Vous êtes sur la page 1sur 9

1.1.4.

Elaboración y Promulgación de las Leyes


a. Iniciativa de Ley (Art. 107)
También tienen el mismo derecho en las materias que les son propias los otros
poderes del Estado, las instituciones públicas autónomas, los municipios y los
colegios profesionales. Asimismo, lo tienen los ciudadanos que ejercen el
derecho de iniciativa conforme a ley.
La iniciativa legislativa es el acto mediante el cual se da origen al proceso de
elaboración de una ley. Es por ello que existe lo que la teoría constitucional
clásica reconoce como derecho de iniciativa, que -de manera general- es
potestad del Presidente de la República y de los congresistas. Maurice
DUVERGER sostiene que la iniciativa, en sentido estricto, consiste en el
derecho de depositar un texto -de ley, de resolución, de presupuesto, etc.- para
que sea discutido y votado por el Parlamento. En el constitucionalismo peruano
el derecho de iniciativa se ejerce de manera ilimitada.
Esto quiere decir que la presentación de una iniciativa puede referirse
indistintamente a una ley nueva, a la modificación de una ley vigente, a su
derogación e inclusive a la interpretación y a la reforma de la Constitución. El
texto de la Carta vigente se inscribe en este lineamiento.
No obstante compartir características similares con la Constitución precedente,
el artículo bajo comentario marca diferencias con el arto 190 de la Constitución
de 1979, que se refería a esta materia. La primera diferencia es aparentemente
formal, cuando altera el orden y antepone el Presidente de la República a los
congresistas en el derecho de iniciativa. La anterior Constitución mencionaba
-en orden de prioridad es a los senadores, diputados y luego al Presidente de
la República. El orden es el que corresponde a la naturaleza de las
instituciones. Los congresistas son elegidos para legislar, siendo esa función la
que les da la titularidad del derecho de iniciativa. A su vez, el Presidente de la
República es elegido para gobernar y por vía de una mejor cooperación inter-
órganos se le facilita a que también ejerza el derecho de iniciativa, lo mismo
que al otro órgano del Estado, que es el Poder Judicial.
Pero es obvio que, si una Constitución no le reconociese ese derecho de iniciativa al
Presidente de la República, no incurriría en un despropósito jurídico. De hecho, hay
regímenes parlamentarios en los que el Jefe de Estado carece de esta facultad. En el
Perú, donde el régimen es predominantemente presidencialista, se le reconoce al
Presidente de la República el derecho de iniciativa en la formación de las leyes, pero
por la razón que acabamos de anotar y no porque naturalmente tenga la titularidad de
esta atribución.
Por otra parte, la anterior Carta otorgaba esta facultad a los órganos de gobierno de
las regiones en las materias que le eran competentes, atendiendo así a la concepción
descentralista que atravesaba todo su texto. La Constitución vigente, en cuanto
derecho de iniciativa, menciona a los municipios en general, pero no a las regiones,
que de este modo son expresamente excluidas.
El derecho de iniciativa con la nueva Carta se ha ampliado hacia las instituciones
públicas autónomas y los colegios profesionales; la disposición nos parece en este
extremo conveniente. No obstante, siguiendo la misma lógica hubiese sido necesario
mencionar -por ejemplo- a las universidades u otras organizaciones representativas de
la sociedad civil. Pero creemos saludable que se hayan abierto las puertas a la
participación popular en el derecho de iniciativa. Esta necesidad la anotamos cuando
comentáramos la Constitución de 1979.
Debe recordarse que la iniciativa ciudadana en la formación de normas está regulada
por la Ley N° 26300, Ley de los derechos de participación y control ciudadanos. El arto
11 de este dispositivo establece que «la iniciativa legislativa de uno o más proyectos
de ley, acompañado por las firmas comprobadas de no menos del cero punto tres por
ciento (0.3%) de la población electoral nacional, recibe preferencia de trámite del
Congreso. El Congreso ordena su publicación en el diario oficial». Debe precisarse
que este derecho de iniciativa comprende todas las materias con las mismas
limitaciones que sobre los temas tributarios o presupuestarios tienen los congresistas.
Luego de presentado, el Congreso deberá dictaminar y votar el proyecto en el plazo de
120 días. Si es aprobado, se convierte en ley; asimismo, el proyecto de ley rechazado
por el Congreso puede ser sometido a referéndum.

b. Aprobación y Promulgación de la Ley (Art. 108)


Artículo 108.- La ley aprobada según lo previsto por la Constitución, se envía al
Presidente de la República para su promulgación dentro de un plazo de quince
días. En caso de no promulgación por el Presidente de la República la promulga
el Presidente del Congreso, o el de la Comisión Permanente, según
corresponda.

