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del Dr. Emilio Komar
Nuestra época no es muy sensible a la necesidad de la formación intelectual, simplemente
porque no es sensible a la formación del hombre en general. Cierto éxito de algunas obras que tratan la
cuestión, como la de Werner Jaeger o los libros de Scheler, no debe engañarnos. Unas lecturas no
cambian la manera de ser; a lo sumo llegan a acreditar algunas ideas nuevas. Para la formación
intelectual vale lo mismo que para la formación intelectual: el estudio de un libro sobre la humildad no
nos hace humilde. Para que la virtud se forme se necesita mucho más. (Filoedujon)
La formación del hombre es formación de hábitos. Bajo este último vocablo se entienden
disposiciones estables del espíritu humano, es decir del intelecto y de la voluntad que determinan al
hombre en relación con su propia naturaleza y que aún permaneciendo en el orden de los accidentes, tan
cerca están de la substancia humana, que merecen el nombre de segunda naturaleza. No se deben
confundir los hábitos con las costumbres que son habilidades mecánicas y rutinas, teniendo su sede en los
centros nerviosos. Mientras éstas carecen de espontaneidad viviente, los hábitos por ser espirituales ,
participan de la capacidad del espíritu de elevar el nivel de su ser por su propia iniciativa. Los hábitos se
presentan como exigencias dinámicas de progreso o regresión ; mediante ellos el hombre se dispone bien o
mal con respecto a su propio ser. No hay hábitos neutrales, sólo los hay buenos o malos, o como decimos
con otros términos : hay virtudes y vicios.
La formación intelectual es inseparable de cierta formación moral, que el hombre tiene
que lograr no ya en vista de la perfección total de su ser, sino para imprimir a la voluntad aquellos
hábitos sin los cuales no es posible alcanzar ningún grado más elevado de la vida intelectual.
Se podría hablar así de las virtudes morales realizadas fuera de la vía maestra de la vida moral, en una
línea lateral, dirigidas y subordinadas a la perfección del intelecto (1).
De acuerdo con lo dicho cabría reintroducir en el temario de la formación intelectual las
antiguas virtudes morales.
En primer lugar la Templanza, virtud de la justa medida en los placeres y por ende de
salud mental ( los griegos la llamaban "sophrosyne", es decir, salud mental) .Aunque el objeto de esta
virtud esté constituido por los placeres de los sentidos, que ella procura reducir a sus reales proporciones,
sin embargo no debería resultar contradictorio hablar de templanza intelectual en una época que le toca
conocer en escala tan amplia el hedonismo, esto es la búsqueda desordenada de los placeres del intelecto.
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El intelectual moderno anda a menudo detrás de las vivencia extraordinarias que suavicen su
aburrimiento íntimo, típico de las mentes alejadas del severo pero salubre clima de la verdad.
El estudio sólido a base de profundizaciones , de repeticiones (antaño se decía:"repetitio est mater
studiorum"), de rumiaciones, para llegar a ver claro y con precisión, ya no tiene muchos partidarios.
El universitario moderno pide comida liviana, premasticada y predigerida , presentada en
forma dogmática y categórica, para evitar casi del todo el temido trabajo de pensar. Se junta a esto la
exigencia del cambio frecuente del panorama, la codicia de lo nuevo y lo último que introducen en la casa
austera de las ciencias la moda y la frivolidad. Es sabido que es antipedagógico estudiar las disciplinas
según sus versiones últimas y últimisímas, cuando no se posee la base suficiente y, como muchas veces
ocurre, no sólo se conocen las teorías anteriores, sino se tienen ni cuatro conceptos claros al respecto. Sin
embargo lamentablemente no faltan maestros ni autores que deslizándose por la misma barranca
hedonista están dispuestos a hacer cuanta concesión se quiera a un público viciado.
Sin cierta templanza intelectual es imposible evitar la tentación del efectismo y del éxito barato.
La realidad que estudian las ciencias, es como toda realidad: prosaica. La mente hedonista que busca lo
excitante y lo dramático, nunca podrá ofrecer visiones veraces de las cosas. El estudio del método poco
ayudará a quien no se ha formado hábitos buenos.
Por otra parte no se debe entender la templanza en un sentido rigorista y puritano. La templanza
no elimina los placeres, sino los restituye a sus justos límites. Al temperante que no busca el placer por el
placer, las satisfacciones auténticas no le faltan. Un saber superficial nunca puede ofrecer aquellas
profundas alegrías, que experimenta el estudioso al llegar a la visión clara de los problemas, alegrías
éstas que hacen olvidar el cansancio y restauran las energías gastadas en los esfuerzos laboriosos.
