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Edgar, los marcianos y el Juicio Final.

Rubén Mesías Cornejo

Edgar fue un niño que siempre deseó alcanzar el cielo, en el sentido astronómico del término, no
sabía si como astronauta o como un simple observador de esos que usan un telescopio y tienen los
pies bien pegados a la tierra.

Sin embargo, la tecnología de su época todavía no había sido capaz de inventar un cohete dotado
de la propulsión necesaria como para vencer la gravedad terrestre, aunque eso no significaba que el
proyecto de fabricarlo no existiera dentro de las mentes más preclaras del planeta.

Por eso, cuando creció se hizo profesor y astrónomo aficionado, para de ese modo disfrutar del
rutilante titilar de las estrellas dispersas por la eterna oscuridad del espacio, también le placía mucho
estudiar la disposición de las constelaciones, identificar aquellas caprichosas configuraciones que
llevaban nombres griegos o latinos como los planetas que acompañan a la Tierra en su eterno orbitar
en torno al Sol.

Ahí estaban Mercurio, Venus, Marte, los astros que solían aparecer en el cielo cuando se daban las
necesarias condiciones de visibilidad. Hasta hacía poco las había visto como esferas inofensivas, o
mejor aún como vecinos indiferentes, a despecho del juicio de los astrólogos, para quienes esas
esferas ejercen influencia en el diario acontecer de la Tierra.

Pero había quienes suponían que Venus o Marte pudieran estar habitados, y en el caso de Marte el
astrónomo Percival Lowell esgrimía como prueba de vida inteligente la existencia de unos
extraños “canales” descubiertos por Schiaparelli que en apariencias recorrían las superficies
desérticas de Marte cual una densa red de venas destinaba a irrigar el sistema sanguíneo de un ser
viviente.

Por desgracia para nosotros, los terrestres, la polémica a favor o en contra de esta posibilidad
terminó decantándose hacia el bando de los que creían en la existencia de los marcianos, pues las
aquellas criaturas han llegado como un terrible prolegómeno del día del Juicio que según las mentes
religiosas acaecerá inexorablemente.

En primera instancia, Edgar y sus colegas, vieron unas prolongadas estelas blancas parecidas a las
que despiden los cometas cuando se les ocurre darse una vuelta por la zona atmosférica de nuestro
planeta, después de todo eso jaleo su identidad dejo de estar en entredicho cuando empezaron a
aproximarse a tierra firme conforme disminuía su fuerza cinética.

Cuando perdieron todo el impulso advertimos que parecían grandes balas de obús; por supuesto
nadie se atrevió a tocarlos pues todo lo que atraviesa la atmosfera a tal velocidad se encuentra
caliente al grado máximo debido al fenómeno de la fricción.

Con todo, aquellos gigantescos proyectiles atravesaron el cielo a modo de meteoritos antes de
incrustar sus ojivas puntiagudas en medio del césped excavando profundo cráteres en el paisaje
campestre, arruinando campos, carreteras e incluso una que otra casa, pues hubo alguno que se le
ocurrió descender sobre el techo de una casa, destruyéndola en el acto haciendo que sus moradores
huyeran despavoridos para no perecer aplastados.
El caso es que los proyectiles semienterrados se constituyeron en todo un espectáculo que alteró la
rutina de la gente del pueblo, o por lo menos de aquellos que habían sido testigos del impacto. Las
redacciones de los diarios enviaron a sus reporteros para informar, y los ociosos de turno se
encargaron de propalar la noticia por los alrededores valiéndose de un bien montado correo de
brujas.

Sin quererlo todos, la prensa y la gente de a pie, habían aunado esfuerzos para congregar a mucha
gente en torno a estos cráteres, con la idea de esperar que los proyectiles se abrieran por sus culotes
para así recrearse con el aspecto de los seres que de ahí emergerían, por tal motivo nadie llevaba
armas de fuego pues no se les habían ocurrido que podrían necesitarlas.

Estaban ahí porque pensaban que sería un espectáculo interesante e inaudito; resultaba lógico
pensar que la morfología de los marcianos no podía corresponderse por entero con la humana,
aunque tal vez conservaran la condición bípeda y la posición erguida, cosas que la mentalidad
humana considera plenamente afines con la naturaleza racional de una especie que fuera capaz de
construir semejante obra de ingeniería mecánica.

