modernización, y no ha hecho otra cosa que producir destrozos, acentuar
injusticias, embrutecer. La festejada y triunfante cultura globalizada nos hace asistir no ya al
éxtasis pretendido de modernidad -o por lo menos a sus bucólicas escenas posmodernas-, si
no a un retorno que de tan ominoso, no se atreve a pronunciar su nombre: una rediviva Edad
Media, aunque sin fe y sin Cruzadas, nos quiere albergar con sus terrores y ensoñaciones.
La modernización capitalista tardía como fuerza productora de ghettos: barrios privados,
Fuertes Apaches, shoppings, fosos que de tan pronunciados y conocidos no hace falta ya
cavarlos. Que no se envanezcan los responsables de la Facultad de Filosofía y Letras: porque
la casa de estudios que dirigen, gracias también a sus esfuerzos denodados por
profesionalizarla, reproduce esa misma forma reactiva del encerramiento sin murallas. Es un
renovado monasterio, coto del saber y del amor a la verdad, regido por las disciplinas y por un
flagelamiento constante cada vez más rígido aunque menos riguroso. Se anuncia la
construcción de otros monasterios en zonas cercanas, en los alrededores del Parque
Centenario. Curiosa transformación la de fábricas abandonadas en templos de saber.
En el interior de estos edificios neomedievales la escolástica vuelve a enseñorearse de las
discusiones: son otros los nombres que se invocan como fuente absoluta de la verdad pero,
como entonces, la sola mención de esos textos calla toda disputa, todo debate, rendidos los
practicantes de aquellas disciplinas ante las fuentes prístinas de lo verdadero y lo bello. Borges
y Halperin Donghi, triturados por sus exegetas, reinan. El neoplatonismo de esta Academia
pauperizada, su retirada hacia las cumbres más altas del saber, a allí donde las ideas se
proyectan en cavernas que funcionan como gabinetes en las sombras. Afuera la
superexplotación, la liquidación de lo mejor de la cultura popular, la diseminación acelerada de
los peores valores; el mercado, los hombres y las mujeres que sólo pueden venderse; vidas
achatadas y Sodomas. Pero también la pequeña política palaciega instigadora de venalidades
o, a lo sumo, -de ésta suelen gustar nuestros clérigos impotentes- la que se postula
administradora moralizante y eficaz de lo establecido.
Tanta monstruosidad de extramuros apenas perturba los interiores de Puán; es que la
corporación se sostiene sobre la organización deliberada de la sordera respecto de lo social.
Así logran que adentro las palabras no vulneren jamás el tono monocorde, el murmullo, la
glosa afectada. Ausencia de debates serios, de pensamiento. Los neomedievales llaman a ese
vacío, salmodia, juegos corales polifónicos en donde todas las voces suaves y cristalinas se
complementan. Juegos en donde ninguna voz osa superponerse a otra, responder a otra,
atacarla, arrinconarla, al menos por gusto. Nada. El silencio reina a la hora de las preguntas; se
perpetúa a la de las respuestas. Los claustros, pasillos, se mantienen en penumbra, en ecos
quedos. Los escasos debates se esterilizan en sí mismos, a partir de los instrumentos
asépticos y las escrituras higienizadas. O porque tienen como principal y dogmática regla usar
el texto sagrado de la realidad, para amonestar tenuemente aquello que además no intentaba
ser más que su espejo. La discusión fuerte de ideas, de enfoques y perspectivas parecería
conducir irremediablemente a la enemistad cuyo fin sólo es la excomunión, la expulsión a
extramuros; entonces, y sin importar a costa de qué, debe ser evitada. Eso sí lo que reaparece
son pálidas escaramuzas que versan una vez más acerca del sexo de los ángeles y otros
tópicos conexos cuyo estudio es precariamente subsidiado por algún señorío poderoso -
llámese Estado, empresa, o Universidad extranjera. Racionalistas y hermeneutas de los textos
sagrados se acusan por lo bajo. Cada tanto nuestros clérigos para renovar su alicaída aura
agitan sus recuerdos de catacumbas, de sufrimientos sordos, que justifican el apoltronamiento
actual. Nos invitan a la lástima.
