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La función de los sentidos en las descripciones de banquetes de Bernal Díaz

modernidad, alimentación, y distinción en una crónica de la Nueva España

“I think it could be plausibly argued that


changes of diet are more important than
changes of dynasty or even of religion.”
- George Orwell
The Road to Wigan Pier.

Bernal Díaz llega a las Indias en 1514, con 22 años de edad. Al poco tiempo ya se encuentra a la
vanguardia de la exploración del Nuevo Mundo. Soldado, encomendero, regidor, cronista. Su
quehacer indiano distancia al vecino de Santiago de Guatemala, del joven conquistador de México,
del hijo de Medina del Campo. Viejo, llegando al límite de una vida marcada por el contacto
sensible con lo nuevo, Díaz del Castillo emprende una última empresa de conquista y
descubrimiento al interior de su recuerdos.

Entre sus lectores es frecuente la opinión sobre la calidad de su memoria al tiempo en que
desarrolla su crónica. Esto es alrededor de sus ochenta años. Hay quienes sugieren que el relato de
la vejez se encuentra ineludiblemente distanciado de la perspectiva del joven soldado (Cortínez
1993: 62-3). Otros autores han evaluado buena retención. Los recuerdos de los que se sirve para la
elaboración de su crónica, ya habrían sido referidos incontables veces a sus compañeros, vecinos, y
familiares. En cada una de estas narraciones cotidianas, los episodios habrían ido “reviviendo” y
tomando asiento en su mente (d’Olwer 2012: 198).

Por otro lado, la necesidad de ajustar los recuerdos de lo vivido a las exigencias de la
escritura extiende algunos modelos literarios y retóricos sobre la memoria del cronista (Cortínez
1993: 67; Fischer 1994: 51). En el caso de Bernal Díaz, se sabe de su gusto por la literatura de
caballerías, y que formó parte de la afición soldadesca por títulos como el Amadís de Gaula. Si de
necesidad retórica se trata, es natural su inclinación por listar méritos y servicios, además de su
“estructuración, tono, y entrega” íntimamente ligados a las convenciones de la petición. (Restall
2003: 13).
La edad de Díaz al momento de escribir o dictar su historia va a influir tanto en la memoria
como en su intención. Restall coloca al texto de Bernal en el marco de una “cultura de la probanza”,
pero reconoce que la satisfacción creativa del proceso literario podría haber superado un tanto la
preocupación por conseguir mercedes. Otra opinión, en cambio, sugiere que el texto parte de un
impulso autobiográfico y se basa en que si bien varios capítulos son dedicados a relatar la res
gestae, evidenciar su rol protagónico en ella, y a pesar de la importancia probatoria de aquella
sección de la obra, el resto y mayoría de la misma está dedicada a contar la creación de una
sociedad nueva en la cual el autor desarrolla una personalidad también nueva, incluso “única”, y
poseedora de “información privilegiada para la prosperidad” (Angulo-Cano 2010: 290-302).

La intención cierta del cronista es la de llevar al papel una narración verosímil, Verdadera. Y
es su intención porque se muestra consciente, desde un inicio, de la autoridad que se necesita para
alcanzar ese cometido. Bernal Díaz empieza su relato buscando aquella autoridad narrativa al
destacar su calidad de testigo de vista y oídos (Ibarra 2005: 343). Es que el oír gozó de buena
consideración durante el bajo medioevo ya que permitía absorber el saber que los maestros
divulgaban. Con la modernidad, el haber visto y el haber hecho entran también en valor gracias al
protagonismo que el renacimiento le da a la experiencia y la experimentación (Maravall 1986: 460).

Díaz ha visto, y así rompe con la rutina de seguir a oídas lo que otros han dicho. Maravall
advierte que “no había más remedio” para ser creído, que el “asegurar haber visto tantas cosas
nuevas” como fuese posible (1986: 462-470). Frente a la novedad, el yo moderno se coloca en
primer plano y abre los ojos. Pero no basta con abrirlos, “es preciso aprender a ver” (Le Breton
2010: 41). Bernal Díaz se encuentra en una “inmediata y permanente sensación de las cosas” (Le
Breton 2010: 41). Su percepción parte guiada por una sensibilidad europea que se va adecuando al
Nuevo Mundo a cada instante, aprendiéndolo.