El correo de brujas siguió congregando gente en torno a las orillas de los cráteres, los cuales estaban
bastante espaciados a lo largo de la explanada, aunque relativamente cerca, es decir no demasiado
distantes uno del otro, entre ellos como si hubiera existido cierto método en el lanzamiento de las
balas desde la boca de aquel potentísimo cañón, seguramente enclavado en alguna desértica
planicie marciana.

De pronto la placa metálica que recubría los culotes de aquellos proyectiles principió a
desprenderse con suma parsimonia, de modo automático y programado. Pudo ver todo eso gracias a
un catalejo, pero la aparición de más gente le hacía correr el riesgo de perderse el momento clave.

Precisamente la demora generó mayor expectación, y la codicia de algunos despertó su


imaginación y sus ganas de hacerse con un poco de efectivo, ofreciendo los sitios más cercanos a
los cráteres para así convertirse en testigos de excepción de los primeros pasos de aquellos
extraterrestres sobre el suelo terrícola.

Por fortuna era domingo, y tenía dinero en los bolsillos pues le habían entregado sus honorarios
como profesor un día antes, por eso pudo pagar la cantidad que uno de aquellos vendedores le pedía
para estar más cerca del fenómeno en ciernes. De ese modo pudo atravesó la muchedumbre de
gente que pugnaba por hacer lo mismo siguiendo al individuo que le había vendido su lugar.

Pero no pudo llegar, la muchedumbre ahora empujaba hacia atrás con un ímpetu terrible nacido del
miedo, y tanto él como su guía se vieron obligados a retroceder ante aquel oleaje humano, por
doquier se escuchaban gritos destemplados que indicaban claramente el grado de pánico que los
embargaba. Edgar tenía ganas de preguntar qué estaba pasando, pero nadie le hacía caso, todos
estaban ocupados en largarse de ahí lo más pronto que pudieran.

Sin embargo, Edgar seguía teniendo ganas de saber lo que estaba pasando, sin importar que su
propósito estuviera en contra del viento que impulsaba a la multitud a retroceder. Con mucho
esfuerzo y usando bastante los empujones y los puños, consiguió abrirse paso hacia la retaguardia,
solo entonces comprendió porque la gente se había asustado tanto trocando su curiosidad en pavor.
No obstante, hubieron quienes se quedaron ahí, quizá impelidos por el morbo que emanan las cosas
extrañas e inauditas, y viendo las cosas bien que cosa puede ser más extraño e inaudito que algo
procedente de otro mundo, o porque su trabajo era informar todo lo que pudiese resultar interesante
para el editor de un periódico.

Y cuando Edgar, estaban por ahí husmeándolo todo, como el famoso detective cuyas proezas
publicaba el Strand Magazine, con libreta en mano y haciendo croquis y apuntes de todo lo
sucedido.

El cilindro estaba abierto, su base se hallaba desprendida y del interior del mismo había surgido una
criatura verdaderamente dantesca que parecía haber modelada por la imaginación de un dios loco:
para empezar era el marciano era bípedo, pero su estatura excedía unos dos metros más a la de un
ser humano común y corriente, es decir que a efecto práctico podía considerársele un gigante.

No obstante esto no era lo peor de todo, sino su aspecto externo, era un ser de color verdoso, con
unos ojos rojizos, como rubíes sangrientos, dispuestos casi al borde la cara y por ende capaz de
una visión periférica mucho más eficaz que la nuestra, amén de unos filudos y grandes colmillos
que le sobresalían de la boca de un modo semejante al de un elefante africano, pero lo más horrendo
de su estampa no era esto, sino las seis extremidades que emergían de su cuerpo, dos más que las
poseemos nosotros, los habitantes racionales del planeta Tierra; y aquel par extra de miembros se
hallaba encajado precisamente donde un ser humano tiene dispuesta la cintura.