.Sentido y sinsentido.
Los monjes neomedievales, de los pocos que leen y escriben libros en este páramo,
trabajan en sus pequeñas celdas numeradas, en sus institutos y cátedras. Ghettos dentro del
ghetto. Conforman nuevas comunidades en donde, a pesar de la denostada pobreza
franciscana del lugar, se esfuerzan en alcanzar la racionalidad consensuada. Casi es unánime
el argumento -y si no lo es éste, sí lo es lo que efectivamente producen- que reza que el
sentido de nuestra labor ya sea historiadora, como antropológica, filosófica y en cierta forma
también de crítica literaria, es hacer avanzar, a fuerza de papers y precavidas investigaciones,
las luces neutras del saber sobre los territorios por años vírgenes de sus objetos. El humanista
o el científico social degenera en un siervo-especialista atado de por vida a una diminuta
parcela -histórica, textual, antropológica, espacial- a la que tendrá que revelar en forma
detallada, tan detallada que evitar el momento de la afirmación, del riesgo crítico e
interpretativo. Más allá está la sanción. No importa cual sea el detalle ante el que nos
corresponda inclinarnos; todos tienen que ser atendidos con las mismas herramientas, las del
empirismo o, en el caso de la crítica literaria, las de un uso bien vago y acrítico de cualquier
teoría a la page. La masa olvidable de papers que nuestra Facultad produce anualmente, las
prácticas genuflexas que anima, se recuestan sobre un supuesto bien complaciente. Es la
"extremada complejidad y ambigüedad" de las cosas -o la de los libros sagrados que se
revuelven con excitación en búsqueda de la diminuta hipótesis que renueve la beca-, la que
torna legítimas a las exégesis, a las glosas infinitas o a las descripciones asépticas. Los
grandes relatos, también desabridos, vendrán de la mano de eminencias -generalmente jefes
de cátedras- que con su capacidad integradora, redimir n tantos esfuerzos investigativos
anónimos. En estos impulsos letrados sólo cabría amor por la verdad -amor sin éxtasis místico,
bien burgués por cierto y con las sábanas hasta el cuello- y, en el caso de la crítica literaria, por
una libertad interpretativa entendida como el permiso para decir cualquier sandez siempre y
cuando esté escrita con algo de gusto. La estima entre los pares crece entonces en la medida
que se saben solidarios en esta tarea tan mediocre y tediosa como sin sentido, pero tarea de la
cual depende su existencia material y su legitimidad. ¿Qué sería de tanta beca, pero sobre
todo, qué sería de tanta arrogancia académica, si se advirtiera la futilidad de la investigación -o
de lo que hoy es lo mismo: el relevamiento neutro de información-, sobre el diario Tribuna entre
1880 y 1890, sobre los primeros grados de una escuela del Delta, sobre la influencia de William
James en la literatura borgiana o el gerundio en Lope de Vega?
El encierro sólo se encuentra interrumpido por excursiones prefijadas. Los consagrados,
casi vicarios de la Razón y sus virtudes, acceden circunstancialmente a los medios masivos de
comunicación para desde allí pronunciar alegatos tan progresistas como tenues. Pero un
porcentaje importante de los graduados hacen de esas excursiones experiencias más
cotidianas: se integran al ejercicio de la docencia en escuelas y colegios generalmente
privados. Fogueados a través de la cursada de las materias didácticas y respaldados por
gabinetes de egresados de Ciencias de la Educación y Psicología, emprenden esa tarea
mayormente desmerecida por la propia institución. Conviene sin embargo preguntarse, hasta
qué punto estas excursiones quiebran el encierro. Nada más dudoso. Por lo tanto, ¿en qué
consiste el encierro? Este se organiza sobre un silencio tal que evita el cavado de fosos y
alimenta nuestra ilusión de libertad. Lo que queda excluído, y por eso le da existencia, es la
pregunta por el sentido de nuestros saberes y prácticas. ¿Para qué enseñar literatura,
geografía o historia? ¿Para que haberlas estudiado? Podemos innovar infinitamente en el uso
de materiales didácticos, en el empleo de estrategias e incluso podemos quizás desterrar el
autoritarismo del aula, pero hay algo que sigue impensado y que intocable se yergue como el
dato más flagrante de una decadencia cultural de magnitud: ¿qué sentido tiene la enseñanza
de las humanidades y las ciencias sociales? ¿Por qué cultura, por qué tipo de existencia se
apuesta enseñándolas? Homero y Cervantes fueron desterrados de las colegios y
reemplazados por Borges y Cortázar. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué son más cool? ¿Por
qué nuestra beca de investigación versa sobre ellos? No nos pronunciamos a favor o en contra
de este reemplazo, nos preocupa sobre qué argumento se sostiene. Los docentes de
Geografía egresados de la Facultad enseñan poco y nada de geografía física; se ha
abandonado una enseñanza que descansaba en concepciones deterministas y se hace
hincapié ahora en la construcción social y cultural de los espacios. Bárbaro, pero ¿para qué?