Cada quién suele asimilar de su entorno una sensibilidad particular con la cual experimenta
el mundo, su gente, y sus cosas. En Europa los sentidos tienen una historia pautada por los diversos
modos en que el hombre los ha usado y entendido. Para fines del medioevo, vista y olfato
evolucionan en dirección inversa. La primera se vuelve “clave de lectura occidental del
mundo” (Muchembled 2012: 119). La nariz desciende. Queda relegada, parece ser más animal y
sexual que los otros sentidos en un mundo donde los buenos olores de la corte o de la santidad se
encuentran elevados y reservados. El hedor del mundo es lo común, y advierte muerte, enfermedad,
o pecado (Muchembled 2012: 120-130). En Díaz del Castillo encontramos inmediatamente la
observación occidental, pero también podemos detectar la dualidad olfativa.

Por ejemplo, describe un ambiente agradable al contar sobre el servicio de la mesa del
Tlatoani. Sillas y mesas bien hechas, van cubiertas por manteles y pañuelos finos. El oro que se
asoma en el detalle de la mueblería, reluce luego en el acabado de las copas que contienen el cacao
del brindis. Es un espacio limpio y ordenado. En el comedor de Moctezuma, sirvientes y visitantes
se desplazan con acato y en solemnidad. Díaz, sensible, observa todo esto sin ser ajeno al “muy
oloroso” aroma que desprenden las ascuas de corteza que calientan el lugar (HV 184-185).

Luego, en cambio, llega el ascenso al “gran cu de su Huichilobos” (Templo de


Huitzilopochtli). Los conquistadores se enfrentan a la estética del sacrifico ritual cuando ven
estatuillas sagradas convivir con partes humanas, todo muy trabajado en sangre y pedrería. La
repulsión es inmediata y emana a la vez del olfato y la vista: “…estavan todas las paredes de aquel
adoratorio tan vañado y negro de costras de sangre, que todo hedia muy malamente… como en los
mataderos de Castilla no avia tanto hedor… los doy a la maldiçión… no víamos la ora de
quitarnos de tan mal hedor y peor vista” (HV: 192-193).

Es también en el Viejo Mundo donde Bernal Díaz adquiere su gusto. Concepto complicado
por una cuestión polisémica. El gusto es sentido fisiológico de percepción y es criterio de juicio
estético. “La formación del gusto es la formación de una determinada sensibilidad…” ligada al
sujeto moderno, que es capaz de asimilar su experiencia estética en términos de placer, admiración,
o agrado (Thiebaut 2008: 56). Pero también permite juzgar lo feo y lo malo, “como un placer que
haría las veces de criterio de verdad” pero que “se educa, no se crea” (Comte-Sponville 2003:
247). A nuestro cronista le tocó educar su gusto en los albores del siglo XVI, en España.

Aquella sociedad española de la temprana edad moderna creía que la apariencia externa
indicaba la verdadera naturaleza de las personas (Campbell 2017: 103). Aquellos alimentos que se
introducen al cuerpo o la ropa que lo recubre, los sirvientes que rodeándolo o a cierta distancia lo
atienden, el modo de desplazarlo e incluso el origen de tal esfuerzo -sea propio o ajeno, animal o
mecánico-, son algunos signos externos de los que se sirve un español de la época para buscar
mantenerse, o intentar desplazarse, en el entorno social estamental que precisamente debe parte de
su estructura al valor y peso simbólico de las apariencias.
Quienes conocen bien el rol de la expresión individual del gusto como mecanismo de
distinción social, son los mercaderes (Campbell 2017: 106). De su sensibilidad al flujo material de
los objetos dependerá el acceso al uso simbólico de éstos por parte de la población. Los alimentos
siguen una dinámica particular. Si bien en tiempos medievales comidas y bebidas se servían en la
bandeja y la jarra comunes, con la modernidad el individuo “reina solo en su plato” (Flandrin 1990:
268). Cada quien se presenta a través del gusto, y la oferta comercial busca satisfacer la demanda
por una alimentación cuyo refinamiento va en aumento.