Sin duda aquella extraña configuración hacía pensar en el marciano como si fuera una criatura
“insectoide”, debido a esa proterva multlipicidad de miembros que exhibía como si se sintiera
orgulloso de aquella anormalidad que lo hacía diferente y horroroso para nuestra especie, aunque
era muy factible que ni siquiera considerara esa posibilidad.

Y como para realzar un poco más el carácter ominoso de aquella verde y robusta figura era las
placas de la armadura que cubría buena parte de su tórax, el aspecto de aquella lámina que refulgió
brevemente ante la caricia del sol, recordaba un poco la que llevaban los legionarios romanos
cuando pusieron el pie sobre la isla de Britania hace diecinueve siglos, es más a la altura de la
cintura portaba una vaina de cuya parte superior sobresalía la empuñadura de un instrumento cuya
función podía ser la misma que la de un sable de caballería.

El marciano se movía lentamente, como si temiera romperse los huesos bajo el imperio de esta
gravedad diferente , pero su mirada sangrienta iba más allá de la multitud que estaba huyendo, es
más parecía no preocuparse de ellos en lo absoluto; y Edgar dedujo por su mirada que su atención
estaba puesta en el cráter más próximo, y hacia él dirigió sus pasos ignorándolo por completo.

Aprovechando aquella indiferencia Edgar siguió al marciano impulsado por la curiosidad de saber
qué pretendía hacer esa criatura extraña, ahora que sus pies hollaban el suelo de un mundo extraño
para él. Con lentitud se fue acercando al borde del cráter, y acto seguido se puso un objeto alargado,
levemente parecido a un silbato entre aquellos sus labios, y sopló una y otra vez.

De manera extraña, ningún sonido pareció escucharse, al menos los oídos de Edgar nada pudieron
captar, aunque la cosa que estaba dentro del cilindro sí lo hizo, pues empezó a moverse con cierta
inquietud, como si la pausa del obligado encierro se hubiera terminado a raíz de aquel sonido que el
otro marciano era capaz de percibir con claridad, aunque no el oído humano, pero eso no importaba,
la actitud del marciano indicaba que estaba a la expectativa de algo que podía compararse con la
ansiedad que se siente cuando un camarada realmente entrañable está a punto de llegar.

Y eso era lo que esta criatura disforme, para los cánones de la Tierra, estaba aguardando que
sucediera cuando sus labios dejaron de soplar aquel objeto misterioso. De repente, la base del
cilindro que estaba mirando salió despedido con suma violencia como el proyectil de una poderosa
catapulta; el disco parecía silbar mientras cortaba el aire a su paso los ojos de los circunstantes
siguieron el trayecto de aquella cosa que volaba a baja altura como una guadaña siniestra ansiosa de
segar cuantos cuellos pudiera mientras le durase la energía que le permitiese moverse para hacerlo.

Por fortuna nadie perdió la cabeza por efecto de aquella agresiva cosa alienígena que terminó
incrustándose contra el tronco de un árbol sin hacer mayor daño a las criaturas semovientes, más
bien la atención pronto se transfirió de aquella amenaza cancelada hacia otra más proterva y vital:
los rugidos de una criatura de piel verde, ojos saltones y con la facha de un dragón de Komodo
super desarrollado.

La cara alargada de la bestia asomó por encima de la orilla del cráter provocando el espanto entre
los curiosos que habían tenido el valor de tragarse su miedo para seguir la actividad del larguirucho
marciano , la bestia miro a los terrestres que estaban cerca con la curiosidad de un niño que observa
sus juguetes más nuevos y tuviera la necesidad de darles un uso inmediato.

Edgar pensó que un animal tan grande sería incapaz de salir del agujero donde estaba metido por
sus propios medios, a menos que sucediera algo maravilloso que le ayudara a salir del cráter y
precisamente el prodigio se dio de la mano del marciano que había acelerado la salida de la bestia
del interior del cilindro metálico, es más ninguno de los testigos podría afirmar con exactitud qué
cosa hizo para sacar al enorme animal del incomodo lugar donde estaba, pero también le pareció
que el marciano era un adepto de la magia o el ilusionismo pues consiguió que la bestia se elevara
por los aires como si fuera especie de cometa, anulando el efecto de la gravedad sobre aquel cuerpo
pesado y monstruoso que pronto se posó sobre el suelo como si fuese la más ligera de las criaturas.