Si el Presidente de la República tiene observaciones que hacer sobre el todo o una


parte de la ley aprobada en el Congreso, las presenta a éste en el mencionado término
de quince días.

Reconsiderada la ley por el Congreso, su Presidente la promulga, con el voto de más


de la mitad del número legal de miembros del Congreso.

Son dos los elementos de la etapa final en la elaboración de toda ley: su promulgación
y su publicación. Es habitual en la teoría constitucional el encargar tal función a quien
ejerce la más alta responsabilidad en el Ejecutivo, es decir, al Presidente de la
República.
. Sin embargo, en algunos regímenes parlamentarios con características monárquico
constitucionales esta prerrogativa es exclusiva del Rey. Así lo establece, por ejemplo,
el Parliament Act británico de 1911. Allí se menciona que todo proyecto de ley
aprobado por las Cámaras debe ser presentado a Su Majestad «para ser
sancionado». La Constitución española de 1978 adopta igual criterio con respecto a su
Monarca 405. Sobre el punto, debemos recordar que con los regímenes
parlamentarios el Presidente de la República o en su caso el Rey comparten la
característica de ser jefes de Estado, siendo ésta la autoridad que ejercen para
promulgar la ley y mandar cumplida erga omnes.

El artículo bajo comentario es idéntico al diseñado en la Constitución de 1979 en su


art. 193. La fórmula escogida es de avanzada en varios aspectos. De inicio, se amplía
el plazo de promulgación de diez días -como lo fijaba la Constitución de 1933- a
quince días, un término mucho más prudente. Adicionalmente y siguiendo un correcto
camino de continuidad del trabajo legislativo, se concede dicha prerrogativa además
del Presidente de la República y del Presidente del Congreso, al Presidente de la
Comisión Permanente.

c. Vigencia de la Ley (Art. 109)


Artículo 109.- La ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación en el
diario oficial, salvo disposición contraria de la misma ley que posterga su
vigencia en todo o en parte.

La publicación es el último e imprescindible trámite en la elaboración de toda ley. La


fórmula recogida por el presente artículo es una copia casi textual del arto 132 de la
Constitución de 1933. La Carta de 1979 reformó -equivocadamente a nuestro
concepto- el plazo de veinticuatro horas y 10 extendió hasta el decimosexto día. Las
razones que sustentaron los constituyentes de 1978, en especial el doctor CHIRINOS
SOTO, se basaban en la imposibilidad material de difundir el diario oficial «El
Peruano» por nuestro extenso territorio