A Bernal Díaz se le conoce como natural de Medina del Campo (De Madariaga 1966: 21). Y
de aquel lugar sabemos que perteneció a la red de villas y ciudades del Reino de Castilla que hacia
fines del medioevo consiguen exentarse de ciertos tributos (Del Val 2006: 7). Particularmente del
Portazgo, cuyo levantamiento debió contribuir a agilizar y concentrar el comercio en el Valle del
Duero. Nuestro cronista ha tenido contacto con las ferias generales de su tierra. Los esquemas con
los que aprendió a pensar los objetos, en su valor y variedad, son proyectados sobre sus futuros
destinos luego de embarcarse a las Indias (Maravall 1986: 439).

Cuando un hombre de la modernidad como lo es Bernal Díaz busca avanzar posiciones


sociales, lo hace respondiendo al patrón marcado por la burguesía (Maravall 1986: 457). Se trata de
una “imbricación de las normas de comportamiento de las clases funcionalmente superiores en las
inferiores” (Elias 2011: 558). Esta pauta de sociabilidad, según Elias, se difunde en todo el
occidente por encima de toda perspectiva individual ya que se trata de un factor civilizador (Elias
2011: 557). Empujando los límites de la civilización occidental, los conquistadores negocian su
inserción sociocultural al Nuevo Mundo.

Díaz del Castillo lleva a la empresa indiana una sensibilidad civilizadora y va infundido de
juicio occidental. Además porta un conocimiento de la logística y el intercambio que serán
fundamentales al momento de abastecerse y a la hora de sobrevivir. Como en aquellos momentos
durante la expedición a las Hibueras donde la naturaleza arreciaba en forma de lluvia interminable,
sol abrasador, sed y hambre en aumento. Es ahí cuando el olfato material de Bernal Díaz se
evidencia en la confianza de su capitán Hernán Cortés: “qué pascua podiamos tener sin comer…
como aquesto vio Cortés… me nombró a mi, y nos dijo que nos rogaba mucho que trastornásemos
toda la tierra y buscásemos de comer…” (HV: 528).
Un tiempo antes de la salida hacia Honduras, en los días previos a la captura de Moctezuma
y siendo aún huéspedes en Tenochtitlán, a los conquistadores les toca visitar el gran mercado de
Tlatelolco. “Estavan quantos géneros de mercaderías ay en toda la Nueva España, puesto por su
conçierto de la manera que ay en mi tierra, ques Medina del Canpo, donde se hazen las
ferias” (HV: 189). Orden, cantidades y calidades, formas y texturas, “y raízes muy dulçes… y
cañutos de olores…”, impactan en un narrador que se reconoce desbordado: “gasto yo tantas
palabras…. porques para no acabar…” (HV: 190).

Entre la escasez, la abundancia, regalos, trueques y saqueos, el conquistador comió lo que el


Nuevo Mundo le ofreció y ambos se integraron. El sentimiento de pertenencia a determinada
cultura que pueden provocar los alimentos pasa por el abastecimiento, la recolección, su
preparación, su presentación, es negociado en el lenguaje y las formas de la mesa, y se consolida al
comer y beber (Scholliers 2001: 7). Introducirse comida nueva al cuerpo significaría en ciertos
casos, para el explorador europeo, el “incorporar” la carga cultural y simbólica que los hombres
americanos han depositado en ella (Fischler 1995: 68-79). En palabras más poéticas, sucede que “el
hombre degusta el mundo, siente el gusto del mundo, lo introduce en su cuerpo, lo hace parte de sí
mismo” (Bajtín 1990: 253).

Los nativos, a su manera, parecen tener claro el valor integrador de los alimentos. Su empleo
es inmediato al contacto. El primer abastecimiento local en el Nuevo Mundo ocurre la mañana del
domingo 14 de octubre de 1492, según nos cuenta el diario del Almirante: “Los unos traían agua,
otros otras cosas de comer… otros a bozes grandes llamavan a todos, hombres y mugeres: <<Venid
a ver los hombres que vinieron del çielo, traedles de comer y de bever>>” (Colón 1986: 65). Pero
luego, al abrirse paso al interior del continente y a medida que los exploradores se aproximan a la
metrópoli prehispánica, los intercambios irregulares de gallinas y maíz dan paso a banquetes.