Y cuando eso ocurrió, el cuadrúpedo marciano azotó el suelo con su cola de tal modo que pareció
que el césped fuera un antiguo tambor de guerra, sacudiendo la tierra durante algunos segundos,
propiciando la consecuente secuela de terror entre quienes miraban lo que estaba pasando.

Pero cuando el temblor pasó, todos volvieron a ocupar las posiciones que tenían antes del jaleo.

La bestia estaba ahí, dispuesta para el galope, mirándonos con sus ojos de rubí y abriendo
tremendamente sus fauces de saurio como anunciándole al mundo que podía engullírselo de un
solo bocado.

El marciano larguirucho puso su pie sobre el estribo que colgaba a babor de la bestia y se montó
sobre el lomo del saurio creando en Edgar de estar la ilusión de estar contemplando una criatura
mitológica, un auténtico centauro extraterrestre.

Hasta el momento, el marciano no había tomado en cuenta para nada al público que seguía sus
acciones completamente alelado como si estuviera asistiendo a una de esas proyecciones de
imágenes que los hermanos Lumiére organizaban al otro lado del Canal de la Mancha, en los teatros
de la vecina Francia; y por ende no había motivo para sospechar que de buenas a primeras mudase
de conducta, sobre todo cuando la gente que lo rodeaba no había hecho nada que pudiera considerar
una agresión contra su persona.

Pero Edgar desconfiaba de que las cosas se mantuvieran siempre así, nadie en su sano juicio podía
fiarse de un ser que tenía los ojos rojos, la piel verde y que para más inri portaba arreos de guerra
encima del cuerpo, por lo tanto era de esperar que se valiese de alguna de sus trucos para convocar a
sus congéneres que se encontraban más o menos dispersos a lo largo de la explanada.

En ese momento, el marciano hizo girar en redondo al saurio que montaba y cargó contra la gente
que lo rodeaba una y otra vez, pero sin ánimo de atacarlos. Edgar comprendió que la criatura
pretendía que los curiosos se fueran porque necesitaba desembarazar de estorbos el espacio que
estaba a su alrededor.

Cuando consiguió que se todos se fueran, hizo caracolear a su montura como para celebrarlo un
poco, antes de pararse en seco y sacar un objeto rígido que parecía una especie de guante del cual
partían cinco tubos concéntricos y truncos cuya disposición radial hacía pensar en una gaita. El
marciano metió los dedos de su mano en cada uno de esos orificios produciendo un breve y masivo
resplandor que llenó el espacio vacío.

Y por un instante pareció que el sol pretendía cegar a Edgar y a todos los que ahí estaban, pues
quedaron completamente deslumbrados por aquel resplandor que lentamente empezó a difuminarse
como un sueño que se dispersa ante la irrupción del despertar que para esta ocasión era un
escuadrón de jinetes tan iguales en aspecto y ferocidad al que había manipulado aquel extraño
artefacto que sin duda traía consigo.

Al principio la hilera de jinetes aparecía tan compacta y ordenada como una formación de caballería
dispuesta a lanzar una carga, sin embargo no lo hicieron, más bien los jinetes empezaron a
distanciarse abriendo un tremendo claro en su formación inicial, dividiendo al escuadrón en dos
columnas exactamente iguales.

A continuación, la formación se disgregó en varias parejas de jinetes que se congregaron de


manera ordenada a espaldas del marciano que los había convocado mediante aquel acto de aparente
taumaturgia, luego cada uno de los miembros de la pareja extendió sus tres brazos laterales como si
quisiera saludar a su par equidistante.

Pero no era un saludo lo que querían hacer, más bien de las manos de los jinetes que estaban a la
derecha de la ubicación del solitario marciano que parecía estar coordinándolo todo, comenzaron a
expeler unos hilos, del mismo modo que los hacen los arácnidos terrestres, cuyos puertos naturales
eran las tres manos alzadas del congénere situado en la columna opuesta.