Los nuevos manuales de historia concebidos con el tono dominante de la producción
académica actual y elaborados por equipos de Licenciados y Doctores han abjurado de los
relatos épicos de Mitre; prefieren ver en la Revolución de Mayo un acontecimiento más bien
árido, posibilitado por un vacío de poder ocasionado por el derrumbe del Imperio Ibérico.
Correcto pero ¿a qué "vida" sirve esta nueva "verdad"? Nos corregimos: el encierro no se
interrumpe si no que se perpetúa a través de estas excursiones que ya no lo son tanto.
Llevamos la Academia y sus silencios grabados en el cuerpo. "Hombres-estuche" mecanizados
que no pueden darle lugar a esas preguntas. Tal vez teman -tal vez temamos- aquello que
habita en potencia por fuera de las escafandras.
Este encierro es la fuente de emanación de lo putrefacto. Este dispositivo es el responsable
de esta medianía bochornosa. Digamos algo más de ésta. Es que el enclaustramiento, el
empirismo y la exégesis, la renuncia al riesgo interpretativo conducen a la producción
académica a reproducir un rasgo omnipresente que se acentúa hasta la evidencia: las
tensiones, los conflictos y desgarramientos que definen a toda experiencia cultural quedan en
su letra disueltos, borrados hasta hacerse irreconocibles. El dispositivo académico con su
progresismo tibio se transforma en una malla de escritura que sólo deja enunciar aquello que
no tenga rasgo de pasión, de dramaticidad. Recorrer la historia o la literatura argentina,
conocer las experiencias educativas o los grupos culturales que transitan en los márgenes,
hacer estas travesías de la mano del saber académico es encontrarse con territorios calmos,
en los que si hubo problemas no fueron más que malosentendidos que la pluma del cientista
social viene ahora a enmendar. La propuesta benjaminiana de pasar el cepillo a contrapelo de
la historia -pero también agregamos de toda experiencia social- se ha convertido a través de su
investigación y escritura en tarea de alisamiento, de emprolijamiento. Para colmo, como
buenos escolásticos, realizan esta inversión citando al propio Benjamin, liquidándolo, haciendo
de su programa crítico una referencia fría, sin vida. Jesús en el razonamiento acabado de un
funcionario papal del siglo XVI. Porque para la razón académica reconocer en el cuerpo de la
cultura dolores, sufrimientos y deseos mayúsculos pareciera constituir un imposible; ser serios
ante esa dramaticidad, devolverle la significatividad que le corresponde, es una empresa que,
vital para el pensamiento, está fuera de su alcance. Como si los nervios de los principales
ventrílocuos de esa razón institucional, de tan gastados, no pudieran tolerar semejantes
verdades ofensivas. Es que devolver a los documentos de cultura su dramaticidad y su
barbarie, obliga a asumir la propia condición que hoy nos constituye en tanto que recorrida
también por esos dilemas. La razón académica quiere conjurar la imagen del drama en el
estudio de lo que han devenido sus objetos, como una forma de alcanzar la tranquilidad de
saberse ajena al peligro, a toda zozobra. En manos de quienes han dejado de aspirar a vidas
más plenas, se entiende que el pasado huela a osario, que la literatura se descomponga en
análisis textuales inútiles o que la filosofía sea una glosa infinita de verdades en las que nadie
cree; quién ya no anhela más que dar un paso hacia delante en la categorización
alfanumeraria, no puede restituirle a la cultura su dramaticidad; poco o nada puede entender
acerca de ésta. Pero si el esfuerzo por alejar fantasmas, por quitarle dramaticidad a la cultura,
se está viendo coronado por no pocos éxitos; y aunque nosotros mismos hayamos podido ser
en algún grado partícipes en esta empresa colectiva de aplanamiento de la cultura, damos
aviso de que de ahora en más nuestro lugar en la Facultad ser el de aguafiestas de
comuniones transidas de sosiego.