Y lo que va a ocurrir en aquellos banquetes es un intercambio cultural a todo nivel. En su


magnitud estallarán los sentidos extranjeros. En su despliegue, soldados astutos y sensibles como
Cortés o Díaz obtienen ciertas claves culturales del mundo azteca que sabrán convertir luego en
ventaja estratégica. Moctezuma envía embajadores a comer con los extraños, y los persuade a
retornar, quiere desviarlos del camino a Tenochtitlán. Noticias y retratos de los conquistadores y sus
cosas habían causado alerta. En Mesoamérica, a mayor tensión política mayores son los festines
celebrados, y en ellos el enemigo suele ser un invitado principal (Hayden 2014: 330, 343).

Algunos autores llegan a pensar que entre los Aztecas no existe tal cosa como el placer del
gusto, “sólo les cautiva la consideración ceremonial del banquete” (Remesal 2010: 245). El valor
político y gastronómico del festín es, sin embargo, innegable. Ya mencionamos su función
disuasoria. Vale agregar que el abanico de platillos aztecas es tan amplio que muestra la necesidad
alimenticia y el valor ritual excedidos por la presión culinaria de la cocina y el gusto (Duverger
2007: 148). Estas comidas “entusiasman” a Bernal Díaz, pero no fue costumbre común de los
españoles compartir la dieta nativa fuera de la estricta necesidad o por excepciones de afinidad
como en el caso del cacao (Laudan 2013: 190-191). De todos modos, resulta imposible determinar
las preferencias individuales.

Sea como fuese, podemos aceptar que, en un principio y fuera de la esfera del hambre, el
sabor mesoamericano divide gusto americano y gusto europeo. Pero ninguna cena se puede celebrar
si no existe un mínimo de acuerdo entre los comensales (Parkhurst 2011: 372). Entonces debe ser
posible que aún tratándose de un banquete, el pacto entre los presentes no se dé en el terreno
gustativo del sabor. De hecho, cuando Díaz del Castillo nos describe la comida de Moctezuma
parece no recordar o simplemente desestimar el sabor de las cosas. Contrario a contemporáneos
suyos como Antonio Pigafetta o Bernardino de Sahagún que no escatiman en valorar dulzuras y
amarguras, nuestro personaje parece priorizar otras características del comer en su Historia
(Sahagún 1988: 512-515; Pigafetta 1998: 41).

La descripción que Díaz hace del banquete de Moctezuma se dirige a un público español.
Ante toda la subjetividad acumulada por su gusto individual, su narración debe lograr el paso de la
sensación privada al idioma común (Parkhurst 2011: 384). No debe sorprender entonces, que en ese
intento de empatarse narrativamente con una sensibilidad hispana compartida, el banquete de
Moctezuma empiece a ser relatado solo después de haber sido descrito el anfitrión: “hedad de hasta
quarenta años y de buena estatura e bien proporçionado… matiz de indio… cabellos no muy
largos… pocas barbas… los ojos de buena manera… polido e linpio: bañávase cada día una vez…”
(HV: 183-184).
Las percepción de las formas y expresiones del cuerpo están socialmente condicionadas por
el gusto y la distinción (Bourdieu 2013: 34-39). Bernal parece tener esto claro al presentar al
emperador como de buen tamaño, contextura, mirada. ¿Qué gloría podría significar el conquistar
imperios encabezados por un personaje de características contrarias? El relato “De la manera e
persona del gran Monteçuma, y quán gran señor hera” pasa del aspecto físico a su alimentación.
Como adelantamos, no hay sabor. Se enfatizan la abundancia y la variedad:

“le tenían sus cozineros sobre treinta maneras de guisados… guisavan más de trezientos
platos, sin más de mill para la gente de guarda… le guisavan gallinas, gallos de papada,
faisanes, perdizes de la tierra, codornizes, payos mansos e brabos, benado, puerco de la
tierra, pajaritos de caña e palomas y liebres y conexos… no las acabaré de nombrar…
Traíanle fruta de todas quantas abía en la tierra… cierta bevida hecha del mismo cacao…
traían sobre çinquenta jarros grandes… Luego comían todos los de su guardia… sobre mill
platos… jarros de cacao… sobre dos mill, y fruta infinita” (HV: 184-185).