¿ Qué cosa pretendían hacer aquellos marcianos con esos desplazamientos tan peculiares? , se
preguntó Edgar, y con él todos los que contemplaban aquella maniobra incomprensible para el
entendimiento de las personas que permanecían ahí, cuyo número había aumentado al correrse la
voz de que, según lo visto, los marcianos no eran tan agresivos como indicaba su aspecto.
En eso el marciano orquesta, por llamarlo de algún modo, volvió a soplar el extraño silbato que le
había servido para convocar a su montura, aunque en esta ocasión el efecto que suscitó aquel
instrumento pareció exacerbar los ánimos de los saurios que montaban sus congéneres, a tal punto
que empezaron a galopar hacia la gente que los observaba.

Y a la par que los saurios avanzaban, aquella tríada de hilos tensos y brillantes también lo hacía,
poco a poco aquellos jinetes monstruosos espolearon a los saurios para exigirles mayor velocidad
a sus monturas, pronto quedó claro que se habían declarado en franca persecución de aquellos que
antes les eran indiferentes.

Pero no solo las perseguían, también tenían el poder de inmovilizarlas para que los hilos
extendidos entre aquellas columnas seccionaran limpiamente los cuerpos de quienes tenían la
desdicha de ser alcanzados.

Todo eso resulto inexplicable, hasta que una beata cacareó que esos hombres eran pecadores que así
pagaban sus deudas con la divinidad, a falta de algo mejor en que creer la mayoría dio por buena
esta interpretación, mientras seguía huyendo.

Era de ver como la sangre principiaba a manar de su interior mientras aquellos hilos atravesaban la
carne y los huesos con lentitud, aunque sin dificultad como si sus víctimas estuviesen hechas de
una sustancia blanda como el queso o la mantequilla.

Era de oír la horrible zarabanda de gritos de pánico y dolor que emitían aquellos desdichados
sometidos a esa inaudita forma de mutilación y muerte que transformaba a un ser humano en una
cosa desbaratada, que se iba partiendo sobre la marcha en tres mitades perfectas como los trozos de
un filete dispuestos para que alguien pudiera comérselo.

Y realmente era así porque aquellos pedazos de carne recién cortada eran el alimento de una
criatura tan horrible como los jinetes que habían perpetrado estas mutilaciones, se trataba de un ser
de aspecto vermiforme que hacia su aparición galopando sobre sus diez poderosas patas, y cuyo
hocico erizado de dientes había empezado a engullir con avidez esa ración de carne servida al aire
libre, como en un inofensivo picnic.

Pronto toda la explanada se llenó de aquellos monstruosos decápodos que se disputaban entre sí los
restos diseminados por aquí por allá, ignorando la tela y mordiendo el músculo; había pedazos de
abdomen, brazos, piernas, cuellos seccionados y cabezas, muchas cabezas dispuestas en las
posiciones más estrambóticas, era como si una perversa guillotina hubiera estado funcionando al
máximo en aquella explanada bucólica, ideal para pasar el domingo fuera de casa.

La gente ahora huía, corriendo lo mejor que podía para escapar de aquellos cables. Los marcianos
se habían dividido en grupos y seguían abocados a su nefasta tarea con mucho encono y entusiasmo
frenético. Y poco a poco, otros emergían de sus cilindros, ya montados y equipados para la misma
tarea, mientras los decápodos seguían su estela como una sombra que sigue su dueño.

Mientras tanto, la gente no tan proclive al pánico se dirigía hacia la oficina de telégrafos del
pueblo, para propalar la noticia, de tal modo que llegará a oídos del Royal Army, sin duda ellos
estarían en condiciones de vengar a aquellos que habían sufrido la ignominia de ser devorados.
Sin embargo la mayoría creía que eso resultaba imposible, que esas criaturas eran los asesinos del
Juicio Final, y que tenían demasiados pecados encima como para exponerse a su ira secular, pero
Edgar, que también corría juntos a ellos, solo pensaba que los reporteros, alguno de los cuales
habían sobrevivido a la feroz criba de los marcianos, tendrían un buen titular para vender sus
periódicos el día de mañana, claro está si eran veloces y conseguían sobrevivir a su propio miedo.

Fin

Chiclayo ( Perú) 12 de mayo de 2017

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