La pesadez doctoral no es fruto de la sobriedad de las costumbres, sino al contrario, es
consecuencia de un esfuerzo no llevado a fondo. El saber sólido es ágil, claro y sin embargo lleno de vigor.
En segundo lugar cumple mencionar la Fortaleza. Las ciencias y las artes exigen lucha,
porque la realidad en la cual deben penetrar, es a menudo abrupta y ofrece resistencias. Todo investigador
y todo humanista tienen mucho de luchador. La claridad de pensamiento y el arte de guardar las
proporciones son rara vez fruto de una innata disposición apolínea, sino que son comunmente premio
para los choques dolorosos sostenidos con la realidad, en los cuales las hipótesis personales supieron
ajustarse a las dimensiones de lo existente.
Muchos escepticismos ocultos se deben a la timidez intelectual y a la huida ante las adhesiones
vigorosas que hubieran podido imponer el deber de la lucha. El escéptico no se atreve a salir de sí mismo,
manteniéndose en una cómoda inmanencia. Pero, por no abandonarse a lo real, tampoco puede llegar a
tener conocimientos ciertos, porque la certidumbre es justamente "firmeza de adhesión de la capacidad
cognoscitiva a la cosa que se conoce" (2).
Sin embargo la mente del escéptico , como toda mente humana tiende hacia la certidumbre,
porque tiende hacia lo que realmente existe. Pero al faltarle a ésta tendencia su término natural , se le
sustituye un término postizo: el dogmatismo rígido (3). Con la actitud dogmatista se pretende disfrutar
del efecto de la certidumbre sin pagar su precio, imponiendo autoritariamente a uno mismo y a los demás
las verdades a las cuales íntimamente el dogmatista no se ha adherido.
De esa misma raíz de timidez intelectual brotan varios eclecticismos raquíticos y falsas
amplitudes de criterio, que tanto mal hacen a la cultura. A aquel que no se atreve a sostener una opinión
propia, porque no la tiene, no le cuesta ser amplio con las demás opiniones. Además, si no tiene una
opinión propia , porque ha esquivado la dura lucha por lo real , cómo podemos esperar de él, enemigo de
la lucha, que adopte para con las demás opiniones actitudes que no sean de un pacifismo hueco ?.
La verdadera amplitud de ánimo es según la ética aristotélicotomista fruto de hábito anexo al de la
fortaleza, cuyo nombre es magnanimidad. El fuerte no tiene miedo a los grandes horizontes no sólo
porque está convencido de la justeza de sus ideas, sino porque buscando en el fondo sólo la verdad,
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someterá con gusto sus conclusiones a toda confrontación que se le ofrezca. Conocer la verdad es empresa
grande y no admite pequeñez de ánimo.
"Magnanimidad y visión" le pedía Platón al joven sabio (4).
Otro producto poco glorioso de la falta de coraje intelectual es la costumbre de monologar.
El filosófo o el estudioso de las ciencias expone su pensamiento sin tener en cuenta lo que dicen los demás,
tomándose un poco como única fuente infalible del saber. Hoy se está perdiendo el gusto de dialogar, es
decir, de medir el pensamiento propio con el de los demás para liberarlo de los puntos débiles y llegar a
través de la prueba de la discusión a una expresión más clara y coherente.
Antaño en las universidades los grados académicos se ganaban defendiendo las tesis propias contra todo
un fuego de objetores que a su vez se ganaban laureles arruinando las del candidato.
Un médico psiquiatra se lamentaba hace poco de que no hay ninguna comunicación entre
las varias corrientes de su especialidad: los reflexólogos ignoran la existencia de los psicoanalistas, estos
a su vez no quieren saber nada de los que siguen la psicología individual, etc. El mismo cuadro ofrecen
varias otras dsiciplinas. El monólogo y con él las instituciones que lo hacen posible: corrientes
exclusivistas, sectas científicas, grupos filosóficos cerrados, en los cuales la vida es soportable para
cualquier mediocre, han entrado en las costumbres intelectuales contemporáneas como algo tristemente
característico. Si el término "diálogo"se puso de moda hace algunos años, se trató más de una novedad
superficial que de un viraje serio de la mentalidad ambiente.