Primero come el Tlatoani, luego el resto. Este orden, y el servicio, completan la descripción:
“sus prinçipales e mayordomos le señalavan quál guisado era mejor… si hazía frío, teníanle hecho
mucha lumbre de asquas… quatro mugeres muy hermosas e linpias le davan agua a manos…
hechávanle delante una como puerta… porque no le viesen comer… otros que le cantavan y
bailavan” (HV: 184-185). Que el gran Moctezuma cene solo lo eleva por encima del resto de
convidados, quizás por eso Bernal no menciona haber compartido la mesa con el. Ahora bien, que el
cronista hile los fragmentos de su narración en términos de “algunas vezes”, “pocas vezes”, u “otras
vezes”, evidencia no solo el ejercicio de su memoria, sino también el hecho de que presenció más de
un banquete principal. Ni por recuerdo ni por retórica se asoma el haber probado, lo visto se
impone.

El banquete contado por Díaz tiene de moderno y medieval si nos fijamos en el modo como
el gusto se muestra depurado o valorizado por el autor y sus personajes. La cantidad prevalece,
como en cualquier festín campesino bajo medieval español, pero se narra con el grado de
refinamiento característico de la corte europea del tiempo de la conquista que se mantiene por lo
menos durante todo el Siglo de Oro (Flandrín 1990: 282-284; Ruiz 1998: 116; Defourneaux 1983:
147). Además, el aspecto de los platillos parece importar tanto como su sabor, el excesivo
polisíndeton utilizado por Díaz al listar su variedad lo confirma (Flandrín 1990: 280; De la Fuente
2005: 174).
A los banquetes mexicas seguirán los novohispanos. Luego del interludio de violencia y
hambre que caracteriza el nudo bélico de la conquista militar, a casi dos décadas de distancia
cronológica de los banquetes imperiales mexicas en Tenochtitlán, y separados de estos por ciento
diez capítulos de la Historia Verdadera, Díaz presenta las fiestas y banquetes celebrados en el año
de 1538 en México por motivo de la paz de Aguas Muertas entre los monarcas Carlos V y Francisco
I. Banquetes coloniales porque los sabores, los gustos, y los señores han cambiado, pero que
mantienen en su apariencia externa, en su muestra de poder y riqueza, y en su significación social,
ciertos valores prehispánicos (De la Fuente 2005: 175)

Entonces, cuenta Díaz que “el birrey don Antonio de Mendoça, e el marqués del Balle, y la
real audiençia, y çiertos cavalleros conquistadores… acordaron de hazer grandes fiestas y
regozijos; y fueron tales, que otras como ellas, a lo que a mi me pareçe, no las e bisto azer en
Castilla…” (HV: 607). De este modo, la plaza mayor orquestó justas de caballeros, corridas de
toros, teatros, y mucha escenografía y arquitectura efímera que coparon este espacio durante días.
Al final, dos grandes banquetes se celebraron. Uno a cargo del Marquez, Hernán Cortés. Otro
ofrecido por el Virrey, Antonio de Mendoza. En ambos Bernal Díaz se sentó a comer.

A dichos banquetes palaciegos asistieron todos los principales vecinos y autoridades de la


ciudad. En las mesas, las cabeceras quedan reservadas para Mendoza y Cortés. La atención estuvo a
cargo de “mastresalas y pajes y gran serviçios con mucho conçierto” (HV: 609). Aquí, a diferencia
del banquete de Tenochtitlán, las eternas tortillas de maíz y la infinidad de animales guisados, se
encuentran con un refinamiento mayor. Esta vez se les presenta en ensaladas, asados a la genovesa,
en pasteles, con rellenos, y en escabeches. La mesa se sirve en varios tiempos y en tal abundancia
que las bandejas se acumulan y “no se comieron, ni aun de muchas cosas del servicio pasado”.