Empero, creemos que extender en demasía el plazo de publicación de una ley atenta
contra su eficacia y objetivos. Así lo sostiene, en puridad, la ciencia del Derecho, pues
«de lo que se trata es de defender la sustancia de una ley, su sentido ordenador y
evitar su escamoteo»414. Por lo demás, el mismo doctor CHIRINOS SOTO modifica
su planteamiento inicial, ya que define como de «temperamento saludable» la fórmula
adscrita por el artículo bajo comentario.
Sin embargo, un hecho a resaltar, que surge de la práctica detectada en el Diario
Oficial El Peruano cuyo director es nombrado por el Poder Ejecutivo y ostenta un
cargo de confianza- es el manejo antojadizo que muchas veces se ha hecho respecto
de la public3ción de leyes y demás sentencias y resoluciones de los órganos del
Estado. Un claro ejemplo de esto es la publicación que se diera a la resolución del
Tribunal Constitucional, que se pronunció sobre el tema de la reelección presidencial.
En un hecho que linda con lo delictivo, el Diario Oficial publicó la resolución en
mayoría con letras ininteligibles y excesivamente pequeñas. Pero lo más grave del
asunto es que también publicó la opinión minoritaria, que no era sentencia y que por
tanto no debió publicarse; lo hizo en letras claras y bien redactadas.
Sería por ello saludable para la estabilidad del sistema político en general, que el
Congreso tenga su propia Gaceta Oficial, como existe en otros países. Esta medida
evitaría el manejo arbitrario de funcionarios de confianza que no dudan en transgredir
la ley cuando se trata de publicar normas y demás providencias que vayan en contra
del Poder Ejecutivo.
1.1. Poder Ejecutivo
Sabemos que el estado de derecho se fundamenta en la división de poderes, uno de los
cuales se representa a través del poder ejecutivo. Hemos sostenido en la parte
correspondiente al análisis global y caracterización del régimen político diseñado por la
Constitución de 1993, que ella consagra un mayor énfasis por el presidencialismo,
caracterizado por la implementación de una serie de elementos que dan vida a las
diversas instituciones políticas reguladas en el texto constitucional y que otorgan un
peso mayor al Presidente de la República.
Este tipo de régimen es esencialmente concentrador de atribuciones y capacidades de
decisión política propia en el Presidente de la República. En tal virtud, esta autoridad
es elegida directamente por el pueblo para un período determinado y la composición
del gobierno no depende del voto de confianza del Parlamento, pues el Presidente de
la República es quien decide autónomamente la composición del gabinete, el
nombramiento de los altos cargos y la estructura de la administración pública. El
sistema parlamentario, en cambio, consagra como institución primera en cuanto
legitimidad y representación democrática al Parlamento, siendo de su seno que se
origina el gobierno. El Parlamento no solamente otorga investidura, sino que la
permanencia del gobierno depende de su confianza

América Latina no ha sido ajena al debate sobre el presidencialismo y el


parlamentarismo. Dieter NOHLEN sostiene que en nuestro continente la crisis de la
estabilidad política, de las democracias y de la gobernabilidad se ha identificado con la
vigencia del sistema presidencial de gobierno. Por ello propone la necesidad de
realizar modificaciones institucionales, mirando, más bien, hacia el modelo de formas
parlamentarias417. Estas innovaciones, de hecho, se han practicado en la mayoría de
sistemas constitucionales latinoamericanos, especialmente en Argentina, Brasil,
Uruguay y Chile.
En el Perú, la tradición constitucional se ha inclinado por las fórmulas de carácter
mixto presidencial-parlamentario. Esta modalidad exige un mayor equilibrio en la
relación inter-órganos y una fuerte implantación de las instituciones democráticas, en
cuyo caso se alcanza la estabilidad, como lo demuestra la V República Francesa. No
es el caso peruano donde, más allá de lo sugerido en el texto de las Cartas, la realidad
de ha encargado de demostrar un fuerte arraigo de la figura del Presidente de la
República.

Así pues, teóricamente, en el Perú -lo mismo que otros países de la Región- no existe
un régimen presidencial en el sentido estricto del modelo. Este le asigna al Presidente
de la República el rol conductor del Estado y del gobierno y también una serie de
prerrogativas que permiten un contrapeso en las relaciones con el Congreso, dándole
al sistema un adecuado equilibrio de órganos.
Siguiendo las líneas de unreciente trabajo de Mario CASTILLO FREYRE, se puede
llegar a sostener que el presidencialismo, de inspiración norteamericana, «ha dado
lugar a una forma iberoamericana de autoritarismo: el caudillismo». Agrega que
«desde que Bolívar lo planteó en su Constitución de 1824, el Presidente en
Latinoamérica ha sido el hombre que gobierna, una especie de 'poder de poderes'»;
además, concluye el citado autor, «la figura presidencial tiene un arraigo profundo en
nuestra historia y en nuestra idiosincrasia política, perpetuando el poder unipersonal
que tuvo.