Ahora bien, esta reconstitución neomedieval de nuestros saberes posee, a no dudarlo, un
aliado de peso. Porque ha sido muy prolongada la debilidad institucional y profesional de
nuestras carreras para que ésta, en algo más que una década (con el agregado de
intelectuales asesinados y desaparecidos), se supere. E incluso porque estos muros de los que
hoy se enorgullecen siguen siendo muros de utilería berreta de película de clase B, como no
podía ser de otra manera en esta Argentina cada vez más latinoamericanizada. Así es que el
escaso interés que muestra el Estado en nuestros quehaceres es en parte compensado por las
relaciones estrechísimas con las que nos agasajan los monasterios más ostentosos del mundo
occidental. Nuestros popes van y nos invitan a alcanzar con ellos estados de beatitud aséptica
a través de la contemplación de las bibliotecas babélicas norteamericanas; admiran sus
disputas sordas y vacuas -cuando no las menosprecian porque creen ser ellos mejores
eremitas-, sus nombres de rosa. La iluminación extática ha sido a veces tan grande que los ha
cegado (se ha visto en algunos de ellos la aparición de misteriosas llagas y estigmas: la
Aparición de una nueva Razón). En la era del capitalismo globalizado parece ser un argumento
contundente a favor esta nueva legitimidad, el que por fin la producción académica argentina
se esté colocando a la par de la de los centros de estudios más prestigiosos. Y esta legitimidad
exógena es bien útil porque redunda en becas y financiamientos indispensables, provee de
premios y castigos. Si es imposible negar la marca profunda que dejó en los orígenes de
nuestras FF.AA. el hecho de que un alto porcentaje de la oficialidad haya pasado al menos un
año bajo el mando del ejército prusiano, no lo es menos advertir que los profesionales
universitarios de este fin de siglo arrastrar n como sello degradado el master o el doctorado en
EE.UU.. No hay carrera universitaria exitosa que no requiera de ese viaje si no consagrador, al
menos purificador: la academia puede confiar casi tranquilamente en aquel que haya
atravesado las instancias evaluativas y performadoras de los colleges y el tedio vital de los
campus. Experiencias confortables de encierro, de las cuales la mayoría regresan castrados,
sin deseos (se explica entonces la confianza académica). Esa cirugía mayor hace posible que
se pueda discurrir con la misma flema impasible y desapasionada sobre Martínez Estrada y
sobre el anteúltimo hombre de letras francés de la primera mitad del siglo XX; sobre una ignota
revista de filosofía venezolana y sobre Kierkegaard. La afrenta de eunucos puestos a escribir
sobre cuerpos cargados de deseos. Imitar a las universidades norteamericanas, reproducir sus
planes de estudio, pretender acercarnos a su nivel científico, hacer nuestro su tono
políticamente correcto, adoptar incluso su lenguaje -¿que es un paper?-, se ha transformado en
una suerte de destino que nadie se atreve a pronunciar, pero en cuya dirección todos
trabajamos.
El colectivo responsable del Manifiesto de Octubre está integrado por: Ezequiel Adamovsky,
Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz, Juan Manuel Obarrio,
Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Javier Trímboli, Julio Vezub, Fabio Wasserman.