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Todos hemos sentido el placer que proporciona la lectura de una buena novela. Abrimos
el libro y, como por arte de magia, nos sentimos transportados a un mundo distinto. O
experimentamos otro deleite: la identificación con un personaje.
El autor de una novela puede, pues, sacarnos de nuestro mundo para hacernos apreciar
mentalmente realidades que no hemos vivido nunca, o involucrarnos aún más en él, para
hacernos revivir situaciones que cada uno de nosotros ha padecido o gozado.
La lectura de una novela produce una cierta identificación con los personajes. El
adolescente que lee “Los tres mosqueteros” se identifica con D'Artagnan: arremete con
toda arrogancia contra sus enemigos.
En “Lo que el viento se llevó”, una jovencita puede imaginar que vive en una gran
plantación del sur de los Estados Unidos durante el siglo pasado.
Leer novelas es, pues, un medio de evadirse fácilmente de la vida cotidiana, de sus
sinsabores, de su rutina. La influencia de lo ficticio puede ser tan fuerte, que ciertos
lectores llegan a trasladarla a la realidad una vez que cierran el libro.
Los niños viven las mismas aventuras que los héroes de sus cuentos favoritos: les basta
un poco de tierra en medio de un arroyuelo, para creerse Robinson Crusoe, y ¡para qué
hablar de Harry Potter!.
En este tipo de novela, la personalidad del escritor desempeña una función importante.
Tanto si escribe en primera persona como si lo hace en tercera, siempre hablará un poco
sobre sí mismo. Siempre deja “algo” de su propio ser: por eso ama a su obra como a un
hijo.
"Yo soy Madame Bovary", afirmaba Flaubert. Con esto quería decir que él mismo había
comunicado a su heroína algunos rasgos de su propio carácter, algunos de sus
sentimientos: el autor se había identificado con el personaje.
Los protagonistas de las novelas de Unamuno no viven su propia vida, sino la vida del
autor: sus problemas, preocupaciones y dudas. El propio Unamuno aparece al final de
una de sus novelas, “Niebla”, como si fuera un personaje más, fundiéndose ya la
realidad con la ficción.
Balzac, prototipo de autor fecundo, dio a luz a toda una sociedad a través de las ochenta
y cinco novelas que componen “La comedia humana”. El propio autor, que era
ambicioso, que soñaba con la riqueza y los honores, pudo así desempeñar –al mismo
tiempo– los papeles de duquesa y seductor de la duquesa; de cura de aldea y joven
adulado; de viejo avaro, de soldado de la revolución y de presidiario fugitivo; de
solterona de provincia y de cortesana. Y sus criaturas de papel terminaron adquiriendo
para él tal realidad que, en su lecho de muerte, pedía ayuda al doctor Horace Bianchon,
uno de los personajes de “La comedia humana”.
Este procedimiento se utilizó también en la colección de cuentos árabes “Las mil y una
noches”, y por otros autores del siglo XVI: Chaucer, en sus “Cuentos de Canterbury”, y
Don Juan Manuel , en su “Conde Lucanor”.
El alma y la sociedad
En el siglo XVIII, la novela se diversifica y se enriquece. Se vale del análisis, la
confesión, la observación. Une, en cierto modo, lo ficticio con lo real.
Durante el siglo XVIII nace en Inglaterra la novela negra o de terror, que culminará en
el XIX con el “Frankenstein” de Mary Shelley.
El tiempo perdido
A finales del siglo XIX, un joven culto y ocioso frecuenta los salones parisinos de
moda: se llama Marcel Proust, que por entonces no ha escrito casi nada; sin embargo, a
partir de 1906, el dolor que le causa la muerte de sus padres y su mala salud –toda su
vida padecerá de asma– le hacen renunciar a la vida social. Se encierra en su casa y, en
su habitación tapizada de corcho, duerme de día y trabaja de noche. Allí fue donde
escribió, hasta que le sobrevino la muerte, “En busca del tiempo perdido”.
En esta vasta novela, integrada por siete volúmenes de evocadores títulos, Proust crea,
como Balzac , toda una sociedad. Pero, más que por la historia de los personajes, se
interesa por sus sensaciones, por sus impresiones. Proust es el primer novelista que
estudia el modo en que el tiempo y la realidad son percibidos por el espíritu humano:
basta, por ejemplo, recordar el gusto de una galleta mojada en té, para que su héroe
encuentre, en un instante, los años de su niñez, tiempo que creía haber "perdido".
Para ellos, así como la fotografía ha desplazado a un cierto género de pintura que era
una fiel representación de la realidad, así también el cine y la televisión cumplen la
misma función que la novela tradicional, ofreciéndonos diferentes "episodios" de la
vida. Si la pintura cambió radicalmente al aparecer la fotografía, también debe
hacerlo la novela tras la aparición del cine y la televisión.
La novela literaria de hoy, que se ha vuelto muy intelectual –tanto en el fondo como en
la forma– produce un poco de recelo. ¿Puede, por ello, pensarse que la novela es un
género en declive, condenado a desaparecer? Es indudable que hay una cierta dicotomía
entre el novelista, muchas veces hermético y difícil de comprender, y el gran público,
que se vuelca sobre malas novelas policíacas, sobre malas novelas de aventuras, sobre
malas novelas de ciencia-ficción... Pero también es cierto que aún pervive entre los
lectores el interés por los relatos y que siempre surgen buenos novelistas.
¡Llegar al público! ¡Escribir de manera tal que el lector comprenda el texto! Ahí está la
clave.