Según algunos autores, el régimen presidencial per se o puro, como modelo político,
no pudo implementarse en América Latina debido a factores de arraigo cultural,
político y económico que marcaban la presencia y adhesión hacia una autoridad
fuerte.
No obstante, este tipo de régimen contiene contrapeso~ institucionales
constitucionalmente reconocidos, que requieren del funcionamiento estable y duradero
de los sistemas políticos, factores ambos inexistente s en la historia republicana de
nuestro Continente. Si a lo anterior añadimos la ausencia de hábitos cívicos
democráticos, la marginación popular y el caudillismo predominante en la clase política
latinoamericana, podremos concluir que lo que constitucionalmente ha primado en
nuestro continente ha sido un semi presidencialismo, con el Presidente de la
República como actor central del sistema.

Todo esto, en la práctica, se convirtió en un presidencialismo inorgánico y


desequilibrante, lo que a su vez afectó el papel y las funciones del Parlamento.
Hipotéticamente puede especularse que, si la opción constitucional se hubiera
sincerado por un régimen presidencial más definido, al estilo norteamericano, por
ejemplo, probablemente se hubiera ganado en estabilidad y en una mayor autonomía
en las relaciones Ejecutivo y el Parlamento.
El profesor español Antonio LAGO CARBALLO formula algunas apreciaciones sobre el
presidencialismo en América Latina, que nos parece interesante retener. En primer
término, sugiere que esta tendencia responde a una tradición histórica con
determinados hábitos en la relación gobernantes-gobernados, que conduce al
entendimiento de que la función presidencial es equivalente a cierto talante
hegemónico. En segundo lugar, sostiene que en los lugares en que existe un
presidencialismo matizado o semipresidencialismo, se ha hecho -por lo general caso
omiso de las limitaciones o contrapesos marcados al titular del Ejecutivo. Para el
citado autor -posición con la que coincidimos- el problema de fondo no solamente
debe ser analizado desde la óptica de las relaciones Ejecutivo-Legislativo o de la
preponderancia presidencial, sino también desde la perspectiva del ejercicio concreto
del poder político, la calidad moral de los gobernantes y la altura con que éstos
desempeñan el oficio para el cual han sido elegidos
Karl LOEWENSTEIN, por su lado, plantea una clasificación que podría acercamos al
modelo peruano. En efecto, al hacer un balance de los regímenes políticos en razón
de la distribución y concentración del ejercicio del poder, el jurista alemán establece
hasta tres categorías generales: el constitucionalismo, que se basa en la distribución
del poder; la autocracia, a la que define como aquel sistema en el que el poder no está
distribuido porque tiene un solo detentador; y las llamadas configuraciones
intermedias, en las que se combinan elementos del sistema político autocrático y del
constitucional.

Apunta LOEWENSTEIN al referirse al régimen autocrático, que no se encuentra


sometido a ningún control efectivo sobre el poder del único detentador: «El monopolio
político del único detentador del poder no está sometido a ningún límite constitucional;
su poder es absoluto. Este sistema político tiene necesariamente que funcionar en un
circuito cerrado del poder, en el cual se excluye la competencia de otras ideologías y
de las fuerzas sociales que las propugnan

El caso del Perú confirma la tesis expuesta. Si analizamos la historia constitucional. de