Hablando de la fortaleza, es necesario subrayar que es relativamente fácil conseguir gente
dispuesta a luchar hasta en el campo intelectual, con tal que la batalla no dure mucho. Todo lo que tiene
que ver con la lucha atrae por lo espectacular y excitante . Pero no es en las situaciones difíciles, pero
breves, en las cuales es posible lucirse, que se demuestra el carácter guerrero: la verdadera prueba lo
espera a uno en el batallar prolongado, monótono, del cual el mundo tiene poca noticia, en donde no sólo
se debe resistir a las dificultades externas, sino también al propio envilecimiento.
Sin cierta valentía intelectual es imposible ser justo, esto es, dar a cada uno lo
suyo. El hombre no deja de ser un animal social aún cuando se dedique al trabajo intelectual. Su
existencia no transcurre en un espacio vacío, sino entre otros hombres, que tienen sus ideas, y ocupa un
lugar que dejaron libre los que desaparecieron : con los vivientes y con los muertos hay que practicar la
virtud de la justicia.
Finalmente, para completar el número de las virtudes cardinales, viene el turno de la
Prudencia. Como tanta otras virtudes, también la prudencia perdió su significado primitivo, del cual se
conserva sólo la parte negativa. El prudente como se lo concibe hoy, es aquel que se cuida mucho, que no
se expone a los riesgos, que no se mete en empresas difíciles y cuya vida se desenvuelve en una marco de
circunspección y prevención. Así el término prudencia adquiere hasta un sabor peyorativo, nuy cercano a
la mezquindad.
Sin embargo nada más lejos que esto de la verdadera prudencia, que es virtud intelectual
y moral : intelectual, porque descubre como están las cosas y nos indica lo que conviene hacer de acuerdo
con la situación real; moral, porque inclina a la voluntad a hacer lo que de veras corresponde.
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También el trabajo científico o humanístico se presenta a menudo el problema de aquello que
conviene hacer. Una visión clara de la realidad ayuda en primer lugar a establecer los fines razonables y
en segundo lugar a encontrar los medios aptos para alcanzarlos.
Es lícito entonces hablar de prudencia en el campo intelectual.
Desde la época de Descartes los cultores de las disciplinas científicas y humanísticas se han
preocupado mucho más en elaborar métodos y establecer reglas fijas para el trabajo intelectual que en
formarse lo hábitos oportunos.
Sin embargo, el método (la palabra significa en griego :camino hacia algo) no tiene ninguna
autonomía científica, es un puro instrumento que se relaciona con determinada realidad.
No es la realidad la que debe ajustarse al método, sino el método a la realidad y por consiguiente
no puede establecerse un método antes de conocer la realidad en cuestión.
Cómo podría saberse en el caso opuesto, sí el método elegido apriorísticamente nos lleva de veras a
conocer la cosa que queremos investigar ?.
Por esto no hay métodos universales que podrían aplicarse a toda clase de realidades, como
pensaban los cartesianos con el método cartesiano o los marxistas con el método dialéctico. Y aún dentro
del ámbito de una sola ciencia la realidad es tan variada por lo cual exige un ajuste más perfecto de la
mente a los casos distintos que el permitido por la aplicación de reglas fijas.
Hoy se exagera mucho el método y el metodologísmo es una de las plagas más perniciosas de la
cultura moderna : en lugar de descubrirnos el orden intrínseco de las cosas, nos harta con el espíritu
libresco de sistema. Mientras que el método se aplica como de afuera a los actos del espíritu, el hábito de
conveniencia siendo algo vivido y espontáneo, es una disposición implícita al intelecto y a la voluntad.
Una mente bien formada no puede pensar sino ordenadamente. Su orden es fruto de la adecuación al
orden de las cosas.
Además de la adecuación intelectual a la realidad hay la adecuación volitiva que llamamos
amor.
Quien ama una cosa se ajusta al objeto amado queriendo su bien y no rebajándolo a ser mero instrumento
del bien del pretendido amante. El amor verdadero se distingue así del falso.
Una madre que ama realmente a su hijo , lo ama según le conviene al hijo ; si por el contrario con el amor
al hijo quiere llenar sus afectos insatisfechos de esposa , busca sus intereses y no los de su hijo, que en
casos semejantes sufre serios menoscabos. El bien del objeto amado le imprime un determinado estilo al
verdadero amor.
Así el amor genuino al hijo es de otra clase que el amor al esposo, el amor a una causa política o
ideológica, distinto del amor erótico.
Sin embargo frecuentemente podemos observar por ejemplo en la lucha política ciertos celos y
pasiones, que traicionan una oculta hambre afectiva que poco tiene que ver con lo político o ideológico.