Aún así la comida no para de llegar a la mesa. Gallinas cocidas se presentan con “picos y
pies plateados”, pollos de ánsar “con los picos dorados”, “cabeças de puercos y de benados y de
terneras enteras, por grandeza”. En el colmo de la refinación, se sirvieron unas empanadas muy
grandes tapadas por un cobertor. Al retirarlo, se reveló un relleno de conejos, codornices, y palomas
con vida que huyeron despavoridos. Una suerte de piñata culinaria. En ese mismo extremo aparecen
los “novillos asados enteros llenos dentro de pollos y gallinas y codornizes y palomas y
toçino” (HV: 610). Todo esto para los más de trescientos caballeros y doscientas señoras que
atendieron a la recepción, muchos con sus criados y demás acompañantes.

La bebida se sirvió en copas doradas, plateadas, hechas de buena manera, llenas de vinos
tintos, blancos, y cacao “con su espuma y suplicaciones” a la manera tradicional prehispánica. Y el
precio del vino se había disparado con la conquista, en la temprana América española ya no era el
alimento básico que fue en España. Se había convertido en un “adorno de las clases privilegiadas”,
que junto al pan gozaba de cierto status conferido por su rol en el ritual cristiano (Mira 2015: 15). El
cacao, en cambio, abundaba. Los españoles aprendieron a gustar de la bebida, pero tal aprendizaje
acarreó la absorción de ciertas ideas aztecas en torno a ella. Principalmente, internalizaron la
asociación del chocolate con la distinción de la nobleza (Norton 2004: 14-17).

La forma como se narran estos banquetes coloniales gana mayor sentido si seguimos a
Konetzke en su opinión de que la inclinación cotidiana de Cortés vencedor es, antes que hacia la
política, tornada a lo social, lo jerárquico, y a la búsqueda del privilegio (Konetzke 1968: 215).
Aquella pista podemos extenderla a Díaz, compañero y admirador del capitán. Cuando de victoria
social se trata, nada simboliza el triunfo como un banquete. En el comer y en el beber que narra
Díaz existe un “hiperbolismo positivo, de tono triunfal y alegre” (Bajtín 1990: 250-254). Además, el
gusto se muestra como criterio argumentativo que afecta el discurso del cronista.

Ahora bien, ¿qué nos dicen estas descripciones de banquetes? Y principalmente, ¿qué
función cumplen en ellas los sentidos? Que Díaz nos hable del comer de las élites prehispánica y
colonial no parece ser resultado de un exceso de memoria o creatividad. Que incluya estos
banquetes en su narración se debe a que cumplen un objetivo. El comer de Moctezuma se
complementa con el detalle de su perfil. Así expuesto, el despliegue alimenticio del señor simboliza
el alcance y carácter de su civilización. Con los banquetes coloniales, Díaz expresa el salto
civilizador que se pretende evidente con la ocupación europea.

Podemos también oponer el banquete azteca del colonial. Díaz es sensiblemente externo al
primero, pero absolutamente familiar al segundo caso. Esta observación podría explicar la asimetría
en el uso del detalle, comparativamente superior en la mesa virreinal. La crónica muestra además un
mayor refinamiento en la cocina novohispana. Pero a pesar de estas distancias, ambas descripciones
se elaboran en un tono positivo. La excepción será la duda puntual e irresoluta acerca del
ingrediente humano en los guisados del emperador, que no trasciende.

Volvamos entonces a la intención de Díaz. Pretende dejar una Historia que sea Verdadera.
Se entrega, por tanto, a los sentidos como fuente de percepción y criterio que le confiere autoridad
narrativa. Sabemos que oyó, probó, olió, tocó, y vio. Pero sus fines retóricos y carácter moderno lo
inclinan a enfatizar el gusto en su forma de juicio estético, y su visión como principal fundamento
de verdad. Cuanto mayor sea lo visto y lo hecho, más valor probatorio adquiere su narración. Pero
para lograr la transmisión de aquellas sensaciones a sus lectores, se sirve del gusto como vía de
anexo al idioma común de la distinción europea. Podemos concluir diciendo que, en la narración
moderna de Bernal Díaz, los sentidos cumplen la función de autorizar al autor. Esa autoridad
narrativa también está presente en las descripciones de banquetes. Y así, la función narrativa de los
sentidos, en los banquetes descritos por Bernal Díaz, es la de legitimar aquellos episodios de su
Historia a través de la distinción.

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