nuestro país, podremos llegar a constatar de situaciones anómalas y entrampamientos
políticos que impidieron el desarrollo del modelo previsto constitucionalmente. El
Estado se neutralizó con crisis sucesivas, que le impidieron atender las necesidades
de la sociedad. Sin ir muy lejos, la Constitución de 1979 diseñó el carácter
democrático representativo del régimen político y, a diferencia de la Carta de 1933,
sistematizó mejor las funciones y atribuciones del Estado. Además, otorgó profusas
prerrogativas al Presidente de la República y reiteró instituciones del parlamentarismo,
como por ejemplo la censura. el acceso de parlamentarios a cargos ministeriales sin
perder su calidad de origen, etc. Se configuró así un modelo mixto de predominancia
presidencial. Pero en la práctica nunca funcionó adecuadamente, a pesar que durante
su vigencia hubo tres gobiernos de diferente orientación política,
El texto de 1979 fue, sin lugar a dudas, uno de corte presidencial, pero de régimen
mixto, atenuado. o, como lo sostienen algunos autores. de carácter ecléctico. Con
referencia a esta predorninancia del Presidente de la República, a pesar de una
estructura formalmente mixta, hemos sostenido que la Constitución de 1979 una vez
más reforzó las atribuciones presidenciales al extremo de configurar una
concentración tal de poder que es imposible, humanamente imposible, que quien
ejerza la Presidencia no caiga en la tentación del ejercicio autoritario del poder
La Constitución de 1993 acentúa exageradamente esta tendencia. al conceder
facultades extraordinarias al Presidente de la República, diseñar -como lo hemos visto
un Parlamento sui generis, eliminar mecanismos de control político y, lo que es más
grave, prescindir del Legislativo en función de la toma de decisiones de un Ejecutivo I
cada vez más autónomo y más cercano a la definición concentradora del poder
estatal.
El régimen político peruano, como lo apunta César V ALEGA, continúa siendo
presidencialista, pero al haberse introducido dentro de este régimen elementos
parlamentarios «en cantidad y forma como no se ha hecho en ningún otro país», se ha
distorsionado el sistema, lo cual hace imprescindible que se impulse «el rediseño total
del modelo»
En suma, la estructura del Estado diseñada en la Carta de 1993 no garantiza un
verdadero equilibrio de poderes ni ayuda a solidificar la institucionalidad democrática.
A lo que apunta nuestra observación crítica es al hecho que la nueva Constitución no
resuelve los problemas de ambigüedad e hibridez que en lo que se refiere a definición
del régimen político han tenido las Constituciones peruanas. Aumentar más
atribuciones al Presidente de la República y dejar subsistentes o inclusive reforzar
prerrogativas del Parlamento no es ninguna solución. En los hechos, es una invitación
a que continúe el presidencialismo fáctico y la tensión en las relaciones inter-órganos.
Además, debe tomarse en cuenta un factor inherente a todo sistema concentrador de
poderes: el centralismo político que ello conlleva. Es obvio que quien tiene
concentrado el poder, gobierna con criterios centralizadores del mismo; cualquier
intención desconcentradora es desactivada, con el peligro que ello conlleva no
solamente para la estabilidad del sistema político sino también para la asignación de
recursos económicos.

1.1.1. Presidente de la República (Art. 110)


Artículo 110.- El Presidente de la República es el Jefe del Estado y personifica a
la Nación.

Para ser elegido Presidente de la República se requiere ser peruano por nacimiento,
tener más de treinta y cinco años al momento de la postulación y gozar del derecho de
sufragio.
Este texto ha sido tomado tanto de la Constitución de 1933 como de la precedente de
1979. Una revisión integral de las Constituciones que han regido en el Perú, nos indica
que la definición de 10 que es y representa el Presidente de la República se implanta
sólo a partir de la Carta de 1933. Los anteriores textos siguieron -bajo distintas
redacciones- la pauta formalista impuesta por la Carta de 1823, que establecía en su
art. 72: «Reside exclusivamente el ejercicio del poder Ejecutivo en un ciudadano con la
denominación de Presidente de la República». Esta disposición tuvo un breve
interregno con la Constitución bolivariana de 1826, que impuso la figura poco usual y
por ello efímera- del Presidente Vitalicio.
Nuestras Constituciones, hasta antes de la entrada en vigencia de la Carta de 1933,
intentaron asignarle al Presidente de la República una conformación jurídica lo más
próxima al modelo liberal europeo, tan arraigado en el siglo pasado. Como lo
sostenemos en Constitución y Sociedad Política, hasta la Constitución de 1920 se
empleó -con ligeras variantes- la fórmula del Presidente de la República como Jefe del
Poder Ejecutivo. En este enfoque se intentaba determinar en el Presidente las
calidades de un Jefe de Gobierno con particular énfasis en las funciones ejecutivas:
Pero el cargo, arraigado en tradiciones seculares y reforzado por el origen popular, ha
convertido al Presidente de la República en la encarnación de la soberanía nacional.
Los tres últimos textos constitucionales legitiman esta situación; de allí la fórmula que
se refiere a la personificación de la Nación.
La tesis de las Constituciones peruanas del siglo XIX fue, probablemente, la de una
separación estrictamente funcional de poderes, elemento que con relación al Poder
Ejecutivo requería de una autoridad que asumiese la responsabilidad de su
conducción.
De allí la cuidadosa precisión en denominar al máximo conductor del Ejecutivo
Presidente de la República. Pero como se observa, no se le atribuirá la calidad de Jefe
de Estado y menos la de personificar a la Nación. En esta perspectiva, nuestra
tradición constitucional no otorgó ninguna primacía al Presidente de la República
respecto de los presidentes de los otros poderes del Estado. Para su ejercicio, cada
poder tenía su Presidente con una denominación específica. Pero estos escrúpulos
constitucionales para evitar un tratamiento de identificación del poder del Estado con el
Presidente de la República, no se compadecieron con las prácticas políticas y las
adhesiones colectivas, que tendieron a encamar en el Presidente de la República al
Jefe de Estado y máximo conductor de la Nación, sobrepasando, en ese extremo, el
recato constitucional que pretendía que ese cargo sólo representara la jefatura del
Ejecutivo.