Algo análogo ocurre en el campo intelectual. El amor que le corresponde al intelectual es el amor a la
verdad. Es un amor clamo y firme, en el cual la voz de las otras pasiones está silenciada por la presencia
de una gran pasión: descubrir la verdad.
El espíritu sectario, celoso, polémico, fanático, cuando incide excesivamente en el trabajo
intelectual, habla claro que éste no ha sido querido y buscado en cuanto tal, sino que representa una línea
de repliegue de otros intereses.
Muchas vocaciones políticas frustradas se refugian en disciplinas humanísticas para continuar
desde allí una lucha hecha imposible en terreno propio.
Otras veces una cátedra cuidadosamente atendida puede servir para satisfacer la sed insaciable
de sentirse amado y escuchado, y no es raro que una polémica acerba y estéril contra las autoridades
reconocidas dentro de la materia , prolongue un odio infantil al padre.
El progreso intelectual, si quiere ser genuino, difícilmente podrá eludir lo que los maestros de
ascética llaman purificación de las intenciones.
Ahora bien, cómo se forman estos hábitos morales en servicio de la perfección del intelecto ?.
Se forman como todas las otras virtudes morales: mediante el ejercicio prolongado, luchando
pacientemente contra los vicios opuestos, con la ayuda del ambiente propicio y con el estímulo de los
ejemplos vivientes.
La filosofía aristotélicotomista conoce además de las virtudes morales o éticas, las virtudes
intelectuales o dianoéticas. No es este el lugar adecuado para desarrollar ni siquiera esquemáticamente la
respectiva doctrina, que a pesar de ser sencilla en sí resultaría demasiado abstrusa para todo aquel que
sólo la conociera arrancada de su contexto total.
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De estas virtudes no se habla porque se ignora su existencia. Sin embargo capacidad de
observación y de intuición, sentido crítico, mente lógica, espíritu científico, espíritu histórico, sensibilidad
humanística, son todas expresiones harto usadas que significan hábitos o virtudes intelectuales.
No es necesario que el individuo que posee muchos conocimientos sobre determinada disciplina,
tenga también su espítritu. Es bastante frecuente encontrar al estudioso de la historia que carece de
espíritu histórico o al profesor de ciencia que tiene escasa o ninguna mentalidad científica. Un gran
jurista italiano, Santi Romano, afirmaba que muchos abogados, jueces, y no pocos profesores
universitarios de la materia están desprovistos del espíritu jurídico. Las disciplinas que prefiere esta
gente son las por la imperfección de su desarrollo, o sea por su reciente constitución como es el caso de las
nuevas especialidades , no se han depurado suficientemente y pueden ofrecer terreno propicio para las
improvisaciones, locuacidades y diletantismos.
En cambio es posible encontrar el genuino sentido jurídico, el verdadero ojo clínico entre los
cultores modestos del derecho, cuya razón sin embargo hubiera perdido la rectitud si hubiesen dejado el
caso concreto para formular teorías (6).
Otras veces una formación previa en determinado sentido obstaculiza la adquisición del hábito
propio para las restantes clases de ciencias o de artes. Es frecuente que una formación secundaria o
universitaria cientista imposibilite la comprensión de materias humanísticas o filosóficas. Tal es el caso
del grosero espíritu geométrico que caracteriza a tantos libros modernos de psicología. A la misma razón
se debe el espectáculo escasamente edificante que ofrecen médicos legos en humanidades que se dedican
a escribir libros sobre problemas culturales o espirituales.
Algunas veces en cambio una fuerte predisposición funciona cual hábito inoportuno según sucede
a aquellos maestros del derecho o filosofía que como Kelsen recibieron formación humanística, pero sin
embargo tienen un deleite especial por las construcciones monolíticas hechas a priori allí donde cabría
una mayor auscultación de la realidad.
En sentido inverso una formación literaria o humanística separada del rigor lógico hace imposible
el estudio de disciplinas como el derecho o la filosofía, que sin ser ciencias exactas exigen una capacidad
notable de recto raciocinio.
La escuela secundaria de antes, basada en el latín y en las matemáticas formaba al alumno tanto
en el espíritu geométrico como en el espíritu de finura. Ya el latín sólo llegaba a dar tal fruto polivalente.
Pero quien los estudiase no con los métodos secundarios tradicionales sino encontrándose con él en el
nivel universitario en forma de una filosofía positivista tipo Meillet llegaría a conocerlo sin adquirir los
hábitos tan vinculados con su estudio. Las unilateralidades y deformaciones pueden ocurrir también
dentro de la misma disciplina. Se decía de Sigmund Freud que combinaba una intuición genial con una
absoluta falta de espíritu crítico y rigor lógico.
De los ejemplos mencionados resulta claro que no es lo mismo el conocimiento que la formación
intelectual, que consiste en el desarrollo de los hábitos que perfeccionan al intelecto en general y
contemplando determinadas disciplinas en especial.
Para la adquisición de los hábitos intelectuales es necesario la continuidad del estudio y la
enseñanza (la repetición de actos, como decián los escolásticos).
Ahora bien, los establecimientos de enseñanza impregnados de individualismo, donde no
hay espíritu de equipo y cada catedrático tiene su método, aseguran muy poco la continuidad de estudio,
que sin embargo, es "conditio sine qua non" de toda formación intelectual. Si no es factible la renovación
del espíritu de equipo es preciso volver a la enseñanza personal según la cual un profesor o un pequeño
grupo de profesores acompañe al alumno a lo largo de toda la carrera, responsabilizándose de su
progreso.
De igual manera como las virtudes intelectuales, también los vicios intelectuales son
disposiciones estables y duraderas del espíritu y cuesta trabajo desalojarlos.
El individuo que adquirió la costumbre de hablar de una novedad científica después de haber ojeado
superficialmente el libro que la traía, al llegar a la cátedra universitaria difícilmente cambiará su
manera de ser. El vicio de no saber pensar en forma lógicamente correcta no tiene en sí ninguna
tendencia a mejorarse con el tiempo sino sólo a consolidarse y corroborarse.
Todo hábito es una disposición dinámica tendiente a perfeccionarse: dejados a sí mismos
los vicios tienden a aumentar. Por esto la lucha contra los vicios intelectuales no es menos dura que la
lucha contra los vicios morales.
Cuántos catedráticos o profesionales adelantados en su carrera estarían dispustos a someterse a
una severa disciplina a fin de destruir un hábito malo y adquirir el correspondiente bueno ?.
Por esto importa mucho más darles a los alumnos bases modestas pero sólidas, semillas sanas del
futuro desarrollo que impresionarlos y confundirlos con la erudición frondoza que a menudo sirve sólo
para cubrir fallas serias de formación.
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No es fácil tratar en nuestra época el tema de la formación de hábitos, cuando la mentalidad
común en el ambiente tiene una pronunciada pendiente cuantitiva: más obras, más conocimientos, más
dominio.
El crecimiento espiritual , en cambio, no puede ser sino cualitativo.
Abriendo más escuelas, escribiendo más libros, haciendo más trabajos no se ha crecido todavía
intelectualmente. La cualidad no es reductible a lo cuantitativo.
Miles de parches de color rojo pálido, decía Pierre Duhem, no hacen tejido de color rojo vivo.
Cuantas bolas de nieve son necesarias para encender una estufa ?, preguntaba Diderot.
Centenares de catedráticos mediocres no equilibran la ausencia de uno de buena ley. Por esto en
la formación intelectual vale el dicho caro a Louis Pasteur: "omne vivum ex vivo", todo lo vivo proviene de
lo vivo. Donde no hay genuina vida intelectual , de allí no se propagará ninguna genuina vida intelectual.
Por otra parte la formación es maduración y como tal cae bajo aquella norma de la
naturaleza que no admite saltos ni hiatos. Es un proceso lento y constante y por eso poco popular en una
época apurada e intolerante con los ritmos naturales.
Al no tener esto presente en las discusiones al respecto, se corre el riesgo de confundir la
substancia con el puro barniz.
Donde no hay mayor voluntad de remontar la pendiente cuantitativa y donde se quiere con
ánimo liviano apresurar los procedimientos, allí el deber elemental de sinceridad manda que no se hable
de la formación intelectual.
Revista "Criterio", 14 de junio de 1956.
Notas:
1.Compárese :J.Maritain,"Arte y escolástica",Ed. Espiga de Oro, pp104105.
2.Tomás de Aquino: "In III Sent." disp. 26,2,a.4.
3.Se llama dogmatismo al procedimiento de aquellos que declinando todo exámen crítico imponen
arbitrariamente una tesis. El dogmatismo nada tiene que ver con el dogma católico. Estos son verdades
de las cuales no es posible dudar, pero la teología debe probar que han sido reveladas por Dios, y por eso
no las acepta sin exámen crítico.
4."República",VI,486, a6.
5.Ver opúsculo "Science et hypotese", passim.
6.Frammenti di un dizionario giuridico, pp 113 y sig.
# Subrayados y cursivas nuestros.