Es la historia la que forjó un cause constitucional más amplio y sólido. Jorge Basadre y
Víctor Andrés Belaunde coinciden al señalar el enraizarniento profundo del Presidente
de la República como una autoridad que en muchos aspectos venía a ser el heredero
en el colectivo popular del Virrey y delInca. El caudillismo presidencial y la tendencia a
concentrar poderes en esta institución, más allá de los cuidados y reparos
constitucionales, tienen que ver más con la Sociología y la Historia que con la
Constitución. En este sentido, nos parece más realista la innovación de las
Constituciones peruanas del siglo XX, al reconocer al Presidente de la República como
la máxima autoridad y conductor real del Ejecutivo. Las Cartas de 1933, 1979 Y 1993
10 que señalan -más allá de algunos excesos en esta última- es que el Presidente de
la República no sólo es jefe del Ejecutivo sino una institución que es el eje o centro del
sistema constitucional.
Los orígenes de la institución del Presidente de la República se remontan a los
Estados Unidos. En ese sentido, es anterior a la Revolución Francesa e inclusive a la
independencia de los países del sur de América. En norteamérica, a inicios de la
independencia de la Corona inglesa, las actividades estatales fueron separadas en
tres poderes perfectamente delimitados: el Ejecutivo, el Legislativo y el jurisdiccional.
Es ante el peligro de eventuales bloqueos en el ejercicio del poder del Estado, que se
deciden establecer puntos de contacto, es decir, mecanismos institucionales que
permitieran la continuidad del proceso político. Esta cooperación tiene como
consecuencia una interdependencia por coordinación entre los distintos órganos del
Estado. En esa medida, subyace la necesidad de que dichos órganos actúen con
autonomía dentro de su campo de acción, estando, empero, obligados a cooperar en
aspectos fundamentales. Es bajo estos supuestos en que funciona adecuadamente un
régimen presidencial.
En el sistema parlamentario el Presidente tiene aún mayores contrapesos. Podemos
tomar como ejemplo el modelo español, en el que el Reyes el Jefe del Estado, pero el
Jefe de Gobierno es designado por las Cortes con el título de Presidente del Gobierno.
Este último es quien dirige la política general de gobierno, pero da cuenta de SLJ
gestión al Parlamento, órgano al que le debe su investidura y que, inclusive, lo puede
retirar del cargo mediante la figura del otorgamiento o revocación de la confianza.
En el Perú, el régimen político no ha sabido adecuarse con fidelidad a ninguna de las
tres modalidades. El predominio del Ejecutivo es evidente y el requisito de
coordinación ha sido suplantado en toda nuestra historia por la imposición de los
criterios del Presidente de la República. Es por ello que además de las extensas
prerrogativas. presidenciales que moldean a un Ejecutivo fuerte, éste se identifica
también, como ya lo hemos señalado, con la vertiente caudillista que es uno de los
elementos más fuertes de nuestra cultura política. Diversas experiencias confirman
esta tesis. En el Perú, el Presidente de la República es también «padre de multitudes,
oráculo de Delfos y héroe de la televisión
a. Elección Presidencial (Art. 111)

b. Mandato Presidencial y la no Reelección (Art. 112)


c. Vacancia, Suspensión e Impedimento (Art. 113, 114, 115,116)
d. Responsabilidad del Presidente (Art. 117)
e. Atribuciones y Competencia del Presidente (Art. 118)

Vous aimerez peut-être aussi